Los Buscadores La luz perdida – 1 Javier Raya Demidoff
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© Javier Raya Demidoff, 2019
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras Imagen de cubierta: © Javier Raya Demidoff
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Primera edición: 2019
ISBN: 9788418036613 ISBN eBook: 9788418035067
«Observad cualquier comunidad del reino animal a vuestro alrededor, sean aves de corral o bestias salvajes. ¿En qué caso un macho dominante ha permitido a un rival débil permanecer en ella? ¿Cuándo le ha perdonado su debilidad? ¿Qué hubiera ganado con ello? Yo os lo diré: debilitar al conjunto de su comunidad. Aunque desprovistos de inteligencia, los animales saben por instinto que la primacía del más fuerte redunda en beneficio de su grupo y de su especie. ¿Creéis que Kalyrs nos ha dado inteligencia para olvidar esta ley esencial de toda forma de vida? ¡No! Somos criaturas capaces de crear, fabricar, pensar. La inteligencia nos sirve para todo ello, y para loar a Kalyrs por este gran regalo que nos ha dado. Pero no habremos de desviarnos del camino que nos permite ser cada día más fuertes. Valor, fuerza y fe. En estos valores fundamentamos nuestra grandeza, nuestra superioridad y nuestro futuro. Dadle cabida a la debilidad y os haréis débiles. Sed compasivos y seréis traicionados. Sed cándidos y seréis engañados. Sed débiles y el fuerte os arrebatará vuestras posesiones: mujer, hogar y recursos».
La senda del alto Kalyrs, Cap. III. Superior Helvinald Aucianus
«¿Amor? Por supuesto que somos capaces de albergar este blando sentimiento. Como también somos capaces de orinar y defecar. No somos criaturas perfectas. En ocasiones confundimos los naturales mecanismos que aseguran nuestra procreación y subsistencia con eso llamado amor. Por ello os animo a discernir la verdad del autoengaño, pues en eso que llamáis amor se mezclan la ambición de la compañía, la adoración de la belleza, el anhelo de sentirse reconocido y adorado, la conversación complaciente, la entrega mutua de caricias que deleitan el cuerpo, el deseo… Llamemos a las cosas por su nombre. Deseo, ansia, hambre, ambición, atracción, obsesión. Todo ello es expresión de los impulsos que nos hacen fuertes. Sentíos orgullosos de ellos, y desechad el sentimentalismo estéril, solo útil para el bardo de escaso talento».
Sermones y epístolas, 14-15 Superior Alwinus Wéyslidur
Canto de Domork
Yo soy el humano inhumano espejo de los deseos de los hombres, del amor y las ambiciones puras, de los nobles afanes que no se rinden, que no ceden ni ante su propia negación.
Yo soy el Guardián del Descanso, el Dulce Reposo, la Eterna Calma, sosiego terrenal del alma herida que vivir no puede, ni morir quiere.
Yo soy aquel que acudirá cuando tú acudas a mí, que te ayudará si has ayudado y si deseas que te ayuden.
Búscame sin descanso por las sendas de la vida,
pues pocas son las buenas, mas yo estoy en todas ellas.
Los Buscadores
En el monasterio de Neroga un grito de alarma rompió la calma de aquella noche de otoño. Un monje llamaba a las armas. —¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Cerrad las puertas! ¡Hay que atraparlos! Fueron apareciendo más religiosos, con caras malhumoradas y aún dormidas. Portaban espadas cortas y velas encendidas y corrían de un lado a otro buscando a aquellos que se habían atrevido a entrar en el monasterio al amparo de la noche y que, según el monje de guardia, habían robado algo. Seis figuras envueltas en capas negras atravesaron corriendo las galerías circundantes al claustro, cuya hierba estaba bañada por la luz de la luna llena. Huían siguiendo el camino que habían empleado para entrar, cuando, al ir a introducirse en un pasillo lateral, vieron que un grupo de monjes corría hacia ellos desde el fondo. —¡Por ahí, rápido! —ordenó uno de los ladrones. Perseguidos muy de cerca por los enfurecidos monjes, los seis fugitivos se introdujeron por un angosto pasillo que los obligaba a correr en fila. Aun así, se distanciaban de los monjes, menos veloces por sus sandalias y hábitos. El pasillo giró en zigzag y finalmente desembocó en una amplia sala circular, apenas ocupada por unos pocos y desvencijados sillones. —Ansp —habló uno—, ¿oyes el ruido del agua tras esa puerta? El río está ahí. Es una torre exterior. El líder del grupo retiró el tablón que bloqueaba la puerta y la abrió. —Apresurémonos. Salieron al rellano superior de una escalera que bajaba por el muro exterior hasta otra puerta enclavada en el muro y situada un nivel más abajo, a solo un cuerpo y medio de la superficie del río. Los fugitivos bajaron los escalones hasta el
rellano inferior y saltaron al agua, que les llegaba a la cintura. Se desplazaron a favor de la corriente. —¡Que no se moje el plano de la cueva, Ansp! —avisó un compañero. —Descuida —contestó el aludido, sujetando un pergamino en alto—; está a salvo. Avanzad. Detrás, los monjes se concentraron en el rellano bajo, sin decidirse a saltar. Los fugitivos les llevaban ya una considerable ventaja y por el agua, con sus largos ropajes, sería difícil darles alcance. Se disponían a volver arriba cuando un hermano, vestido con el hábito azul del Consejo Monástico, asomó, furioso. —¿Qué hacéis? ¡Han atacado al hermano bibliotecario y se llevan documentos sagrados! ¡Seguidlos! Sin más dilación, quince monjes, armados con espadas, saltaron por fin al agua y, medio andando, medio nadando, se adentraron en la noche en pos de los fugitivos. —¡No volváis sin los documentos robados, cueste lo que cueste! ¡Y dad su merecido a los ladrones!
* * *
El Adaria se deslizaba perezoso entre una pared rocosa y la cada vez más alta orilla derecha. Los seis fugitivos avanzaban por sus aguas todo lo rápido que podían. Galdwynn miró atrás. —Bueno, parece que los perdemos de vista. Con sus hábitos aún tienen más problemas que nosotros para desplazarse. —Sí —coincidió Ansp—, pero a este paso no sé cómo saldremos a tierra firme: la orilla es inalcanzable. Un poco más adelante, el río se ocultaba en el interior de la montaña por una
gran abertura. Los perseguidores los superaban en número y en su grupo solo tres portaban espadas. Descartado, pues, el enfrentamiento, se introdujeron en la caverna, para quedar enseguida sumidos en una oscuridad total. El nivel y fuerza del agua fueron en aumento, como también la angustia que los invadía. Avanzaban a tientas, chocando unos con otros, ensordecidos por el fragor que producía el rugiente caudal entre las angostas paredes de roca. Sumergidos hasta el cuello, avanzaron así largo rato, y a cada paso que daban crecía la sensación de haberse metido en una trampa mortal. En la negrura y el estruendo que los envolvía, no fueron capaces de advertir el brutal afluente que, desde un lateral, los golpeó con violencia, haciéndoles perder pie y engulléndolos en las profundidades de la montaña.
* * *
Quelbos perdió toda noción de tiempo y lugar. Jaleado por la rabiosa corriente, que los empujaba entre pulidas paredes, lisas como un vidrio, el flaco muchacho tuvo la sensación de que estaban siendo arrastrados muy lejos, y que aquella tortura de vapuleos y ahogos se prolongaba enormemente. En los breves instantes en los que conseguía sacar la cabeza del agua y respirar, le parecía oír las voces desesperadas de sus compañeros. Pero tal vez se trataba de su imaginación: él mismo apenas tenía tiempo para tomar aire, mucho menos para gritar. La angustia le invadió. Estaba convencido de que iba a morir. El agua de aquel oscuro tobogán barrió las lágrimas de impotencia y de claudicación que asomaban a sus ojos mientras recordaba su hogar en Isandor. Su mesa, sus plumas y tintas, sus pergaminos, libros, mapas y legajos. ¿Por qué había tenido que renunciar a su apacible vida de escribiente? ¿Por qué diablos había tenido que llegarle a él aquella misteriosa carta? ¿Por qué? ¿Y por qué no había podido refrenar su maldita curiosidad y, simplemente, tirar esa carta? Ahora iba a morir, ahogado y olvidado en un río subterráneo. ¡Le estaba bien empleado! ¿Quién le mandaba dejarse tentar por esa misiva, por las historias de ese Olegar de Helm, a quien nunca había conocido, que insinuaba la existencia de un paraíso en la Tierra, de su ignorado guardián y, más aún, de un dios anterior al terrible Kalyrs?
—Aretsán —rezó, ya medio inconsciente—, si realmente existes, por favor ayúdanos a salir de esta. Tragó una buena cantidad de agua, tosió, dio con la espalda contra la roca cuando la cueva trazó una curva, giró sobre sí mismo varias veces y continuó su carrera sin control, llevado por la corriente, a oscuras, ignorando cuánto tiempo estaba durando aquel martirio, ni dónde se encontraba.
* * *
El río desembocó en una chimenea vertical que se los tragó sin que pudiesen agarrarse a nada. La caída desde gran altura les produjo un nudo en el estómago. Uno tras otro se hundieron en las profundas aguas de un lago subterráneo. Cuando Quelbos emergió, pudo apreciar la vasta inmensidad de aquella caverna, apenas iluminada por las primeras luces del alba que se colaban por una gran abertura lateral. Por ella desaparecía el río, más tranquilo aunque con más caudal, perdiéndose entre los árboles de una pradera. —¡La salida…! ¡Lo hemos logrado! Él y Galdwynn tuvieron que ayudar a Síndir, la hechicera, a mantenerse a flote, pues su túnica se le enredaba en los pies, dificultando sus movimientos. Alcanzaron la orilla rocosa y se dejaron caer pesadamente sobre ella, palpando su dureza con una expresión a medio camino entre el alivio y la devoción. El bigotudo Galdwynn se giró hacia su amigo Ansp, boqueando pero sonriente: —¿Qué te parece, socio? —le dijo—. No era nuestra hora. Ansp asintió. —No era nuestra hora —respondió. —¿Qué te parece —dijo el del bigote— si nos quedamos aquí a ver caer a los
monjes? Ansp sonrió levemente: —Seguro que ellos no cometen el error de meterse en la cueva. Pero rodearán la montaña a caballo. Será mejor que nos movamos.
* * *
Desfallecidos, pararon a descansar en lo alto de una pequeña colina, sobre la hierba aún cubierta de rocío. Desde allí se divisaba el gran lago subterráneo por el que habían emergido y, lejos, entre la bruma matinal, la silueta del monasterio. El sol otoñal asomaba en el horizonte y ayudaría a secar sus ropas. Un cielo limpio de nubes contribuiría a ello. —Ni rastro de los monjes —murmuró Ansp, resoplando—, al menos por ahora. Hemos conseguido algo de ventaja. La pelirroja Arcris, tan exhausta y magullada como el resto, se encaró con él, enfurecida. —Todo ha sido muy sencillo y normal para ti, ¿verdad, señor Inmune-a-todo? La huida por la caverna, de hecho, había sido cualquier cosa salvo sencilla. Podían dar gracias de seguir con vida. Pero Ansp no le contestó: se estaba acostumbrando a sus provocaciones. Ella prosiguió, también acostumbrada a los silencios del guerrero. —Encontrar la biblioteca nos emocionó a todos, pero tú no te alteraste. Ni te alegraste. Oh, sí; el monje de la biblioteca casi se caga encima cuando le plantaste la daga en el cuello, eso tengo que reconocerlo: tu cara de perro es útil para interrogar a la gente. Pero cuando nos entregó el plano, tampoco te cambió la cara. Todo muy normal. Luego, cuando nos descubrió el monje de guardia, no te sobresaltaste. Y ahora, estamos a punto de morir ahogados y don Inmune simplemente opina que hemos conseguido algo de ventaja. Sí, para ti todo es
muy sencillo, todo es poca cosa y si te partes el cráneo con una roca, poco importará; ya vendrá la tonta de Arcris a juntar los pedazos. Ansp seguía ignorándola. Arcris bufó, con impaciencia. —¿Al menos conservas el plano? —le preguntó. El mercenario la miró con desgana. —Sí, aún lo tengo —contestó. —¿En qué estado? El guerrero desplegó el documento y todos mostraron su asombro: permanecía intacto, sin que el agua hubiese afectado ni al pergamino ni a la tinta usada en él. —¡Fantástico! —exclamó la hechicera Síndir, con iración—. ¡Está entero! —¡Igual que ocurrió con el Canto de Domork que encontré en Helm! —apuntó Quelbos, llevando su mano al bolsillo interior de su jubón en el que guardaba el singular documento. —¡Algo lo protege! —aseveró la hechicera—. ¡Algún tipo de encantamiento! —Tal vez —dijo Ansp, guardando el papel bajo su camisa—, quizás por ese motivo todavía existe; es posible que no hayan podido destruirlo. Se estiró cuan largo era sobre su capa y cerró los ojos, con la cabeza apoyada en su brazo izquierdo, mientras su mano derecha descansaba sobre la empuñadura de la espada. —Desperte si veis aparecer a los monjes —dijo—. Voy a dormir un rato. Arcris abrió la boca para protestar, pero se dijo que no valía la pena. Se alejó unos pasos y se sentó también, contemplando el trecho que habían recorrido y el otoñal y perezoso sol. A cierta distancia, Quelbos la observaba con tímida adoración. Tampoco a él le acababa de agradar el seco y rudo Ansp, pero lo cierto era que, superado el casi fatal episodio de la cueva y sintiéndose algo avergonzado por haberse
abandonado entonces a la desesperación, la incursión en el monasterio de Neroga le había parecido emocionante. ¡Muy emocionante! Y, lo más importante: había sido fructífera. ¡Habían encontrado una pista más de su búsqueda: el plano de la Cueva Subterránea! ¡Ya se sentía más cerca de encontrar a ese misterioso Domork, el guardián del paraíso terrenal llamado el Descanso, o al olvidado dios Aretsán! ¿Quién le iba a decir a él, el joven escribiente popular de Isandor, que iba a dejar su segura, apacible y profundamente aburrida vida para lanzarse a la aventura? ¡Y qué aventura! Primero, aquella misteriosa carta que había llegado a sus manos. Después, el descubrimiento del Canto de Domork en aquella casa destruida, en Helm, que los llevó a planear la entrada en el monasterio, donde habían dado con ese mágico documento que ahora guardaba Ansp… Todas estas experiencias bien podrían rivalizar con los relatos de gestas heroicas que atesoraba en su biblioteca personal, en Isandor. ¡Solo que esta era real! ¡Y él era el que la había iniciado! Se sentía íntimamente feliz. Él, que siempre había leído aquellas hazañas y leyendas deseando protagonizar alguna, algún día. ¡Y estaba sucediendo! A decir verdad, le hubiese gustado poder enfrentarse a uno de los monjes en un verdadero duelo a espadas. Sentir lo que era una auténtica lucha. Observó, pendida de su cinto, su espada ligera, de empuñadura cruzada por dos cabezas de dragón de reflejos dorados, regalo de un tío suyo. Recordó una vez más sus palabras, el día que se la entregó: —Llegará un día en que los hombres ya no lucharán entre ellos y las armas serán guardadas bajo llave. Pero mientras no llegue ese día, esta espada será tu protectora y amiga. Dedícale tiempo y conócela, cada día un poco más, y como ocurre con un amigo, cuanto más la conozcas, más sabrás lo que puedes esperar de ella y lo que nunca has de pedirle. Le inició en su uso, y en su memoria guardaría para siempre con cariño las tardes que compartieron golpeando sus aceros. No fueron muchas, porque poco tiempo después su tío murió atravesado por la espada de otro hombre, algo demasiado habitual en aquel mundo tan falto de bondad y humanidad. Privado de maestro, Quelbos aprovechaba horas sueltas para practicar en solitario lo que su tío le pudo inculcar. Y no se autoengañaba con quiméricos sueños de fama como espadachín, pues no destacaba por ser fuerte ni rápido. Tan nervioso como delgado, a sus veintiún años se definía más como un filósofo y literato en ciernes, aunque de mente inquieta, su imaginación siempre ocupada con viajes, con aventuras, con emociones… y con aquella muchacha pelirroja, de ojos tan
azules como el lago de Riada, de la que se enamoró en el mismo momento en que la vio, en el parador de Helm, cuando se plantó junto a la mesa que ocupaban él y los guerreros y les preguntó: «¿Qué deseáis?». Él, pudoroso, no contestó lo primero que le vino a la cabeza… Invadido por el rubor, simplemente pidió una cerveza. Contempló al resto de integrantes del grupo, pensando en lo variopintos que eran: dos guerreros, un ladrón, una aprendiz de hechicera, una excamarera convertida en curandera… Sí, eran un grupo pintoresco. Poco que ver con los héroes distinguidos y gallardos de sus libros de caballeros. Seguramente la realidad de la vida aventurera era esa: itinerante, agreste, sometida a las inclemencias del tiempo, abundante en polvo, propicia a unir personas de cualquier tipo y condición, y de temperamentos a menudo discordantes… Galdwynn despertó a Ansp con enérgico ademán. —Despierta, socio. Los monjes están en la caverna y no tardarán en descubrir nuestro rastro. Ansp se incorporó y, tras examinar la activa búsqueda que llevaban a cabo sus perseguidores, dijo simplemente: —Nos vamos. —Una gran decisión, digna de un jefe —dijo Arcris, más para ella misma que para los demás, aunque Quelbos la oyó y sonrió para sus adentros. Descendieron por la ladera opuesta de la colina, siguiendo el curso del Adaria en dirección sur. Empezaban a tener hambre. Según informó Síndir, la hechicera, en un par de horas llegarían a Yndrakas, ciudad en la que se daban cita comerciantes y bandidos y en el que podrían comer y aprovisionarse. El resto de la jornada transcurrió en un silencio solo alterado por una canción que Galdwynn silbaba, y a la que se unieron Arcris y Ertys, el ladrón.
1
La Taberna de Tedán era el mesón más popular de la bulliciosa Yndrakas. El tipo de local preferido por Ansp: grande, atestado de gente, ajetreado y lleno de humo. Ideal para pasar inadvertido, algo que el mercenario procuraba siempre, y todavía más desde que habían emprendido aquella búsqueda. Con la cabeza gacha, contempló la sala, con cabida para más de un centenar de personas. Hombres en su mayoría, por supuesto. Al fin y al cabo, estaban en Neroga, el epicentro de la religión de Kalyrs, y las mujeres quedaban al cargo de los hijos en sus casas, salvo, acaso, aquellas que ni tenían hijos, ni esposo, ni más planteamiento vital que ofrecer su cuerpo a los hombres a cambio de unas monedas. Contempló a algunas de ellas, preguntándose cuántas serían viudas de soldados caídos en las guerras con el Norte. Mujeres o amantes de algún compañero suyo de armas, tal vez. Localizó, en una esquina de la barra, al que debía ser el propietario del establecimiento, el tal Tedán: calvo y delgado, permanecía en general ocioso, contemplando satisfecho el ir y venir de las doce muchachas que servían jarras sin descanso. Las chicas, aparte de aquel loco trajín, deslizándose entre las mesas, se zafaban como buenamente podían de los hombres que se tomaban demasiadas libertades con ellas, y que aspiraban a robar os carnales sin otro pago que el de la copa de vino. En una mesa cercana, dos soldados se retaban a un pulso. Más allá, un hombre gordo se levantó de su silla en la barra para, tras gritar «¡Viva la guerra que acaba con los reyes!», caer redondo al suelo y empezar a roncar pesadamente. «Menudo imbécil —se dijo Ansp—; casi dan ganas de gritar “viva la guerra que acaban con los gordos que viven del cuento”…». Aún más al fondo, un escuálido titiritero salió despedido a patadas por la puerta junto con sus marionetas. «Te equivocaste de espectáculo, amigo; aquí prefieren las muñecas a los muñecos». Sí, sin duda, un buen lugar para ocultarse, tanto de la Orden como de la justicia en general.
—¿Os dais cuenta? —A su lado, Quelbos no podía disfrazar su entusiasmo—. ¡No era una patraña! ¡Por eso los monjes guardaban el secreto! ¡Este pergamino es la prueba! No pudieron destruirlo, igual que el agua del río no le ha afectado, y por eso lo ocultaron. ¡Estamos sobre la pista! —Calma, chico —le recomendó el bigotudo Galdwynn—. No conviene llamar la atención. Ansp volvió la vista hacia el mapa que Galdwynn tenía abierto sobre la mesa, y que entre los seis, sentados en círculo, procuraban proteger de miradas ajenas. En el centro del plano, la representación de una torre coincidía con el dibujo de un sinnúmero de cavernas subterráneas. —¡Vaya, más cuevas! —protestó Arcris. —Sí, pero tranquila: parece que el río no llega a ellas —señaló Galdwynn—. Aunque quizás nos convendría; el desierto de Montox puede ser un infierno, incluso tan cercanos al invierno. Habrá que llevar agua en abundancia. Quelbos tiró a Ansp de la manga y señaló con la cabeza hacia la puerta. Ansp asintió, observando de reojo a los tres hombres con hábito que acababan de entrar, y cuyos sentidos intentaban acostumbrarse a aquella densa atmósfera. —Galdwynn, quédate conmigo. Los demás, quitaos las capas y repartíos por el local. Llevaos vuestras jarras. Observó a sus compañeros ejecutar la orden con nerviosismo y cierto atropello. A todas luces quedaban muy lejos de la efectividad y diligencia propias de un soldado. Habría que trabajar ese aspecto. —Dos mujeres, un chico escribiente y un ladrón —gruñó—. ¿Qué te parece? Si me lo propongo, difícilmente consigo un batallón peor. —Al menos, te reconocen como a su líder y te siguen. —Salvo la pelirroja, Arcris. Vaya incordio de mujer. —¿Qué ocurre, socio? —se burló el bigotudo, con una sonrisa—. ¿Te planteas hacerla callar a lo Xokram?
—Cállate —respondió el rudo mercenario, sin que por su tono de voz, plano en todo momento, pudiese saberse si el comentario le había enojado; pero su advertencia fue firme—: no tires por ahí. Galdwynn rio por lo bajo, dando otro sorbo a su cerveza. Ansp siguió a los monjes con la mirada. Estos se dirigieron a Tedán y le preguntaron algo. El tabernero asintió y señaló hacia ellos, para luego dudar al no ver las seis figuras vestidas con capas negras. Los tres monjes, a pesar de la incertidumbre de Tedán, se acercaron esquivando a los borrachos hasta la mesa de los dos guerreros. Uno, calvo y con una discreta barba gris, preguntó: —¿Habéis visto a seis tipos ataviados con capas negras? —¿Seis? Sí —contestó Galdwynn—, ellos nos invitaron a beber y se marcharon. Ansp le golpeó en el tobillo con el pie. El monje de la barba los miró sin cambiar la expresión. —¿De dónde habéis salido vosotros? —preguntó. —Venimos del Norte, excelencias. Un camino largo y fatigoso. Y aquí nos encontráis —extendió los brazos, sonriente, señalando la amplia estancia—, disfrutando de un esperado descanso y de una revitalizante cerveza. ¿Gustan ustedes? —El tabernero no recuerda haberos visto entrar. Galdwynn se encogió de hombros. —¡Pobre hombre! —dijo con pretendido aire de compasión—. La memoria ya no le funciona bien. Tendría que vender el mesón y retirarse. ¡Oye! Tal vez comprarlo sería una buena inversión para dos hombres como nosotros, amantes de la vida tranquila, el orden y la ley, ¿qué opinan sus excelencias? El monje los miró detenidamente y esbozó un principio de sonrisa. —Tal vez. Se dio la vuelta y salió, seguido de sus dos acompañantes.
Ansp habló, sin quitar los ojos de la puerta: —El cerco se cierra, amigo. —El cerco se cierra, sí —asintió el del bigote. Los demás volvieron a la mesa. —¿Los habéis despistado? —preguntó Quelbos. —No —contestó escuetamente Ansp, sin siquiera mirarle. —Esperarán a que salgamos de la taberna todos juntos para prendernos — explicó Galdwynn. —¿Nos van a seguir adonde sea? —preguntó, insistente, el muchacho. —Los monjes son muy tenaces, recuerda que os lo avisé —habló ahora Ertys, el ladrón—. Solo por haber entrado en el monasterio ya nos hemos condenado — Ansp constató que Ertys hablaba sin aparente alteración, casi con desgana, como si saberse perseguido fuese algo tan natural para él como vestirse—. Y ese plano es algo gordo. Así que no pararán hasta recuperarlo. Ni aunque nos perdiéramos en el desierto del Continente Occidental nos los quitaríamos de encima. Y, además, pondrán a los gobernadores tras nuestra pista. Así que —sonrió, estirando en aquel rictus la fea cicatriz de su rostro—, si nos atrapan, nos ajusticiarán. En el bendito nombre de Kalyrs, claro. —Un panorama muy alegre —dijo Quelbos. —Bueno, no pasa nada —intervino Ansp—. Saldremos por la puerta trasera y les daremos esquinazo. La pelirroja Arcris le sonrió, impaciente. —Ansp… —¿Qué quieres? —No hay puerta trasera. El guerrero le devolvió una mirada sorprendida e interrogante. Luego miró a
Galdwynn. Este se disculpó: —No me di cuenta, socio. Ni me lo planteé. Es el primer mesón que encuentro que no tiene más que una puerta. Ansp echó una mirada en dirección a la entrada. —De acuerdo. Saldremos en pequeños grupos. El monje nos vio a Galdwynn y a mí, por lo que seremos los últimos en salir. Ertys, ¿conoces estas calles? El ladrón negó con la cabeza. —Yo sí —anunció la hechicera. —Bien, Síndir. Tú y Quelbos saldréis los primeros. Las calles deben de estar llenas de monjes y espías, así que actuad como si salieseis de pasarlo bien. Y dirigíos a las afueras de la parte sur. Después saldréis Ertys y Arcris. Galdwynn y yo nos encontraremos con vosotros junto al camino del sur dentro de media hora. Síndir, te confío el mapa. No quiero que me cojan con él, y vosotros dos tenéis más posibilidades de salir con éxito que los demás. Quelbos tomó su capa en las manos, la plegó y la escondió en una bolsa de cuero que se colocó bajo el brazo. —¿De dónde has sacado esa bolsa? —le preguntó Ansp con curiosidad. —Se la he birlado a un borracho que no la necesitaba. Así puedo esconder la capa. Llama mucho la atención que vayamos todos con capas iguales. Ertys, el ladrón, sonrió: el ratón de biblioteca se las daba de pequeño ladrón. Pero que fuese con cuidado. No era tan fácil hacerse con lo ajeno. Él lo sabía bien… —Bien apuntado, chico —asintió Ansp, y miró a los demás—. Os aconsejo que hagáis lo mismo con las vuestras; los monjes tendrán la consigna de interrogar a quien vista una capa negra. Nos hacen muy reconocibles —hizo un gesto a la hechicera—. Va, moveos; cuanto más nos demoremos, peor para nosotros. —A esta ronda invitamos nosotros —les dijo Galdwynn con una sonrisa.
Quelbos y Síndir salieron del mesón cogiéndose del brazo y cruzando sonrisas, como si fueran dos amantes casuales. Arcris vigiló sus pasos desde una ventana. —Se han metido sin novedad por una calle estrecha. Ahora nos toca a nosotros, Ertys. Aprovechando que tres viajeros más abandonaban el local, salieron ella y el ladrón, este último cargando un fardo con las capas de algunos de ellos. Cerraron la puerta con una tranquilidad solo aparente y se internaron por la misma calle que Quelbos y Síndir. Dentro quedaron los dos guerreros. —Nos toca a nosotros —dijo Galdwynn. —Espera, les daremos algo de tiempo. —¿Otra cerveza? —No tanto tiempo. —Puedo ser muy rápido… Ansp quedó en silencio, apoyado su brazo en la mesa. Tenía la seguridad de que estaba todo perdido. Por ello, ¿para qué apresurarse? —Niña —detuvo a una de las camareras, sin subir el tono de voz—; dos cervezas. Jarras grandes. —Enseguida —respondió ella. —Ahora te reconozco, socio —asintió Galdwynn—. Si hoy se acaba el camino, que nos pille con el buche lleno. Ansp clavó sus ojos oscuros y profundos en los de su amigo, tan verdes, tan vivos, tan opuestos a los suyos. —Si por uno de esos errores del destino esquivamos a los monjes, sabes lo que viene después, ¿verdad? —Sí. La ruta más directa y peligrosa, o un rodeo que nos puede llevar dos días y que los otros no entenderán. Ni creo que lo acepten.
—Tendrán que hacerlo. No voy a entrar en Xokram. —Lo entiendo. —Ni atado entraría allí. —Lo entiendo. —Ni disfrazado de fulana. —No tienes que explicarme nada, socio. Lo entiendo. Y ya que hablamos de Xokram, te apuesto medio real de plata a que esos monjes vendrán acompañados de unos cuantos soldados de Gunktark. —Yo no apuesto nunca —gruñó Ansp. La camarera dejó las cervezas sobre la mesa. Los dos mercenarios hicieron chocar las jarras. Galdwynn sonrió. —Por nuestro amigo Gunktark. —Eres un cabrón. —Alguien tiene que serlo —hizo una mueca burlona el bigotudo—. Y mientras no encontremos a Aretsán, seguiremos aplicando las doctrinas de Kalyrs, ¿no? —alzó de nuevo su jarra—. ¡Por el valor, la fuerza y la fe! —Eres más que un puto cabrón. —Calma, compañero; solo bromeo. —Por eso, precisamente. El tiempo de las bromas se acabó. Ahora somos buena gente. —Te repito que era broma. Yo también estoy ansioso por encontrar a ese Domork. —Por primera vez en mucho tiempo tengo fe en algo, Galdwynn. Es como si el destino hubiera puesto a ese copialetras en nuestro camino para darnos una oportunidad que creo que ni merecemos.
—Faltará ver si, después de tanto tiempo creyendo en Kalyrs, ese tal Domork se digna abrirnos las puertas de su paraíso. —Sabes que no lo digo por eso. —Ya. Puedes cambiar tus creencias, pero no tu pasado. Ansp se encogió ligeramente de hombros y profirió algo parecido a un gruñido. Apuró su cerveza de un trago. Luego se levantó, se cubrió los hombros con la capa y dejó algunas monedas sobre la mesa. —Ten tu espada a punto. Nos esperan. —Sí. Y ya les hemos hecho esperar demasiado. Salieron.
* * *
Quelbos y Síndir llegaron al punto de encuentro y hallaron a Arcris y Ertys. Quedaban por llegar aún Ansp y Galdwynn. Aguardaron. Pero conforme pasaban los minutos sin que aparecieran, la inquietud iba creciendo. —Se habrán encontrado con los monjes —dijo Síndir. —Sí, y habrán sido apresados, o no se entiende que tarden tanto —opinó Arcris. Nadie más habló, pero temían que la pelirroja estuviera en lo cierto. Y aunque tenían el mapa y una idea clara de la ruta a seguir, se resistían a dejar a sus compañeros en la estacada. Aparte de que continuar sin los dos guerreros se les antojaba muy arriesgado. Ellos eran su mejor escolta. —Vaya inútil, ese Galdwynn —gruño la pelirroja—. Nos metió en una ratonera. —Ya es suficiente, Arcris —le cortó la hechicera—: todos cometemos errores. —Cierto. Así que espero que los que quedamos no cometamos nunca ninguno
tan comprometedor. Como, por ejemplo, quedarnos aquí, esperando que también nos vengan a buscar los monjes. La hechicera la miró con sentimientos encontrados. La deslenguada excamarera tenía razón: parecía como si algunos lugareños se estuvieran fijando en ellos de modo insistente, como vigilándolos. Si los monjes se enteraban de que cuatro forasteros de aspecto desorientado esperaban en la salida sur del pueblo, sospecharían que se trataba de los ladrones que andaban buscando. Ertys bufó, impaciente. —No estoy dispuesto a caer en manos de esos fanáticos llevando Síndir el plano —argumentó. Quelbos y Síndir dudaron en un principio, pero la pelirroja y el ladrón los convencieron del peligro que corrían prolongando la espera. Emprendieron la marcha. Tal vez la decisión de partir era la más sensata, pero el flaco escribiente no pudo evitar sentirse como un traidor hacia los dos desaparecidos. No podía considerarlos amigos suyos, pues poco sabía de su pasado, si acaso que ambos eran de Lunsatar y que habían tomado parte en numerosas batallas y escaramuzas, a menudo como mercenarios. Pero, aun así, ¿debía prevalecer la prudencia sobre el compañerismo? ¿Era correcto dejarlos atrás, sin intentar saber lo ocurrido y, más aún, ayudarlos? ¿Era esa una forma de obrar que Aretsán perdonaría, o al menos entendería? Precisamente, los guerreros eran, cada uno a su manera, dos absolutos convencidos de la existencia del buen dios y firmes impulsores de su búsqueda. El bigotudo Galdwynn, de hecho, no perdía ocasión de pregonar la existencia de Aretsán allá por donde pasaban, desplegando esa simpatía y locuacidad que le caracterizaban. ¿Cómo era posible que sus ojos brillaran con aquella intensidad al hablar de un dios del que poco o casi nada sabían? Tal vez porque quería creer, porque aquella posibilidad era mucho mejor que la gris realidad. Por lo que había podido entender, superada la treintena, el gran temor del guerrero era, falto de recursos, seguir retando a la muerte como peón de la guerra en absurdas y sangrientas batallas. Quería retirarse. Y el Descanso prometía ser la solución a todo. Algo parecido debía sentir el parco en palabras Ansp. Sus ojos, oscuros y enigmáticos, eran en general inexpresivos, inescrutables, y su silencio hacía intuir un pasado abundante en amargas experiencias. Pero esos mismos ojos brillaron el día en que Quelbos les habló a
ambos sobre Aretsán, en el parador de Helm: literalmente se transformó, y secundó la propuesta de Quelbos de lanzarse a la búsqueda, uniéndoseles Galdwynn —el único al que Ansp consideraba un amigo, y el único que hubiese podido contar el misterioso y oscuro pasado de su compañero—, y también Síndir, esa morena de ojos tristes que había asistido expectante a la charla de los tres desde la mesa de al lado. Un tipo curioso, Ansp. Cerrado, distante, callado, pero a la vez firme como una roca, calculador, inalterable. Ese convencimiento, esa determinación, a la que se unía su actitud siempre firme y decidida, lo convirtieron de forma natural en el líder del grupo. Pero ¿y ahora qué? El líder había desaparecido… Durante un primer trecho, con las casas empequeñeciendo en la distancia, esperó ver a los guerreros, o bien a los monjes, correr hacia ellos. Pero, finalmente, Yndrakas se ocultó sin novedad tras el horizonte. Pese a todo, algo en su interior le decía que volvería a ver a sus compañeros.
* * *
Caía la noche en las cuasi yermas montañas de Neroga. Hacía ya horas que los cuatro viajeros no oían las aguas del río a sus espaldas. El relente del crepúsculo los obligó a cubrirse con las capas. No seguían un camino que mereciera ser considerado como tal, pero el terreno, cubierto hasta donde alcanzaba la vista de un manto ralo de musgo y liquen, dibujaba una línea desgastada que se perdía en el horizonte a modo de senda. Quelbos recordó uno de aquellos consejos de viajero con los que Galdwynn tanto se prodigaba: «No camines de noche, si puedes evitarlo; es la forma más fácil de romperte un pie». Así, decidieron parar y pernoctar en la falda de una de las montañas que vigilaban lo que, en breve, se convertiría en desfiladero. No encontraron nada con lo que encender un fuego. La noche sería fría. Se sentaron en silencio y se arrebujaron en sus capas. Deberían haberse arrimado unos a otros para darse calor mutuamente, pero Quelbos, al menos, no se sentía con ganas de estrechar lazos: habían dejado a sus compañeros en la estacada. Y nadie decía nada al respecto. El egoísmo y el miedo habían prevalecido sobre la unión y el compañerismo.
Abrieron sus bolsas de viaje y extrajeron algunas provisiones para mitigar el hambre que la inesperada irrupción de los monjes en la taberna de Tedán había impedido aplacar en Yndrakas. Comieron en silencio, echando de menos las divertidas historias de Galdwynn, tan locas como increíbles, y en las que curiosamente siempre aparecía él, desempeñando un papel clave para un feliz desenlace. El muchacho, con la boca llena, quiso decir algo en voz alta, pero estuvo a punto de atragantarse. Por fin tragó, y dijo: —He pensado que deberíamos dar un nombre al grupo. Quelbos percibió la parca acogida de su propuesta. Le miraban los tres como si les estuviera pidiendo dinero. —¿Por qué? —preguntó escuetamente Ertys. —Pues… porque todos los aventureros de los libros tienen uno con el que se dan a conocer. —Yo no quiero darme a conocer —gruñó el otro por toda respuesta. Arcris sonrió con malicia al ladrón. —Pero Ertys, tú no perteneces del todo al grupo… El ladrón se mordió la lengua y guardó silencio. Cierto: Ertys de Vadea no era propiamente un miembro del grupo. Él había abierto la puerta del monasterio. Y muchas otras, anteriormente. En su pueblo natal nadie le conocía un oficio, y siendo un muchacho con frecuencia aparecía implicado en robos y altercados. Su amor por lo ajeno solo se veía superado por su atracción por el riesgo y por demostrarse a sí mismo que siempre era capaz de mejorar su técnica y sus habilidades. La satisfacción que le invadía cuando lograba un buen botín inadvertidamente y sin despertar sospecha alguna, al poco era superada por la necesidad de más: una dificultad mayor, un botín mejor. En definitiva, en él se conjugaban el impulso de robar y el arte de hacerlo. Ese afán insaciable y el convencimiento de que tanto tentar a la suerte supondría acabar en manos de la autoridad local, le empujaron a adoptar la itinerancia y el sigilo como forma de vivir. A sí mismo se veía, con orgullo, como el mejor ladrón que pudiera haber. O casi el mejor: otro ladrón, al que había intentado robar, le había dejado como
recuerdo imperecedero aquella fea cicatriz que se dibujaba ostentosamente desde su oreja derecha hasta la comisura de los labios. Aquella cuchillada no le mató de milagro, pero le desfiguró la cara y transformó su carácter, volviéndolo agrio y rencoroso. Ertys juró vengarse y acabar con su vida. La cuestión era cómo encontrar a su agresor. Sin pista alguna sobre su paradero, y deduciendo que sería un personaje tan errante como él mismo, tendría que buscarlo por todo el continente. Por ello, aunque se había unido a aquellos cinco locos que buscaban el Descanso, ya les anunció que su interés no era tanto encontrar pistas de un dios olvidado como del ladrón objeto de su odio. Iban a andar mucho antes de encontrar a Domork, y algún día tropezaría de nuevo con su enemigo. Sabía que en el grupo no despertaba confianza y mucho menos simpatías. Pero, sin duda, sus habilidades eran interesantes; el día que Ertys se acercó a ellos, le entregó a Ansp la bolsa de monedas que el guerrero ni se había percatado que le había sustraído. «He oído que vais en busca de una leyenda olvidada y sacrílega —le dijo—; os irá bien contar con un “conseguidor” de cosas». Nadie rehusó el ofrecimiento. Desde entonces, iba con ellos. Pero no era uno de ellos, como bien se había encargado de recordar la pelirroja. Síndir, más condescendiente que sus compañeros, preguntó a Quelbos: —¿Qué nombre habías pensado? —Bueno, teniendo en cuenta que andamos buscando las piezas de una leyenda por reconstruir, había pensado que «los Buscadores» estaría bien. ¿Qué os parece? —Mmm, me gusta —opinó Síndir. —Por mi parte haz lo que quieras —gruñó Ertys—: no soy del grupo. Arcris, más directa, miró a Quelbos con sus penetrantes ojos azules. —Bien, maestro de las letras —le dijo—, ahora que ya nos has bautizado, algo que nos hace sentir enormemente distinguidos y por lo que te damos las gracias, lo siguiente es que sustituyas a Ansp como jefe de este grupo de… buscadores, ¿verdad? Porque estamos desamparados y eres el único con espada… Síndir saltó, indignada. —¿Qué te pasa, Arcris? ¿Tienes que estar siempre incordiando y provocando?
—¿Y a ti quién te ha dicho nada? Métete en tus asuntos. —Son mis asuntos. Y por otro lado, ¿por qué no puede ser nuestro jefe a partir de ahora? Al fin y al cabo, él fue quien inició esta búsqueda, y el que nos reunió. Yo voto a su favor. Quelbos negó con la cabeza. —¡Yo no quiero ser el jefe de nadie! No tengo ningún interés ni creo ser adecuado para serlo. ¿No podemos continuar el camino sin tener que seguir a alguien? ¿En paz? ¿Como amigos? —No corras tanto —le cortó Arcris de nuevo—, que yo apenas os conozco. Desde luego han sido dos semanas muy intensas, pero de ahí a concluir que seamos amigos… dejémoslo en compañeros de viaje. —Bien… compañeros de viaje, pues. Y me queda claro que no tienes ningún interés en que lleguemos a ser amigos —la acusó el muchacho de Mynirgán—. ¿Es así, Arcris? —insistió, al ver que la muchacha no respondía. Fue Síndir la que habló entonces. —Me parece absurdo discutir por estas tonterías. Yo me consideraré perteneciente al grupo, se llame como se llame, y seguiré a los demás adonde sea, y si alguien no está de acuerdo con lo que decida la mayoría, tiene derecho a hacer lo que le plazca, sea dar media vuelta o tomar un camino diferente. Pero Arcris —la pelirroja le miró con desdén—, será más fácil si todos colaboramos, sobre todo porque nos persiguen docenas de enfurecidos monjes. Tenemos un mapa. No necesitamos ningún jefe, por ahora. Ni tampoco discusiones. Seguiremos adelante, adonde nos guíe el mapa, por el camino más directo, y así haremos el viaje lo más rápido y breve posible y podremos decidir qué hacer después. Sin tensiones. Sin discusiones. Arcris mantuvo silencio, para luego encogerse de hombros. —Sea pues —cedió—, seremos los Buscadores. Pero no me consideréis amiga hasta conocerme realmente.
* * *
A los dos días, cuando ya escaseaban las provisiones, avistaron las murallas de Xokram, la fortificada capital de Neroga, sede del gobernador provincial, Sehremán Gunktark. —Aquí no creo que entren los monjes —opinó Ertys. —¿Por qué no? —se sorprendió Arcris. —Por La Caza —se limitó a decir el ladrón. —¿La Caza? A Quelbos le extrañó que la joven de Laerdán desconociera aquella práctica, tan perversa y singular que, junto con el monasterio de la Orden de Kalyrs, hacía de Neroga la provincia más conocida y temida de todo Kalyren, así que le explicó: —En Xokram, de forma frecuente, el gobernador Gunktark ordena cerrar las puertas de la muralla exterior y da comienzo La Caza, periodo de dos o tres semanas que permite que cualquiera mate a cuantas personas desee sin ser apresado por la soldadesca. —¿Qué? —saltó Arcris—. ¿Permite que se maten unos a otros libremente? ¿Por qué, solo por divertirse? —En parte para divertirse, en parte para «limpiar» la ciudad de todo individuo no deseado: indigentes, ladrones, timadores, borrachos, alborotadores… Por ese motivo tampoco hay demasiados comerciantes en Xokram. Los propietarios de almacenes, tabernas o establos son antiguos soldados de algún ejército o bien experimentados luchadores sureños que guardan bajo la barra espadas y garrotes en previsión del principio de una nueva Caza. —Nosotros… ¿Es época de Caza? —preguntó Arcris, visiblemente preocupada. —No se puede saber. No se lleva a cabo en una fecha concreta, porque habría centenares de personas que huirían el día antes para volver después de terminada La Caza, con lo cual no serviría de nada. Una vez se dio el caso de organizar una
Caza de tres semanas tras solo cinco días de acabada la anterior, también de tres semanas. Su compañera no salía de su asombro. —¿Y tenemos que entrar ahí? —Es el camino más directo hacia la cueva —dijo Síndir. —Y necesitamos comida y armas —añadió escuetamente Ertys. Cierto: sin Ansp ni Galdwynn, los únicos que sabían cazar, no tenían más opción que comprar víveres. Y, por otro lado, no podían contar únicamente con la espada de Quelbos para defenderse de los monjes. —No nos entretendremos —la intentó tranquilizar Quelbos. Arcris aprovechó el trecho que quedaba hasta la ciudad para rogar que no se cerrasen las puertas con ellos dentro. Sus pies hallaron entonces lo que era un auténtico camino, adecuado para el tránsito de personas, jinetes y carretas. —Cuentan por ahí —continuó explicando Quelbos— que Sehremán Gunktark es tan devoto y ensalzador de Kalyrs como el más exaltado de los monjes. Aparte de su religiosidad, es también un destacado guerrero, feroz y brutal. Y dicen que también es un desalmado. —De alguien capaz de concebir algo como La Caza no esperaría otra cosa… — terció Síndir. —Por lo que cuentan, su desprecio hacia las mujeres es tal, que solo las considera necesarias para la procreación. —Eso no es exclusivo de Gunktark —gruñó Arcris—, lo piensan todos los hombres. —No todos —corrigió Quelbos, sintiéndose insultado. —Casi todos. En Laerdán no oyes otra cosa de los imbéciles que entran en las tabernas. Kalyrs está con los valientes y fuertes, las mujeres somos débiles y nuestras almas impuras… Cuando muramos, con suerte, y si hemos servido bien
a los hombres, Kalyrs será benevolente y nos acogerá en su reino para seguir sirviendo a los hombres. Vaya mierda —gruñó—; creo que no hay mayor maldición que nacer mujer. —También lo cree Gunktark. Hasta el punto de que, con sus propias manos, asesinó a su mujer por haberle dado solo hijas. —¡Eso no puede ser verdad! —Es lo que cuentan. Él esperaba tener muchos hijos varones, futuros soldados. Y el destino jugó en contra. Tuvo tres hijas. La primera murió misteriosamente, aunque todo apuntaba al propio gobernador. De las siguientes muertes no se discute nada, porque fue Gunktark mismo quien mató, primero a las recién nacidas, gemelas, luego a la madre, su mujer. Alardeó de ello ante soldados y ciudadanos, y el monasterio cerró los ojos ante los crímenes. —¿Qué clase de persona mata a sus propias hijas? —seguía escandalizada la pelirroja. —Un loco —respondió Síndir con amargura—. Solo un enfermo atenta contra su propia sangre o contra aquellos a quienes ama. Tal vez porque no los ama realmente. Ni siquiera los animales matan a sus crías. Es algo contrario a la lógica y a lo natural. Solo el hombre es capaz de tanta maldad.
* * *
—¿En verdad te resulta tan extraño y difícil de entender? —Sehremán Gunktark llenó la copa del monje de hábito azul, luego la suya y, dejando la ornamentada jarra sobre la mesa, caminó hasta la ventana que se abría sobre la ciudad—. A mí me resulta extraño que precisamente un monje, y no un monje cualquiera, sino un miembro del Consejo Monástico, no entienda el concepto de La Caza. —Entiendo el concepto, gobernador —le corrigió el monje—. Pero que lo comprenda no implica que lo vea justificable. —¿No te lo parece? —sonrió Gunktark, girándose hacia el religioso.
—No tiene justificación ir más allá de lo que nuestro dios nos exige. Kalyrs nos muestra que el valor, el arrojo, la fuerza, la ambición y la lucha son valores por los que el hombre ganará un lugar en su reino. Por el contrario, la compasión lleva a la perdición del alma, porque implica la aceptación de la debilidad de otros y, con la comprensión y aceptación de esa debilidad, hace también débil a quien siente esa compasión. —No puedo estar más de acuerdo. —Estamos de acuerdo en esa premisa de la fuerza del espíritu como base de nuestra existencia y de nuestra fe. Pero tú vas más allá. Defiendes con orgullo una competitividad entre ambiciosos, entre los fuertes. Aunque Kalyrs pudiera premiar por su arrojo a diez fuertes guerreros, tú les dices «luchad entre vosotros, porque me interesa que sobreviva solo el más fuerte». —Y por eso crees que me excedo, que supero lo exigido por Kalyrs. —Así es. Adelantas la marcha al otro mundo de muchos guerreros que todavía podrían servir a Kalyrs contra los herejes separatistas del norte. —Pero, a cambio, os consigo soldados que valen cada uno de ellos por cinco. —El coste es cuestionable. —No en mi opinión. Y soy quien paga sus sueldos. El monje inclinó la cabeza en una muestra de reconocimiento. —No es mi deseo incomodarte, gobernador. Es una simple conversación. Nadie, y menos aún el Consejo Monástico, discute tu gestión, que por otra parte es, en todos los aspectos, excelente. Solo expreso mi opinión, y únicamente porque me has dado la ocasión de hacerlo al preguntarme sobre cómo he encontrado mi ciudad natal a mi llegada hoy. Sehremán Gunktark sonrió, mostrando los dientes. —Por supuesto que nadie discute mi gestión, hermano Xaspios. Y menos en mi casa. Y si evitan cuestionarla no es por mi gestión, ni por mi devoción a Kalyrs, sino porque mis soldados son los que el propio superior Alwinus Wéyslidur quiere tener cuidando las puertas del monasterio, y los que sin duda vienes a
solicitar para la inminente invasión de los karnatos. —Ciertamente. —Dime, ¿te gusta mi vino? —Es exquisito —Xaspios alzó la copa, abundando en su reconocimiento a aquel magnífico caldo. —De las mejores cosechas de Abastán de los últimos años. Casi puedo notar el aire de la escarpada montaña en la que estas vides entregan lo mejor de sí mismas en los cálidos veranos, tras haber sobrevivido al gélido invierno. Esa uva es como mis soldados: inigualables, inmejorables, porque las que no daban la talla, simplemente han muerto, por débiles. Contentarse o conformarse no es para mí. Yo aspiro siempre a lo mejor. Y si no es alcanzable… prefiero la muerte.
* * *
Mientras los Buscadores debatían sobre las terribles historias atribuidas al gobernador Sehremán Gunktark, y estando aún a una distancia notable de las puertas principales, un terrible espectáculo los clavó literalmente en el suelo. Ante sus atónitos ojos se elevaban, a ambos lados del camino, montículos formados por los putrefactos y mutilados cuerpos de los «cazados» en Xokram. El hedor a descomposición llegaba a ellos y los envolvía. No había viento que lo alejara. La mano derecha de Síndir dibujó sobre su pecho el omnidón, un veloz gesto, a menudo instintivo, que trazaba una línea de ida y vuelta desde el pecho izquierdo al derecho y de nuevo al izquierdo, y con el que los habitantes de los Tres Continentes se encomendaban a sus difuntos para alejar los malos espíritus, peligros, amenazas e infortunios. —¡Por lo sagrado y eterno! ¡Ni siquiera entierran los cuerpos! ¡Ni los queman! ¿Qué clase de personas viven en esta ciudad?
Quelbos no reprimió un gesto de repugnancia. —Ha habido una Caza hace poco. No sé cómo hay gente que se arriesga a entrar en este maldito lugar. —Es gente que, como nosotros, pasa por aquí al no haber otro sitio de aprovisionamiento en los alrededores —repuso Ertys, exhibiendo una maliciosa mueca en los labios en dirección a Arcris. —Tengo el presentimiento de que, si entramos ahí, no saldremos con vida — confesó la muchacha. Quelbos la miró con una sonrisa. Arcris también se asustaba. También era humana, aunque su actitud fuese siempre retadora, altiva o despreciadora. Nadie más habló, pues el podrido ambiente invadía sus vías respiratorias. Desfilaron entre dos muros de restos humanos bajo la curiosa mirada de las aves carroñeras posadas en lo alto. Parecían analizarlos como a un futuro almuerzo, mientras con sus afilados picos escarbaban las tumefactas carnes hundidas entre las quebradas costillas de las víctimas más recientes y vaciaban cuencas oculares. Quelbos vio en aquel repugnante paisaje el fatal aviso de los habitantes de Xokram: «Vosotros podéis ser nuestros próximos huéspedes, contemplad vuestro futuro hogar». Deseó que Ansp y Galdwynn hubieran estado con ellos. Por fin dejaron atrás los cadáveres y entraron en Xokram. Se respiraba serenidad en el aire. Quelbos supuso que ello era debido a haberse acabado La Caza no hacía mucho, a lo sumo tres o cuatro días atrás. La avenida principal era amplia y estaba relativamente vacía. El muchacho de Mynirgán no esperaba ver mujeres en aquel lugar, pero pronto se percató de que las había, aunque distasen mucho de ser mozas delicadas: fuertes y ostentosamente armadas, ninguna de ellas caminaba sin un mandoble sujeto en un costado, una serie de dagas alrededor de la cintura o algún garrote en la mano. Mientras recorrían las calles, le parecía notar las miradas de los habitantes puestas sobre ellos con hostilidad, aunque tal vez solo fuese una impresión y los transeúntes los ignoraran por completo. En la plaza central hallaron una tienda de alimentos junto a lo que debía ser un cuartel de los soldados de Sehremán Gunktark. Se acercaron al establecimiento, que tenía la puerta abierta. Quelbos se giró hacia sus compañeros. —Síndir, acompáñame —dijo—. Los demás, esperad aquí.
—¡Ni hablar! —protestó Arcris, introduciéndose en la tienda—. Nada de separarnos mientras estemos en esta ciudad. Quelbos suspiró profundamente: quizás tenía razón. Entraron todos. El vendedor no tenía el aspecto rudo y temible de los lugareños. Todo lo contrario: de corta estatura, ojos pequeños y aire enclenque, les salió al paso con una leve inclinación de espalda. —Los señores dirán… Quelbos pidió distintos productos, que el hombrecillo pareció anotar mentalmente hasta que el joven cliente acabó la enumeración, momento en el que el vendedor se dirigió raudo aquí y allá, escogiendo y apartando los distintos artículos. Arcris lo examinó con detenimiento. —No parece de aquí —le dijo a Quelbos en voz baja. —No, pero tampoco tiene aspecto de haberse instalado hace poco. ¡Perdone, señor! —le dijo al vendedor—. ¿Ha tenido lugar La Caza hace poco? A juzgar por lo tranquilo de las calles y los… bueno, los caídos del exterior… —En efecto, sí, acabó hace dos días. Esta vez duró casi cuatro semanas. —¡Cuatro semanas! —repitió asombrado Quelbos. Luego examinó la habitación —. Pues tu tienda no parece haber sufrido demasiado. —No, je, je. Es la ventaja de estar instalado junto a los soldados. Yo les proveo de comida y ellos me protegen. Entre nosotros, son unos cerdos, con un hambre insaciable, pero cuando acaba La Caza soy el primero en abrir la tienda en toda la ciudad, y eso se nota en las ventas, ji, ji. Ertys se dirigió a él: —Muy listo, amigo, muy listo. ¿Vendes armas, aparte de comida? —No, solo comida, pero si seguís por la Calle Grande veréis una armería donde encontraréis de todo. —Gracias.
En aquel mismo instante entraron en el local dos corpulentos soldados. El vendedor los recibió con ampulosos gestos de servilismo y prontas reverencias. —Oh, mis amigos, ¡cuánto bueno! ¿Qué se ofrece? —Danos un barril de vino. ¡Pero no lo riegues! Que tenga solo vino, aprendiz de jardinero. —Un barril, perfectamente. —El hombrecillo desapareció por una puerta. Los Buscadores, que aún no habían recibido lo que pidieron, esperaron con paciencia, conscientes de los privilegios que aquellos rudos hombres disfrutaban. Uno de los soldados se fijó en Arcris y masculló al oído de su compañero algo inaudible para los demás. Este miró a la muchacha con una sonrisa lasciva. Quelbos intuyó los problemas. Quiso llevar su mano a la empuñadura de la espada. Estar preparado para lo que pudiese suceder. Pero el temor a que ese movimiento fuese percibido por los soldados le bloqueó. Una vez más, echó de menos a Ansp y a Galdwynn. El primer soldado dio un paso hacia Arcris. Pero entonces apareció el vendedor con el vino. El hombretón olvidó a la muchacha para agarrar el barril y acto seguido salió de la tienda con su compañero. Quelbos respiró tranquilo. El vendedor les tendió dos bolsas con los pedidos y se cobró su dinero. Los cuatro compañeros salieron. Afortunadamente, los soldados habían desaparecido; seguramente ya estaban emborrachándose en el cuartel. El grupo tomó de nuevo por la Calle Grande. Arcris estaba furiosa. —Si ese puerco me llega a tocar un pelo, le abro la cabeza como un melón. —Deberías ser más generosa hacia hombres que, como ellos, solo procuran nuestra salvaguardia… —se burló Ertys, de nuevo tensando la fea cicatriz de su rostro en una sonrisa socarrona. —Puedo añadir tu cabeza a la lista, no me tientes —le amenazó la muchacha con el rostro encendido, para luego relajar el gesto y añadir, sibilina—: Aunque en tu caso, entera o rota, mucha diferencia no habrá, ¿verdad, cara cortada? El ladrón contuvo un bufido por toda respuesta. Quelbos contempló detenidamente a su compañera. Una vez más, sus suaves
rasgos, sus hermosos ojos, su roja melena y sus bellas formas habían actuado como un imán para los instintos más viscerales y menos disimulados. Por un momento, el muchacho vio sentido a un dicho que, en general, le parecía absurdo: «la suerte de la fea, la guapa la desea». En un mundo en el que la mujer tendía a ser vista como una existencia al servicio del hombre, seguramente en más de una ocasión Arcris habría deseado ocultar su aspecto, pasar desapercibida. Y quizás a eso se debiera su carácter difícil y actitud impaciente, su mirada dura y su lengua desatada, un arisco e inflamable temperamento forjado a modo de armadura en su trabajo como camarera, allá en el parador de Helm, lidiando con soldados pendencieros, mercaderes de corazones vacíos y monederos llenos y, en general, con toda suerte de borrachos babosos y manilargos. Aunque lo cierto es que, en general, la muchacha de Laerdán mostraba una actitud orgullosa, presumida, como si se sintiera llamada a ocupar un lugar de privilegio en el mundo, como si la vida le reservara un papel especial. Y pese a que su genio y mal carácter eran a menudo inaguantables, todos le reconocían una gran destreza tratando heridas y magulladuras — adquirida, precisamente, atendiendo a aquellos clientes alcoholizados cuando finalizaban las peleas—. Una habilidad de indiscutible valor en un viaje que nadie sabía adónde los llevaría, durante cuánto tiempo y afrontando qué peligros. Dos travesías más adelante, como les había indicado el vendedor, encontraron la armería. Arcris preguntó a Quelbos. —¿Cómo hacen los héroes de tus libros para conseguir dinero? A este paso nos vamos a quedar sin un miserable tronillo. —Pues no se habla sobre ello. Pero claro, como se trata de gente importante, generalmente son acogidos por los altos dignatarios, quienes les brindan un sitio en su mesa y una habitación en su castillo. Gente de altos os, ya ves. —Bien, será cuestión de hacer una visita al gobernador. Al fin y al cabo, somos los Buscadores. Quelbos acusó el veneno de aquellas palabras, pero calló. Cuando Síndir empujó la desgastada puerta de entrada, el muchacho intentó hacerse una idea del precio que tendría una espada en aquella ciudad, pero el maestro armero, un grueso y malcarado hombre de mediana edad, anunció unas cifras más que razonables.
—Ved este muestrario —dijo—. Escoged el arma que queráis por tres reales de plata. —¿Tres reales? —repitió con asombro Ertys. —Lo siento, no rebajo el precio ni un óbolo —dijo el armero, malinterpretando el motivo de la perplejidad del ladrón. Ertys examinó el muestrario. Sonrió comprendiendo el porqué de tan bajo precio: eran armas de segunda mano, pertenecientes a hombres y mujeres caídos durante alguna Caza. Las hojas estaban en buen estado, sin mellas ni corrosión. En definitiva, merecían su modesta aprobación. Tomó una y la sostuvo en sus manos, volteándola para comprobar el reparto de peso. Miró al maestro armero con un gesto de aprobación. —De acuerdo —dijo—. Me la quedo. El ceñudo hombre gruñó y alargó la mano esperando el pago con impaciencia. Arcris escogió otra espada. Síndir, por su parte, no estaba dispuesta a cargar con un peso muerto que, además, no sabría manejar, llegado el caso. Así que se decantó por un cinturón que alojaba un par de finos puñales en sendas vainas integradas en la pieza. Pagaron y salieron.
* * *
—¿De cuántos soldados estamos hablando, hermano Xaspios? —preguntó Gunktark, dándole la espalda al hábito azul y recreándose la vista en las tranquilas calles de su ciudad. —Todos los que puedas aportar. —Cuento con unos quinientos aquí, otros tantos en Yndrakas, alrededor de trescientos en Osentard, y varios centenares en patrullas y en puestos fronterizos. No cuento la dotación del monasterio, porque entiendo que el superior no querrá quedarse sin guardias. Y comparto su postura: no voy a dejar Neroga sin defensas.
—Mil soldados serían una gran aportación. Como has dicho antes, cada uno vale por cinco… —Pero exijo ser yo personalmente quien los comande. Xaspios abrió la boca, sorprendido. —¿Quieres… luchar en los karnatos? ¿Dejar Xokram? Gunktark se giró hacia el alto monje. —Gloria o muerte, hermano. Así he vivido siempre. Y si un maldito karnat consigue separarme la cabeza del cuerpo, al fin podré reclamar al cabrón de Kalyrs mi sitio en su reino. —¡Gobernador! ¡Ese lenguaje irreverente hacia…! —¡Me cago cien mil veces en nuestro dios y me meo otras cien mil veces en las bocas de todos los monjes de la Orden, hermano! ¡Porque o vivo con toda la ambición y rabia que nuestro dios me ha dado, sin temores propios de jovenzuelas ni precauciones absurdas, o prefiero bajar ahí abajo, a las calles de esta ciudad, y que me degüellen mis propios hombres durante La Caza! ¿No honra Kalyrs al osado y fuerte? ¡Pues me cago en él y en todas las criaturas de la Tierra! ¡Sehremán Gunktark no vive con límites! ¡Así lo he hecho siempre y pienso seguir haciéndolo! Xaspios se levantó, visiblemente enojado. —Me voy, gobernador. No me quedaré un minuto más aquí oyendo cómo te vanaglorias de tu obcecada visión y de la singularidad de tus hombres mientras ofendes a nuestro juez y señor Kalyrs con tus blasfemias embriagadas por el vino. Gracias por tu hospitalidad. —¿Irte? —rugió Gunktark—. ¿Quieres irte? ¡Eso sí es debilidad! ¡Te ofenden mis palabras y optas por huir! —rio sonoramente—. Pues te demostraré hasta qué punto soy uno de los creyentes más férreos de las enseñanzas de Kalyrs. Te quedarás aquí, disfrutando de mi hospitalidad, quieras o no quieras. —No, gobernador. Esta reunión acaba aquí y ahora. Adiós.
—No, hermano. Serás mi invitado tanto tiempo como yo quiera. Porque dudo que tu fe en nuestro dios te lleve a arriesgar la vida en estas calles, por más que te criaras en ellas. ¡Soldado! —gritó al alabardero situado en la puerta—: ¡Que suenen los tubabs! ¡Ahora mismo!
* * *
Los Buscadores caminaban hacia la puerta sur de Xokram, siguiendo siempre la Calle Grande, pues ninguno de ellos sentía especial interés en prolongar su estancia en aquel lugar, ni desde luego internarse en las estrechas calles que discurrían laberínticamente a ambos lados y entre las sombras. En una de esas callejuelas, detrás de ellos, tres hombres ataviados con hábitos de pardo color los observaban sin ser vistos. —¿Son ellos? —Solo son cuatro, pero llevan las capas negras que vimos en el monasterio y caminan muy apresurados hacia el sur. Vamos tras ellos en silencio. Los Buscadores seguían su camino, ajenos a las miradas clavadas en sus pasos. —No parecía tan grande desde fuera —dijo Síndir, contemplando las casas y las calles por las que pasaban. Por fin, tras un recodo, se encontraron frente a la muralla y la imponente Puerta Sur. El tiempo de cruzar la plaza y saldrían. Quelbos sujetó a Ertys por el hombro. —¿Qué ocurre? —preguntó el ladrón. Como toda respuesta, Quelbos señaló a la derecha. Un grupo de seis soldados, visiblemente agitados, se aproximaban hacia ellos con celeridad. —¡No vienen a por nosotros! —anunció Arcris—. ¡Vienen a cerrar la Puerta!
¡Es La Caza! —gritó, echando a correr con todas sus fuerzas hacia la salida. Los demás la siguieron sin dudar un solo instante. En lo alto de la muralla un paje hizo sonar un gran tubab, descolorido por años de exposición al sol. A su toque se unieron simultáneamente quince más, provenientes de todas partes. La población rompió en histéricos alaridos. Sehremán estaba loco iniciando otra Caza cuando aún en algunas calles quedaban cuerpos por retirar y algunos comercios todavía no habían podido reabrir sus puertas. Pero era cierto: La Caza empezaba, había que armarse o morir. Arcris corría como el viento y sus compañeros no podían darle alcance. «Salir, salir, salir» era su único pensamiento. Franqueó el umbral de la puerta, pero no pudo detenerse hasta veinte pasos más allá, donde tropezó y cayó al suelo, para romper a llorar después. Mientras las pesadas hojas de la Puerta Sur se cerraban como la boca de un enorme monstruo, los otros tres cruzaron, poniéndose a salvo. Quelbos oyó un grito ronco detrás de él, sobreponiéndose a todos los demás. Corriendo hacia ellos, mientras los gruesos goznes chirriaban hacia el cierre, venían tres monjes con las espadas desenvainadas. —¡No cerréis, esperad! ¡No cerréis todavía, en el nombre de Kalyrs! «¡Los monjes! ¡Aquí! ¡No puede ser cierto!», Quelbos echó a correr, de nuevo hacia Arcris: —¡Vámonos, vienen los monjes! ¡No os entretengáis! El cabecilla de los religiosos llegó ante la puerta cuando esta retumbó, bloqueando definitivamente el paso. El monje dejó caer su arma y golpeó una y otra vez la gruesa y recia madera con sus puños huesudos. —¡Nooo! ¡Abrid, malditos seáis, les vais a dejar escapar ante mis ojos! ¡Malditos seáis mil veces! —Hermano… —susurró junto a él uno de sus ayudantes, con los ojos fijos en algo aterrador a espaldas de su jefe. El monje se dio media vuelta, rabioso. Pero su rostro adoptó de inmediato una desgarrada expresión de pánico. Formando en círculo a su alrededor había una docena de hombres provistos de
espadas, cadenas, látigos, porras y mazas guerreras, acercándose lenta pero inexorablemente hacia ellos con sonrisas desencajadas y anhelantes. En pocos minutos, los tres monjes pasaron a formar parte de la podrida historia de Xokram.
2
«Diez años. Han sido largos y tediosos. Pero por fin se acerca el fin de mi misión». El Karnat miraba con ojos ausentes la jarra que sostenía en sus manos, ajeno al alboroto reinante en el exterior de la taberna. No quedaba vino en el recipiente, pero poco importaba: los pensamientos del Karnat estaban lejos de allí, más allá de las murallas de Xokram, las mismas que le retenían a él allí desde hacía dos semanas. Trataba de calcular dónde estarían ahora los buscadores de Aretsán. Se movían a pie e iban en dirección sur, tal vez hacia Montox y las Grandes Montañas. ¿Habían hallado alguna información reveladora en el monasterio? Seguro que sí, o los monjes no se tomarían tantas molestias con ellos, dedicando tantos efectivos y arriesgándose a entrar en la mismísima Xokram. Recordó las caras de los tres monjes perseguidores cuando él y otros guerreros les quitaron la vida. Y sonrió. Las sensaciones de un enfrentamiento seguían siendo sumamente placenteras: el terror en aquellos ojos al saberse acorralados, la tensión previa al primer cruce de aceros, el primer golpe fallido del oponente, la primera sangre… Y el golpe final, ese momento especialmente dulce, cuando la carne cede ante la espada, con ese leve chasquido, con esa untuosidad, con ese olor que confiere la sangre al derramarse, cuando baña ropa y arena… Sí, estas sensaciones casi le hacían sentirse vivo otra vez. Disfrutó de la oportunidad de enfrentarse al que parecía ser el jefe. Comprobó que su sonrisa de sádico hambriento de sangre, de poseído, seguía causando el terror de siempre. En los ojos del monje leyó sus pensamientos: sabía que no escaparía con vida. Y aun así, alzó su arma para, al menos, llevarse a alguien con él a los infiernos. Pero no estaba a la altura. Al Karnat le bastó un golpe en el costado izquierdo para matarlo, mientras los guerreros que se le habían unido daban cuenta de los otros dos. Aquellos hombres no eran amigos suyos, apenas los conocía de anteriores ediciones de La Caza, pero compartían el mismo desprecio por los monjes. La Caza les daba la oportunidad de matar a quien quisieran sin rendir cuentas a nadie, y no era frecuente que aquellos hombrecillos con hábito apareciesen por la ciudad. Por más que fueran la
máxima autoridad en los Tres Continentes, en Xokram, durante La Caza, no existía el concepto de autoridad. Se levantó de su silla y se ciñó la espada a la cintura. Echó un último vistazo a la mujer que yacía estirada sobre el banco. Aquella espadachina rubia de Asynus, de andares felinos y sensuales, de músculos tersos y piel suave. Aquella piel que, de cerca, olía a fruta, a sol y a sudor. No recordaba su nombre, si acaso se lo había dicho, aunque tampoco a ella le había interesado el suyo. Se habían encontrado con la espada en la mano, dispuestos a matarse. Pero enseguida acordaron posibilidades mejores. Guardaron sus armas y entrechocaron sus labios. Y ella sobre él, en los bancos de aquella taberna vacía, había vivido el éxtasis del sexo más pasional, el mismo que se había cobrado el Karnat, hasta arrancarse mutuamente un maravilloso orgasmo y unos instantes de risas. Y a continuación, de nuevo la sangre, cuando, todavía abrazados y recuperando el aliento, los dientes del Karnat se clavaron en el cuello de la guerrera y desgarraron aquella carne musculosa y suave, morena, con sabor a fruta. Los gritos estertóreos de ella duraron poco, ahogados enseguida en su propia agonía roja, espesa, untuosa. ¿Y quién hubiera acudido en su auxilio en la loca y despiadada Xokram? Nadie. Los gritos y la muerte no llamaban la atención de nadie. «Gracias, mujer. Me has dado todo el placer que podía esperar de ti. Te mantendré en mi recuerdo». Cruzó la estancia hacia la puerta, arrojando su jarra por encima de la barra al pasar junto a esta. El ambiente ya acusaba el desagradable olor a muerto del tabernero, degollado hacía tres días. La Caza tenía sus ventajas: en casos como aquel la bebida era gratuita. La comida se la proveía cada cual, según gustos. Fuera no se veía ni un alma. El Karnat anduvo en dirección a la Calle Grande. A menudo se imaginaba un encuentro con Sehremán Gunktark y la lucha consiguiente por las callejas de Xokram. Pero el gobernador no asomaba nunca durante La Caza; permanecía en sus dependencias, blindadas por una numerosa guarnición, y contemplaba los sangrientos enfrentamientos hasta que decidía poner fin a la masacre. Esquivó a tiempo un mandoble que iba dirigido a su cabeza, agachándose y dejando que el mortal golpe diese contra la sucia pared. Tuvo que esquivar otra espada que, de no ser por un ágil salto, le hubiese separado los pies del cuerpo a
la altura de los tobillos. Cayó con una voltereta y enseguida se dio la vuelta hacia sus atacantes con una rodilla en el suelo. La espada salió de su vaina y reflejó su desquiciada expresión. «¡Bien, otra lucha! ¡Y contra más de un imbécil!». De detrás de la esquina salieron tres guerreros. Dos de ellos portaban espada. El tercero, una enorme y pesada maza de hierro. Uno de los espadachines dio un paso hacia él. —Eres muy despierto, quien quiera que seas —le alabó—. Y muy ágil. ¿Cómo haces para moverte así, portando esa armadura? Da igual, no te va a servir de mucho. En cambio, a nosotros sí nos iría bien esa hermosura. Una preciosidad. ¿Alguna posibilidad de que nos la brindes sin que tengamos que estropearla? El Karnat los miró sonriendo. —¿Quién se quedaría con cada pieza, enano? —preguntó al que había hablado. No esperó la respuesta. La mayoría de las personas son incapaces de, al mismo tiempo, reaccionar a una pregunta provocadora —que, además, pida a gritos una respuesta ingeniosa— y seguir alerta ante una agresión. Mientras aquel contestaba, el Karnat se lanzó contra él a toda velocidad. El guerrero levantó su espada y trazó un giro oblicuo en el aire, pero el Karnat, lanzándose en horizontal con los pies por delante, escapó al golpe y pasó entre las piernas de su contrincante, rozando el suelo, con la espada alzada paralela a su cuerpo. El guerrero lanzó un grito de dolor al sentir el corte del acero de Forjarm entre sus piernas. Sus rodillas se juntaron, sus piernas se doblaron y cayó de bruces. El Karnat se irguió y abatió al otro espadachín, sorprendido todavía por aquel ataque, propinándole una certera y sonora patada en la rodilla que le hizo aullar con rabia. Entonces, mientras el macero se disponía a asestarle un golpe, remató al primer guerrero atravesándole el cuerpo de parte a parte. Dejando su espada allí clavada, dio otro salto contra el de la maza. La pesada arma bajó mortífera contra el Karnat, pero este, más rápido, golpeó con la cabeza el estómago de su adversario, que dejó caer su arma al suelo para a continuación desplomarse también él. El Karnat plantó una bota sobre su cuello y los huesos crujieron bajo su peso. Oyó que el segundo guerrero trataba de levantarse, a su espalda. Tomó la maza en sus manos y la arrojó contra su pecho. El guerrero, que apenas conseguía sostenerse, volvió a caer. El golpe no le mató, aunque algo se rompió
en su interior y la respiración se le hizo dolorosa. Necesitó de todas sus fuerzas para incorporarse de nuevo. Cuando por fin pudo ver a aquel demonio, tan fuerte como rápido, se le heló la sangre en el corazón y ahogó un juramento: el Karnat había cortado la mano al macero y se la estaba comiendo con toda tranquilidad, sentado en el suelo con las piernas cruzadas y una maléfica sonrisa manchada de sangre en su rostro. —¿Quién… quién eres, sádico? —preguntó, con un hilo de voz. El Karnat le miró con sus ojos clarísimos muy abiertos. Escupió un hueso y sonrió con una clara intención intimidatoria. —La palabra «sádico» suena poco oportuna en Xokram, ¿no crees? —dijo al fin —. Soy Waldam el Karnat, el guerrero de Roturgán. Esperaba que aguantaseis más. No os habéis lucido demasiado. Disfrutó del momento, mientras seguía masticando. El guerrero ante sí no tenía medios ni fuerzas para incorporarse. Sus ojos, acongojados, buscaban desesperadamente alguna forma de escapar. Estaba a su merced. Ni se planteaba gritar. ¿Para qué? Los gritos no llamaban la atención de nadie en Xokram, ambos lo sabían. Waldam escupió otro hueso. El guerrero abatido arrugó el rostro, sus labios temblaron y una lágrima de pánico y rendición cayó por su mejilla. Se había desmoronado toda bravura, toda resistencia, toda hombría. Suficiente. Waldam se levantó y recuperó su espada del cuerpo del primer guerrero. Contempló la sangre que resbalaba por el acero. Rio por lo bajo. Entonces se oyeron sonar los tubabs sobre la muralla. El Karnat miró al maltrecho superviviente. —¡Qué mala suerte la de tus compañeros, morir tan cerca del final de La Caza! Bueno, ya tenía yo ganas de salir de esta ciudad. Espero que no hayan matado a mi caballo. Le tengo cierto aprecio. ¿Sabes? A él no me lo comería. ¡Hasta otra, compañero! Al pasar junto a él, dejó caer la mano semidevorada del macero sobre su regazo y se alejó en dirección a la Calle Grande, cantando con una voz que no denotaba ni preocupaciones ni satisfacción.
* * *
—¿Qué noticias me traes? —la voz del superior sonaba áspera pero tranquila. Eldeján, hombre de corta barba, sin bigote, piel pálida y arrugada y andares temblorosos, vestido con el hábito azul de los monjes del Consejo Monástico, estaba de pie ante el amplio escritorio de roble sobre el que descansaban unos documentos que el superior Alwinus, hombre anciano pero vigoroso y bien conservado, estudiaba con absorta atención. En el exterior caía la noche y el frío hacía su aparición. El monje carraspeó. —Ha llegado un emisario del grupo que sigue a los ladrones. El superior levantó la vista de sus papeles y le miró. —¿Y qué dice? —Pues… siguieron a los fugitivos hasta Yndrakas y capturaron a dos de ellos… —¡Estupendo! ¿Y los otros? —Supongo que lograron escapar… El superior enarcó las cejas. —¿Supones? El monje se mostró nervioso. —Los dos apresados no saben dónde pueden estar —dijo. —¿Y el plano? —Los dos apresados no lo llevaban encima. —Por tanto, los otros cuatro han continuado hacia el sur, hacia la Cueva Subterránea —se recostó sobre su pesado sillón—. ¿Qué se sabe del hermano
Icerno? —Es lo que no sabemos. —¿Cómo? —el superior alteró su, en general, impertérrito semblante. —Él y dos hermanos se dirigieron a Xokram, pues creían que los ladrones se aprovisionarían allí. No estaban al corriente de la captura de los otros dos. Iban muy destacados del resto de hermanos, pero dijeron que nos informarían en breve. Nada sabemos. El superior se arrebujó molesto en su sillón. —En Xokram, ¿eh? Y seguro que La Caza los sorprendió dentro de la ciudad. Averigua su paradero, tanto si viven como si no —dibujó sobre su frente el signo sagrado de Kalyrs—, y que los otros hermanos se dirijan a la cueva. Ese plano ha de ser recuperado. El monje se retiró con una esforzada reverencia. El superior se levantó y espió las sombras nocturnas a través de la ventana. ¿De dónde procedían aquellos endemoniados individuos? ¿Sabían algo de la naturaleza y origen del documento que habían sustraído? Era poco probable porque, aparte de él, nadie en los Tres Continentes sabía nada sobre Aretsán, el dios que los primeros seguidores de Kalyrs relegaron al olvido. Casi cuatrocientos años atrás, el fundador y primer superior de la Orden, Helvinald Aucianus, logró alzar al pueblo contra el poder imperante, y en aquellos años sangrientos fueron derrocados y ejecutados los antiguos reyes. Helvinald convenció a los insurrectos de que su fuerza, bravura y determinación habían sido la clave para poner fin a un régimen blando, caracterizado por un sentido de la justicia y una indulgencia peligrosos para la supervivencia a largo plazo de la sociedad. Y los convenció también de que el dios Aretsán, falso a todas luces, era la evocación de aquellas debilidades. El dios Kalyrs, representante de esos valores que los habían llevado al triunfo contra los reyes, los había bendecido, y reclamaba la destrucción de toda imagen, culto y referencia a Aretsán. El pueblo, enardecido, asesinó a sacerdotes y sacerdotisas, destruyó templos y quemó, en enormes piras, todo libro que directa o indirectamente hiciera alguna referencia al gran dios. Helvinald fue alabado como un santo emisario de Kalyrs, y no faltó quien propuso que fuera él quien los gobernase. Pero Helvinald prefirió manejar el poder desde un segundo plano, y pergeñó la estructura istrativa que aún
hoy perduraba, basada en pequeños territorios al mando de un gobernador, que a su vez se sometía a los dictados religiosos del Consejo Monástico, formado por los hábitos azules. Sí, Helvinald fue astuto: un gobernador podía ser puesto en cuestión por sus súbditos o por los gremios de artesanos, pero la Orden de Kalyrs, alejada del poder ejecutivo, se mantendría inalterada a lo largo de los siglos. Sin embargo, aunque casi toda mención a Aretsán se convirtió en cenizas en aquellas entusiastas y devotas hogueras, el plano de la Cueva Subterránea no pudo ser destruido. Se usaron piedras de molino, ácidos, hojas afiladas. Se recurrió incluso a los magos más eminentes del Hogar, en Alfira, pero ni su primer sacerdote tuvo éxito. Y como el plano no podía ser abandonado en cualquier parte, fue guardado para su olvido en la biblioteca del monasterio, en un cofre especial, del que solo el hermano bibliotecario guardaba la llave, sin que sus sucesores en el cargo supieran nunca de qué se trataba ni, por supuesto, quién era ese Domork cuya firma aparecía en una esquina. El maldito plano señalaba el emplazamiento exacto de la única torre de base cuadrada de todo Kalyren, donde se suponía que habitaba… Las campanas tocaron a oración, interrumpiendo las cavilaciones del superior. «La Oración Nocturna. Toca volver a la realidad y cumplir con mi papel. Vamos allá. Mi vida es la de un actor de teatro…».
* * *
Los Buscadores suspiraron por fin aliviados. El último fronto, nombre con el que popularmente se conocía a los soldados de frontera, había desaparecido tras la cresta de una de las colinas. Se situaban en las cimas de las montañas, desde donde controlaban el escaso tráfico entre las provincias de Neroga y Montox. Dos sendas discurrían alrededor de la colina más alta. La primera, prolongación de la carretera principal de Xokram, entraba en Montox con una orientación sureste, dirigiéndose hacia Tunnisur, la capital de la montañosa provincia. La segunda, un camino de segundo orden, se separaba de la primera al norte de la frontera y, alejándose tortuosa en dirección sur, seguía una línea paralela a la frontera de Montox con Marina. Por esta segunda senda, poco transitada pero tan
vigilada como la primera, caminaban los Buscadores, arrimados a la pared de roca que los había mantenido ocultos a las miradas de los frontos. —No ha sido tan difícil —opinó Ertys—. Seguro que están adormecidos por el sol. —Silencio —pidió Quelbos—. Puede haber más cerca. —Este sol calienta como si fuese verano —dijo Arcris, secándose con la manga el sudor que resbalaba por su frente. —He dicho silencio —insistió Quelbos. —A la orden, jefe —respondió la muchacha con voz inaudible. Aquel muchacho se estaba tomando demasiado en serio un papel de líder que no le había sido asignado. El camino serpenteaba trazando una amplia curva que se perdía entre unas cada vez más altas montañas, cuyas cimas proyectaban vastas sombras sobre el suelo. Bajo una de ellas los viajeros se detuvieron a descansar. Síndir bebió un poco de agua de su cantimplora sin dejar de mirar el camino. —Para ser una ruta de segunda es muy amplia —observó. —Por lo que yo sé —dijo Ertys—, este camino no lleva a ningún pueblo o ciudad. Además, está muy expuesto al sol y no hay ni un solo pozo en todo el trayecto. —¿Y el otro camino no está expuesto al sol? —preguntó Arcris—. ¿Es que atraviesa la montaña? —No, pero circula bajo una gran cornisa que permanece en sombra durante la primera mitad del día. —Sigo opinando que hubiese sido mejor tomar el camino principal —dijo Arcris. —No empieces otra vez con eso —le replicó Síndir—. El plano parece indicar este camino, y sabes muy bien que, yendo por el otro, los frontos nos pararían
enseguida. —Eso solo es una suposición. —No, no lo es. Cuatro viajeros que viajan a pie, sin apenas pertrechos, adentrándose en una región casi desierta desde una provincia de primer orden como es Neroga, despiertan sospechas: lo primero que piensan los frontos es que se trata de perseguidos de las autoridades. —Y eso es lo que somos —repuso Arcris. —Razón de más para evitarlos. Mientras no aclarasen nuestra identidad, nos retendrían en un calabozo. —¿Tienen calabozos en un sitio donde no hay edificios? —se burló la pelirroja. —Sí, los tienen, y solo tendrían que esperar la llegada de los monjes para averiguar nuestra historia. —Y, en cambio, por una precaución bastante discutible, nos moriremos de sed. Síndir reprimió la tentación de contestar a su compañera en tono airado. Desvió la mirada hacia Quelbos. El muchacho permanecía silencioso y apartado del resto. No había comido desde el mediodía anterior. Parecía preocuparle algo, algo relacionado con Arcris, a juzgar por su actitud respecto a ella, atenta y distante a un tiempo. Seguramente aún se preguntaba por Ansp y Galdwynn. Como si la mirada de la hechicera le hubiese sacado de su ensimismamiento, el escribiente miró súbitamente en dirección al camino ya hecho. —¡Escondeos entre los arbustos, rápido! —ordenó al grupo. Con rapidez unos y con fastidio otros, los compañeros obedecieron la orden de Quelbos, quien pidió silencio absoluto. Oyeron un amortiguado galope procedente del norte. Tras un recodo del camino apareció un jinete, cuyo aspecto les llamó la atención incluso en la distancia, a lomos de un impresionante semental. Pese a la gran espada que portaba, no
vestía como los militares que habían visto en las provincias recorridas en su viaje. Detuvo el caballo a la altura de su escondite y desmontó. Entonces pudieron verlo con detalle. Bajo la negra capa, que por su magnífica factura y lustre se adivinaba costosísima, el extraño vestía una brillante armadura negra de trabajados ornamentos. Una armadura que incluía peto, hombreras, avambrazos, guanteletes, quijotes, grebas y escarpes, como si llegase de una justa o fuese a tomar parte en una batalla. No portaba yelmo o bacinete alguno, lo que dejaba ver un cabello largo y tan negro como su indumentaria. De un ancho talabarte ribeteado con una fina filigrana en plata pendía una gran vaina, cuyas dimensiones daban idea de las de la espada que alojaba, y de la cual pudieron vislumbrar una larga empuñadura y unas rectas guardas labradas en forma de cabezas de dragón. Asiendo las riendas de su preciosa montura, se acercó hacia los arbustos y se plantó a diez escasos pasos del escondite de Quelbos. Su mirada nívea recorrió la sombría pared rocosa, dando la impresión de ver a cada una de las personas agazapadas en silencio tras la escasa pero maciza vegetación. Quelbos contuvo la respiración. Aquel hombre tenía algo que asustaba. No había duda: sabía que ellos estaban allí, pero ¿por qué permanecía en actitud expectante? Al poco, el jinete miró al suelo y sonrió abiertamente. Empezó a reír por lo bajo, para ir elevando el volumen hasta romper en una estruendosa y desquiciada carcajada. Montó de nuevo y se alejó al galope en dirección sur, sin dejar de reír en ningún momento. Síndir salió de su escondite y se acercó a Quelbos con franca inquietud. —Nos ha visto, ¿verdad? —le preguntó. —No lo sé, diría que sí. —Pero… ¿quién era? —No tengo ni idea. Solo sé que no era un soldado. —Vestía de un modo extraño —opinó la aprendiz de hechicera. —Sí, su armadura y su espada eran muy peculiares. Exóticas, incluso. ¿Y quién viaja con armadura por un desierto como este? No sé cómo lo resiste… —¿Has visto su cara? Era la de un poseído.
—Afortunadamente, no nos ha descubierto… —dijo Arcris. —¡Porque no ha querido! —replicó Quelbos—. No sé quién es, pero estoy seguro de que nos sigue, y de que no está a las órdenes de los monjes, lo que significa que nos enfrentamos a dos enemigos diferentes. —No es seguro que nos siga a nosotros —opuso Arcris—. Puede que se trate de un mercenario que va al sur y que nos oyó hablar desde lejos. —¿Que nos oía mientras galopaba? —Quelbos clavó sus ojos en los de la muchacha de Laerdán—. Si nos hubiese oído él, los frontos también lo habrían hecho. Y no me creo ninguna de las dos cosas. Además, si no nos busca a nosotros, ¿por qué esa risa? —Puede que se convenciese a sí mismo de que había sufrido visiones. Quelbos miró a Síndir y comprendió que la hechicera opinaba igual que él. El grupo se puso de nuevo en marcha y caminó sin más pausas hasta que por la noche se detuvieron a dormir bajo una gran roca apartada del camino. Por miedo a convertirse en la comida de alguna alimaña, y ante la posibilidad de que el guerrero de la armadura negra volviese sobre sus pasos, empezaron a hacer guardias por turnos. Ertys se ofreció para la primera vigilancia. No explicó la verdadera razón por la que se ofreció voluntario, pero lo cierto es que la aparición del guerrero le había quitado el sueño. Rememoró cierto día de su pasado, algo antes de la formación del grupo. Recordó aquel pueblo, El Aljibe… Aquella plaza… Y los cuerpos de aquellos dos delincuentes balanceándose entre estertores a su lado. Ahora era su turno: el verdugo se aproximaba a él, con la capucha asegurándole el anonimato. Imposible escapar, retenido por cuatro fuertes brazos e inmovilizado con apretadas cuerdas en muñecas y tobillos. Los ojos de todos estaban puestos en él. Gritaban y alzaban sus brazos, ávidos de cobrarse su vida en nombre de la justicia y de Kalyrs. Hasta que apareció su oscuro salvador… y fijó su precio. El ladrón suspiro y cerró los ojos. «¿Quién es el justo cuando todos son bárbaros?».
Aquel jinete había entrado en la plaza montando un impresionante semental de las praderas altas de Quisyrán, tan oscuro como él, a cuyo paso los vecinos se hacían a un lado por temor a ser empujados o aplastados bajo sus cascos. Al llegar al pie del patíbulo, aprovechando el absoluto silencio que su aparición había provocado en la multitud, aquel jinete de mirada gélida miró fijamente al verdugo y sus hombres y les dijo: —Soltadle. El ejecutor dudó, y algunas personas protestaron entre el público. El jinete no se inmutó, ni recurrió a la gran espada que colgaba de su cinto. Se limitó a recorrer las caras de los presentes lentamente, despertando en todos una inexplicable sensación de miedo, de íntimo peligro, como si fuese un enviado de la misma muerte el que los miraba, y las voces callaron. El verdugo notó el sudor bajo la capucha. Retiró el lazo del cuello del condenado y dio un paso atrás. Los otros dos hombres cortaron las cuerdas que inmovilizaban al reo y también se apartaron. Ertys avanzó hacia el jinete, quien con un gesto le indicó que subiera a la grupa. Ambos avanzaron sobre el semental a través de la silenciosa muchedumbre, que se apartaba mientras sus manos trazaban omnidones al paso del extraño jinete. Salieron del pueblo sin decir palabra hasta que estuvieron muy lejos. Entonces Ertys se atrevió a hablar, incapaz de esperar más, venciendo el temor inexplicable, pero innegable y profundo que le producía aquel desconocido. —¿Adónde vamos? La voz del jinete sonó igual de gélida que cuando se dirigió al verdugo, y en ella el ladrón percibió un acento exótico. —A Isandor. —Eso está muy lejos. ¿Qué hay allí? —Alguien a quien quiero que sigas. Un escribiente que va a iniciar una misión muy especial. —¿Un escribiente? ¿Una misión?
—Ha recibido una carta, revelándole un gran secreto, algo que su corazón ávido de aventuras querrá investigar. —Entiendo. Y me has rescatado para que le robe esa carta. —No. Te he salvado la vida para que me obedezcas. Ahora tu vida es mía. El ladrón gruñó. Pero sabía que estaba en deuda con él. —Está bien. Me has salvado para que te obedezca y le robe esa carta especial. —No. Quiero que te unas a él en su búsqueda, que le ayudes. —¿Y para eso necesitas un ladrón? ¿No podías ayudarle tú mismo? —Cuanto menos sepa ese chico de mí, tanto mejor. Pero necesitará ayuda para su misión. Y un ladrón siempre es útil. —¿Y por qué quieres que le ayude? ¿Eres su protector, su mentor o algo así? —También cuanto menos sepas tú de mí, mejor. Basta con que sepas que soy Waldam, el Karnat. Ertys calló un rato. ¿Era posible que ese tipo fuera un karnat, un rey del norte? ¿Y qué hacía en Kalyren, solo, sin escolta de ningún tipo? No solo eso: además, desafiaba a todo un pueblo para salvar a un condenado con el único propósito de hacer que se uniera a un pintaletras en una rara misión… No le gustaba meterse en asuntos turbios sin conocer todos los motivos e intereses que había en juego. —Entonces… quieres que vaya a verle a Isandor, me presente a él y le diga: «hola, soy Ertys, el ladrón, y vengo a ayudarte en tu misión especial, porque toda aventura precisa de los servicios de un ladrón», ¿es así? Le pareció que el jinete sonreía. —No está mal, pero si vamos a Isandor es para que sepas quién es y con quién se junta para dicha misión. Tendrás que esperar un poco más para presentarte a él. Porque será más tarde cuando sabremos realmente si en su espíritu inquieto despierta ese impulso aventurero o no. No debes apresurarte. Sé paciente y astuto, Ertys de Vadea.
—Veo que sabes mi nombre y origen —gruñó el ladrón—. Así que no me has escogido al azar. —Yo nunca dejo nada al azar. —¿No? ¿No temes la posibilidad de que aproveche la primera ocasión que tenga para abandonar a ese chico y largarme? —El viaje también te interesa a ti. —¿Ah, sí? —rio burlón el ladrón. —Sí. Seguramente vais a recorrer mucho camino, el escribiente y tú, y eso te dará más opciones de encontrar a quien te rajó la cara de esa forma y cobrarte tu soñada venganza. Ertys se quedó blanco. ¿Cómo sabía ese tipo lo del ladrón que le clavó el cuchillo, y a quien Ertys deseaba encontrar por encima de todas las cosas? —Y si lo piensas bien, puede que esa sea tu mejor carta de presentación ante el escribiente. ¿Para qué decir que crees en lo que busca? Simplemente di que le acompañarás para unir fuerzas, pero explícale tu gran objetivo vital: vengarte de ese ladrón que fue más hábil y despierto que tú. Mientras la carcajada del jinete llenaba la pradera, Ertys se preguntó si, tal vez, no era tan afortunado como creía por haberse salvado de la horca.
* * *
Durante los dos días que siguieron, nada más supieron del guerrero de negra armadura, ni se cruzaron con persona o animal alguno. El camino se hacía extenuante e hipnótico: solo aquel desfiladero sin fin, girando ahora a la izquierda, ahora a la derecha, silencioso, ardiente, seco. El terreno alternaba roca y arena, con algunos bancales traicioneros que aprendieron a identificar después de varios sustos. Sobrellevaban como podían las llagas en los pies y la hinchazón de dedos y tobillos. Pero lo peor era ese calor omnipresente. La piel se notaba
seca, y el sol al o les dolía como picaduras de avispas, por lo que llevaban las capas cerradas sobre el cuerpo y las capuchas caladas, pese al agobio que ello les suponía, y que les hacía sentirse como en el interior de un horno. Por las noches, Arcris examinaba las llagas y las atendía lo mejor que podía, sirviéndose de la savia gelatinosa de algunos cactus y aplicándola después de limpiar las heridas con un mínimo de agua. —Poco más puedo hacer —les decía con un mohín—. En Laerdán vi usar un remedio a base de agua hervida con ajo y tomillo. Pero no tenemos ni ajos, ni tomillo. Y el agua no nos sobra, precisamente. —Tendremos que conformarnos —aseveró Quelbos, haciéndose el fuerte—. Ya llegaremos a algún lugar donde reponernos, cuando salgamos del desierto. —Tus pies son los que están peor —le indicó la pelirroja—. Tienes la piel muy tierna, poco habituada a caminar. Si no fuera porque estamos lejos de salir de este infierno, te drenaría estas bolsas. Pero podrían ensuciarse por dentro y sería peor. Así que tendrás que aguantarte. —Suerte que llevo buenas botas. Me las eligió Galdwynn. Dijo que no podía recorrer el mundo con las sandalias que llevaba antes. Arcris gruñó por lo bajo, sin decir nada más. Mantuvieron las guardias nocturnas, que no supusieron alarma alguna, haciéndose extremadamente aburridas y sin más desafío que el de mantenerse despiertos, y que incidieron todavía más en la fatiga que iban acumulando. Al tercer día llegaron a un punto en que el camino se dividía. No era una bifurcación clara, sino más bien un apéndice medio borrado por la arena del desierto, y que casi les pasó inadvertido, pero Arcris parecía estar más atenta que sus compañeros, y también su vista era mejor. Luego se arrepintió, porque lo que más deseaba era salir de aquel interminable infierno, y sus compañeros empezaron a valorar qué camino tomar y si merecía la pena investigar ese estrecho paso. La pelirroja se secó el sudor de la cara, mezclado con el polvo del desierto, y habló, con sorna: —Cojamos el camino más abandonado, claro que sí; seguro que es aún más accidentado y está más expuesto al sol que este.
Según el plano, parecía improbable que se hallasen cerca de la Cueva Subterránea. Como mucho habrían atravesado una tercera parte de Montox. Pero aparecía un pequeño trazo partiendo desde el camino que seguían que bien podía indicar un sendero. —¿Y si el plano no es exacto? —preguntó Síndir, con el sudor escociéndole en los ojos. Quelbos se encogió de hombros: —Puede ser. Yo voto por tomar el camino menor. Al fin y al cabo, no debe de ser muy largo, a juzgar por su estrechez y dirección. Arcris tomó su bota de agua y bebió un trago. Síndir se pronunció a favor de investigar el camino que proponía Quelbos, apoyándose también en ese pequeño trazo apenas visible del plano. Con paso fatigado, se internaron en el angosto y difuminado sendero. La pelirroja iba la última, cerrando la marcha algo distante y dirigiendo alguna mirada al camino que abandonaban. Síndir se situó junto a Quelbos con una pregunta rondando su cabeza. —Quelbos… —Mmmm. —Desde hace tres días no has comido nada. ¿Cómo puedes sostenerte aún en pie? —Sí que he comido, pero poco. ¿Lo has notado? Estoy poniendo en práctica uno de los trucos de viajeros que figuraban en los libros de mi biblioteca. Leí una vez que el hambre agudiza los sentidos. Como solo antes de dormir, cuando no me preocupa que la digestión me atonte. —Pero si nos tenemos que enfrentar a un enemigo serás presa fácil. —Fue mi ayuno el que me permitió advertir la llegada de ese extraño jinete, estoy seguro.
—Hazme un favor. Ahora nos metemos en un camino apartado del mundo donde no creo que encontremos a nadie. Come y recupera fuerzas. Quelbos sonrió a Síndir en silencioso agradecimiento por su preocupación. Aquella chica no dejaba de sorprenderle. ¿Cómo alguien como ella, con su triste historia familiar, seguía siendo atenta, dulce y amable con los demás? Una noche de charlas frente al fuego de acampada les había confiado su historia. Perdió a sus padres en el incendio que arrasó su casa, provocado por el que en otro tiempo fuera novio de su hermana, a la que antes del incendio había violado y luego asesinado. Por lo que les contó, fue al regresar de un breve viaje cuando, ansiando descansar en compañía de su familia, se encontró frente a los restos de una enorme pira mortuoria y, en el lecho del arroyo, el destrozado cuerpo de su hermana, Leida, menor que ella, y a la que estaba muy unida. Con frecuencia, Quelbos veía cómo los oscuros y tristes ojos de la hechicera se perdían en aquel lejano vacío del alma, en ese trágico pasado que volvía una y otra vez, arrancándoles alguna lágrima en momentos de quietud. Síndir notó por el rabillo del ojo la mirada que le dirigía Quelbos. Prefirió ignorarla, hacer como que no se daba cuenta. No deseaba la compasión de nadie: cada uno tiene su propio historial de dramas, frustraciones y temores, se decía, y con ellos ha de tratar. Si había compartido su tragedia personal con sus compañeros era en parte para sacársela de dentro, en parte para dejarles entrever que, en adelante, en ciertas ocasiones, querría que entendiesen su silencio, o su tristeza, o su deseo de permanecer algo apartada. Nada más. Síndir deseaba dejar todo atrás —y tal vez el Descanso le daría la paz—. Intentaba olvidar, encerrar el dolor en el rincón más recóndito de su corazón. En vano; las amargas imágenes se resistían a ser borradas. Intentaba no odiar al asesino de su familia, huido sin dejar rastro. Pero por más que se repetía que tras aquella barbarie solo podía haber una mente trastornada, la cruda realidad no atendía a consideraciones racionales: le había desposeído de su familia. Le había dejado sola. Papá, Mamá… ¡Cómo los echaba de menos! Cuántas cosas querría haberles dicho. Ante todo, que los quería. Mucho. Que eran los mejores padres, las mejores personas que nadie podría tener a su lado. Que alguna vez se enfadaba con ellos, por cualquier tontería, y en ese enfado buscaba una palabra que hiriera, llevada por el arrebato, pero que eso no significaba nada en comparación con lo mucho que los quería y… Y Leida, su queridísima hermanita, a quien ella misma había enseñado a andar, a leer y a escribir; que con quince años le había hecho ese collar de piedrecitas de colores, recogidas en el arroyo y labradas pacientemente con sus manos adolescentes, el mismo que Síndir llevaba alrededor del cuello, el
único recuerdo que le quedaba de ella; su preciosa hermana, guapa como ninguna otra chica, que poco después le confesaba, ruborizada y entre risas, que había conocido a un chico formidable, y que estaba feliz, totalmente enamorada de él… Si pudiera volver atrás, le advertiría sobre ese chico. La pondría en guardia. Y le diría lo maravillosa que era, lo divertida y lista que era, y lo mucho que la quería… como a Papá, y a Mamá y… y ahora ya era imposible. Nada de eso podía decirles. Aquel maldito día, de la noche a la mañana, habían desaparecido aquellas caras, afectos, complicidades, momentos… Síndir, bajo el sol del desierto de Montox, sintió su corazón encogerse. Pero solo unos segundos. ¿Acabar siendo conocida por sus compañeros como «Síndir la sentimental»? No, ni hablar. De ninguna manera. Aquel canalla le había desposeído de su familia y de su pasado. No le arrebataría su presente ni su futuro. Y ese futuro sería la magia. Lo sentía. Tardaría lo que fuera necesario. Ahora mismo, a sus veintipocos, únicamente estaba iniciada en las fórmulas más comunes de los libros de magia y, básicamente, capacitada para poco más que entender los enigmas y encantamientos que pudiesen hallar en su viaje. Pero si, en última instancia, encontrar a Domork no resultaba sencillo, esperaba adquirir durante la búsqueda capacidades y conocimientos con los que empezar a limpiar el mundo de seres como aquel innombrable, crueles y despiadados, que causaban el mal a su antojo sin nunca recibir su merecido. Sí. Su destino estaba en sus manos. Quelbos, caminando algo detrás de la hechicera, se percató de que la mirada triste de Síndir había desaparecido: sus ojos miraban al frente con fuego, caminaba muy erguida, diríase que encolerizada, su larga trenza azabache agitándose como un látigo a lo largo de la espalda y los puños apretados, semiescondidos en las mangas de la túnica marrón. Por si acaso, evitaría molestarla durante un rato. Sí, era mejor dejarle algo de espacio.
* * *
Hemos hallado los restos mortales de los hermanos Icerno, Talistro y Jalisalog. Como temíamos, fueron víctimas de La Caza. Sus cuerpos aparecieron
destrozados, como si se hubieran ensañado con ellos. Los hemos incinerado y encomendado sus almas al severo juicio de Kalyrs. No hay rastro de los ladrones. Continuamos la persecución. El grupo del hermano Jalbán cruzó ya la frontera. En cuestión de días llegará a la cueva.
Los ojos de Alwinus permanecían fijos en el documento, sobre su mesa, pero sus pensamientos estaban más allá de aquel papel. No quedaban ya muchos practicantes de hechicería en el mundo. Y los que pervivían, resultaban un engorro para la Orden de Kalyrs, que procuraba eliminarlos. El pueblo profesaba a los magos un respeto no exento de temor ante su poder. Y el poder y el miedo debían ser patrimonio exclusivo de la Orden. «Jalbán, el hermano mago… No me gusta que, precisamente él, pueda ser quien resuelva este asunto. La Orden lleva mucho tiempo buscando la forma de arrinconar y eliminar a los magos, y él es ese incómodo elemento en nuestra propia comunidad que deberíamos erradicar, pero que nos resulta útil. ¿Debo permitir que se sitúe al frente de la persecución? ¿Puedo fiarme de su lealtad hacia el Consejo? No es una decisión menor. Es urgente dar con esos ladrones, y él es el mejor situado. Pero si lo logra, su prestigio crecerá, y la contradicción de contar con un mago en el órgano principal de decisión de la Orden será todavía más conocida…».
* * *
El Karnat desmontó y examinó la bifurcación. Parecía improbable que los viajeros se hubiesen desviado del camino para tomar aquella senda ya borrada. Alzó la vista para otear las montañas circundantes. Quizás hubiesen decidido volver a la carretera principal cruzando las altas cimas. ¡Por todos los infiernos! ¡Ambas posibilidades eran igualmente estúpidas! ¡No debería haberlos adelantado! ¡Tal vez había espantado a sus presas! «¿Qué es eso? ¿Una bolsa?».
Se acercó a un objeto de piel abandonado a la entrada del camino estrecho y lo tomó en sus manos. Se trataba de una bota de agua a la que aún quedaba un trago del allí tan preciado líquido. El Karnat rompió en otra carcajada, bebió el agua restante de la bota y arrojó el recipiente entre la maleza. «Conviene no dejar pistas a extraños. Bien, así que mis pajaritos han tomado el camino más raro posible. ¿El documento encontrado en el monasterio les indica que aquí se oculta algo? Me pregunto si será Domork, Aretsán o uno de los Tres. O bien otra pista más en la búsqueda. Vamos a averiguarlo». Subió de nuevo a su caballo y se internó sin prisa por el estrecho camino.
* * *
—¿Por qué esta pared? —preguntó Arcris. Se hallaban ante la entrada de una gruta tapiada con un muro de piedra. Alguien se había tomado la molestia, mucho tiempo atrás, de cegar aquella pequeña cueva, perdida en aquel recóndito lugar en medio de ninguna parte. Estaba enclavada entre tres altísimas paredes rocosas, siendo el camino recorrido por los Buscadores la única vía de . Síndir miró a Quelbos, interrogante. —¿Crees que se trata de la cueva? —Tal vez. Quién sabe. —Si lo es —habló ahora el ladrón—, me huelo que este muro es cosa de la Orden. —¿Qué hacemos? —preguntó Quelbos—. ¿Tiramos abajo la pared? —¿Cómo? —preguntó Arcris—. ¿A cuerpo limpio?
Quelbos miró a Síndir. —¿No sabrás algún hechizo que destruya paredes, por casualidad? —Ni hablar. Yo apenas conozco algún truco básico. Para tumbar un muro así se necesita un gran poder. —Ah, pues nada más fácil —dijo Arcris con una irónica sonrisa—: busquemos a los monjes que lo tapiaron y que sus brujos lo abran para nosotros. —¡Ya está bien, Arcris! —estalló Síndir—. En vez de buscar problemas, podrías buscar una solución, ¿no? —¡Es el final del viaje, Síndir! ¡Ni Ansp ni Galdwynn con toda su fuerza podrían echar abajo esta pared! —¡Si te rindes tan fácilmente ante un obstáculo así, no entiendo cómo pretendes encontrar a Domork, del que no sabemos ni si existe! —¿Fácilmente? ¡Es una pared, estúpida! ¡Una pared, no una persona! ¡No se puede luchar contra una pared! Mientras las dos jóvenes discutían, Quelbos tanteó las piedras en busca de algo que sirviese para abrir una puerta imaginaria. Empujó con ambas manos una, dos, tres veces, cuando repentinamente el muro se desarmó y se vino abajo junto con el muchacho. Los otros tres se aprestaron a ayudarle. Quelbos los miró sonriente y con la cara manchada por el polvo de la gruta. —Esta vez no sé si se trata de la mente sobre la materia, de si he hallado la auténtica manera de abrir, o de si los constructores eran unos auténticos manazas. Ertys le miró con malicia. —Puede que seas tú el manazas. —O que el muro no aguantaba ya de puro viejo —apuntó Síndir. El interior de la gruta aparecía oscuro durante un extenso primer tramo, pero más
allá se adivinaba una luminosidad tenue y azul. Uno a uno, los Buscadores fueron desfilando hacia la extraña luz, tropezando con frecuencia y respirando con alivio al notar el fresco reinante en el interior. Síndir sospechó que el suelo estaba cubierto por una espesa capa de musgo, dado que los pies tendían a resbalar fácilmente y el eco de sus pisadas se ahogaba casi al instante, absorbido también por una pared cubierta de hiedra. —¿No necesitan estas plantas la luz del sol? —preguntó Arcris a Quelbos. —Eso creía yo. Por fin llegaron al tramo iluminado. Aquella extraña luz azul no procedía de ningún orificio en la roca, ni había tampoco antorchas, hogueras, candelabros o velas. Había luz, pero era una luz no generada, omnipresente. En el grupo empezó a crecer la intranquilidad y luego el miedo, pero nadie se decidió a dar media vuelta. En cabeza iba Arcris, con los ojos abiertos como nunca, seguida de Ertys y de Quelbos, quien cojeaba del pie derecho a consecuencia de la caída. Cuando se ensanchó la gruta, Síndir se ofreció a ayudar a Quelbos, pero este declinó el ofrecimiento. —No es nada serio. Se me pasará enseguida. El túnel desembocaba en una estancia circular, cuyo centro ocupaba el arranque de una escalera de caracol descendente. Se internaron por ella sin que la luz azul los abandonase en ningún momento. Quelbos contó hasta trescientos escalones antes de llegar a otra sala, mientras con cada paso aumentaba el dolor de su tobillo. La nueva estancia no era más grande que la anterior. De ella salía otro túnel, en pendiente esta vez, que desembocaba en un espacio a dos niveles, hallándose el grupo en el más elevado. En el inferior, descendiendo los cuatro amplios tramos de escalones que mediaban, había una especie de pozo de muro bajo, pero de gran diámetro, pues en su interior bien hubiesen podido introducirse veinte personas sin tocarse entre ellas. Con Arcris siempre en cabeza, los Buscadores descendieron los escalones y se aproximaron al curioso pozo. La piedra con la que había sido construido —Quelbos se preguntaba por quién— era blanca, sinuosa y lisa, pulida de tal modo que parecía mármol. El agua allí contenida llegaba casi al borde. Era clara, dotada de una luminosidad verde, en contraste con la azul predominante. Quelbos sonrió otra vez.
—No es un pozo, sino un estanque. Pensó Arcris que tal vez fuese donde se bañaba Domork, aunque lo cierto es que el agua se veía muy limpia. Al punto, le abandonó el miedo y sonrió: tras la larga travesía por el desierto, aquella era una ocasión de oro. —Genial, por fin algo de interés —dijo, mientras se quitaba la capa y empezaba a desabotonarse el jubón. —Pero… ¿qué haces? —dijo Síndir, con estupor. —¿Pues qué te parece a ti que hago? Voy a quitarme toda esta arena y mugre del camino. Y vosotros deberíais hacer lo mismo. —¡No sabemos si en esta gruta hay alguien! ¡O algo! —¿Y prefieres que nos encuentre cubiertos de polvo? ¿Es eso? —la miró sardónica la pelirroja. —Arcris —intervino Quelbos—; Síndir tiene razón: no nos relajemos antes de saber dónde estamos y qué puede haber en esta gruta. Vamos a explorarla. Si comprobamos que no hay nada que temer, volveremos y podrás darte ese baño. Todos nos podremos bañar. La pelirroja los miró con cierto desdén, mientras se abotonaba de nuevo el jubón y recogía la capa. —Sois unos aguafiestas —dijo, poniéndose en marcha de nuevo. Siguieron a Arcris a través de otro túnel que se abría junto a la escalera y que no habían visto al descender por esta. La nueva galería era de recorrido sinuoso y accidentado, y en algunos tramos descendía de forma abrupta. «Hay sitios en los que se ve el trabajo de un hombre, como ese extraño estanque de antes. Pero luego tenemos estos pasillos tan intransitables, que hacen pensar que aquí ningún hombre ha intervenido», pensaba Quelbos, mientras su pie torcido acusaba el tortuoso descenso. Finalmente, la galería acabó y el grupo continuó por un pasillo limpio de obstáculos y excavado en una perfecta línea recta.
Pronto la luz se hizo tan fuerte como en el exterior, si bien con una temperatura mucho más agradable. Se encontraron entonces con que la gruta se había engrandecido enormemente, alcanzando la altura de una casa de varias plantas. Arcris estuvo a punto de pasar ante una oquedad sin advertirla. No tenía unas dimensiones mayores que las de una persona encogida sobre sí misma. Una sospecha y una curiosidad más poderosas que el temor los empujó a introducirse por el reducido agujero, que desembocó en una vasta caverna, de techo borroso por la altura, y por la que cruzaba un lento y estrecho riachuelo que desembocaba en un lago situado al fondo. Había otras dos oquedades iguales a la de entrada en las paredes laterales. Pero lo que atraía las embelesadas miradas de los Buscadores era una edificación enclavada en el centro exacto de la caverna. La Torre de base cuadrada.
3
—¿No dijo Galdwynn que en esta caverna no habría agua? —preguntó Arcris. Un sendero de arena dibujaba un amplio arco y, tras un sinuoso trazado, llegaba hasta el pie de la torre. Allí la rodeaba, formando una orilla entre el agua y la base de la edificación. El riachuelo, antes de llegar al lago, pasaba frente a la entrada, del lado izquierdo. No había orificio de salida para el agua del lago, observación que hizo sospechar a Quelbos la existencia de un sumidero y de un túnel inferior, por el que el agua saldría y llegaría al río dibujado en el plano. Pero la superficie aparecía llana, lisa como la luna de un espejo, como si de un lago de agua sólida se tratase. Y en el aire había algo extraño, una sensación de vida que habían sentido ya en el primer túnel, nada más superar el muro de entrada, y que aquí percibían con mayor intensidad. —Es fascinante —acertó a balbucear Quelbos. Avanzó directo hacia la torre, a paso lento, hipnotizado, desviándose del sendero de arena. Entró con las botas en el riachuelo, y entonces notó el agua mojando sus pies, devolviéndole a la realidad. Un cosquilleo recorrió su tobillo torcido; instantáneamente, el dolor que le aquejaba desapareció. —¡Vaya! —rio. —¿Qué ocurre, Quelbos? —preguntó desde el sendero la hechicera. Por toda respuesta, y riendo aún más, el muchacho se dejó caer en aquellas aguas, hundiendo en ellas cara y manos. —Pues ya ves lo que ocurre —gruñó Arcris, quitándose la capa y las botas, y entrando en el agua con el resto de la ropa puesta—: que ahora sí podemos quitarnos toda la mierda de estos días. Síndir vio cómo también el ladrón se apresuraba a entrar en el riachuelo, saltando y revolcándose como un crío. Ella, en cambio, prefirió ser más prudente que sus compañeros, y su mirada inquieta recorrió el vasto espacio. ¿Habían
olvidado lo extraordinario de verse ante una torre construida bajo tierra? ¿En una caverna? ¿En una caverna bañada por una extraña e inexplicable luz azul? —Síndir, mete los pies —la animó Quelbos—. Las llagas se me han curado. ¡Y el pie torcido también! —¡Y a mí también! —rio Arcris—. ¡Estas aguas tienen algún poder curativo increíble! La hechicera decidió seguir el ejemplo de sus compañeros, y comprobó que, efectivamente, de su cuerpo desaparecían heridas y fatiga. Se lavó cara, manos y pies, deshaciéndose por fin de toda aquella arena de los últimos días. Se sintió de nuevo llena de energía, como si hubiera dormido una semana entera. Rio nerviosa. ¡Aquello solo podía deberse a algo mágico! O si no… Miró de nuevo hacia la torre. Cruzó un tímido omnidón sobre el pecho y volvió atrás, a la orilla. «No nos distraigamos ahora, tan cerca de averiguar lo que los monjes se han preocupado tanto en mantener oculto» se dijo. Los otros tres, viendo a la hechicera avanzar hacia la torre con lentitud y expresión seria, intercambiaron una mirada de repentino temor, salieron también del agua y la siguieron. Conforme se aproximaban a la misteriosa edificación, aquella extraña sensación de vida se hacía todavía más intensa. Al llegar junto a la base, Ertys inclinó atrás la cabeza para apreciar la altura de la torre. —Calculo que rondará los quince cuerpos. —¿Qué hace una torre de base cuadrada en Kalyren? —preguntó Síndir—. Tenía entendido que en todo el continente no se habían levantado más que torres circulares. —Ni idea… —reconoció Quelbos. —Y más intrigante todavía —continuó Síndir— es el hecho de encontrarla en una caverna. No tiene sentido. Ni es una torre de vigilancia ni de defensa. Y la piedra de que está hecha no es la misma que la del resto de la cueva.
Arcris, llevada por la curiosidad, posó su mano izquierda sobre la pared de la torre. Notó la piedra suavemente cálida al tacto. —¡Eh! —dijo—. No está fría ni húmeda. Ertys también palpó la pared con recelo. Quelbos dio un rodeo a la torre y se detuvo al otro lado. —¡Aquí hay una puerta! —le oyeron gritar. Todos acudieron junto a él y se detuvieron a examinar la entrada. Si la torre era antigua, la puerta se había conservado estupendamente: no había óxido en las bisagras y la madera no mostraba el menor atisbo de podredumbre. —No hay cerradura —observó el ladrón. Con una mano hizo fuerza contra la parda superficie y la puerta giró sobre sus goznes sin ruido, mostrando una habitación iluminada de igual forma que el resto de la caverna, aquella luminosidad azul que no procedía de ninguna parte. Entraron. Era una habitación cuadrada, de diez pasos de lado y de techo alto. Las cuatro paredes estaban vestidas con una gran cantidad de estantes sobre los que descansaban, quién sabía desde cuándo, botellas vacías, dagas enjoyadas, cofres cerrados, pergaminos enrollados, vasos, copas y platos, candelabros sin utilizar, anillos en gran número, algún instrumento musical de cuerda y muchos otros objetos que, por estar situados en lo más alto, no pudieron identificar. Pero, sobre todo, había libros. Muchos libros. Las estanterías de la derecha según se entraba estaban cubiertas únicamente y por entero de volúmenes de distintos tamaños. A Quelbos le pasó por la cabeza hojear alguno, pero Síndir aconsejó no tocar nada de lo allí almacenado. —No hasta que sepamos a quién pertenece. Noto algo extraño y, o mucho me equivoco, o se trata de una presencia mágica. Arcris disimuló un estremecimiento repentino. La magia le merecía un gran respeto. Según ella, contra la magia no se podía luchar. Junto a la biblioteca había una escalera que conducía al piso superior. Era una escalera de madera extraña, sin nudos y sin vetas. —¿Dónde estamos? —preguntó Arcris, sin estar realmente segura de querer
obtener una respuesta. Síndir trepó por la escalera hasta la siguiente planta, seguida de los demás. La aprendiz de hechicera se dio cuenta de que la nueva habitación, mucho más alta que la anterior, estaba completamente vacía, a excepción de un sillón de madera labrada arrimado a la pared del fondo, la situada en la vertical de la puerta de entrada del piso inferior. En la pared contigua vieron otra escalera que conducía más arriba, presumiblemente a la azotea. —La luz azul lo preside todo —dijo Síndir, más para ella que para sus compañeros—. Bueno, el color azul no suele estar relacionado con el mal. Si fuese una luz roja o parda sería diferente… —¿Quieres decir —le preguntó Quelbos— que no tenemos nada que temer? —Yo no he dicho eso —le miró seria—; que no sea maléfica no impide que alguien pueda considerarnos intrusos y quiera echarnos. —¿Alguien? ¿Tienes idea de…? —No —le interrumpió—, no sé si hay un ser corpóreo o etéreo en esta caverna, ni si realmente hay alguien. Miremos arriba. Ascendieron por la otra escalera, diseñada en tres tramos, y comprobaron que, en efecto, daba a la cima de la torre. El suelo aquí era de piedra, no de madera, como habían encontrado en el primer piso. Les llamó la atención la multitud de relieves que mostraban las piedras bajo sus pies, con dibujos de guerreros luchando contra dragones y bestias, sacerdotes y monjes frente a un altar, barcos navegando alrededor de un continente desconocido, águilas enzarzadas en cruda lucha contra bandadas de cuervos, gigantes de piedra enfrentándose a guerreros con lanzas, dos rayos cruzados partiendo en cuatro partes una esfera y muchas otras escenas y símbolos. —¡Mirad esta! —exclamó Síndir. Sus compañeros se agolparon alrededor de la joven—. Una torre cuadrada bajo una semicircunferencia: es esta misma torre, en una gran caverna. —¿Entiendes el significado de todas las losas? —preguntó Quelbos. —Solo de unas pocas. Por ejemplo, la lucha entre águilas y cuervos, según
algunos manuscritos del Hogar, representan la eterna lucha entre los poderes del bien y del mal. La imagen del guerrero ante el dragón simboliza el valor. La del oso con cabeza de zorro representa la fuerza y el ingenio o la astucia formando una unidad. —¿Qué significan los dos rayos que parten este círculo en cuatro trozos? — preguntó Arcris. —No tengo ni idea. Puede que simbolicen el bien y el mal en su última lucha, la que conlleva la destrucción del mundo. La joven aprendiz de hechicera atrajo la atención de sus compañeros sobre una losa situada en una esquina. Representaba las regiones central y meridional del Continente Central, incluyendo los dos ríos principales y una torre sobre una zona de multitud de cavernas. —¡Es exactamente como el plano! —advirtió Arcris. Quelbos asintió mirando a Síndir. —Me pregunto si el plano tiene algo que ver con esta piedra. Síndir extrajo el pergamino de una de sus bolsas y se sorprendió al ver que su mínimo peso había desaparecido: permanecía ingrávido se pusiese donde se pusiera, tanto en el suelo como a cierta distancia, en el aire. Quelbos tuvo un presentimiento: —Síndir, suelta el plano. La joven así lo hizo. El pergamino no se movió, ni se plegó sobre sí mismo. Simplemente, quedó flotando ante ellos. Síndir lanzó una exclamación. —¡Está a la espera de que se le ordene mostrar su secreto! ¡Se trata de un pergamino mágico y cierta palabra desvelará el significado oculto en él! — nerviosa, se mordió el labio inferior—. No puede ser tan fácil… ¡Domork! Ante sus atónitas miradas, el plano se envolvió solo y salió disparado al piso inferior por el hueco de la escalera.
Quelbos miró a Síndir: —¿Y ahora…? Del piso de abajo les llegó el sonido de un hombre tosiendo. Quelbos desenvainó su espada, se acercó cauteloso a la escalera y empezó a descender lentamente los escalones que le separaban de un posible enemigo. «¿Será un mago que ha atraído el pergamino a sus manos? ¿O será Domork…?». Todos siguieron los pasos de Quelbos. Abajo hallaron al muchacho con la espada bajada y con la mirada clavada en el sillón, que ya no estaba vacío. —¡Bajad, bajad, no temáis nada! —dijo el hombre sentado en el sillón. Era un hombre anciano, calvo y con barba, vestido con un hábito que recordaba al de los monjes de Neroga. En su mano izquierda sostenía enrollado el plano de la Cueva Subterránea. —Veo que al fin el plano de Domork ha servido de algo. —¿Quién sois, señor? —preguntó Quelbos, intrigado por aquel anciano aparecido de la nada. El anciano le dirigió una mirada inquisitiva al muchacho, mientras una amable sonrisa en su rostro tranquilizaba al grupo. —No creo que mi nombre te diga nada, pues los hombres lo olvidaron hace mucho tiempo. —¿Sois Domork? ¿O Aretsán, tal vez? El anciano sonrió aún más. —No, ni Domork ni Aretsán. Soy Quaram, uno de los Tres Dioses Menores. Espera —dijo al ver que Quelbos se disponía a preguntar de nuevo—, no te impacientes. Sé que lo que te he dicho no pone fin a tus dudas. Antes bien, te despierta muchas más cuestiones. Pero antes de contarte nada me gustaría saber quiénes sois y qué buscáis. Quelbos tragó saliva y decidió dejar sus preguntas para más tarde, tal y como le
pedía aquel hombre. —Mi nombre es Quelbos Beldesán, de Isandor, en la provincia de Mynirgan, y soy… soy un Buscador. Quaram levantó una ceja y se inclinó hacia delante sobre su asiento. —¿Qué dices que eres? ¿Un Buscador? —Un buscador del Descanso, el Paraíso Terrenal. —Ah… Y… ¿para qué buscas el Descanso? ¿Ya te has cansado de tu vida? —No, yo… —Quelbos miró hacia el grupo y sus ojos encontraron los de Arcris, que le conminaron a seguir la explicación. Carraspeó y miró de nuevo a Quaram —. En realidad, mi deseo es averiguar si realmente existe Aretsán, el Artesano. Según algunos documentos que han pasado por mis manos en las últimas semanas, existe un dios llamado Aretsán y un lugar en la Tierra llamado el Descanso. —¿De qué documentos me hablas? Quelbos pensó por dónde empezar. —Veréis —dijo—, en mi ciudad, Isandor, me gano la vida como escribiente popular. La gente que no sabe leer me trae cartas que ha recibido y yo las leo. Si así me lo requieren, escribo la respuesta. Es un trabajo útil para muchos, y bien pagado. Un día, hace poco, recibí una carta que me sorprendió, tanto por su remitente como por lo que escribía. La firmaba otro escribiente, Olegar de Helm, a quien no he conocido nunca, más que de oídas, pero que se dirigía a mí, personalmente. En ella me hablaba de «un lugar en la tierra en el que la maldad no tiene cabida», un lugar llamado «el Descanso», y que es guardado por alguien llamado Domork. La misiva finalizaba diciendo «oculto en esta carta está aquel que precedió a Kalyrs, y a quien la Orden hizo olvidar, pero que espera ser reivindicado, si aceptas el honor de tan alta misión». —¿«Oculto en esta carta»? —se interesó Quaram. —Sí —asintió el muchacho—, se trataba de un pequeño juego, en el que tenía que juntar una serie de letras, y al hacerlo encontré que decían «Aretsán el
Artesano». Quaram sonrió, pero Quelbos entendió que esperaba la continuación del relato. —En aquella misteriosa carta, Olegar se mostraba muy cauto y no quería dar demasiados detalles, pero me invitaba a darme más información en su casa, en Helm. Si aceptaba, decía, era aconsejable que buscara ayuda, porque me enfrentaría a muchos peligros. Esperé un par de días y la suerte me sonrió: por mi estudio pasaron dos mercenarios llamados Ansp y Galdwynn, portando algunos avisos de trabajo para que se los leyera. Les propuse contratarlos yo mismo para que fuesen mi escolta durante unos días. Aceptaron y nos encaminamos a Helm. Pero al llegar encontramos que la casa de Olegar había sido arrasada por un incendio. Todo estaba quemado. Pregunté a un vecino, y este me dijo que Olegar había sido asesinado el día anterior, nadie sabía a manos de quién. —¿El día anterior? Mmm… —Sí… También a mí me pareció una casualidad sospechosa. Quiero decir, que da por pensar que no fue casualidad y le asesinaron por lo que sabía. O por lo que creyeron que sabía. —Sigue, muchacho; ¿qué ocurrió entonces? —el anciano parecía realmente intrigado con la historia. —Me sentía frustrado. Pero no quería volverme sin más, ya que estaba allí. Me paseé por las ruinas de la casa, apartando cenizas con los pies, para ver si encontraba algo. —Y encontraste algo, ¿verdad? —¡Sí! —los ojos de Quelbos brillaron de entusiasmo, mientras extraía del interior de su jubón un pergamino, que desdobló y mostró a Quaram—. Debajo de todo aquel desastre apareció este documento, que no había ardido. Lo recogí y lo leí. Es una especie de poema, titulado «Canto de Domork». ¡Otra vez Domork! ¡Aparecía de nuevo el nombre de ese guardián, ahora en un papel que no se había quemado! —¡Bravo! ¿Y qué hiciste a continuación?
Quelbos guardó el pergamino y continuó su relato. —Los dos mercenarios estaban asombrados con aquel hallazgo mío, y por el hecho de que el pergamino no se hubiese consumido en el incendio. Dudé si contarles lo que sabía. Finalmente, como les había pagado por mi seguridad, les dije que les explicaría todo si juraban cumplir con el contrato, en virtud del cual ningún daño había de recibir yo en ningún caso. Galdwynn rio y planteó que nos acercáramos a echar un trago al parador, la posada más antigua del pueblo, en la que se firman casi todos los acuerdos comerciales desde que Helm fue fundada. Allí los puse al corriente de todo el misterio. —Mmm, ¿hablaste de un dios desconocido a un par de extraños? ¿No fue un poco temerario? Quelbos se mostró incómodo. —Bueno… durante los días previos habíamos hablado bastante, sobre todo Galdwynn y yo. Es que Ansp es más reservado, más callado, y… —Arcris gruñó detrás, impaciente, y Quelbos se dio cuenta de que se estaba yendo por las ramas —. Bueno, en resumen: sabía que estaban cansados de su vida mercenaria, pero también indecisos sobre qué otra cosa hacer, y desilusionados con la perspectiva de su futuro. Cuando les hablé de la carta, y de lo que en ella se decía de un paraíso en la Tierra, sus miradas hablaron por ellos. De hecho —Quelbos sonrió con un mohín triste al recordar a los guerreros—, Ansp sacó de su bolsa las monedas que yo le había pagado y las puso sobre la mesa, diciendo: «disuelvo nuestro acuerdo; a partir de ahora somos compañeros, y encontraremos a ese tal Domork». Galdwynn hizo lo mismo. Y luego… Bueno, en ese mismo mesón se nos unieron Síndir y Arcris —señaló a las dos jóvenes—. Y más tarde llegó también Ertys —se giró hacia el ladrón—. Y como aquella carta decía que «es en el seno de la Orden donde habitan los mayores secretos», decidimos infiltrarnos en el monasterio para buscar alguna pista más de Domork en la biblioteca. —Una decisión arriesgada y peligrosa. Quelbos asintió con la cabeza. —Sí, pero acertada, porque era allí donde guardaban ese documento que tenéis en las manos —señaló ahora hacia el plano—, y que lleva precisamente la firma de Domork. Pensaba que tal vez en esta cueva le encontraríamos.
—¿Cómo disteis con el plano en la biblioteca? No me parece una tarea fácil. —Bueno… —se encogió de hombros el muchacho—, digamos que Ansp hizo hablar al monje bibliotecario… —Ya veo… —¡Pero no lo mató! —se apresuró a aclarar el joven escribiente, por si Quaram había interpretado algo equivocadamente—. Solo lo aturdió. El anciano sonrió. —No hace falta deciros que la búsqueda de un dios que no sea Kalyrs os va a acarrear problemas graves. —Ya tenemos problemas: nos siguen los monjes y posiblemente un guerrero del norte. Y Ansp y Galdwynn fueron apresados por los monjes. Eso creo, al menos… Quaram miró al resto del grupo con curiosidad. Sin dejar de contemplarlos dijo: —Los Dioses Menores somos los hijos de Aretsán. —¿Los hijos de…? —Síndir no acabó la frase—. Entonces, ¿Aretsán existe realmente? ¿Dónde se encuentra el Descanso? El anciano bajó los ojos y pareció aún más viejo. —Desgraciadamente, solo Domork sabe dónde se encuentra el Descanso, pues él es el Guardián. No sé qué ha sido de él, ni siquiera sé si aún vive. No es un dios, aunque tampoco es un hombre corriente. Se refiere a sí mismo como «el humano inhumano» —sonrió, sin que entendiesen la razón—. Yo llevo en esta cueva hace ya seis de vuestras generaciones, y mi poder, de por sí limitado, se ha visto reducido por el abandono de la verdadera fe de los habitantes de los Tres Continentes. Yo soy el encargado de mantener el bien en Mídiam, pero… —¿Mídiam? —le interrumpió Quelbos, sin comprender. —Sí… así se conocía antes al Continente Central. Antes de adoptar ese absurdo nombre que inventó la Orden… —frunció el ceño—. Y con el declive de la
verdadera fe, yo fui perdiendo el control sobre esta tierra… A mis hermanos debe de haberles pasado lo mismo. Aírde protege el Continente Norte y Terriades vela por el Continente Occidental… Pero han sido igualmente olvidados… La aprendiz de hechicera dio entonces un paso hacia Quaram. —Señor, mi nombre es Síndir —se presentó—. Hace un par de años quise ingresar en la escuela de hechicería de Alfira, el Hogar, pero por una serie de circunstancias tuve que renunciar… —Nadie se acerca a la magia sin una verdadera vocación, a prueba de cualquier… circunstancia —le cortó el dios; pero en su cara no había censura, sino curiosidad—: ¿qué ocurrió, Síndir? Si no te importa contarlo… La joven miró fugazmente a sus compañeros y carraspeó, antes de responder. —Bueno… no son tiempos favorables para la hechicería… La Orden de Kalyrs teme y desprecia a los magos, y en varias ocasiones he presenciado cómo hacía arrestar a alguno. El día que tenía que recibir el Nombramiento, cuando me acercaba a la casa de mis instructores, vi muchos soldados y monjes en la calle. Di por seguro que iban a arrestar a los magos. Me asusté. Pasé de largo ante la puerta y me alejé. Más tarde supe que no ocurrió nada de lo que temía, que aquellos monjes buscaban a algún fugitivo de la ley. Pero, en todo caso, yo perdí mi oportunidad. —Te pudo el miedo. —Sí… —Prevaleció el instinto de supervivencia. No es algo vergonzante. Pero parece que para ti sí lo es. —Mis antiguos maestros también lo vieron como yo. Si temía una emboscada dirigida a ellos, debía haber entrado en la casa y advertirles. Confiar en que, con su poder y sobre aviso, podrían plantar batalla y salir victoriosos. —¿Te repudiaron? Síndir, de nuevo, miró de reojo a sus compañeros. Su respuesta fue casi un
susurro. —Sí… me consideraron poco adecuada para enseñarme. Falta de temple, de confianza, de serenidad. Me hicieron abandonar la estancia y me dijeron que, tal vez, no estaba llamada a aprender la hechicería. —¿Y tú compartes esa opinión? Ahora la joven alzó la cabeza, recuperando algo de autoconfianza. —Soy buena estudiante. Y creo que hay otros caminos para aprender. Conservé algún libro de mis estudios preliminares y pude comprobar que tengo facilidad para la magia. Y cuando supe de la existencia de Aretsán… —…Pensaste que tal vez el buen dios te mostraría otro de esos caminos alternativos, ¿verdad? Síndir asintió, confiando en no parecer presuntuosa a los ojos de Quaram. —No andas desencaminada, Síndir —siguió sonriendo el hijo de Aretsán—. Hay en hombres y mujeres muchos valores espirituales que los distinguen de otras formas vivas y que los elevan a una categoría privilegiada, donde la capacidad de raciocinio y esos valores forman una combinación muy poderosa. Ahí encontramos el amor, la fe, la determinación… y también la magia. Igual que puedes aprender la escritura de uno u otro maestro, también ocurre así con la magia. Sin embargo, hace ya tiempo que tus congéneres consideraron adecuado estructurar un método de enseñanza, diseñar un programa único y consensuado, lo que facilita impartir conocimiento y valorar el aprendizaje por parte de los discípulos y resto de estudiantes. Pero, por supuesto, la vida es abundante en caminos. Hizo una pausa, en la que observó a Quelbos con detenimiento. Luego se dirigió de nuevo a la joven de oscuros cabellos. —¿Te sientes capacitada, Síndir? —Sí… Sí, de verdad. Lo noto en mi interior. —Entonces no necesitas ningún «Nombramiento». Si bien es cierto que te hará falta material de estudio. Ten… —en las manos de Quaram se materializó un
grueso tomo de cubiertas negras, que el dios entregó a Síndir. Quelbos, mientras, creyó oír un sonido blando y amortiguado en el piso de abajo, el que producen varios libros en una estantería cuando se abaten unos sobre otros al serles retirado aquel en el que se apoyan. Síndir contempló el obsequio del dios, dándole vueltas en sus manos. En el lomo, en letras plateadas, se leía Libro de Hechicería I. —Gracias… ¡Mil gracias! ¡No sabéis…! —empezó a decir, pero el dios alzó la mano, sacudiendo la cabeza. —Puedo suponerlo —dijo—. Y espero que harás buen uso de lo que sus páginas te aporten. Lo doy por seguro, de otro modo no me aventuraría a contradecir a los sabios del Hogar que de forma tan concluyente te consideraron «no adecuada». Síndir sacudió la cabeza enérgicamente, tratando de transmitir su compromiso y buena voluntad. Quaram mantuvo en ella la mirada, sabiendo que la joven hechicera quería algo más de él. —Ibas a preguntarme algo, ¿verdad, Síndir? Adelante, que no te frene el presente que te he hecho: los estudiosos de la magia sois, por naturaleza, curiosos. Síndir se aclaró la voz. —Es sobre vuestro nombre y el de los otros hijos de Aretsán. Tienen un significado, ¿no es así? El dios sonrió de nuevo. —Sí, así es. Aírde significa «aire», Terriades es «tierra» y Quaram es «agua». El elemento a que se refieren nuestros nombres es el de nuestros respectivos limbos. El mío es el lago que hay junto a esta torre. —Entonces, súbitamente, algo alteró su semblante, haciéndole dirigir la mirada a algún lugar más allá de las paredes de la torre. Su voz adquirió un tono grave—. Oídme; hay un guerrero que acaba de entrar en la cueva. Tal vez el que mencionabais, ese que os sigue.
Quelbos y Síndir intercambiaron miradas de temor. —Es un ser muy peligroso. No había visto nunca nada semejante, y capto en él un inmenso y terrible poder. ¿Aún vais a continuar vuestro viaje? Quelbos asintió en nombre del grupo, aunque Arcris todavía pudiese tener sus dudas. —En ese caso, debéis tener mucho cuidado. Hay muchas posibilidades de fracasar, pues es posible que Domork muriese hace tiempo, por una u otra causa, incluso asesinado por los monjes. Buscad por los Tres Continentes, sin desfallecer. El objetivo que perseguís es muy noble y audaz. Quelbos —se dirigió al muchacho—, cuando bajéis, toma contigo algunos anillos de los que hay en el estante. No tienen ningún poder o facultad, pero os identificarán como pertenecientes a la fe de Aretsán ante Domork, mis hermanos o mi padre. Llévate seis, para los que estáis aquí y también para los dos guerreros: espero que los encontréis sanos y salvos. —Estoy convencido de que los volveré a ver. Lo siento dentro de mí. —El enemigo se acerca. Huid de la cueva por el lado contrario al que habéis usado para entrar y podréis salir. Yo sepultaré la torre para que ese guerrero no pueda saquearla y cubriré vuestra huida. ¡Tomad los anillos y marchad! ¡Que Aretsán os dé su fuerza! El grupo empezó a descender por la escalera, pero Quelbos esperó a ser el último. Dirigió su mirada hacia el anciano Quaram. Los ojos de este parecían leerle el pensamiento. —Sí, Quelbos Beldesán; este es un momento clave en tu vida y en el futuro del mundo. No hay garantías, no hay indicaciones del camino a seguir, y ten por seguro que el desaliento se adueñará de vosotros. Atesora este encuentro en tu recuerdo y en tu corazón. Que sea la fuerza que te impulse en los momentos de desesperanza. Y ahora ve; ve con tus amigos. Quelbos le sonrió. —Adiós, Quaram. El muchacho bajó de dos en dos los escalones y se dirigió al estante donde se
hallaban los anillos. Tomó seis y los guardó en un bolsillo. Luego salió corriendo. Dio la vuelta a la Torre y se dirigió hacia la entrada lateral por la que sus compañeros estaban ya abandonando la gran caverna. Cruzó el agua, que le cubría hasta las rodillas, y notó que el suelo empezaba a temblar. Al mirar atrás vio la torre iniciando su autodestrucción, sepultándose con celeridad bajo el agua y la tierra en medio de un terremoto que rompió la solidez de aquel lago prodigioso y empezó a quebrar la bóveda de la caverna. «Si Quaram vive en el lago y el lago desaparece, entonces él…». Síndir le llamó desde el túnel de salida: —¡Vamos, Quelbos! ¡La gruta se viene abajo! Otra voz sonó desde la entrada principal, aquella por la que habían entrado a la caverna de la torre. Quelbos se giró y vio al guerrero del norte que se dirigía a él, corriendo y ordenándole: —¡Eh, muchacho! ¡Quieto ahí! ¡Quiero hablar contigo! Quelbos se dio la vuelta, salió del agua y se introdujo en el túnel, mientras grandes bloques de roca caían desde lo alto y resonaban detrás de él con la fuerza de cien truenos. Arcris corría en cabeza, seguida de cerca por Ertys y, a mayor distancia, por Síndir y Quelbos. El muchacho lanzó una fugaz mirada atrás. Vio con pánico que el guerrero los seguía, y que una sonrisa perversa lucía en su cara, como disfrutando de la persecución. El túnel, a causa de sus reducidas dimensiones, obligaba a correr agachado. El temblor de tierra crecía. «Quaram no se conforma con ocultar la Torre, ¡quiere destruir toda la cueva! ¡Y el guerrero me está alcanzando!». En ese momento, como si el dios hubiese leído su pensamiento, el techo del túnel se vino abajo entre perseguidor y fugitivos. Se oyó al guerrero gritar al otro lado del desprendimiento:
—¡Corred! ¡No perdéis nada por esperar, idiotas! ¡Os encontraré! ¡Palabra del Karnat!
* * *
Poco después, todo se había sumido en la calma más absoluta. En el aire flotaba gran cantidad de polvo, que hacía toser al grupo. Ya no corrían. Quelbos les había anunciado que el guerrero había quedado atrás, engullido por la caverna. El laberinto se hacía inacabable. En ocasiones se encontraban con el camino bloqueado por un desprendimiento y tenían que retroceder para tomar por otro corredor. La luz azul aún persistía, pero se veía enturbiada por la cantidad de partículas de polvo en suspensión. Arcris pidió a Síndir su cantimplora para mojar su reseca garganta: —¿Y la tuya? —preguntó la otra, extrañada. La joven se encogió de hombros. —Se me caería mientras corríamos. Síndir le tendió el recipiente y Arcris bebió un trago. Por la mente de la muchacha pelirroja cruzaron algunos recuerdos recientes, de cuando Ansp, Galdwynn y Quelbos llegaron al parador de Helm, en el que ella trabajaba. Le encargaron tres cervezas, y cuando fue a servírselas, oyó que hablaban de un dios, pero no de Kalyrs. Bajaron la voz al verla llegar con las jarras, para seguir hablando normalmente una vez se alejó. Sin embargo, esa cautela desapareció con la tercera ronda. Entonces, aquella mujer de cabello oscuro recogido en una trenza que se sentaba en la mesa contigua cruzó algunas frases con ellos, para luego unirse al trío en animada conversación, ya con una cuarta ronda. Arcris, intrigada por lo poco que había oído, y con la excusa de asegurarse de que aquellos alegres clientes disponían de suficiente dinero para pagar lo consumido, se plantó junto al grupo con una sonrisa. «¿Qué? —les dijo, con los brazos en jarras—; ¿lleváis dinero encima o será ese dios vuestro el que pague esta fiesta?». Galdwynn, sonriendo abiertamente por debajo de aquel bigote suyo tan grotesco, le contestó, resuelto: «Si se dejara encontrar, tal vez nos invitaría; pero
como esos malditos monjes no le dejan asomar las orejas, tendremos que apoquinar nosotros, ¿verdad, Síndir?», dijo a la morena, dándole un suave codazo, al que esta respondió de igual modo, entre risas. Arcris sacudió la cabeza, mirándolos uno a uno con fingida reprobación… y encontrándose con el semblante serio de Ansp. Con la capucha echada sobre la cabeza, el guerrero no parecía participar del mismo estado de embriaguez. Arcris se dio cuenta de que apenas había bebido algunos sorbos de cada jarra. «“¡Vaya! ¿Y qué ocurre contigo, que no bebes? ¿Es por alguna mujer? ¿O por una apuesta?». «Yo no apuesto», fue la escueta respuesta de aquel hombre sombrío. «Pues entonces está claro: es por una mujer», concluyó ella con una risa burlona, y Galdwynn se apresuró a decir, repentinamente más sobrio: «está preocupado por nuestro propósito: encontrar a Aretsán, el dios que nuestros antepasados negaron y sustituyeron por Kalyrs». «¿Aretsán? ¿Así se llama el dios que buscáis?». «Sí. Y es un dios que no considera a las mujeres inferiores a los hombres, ni premia la brutalidad y la lucha, sino la compasión, y el respeto, y…». «Eso te lo estás inventando, Galdwynn», dijo entonces Quelbos, con una risa tonta. Sin duda, le había afectado la bebida más que al resto. Y añadió: «No tenemos ni idea de cómo es». «Sabemos que es lo contrario de Kalyrs, por eso lo hicieron olvidar», respondió con rotundidad el bigotudo. Arcris se preguntó si aquellos cuatro estaban en sus cabales, por más que le atrajera la posibilidad de que existiera algo diferente al terrible, misógino y fiero Kalyrs. «No nos cree», le dijo Galdwynn a Quelbos, y entonces aquel flaco muchacho sacó de su bolsa un pergamino y lo puso sobre la vela que ardía en el centro de la mesa. Los ojos de Arcris casi se salieron de sus cuencas. ¡No ardía! ¿Era un truco? ¿Magia? No le gustaba la magia; contra la magia no se puede luchar. «No es magia», dijo Síndir, como leyéndole la mente; «créeme, sé cuándo estoy ante algo mágico, y esto es otra cosa: es como si este papel hubiera sido hecho fuera de nuestro tiempo, y el tiempo no pudiera afectarlo». Tuvo que atender a otros clientes, pero la semilla de la curiosidad ya había sido plantada en ella. Y esa semilla creció durante las dos noches que siguieron, cada vez que aquellos cuatro extranjeros entraban por la puerta del parador para debatir durante horas sobre ese paraíso, su guardián y ese dios, Aretsán. Las palabras de Galdwynn podían ser puras elucubraciones, pero sonaban tan bien, tan prometedoras… Y fue aquel tercer día cuando Quelbos, ese muchacho tan raro —a veces tímido y callado, a veces sonriente y fantasioso como un niño pequeño— la invitó a unirse al grupo en busca del antiguo dios y del Descanso. Aquel ofrecimiento la sorprendió. Pero era una invitación tentadora, que le llegaba en un momento en el que veía su presente con desazón y su futuro
únicamente como una perpetuación de ese presente. La perspectiva de seguir atendiendo a toda clase de chusma en el parador no era, realmente, el sueño de su vida. Borrachos, pendencieros, babosos… Soldados que, presionados por sus capitanes y sargentos durante el día, daban de noche rienda suelta a sus frustraciones con los peores modos, avivados por la bebida que ella misma les servía. Comerciantes tacaños, que únicamente veían justificable una propina si esta compraba el derecho a magrear a las camareras. O los monjes, los odiosos monjes de Neroga. Respaldados por los gobernadores y sus soldados, los religiosos requisaban en concepto de impuestos y en nombre de Kalyrs la mitad de las cosechas o ganancias dinerarias a campesinos, artesanos, maestros y comerciantes, bajo el supuesto de realizar más tarde un reparto justo entre los más necesitados. Y aunque sospechaba que la Orden disponía de los tributos para fines propios —entre ellos, posiblemente, el pago de favores a políticos y militares—, no era eso lo que la enfurecía. Ella no era más que una camarera y carecía de fortuna o bienes. Lo que la sacaba de sí era que se pasasen por la posada donde ella trabajaba y la humillasen por ser mujer, por considerar que su aspecto, su forma de vestir, su belleza y sus maneras ofendían a Kalyrs. ¡Qué culpa tenía ella de que su dios menospreciara a las mujeres y que los monjes de alto rango las odiasen y acusasen de inducir al hombre de bien a su degradación! En incontables ocasiones se había aguantado las ganas de romper la bandeja de madera en la cabeza de uno de ellos. Nadie sabría nunca qué significó para ella la posible existencia de un dios diferente a Kalyrs: fuese o no como Galdwynn lo imaginaba, la cuestión era que se trataba de alguien —o algo— diferente de Kalyrs, ese dios de los monjes al que ella aborrecía —sin poderlo confesar en ningún caso, por supuesto—. Solo por aquella posibilidad, aceptó la propuesta de Quelbos. Quedó a medianoche con los cuatro profetas en una plaza de arrabal, a la que acudiría cuando todos en la posada durmiesen. Llegada la hora, abrió la puerta de su alcoba y salió al pasillo con el corazón en un puño: el posadero, hombre de fuerte carácter que se creía el amo de empleados y empleadas —especialmente de estas—, no vería con buenos ojos que Arcris abandonase el hogar así como así. La muchacha se introdujo en la habitación de Selas, el chico encargado de la limpieza y de los recados, y tomó sus pantalones. «Para viajar necesitaré ropa práctica, más que bonita —se dijo—, y confío que Selas me perdonará. Además, no tendrá que ir desnudo: le dejo mi vestido… igual le gusta». Llevaba unas cuantas monedas en los bolsillos, lo ganado durante la semana. Cuando asomó a la calle no pudo evitar llevar a cabo una idea que se le había colado en la cabeza. Agarró el picaporte de la puerta y, con todas sus fuerzas, cerró desde fuera con un estruendoso portazo que despertó a todos los durmientes. Se alejó corriendo en dirección a las afueras mientras, detrás, los
gritos se sucedían en aquel odioso caserón. Arcris se estremeció. Sabía que los recuerdos no podían imprimirle daño físico alguno. Eran eso: recuerdos. Pero había uno en particular que la atormentaba en sueños, que la atemorizaba como nada lo había hecho jamás. Ese recuerdo se iniciaba en una calleja que cruzó yendo al encuentro de los cuatro viajeros. Cuando se introdujo en ella, una sombra la agarró del pie y la hizo caer. Ella se incorporó para plantar cara al agresor. Los borrachos de la posada, a quienes el alcohol les liberaba los libidinosos deseos, le habían enseñado a manejar los puños con eficaz resultado. Pero el desconocido, un hombre alto de enorme fuerza, esquivó su puñetazo y la apresó en una estrangulación de la que era imposible escapar, mientras retorcía su brazo derecho tras la espalda. Arcris gimió de dolor. —¡Hola, pelirroja! ¿No sabes que a estas horas las niñas no salen de sus casas? Arcris quiso protestar, pero el hombre le torció el brazo con más fuerza. De espaldas a él, la muchacha notó su respiración, y por el tono de aquella voz susurrante supo que sonreía, disfrutando del dolor y temor que le causaba. —No temas, no te voy a matar. Ni tampoco a penetrarte, no es ese mi interés en ti. Mi nombre es Waldam, el Karnat. Voy a proponerte un trato, Arcris —sonrió más aún y añadió con una burlona voz de falsete asustada—: «¡Oh, me conoces! ¡Espíritus, ayude!» —Y continuó con su voz normal—: Sí, sé quién eres y en qué trabajas… ¡perdón! trabajabas. Podría matarte ahora mismo si quisiera, muchacha, pero supongo que tú prefieres vivir, ¿verdad? Arcris musitó algo parecido a un sí. El Karnat sonrió. —Bien, eso quiere decir que estamos de acuerdo: los dos opinamos que debes vivir. Maravilloso —y soltó una carcajada—. Escúchame con atención, Arcris; quiero que te mezcles entre esos locos que hablan de Aretsán y los sigas adonde vayan. Me interesa mucho lo que hagan y tú serás mi espía. Yo os seguiré a distancia. Pero, como es probable que os pierda de vista, tú, Arcris, te las arreglarás para indicarme el camino a seguir en cada cruce. —¿Y si… me niego?
—Si te niegas, pelirroja —el Karnat la giró hacia él y clavó sus fríos ojos claros en los asustados de ella—, te encontraré y te mataré… No… ¡No, aún mejor, mucho mejor! —metió una mano en un bolsillo de su capa y extrajo el dedo de un hombre, aún sangrante—. Si me traicionas, te ataré a una roca y te reduciré a trocitos de este tamaño, empezando por las piernas, siguiendo con los brazos y luego con tus orejas, nariz, ojos… si es que la muerte no te viene a liberar antes de acabar —los ojos de Arcris no podían separarse de aquel dedo amputado—. Creo que lo has entendido. Bien. No me defraudes. No te lo aconsejo. Por cierto, te hará sentir mejor saber que no estarás sola. En breve se os unirá un amigo mío, un ladrón, y podrás contar con él si es necesario. Lo reconocerás por su bello rostro —rio de forma desagradable—. Pero nuestro acuerdo te atañe únicamente a ti: recuerda, en cada cruce en el que sea difícil saber qué camino habéis seguido, me dejarás alguna pista, sea un trozo de tela, unos botones o una bolsa. Y para que no olvides nuestro pacto, te regalo el dedo —y lo introdujo en la boca de la muchacha al tiempo que desaparecía entre las sombras. Arcris vomitó el repulsivo miembro y rompió en sollozos, dejándose caer de bruces en el pedregoso y húmedo suelo. —¡Arcris! ¿Te has hecho daño? ¿Te ocurre algo? —dijo la voz de Quelbos junto a ella. Había caído entre el polvo de la galería mientras su mente volaba lejos, a lugares a los que ella esperaba no volver nunca. No contestó al muchacho. En vez de eso, se levantó y continuó en busca de la salida al exterior. Quelbos se preguntaba qué oscuros pensamientos atormentaban la mente de la muchacha. Hubiese dado diez años de su vida por una confidencia de aquella chica que invadía sus sueños desde el día en que sus caminos se cruzaron.
4
Ansp creyó oír pasos en el exterior. Se esforzó en despejar sus sentidos, adormecidos por la total oscuridad de la mazmorra. Se sentía agotado: dormir de pie, colgado de aquellas cadenas sujetas a sus muñecas, era doloroso y no aportaba descanso al cuerpo, lo que, pasados unos pocos días, acababa también fatigando la mente. La barba le picaba y su propio olor corporal le resultaba insufrible, especialmente porque en más de una ocasión nadie había acudido a tiempo a su llamada cuando había necesitado orinar. Cabía la posibilidad de que, finalmente, sus sentidos se aclimatasen a aquella situación y dejase de percibir su propio hedor. Una llave giró en la cerradura de la puerta y esta chirrió sobre sus bisagras. Ansp intentó fijar la vista en la figura que entraba, pero aquella antorcha resultaba hiriente para sus ojos, acostumbrados ahora a la oscuridad de la mazmorra. —Cerrad. Quiero hablar a solas con el prisionero. Alguien con autoridad. Bien, esta no sería una visita más. Este no le traía esa agua con sabor a barro o el engrudo frío que llamaban comida. El hombre del hábito se plantó frente a él, y supo que contemplaba su aspecto a la luz de la antorcha. A cierta distancia, por supuesto: tras aquellos días sin lavarse ni afeitarse y con la ropa manchada, era perfectamente comprensible. Creyó advertir que era anciano, y que quizás sonreía al verle atado al techo, con esas cadenas que solo le retiraban cuando tocaba ingerir el engrudo, o cuando le permitían aliviar sus necesidades en un cubo. —Tú, ¿sabes quién soy? Ansp lo supuso. No llevaba hábito azul y era alguien cuyas órdenes no discutían los monjes guardianes. Todo apuntaba a que era el mismísimo Alwinus Wéyslidur, el superior de la Orden. Pero no dijo nada. Y tampoco el monje dijo nada más. Se quedó allí, de pie frente a él, en silencio. A medida que los ojos de Ansp se acostumbraban a la luz de la antorcha,
comprobó que, tal como había supuesto, Alwinus le miraba fijamente. Pasaron los minutos sin que ninguno de los dos dijera nada, ambos mirándose mutuamente a los ojos. Ansp recordó que en su niñez había jugado con algún vecino a algo parecido a aquello: una lucha de miradas en la que perdía el primero que desviaba los ojos o parpadeaba, o aquel que reía. Pero Alwinus no evitaba parpadear, y de vez en cuando sus ojos recorrían distintos puntos de la anatomía del guerrero encadenado: ahora el cabello, luego los brazos, a continuación las piernas, los pies… y de vuelta a sus ojos. Siempre sin decir nada. Más tarde, sin que Ansp supiera exactamente cuánto, Alwinus se dirigió a la puerta, golpeó un par de veces y ordenó a quienes guardaban la entrada: —Abrid. Y sin más, salió, dejando a Ansp de nuevo en la oscuridad. ¿Cuál era el objeto de aquella visita? ¿Comprobar el estado en el que se encontraba? Eso lo hubiera podido concluir en el primer minuto. ¿Saber algo de sus compañeros y del plano robado? Sobre ese asunto ya había sido interrogado por otros monjes, sin revelar nada, y Alwinus, por su parte, nada había preguntado. Nada. Entonces, ¿qué buscaba? ¿Era acaso una simple declaración de fortaleza, algo así como decirle «puedo ser tan dueño de mi silencio como tú»? Se preguntó si Galdwynn habría tenido una visita similar, y cómo la habría vivido.
* * *
Ansp contaba los días que pasaban en función de los «engrudos». A los prisioneros se les aseguraba una comida al día, por lo que no resultaba difícil llevar la cuenta. Y no había pasado más que una de esas papillas frías y espesas cuando el superior volvió a aparecer. Esta vez ni siquiera preguntó si sabía quién
era. Entendió que no hacía falta. Y de nuevo, los minutos pasaron en silencio, ambos a solas, recorriéndose mutuamente con los ojos, de pie, Ansp encadenado y Alwinus con una antorcha en la mano. Y cuando pasó quién sabía cuánto tiempo, el superior se fue. Sin decir nada. Ansp tuvo la certeza de que el superior recurría a una guerra de desgaste. ¿Cuánto tiempo podría estar él a la altura?
* * *
Mucho tiempo atrás ya había llegado a la conclusión de que la comida que se da a un prisionero es inútil para su propósito oficial: mantener al reo alimentado y, en definitiva, vivo. Viendo cómo malvivían los vencidos de un conflicto en un campo de prisioneros, entendió que los responsables de su custodia podían excusarse en el cumplimiento estricto de su obligación, aunque aquellas raciones que suministraban fuesen escasas en cantidad y dudosamente nutritivas. Entendió, también, que en realidad formaba parte de la humillación a la que se somete al vencido, simplemente por haber estado en el bando perdedor. Ni más ni menos. Y si el encierro se prolongaba indefinidamente, por más que la voluntad se rindiera y el prisionero aceptara aquella comida, el cuerpo iría sucumbiendo irremediablemente. En el monasterio se daba otra circunstancia adicional: el aislamiento total del exterior. Ansp calculaba que habían pasado ocho días, ya que le habían llevado otras tantas papillas aborrecibles. Ese maldito engrudo. Y desde el primer momento había aceptado comer hasta apurar el cuenco, porque tenía que mantener todas las energías que pudiera. Tenía que sobrevivir. Todo el tiempo que pudiera. ¿Vendrían a buscarlos sus compañeros? Quizás se lo plantearan, pero no lo consideraba fácil. Y si no era una tarea fácil, aquel batallón desastre no lo lograría. Pero él encontraría otra forma de escapar. Ocho días después todavía no tenía ni idea de cómo salir de allí, pero encontraría la manera. Tenía que haber una manera. Ninguno de esos días faltó Alwinus a su silenciosa visita. ¿Esperaba que Ansp se acostumbrara a esos mudos encuentros? ¿Con el objetivo de dejar de realizarlos
y que los echara de menos? ¿Para qué? ¿Simplemente para inquietarle? Tampoco aquel día faltó. Solo que no vino solo. —Hacedle entrar. Los monjes guardianes introdujeron a Galdwynn en la celda. Al principio, a causa de la fatiga y sus ojos aletargados, le costó reconocerlo, pero poco a poco fue enfocando. Estaba más delgado, los pómulos más marcados y los ojos algo enrojecidos. Y muy sucio, también. Su característico bigote estaba algo desgarbado, por la imposibilidad de atenderlo como solía, y la barba había aparecido con la amenaza de absorberlo. El mercenario sonrió al ver a su amigo. —¡Eh, socio! Me alegro de verte. ¿Cómo te va? —Ya ves. Ejercitando los brazos —contestó Ansp, mientras también a Galdwynn le fijaban sus cadenas al techo, en el extremo opuesto de la estancia. El superior entró. Cuando estuvo seguro de que sus hermanos habían fijado correctamente las cadenas de Galdwynn, les hizo un gesto con la cabeza para que salieran. Quedó a solas entre los dos prisioneros, cada uno a un lado. No dijo nada, pero Galdwynn todavía estaba exultante con el reencuentro, pese a su aspecto desmejorado. —Cómo nos hemos de ver, ¿verdad? Colgados como gansos. Aunque nos hemos visto en peores situaciones, desde luego. Ansp sonrió levemente, asintiendo con la cabeza. Le alegraba profundamente ver a su amigo de una pieza, pero estaba intrigado con el movimiento realizado por el superior. Juntarlos no respondía a razones piadosas o para hacer más llevadera la reclusión. Tras el silencio de todos los encuentros anteriores, tal vez quería comprobar qué podían contarse los dos prisioneros al verse de nuevo las caras. Decidió callar y esperar. Al fin y al cabo, Galdwynn estaba acostumbrado a su mutismo. —Y ya se me estaban acabando los temas de conversación con nuestro amigo el superior.
Diablos, olvidaba que Galdwynn tenía por costumbre rellenar él mismo el silencio. —Aunque lo cierto —continuó el bigotudo— es que no es muy hablador. Se limita a hacerme compañía un rato cada día, y el que lleva el peso de la conversación soy yo. Ansp le miró fijamente, esperando que su amigo captase el mensaje. —Vaya… —siguió Galdwynn—, veo que también tú me vas a dejar solo. Pues ya me dirás cómo vamos a afrontar estas largas y tediosas horas, si soy el único que habla… —No soy mal conversador —dijo inesperadamente el superior—, cuando el tema es de mi interés. —¡Vaya! —sonrió Galdwynn—. Eso es abrirse muy poco a los demás. Pero en fin, ya es algo. ¿Y qué temas son de su interés? Alwinus se limitó a sonreír, con los labios juntos, sin decir nada más. —Porque si lo que le lleva a hacernos compañía cada día es saber algo sobre el paradero de nuestros amigos, ya le dije que no sabemos nada. El superior no alteró su silencio ni su expresión. —No sabemos dónde están, ni si están bien, o si les puede haber ocurrido algo… Nada en absoluto. Miró a Ansp, quien negó con la cabeza casi imperceptiblemente. Pero Galdwynn no llevaba bien el silencio. —No sé, socio… nos retienen aquí, vivos. No nos matan. Nos dan de comer y esperan a ver si decimos algo que les sirva… Pero no sabemos nada. Creo que estamos bloqueados, en un punto muerto, ¿no te parece? Alwinus, sin dejar de sonreír, se giró hacia la puerta y, tras avisar al monje guardián, abandonó la celda. Los dos guerreros quedaron a solas y, nuevamente, en la más absoluta oscuridad.
Ansp oyó suspirar a su amigo. —No pinta bien, ¿eh, Anspy? —Nada bien —gruñó este—. Pero ni por estas me llames Anspy. —Cuando traen esa mierda que llaman comida y me descuelgan para que coma, los brazos no me responden. —Es normal. Me pasa lo mismo. —Lo que me queda claro es que no han dado con nuestros chicos. —Mmmm —asintió Ansp. —Ni tampoco habrán dado con el plano. —No. —¿A qué viene eso de plantarse una hora en silencio ante nosotros? ¿Le despertamos algún apetito oculto? ¿Por eso hace salir a los otros? —Es algún tipo de guerra de desgaste. Está esperando que nos vengamos abajo. —Pues tal vez nos convenga simular que lo consigue. Igual conseguíamos salir si cree que nos hemos desmoronado… —No parece un tipo fácil de engañar. Ni nosotros somos buenos actores. —Pues ya me dirás cuál es tu idea. Ansp se quedó callado. Por primera vez en mucho tiempo, no veía ninguna salida airosa a su situación. Ninguna en absoluto. «Aretsán, si existes y eres distinto al terrible Kalyrs, ayúdanos…».
* * *
Algunas semanas más tarde, en uno de los embarcaderos del puerto de Burnán, la ciudad más grande y poblada de la provincia de Marina, los Buscadores intentaban decidir cuál iba a ser su ruta. El sol asomaba por el interior mientras, al oeste, el mar permanecía en penumbra, únicamente recortándose como formas algo más oscuras las grandes siluetas de los bajeles mercantes de Occidente que fondeaban en la bahía. La temperatura junto al agua era más agradable que en las estrechas calles de Burnán, por las que el viento circulaba tan veloz como gélido. La húmeda brisa que recorría la orilla, no obstante, producía escalofríos a aquellos madrugadores extranjeros. Arcris, de espaldas al mar, estaba sentada con los brazos alrededor de las piernas y con la cabeza oculta tras las rodillas. Ertys se entretenía intentando ahogar una hormiga en el agua contenida entre dos adoquines, a escasa distancia de las botas de Arcris. Con sus ojos fijos en los dedos del ladrón, Síndir trataba de memorizar lo leído en el libro que le había obsequiado Quaram. Se trataba de una numerosa colección de manuscritos entre los que predominaban hechizos y sortilegios, pero que también incluía alguna leyenda olvidada o descripciones de la vida en los Tres Continentes mucho tiempo atrás. Contempló el lomo y el título grabado en él: Libro de Hechicería I; seguramente el segundo libro sería incluso más interesante que el primero, pero las posibilidades de hacerse con él yacían enterradas bajo miles de toneladas de tierra y rocas, en Montox. Quelbos, sentado junto a Síndir, hacía bailar en su mano izquierda los anillos destinados a los dos guerreros desaparecidos. —¿Y por qué no volvemos al monasterio para liberar a Ansp y a Galdwynn? — preguntó. El ladrón miró hacia él. —¿Sigues creyendo que aún están vivos? —No me convenceré de lo contrario hasta ver sus cadáveres. Arcris levantó la cabeza y paseó su mirada por las callejas que tenía ante sí. —¿Ya sabes que Neroga estará plagada de monjes atentos a nuestra aparición? Si esperas introducirte de nuevo en el monasterio, no cuentes conmigo. —Ni conmigo tampoco —dijo Ertys.
Quelbos dirigió una mirada de consulta a Síndir. Esta negó con la cabeza. —Sería un suicidio, Quelbos. Es preciso esperar. —Esperar… —suspiró el muchacho—. Llevamos ya cinco días en esta ciudad sin hacer otra cosa que esperar. Tenemos que movernos. ¡En algún sitio se encuentra el objeto de nuestra misión, el Descanso! —Sí, de acuerdo —aceptó Arcris—, pero no sabemos ni siquiera si Domork vive todavía, ni si se encuentra en este o en otro continente. Quaram no nos facilitó ninguna pista. Síndir suspiró. —Sospecho que la intención de Quaram es que busquemos el lugar por nuestros propios medios, enfrentándonos a nuestra propia fe y paciencia. ¿Recordáis el Canto de Domork?
Yo soy el humano inhumano, espejo de los deseos de los hombres, del amor y las ambiciones puras, de los nobles afanes que no se rinden, que no ceden ni ante su propia negación.
—Si, ya me acuerdo —asintió Arcris—; también dice no sé qué de buscarle sin descanso. —Por las sendas de la vida —recordó Quelbos. —Pues pocas son las buenas, mas yo estoy en todas ellas —recitó a su vez Síndir. —Estupendo —gruñó Arcris—, queda claro que os lo sabéis. Y está claro
también que no nos lo quiere poner fácil. Quiere que nos suponga un esfuerzo. Muy agradecidos por ello, señor Domork. Por cierto —cambió de postura, tomando su bolsa en la mano y sopesándola—, ¿cómo estáis de dinero? A mí prácticamente se me ha acabado. Calcularon que entre todos tenían para comer y pagar una habitación solo un par de días más. Ertys bostezó. —Sin dinero y sin ideas. Creo que tendré que hacer uso de mis artes con algún monje recaudador.
* * *
El superior bajaba la estrecha escalera de caracol excavada en la roca que servía de cimiento al monasterio. En una mano sostenía un candelabro con cuatro velas encendidas mientras con la otra se arremangaba el faldón del hábito para evitar tropiezos. Aquella escalera bajaba más de doscientos escalones hasta una pequeña cámara en la que una estrecha falla servía de a una vasta cripta cuya naturaleza, artificial o no, era imposible precisar. Dejó el candelabro al pie de la escalera y se introdujo de perfil por la falla. Las dos paredes que constituían el estrecho pasillo distaban apenas un paso, y una ligera curvatura hacía imposible ver la cripta desde la antecámara. Salió de entre las dos paredes y le recibió el calor, mucho mayor en esta sala que en la antecámara. A su izquierda, una puerta de mármol negro sin cerradura era lo único que rompía la uniformidad de la roca. El superior exhaló aire para liberar la tensión que atenazaba sus . «Vamos allá. Los espíritus aguardan. Pero estarán satisfechos».
* * *
—¡Abrid paso al gobernador! Los soldados propinaban empujones y golpes a quienes tardasen en obedecer la orden o se cruzasen en su camino, pues eran los responsables de garantizar un libre y cómodo avance a los caballos de su señor Kolep Disgruld, gobernador de Marina, y de su consejero, Gadrián. La plaza estaba atestada, bulliciosa como solía ser en día de mercado. Pero los ciudadanos de Burnán se apartaban con premura, pues nadie quería atraer la atención del joven, duro y caprichoso gobernador, tan desprovisto de escrúpulos y compasión como sus difuntos padres. Kolep de Marina se alisó el rubio cabello de la coronilla mientras sus ojos recorrían los puestos comerciales, tratando de decidir a cuál de ellos cobrar un impuesto especial, inesperado, cuantioso y de urgente pago. Un suspiro de su hombre de confianza interrumpió su búsqueda y le dirigió una sonrisa maliciosa. —¿Cansado, Gadrián? El aludido, hombre de mirada torcida y de edad cercana a la de Kolep, dejó también de escrutar los puestos para atender al gobernador. —Algo sí, mi señor, pero no os preocupéis por mí. Las distracciones que nos esperan me harán olvidar mi viaje a Neroga. Kolep sonrió, desviando de nuevo su mirada hacia la multitud. «Valiente lameculos estás hecho, Gadrián. Si no fuera porque me ahorras tratar directamente con el monasterio, hace tiempo que te hubiera mandado a patrullar la frontera con Hef a lomos de un burro. Pero conviene tener siempre a mano a un tonto útil y fiel». Se fijó entonces en un grueso vendedor de cerámicas. Su género era realmente irable, y así parecían considerarlo varias mujeres, a las que el comerciante animaba a agarrar algunas vasijas y jarras, acariciar su barnizada superficie y sopesarlas. El hombre mudó su alegre y dicharachera expresión al verse objeto del interés del gobernador, que detuvo su montura y le habló desde cierta distancia.
—¿Qué tal va el negocio? Tu alegría parece indicar que se te está dando bien el día. —Excelencia… —balbuceó el vendedor, sus ojos mirando a izquierda y derecha, buscando cómo responder de la forma más inocua posible—. No soy diferente de otros comerciantes: siempre soñamos con una venta más, y cuando esta llega, aspiramos a otra… Nunca esperamos detenernos, ya os podéis imaginar… —Por supuesto —sonrió Kolep—. Lo contrario sería impropio de tu profesión. Otra cuestión es la suerte, que no acompaña a todos por igual. —Cierto es, mi señor. —Pero quien vende poco no sonríe como lo haces tú. Y quien tiene la suerte de cara ha de pensar siempre en aquellos menos afortunados que él. Esas pobres personas a quienes, desde nuestra posición, y colaborando con la Orden, nos encargamos personalmente de ayudar en todo lo posible. La casualidad ha querido que nos encontremos hoy, afortunado ciudadano, para que tu anhelo de ser generoso encuentre salida. Dime, ¿de qué cuantía va a ser tu donativo? El vendedor sudaba, calculando la suma que ahuyentase al codicioso gobernante sin suponer su ruina. —Pueden ser tres reales de oro… —¡Tres reales! ¿Has oído lo mismo que yo, Gadrián? ¡Es estupendo, porque siempre que, de arranque, ofrecen una cantidad así, dejan luego su timidez a un lado y llegan a ofrecer dos, y hasta tres veces esa suma! —¿Tres veces…? —el hombre temblaba. —¿Cómo? —sonrió todavía más Kolep—. Ah, ya entiendo. ¿Por qué ofrecer nueve reales, si es más fácil redondear a diez, y la satisfacción es también mayor? Soldado, abre la bolsa y que nuestro buen ciudadano haga su aportación. Y mientras uno de los uniformados soldados se plantaba junto al comerciante con cara de pocos amigos, Kolep se dirigía a Gadrián en tono bajo. —Ya sabes lo que procede, ¿verdad? Anota la mitad para el próximo ingreso a la Orden. Hay que tener contento al Consejo Monástico.
—Reconocerán vuestra entrega y devoción, señor. —Por supuesto. Lo contrario sería impensable. Bien, sigamos. Seguro que encontraremos más almas ávidas de contribuir con los necesitados.
* * *
Los Buscadores deambulaban sumergidos en la marea de compradores intentando oírse unos a otros entre el alboroto ambiental. Quelbos intercambiaba con Síndir impresiones y detalles sobre el guerrero del norte. —Estoy seguro de que dijo «Karnat». —¿Crees que ese es su nombre? —preguntó, mientras hacía girar el anillo de Quaram en su dedo medio derecho, sintiéndolo todavía extraño. —No, Karnat no es un nombre. Significa rey en la lengua del Continente Norte. Es decir, que si no oí mal, ese tipo es el rey de unas tierras al otro lado del mar. —Eso explicaría su ropa y armadura, más propias de un noble que de un militar cualquiera. Pero ¿qué hace aquí un rey norteño, sin un solo soldado y tan lejos de su territorio? —No tengo la menor idea, como tampoco sé por qué nos seguía ni por qué Quaram lo consideraba peligroso. ¿Crees que sabe algo de nuestra búsqueda? —No tendría nada de extraño. Al fin y al cabo, cuando estábamos en Laerdán, no fuimos muy discretos hablando de Aretsán, especialmente Galdwynn… —La bebida nos soltó algo la lengua, es cierto. —Y ese guerrero tal vez rondaba por allí y pudo perfectamente enterarse de lo que hablábamos. —Pero ¿por qué nos sigue? ¿Qué interés tiene en nosotros? Síndir se encogió de hombros.
—Puede ser que le ofenda que dudemos de Kalyrs. El mundo está lleno de devotos y fanáticos… Pero para Quelbos tenía que haber otra razón. Y el Karnat no parecía estar al servicio de los monjes. Más bien actuaba por libre. Detrás de ellos, Arcris miraba a Ertys con ojos nerviosos. —¿Estás loco? —le preguntó—. Podría haberse dado cuenta. —Tranquilízate, pelirroja. Mis virtudes son la rapidez y la habilidad. Y nosotros necesitamos más este dinero que no ese gordo. Veamos… Bueno, calculo… —¿Cuánto? —preguntó ella, expectante. —Entre veinticinco y treinta reales de plata —dijo el ladrón sonriendo. Arcris tardó en poder balbucear: —¿Tre… treinta reales? Ertys, si se entera y nos denuncia, eso equivale a pena de muerte. Seguro que se trataba de un hombre del castillo. —¿Quieres calmarte? No se ha enterado de nada. Además, en esta ciudad hay muchos mercaderes ricos que vienen del Continente Occidental con sus barcos cargados de bienes y joyas. No tiene por qué ser alguien del castillo. —Sigo opinando que estás loco —dijo la muchacha. Ertys la miró con detenimiento. —En el fondo no eres tan arisca y dura, ¿verdad? —una mueca burlona tensó la cicatriz de su cara—. De hecho, en ocasiones pareces incluso capaz de sentir emociones… —Tú pareces tener ganas de poner a prueba tu suerte. Cualquier día te agarrarán y te colgarán. Y espero poder verlo. —Eres una víbora, Arcris. Algún día te pisarán tu linda cabecita para esparcir tus venenosos pensamientos por el suelo. Y espero poder verlo cuando ocurra. —Puede que la muerte me salga al paso —respondió la muchacha, sacando un
cuchillo de su capa y poniéndoselo al ladrón en el cuello—, pero no descartes que antes se te lleve a ti. —¿De… de dónde has sacado eso? Arcris sonrió exultante mientras guardaba el arma. —No eres el único hábil en sustracciones. Lo tomé del cinto de un tipo alto hace cinco minutos. Y cambiando de asunto —dijo, mirando hacia sus compañeros, delante—, ¿qué hay de ese libro de Síndir? ¿Has averiguado algo? —No. Síndir se pasa las horas muertas leyendo una y otra vez las diez primeras páginas, aprendiéndolas de memoria. Son hechizos, o fórmulas, o qué sé yo. Creo que está firmemente decidida a ser una hechicera. —Es decir, una bruja. Mientras los otros dos se detenían a preguntar el precio de unas botas a un marinero de Dirtys y el ladrón buscaba otra presa despistada, Arcris examinó con perezosa mirada el puesto que tenía junto a ella. Sobre un mostrador forrado de cañas de bambú se exponían brazaletes, anillos, collares y pendientes de bisutería que, a pesar de su escaso valor, lucían como si fueran auténticas. Mientras preguntaba el precio de un collar, oyó tras de sí una voz que ordenaba, enérgica: —¡Agarradla y llevadla al castillo! Enseguida se vio apresada por tres fornidos soldados que la alzaron del suelo y se la llevaron por donde ella y sus compañeros habían venido. Trató desesperadamente de zafarse de aquellos fuertes brazos sin lograrlo. —¡Ertys! ¡Ertys, socorro! El ladrón se giró para ver cómo desaparecía la muchacha entre una multitud que se apartaba al paso de los soldados y que se cerraba en círculo para contemplar con curiosidad un rapto que era mejor no tratar de evitar. Ertys se giró hacia sus compañeros, algo más allá. —¡Quelbos! ¡Se llevan a Arcris!
Quelbos y Síndir se dieron la vuelta y siguieron al ladrón en un vano intento de atravesar la maraña humana para rescatar a la muchacha. Finalmente perdieron de vista a los jinetes. Quelbos cogió con fuerza a Ertys por el antebrazo. —¿Viste quiénes eran? —Eran soldados del gobernador. Unos diez o doce, me parece. —Vamos al castillo, pues. Se encaminaron hacia la zona oriental de la ciudad, donde se levantaba el castillo del gobernador. Quelbos estaba enfurecido y temeroso a la vez. ¿Se trataba de una trampa para el resto del grupo, o simplemente habían raptado a Arcris para emplearla como esclava o concubina?
* * *
Había oscurecido cuando los tres compañeros se deslizaron desde una calleja hasta la roca sobre la cual se alzaba uno de los muros laterales. —¿Cómo vamos a entrar? —preguntó Síndir. —Si no encontramos una entrada tendremos que escalar la pared —contestó Quelbos. Ertys resopló. —¿Y por qué no la dejamos ahí? Seguro que no lo pasa peor que nosotros. —Eso quiero oírselo decir a ella personalmente —dijo Quelbos, clavando una enojada mirada en los ojos del ladrón. Ertys examinó el muro con detenimiento. —No se puede escalar a manos desnudas, Quelbos —dijo—. Necesitamos una
escala o una cuerda con garfio. —Tengo una idea. Escucha. En el puerto hay muchas sogas. Ve y consigue alguna que no esté ni húmeda ni podrida. —¿En el puerto? —protestó el ladrón—. ¡Pero si está muy lejos! —¿Se te ocurre otra cosa? Va, date prisa. Entre gruñidos se alejó por donde habían venido. Quelbos trepó por la roca hasta el pie de la muralla. Síndir le siguió. Era una noche sin luna, lo que les facilitaría la entrada. En la torre del vigía encendieron una hoguera. Se oía una conversación entre tres o cuatro soldados. Seguramente otros dos estarían haciendo la ronda por el paseo junto a las almenas. —Esto va a ser más difícil que lo del monasterio —constató Síndir. —Sí. —¿Te preocupa lo que le haya pasado a Arcris? —¿A ti no? —No creo que le hayan hecho nada, al menos por el momento. —Siempre y cuando no sepan que es una de las ladronas del monasterio. Solo espero que no sea una trampa para cogernos a todos. —No lo creo. —No, realmente yo tampoco lo creo. Les hubiera sido más fácil capturarnos a todos en el mercado. —Sí… —En cambio… —el muchacho miró preocupado hacia las almenas—, si entramos ahí, se lo ponemos realmente fácil. Estoy pensando que quizás sería mejor que alguien se quedase fuera…
—¿Y qué conseguimos con ello? Por mi parte, pensaba quedarme aquí y esperaros: las escaladas no son mi fuerte, menos aún con mi túnica. Pero creo que te refieres a otra cosa… Quelbos la miró, serio. —Ahora que sabemos que realmente existe Aretsán —le dijo—, tenemos una responsabilidad hacia el mundo. No podemos dejar que nos capturen y nos hagan callar… o que nos maten, que sería lo mismo. Tenemos que devolver a Aretsán al mundo. Si nos capturan, serás la única que pueda hablar a la gente sobre Aretsán. A Síndir aquella idea le producía vértigo: ¿convertirse, ella sola, en una difusora de la existencia del dios? No se veía capaz de una tarea de tal envergadura. Además, ¡ella estaba llamada a ser una hechicera, no una sacerdotisa! Pero asintió; prefería confiar en que al escribiente y al ladrón los acompañara la suerte… Quelbos se dio la vuelta al oír unas lejanas pisadas que se aproximaban a ellos por detrás, desde el pueblo. —Escucha. Síndir se quedó inmóvil por un momento, pero enseguida se tranquilizó al ver que era Ertys. —¿Ya estás de vuelta? —se sorprendió Quelbos. El ladrón sonrió mostrando algo en su mano derecha. —Sí. Y traigo una cuerda. La encontré en un callejón. Recordaba haberla visto cuando esta tarde… —Está bien, ya me explicarás eso luego. Dámela y préstame tu espada. —¿Mi espada? —Sí, préstamela. Quelbos ató el extremo de la cuerda donde la hoja se introducía en la cruz de la
empuñadura. —Ya entiendo —comprendió Ertys—. Quieres usarla de garfio. No saldrá bien. Y harás un ruido espantoso. —Hay que intentarlo —se limitó a decir Quelbos, y lanzó la espada hacia lo alto. La espada no bajó y Quelbos pudo tensar la cuerda. —La suerte nos sonríe. Ertys frunció el ceño. —Di más bien que Aretsán está de nuestro lado. —Te noto escéptico, Ertys. Te advierto que ello puede ser incluso una blasfemia —dijo Quelbos con malicia, mientras se preparaba para subir. Se giró hacia Síndir. —Cuando Ertys y yo estemos arriba, vuelve a la posada y espera nuestra vuelta… No sé cuánto tardaremos, pero, si todo va bien, llegaremos antes del amanecer. —Se volvió entonces hacia el ladrón—. Cuando llegue arriba tiraré suavemente de la cuerda una vez, y luego volveré a tirar dos veces con más fuerza. Esa será la señal de que todo va bien. Deja tu capa aquí: necesitaremos tener libertad de movimientos. Buena suerte. Se desató la capa y empezó a subir apoyando los pies en las pequeñas hendiduras del muro. Su corazón cada vez latía más aprisa. Comenzó a sudar. Rezó por que el sudor no le hiciese resbalar. Faltaba poco para alcanzar las almenas. Ya estaba a unos ocho cuerpos del suelo. «Ojalá la espada no resbale ahora. No sería demasiado divertido caer desde esta altura. Y ojalá no haya un soldado esperándome ahí arriba. Ánimo, solo un poco más…». Por fin llegó a la espada. Agarrándose a ella saltó al suelo. Miró a ambos lados. ¡Nadie! Hizo la señal con la cuerda y notó que su compañero se colgaba de ella. Veinte pasos a su izquierda, en la torre del vigía, se veía un soldado sentado de espaldas a él. A la derecha, a lo lejos, se divisaba una escalera que llevaba al
patio de armas, desde el cual se tendrían que introducir en el edificio interior. Llegó Ertys. Desfilaron por la muralla hasta llegar a la escalera, descendieron por ella y se acercaron a la puerta del palacio. Rodearon el edificio hasta dar con una entrada abierta. Se trataba de la bodega, la cual llevaba a la cocina. Otearon el interior y vieron algunos cocineros y cocineras atareados con carnes en un asador, ollas sobre el fuego, salsas y pasteles. Se introdujeron con cautela y se agazaparon en el interior. —Quelbos, ¿cómo la vamos a encontrar? —Primero veremos si se sienta en el comedor, entre los invitados. Si no es así, buscaremos en los calabozos. —¿En los calabozos? ¡Estás loco! Si nos metemos a buscarla ahí nos cogerán seguro. ¡Hay muchos guardias en los calabozos! —Ya se me ocurrirá algo. —Seguro que sí, y eso me asusta. Ertys se planteó hacerse con algunas viandas y alargó la mano hacia una encimera, pero Quelbos le detuvo. No era cuestión de arriesgarse, por más que aquellos olores fuesen la más dulce de las tentaciones. Se deslizaron hasta una puerta que conducía a un repartidor. Tomaron por unas escaleras que subían al piso superior. Doblando un recodo aparecieron en un balcón interior con vistas al comedor, en el piso inferior. Había una cincuentena larga de personas, entre militares de alto rango, burócratas, damas, dignatarios extranjeros, monjes de Neroga y músicos ambulantes. Junto a Kolep Disgruld, en la mesa principal, y vestida con un hermoso traje de seda rojo y negro, se hallaba Arcris. Ertys cruzó una mirada de estupefacción con Quelbos. —¿Es ella? —Sí que lo es —respondió Quelbos—. Y no parece estar preocupada. Ni por descontado sentirse como una prisionera.
—¿Qué hacemos? —Esperaremos a que se acabe el banquete para ver dónde se aposenta y cuando todos duerman entraremos en su habitación. —¿Y si duerme con el gobernador? —preguntó el ladrón. El comentario hizo que Quelbos se sintiera molesto. —Espero que no le dé por acostarse con el primero que le ofrece un asiento de honor en un gran banquete… —Puede que no tenga otra opción. O puede que no le suponga ningún problema: es un tipo con buena planta. Yo creo que hacen buena pareja. Quelbos decidió que el ladrón era un bocazas. Un bufón empezó a cantar una alegre canción en el centro de la sala, animando a los presentes a corearle con las palmas.
El sol luciendo fuerte, la bolsa rebosante, solo resta que tú me permitas cortejarte.
El estómago contento, la copa desbordante, solo resta que tú me permitas cortejarte…
Cada vez que cantaba el estribillo se trasladaba ante una mesa entre cabriolas y cogía una pata de pollo del plato de un comensal, sorbía del vaso de vino de otro o guiñaba el ojo a una hermosa doncella. —¿Cuántos monjes cuentas que hay? —Unos siete, creo —calculó el ladrón. —Al menos no parece que Arcris corra peligro por parte de ellos. —¿Quién puede sospechar de ella con ese aspecto? Quelbos notó rugir su estómago. Los aromas de las viandas ascendían cálidos por las paredes del comedor. Se dio la vuelta y recostó la espalda contra la baja pared de madera. —¿Qué habrá ocurrido? Le habrán llenado la cabeza con promesas de riqueza y poder. —O le habrán prometido ser la futura esposa del gobernador —supuso el ladrón. Quelbos le miró fijamente. —¿Esposa? ¿En verdad lo crees? —¿Por qué sino se iba a sentar junto al tipo ese? «La esposa del gobernador…». —Quelbos, creo que el que se sienta al otro lado de Kolep es el que le acompañaba en el mercado, el otro que iba a caballo. Quelbos se asomó de nuevo y miró al aludido. Era un hombre ligeramente encorvado, de pelo oscuro y aspecto frágil, pero peligroso. De vez en cuando se le podía ver con su bizca mirada puesta en los monjes de la mesa vecina y cuando sus ojos se encontraban con los de uno de estos, alzaba la copa y sonreía ligeramente para luego desviar la mirada hacia las mesas opuestas. —Parece ser el chambelán —opinó Quelbos. —En todo caso, se trata del brazo derecho del gobernador, de eso no hay duda.
Aún tuvieron que esperar dos horas antes de que la cena tocase a su fin, durante las cuales el gobernador hizo echar a patadas de la sala a un joven músico ambulante en un acto que Quelbos vio más como una ostentosa demostración de autoridad hacia Arcris que como reprobación por su interpretación.
* * *
—¡Arcris, abre! ¡Somos nosotros! La muchacha se levantó de su lecho, encendió una vela y se acercó a la puerta. —¿Quelbos? —preguntó. —Sí, somos nosotros. Abre, por favor. Arcris giró la llave en la cerradura y por la puerta asomaron Quelbos y Ertys. —¿Estás sola? —preguntó el primero. —Pues claro que estoy sola. ¿Con quién iba a estar? Quelbos se abstuvo de contestar. —Vístete rápido. Nos vamos. —Un momento, dejemos clara una cosa: yo no me muevo de aquí. Quelbos cerró la puerta y se encaró con la muchacha. —¿Qué dices? —Lo que oyes. Kolep me ofrece una vida mucho mejor que la que me espera con vosotros. —¿Kolep? ¿El gobernador? ¿Y qué hay de nuestra misión? ¿Qué hay de buscar a Domork?
—No me necesitáis para encontrarle, y a mí ya no me apetece seguir. No necesito encontrar el Descanso; ya tengo todo lo que me puede interesar. —Pero perteneces al grupo… Llevas… llevas el anillo que nos dio Quaram. Arcris se sacó el anillo y se lo tendió con semblante impasible. —Ten el anillo. No me interesa, tampoco. No necesito encontrar a Domork para ver cumplida mi ambición. Mi ambición está al alcance de mi mano, y sé que Kolep me puede dar todo lo que necesite para ser feliz. —¿Tu ambición? ¿Tu ambición se reduce simplemente a ser feliz? —¿Te parece poca cosa? No es algo fácil de conseguir. Y menos para una mujer. Quelbos sostuvo el anillo de Arcris en su mano, contemplándolo con abatimiento. —Tenemos la posibilidad de cambiar el mundo… y tú prefieres dejar pasar la oportunidad porque te ofrecen una buena vida… Es algo egoísta, ¿no crees? —El mundo es egoísta, Quelbos —le respondió ella, alzando el mentón—. Lo que abunda es la miseria. Y el odio, el desprecio, la envidia… ¿Tú renunciarías a una vida así —abrió los brazos, señalando cuanto los rodeaba en aquella lujosa cámara— y te lanzarías a los caminos, perseguido por los monjes y buscando un ideal? —No es un ideal, Arcris. Hemos visto la prueba. Es real. —Y esto también. Quelbos suspiró. Al parecer se había equivocado con aquella muchacha. No compartía su sueño de lograr un mundo mejor. La miró a los ojos, aquellos ojos tan hermosos, azules como el mar al sol del mediodía. —Así pues, ¿esta es tu última palabra? —Sí. Ertys habló por primera vez desde que entraron en la habitación.
—Ya te lo dije, Quelbos. No valía la pena venir. —¡Exactamente! —asintió Arcris—. Ya he abandonado a los Buscadores, así que marchaos. Pero Quelbos no se daba por vencido. —Arcris, ¿no te das cuenta de que, tarde o temprano, aparecerá algún monje que te reconocerá? Cuando ello ocurra puede que no estemos aquí para ayudarte. —Sé valerme por mí misma, Quelbos. Y aún está por ver que haya alguien que me relacione con el robo del plano. Los únicos monjes que nos vieron de cerca y con luz fueron los tres de Xokram. Y dudo que sobreviviesen a La Caza. Hazme un favor y márchate. Quelbos suspiró, desolado. —Nos quedaremos unos días en la ciudad… al menos hasta que decidamos adónde ir. Si cambias de opinión… —No lo haré. Marchaos ya. Quelbos y Ertys abandonaron la habitación en dirección al exterior.
* * *
Los siguientes días fueron de ensueño para Arcris. Kolep le enseñó las estancias más importantes del castillo, incluyendo la cámara del tesoro, donde «la joya más hermosa no superaba el brillo de sus bellos ojos». El joven la llevó también hasta lo alto de la torre central, desde donde se dominaba toda Burnán y algunas aldeas cercanas. Arcris pensaba con emoción que un día compartiría con aquel joven el poder sobre la provincia. ¿Qué más podía ambicionar una chica como ella, que poco más de un mes atrás corría con jarras de cerveza en una atestada taberna de Laerdán, y que en unas horas había sido escogida como la futura consorte de un
gobernador? Solo un monje del Consejo Monástico o un rey del Continente Norte tenían más poder que un gobernador de provincia. Pero no era posible casarse con un hábito azul y los reyes del otro continente quedaban muy lejos. Además, Kolep era un joven muy apuesto. Tal vez con el tiempo llegaría a amarle. Tal vez. O tal vez no. No era algo esencial, en cualquier caso. ¡Y con qué atención la trataban tanto criados como soldados y monjes! Todos en el castillo se apartaban a su paso y atendían sus caprichos —pues su Kolep los tenía muy bien enseñados—. Los grandes comerciantes del Continente Occidental que aspiraban a lograr acuerdos exclusivos con el gobernador la obsequiaban con fabulosos vestidos confeccionados con las mejores telas de Suralia y preciosos collares con las gemas más hermosas de las minas de Meridonea. Los músicos que competían por lograr un puesto fijo en la corte pasaban noches enteras sin dormir para encontrar las palabras exactas que loasen su belleza y distinción sin quedarse cortos… Sí, su vida había cambiado radicalmente en pocas semanas. Atrás quedaban el polvo de los caminos, las llagas de los pies y las frías noches a la intemperie. Y los Buscadores. ¡Qué presunción la de Quelbos, creer que dejaría escapar una oportunidad como aquella y que continuaría vagando por el mundo en busca de alguien que ni siquiera se sabía si aún vivía! En fin, tendría que alabar a Kalyrs, ese dios despreciativo a quien ella tanto odiaba, pero… ¡qué caramba!, los privilegios conseguidos superaban con creces ese precio. Reía para sí: atrás quedaban los Buscadores, y atrás quedaba Arcris, la camarera. Para siempre.
* * *
—¿Ves lo que consiguen las mujeres hermosas si no tienen escrúpulos? De camarera a amante del gobernador. ¡Qué ojo ha tenido! El comentario de aquel comerciante a su espalda hizo que Gadrián dejase su copa en la mesa y afinase el oído, esforzándose en no perder detalle de la
conversación en medio del bullicio de la taberna en la que se encontraba. —Ya lo creo —le respondió la voz de su compañero—. Y eso que en Helm no se prestaba mucho al juego. Aún me duele ese bofetón que me arreó… —Porque no te vio con recursos, ya ves. Aspiraba a algo más que a un viajante de vinos. —Menuda zorra… —Y yo que creía que se había juntado con aquel grupo tan raro… —Los tipos que hablaban de un dios olvidado. —Ese, Kalyrs los castigue —escupió de forma sonora—. Los que hablaban de esas majaderías, y de que en el monasterio de Neroga sabrían algo porque allí se guardan muchos secretos. ¿Recuerdas que fue desaparecer aquella gente y también la camarera? —Sí… y recuerdo el cabreo del mesonero. Su rostro estaba como un tizón, pensé que se volvía loco —rio con algo semejante al gruñido de un cerdo. Gadrián sonrió y se levantó. Con la copa en la mano, se acercó a la mesa de los comerciantes. —Creo que no nos conocemos —dijo—, pero siempre me gusta compartir un trago con quienes pasan sus días en el camino: las mejores historias y noticias llegan siempre con ellos. Mi nombre es Gadrián, trabajo en el castillo del gobernador —al oír esto, los otros dos se miraron con nerviosismo—. ¡Tranquilos! He oído vuestra charla y me interesa lo que decís sobre esa camarera. —La mujer de… —Sí, sí —Gadrián agitó la mano como quitando importancia a la actual condición de Arcris como compañera de su señor—, ya sé que ahora todos la reverenciamos, pero me gustaría saber más de cuando era camarera. —Bueno, señor Gadrián —titubeó uno—, solo la conocemos de las veces que hemos hecho parada en Helm…
—De hecho, y más concretamente, decíais que se había juntado con unos tipos que hablaban del monasterio, la sede de la Orden, ¿verdad? ¡Ah, esperad! Veo que vuestras jarras están casi vacías. ¡Querida! —llamó a la tabernera—. ¡Tráenos tres cervezas, en el nombre de Kalyrs!
* * *
Kolep entró en el aposento de Arcris con el semblante enojado. —¿Qué ocurre, querido? —preguntó ella, mientras se peinaba ante un espejo, acomodada en un ornamentado taburete. —Se trata de Gadrián —dijo él, sentándose algo alejado—. No deja de insistir en que no confíe en ti. Tiene la sospecha de que eres una de las personas a las que busca la Orden por todo el país. Ya lo habrás oído en algún bando: esos que robaron unos documentos de la biblioteca del monasterio. Arcris fingió serenidad y sorpresa. —¿Yo? ¿Colándome en el monasterio? —luego giró la cabeza suavemente y miró con coquetería a Kolep en el reflejo del espejo—. ¿Y tú crees que eso es posible? ¿Me crees capaz de encaramarme al muro de un edificio como una ardilla y colarme en él? El joven sonrió. —Yo creo que tú no puedes tener secretos para mí, y así se lo he dicho —se levantó y se quedó de pie tras ella, agarrando con su mano derecha el hombro de la muchacha, primero con suavidad y luego cada vez con más fuerza—. Porque lo contrario sería faltar a nuestra confianza mutua, ¿verdad? —Me haces daño. —Lo siento —retiró su mano. Arcris se dio la vuelta y miró al gobernador a los ojos.
—Kolep; ya te he dicho varias veces que Gadrián me odia. No sé por qué razón, pero sé que no le agrado. —Nadie odia a nadie sin una razón. Lo contrario sería absurdo. —Quizás ve amenazada su autoridad con mi presencia. —¿Su autoridad? Arcris acentuó su expresión coqueta. —Si el gobernador ahora se desvive por darle a su amada todo cuanto pueda agradar a esta… —Es verdad, no había pensado en ello —Kolep se dio la vuelta y meditó las palabras de la muchacha. Arcris se sintió aliviada de haber encontrado un argumento que convenciese al joven. El gobernador dejó de dar vueltas al asunto y se sentó a su lado. —Arcris, he pensado que quizás te apetecería acompañarme a dar un paseo por la ciudad. Me gustaría que todos los ciudadanos pudiesen ver a la mujer que alegra los días y las noches de su señor. La muchacha le miró con una sonrisa iluminando su rostro: «¡una presentación al pueblo como su futura consorte!». —¡Sería estupendo! —dijo, posando su mano sobre la izquierda de él. El joven acarició aquella mano mientras añadía: —Sabía que te gustaría la idea. Dime una cosa —miró los dedos de Arcris—: ¿no tenías un anillo cuando llegaste aquí? Arcris estuvo a punto de retirar la mano, pero intentó actuar con naturalidad, pensando con rapidez. —Se me perdió. No sé si debió ser durante la cena de la primera noche o en las horas siguientes a ella. Pero es natural: me venía un poco grande. Y no tenía
demasiado valor. —Aun así, debió apenarte tal pérdida. Lo contrario sería impensable, conociendo tu gusto por las joyas, aunque sean de bisutería. —¿Bisutería? —Sí. Cuando te vi en el mercado por primera vez estabas ante un puesto de venta de baratijas. —Es verdad. Y ahora que lo mencionas, ¿crees que el mejor medio de cortejar a una chica es raptarla y llevártela a tu castillo? —Te vi, me gustaste y te traje aquí. Soy el gobernador: cuando quiero algo, lo tomo. Y en tu caso, te diré que ni has protestado más alto ni por más tiempo que ninguna otra antes que tú. —¿Otra? ¿Ya… ya lo habías hecho antes? Kolep estalló en una carcajada. —Pero, querida, ¿creías ser mi primera amante? Claro, llevas poco tiempo aquí y no habrás oído esa broma de pasillo que hacen sobre mí: «el gobernador ya lleva un mes con esa concubina; tendrá que cambiarla por otra». Es cierto que hubo una época en que sucedía así. Pero es que se trataba de chicas que buscaban más mi dinero y mi poder que mi amor. Unas cualquieras, ya ves. —Sí… unas interesadas. —De todas maneras, es de buena lógica pensar que aparte de mi riqueza también mi persona les despertase el deseo, pues siempre he considerado que la naturaleza hizo un buen trabajo conmigo. Tú misma lo has podido constatar y disfrutar en nuestros placenteros momentos a solas, ¿no es cierto, querida? Se levantó y se dirigió a la puerta. —Te espero en el patio para nuestro paseo. No tardes. Arcris oyó cerrarse la puerta tras de sí, y dejó entonces correr las lágrimas. Se sentía utilizada y humillada. ¡No! Se sentía burlada, cuando creía ser ella la
engatusadora. Kolep era el producto perfecto de las enseñanzas de los monjes. Kalyrs consideraba a la mujer un objeto de satisfacción para los hombres y, paralelamente, un ser mezquino que podía llevar al hombre a la perdición. Así veía Kolep a las mujeres: con ellas apagaba sus ardores y, cuando se cansaba de ellas, las acusaba de interesadas y… ¿las hacía desaparecer? Pero, sobre cualquier otra consideración, una cosa pesaba más que nada: ella había considerado que su cuerpo no era más que un pequeño sacrificio ante lo que podía llegar a obtener a cambio, y lo ofreció, para encontrarse ahora que seguramente su sacrificio lo habían hecho antes muchas mujeres, con su mismo anhelo de ganarse una buena posición. «Qué idiota… ¡Qué ciega! ¡Fue él quien me escogió, no es mío el mérito de estar donde estoy!». Ahora le resultaba imposible imaginarse a sí misma llegando a querer de verdad a aquel petulante joven. ¿Cómo se forjaban almas tan odiosas como aquella? ¿Tenía algo que ver el haberse quedado huérfano tan pronto? No, la blanda de Síndir y el rarito de Quelbos también habían perdido a sus padres y en nada se parecían a Kolep. ¿Llegar tan joven al poder te volvía un déspota? ¿Era la influencia de Gadrián? ¿Del propio Consejo Monástico, con el que Kolep tenía relación tan directa? No importaba: aquel muchacho no merecía ser querido por nadie. Ni ella tampoco: falsa, interesada… tenía lo que merecía. A su mente volvieron los recuerdos de adolescencia, cuando soñaba con encontrar un día el amor de su vida en un joven que la tratase con dignidad y cariño. Que la tratase como a una persona, ni más ni menos. ¡Qué maldita se sentía!
* * *
La comitiva entró en el mercado flanqueada por cuatro pajes con clarines, otro que se encargaba del caballo de la actual compañera del gobernador y una
dotación extra de soldados, una precaución que Kolep tomaba en tales circunstancias en previsión de posibles altercados con los familiares de la amante de turno. Al contrario que en veces anteriores, la acompañante del gobernador no mostraba alegría en su rostro. Parecía incluso a punto de llorar, pero mantenía la cabeza alta y la mirada fija hacia adelante. Y debido a aquella poca atención que prestaba a la concurrencia no divisó una cara que la contemplaba con sus ojos claros y una sonrisa malvada que denotaba la satisfacción del perseguidor que reencuentra la presa perdida.
* * *
Acabada la cena, Arcris dio un breve y ausente beso en la mejilla a Kolep. —¿Nos dejas ya, querida? —le preguntó él. —Sí, necesito acostarme. Nos vemos por la mañana. —Eso de acostarse suena bien. No cierres la puerta con llave, tal vez te haga una visita más tarde. Pero antes tomaré algo más de este excelente vino —dijo, alzando la copa hacia el comerciante de Abastán, quien apremió a su ayudante a abrir otro pequeño barril para el gobernador. Arcris se alejó discretamente. Vio, sin embargo, que Gadrián sonreía en silencio mientras la contemplaba. Llegó a su habitación, cerró la puerta y giró la llave en la cerradura. Apoyó la frente en la gruesa madera y exhaló un profundo suspiro, intentando decidir si continuar adelante valía o no el precio a pagar. —¿Cansada, pelirroja? Se giró de golpe, con el corazón en la garganta. Sobre la repisa de la ventana, sonriente como era costumbre en él, estaba sentado el Karnat. —Creo que la vida de palacio no te sienta bien, Arcris —dijo el guerrero,
mirando sus botas—. Tenías mejor color cuando te regalé el dedo. —¿Cómo has llegado hasta aquí? —No fue difícil convencer a un criado de que me condujese a la habitación de su señoría. Lo malo es que no me advirtió de que no sabía volar —y señaló al exterior. Arcris era consciente de que no podría huir de la habitación, ahora que había cerrado con llave. Por otra parte, no le convenía que el Karnat se encontrase con Kolep y le confirmase las sospechas de Gadrián. Optó por sentarse en el borde de la cama. Waldam dejó su sitio en la ventana y se acercó con paso lento hasta la muchacha. Se sentó junto a ella y la observó largamente. Luego rompió el silencio y se mostró serio. —¿Dónde están los otros? —No lo sé. El guerrero de Roturgán inspiró con impaciencia. —No quiero oír esa respuesta, muchacha. Dime dónde están tus compañeros. Arcris le miró con los ojos vidriosos. —No lo sé, en serio. Les dije que no quería seguir con ellos, que se largasen sin mí, que me quedaba aquí. El Karnat se levantó y se paseó por la habitación. —¡Ay, Arcris! ¡Qué voy a hacer contigo! —su tono se volvió más enérgico y menos irónico—. No te autoricé a dejar el grupo. Te dije que fueses con ellos, que me facilitases su ruta. También te dije que si no me servías bien te buscaría y te mataría. ¿Cuál era la manera? ¿Devorarte viva? ¿Clavarte cuchillos desde los pies hasta el cuello? No, era algo más divertido… ¡Ah, sí, el juego de la roca y la desmembración! Pero ¡qué lástima! En esta suntuosa cámara no hay ninguna roca a la que recurrir. En fin, quizás es que Kalyrs te considera digna de una segunda oportunidad. Si él lo cree así, sea pues.
Se encaró a la muchacha, de cuyos ojos se derramaban las lágrimas. —Vamos a ver. ¿Qué había en esa cueva? Era Domork, ¿no? ¿Fue él quien derrumbó la cueva? Arcris negó con la cabeza, mientras mantenía la vista fija en el suelo. —No era Domork… —«Tal vez me delaté sin necesidad», pensó—. ¿Quién, entonces? —Era… era un hijo de Aretsán. Un dios llamado Quaram. Por primera vez el Karnat se sorprendió. —¿Qué? ¿Estás segura? La muchacha asintió. «¡Quaram! ¡He tenido al propio Quaram a mi alcance…!». —¿Y el libro? ¿Ese que llevaba la otra mujer? ¿Se lo dio Quaram? Arcris se secó los ojos con el dorso de la mano. —Sí, es un libro sobre magia. De la biblioteca que había en la Torre Subterránea. —¿Estás segura? ¿No te equivocas? —Estoy segura. «Bueno, bueno, bueno. He aquí algo que no esperaba. Un libro divino sobre artes mágicas. Si me hiciera con él, mi poder sería enorme. Hace tiempo que se me prometió un poder mágico que nunca llega, tal vez sea esta la ocasión que se me debía presentar. Sí… es preciso que lo consiga antes de que uno de ellos lo estudie a fondo. La magia no es una cosa para tomarla a la ligera». —De acuerdo, pelirroja. Te vas a encargar de encontrarlos y de hacerte con el libro. —¡Pero si no sé qué ruta tomaron!
—¿Prefieres que te mate? Arcris no respondió. Quizás, si tenía suerte, todavía los encontrase en la posada de Burnán. Quelbos le había dicho que se quedarían aún unos días… —Te voy a vigilar de cerca, muchacha. Encuéntralos. Consigue ese libro. Si es preciso, que te ayude Ertys. Recuérdale quién le salvó de la horca y dile que también a él le puedo encontrar. Y si esta vez intentas despistarme…
5
Sonaron las dos en el campanario del templo de Kalyrs. Arcris abrió el arcón y de él extrajo la espada. Se veía obligada a huir con lo puesto, un vestido fino de color azul claro, con una falda que le llegaba a los pies. No conservaba ni la ropa que le había cogido a Selas, allá en Laerdán, ni las botas de viaje. Se maldijo por haber ordenado que se llevasen dichas prendas y las quemasen, pero cuando tomó esa decisión no tenía en mente escapar algún día del castillo. Ni siquiera conservó la capa de viaje. Solo guardó la espada, sin una razón clara para ello. En la oscuridad de la noche sonó un trueno. Arcris se asomó a la ventana y vio, ocultando en su avance las estrellas del cielo, un denso nubarrón aproximándose desde el mar. Si llovía tendría que cubrirse con algo más que aquel vestido. Tomó la piel que cubría la cama y se la echó a la espalda. Con una mano aguantando la piel alrededor del cuello y la otra llevando la espada, salió al pasillo. Caminó cautelosamente con los nervios a flor de piel, deteniéndose de vez en cuando para asegurarse de que todo permanecía en silencio. Oyó pasos y roces metálicos. Se pegó a la pared y rezó a Aretsán para no ser descubierta. En el castillo era un personaje importante, pero era también una prisionera. Si la descubrían, le harían un montón de preguntas, y seguramente Kolep la acusaría de traidora, de ladrona o de algo peor. Afortunadamente, los soldados de la ronda se desviaron por otro corredor. Arcris salió de su escondite y tomó por el pasillo de su izquierda. Estaba ahora frente a las habitaciones de los consejeros. Un poco más allá encontraría la escalera para bajar al piso inferior. Respiró profundamente y se apresuró. Una puerta se abrió de repente a su izquierda y asomó la malvada cara de Gadrián. —¿Nos dejas ya, muchacha? Arcris intentó golpearle con la espada, pero Gadrián le sujetó la muñeca y detuvo el ataque. —¡Confiésalo, eres uno de los ladrones del monasterio! Arcris soltó la piel y hundió el puño en el estómago del consejero, quien
retrocedió al interior doblándose de dolor. Arcris entró y cerró la puerta para evitar que Gadrián diese la alarma. Levantó el arma para hundirla en el cráneo de su adversario, pero este se apartó a un lado cuando la espada caía y propinó un codazo en el costado a la muchacha. Dolorida, Arcris se situó junto a la ventana, en posición de defensa. Gadrián tomó una antorcha y se acercó a ella, moviéndola de un lado a otro. Arcris trazó un arco plano en el aire con las dos manos en la espada, tras lo cual Gadrián golpeó con la antorcha en el hombro derecho de la joven. Arcris ahogó un grito de dolor y la espada cayó por la ventana al exterior. El consejero dio otro golpe a la muchacha, esta vez en la espalda. Arcris cayó al suelo y rodó hasta una esquina de la habitación. Gadrián se acercó a ella y recibió una patada en el estómago, golpe que le hizo caer plegado sobre sí mismo, soltando la antorcha sobre el suelo de piedra. Arcris propinó una segunda patada en la cara del consejero y, tras incorporarse, agarró un taburete de madera y golpeó una y otra vez a su adversario hasta caer de rodillas, rendida. El consejero yacía inmóvil en el suelo. Seguía vivo y respiraba con dificultad, pero Arcris no tuvo valor para rematarlo. Y una vez saliese de Marina ya no tendría que preocuparse de Kolep ni, por descontado, de Gadrián. No había nada allí que pudiese servir para atarle y amordazarle, así que optó por darse prisa, antes de que Gadrián se recuperase lo suficiente como para arrastrarse hasta el pasillo y avisar a la guardia. De todas maneras, no era probable que aquel individuo se pudiese recuperar en breve. Se levantó con el cuerpo dolorido y, agarrando la piel del pasillo, se dirigió a la escalera. Descendió hasta una amplia sala donde diez grandes mesas vacías eran custodiadas por un gran número de silenciosas armaduras. Allí, en el comedor, Arcris había oído a varios músicos cantarle bellas canciones. ¡Con cuántas chicas habrían hecho lo mismo! Seguramente los músicos del castillo utilizaban las mismas rimas cambiando tan solo el nombre de la muchacha loada. Se oyeron los pasos rítmicos de dos soldados, provenientes del pasillo de su derecha. Se escabulló hacia la izquierda, en dirección a la cocina. Su objetivo era la bodega, dotada de propio al exterior mediante una puerta que únicamente se cerraba con un travesaño desde dentro. O así lo tenía entendido. Esperaba no encontrarse con ninguna sorpresa.
* * *
Llegó a la puerta de la posada. La lluvia le había mojado de pies a cabeza y las quemaduras le producían un gran dolor. Sus elegantes zapatos estaban llenos de barro y la piel, ahora empapada, pesaba una tonelada. ¡Si al menos dejase de llover! Golpeó la puerta con fuerza varias veces, hasta que el posadero asomó por una ventana del piso superior. —¿Quién llama a estas horas de la noche? —¡Abra, por favor! ¡Necesito entrar! —¡Vuelve cuando sea de día y no molestes! —¡Por favor, es urgente! ¡Tengo que ver a mis amigos! ¡Se alojan aquí! El posadero miró hacia el cielo, gruñó y dijo: —¡Espera ahí, ahora bajo! Cerró la ventana y Arcris se quedó esperando bajo la lluvia. Pasados unos minutos, la puerta se abrió. —Entra y no te muevas de aquí: no quiero que me llenes el piso de agua. La muchacha obedeció. Al notar el calor de la habitación se estremeció y estornudó. El posadero cerró la puerta. —Estás loca, ir por ahí con este tiempo infernal… La iluminó con una vela y alzó las cejas asombrado. —Tú… ¿no eres…? —Por favor, necesito ver a tres viajeros que se alojan aquí: dos hombres y una
mujer. —No están. Se marcharon hace unas horas. Pero dime… —¿Adónde fueron? —No sé: al puerto, creo —Arcris abrió la puerta y salió disparada—, pero… ¡Espera! Otro relámpago iluminó la noche. Arcris corría al límite de sus fuerzas. ¡Por fin el puerto! El mar estaba embravecido y las olas golpeaban el muelle, levantando cortinas de agua y sal. Arcris tropezó y cayó al suelo. Se levantó con el vestido rasgado y continuó, cojeando. Cuando pasaba junto a un barco, buscaba algún indicio de sus compañeros. Pero el puerto era muy grande. Por fin, a lo lejos, atravesando la espesa lluvia, vio una figura masculina que corría desde una casa hacia un barco de comerciantes. —¡Ertys! ¡Ertys! El joven se detuvo y miró en dirección a la muchacha. Luego se giró hacia el barco y llamó a los otros. —¡Quelbos! ¡Es Arcris! Y corrió a ayudar a la muchacha. Al punto llegó Quelbos y entre ambos la condujeron al barco. El capitán les cedió un camarote. Los Buscadores depositaron a Arcris con suavidad sobre la litera y la cubrieron con una manta. Quelbos se situó junto a la cabecera. —¿Qué ha ocurrido, Arcris? ¿Por qué has vuelto? La muchacha estornudó y miró al grupo. —Resultó ser una farsa. Me engañaron… —Has tenido suerte de encontrarnos —dijo Síndir—: esta mañana vimos al guerrero en el mercado y decidimos marchar de inmediato.
—¿Adónde vamos? —preguntó la joven cerrando los ojos. Quelbos tomó de nuevo la palabra. —Pensábamos partir enseguida hacia el norte, pero cuando el capitán oyó los primeros truenos aplazó la partida. Iremos hasta Ishtorgard y desde allí nos dirigiremos a Neroga. Arcris le miró con extrañez. —¿Al… monasterio? —Sí. Necesitamos la ayuda de Ansp y Galdwynn. Ese guerrero que dice ser un Karnat no se nos despega, y sin ellos no tenemos ninguna posibilidad de deshacernos de él. Arcris se dio la vuelta. —Por favor. Salid y deje descansar. —Síndir, quédate con ella. —No… —dijo Arcris—. Que se quede Ertys… Quelbos miró a Síndir con ojos perplejos, pero salió de la cabina con la hechicera. Cuando se cerró la puerta, Arcris alargó un brazo hacia el ladrón. —Ertys —dijo—, el Karnat me visitó en el castillo. —¿También él aspiraba a ser una posible esposa para el gobernador? —Oh, cállate y escucha. Dice que le consigamos el libro de Síndir o nos matará. Haz una cosa: deja un mensaje en el muelle dentro de una botella, explicándole dónde desembarcaremos. —Esperaba haberle perdido de vista definitivamente… —Y yo. Creí que había muerto en el terremoto. Pero es duro, tiene el olfato muy fino y es muy astuto. Dice que si le fallamos esta vez… —Vale, vale —le cortó el ladrón—, no hace falta que lo digas, ya me lo imagino.
Está bien; cuando venga alguien saldré y dejaré el mensaje. Arcris cerró los ojos y sintió un escalofrío. —Por favor, consígueme ropa seca. Estoy calada hasta los huesos. —De acuerdo, alteza. No te muevas de aquí.
* * *
Poco antes de despuntar el alba el capitán ordenó soltar amarras y el barco se deslizó a través de las olas todavía agitadas. La lluvia había cesado, dejando en el ambiente humedad, frío y una fuerte brisa. En el muelle, un guerrero ataviado con una oscura armadura observaba la salida del bajel hacia alta mar. «Bueno. Hasta Ishtorgard hay un largo camino. Sera cuestión de apresurarse». Dándose media vuelta, se alejó en busca de su caballo.
* * *
—¿Cómo sigue? Síndir se apoyó en la borda y miró hacia la lejana costa. —Tiene mucha fiebre y delira. Menciona repetidamente al Karnat pidiéndole que no la mate. Quelbos apretó los labios con fuerza. —¿Sigue Ertys con ella? —Sí.
El muchacho alzó la vista hacia los mástiles y sus velas combadas. —Según el capitán, si no cambia la dirección del viento, ni topamos con piratas, ni las diablas del mar nos atrapan en una tempestad, llegaremos a Ishtorgard dentro de tres días. Mucho es… A ver si aguanto: hay que ver cómo se balancea esto… Síndir sonrió, la mirada fija en el horizonte. —Ya te acostumbrarás. Al principio siempre cuesta, pero puede ser que acabe gustándote. —No creo… Estar rodeados de tanta agua resulta acongojante… —A mí me encanta —dijo ella, cerrando los ojos y disfrutando de la brisa en su rostro—. El mar me da una sensación de amplitud y de libertad que no puedo comparar con nada. La hechicera se permitió prolongar algo más aquel momento, sintiendo en su interior una energía tan viva y rara en ella, que por unos instantes fantaseó con la posibilidad de descender de alguna criatura ancestral del mundo marino. Sonrió para sí: no solía evadirse del mundo con ensoñaciones como aquella; tal vez el Continente Central, ahora difuso en el horizonte, le pesaba demasiado en el alma, y despegar sus pies de él le confería una consciencia de sí misma completa, intensa y al mismo tiempo serena… Qué placer sentirse tan bien… Pero sabía que, a su lado, el chico escribiente estaba muy lejos de disfrutar la travesía como ella. Decidió ayudarle a distraer su mal cuerpo con un tema de conversación que sin duda le interesaría. Se giró hacia él. —Oye, ¿quieres que te cuente mis últimas averiguaciones sacadas del libro? —Sí, tengo curiosidad por saber qué cuenta un libro divino. Síndir respondió con una sonrisa y se encaminó hacia la bodega, donde los Buscadores habían dejado sus provisiones y pertrechos. El interior estaba iluminado con lámparas de aceite, cuya amarilla luz proyectaba grandes sombras a cada movimiento de los pasajeros. Síndir apartó dos de las bolsas de provisiones y tomó el grueso tomo en sus manos. Lo hojeó hasta dar
con unos dibujos que ocupaban la totalidad de las páginas. Quelbos tenía la sensación de haberlos visto antes. —Te son familiares, ¿verdad? —le preguntó Síndir—. Son los grabados que vimos en la Torre Subterránea, antes de que apareciera Quaram. Mira este. Señaló el dibujo que representaba dos rayos partiendo una esfera, el dibujo del que Arcris preguntara su significado varias semanas atrás. —Según este libro —hablaba en voz baja para evitar ser oída por algún miembro de la tripulación—, hace miles de años, existía un solo continente, la isla de Aretsán, pero se dividió en cuatro partes, como aparece en el dibujo. En cada nuevo continente había un dios. Estos eran Aretsán, Quaram, Aírde y Terriades. El continente de Aretsán se alejó cada vez más de los otros, hasta desaparecer definitivamente del mundo. Se cree que dicho continente acabó por ascender a los cielos. En ocasiones, el sol se oscurece al paso de dicha isla, lo que llamamos un eclipse. Abajo quedaron, por tanto, los tres continentes que conocemos hoy en día. Como nos contó Quaram, él es el vigilante de Kalyren… —Mídiam —le corrigió Quelbos. —…Aírde lo es de los karnatos y Terriades lo es de Occitalia. —Entonces —dijo Quelbos—, el relieve de los barcos que navegaban alrededor de un continente se refería a esta misma historia. Síndir asintió. —Quelbos: es posible que si cruzamos el mar hasta otro continente encontremos a otro de los hijos de Aretsán. —Es posible, pero será difícil sin un mapa como el plano. ¿No hay ahí ningún dibujo con la situación de otra torre subterránea o algo parecido? Síndir negó con la cabeza. Quelbos se rascó la barbilla. —Por el momento, lo primero es liberar a Ansp y a Galdwynn, si es que aún siguen con vida después de tanto tiempo. Una vez hecho esto ya decidiremos cómo continuar.
Síndir miró al muchacho con preocupación. —Quelbos… —Dime. —Últimamente he estado pensando… ¿qué probabilidades hay de que no fueran asesinados en Yndrakas? ¿Quién nos dice que, si realmente están vivos, los tengan en el monasterio y no en otro lugar? —También yo tenía ese temor al principio. Pero cada vez estoy más convencido de que están vivos. Si yo fuese el superior, no los mataría. Si atrapo a otro de los Buscadores, pero el resto sigue la búsqueda, torturo a Ansp o a Galdwynn frente al recién capturado para sonsacarle la situación de los que siguen libres. Y mientras, los retengo en el monasterio, porque no me interesa que mencionen en absoluto el plano, a Domork o a Aretsán. No me interesa a mí ni a la Orden. Creo, y le preguntaré a Arcris si sabe algo al respecto, que los monjes nos denuncian como ladrones, sin atreverse a ir más allá. —Pero también pueden dedicarse a eliminarnos a medida que vayamos cayendo en sus manos. —Prefiero ser optimista.
* * *
Alwinus se plantó frente a la puerta del calabozo y se dirigió a uno de los monjes guardianes, que le saludaron con ademán reverente. —¿Cómo están? —Cada vez más débiles, padre Alwinus. Ya apenas hablan entre ellos. —¿Siguen sin decir nada relevante? —Nada, padre. Esta mañana uno de ellos le habló al otro de alguna batalla en la
que debieron participar ambos. Parece que intentaba animarle a resistir. —¿Algo más? —No, padre. —De acuerdo. Abrid. Y entró. El otro monje susurró a su hermano: —¿Por qué viene el padre superior cada día a ver a los prisioneros? —Solo Kalyrs lo sabe —dijo el primero, haciendo la señal de su dios—. Pero creo que espera que le cuenten cómo entraron en el monasterio. —Pues a este paso pronto no tendrán fuerzas para hablar. —Ya casi no hablan. El más charlatán ha dejado de hacerlo. —El otro, en cambio, antes no decía palabra, y ahora es dejarlos a solas y oír cómo le susurra a su compañero. —Sí… creo que todavía no se hace a la idea de que en pocos días el alma de ese miserable acudirá al juicio final de Nuestro Señor —repitió la señal de Kalyrs, gesto que fue imitado por el otro monje—. Y mucho están aguantando. —Cierto… Y sin ceder a la desesperación que hemos visto en otros. Estos no han suplicado en ningún momento. —Serán ladrones y pecadores, pero hay que reconocerles su valentía. Son capaces de dejarse apagar sin ceder. Debieron de ser unos guerreros irables. Ya querría el gobernador Gunktark que muchos de sus soldados tuvieran tanta entereza como estos dos desgraciados. —Pero hasta el mejor de los guerreros tiene un límite. Al final, la fuerza desaparece. Aun así, sigo sin comprender por qué los mantenemos aquí. A los ladrones se les ahorca.
—Algo deben saber que justifique tenerlos encerrados. Y eso que saben, sea lo que sea, es lo que también explicaría que nuestro santo padre baje cada día a verlos. El superior golpeó la puerta desde dentro. —Abrid. Los monjes guardianes se miraron entre sí, con curiosidad. La visita había sido más breve que de costumbre. Abrieron la puerta y Alwinus salió. —Podéis quitarles las cadenas —les dijo—. Ya no son necesarias. Y haced que en su comida incluyan algo de carne desmechada. Empiezan a estar demasiado débiles. —Sí, padre Alwinus.
* * *
Los tres días siguientes transcurrieron sin novedad y con gran lentitud. Arcris descansaba, mientras el resto de sus compañeros mataban las horas como buenamente podían. Quelbos practicaba con su espada en la bodega, o escuchaba las historias fantásticas sobre batallas contra los piratas, o sobre tesoros perdidos y bestias acuáticas que le relataba el timonel, hombre tan locuaz como castigada su piel por la mar. También en la bodega, Síndir se dedicaba a estudiar el libro, empezando ya a probar unos cuantos hechizos con palpable éxito. Ertys se divertía haciendo desaparecer objetos de la cubierta, del comedor o de los bolsillos de algún marinero. El invierno se aproximaba y cada vez hacía más frío. Quelbos se dijo que lo primero que debían hacer al desembarcar en Ishtorgard era comprar ropa de abrigo, especialmente para Arcris. La muchacha no le había querido explicar nada sobre lo vivido en el castillo, y parecían irritarle especialmente las preguntas sobre el gobernador. Quelbos llegó a la conclusión de que algo había sucedido entre ellos. Alguna discusión, o incluso una pelea. O quizás simplemente Kolep no era lo que Arcris buscaba, a fin de cuentas. La joven de
Laerdán, sin duda, podía aspirar a conseguir al hombre que quisiera, el gobernador de Marina no había cumplido con las expectativas de la hermosa pelirroja y esta había decidido abandonarle y volver con sus amigos. Cuánto tiempo permanecería con ellos antes de fijarse en otro galán, eso Quelbos no lo podía saber. Pero se alegraba de tenerla de nuevo con ellos. Y seguía confiando en que algún día la joven descubriría en él a ese compañero ideal con el que todavía no había dado. Finalmente, al atardecer del tercer día arribaron al puerto de Ishtorgard.
* * *
En los cuatro días que siguieron, Arcris permaneció acostada en una habitación de posada en Ishtorgard, mientras sus compañeros deambulaban por las calles pensando la manera de rescatar a sus compañeros prisioneros. Quelbos se impacientaba con la espera. Compraron una espada nueva para la muchacha y ropa de abrigo para todos. Pronto harían su aparición las primeras nieves. Era preciso rescatar a Ansp y a Galdwynn antes de que se bloqueasen los caminos. Una vez reunidos los seis, y si no querían interrumpir su búsqueda, lo más sensato sería cruzar las agrestes montañas norteñas y tomar un barco hacia el Continente Norte, donde el invierno era mucho más suave y donde la Orden ejercía un menor control, lo que sin duda los favorecía. Cuando al cuarto día Ertys comunicó a Arcris que había visto al Karnat, la muchacha se declaró recuperada y dispuesta a caminar, y el grupo se puso de nuevo en marcha.
* * *
Por tercera vez en una semana, el superior descendió por la escalera de caracol
hacia la cripta. Se deslizó por la estrecha falla y anduvo hasta la puerta de mármol negro. Un fino relieve de cenefas, apenas visible en la penumbra, recorría ambas hojas, en las cuales no había rastro de pomo, picaporte o manecilla alguna. No era necesario: aquella puerta no se abría si ella no quería ser abierta. El superior posó la mano libre sobre los relieves y empujó con tensa suavidad. Del interior provenía un rumor lejano, semejante al sonido de bosques en llamas. Los nerviosos y acompasados pasos del monje resonaron secos y breves en el largo y oscuro pasillo mientras se adentraba en dirección al rumor. Oyó la pesada puerta cerrarse tras de sí. Al final del inacabable corredor convivían dos luminosidades, una verde y una parda, fluctuantes ambas a lo largo y ancho de la caverna. El suelo del pasillo se prolongaba sobre un enorme pozo, formando una lengua rocosa que no se apoyaba ya en nada. El superior se dirigió al extremo de la pasarela e hincó una rodilla en el suelo. El calor reinante hacía difícil respirar. La dispersa luminosidad verde se concentró con lentitud en un punto situado frente al monje y sobre el vacío. Cuando la luz se hubo condensado lo suficiente, apareció una enorme faz de rasgos podridos, cadavéricos y arrugados, y cuyos oscuros ojos, a pesar de estar vacíos, vigilaban con atención al mortal que se hallaba postrado al extremo de la pasarela. Junto a la cara fantasmal aparecieron dos más a cada lado, de menor tamaño y de contornos extremadamente difusos. El monje habló en voz baja para disimular el nerviosismo: —Almas del Más Allá, Señores de los Abismos Infernales, os ruego que me escuchéis, pues la situación es grave y requiere de acciones urgentes. La figura central habló con una voz exenta de emociones humanas. —Serénate, Alwinus, y explícate. ¿Qué te atormenta? —Los karnatos han dado el plazo de una semana a los monjes destacados allá para que abandonen el continente. ¡Es una rebelión! ¡Se independizan del monasterio! —Los Karnats se han organizado. Han decidido dejar aparte sus rencillas y hacer un frente común. No nos sorprende en exceso: te advertimos de que tu
intransigente autoridad te acarrearía graves problemas. —Sí, me lo avisasteis, pero ahora necesito vuestro consejo. Los karnatos, liderados por el de Traqueld, arman a sus ejércitos: ¡es el inicio de una guerra! —Si se prepara una guerra, nuestro consejo es que tú también organices un ejército con los soldados de cada provincia. —Pero… eso significa perder el control religioso sobre el Continente Norte. —Dejando tu negligente gobierno a un lado, los karnatos nunca han sentido la religión como los otros Continentes. Siempre han preferido rezar a los estadios de la vida y la muerte. Para ellos, el nombre de Kalyrs no tiene el significado que se le da en las provincias. Por tanto, considera ese control religioso como perdido hace tiempo. —Pero hasta ahora habían obedecido al pie de la letra las exigencias del Consejo Monástico… —Tarde o temprano el río rompe el dique. Por grande que haya sido el respeto que les haya inspirado la figura del superior del monasterio, el hijo de Kalyrs en la tierra, la ambición a veces supera al temor. Hace tiempo que su ansia de libertad pugnaba por dar este paso. Da gracias por todo el tiempo que has disfrutado de tu supremacía. Ten presente, más aún en los tiempos de guerra que ahora se aproximan, que si el superior ha prevalecido por encima del más importante de los karnats ha sido gracias a su condición de aglutinador de poderes. —Todavía me pregunto qué pasó con el cuerpo del karnat de Traqueld. Han pasado los años y el cuerpo nunca ha aparecido. —Mejor para ti que así ocurriera. El guerrero de Roturgán era demasiado popular en las Tierras del Norte. Y el poder político del karnato se ha visto debilitado con su desaparición. Los Idis-karnat no representan, a los ojos del pueblo, lo que representa la figura de un karnat. Ya tienes bastantes preocupaciones con los demás karnats. Tras una pausa, el fantasmal rostro preguntó: —¿Qué sabes de los ladrones del plano?
—Nada en absoluto. Lo último que averiguamos fue la destrucción de la Cueva Subterránea. Empiezo a pensar que no vendrán a por sus dos compañeros, al margen de que sigan vivos o no. —Vendrán, o no serían dignos de encontrar a Domork. Pero nos preocupa lo que comentas sobre que los dos prisioneros puedan morir. Por supuesto, no por su papel como cebo para los otros: esos vendrán mientras sospechen que sus amigos siguen vivos. No, nos preocupan por nuestros propios planes. Recuerda que nos son necesarios. Se acerca el día. Han de aguantar hasta entonces. —Aguantarán —aseguró Alwinus—. He tomado medidas al respecto. —Esperemos que sean más acertadas que las relativas al gobierno del Continente Norte. Pero confiaremos en ti. Así que dejemos este tema por ahora y centrémonos en el conflicto con los secesionistas. Tu próximo movimiento tiene que ser enviar emisarios a todas las provincias para la organización del ejército. No dejes de comunicarnos los próximos acontecimientos. Ahora márchate. Alwinus se levantó, retrocedió tres pasos de espaldas y luego se dio la vuelta para regresar a la superficie. Cuando la puerta de mármol negro se hubo cerrado, una de las figuras preguntó a la principal: —¿Y en qué nos afecta a nosotros una guerra entre los vivos, si la fe no peligra? La cara mayor se tomó un instante antes de contestar. —Tal vez ciertos asuntos de los vivos nos parecen ajenos a nuestra condición porque apenas recordamos quiénes fuimos y nos limitamos a seguir las órdenes que se nos dan. Pero me ha sido anunciado un cambio. Y esos dos seguidores de Aretsán han llegado a nosotros en el mejor momento.
* * *
Dos días más tarde, un grupo de soldados embarcó con sus caballos en un bajel
mercante, mientras su comandante amenazaba al capitán del navío con encerrarle en una profunda mazmorra si no los llevaba de inmediato en dirección norte a él y a sus hombres. El marino negaba con la cabeza. —Pero señor, tenemos mercancías que vender. Para eso hemos venido. —Tus mercancías no me interesan, capitán, salvo por el lastre que pueden suponer. Y necesitamos presteza. Déjalas en el muelle a cargo de alguien o lánzalas por la borda. Pero hazlo ya. Ordena a tus hombres que se preparen para partir. —No podéis obligarme a ello. Esta no es mi provincia y vos no sois más que el consejero de un gobernador que no es el mío. —Escúchame con atención —dijo Gadrián, agarrando al capitán por el cuello de la camisa—. Mi señor es el gobernador Disgruld, amigo personal del superior del monasterio. Y yo soy el hombre de confianza del gobernador. En resumidas cuentas, que si quiero darte muerte aquí, con mis propias manos, hasta Kalyrs aplaudirá mis actos. Tú has ayudado a escapar a los ladrones que entraron en el monasterio y la única manera de conseguir el perdón, tanto mío como del Consejo, es que nos conduzcas a Ishtorgard de inmediato. ¿He hablado claro? El capitán asintió y Gadrián soltó su camisa. La próxima vez que unos soldados le preguntasen por una bella muchacha vestida con lujosas ropas y por otros tres forasteros, respondería que no sabía nada. Gadrián se apoyó en el mástil central y se llevó una mano a la espalda con un gesto de dolor. Aún tenía profundamente marcados los golpes de aquella maldita muchacha por todo su cuerpo. Hasta el día anterior no había podido levantarse de su lecho, ni lo habría hecho de no ser por el aviso que le hizo llegar uno de sus soldados: los ladrones se hallaban en Ishtorgard y el barco que los había conducido allí se encontraba en Burnán. Gadrián cojeaba aún, pero la ira le empujaba: estaba resuelto a devolver a aquella joven uno por uno todos los golpes recibidos. «Maldita zorra. Cuando te atrape…». El capitán ordenó soltar amarras.
6
En el Valle Forestal la actividad era escasa y perezosa. Se aproximaban las primeras nevadas y los leñadores daban la temporada por concluida. Las hachas hacía meses que descansaban y la actividad principal del otoño, la venta de listones para carpinteros y ebanistas y de pilas para hogueras, tocaba a su fin. Nada más despuntar el alba, el viejo Tromold se había acercado a la cabaña de los Mustabán, con la seguridad de que el único de los dos hermanos que aún vivía haría honor a la reputación de su familia —y más importante todavía: a su amistad— y tendría preparado un desayuno que bien podría alimentar a toda una cuadrilla. Y no se equivocaba. El enorme Rotalmanys le había recibido con su acostumbrada cordialidad, y habían compartido el nada frugal desayuno propio de los taladores de árboles, abundante en tocino, patata, alubias y zanahoria. Un par de horas después, fumaban sus pipas tranquilamente en el exterior de la cabaña, apoyados sobre la valla de troncos de pino, contemplando el cielo. —A media mañana —murmuró el anciano. —Sí. O algo después. No mucho. —Sí. Efectivamente, se aproximaban nubes grises por el horizonte, llevadas por un viento lento, lo que les iba a permitir, en definitiva, alargar su tranquila charla otro par de horas más. O tal vez no. Por el sendero llegaban dos carretas, conducidas por dos soldados, custodiadas por otros cuatro a caballo y guiados todos ellos por un monje de Kalyrs, un hábito marrón de edad incierta, delgado como un coyote al final del invierno y cuyo porte estirado hacía presagiar que la tormenta se adelantaría. —¿Estarán buscando a esos ladrones del monasterio? —preguntó Tromold, en
un farfullo solo comprensible para aquellos que, como ellos, hablan sin separar la pipa de los labios. —Mmmm —entrecerró los ojos Rotalmanys—, podría ser. Pero esos carros no me cuadran. —No, desde luego… La comitiva se detuvo frente a la puerta de la valla, la que siempre permanecía abierta. El hábito marrón saludó sin desmontar. —Kalyrs os acompañe, hijos míos. —Y a vos en vuestro camino, padre —respondió el viejo Tromold, a quien le resultaba siempre extraño referirse así a alguien más joven. —Estamos recogiendo los últimos donativos antes de las primeras nieves. Y precisamos leña para los hogares de los más pobres en Yndrakas. —Un poco tarde para ello, padre —habló ahora el alto y fornido Rotalmanys—; hace ya más de un mes que se ha vendido todo. Creo que en todo el Valle ya no queda ni un … —No venimos a comprar, hijo. Como decía, venimos a por la caridad que podáis dedicarnos. Y bajo ese techado veo mucha madera —dijo, señalando el cobertizo, en un lateral de la cabaña. —Esa es mi leña, padre. La que uso durante el año, para cocinar y calentarme. —Y nada más lejos de las intenciones de Kalyrs que dejarte sin calor y comida, hijo mío. Pero hay quien no tiene ni para afrontar los primeros meses del invierno, y tú tienes los medios para proveerte de más leña. —Sí, pero no daría tiempo a secarla. —Hijo —suspiró con impaciencia el monje, mientras a una seña suya los jinetes descabalgaban y se acercaban al gigante—, realmente parece que os gusta jugar a disfrazar un donativo en algo similar a un expolio, cuando en lo que todos estamos de acuerdo es que compartir es algo bueno.
Tromold rio y escupió a un lado, para luego decir, con la pipa de nuevo colgando de sus labios: —¡Pero padre…! ¿Cómo habláis de compartir? La Orden ensalza la bravura y la lucha. La compasión es cosa de débiles, y no hay que ser débiles. ¡Así lo dicen siempre en los templos de Yndrakas e Ishtorgard! Un solo gesto del monje con el mentón bastó para que un soldado golpease al viejo en el estómago y lo hiciera doblarse en dos. La pipa cayó en algún sitio entre la frondosa hierba. Rotalmanys se inclinó a socorrerle. —Deja al viejo, leñador —siguió el hábito marrón—. Como bien ha dicho, la compasión es de los débiles. Solo está aquejado de algo de fuerza y bravura. —Padre, esto es un abuso… —empezó a protestar, rabioso, el enorme Rotalmanys, irguiéndose cuan alto era, lo que hizo dar un paso atrás al soldado. —Una lección de sabiduría nunca es un abuso, sino un acto de bondad. Solo duele en la medida en que choca con nuestras ideas preconcebidas. Pero no nos desviemos de lo importante: ¡soldados, acercad los carros a la leñera! ¡Y tú, grandullón: empieza a cargar esa leña! Rotalmanys miró uno a uno a los soldados, todos ellos ataviados con las armaduras de cuero y sobrevestes característicos de Yndrakas. Todos ellos portadores de buenas espadas. Ninguno de ellos más alto que sus hombros… —Roty… Rotalmanys se giró hacia Tromold, a sus pies. Este sacudió la cabeza con vehemencia, mirándole fijamente mientras recuperaba el aliento. El enorme leñador exhaló con rabia, y acto seguido se encaminó a la leñera, seguido por los soldados.
* * *
Vieron alejarse la caravana con aún más rabia que antes. —No podías hacer nada, Roty… —Pues justamente lo que he hecho es eso: nada. —Te hubiesen matado y se hubiesen llevado la leña de todas formas —dijo el anciano, golpeando su pipa en la valla y vaciándola de tabaco. —Se han llevado la leña y ahora me condenan a morir helado. —Sabes que eso no es así —le recriminó Tromold—. Vente a casa. Compartiremos lo que tengo. Siempre lo has hecho conmigo. Es hora de devolverte el favor. Rotalmanys se quedó con la mirada fija en el camino por el que se habían alejado el monje y su escolta. Luego miró hacia el bosque, aquel mar verde que nacía justo detrás de su cabaña y que la vista no podía abarcar en su totalidad. —Tal vez dé con algunos fresnos… —No digas barbaridades. Sabes que no hay fresnos en el Valle. Rotalmanys asintió. Pero entonces se irguió, con la expresión de nuevo relajada. Miró a su anciano amigo. —«Las desgracias lo son menos si te acompaña la experiencia», ¿recuerdas el dicho? El viejo asintió, pero sin comprender. —Tengo una pequeña reserva de leña guardada en el bosque. No me alcanzará para todo el invierno, pero ya pensaré algo. ¿Me prestas tu carreta?
* * *
Rotalmanys tiraba de la pequeña carreta de un solo eje a través del frondoso
bosque, como si fuese un buey o un caballo de carga. La luz había menguado y las copas susurraban ligeramente. Miró a lo alto, entre el follaje. Las nubes ya estaban encima. «No me dará tiempo a cargar y volver. Tendré que resguardarme en la muralla. Y me parece a mí que ya no se arreglará en todo el día». Sonó un trueno, y justo cuando las primeras gotas empezaban a caer, divisó la gran y alargada edificación al frente, silenciosa y envejecida, abandonada a su suerte desde quién sabía cuándo, ni por quiénes. Como no llevaba carga, no valía la pena recorrer la muralla bajo la lluvia hasta el porche del extremo sur, con cabida hasta para tres carromatos. Se dirigió directamente al centro de la edificación, donde se elevaba la única torre de la misma. Dejó la carreta junto a la pared y se introdujo por un estrecho arco, agachando la cabeza. Subió a oscuras aquella escalera de caracol que tanto conocía, hasta desembocar en el pasillo del piso superior, débilmente iluminado por la escasa luz que se filtraba por las aspilleras. A su derecha encontró la puerta del gran cuarto que ocupaba por entero la torre. Acarició la madera, con una sonrisa. «Las cosas hechas con cariño perduran». Empujó la recia hoja y accedió al interior del redondo cuarto. Se acercó a la pila de leña que se agolpaba entre la chimenea y la puerta del extremo opuesto, y que trepaba hasta media altura, ocupando media pared. Acercó la nariz y aspiró. El olor le confirmaba que estaba en buen estado, libre de humedad y lista para ser empleada. Tal y como él había previsto. Tal y como hacía siempre, en previsión de necesitar cobijarse en situaciones como aquella. Tal y como habían hecho, tiempo atrás, su hermano y él. Fuera, la lluvia ya había adquirido la dimensión de aguacero. Había hecho bien en renunciar a regresar a casa. Dispuso los troncos de haya en el hogar y se sirvió de astillas de abeto para encender el fuego. Como siempre, el humo empezó a escapar hacia el interior de la estancia, invadiendo el techo. «Algún día tengo que encaramarme al tejado y trabajar en la chimenea. De momento, mientras se calienta la habitación, veré cómo está el resto del
edificio». Ingenió una antorcha y salió de nuevo al pasillo. Cerró la puerta tras de sí y volvió a acariciar aquella madera recia por unos instantes, con una mezcla de orgullo y melancolía. Luego se dio la vuelta y se adentró en el pasillo, oscuro y polvoriento, por el que circulaba una corriente gélida. Deambuló sin prisa, silbando suavemente, y pensó en las primeras veces en las que su hermano y él habían recorrido aquel largo corredor, en el que solo cuando fuera lucía un fuerte sol podía divisarse todo el interior, de uno a otro extremo. El resto del tiempo, sumido en una siniestra oscuridad e invadido por el agudo silbido del viento, pocos extraños se atreverían a recorrerlo, pues entonces adquiría el aspecto que él creía debían tener las moradas habitadas por espectros malditos, condenados a vagar eternamente, sin descanso. Para Rotalmanys y su hermano, de niños, aquel lugar de historia ignorada había servido para imaginar toda clase de leyendas y épicos sucesos. En otras ocasiones se habían servido, a modo de escondite, de las habitaciones que se sucedían cada tantos pasos a lo largo de una de las paredes del pasillo, poniendo a prueba el oído del que asumía el papel de perseguidor, y también su resistencia a los sustos, cuando el que se escondía decidía aparecer de repente, dando un aullido. Tal vez fue ese entrenamiento de juventud el que evitó que se le detuviera el corazón cuando aquellos dos extraños le salieron al paso de un salto, con sendas espadas y gritando: —¿Quién eres? ¿De dónde sales? Por poco no dejó caer la antorcha de la sorpresa. Luego los observó unos segundos. Maldijo por no llevar consigo el hacha, que seguro manejaba mejor que ellos sus armas, a juzgar por el aspecto frágil y titubeante que presentaban. Querían aparentar fiereza, pero les temblaban manos y labios. ¿O tal vez era que estaban medio congelados por el frío? —¿De dónde salís vosotros? —les preguntó, viendo en sus caras que su envergadura y su voz grave les resultaba imponente—. No sois de por aquí. Os conocería. ¿Sois viajeros o bandidos? El de la cara surcada con una cicatriz sonrió, pero fue el más delgado el que habló:
—Venimos del sur, y la lluvia nos ha sorprendido al entrar en el bosque. ¿Cuál es tu nombre? —Soy Rotalmanys Mustambán, leñador, y vivo en este bosque. También a mí me ha sorprendido la lluvia y me he cobijado en las ruinas a la espera de volver a casa. ¿Puedo ahora saber vuestros nombres? Los extranjeros bajaron sus armas. —Mi nombre es Quelbos Beldesán, y este es Ertys. Nos hemos refugiado aquí cuatro compañeros, pensando que no habría nadie. —¿Y cómo es que recibís a los extraños con las espadas desnudas? ¿Acaso os persigue alguien? ¿O lleváis grandes cantidades de oro? El tal Quelbos sonrió como disculpa. —En nuestro viaje nos hemos encontrado con todo tipo de gentes, y algunas no eran de trato agradable —guardó su espada y se dio la vuelta para volver al aposento—. Ven, te presentaré a mis amigos. Entraron los tres en la habitación, en la que había dos jóvenes más: una morena, vestida con una túnica que bien podría haber sido de una maga o curandera, y que le observó con una mirada serena, quizás algo melancólica; y una muchacha pelirroja de ojos azules, una verdadera belleza que, al contrario que su compañera, jugaba aún más que los hombres del grupo a aparentar una seguridad y un aplomo que Rotalmanys sospechó que eran solo una pose. Quelbos hizo las presentaciones. —Ella es Síndir, de Naditris. Y Arcris, de Laerdán. El leñador saludó a ambas con una semirreverencia, mientras con su enorme mano tomó primero la de Síndir, luego la de Arcris, y depositó en ellas un delicado beso, un gesto con el que en tiempos buscaba seducir a las muchachas de la aldea, pero que en esta ocasión acompañaba con una sonrisa exenta de tal intención, simplemente galante. —Señoras… Quelbos se aclaró la garganta, aparentemente incómodo con aquel besamanos.
—Si quieres compartir nuestra comida… —Gracias —le sonrió el leñador, convencido ya de que, tal y como había sospechado por sus caras, aquellos jóvenes viajeros estaban helados; allí no tenían ninguna hoguera que los calentara—, pero creo que nos encontraríamos más a gusto al otro extremo de la muralla. Allí tengo un fuego encendido y parecéis tener mucho frío. La respuesta de los cuatro fue unánime y entusiasta. Recogieron sus cosas y siguieron a Rotalmanys por el largo pasillo, pasando junto a un sinnúmero de salas como la que habían ocupado. —Dime —dijo Quelbos—, ¿cómo puedes tener encendida una hoguera si la lluvia te sorprendió como a nosotros? El gigante leñador sonrió. —La lluvia te sorprende de verdad la primera vez. Luego ya no. Utilizo este refugio a menudo, y por ello tengo leña apilada junto a una antigua chimenea. Buena madera, de esto yo entiendo algo, puedes creerme. El tiro de la maldita chimenea no es bueno, eso sí; está semiobturada. Así que enciendo el fuego, me aseguro de que prende bien, y me doy un paseo para evitar ahogarme. —¿Para qué servía esta muralla? —preguntó la pelirroja Arcris. —No lo sé. Como medio de defensa, supongo, ja, ja. Mmm, hay gente que dice que se trataba del hogar de unos brujos. Pero nadie lo sabe seguro. Estaba ya en ruinas antes de que el primer leñador llegase al Valle Forestal. Llegaron a la recia puerta al final del largo pasillo. —Esta es la única torre que hay en la muralla. Debía de ser un puesto de guardia. Esta puerta —dijo, acariciándola con cierto orgullo—, como otra que hay al otro lado, las fabricamos mi hermano y yo. Fue hace ya muchos años, pero las cosas hechas con cariño perduran… Entrad y sentaos junto a la chimenea. Los Buscadores se congregaron en semicírculo ante las llamas, sintiendo el vivificador calor del fuego y experimentando fuertes escalofríos a lo largo de sus espaldas.
—Magnífico fuego —comentó Quelbos, frotándose las manos. —Por supuesto; es madera de haya, la mejor para calentarse —contestó el gigantesco leñador—. Incluso mejor que el roble o el abedul. —Un fuego así hace que una se dé cuenta del frío que teníamos dentro del cuerpo —tembló una vez más Arcris. —Oh, esperad… —dijo Rotalmanys, buscando en su bolsa, y extrayendo de ella una botella de barro cocido—. Bebed un trago de esto, os reconfortará. Pero poco a poco. Es fuerte. Arcris fue la primera en probarlo. —¡Agh, es amargo! ¡Y muy fuerte! —Ja, ja, sí, lo reconozco. Al principio resulta difícil, pero pronto te acostumbras. Y también es estupendo para ayudar en digestiones pesadas. —¿Pero qué demonios es? —preguntó la pelirroja, pasando la botella a Ertys. —Yo lo llamo genebro. Lo elaboro a partir de las bayas azules que da el enebro. Lleva más cosas, pero sobre todo esas bayas. Cada vez que un criador de cerdos me dice que de sus animales se aprovecha todo, yo le contesto que el enebro seguramente le gana: sirve como forraje, para encender un fuego, para fabricar útiles de cocina, cofres y muebles… y también para pillar una buena borrachera, gracias a sus frutos —rio, mientras recuperaba el recipiente de manos de una atragantada Síndir y echaba también él un trago.
* * *
A Quelbos el leñador le resultó entrañable desde el primer momento, si bien su aspecto imponía un profundo respeto. A su gran altura y musculatura se añadían aquel cabello tan largo y oscuro y aquella barba abundante y enmarañada, sus pobladas cejas y unos ojos tan negros como su cabello. De su vida agreste daba buena cuenta su tosco atuendo, compuesto únicamente por aquella piel curtida
que dejaba sus poderosos brazos al descubierto, un sencillo y raído cinturón para fijar esa piel a la cintura y unas botas que no tenían aspecto de haber sido compradas, sino más bien cosidas por unas manos inexpertas en el arte de curtir y tejer pieles. ¿Las suyas, tal vez? El gigante amenizó la tarde con divertidas historias, algunas muy curiosas, como la leyenda que hablaba de las almas de los árboles, en la que se advertía a los hombres que no talasen más que los estrictamente necesarios, y nunca los más jóvenes, pues las almas de los árboles viejos se complacían en abandonar este mundo para ascender a las estrellas, pero las de los jóvenes, con tantas cosas por vivir, castigaban a sus verdugos con la muerte de ellos y de sus familias. —¿Siempre has vivido aquí, Rotalmanys? —se interesó Síndir. —Toda la vida. Mi padre, Mustamb, era también leñador. Nos enseñó el oficio a mi hermano y a mí. Desde los cinco años sabíamos identificar cualquier árbol, incluso si se trataba de un simple vástago. Antes de los diez ya le acompañábamos a vender leña por las aldeas del Valle, y le ayudábamos a seleccionar los mejores troncos para los ebanistas y carpinteros de Xokram, Yndrakas y Osentard. Estas manos —las alzó ante sí, sonriendo— han ayudado a construir casas y graneros de muchas provincias. Y quizás también algún templo de la Orden… —gruñó al recordar el episodio vivido en su cabaña aquella mañana. Masticó en silencio el pan y el queso que le había dado Quelbos, mientras pensaba en la Orden y sus malditos monjes, tan ávidos y desprovistos de humanidad, tan autoritarios, tan despóticos. Entonces, de golpe, dejó de masticar. Miró uno a uno a los jóvenes. Cuatro viajeros del sur… —¿No seréis… no seréis los ladrones que buscan los monjes con tanto empeño? Quelbos se atragantó y miró con recelo al leñador. Sus compañeros también habían dejado de comer y Síndir puso la mano sobre uno de los puñales que llevaba en el cinto. Rotalmanys sonrió con nerviosismo. —No os preocupéis, amigos —dijo—. No pienso delataros… porque sois vosotros, ¿verdad? ¡No, no temáis! Si a mí no me simpatizan los monjes, ya os lo he dicho. Además, «quien roba a un ladrón, merece todo perdón». Los compañeros se relajaron. Pero Quelbos no estaba del todo convencido.
—¿No os asusta condenaros a los ojos de Kalyrs? El leñador le dedicó una mirada seria y firme. —¿Sabes lo que yo creo? —preguntó—. Creo que Kalyrs no es otro que el propio superior. No creo que Kalyrs exista, ni ningún otro dios. Los hombres creamos y destruimos, no tiene por qué existir un… un tipo celestial que haya creado el mundo. Mira, un día hice la prueba. —¿La prueba? —La prueba. En una mañana de sol, dije: «Dioses, si existís, que llueva ahora mismo. Si no existís, deje este sol que me encanta». Y no llovió. Ja, ja. Piensa lo que quieras —dijo, mientras seguía comiendo—, pero recuerda siempre esto: la religión y las creencias no cuestan dinero; los monjes sí. Dudo mucho que el superior crea en Kalyrs. Ese solo cree en el dinero. ¡Bueno, no se lo reprocho! ¡Yo también creo en el dinero! Pero si algún día me lo encuentro en mi camino —levantó su mano derecha—, ¡juro por esta que le hincho un ojo! Quelbos sonrió y miró a Síndir. La muchacha se frotaba el anillo con dos dedos. Quelbos asintió y le preguntó a Rotalmanys: —¿Quieres que te explique qué robamos del monasterio? —Ya lo dijeron los emisarios que vinieron al pueblo: el Libro de Oraciones del altar, el que utiliza el propio superior para oficiar las ceremonias. ¡Bien hecho! Pero no sé para qué lo podéis querer. ¿Lo lleváis encima? ¿Es ese? —señaló el grueso volumen que Síndir protegía en su regazo—. El fuego parece apagarse… Quelbos tuvo que reprimir una carcajada. No se podía decir que a los monjes les faltase imaginación para inventar historias. —No, eso es lo que explican, porque se trata de algo mucho más peligroso para ellos. ¡Se trata de la prueba de que existe un dios! ¡Un dios que no es Kalyrs y que no se le parece en nada! Rotalmanys miró al muchacho con el ceño fruncido y la mano a medio camino de su boca abierta. Tras unos segundos de dudas bajó la mirada y exclamó: —¡Bobadas! ¡No existe ningún dios! —siguió comiendo.
—Sí que existe —insistió Quelbos—. Y te lo puedo jurar porque nosotros mismos lo hemos visto. De nuevo Rotalmanys miró a su interlocutor con recelo. Pero también con curiosidad. —Explícate. Y Quelbos narró la historia que varias semanas atrás le había contado a Quaram, el hijo de Aretsán, añadiendo luego los sucesos que siguieron a la destrucción de la Torre Subterránea. Los monjes, el plano, el Karnat, los anillos de Quaram… Rotalmanys estaba perplejo. —Es decir… que no solo hay un dios, ¡sino que hay cuatro! —Sí, pero es Aretsán el principal. Y algún día los hombres despertarán de su error y rezarán al verdadero dios. —Unas palabras muy bonitas, amigo mío, pero la gente querrá pruebas de lo que decís haber visto. Porque pensarán que quitáis un dios para poner otro y ser vosotros los beneficiados. —Puede ser, pero nosotros ni cobramos impuestos, ni obligamos a creer. Creemos porque lo sentimos dentro y a nuestro alrededor. Y porque no se nos impone, sino que nos invita. De momento, nuestro objetivo no es convencer a la gente, sino encontrar a Domork para escapar de este mundo de locos y vivir tranquilos hasta el fin de nuestros días en el Descanso. Pero antes tenemos que rescatar a nuestros amigos de las mazmorras del monasterio. El leñador guardó silencio mientras acariciaba el filo de su hacha con el pulgar izquierdo. Luego alzó la vista, suspiró y dijo: —Desde luego vuestra historia supera todas las leyendas que he oído a lo largo de mi vida. Amigo Quelbos: treinta años talando árboles es más de lo que los bosques pueden perdonar. Y mi hacha, vieja como yo, quiere ver algo más que los troncos que abate. Me gustaría acompañaros en vuestro viaje… si me aceptáis entre vosotros. Síndir sonrió y habló por Quelbos.
—Nos agradará mucho, Rotalmanys. Ya no hay ninguna leyenda que conozca uno de nosotros y no la conozcan los demás —y apretó con dulzura la gran mano del leñador, quien sonrió tras su negra barba al tiempo que, allá fuera, la noche caía con perezosa lentitud y la lluvia seguía regando las nieblas del Valle Forestal.
* * *
Quelbos despertó a Ertys para el siguiente turno de guardia, se cubrió con su manta y en cuestión de segundos se quedó dormido. Ertys salió al pasillo y contempló la húmeda y fría oscuridad de la noche a través de una aspillera. Seguía lloviendo, ahora con menos fuerza. Entre los árboles una neblina dotaba al paisaje de un aire fantasmagórico. Le hubiese favorecido más que el cielo estuviese despejado para así guiarse con las estrellas. Pero la oscuridad y la niebla eran también una buena opción: era una ocasión ideal para hacerse con el libro de Síndir y huir con el caballo de carga que habían traído desde Ishtorgard, y que habían dejado en el porche, en el extremo sur. Nadie le podría seguir. Entró de nuevo en la torre y se aproximó a la joven. Analizó la situación y las posibilidades de éxito, sintiendo de nuevo esa emoción, esa excitación, ese reto que suponía siempre poner a prueba su pulso y su sigilo. El venenoso aguijón de enfrentarse a sí mismo, una vez más. Contempló a la hechicera. Tenía el oscuro cabello despeinado sobre el hombro y respiraba con suavidad, apoyada sobre su costado derecho. Prácticamente sepultado por la capa y por su brazo, asomando oscuro como las ropas de Síndir, el libro parecía imposible de coger sin despertar a su dueña. Y por si fuera poco, la joven dormía pegada a la espalda de Quelbos, de modo que el más mínimo movimiento de ella también podía despertar al muchacho. No era una tarea sencilla. Se arrodilló frente a Síndir pensando un truco que le pusiese las cosas más fáciles. El libro estaba bajo el brazo, y el brazo bajo el resto del cuerpo. Si conseguía que la muchacha se diese la vuelta hacia Quelbos, el libro sería suyo. Pero ¿cómo…? Se levantó y recorrió con la mirada la redonda pared de la sala
en busca de inspiración. «Quizás si…». Levantó uno de los sacos de provisiones y lo plantó con suma cautela entre Síndir y el fuego, de manera que el calor de este no llegaba a la muchacha. Luego se dirigió a la puerta del segundo pasillo, la abrió y la calzó con una madera para evitar que una ráfaga de aire la cerrase de golpe. Cruzó la estancia y repitió la operación con la otra puerta. Se formó corriente de un extremo al otro de la torre. Ertys se acercó a la muchacha y se arrodilló de nuevo junto a su cabeza. Síndir murmuró algo incomprensible y se agitó en sueños, pero no cambió de postura. Ertys tomó un cuenco junto a Rotalmanys y lo utilizó para abanicar a la joven en el rostro. Finalmente, Síndir se giró y pegó su cuerpo al de Quelbos, buscando el calor que le faltaba. El ladrón frunció el ceño. Síndir se había movido, pero su antebrazo seguía sobre el grueso tomo. Tendría que levantárselo con sumo cuidado y el pulso firme. Se acomodó lo más cerca posible de ella y situó una mano bajo la muñeca de la joven y la otra bajo el antebrazo, cerca del codo. Lo más complicado eran los pliegues de la manga que quedaban sueltos hacia abajo: si los tocaba con un movimiento incorrecto, Síndir sentiría cosquillas y quién sabe en qué dirección movería el brazo. Posó uno a uno los dedos contra la piel de la muchacha hasta tenerlos todos listos para maniobrar el brazo lentamente. Exhaló aire y empezó a alzar las manos con la mayor suavidad y lentitud que le era posible, vigilando siempre que el sueño de su compañera no se alterase. Subió un poco más y se detuvo. Le había parecido que Rotalmanys, detrás de él, se despertaba, pero afortunadamente el leñador se encogió sobre sí mismo y siguió durmiendo. Debía darse prisa antes de que la fría corriente despertase a alguien. Se concentró de nuevo en su tarea y elevó un centímetro más aquel brazo inerme. Estaba sudando por la emoción, pero por fin el libro estaba a la vista, esperando que alguien lo cogiese. «Si tuviese una tercera mano…». Con la misma lentitud de movimientos dirigió el brazo de Síndir hacia su pecho. Necesitaba disponer de una mano libre para retirar el libro antes de soltar el brazo. Cuando el pulso le empezaba a fallar, consiguió dejar la mano de la joven
sobre su cintura. Aguantando el codo con su izquierda, Ertys tomó el libro con la derecha y sonrió triunfante, saboreando el tacto aterciopelado de la cubierta. ¡Lo había logrado, una vez más! ¡Ya era suyo! Bajó con suavidad el codo hasta el suelo y liberó su mano izquierda. Rotalmanys, detrás, gruñó de nuevo y Ertys se levantó para huir, pero su pie derecho chocó con el cuenco y el recipiente golpeó la cabeza de la joven. Síndir abrió los ojos y vio a Ertys con el semblante lívido. El ladrón dio cuatro largos pasos y salió disparado por la puerta. —¿Ertys? —Síndir se dio cuenta de que el libro había desaparecido. Se levantó de un salto y sacudió a Quelbos con fuerza. —¡Quelbos, despierta! ¡Ertys se ha llevado el libro! —y salió por la puerta como una exhalación. Quelbos se despertó sin tener ni idea de lo que pasaba, pero oyó gritos enfurecidos de mujer en el pasillo. Se levantó y buscó su espada, pero Arcris le agarró por el brazo y se plantó frente a él. —¿Qué ocurre, Quelbos? ¿Qué ha pasado? —preguntó. Creyó notar que Arcris temblaba de miedo. Le miraba con unos ojos que le hacían dudar sobre lo que debía hacer. Y se dio cuenta de que en realidad estaba dudando entre lo que debía hacer y lo que deseaba hacer, porque cualquier charla, cercanía o o con Arcris era una ocasión soñada para él, y era tentador dejarse ir. Pero no era momento para distracciones. Se giró hacia Rotalmanys y le pidió que se encargase de la chica para salir con su espada tras Ertys y Síndir. Mucho más allá, el ladrón bajó las escaleras del porche saltando los escalones de tres en tres y se dirigió al adormecido caballo. Maldijo en voz alta: Arcris o Quelbos habían hecho un nudo fuerte y complicado con las riendas alrededor de la argolla. La voz de Síndir sonó en lo alto de la escalera. —¡Ladrón maldito! ¡Devuélveme el libro!
Ertys corrió hacia el gran arco de entrada. Síndir bajó los escalones con la velocidad de un rayo y se lanzó contra él. El ladrón propinó un puñetazo a la muchacha cuando esta le agarró por la capa con fuerza. Síndir cayó al suelo y Ertys cruzó el umbral hacia la lluviosa noche, a todo correr. La joven hechicera se incorporó con la mejilla ardiendo, tratando de calmar el dolor con su mano. La rabia dio paso a la ira. Se levantó, desenfundó uno de sus puñales y salió dispuesta a matar al traidor. Tras ella fue Quelbos, con una antorcha en una mano y su espada en la otra. Más allá corría Ertys, protegiendo el libro con su capa, esquivando ramas y zarzales, intentando encontrar la senda por la que habían entrado en el Valle. Pero no había ni rastro del camino y detrás venían Quelbos y Síndir con los rostros encendidos por la furia. Saltó un pequeño arroyo y cayó en un lodazal. Se levantó y siguió corriendo. Oyó a su perseguidora pronunciar unas extrañas palabras y un rayo estalló a su lado. «¡Por todos los infiernos! ¡Está utilizando su magia contra mí!». Torció a la izquierda para evitar otro rayo y se sumergió entre la maleza. Las zarzas arañaban sus manos y su cara, mientras Síndir acortaba distancias gracias al camino abierto por el ladrón. Ertys no sabía qué hacer pues, aunque la niebla le favorecía, él no podía detenerse e intentar esconderse: le seguían demasiado de cerca. Salió a un claro en pendiente, giró a la derecha, luego a la izquierda y se internó en otros matorrales. Síndir seguía detrás, cada vez más próxima. ¡Cómo demonios corría la hechicera! Estaba perdido, a menos que… ¡Sí, él le ayudaría! —¡Karnat, ayúdame! ¡Tengo el libro! ¡Ayúdame! Los brezos y los pinos ocultaban el camino ante sí, ayudados por la lluvia y la maldita niebla. La voz de Síndir empezó de nuevo a pronunciar el hechizo del rayo. Ertys giró la cabeza para situar a la joven cuando la vegetación acabó de improviso y el suelo desapareció a sus pies, precipitándole por un barranco en una larga caída. Su histérico alarido desgarró la noche y detuvo a Síndir. La muchacha se asomó al vacío e intentó divisar el cuerpo sin vida de Ertys, pero la oscuridad y la niebla se lo impedían. Quelbos apareció detrás de ella.
—¿Ha caído? —preguntó angustiado. —Sí, y no creo que haya sobrevivido —se agachó junto al bordillo y guardó el puñal—. Voy a bajar. —¡No lo hagas! ¡Es peligroso! —¡El libro está ahí abajo! Tengo que recuperarlo. —Espera a que vaya a por una cuerda; tal vez Rotalmanys tenga una. —¿No has oído a ese traidor? ¡El Karnat está por aquí! ¡Es por él que Ertys ha robado el libro! Debo recuperarlo antes de que el Karnat se apodere de él. Quelbos la sujetó por el brazo. —Entonces deja que vaya yo —dijo—. Tengo más práctica. Y tu túnica no es lo más apropiado para escalar, ¿recuerdas? Con aquella túnica Síndir había corrido como una centella, pero su compañero tenía razón. Cedió al ofrecimiento. Además, no quería que, al encontrar el destrozado cuerpo del ladrón, le invadiese un sentimiento de satisfacción morbosa, pues aún estaba enfurecida. —De acuerdo —dijo, forzando una sonrisa y cogiendo la antorcha de la mano de Quelbos—. Yo vigilaré desde aquí. Y Quelbos inició el descenso hacia la niebla del abismo.
* * *
Una hora más tarde entraron en la torre. Síndir llevaba el libro en sus manos, al parecer intacto. Quelbos, con la ropa manchada de fango, traía la espada en su mano derecha, la antorcha en la izquierda y tres anillos en su bolsillo.
* * *
—¿Cómo están hoy? —preguntó Alwinus a los monjes guardianes. —Apenas se mueven. Uno de ellos ni siquiera come por sí mismo. —Forzadle a ello. Hay que mantenerlos con vida a toda costa. —Lo hemos intentado, padre. Pero tiembla a causa de la fiebre y vomita lo que le obligamos a comer. —No le deis toda la comida de golpe. Hacedlo en pequeñas cantidades, a lo largo del día. —Así lo haremos. ¿Vais a entrar? —No. Ya no —los monjes se miraron, sorprendidos—. Pero mantenedme informado de su estado a diario. O antes, si hay alguna novedad. —Sí, padre Alwinus.
7
Eldeján entró en el estudio del superior y se inclinó con una leve reverencia. —Han traído noticias desde el sur. Un mensaje con el sello de Kolep de Marina. El jinete indica que contiene información relativa a los ladrones del plano. Alwinus levantó los ojos del mapa que examinaba y miró al monje de hábito azul. ¡Por fin noticias! Cogió el pergamino de manos del secretario del Consejo y rompió el sello de lacre. Leyó en silencio, pero con avidez. Traía fecha de una semana atrás.
Muy ilustre padre Alwinus, Superior de la Orden: Pongo en vuestro conocimiento algunos sucesos recientes que han tenido lugar en la capital de la provincia que, por la gracia del alto Kalyrs, tengo el privilegio de gobernar. He tenido como invitada en mi castillo a una joven de la que mi sabio consejero, Gadrián de Minus, sospechaba sobre su posible pertenencia al grupo de ladrones que la Orden tiene en búsqueda, tras la sustracción de documentos sagrados de la biblioteca del monasterio. He retenido a la joven conmigo a la espera de la llegada de un delegado del Consejo Monástico que la interrogase al respecto de esta sospecha. Lamentablemente, esta joven, de nombre Arcris y natural de la provincia de Laerdán, ha aprovechado el silencioso abrigo de la noche para abandonar sus aposentos y escapar, agrediendo antes al consejero Gadrián, quien ha resultado herido de gravedad. La llegada en el día de hoy del padre Jalbán, gran conocedor de las artes curativas, sin duda ayudará a una pronta recuperación de mi buen colaborador.
«¿Conocedor de las artes curativas? ¡Ja! A la magia ahora la consideran “arte
curativa”… Ese Jalbán… Voy a tener que tomar una decisión…».
Mis servicios de vigilancia e información han visto zarpar a cuatro extranjeros, entre ellos la joven Arcris de Laerdán, a bordo de un mercante de la provincia de Dirtys. Según los comerciantes con los que el capitán del barco tiene trato habitual, y que han sido interrogados personalmente por mí, el bajel hace siempre la ruta entre Burnán e Ishtorgard, así que, sin duda, es este su destino. Lo contrario sería extraño. La travesía, según he podido saber, no dura más de cinco días en condiciones de mar normales.
«Es decir, que a estas alturas, ya deben de estar cerca de aquí».
Para poder realizar una persecución con mayores garantías de éxito, os hago una somera descripción de la joven Arcris de Laerdán, que ha de servir a todo buen creyente en nuestro favor. Pues dicha joven resulta llamativa por su bello rostro, sus ojos de un color azul como el mar, y especialmente por su largo cabello, rojo como el fuego. Son, a mi parecer, señas que han de permitir identificarla, y con ella a quien la acompañe, ahora que, fuera todos ellos de mi territorio, considero el asunto fuera de mi competencia.
«¿Competencia? ¡Incompetencia, debería decir! ¡Estúpido e inútil chiquillo! ¡Si hiciera más caso a ese jorobado consejero que tiene…!».
Quiero aprovechar estas líneas para señalar que, en cumplimiento del requerimiento emitido por el Consejo Monástico, cinco compañías de mi ejército y distintas levas de voluntarios se encuentran ya de camino hacia Yende, a través del paso de Alfán y camino del puente de Yndrakas sobre el río Adaria. Otro asunto que os quiero referir —pero únicamente a título informativo, ya que espero solventarlo por medios propios— es el relativo a dos terribles crímenes
que han tenido lugar en Marina. Dos mujeres han aparecido muertas en circunstancias desconocidas, sus cuerpos desnudos parcialmente devorados. Como ya he indicado, confío que podremos dar con el salvaje autor de estas muertes, que os refiero tan solo porque parecen similares a otras acaecidas en las provincias de Laerdán, Neroga y Montox en los últimos meses, según informes de todo tipo que han llegado a mi persona. También en estas mujeres aparecen evidencias de un encuentro carnal, diríase que no violentado, y que…
Alwinus dejó caer el papel sobre el escritorio, sin prestar atención a las últimas líneas, que en nada le afectaban ni interesaban, todo lo contrario que la posible cercanía de los cuatro fugitivos, los ladrones del plano… Eldeján carraspeó frente a su mesa. —Padre… sé que el severo Kalyrs censura la curiosidad, pero tampoco considero adecuado disimularla tras una falsa apariencia de tranquilidad… El superior se recostó contra el respaldo con una sonrisa irónica en el rostro. —Si queréis saber mi opinión, hermano Eldeján, a mí me es mucho más cómodo que simuléis tranquilidad antes que molestarme con vuestras preguntas. El monje se agitó nervioso. —No son mis preguntas, padre —titubeó antes de seguir—. El monasterio entero se pregunta por qué perseguimos con tanta perseverancia a ese puñado de ladrones. Alwinus fugó su mirada por la ventana. —Hermano Eldeján —dijo con tono tranquilo, como si hablase con un niño que no entiende algo sencillo e importante a la vez—: si dejamos sin castigo a unos ladrones que se han atrevido a entrar en el monasterio, el lugar más sagrado de toda Kalyren, otros vendrán detrás. —Sí, pero… nuestros bandos hacen referencia a un libro que nunca ha existido, evitando hablar de un pergamino, como de hecho es —Eldeján entrecruzó sus dedos—. Padre, ¿qué hay en esa cueva? ¿Por qué es tan importante ese
documento robado? El superior miró de nuevo a su interlocutor con los labios apretados y gesto impaciente. Dejó la pregunta en el aire unos segundos y luego se levantó. Llegó junto al fuego que ardía en la chimenea, echó otro tronco a las llamas y se giró hacia el monje. —Antes he dicho que el monasterio era el lugar más sagrado de Kalyren, ¿no es así? —Eldeján lo miró de reojo sin moverse—. Pues no lo es. Hay un lugar donde el hombre no tiene derecho a entrar, un lugar en el que Kalyrs tiene su hogar en la Tierra. ¡Y ese lugar —alzó un dedo ante el sudoroso rostro de Eldeján—, ese lugar es, o mejor dicho era, la Torre de Base Cuadrada, en el interior de la Cueva Subterránea! El monje de hábito azul fue a decir algo, pero el superior le atajó: —¡Y quien se atreve a profanar la morada de Dios no merece seguir viviendo! ¡Solo su muerte aplacará la ira de Kalyrs! Eldeján tragó saliva y se atrevió a preguntar: —¿Por qué se ha hundido la cueva? —Porque Kalyrs no permitirá que este sacrílego suceso se repita. ¡Y por culpa de esos malditos ladrones —señaló con la mano hacia un punto más allá de los muros del monasterio—, ahora los mortales estamos más lejos que nunca de nuestro creador y juez! ¡Y yo no puedo… ni vos tampoco… hablar sobre ello con nadie sin que se desencadene un caos de desesperación! ¡Bastantes problemas tengo ya con los insolentes y pretenciosos norteños! ¡Y ahora déjame solo! Eldeján nunca salió del estudio con más rapidez y alivio que aquel día. El superior parecía al borde de la locura.
* * *
Antes de proseguir hacia el monasterio, Rotalmanys se acercó a su aldea para devolver la carreta a Tromold, despedirse de él y otros amigos, y comprar toda la comida que podía con sus pequeños ahorros. Mientras, sus tres compañeros esperaron escondidos en el bosque. Síndir releía unas páginas del libro como si no hubiese pasado nada. Quelbos y Arcris vigilaban. La pelirroja buscaba algún brillo negro o algún ruido que delatase la presencia de Waldam. Pero todo permanecía quieto y en silencio. Rotalmanys subió por la ladera hasta ellos trayendo una gran bolsa con comida e hidromiel, así como una gruesa piel negra sobre sus hombros —se había negado a llevar puesta la de un muerto, así que la piel blanca que había pertenecido a Ertys fue guardada para los guerreros que se disponían a liberar—. Traía sobre su cabeza un gorro de cuero forrado de lana. Levantó una mano mostrando una pequeña bolsa al tiempo que sonreía. —¡No han querido aceptar mi dinero! —dijo—. Al saber que me marchaba me brindaron todo tipo de cosas, ¡hasta un ladabur! Pero como yo solamente sé tocar el hacha… Quelbos le tendió un objeto brillante. —Insisto en que te pongas este anillo, Rotalmanys. —¡Ah, no! —sacudió la cabeza enérgicamente—. ¡Trae mala suerte llevar objetos personales de un muerto! Además, aún está por ver que ese dios que decís exista. Y si lo encontramos y me dice que me puedo poner ese anillo, entonces me lo pondré, pero no antes. Quelbos se guardó el anillo junto a los otros dos. —Eres un cabezota, Rotalmanys —dijo, sonriendo. —Sí, me viene de familia. ¿Nos vamos? Se pusieron en camino rodeando la aldea, ocultos entre los árboles. Síndir se situó junto al leñador. —¿No te han preguntado adónde ibas? —le preguntó. —¡Ya lo creo, una y otra vez! Pero no les he dicho nada concreto. Les he dicho
que hacia el norte, a las montañas, a buscar una osa que acceda a ser mi mujer. He tenido que espantar a un idiota que me quería dar la bendición de Kalyrs para que cuidase de mí en el viaje. ¡Si llegan a saber que viajo con los ladrones del monasterio, me quitan todo lo regalado y me cuelgan! El Consejo ofrece una generosa recompensa por vosotros. Tendremos que ir con mucho ojo. —Ya nos estamos acostumbrando. En cada pueblo o ciudad que cruzamos nos encontramos con alguien muy interesado en nosotros. Espero que unos meses en el Continente Norte calmen los ánimos de la gente. Siguieron por un camino lleno de barro en el que sus pies a menudo se hundían hasta los tobillos. Salieron del bosque y subieron una suave pendiente hasta un paso elevado entre dos montañas de faldas unidas. Hasta el monasterio, según les explicó Rotalmanys, tan solo había un día de camino. Pero sería un día largo, pues el barro hacía extremadamente cansado el caminar. También era cansado para el caballo de una figura que los observaba con sus claros ojos desde el perímetro del bosque. «Ahora el trabajo es todo tuyo, Arcris. Espero que te esmeres. Si esa mujer continúa aprendiendo del libro, voy a tener serios problemas».
* * *
Cuando la tarde estaba ya avanzada llegaron al llano. El paisaje les era conocido. Un camino que bajaba desde el norte era el que habían utilizado para entrar en Neroga la primera vez y seguramente lo utilizarían de nuevo en su huida. Por ahora, caminar al descubierto los obligaba a estar en alerta constante. Si aparecía un grupo de monjes, no podrían esconderse sin que el caballo los delatase, ya que el único escondite a la vista era un canal de escasa profundidad que circulaba paralelo a la carretera. Tampoco podían salir de ella, pues el blando terreno los retrasaría y fatigaría en exceso. Decidieron tentar a la suerte. Pasadas unas horas caería la noche y la oscuridad los cubriría. —Es culpa de la lluvia —dijo Síndir—. Si no hubiese llovido tanto podríamos ir a través del campo.
—Quizás sea gracias a la lluvia que no nos hayamos topado aún con ningún monje —aventuró Quelbos. Siguieron caminando mientras grandes nubes grises ocultaban un sol cada vez más bajo. Aprovechando que Rotalmanys y Síndir iniciaban una conversación sobre herboristería, en la que el leñador esperaba conseguir nuevas ideas para mejorar su fortísimo genebro, Quelbos se retrasó hasta donde estaba Arcris, quien llevaba ahora las riendas del caballo de carga. La muchacha pelirroja caminaba callada, manteniéndose apartada del resto, rehuyendo cualquier conversación, algo que no había pasado desapercibido al joven escribiente. —¿Te ocurre algo, Arcris? En todo el día apenas has dicho una palabra. ¿Qué te preocupa? La pregunta no obtuvo respuesta. —Puedes confiar en mí. Me gustaría que me contases qué te pasa. ¿Es por Ertys? Sé que en los últimos días os habíais hecho muy amigos. Te aseguro que no pudimos evitar que cayese al… —No éramos amigos —Arcris le miró con enojo—. Ya te dije que no considero a ninguno de vosotros amigo mío. —Pero todos necesitamos alguien a quien contar nuestros problemas. Si quisieras… —Si quisieras dejarme tranquila te lo agradecería mucho. Quelbos apretó los labios y apartó los ojos. —De acuerdo. No insisto. —Gracias. —Me voy… allá delante, con los otros. Arcris asintió con la cabeza, de nuevo muda, y contempló al muchacho alejarse, mientras sus pensamientos volvían de nuevo al Karnat, al libro de hechizos, a Ertys y a Síndir. ¿Cómo iba a hacerse ella con el libro? Ertys, un hábil ladrón, no había tenido éxito. ¿Qué podía hacer ella sola? Tenía que pensar algo, o
arriesgarse a que el Karnat dejara de lado su papel de perseguidor distante y los matase directamente. ¿Por qué no lo hacía? ¿Tenía miedo de Síndir, una simple aprendiz de hechicera? ¿Le interesaba que continuasen la misión? ¿Ambas cosas? Al poco rato, con las últimas luces del día, oyeron un lejano galope por delante de ellos. Quelbos ordenó a todos que se ocultasen a un lado, excepto al leñador. —Si te preguntan algo di que te diriges a Osentard a vender el caballo. —¿Con las provisiones y las capas? —No sé, piensa algo —y se lanzó fuera del camino. Veinte jinetes se hicieron visibles en la luz crepuscular y un entrechocar de metales acompañó el salpicante galope. Rotalmanys sujetó el caballo a un lado del camino mientras las veinte figuras pasaban como un relámpago junto a él sin detenerse, rumbo al oeste. Cuando dejaron de oírse, los cuatro muchachos, cubiertos de barro de pies a cabeza, salieron de su escondite y se reunieron con el leñador. —¿Viste quiénes eran? —preguntó Quelbos. —Soldados de Xokram, unos veinte, armados con lanzas y espadas. —¿Qué harán por aquí? —se preguntó Síndir. Sin llegar a ninguna conclusión, reemprendieron la marcha. El sol terminó de ocultarse y el camino quedó a oscuras. Noche cerrada, sin luna. Rotalmanys se acercó a Quelbos. —Tengo un candil en mi bolsa. —Mejor no… Estamos ya muy cerca del monasterio. Media hora más tarde vislumbraron la torre del campanario. Era una mancha ligeramente más oscura que el resto del paisaje, pero iluminada por una treintena de hogueras en el llano, alrededor de los muros. Se acercaron más, y les llegó el ruido de cientos de conversaciones, risas y la melodía alegre de algún flut.
—¿A qué puede responder tanta hoguera? —Quelbos no acertaba a comprender lo que veían. Las hogueras en el exterior de un monasterio, según había leído, solo se utilizaban cuando…—. ¡Ay, no! —¿Qué ocurre? —le preguntó Síndir. —Las hogueras… ¡Van a quemar a alguien! Los demás enmudecieron. ¿Ansp y Galdwynn? ¿Por qué aquella noche y no otra? ¿Acaso sabían los monjes que ellos se hallaban cerca? Síndir, más racional que el muchacho, se dio cuenta de un detalle. —Quelbos, me parece que te equivocas. No veo ningún poste para atar a los condenados. Y tampoco tiene sentido que enciendan el fuego antes de traer a las víctimas. Quelbos suspiró, aliviado: tenía toda la razón. —Entonces… ¿qué son esas hogueras? —No lo sé. Parece un campamento. Tendríamos que verlo más de cerca. Se aproximaron en silencio hasta donde moría la luz de la primera hoguera. Una veintena de hombres armados se agrupaba alrededor de ella. Vieron y olieron el animal que asaban sobre las llamas, que uno de los hombres se ocupaba de girar sobre una vara, mientras otro iba regando con aceite. Todos ellos vestían uniformes de Xokram. —No lo entiendo —susurró Quelbos al oído de Síndir—: parece como si reuniesen un ejército. —Esto no es para buscarnos, Quelbos —dijo la joven hechicera—. Algo grave ha ocurrido, o está a punto de ocurrir. Los cuatro viajeros estaban tendidos en el suelo embarrado, de cara al monasterio. Desde allí veían el ir y venir de los soldados, y de vez en cuando un monje aparecía entre ellos y se encaminaba hacia el portón del recinto. Las aguas del Adaria, junto a los muros del lado sur, reflejaban la luz de las hogueras.
Síndir se tumbó sobre el costado y contempló a Quelbos, con su capa manchada por el barro. Miró hacia el monje que desaparecía ahora por la puerta del edificio y se giró de nuevo hacia sus compañeros, con una sonrisa extraña. —Oíd —les dijo—, sabéis que el superior cuenta con que intentaremos entrar ahí a buscar a Ansp y a Galdwynn, ¿verdad? —Desde luego —asintió Quelbos—. Todo apunta a que vamos a una trampa. —Eso es. Esperan que cuatro ladrones intenten introducirse sigilosamente por la misma trampilla de servicio que la primera vez. Y seguramente estará bien vigilada. Con soldados de Xokram haciendo turnos. Y si los informadores del Consejo son tan buenos como hemos de esperar, seguramente sabrán por el gobernador de Marina que entre nosotros hay al menos una mujer. Arcris la miró, interrogante, pero se mantuvo en silencio. Síndir continuó. —Lo que no se esperan es que quien entre sea uno de ellos, un monje. Y por la puerta principal. —¿Piensas hechizar a alguno de ellos para que haga el trabajo por nosotros? — se animó Quelbos. —Ojalá tuviera ese poder —negó con la cabeza la hechicera—. Pero no, la cosa es más… rudimentaria. Requerirá un poco de teatro por tu parte. —¿Yo? —Delgado como eres, con esa cara de cansado que muestras y con la barba que acumulas desde antes de llegar a Ishtorgard, tienes todo el aspecto de un monje. —Salvo por el hábito —apuntó Rotalmanys. —¿Tienes una cuerda? —le preguntó Síndir al leñador. —¿Una cuerda? Sí, en mi bolsa… ¿qué tienes en mente? —Es arriesgado, pero puede funcionar. Lo más difícil es entrar en el interior pasando frente a los soldados. Ni aunque esperemos toda la noche conseguiremos que se duerman todos. Así que haremos esto: Quelbos entrará
con su capa bien manchada de barro, para que adquiera un tono marrón, y con la cuerda que tenga Rotalmanys como cinturón. Si se mantiene alejado de las llamas, puede que dé el pego. —¿Entrar yo solo? —en los ojos de Quelbos se evidenció la inquietud que le producía aquella idea. —Rotalmanys te acompañará. Por su estatura no encaja con la descripción que puedan haber dado de nosotros. Puede llevar unas cuantas pieles enrolladas en sus brazos, y parecerá que acompaña a un monje llevándolas al interior. —Es un plan tan raro que quizás funcione —sonrió el leñador. —Una vez dentro, tendréis que improvisar. Quelbos, de nuestra primera incursión debes de recordar algo de los pasillos, ¿verdad? —Sí. —Busca el que lleve a los sótanos. Creo que será abajo donde encontraréis a Ansp y a Galdwynn. Pero procurad ser discretos. Y si ello no es posible, evitad dejar testigos. Quelbos tragó saliva. —No tengo mucha experiencia en ese particular… —Eso déjamelo a mí —gruñó sonriente Rotalmanys—. Tú distráelos con tu palabrería y yo me ocupo de dejarlos fuera de combate. Por cierto, si has de hacerte pasar por monje, recuerda actuar como tal. —¿Qué quieres decir? —Tendrás que mostrarte seguro, incluso altivo. Si te cruzas con un civil o un soldado, míralos incluso con desprecio. Pero haz la señal de Kalyrs y di siempre «Kalyrs te acompañe, hijo mío». Quelbos asintió, memorizando aquellos consejos. —¿Cómo saldréis? —preguntó Arcris—. No podéis pasar con dos prisioneros por delante de todos esos soldados.
—Dentro del monasterio será más fácil hacerse con algún hábito de verdad — dijo el muchacho, intentando hacerse el valiente. —¿Y nosotras? —preguntó Arcris a Síndir—. ¿Esperamos aquí? —Sí, las mujeres no tenemos cabida en la Orden. Nos encargaremos de vigilar el caballo. Haz que se tumbe y cúbrele la cabeza con una capa para que no relinche ni resople. Arcris asintió, sin decir nada más. Agarraron la capa de Quelbos y la hundieron repetidas veces en el fango, sacudiendo luego la tierra que quedaba adherida, hasta que la tela quedó definitivamente teñida de color marrón tierra. Se la puso y se ató un trozo de cuerda alrededor de la cintura. Se caló la capucha y miró a los otros. —¿Qué tal? Arcris esbozó una mueca amarga. —No os acerquéis a la luz —dijo—. Tendréis suerte si conseguís llegar a la puerta. Quelbos pidió los puñales a Síndir y dio uno a Rotalmanys. —Ocúltalo bajo el montón de pieles. Tendrás que estar dispuesto a matar algún monje. —Estoy listo. —Quelbos —llamó su atención Arcris. —¿Sí? —Si vas a usar un puñal —le dijo la pelirroja—, clávalo en el corazón o siega la garganta. No lo claves en el estómago, aunque eso te resulte más fácil. Supondría una muerte lenta y tu víctima podría dar la alarma. No le des opción. Quelbos tardó en reaccionar, sorprendido por aquel consejo. —De acuerdo —se limitó a responder.
Cuando estaban a punto de marchar, un rumor entre las tropas les hizo girarse. Un monje de hábito marrón, pero de aspecto distinguido y autoritario, había salido del monasterio hacia la segunda hoguera. Iba acompañado de dos hábitos azules y cuatro monjes de marrón. Desaparecieron detrás del fuego y todos los soldados giraron sus ojos hacia ellos. —Debe de ser el superior —dijo Síndir—; en todo caso es una buena ocasión para burlar la guardia. ¡Adelante! —susurró—. ¡Buena suerte! Quelbos y Rotalmanys se alejaron hacia la primera hoguera. Cuanto más se acercaban, más audible se hacía una enérgica voz que parecía discutir con el silencio. Sin duda, era el superior que amenazaba al comandante de las tropas, el cual no se atrevía a gritar tanto como el monje. Llegaron junto al muro y se deslizaron con sigilo, pero intentando aparentar naturalidad. Los guardias estaban distraídos, disfrutando al ver a su jefe recibir una bronca. Diez pasos más y llegarían a la puerta. Rotalmanys susurró a Quelbos: —Vas bien. Siéntete aún más poderoso y ya lo tienes. El muchacho se irguió aún más y acompasó algo el paso. Parecía realmente que, pese a ser el leñador mucho más alto, el que mandaba entre los dos era él. Una voz sonó a media distancia a su izquierda, junto a la primera hoguera: —¡Salud, padre! ¡Buenas noches! Quelbos, con el corazón en un puño, pero sin alterar el paso ni girar la cabeza, alzó su mano, haciendo la señal de Kalyrs. Él y su compañero se colaron por la entrada del monasterio. No había nadie a la vista. Con la guarnición del exterior los monjes debían sentirse más seguros y no tenían portero. Atravesaron un patio, junto al cual se encontraban las caballerizas, y se dirigieron a una puerta abierta al fondo. —¡Creí que nos descubrían! —susurró el joven escribiente a Rotalmanys, mientras le guiaba por un corredor oscuro. —Recuerda que ahora eres un monje —le contestó el leñador—. Si quieres
mostrarte arrogante nadie te lo impedirá, salvo si lo haces con un hábito azul. —Espero no encontrarnos con ninguno… Vamos por aquí. Giraron por un pasillo a la derecha y continuaron caminando. Llegaron a la entrada de una habitación, llena de sacos de grano y herramientas de labranza, y en la que había dos monjes frente a una mesa, de espaldas a ellos. Se apartaron a un lado y se ocultaron tras una columna en sombras. —Ten preparado el puñal —dijo Quelbos, con el suyo en la mano. Entraron en la habitación y entornaron la puerta, evitando hacer ruido. Se acercaron a los monjes y, siempre en silencio, se situaron detrás y apuntaron con las armas a sus cuellos. —Ni un solo grito si no queréis que os matemos. Soltad vuestras espadas muy despacio… —No tenemos espada —dijo uno, tragando saliva. —Está bien —estudió a los dos religiosos con rapidez, y luego les dijo—: quitaos el hábito. —¿Cómo? —¡Que os desnudéis! —tronó la voz grave del leñador, justo sobre ellos. Los monjes se desvistieron con premura. Sintieron escalofríos. —No iréis a dejarnos así con este frío —se quejó uno. —No, no somos tan malos —sonrió Quelbos, aunque ante todo quería aparentar ferocidad—. Te pondrás mis ropas. Rotalmanys… —el joven hizo un gesto inequívoco hacia el otro monje. El leñador descargó un veloz y fuerte puñetazo sobre su cabeza y el hábito marrón cayó inconsciente. El otro se puso a temblar. —¡No me hagáis daño! —Gírate —le ordenó Quelbos. El monje quedó ahora enfrentado a ellos, observándolos con curiosidad y temor.
Quelbos hizo otra seña a su compañero, que se situó junto al monje. —Obedece y no te mataremos —añadió Quelbos, aprovechando para vestirse con el hábito mientras Rotalmanys se encargaba de vigilarle. Luego hizo un gesto al monje—: Ahora tú; ponte mi capa tal y como la llevaba yo. El monje sostuvo la prenda enfangada en sus manos, con cara de repugnancia, pero un gruñido de Rotalmanys le hizo obedecer. El leñador se puso el otro hábito, que le quedaba pequeño y muy tenso. Quelbos preguntó al monje: —¿Sois muchos los hermanos congregados aquí? —Unos ochenta. Sin contar el Consejo. —¿Y cuáles son vuestros nombres? El monje titubeó antes de responder: —Yo soy Pircén de Tupek. Y él —señaló al hermano inconsciente— es Hylus de Tyremis. Quelbos cogió una cuerda que había sobre la mesa y ató las manos del monje tras la espalda. Rotalmanys, mientras, ocultó al noqueado Hylus detrás de las sacas de grano. —¿Tupek y Tyremis? ¿No cae eso en el Continente Norte? —Sí. —Muy lejos estás de tu tierra. ¿Por qué estáis en Neroga? —preguntó. —Porque nos han expulsado. Quelbos miró al leñador con los ojos cargados de sospechas. —Expulsados… las provincias del norte se rebelan, ¿no? Pircén torció el gesto, envalentonándose con el extraño ignorante.
—¡Likus liscomunos! —dijo—. No sabes ni qué diferencia hay entre un karnato y una provincia. No sé por qué he pensado que podías ser un espía del norte. ¡Ni siquiera tienes el acento! —¿Espía? Me has dado una idea. Rotalmanys, ponle una mordaza. No, espera un momento… A ver, buscamos a dos guerreros que fueron apresados en Yndrakas, hace dos meses. Dinos cómo llegar a las mazmorras donde los tenéis encerrados. —Ya sé de quiénes hablas. Todos aquí sabemos quiénes son, porque estamos avisados de que… —entonces comprendió quiénes eran los extraños, y abrió la boca para gritar, pero Rotalmanys apretó la hoja contra su cuello aún más fuerte, arrancándole un hilo de sangre. —Nada de tonterías —le amenazó el leñador, acercando su cara, los ojos entrecerrados en una mirada dura y decidida—. Es mi último aviso. El monje asintió, sudando. —Muy bien —dijo ahora Quelbos—. Entonces nos indicarás cómo llegar a ellos. —Os llevaré. Pero no os servirá de nada. Llegáis tarde. Ya no son ni una sombra de lo que fueron. —¿Qué quieres decir? —¿Cuánto crees que aguanta la cordura del ser humano encerrado, sin ver la luz del sol, de hecho sin luz alguna, atado y en silencio? Quelbos notó un nudo en la garganta. Plantó su cuchillo con fuerza contra las costillas del monje. —Dime cómo se llega. —Hay que tomar el pasillo principal y bajar unas escaleras. Pero no podréis pasar: hay siempre dos hermanos armados custodiando las celdas. —Me lo imagino. Por eso nos acompañarás. El monje fue a protestar, pero Rotalmanys le tapó la boca con un trozo de tela que luego aseguró a modo de mordaza.
Quelbos ocultó el puñal a la espalda, sujeto al cinturón. —Rotalmanys, yo me encargaré del monje que abra la puerta. Tú del otro. Pero primero déjame hacer. El leñador asintió y ambos salieron al pasillo con el monje Pircén atado y amordazado, vestido con la capa enfangada. Volvieron al primer pasillo y tomaron rumbo al calabozo. Tal y como había dicho Pircén, llegaron a unas escaleras. Empujaron al monje hacia abajo y aparecieron en una sala húmeda en forma de túnel, con la bóveda repleta de grietas por las que se colaba agua y puertas de fuerte madera a cada lado. Las paredes estaban excavadas en la roca y el suelo mostraba muchas irregularidades, como si los constructores no hubiesen podido alisar la dura roca. Antorchas encendidas, clavadas en la pared, rompían la negrura y crepitaban al o de las filtraciones. Doblaron una esquina y avanzaron hasta una puerta custodiada por dos monjes. Estos desenvainaron las espadas y les dieron el alto. —¿Quién es este hombre? ¿Por qué lleva mordaza? Quelbos dio un paso adelante, forzando un acento extranjero. —Es uno de los ladrones que buscábamos. El padre superior ordena que sea encerrado con los otros. Y no se le debe desatar o quitar la mordaza. Es un hechicero, muy peligroso. —Hechicero, ¿eh? —sonrió uno—. Los herejes de la peor calaña. Sin duda, este es su sitio. Y aquí morirá de hambre, porque no seré yo quien libere su boca para que coma, eso desde luego. Hechicero… ¡bah! Sería más prudente quemarle la lengua antes de encerrarlo. —¿Y quiénes sois vosotros? —les preguntó el otro—. No os había visto antes. ¿Venís del norte? —Sí. Yo soy de Tupek y él es de Tyremis. El monje sacó un manojo de llaves sin dejar de observar a Rotalmanys.
—¿No te viene un poco pequeño el hábito, hermano? —escogió una llave del montón. —Es que no lleva el suyo —improvisó Quelbos—. Resulta que se cayó en el barro y tuvo que pedir uno limpio, pero no tenían de su talla. El monje celador iba a introducir la llave en la cerradura, pero se detuvo. A Quelbos el corazón le latía desbocado. ¿Qué ocurría ahora? —Hablando de barro —dijo el celador, señalando al presunto hechicero amordazado—, ¿qué le ha pasado a este? —Se quiso hacer pasar por monje para liberar a sus compañeros. Los soldados lo advirtieron y le apresaron. El aludido intentó hablar gesticulando con la cabeza, pero Rotalmanys le hizo callar. El monje de la puerta sonrió, negando con la cabeza, mientras hacía girar la llave en el ojo de la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido y el religioso entró primero, portando una antorcha. El calabozo era profundo y oscuro, permaneciendo en sombras incluso con la luz de la tea. Del interior emanaba un olor a podredumbre, heces y suciedad que aturdía. El suelo estaba húmedo y por él corrían algunas cucarachas. Se oía un leve jadeo al fondo, entre las sombras, y también una voz que gemía, una voz aguda, de enfermo. Quelbos trató de no pensar en lo que podía hallar en aquella mazmorra y se concentró en la siguiente acción que debían llevar a cabo. Sacó el puñal de la espalda y, recordando las palabras de Arcris, rebanó el cuello del monje carcelero desde la espalda. El hombre dejó caer la antorcha y emitió un breve gorgoteo, sordo y ahogado. Quelbos notó la sangre, viscosa y caliente, impregnando su mano. Detrás sonó un gemido agudo: Rotalmanys había ejecutado al otro celador. Quelbos empezó a respirar agitadamente. Ver cómo en aquel momento, con sus propias manos, había puesto un brusco fin a la vida de un hombre, le hizo sentir náuseas, el terrible vértigo de decidir que la existencia, objetivos y sueños de una persona, una persona como él mismo, ya no iban a continuar. ¿Merecía realmente un final como aquel, brutal, a traición, y en la oscuridad de una mazmorra infecta? Le costaba pensar que así fuera. Y más allá de aquellos muros, ¿tendría familia? ¿Un hermano o una hermana? ¿Unos padres que ya nunca más tendrían noticias de él? El cuchillo resbaló de su mano y sonó con
estrépito contra el suelo de roca. Rotalmanys entró en el calabozo empujando a su prisionero. La antorcha, en el suelo, apenas llegaba a iluminar la cara del leñador, pero aún con tan escasa luz, a Quelbos le pareció que aquel hombretón no estaba ni por asomo tan conmocionado como él. Pensó que tal vez no se trataba de la primera persona a la que el gigante quitaba la vida. El forcejeo del monje norteño le hizo reaccionar, e hizo un esfuerzo por sobreponerse a la situación. Recogió la antorcha y la orientó hacia el interior. El círculo de luz iluminó dos botas en el suelo. Se acercó más a la pared y vio que las botas continuaban en dos piernas delgadas, sucias y dobladas. Iluminó la figura entera y vio que se hallaba enroscada en posición fetal, tenía el pelo sucio y despeinado y toda ella temblaba como una hoja otoñal a punto de caer muerta del árbol. Escondió la cabeza entre sus manos al ver la luz de la antorcha, soltando un leve chillido, como de ratón asustado. —¿Galdwynn? Quelbos posó una mano sobre el brazo del guerrero y lo notó ardiendo. Galdwynn se encogió aún más. —¡Galdwynn ¡Soy Quelbos! ¡He venido a sacaros de aquí! El guerrero no se movió más, pero siguió temblando por la fiebre. Quelbos se dirigió a la esquina contigua, pues había oído una respiración dificultosa y una tos. Allá estaba Ansp, con el aspecto de una marioneta abandonada en un rincón, con los brazos caídos y la mirada perdida en otro mundo. Tenía las uñas rotas, posiblemente de arañar la madera de la puerta o intentar escarbar en el suelo en busca de una salida. Cuando Quelbos se acercó a él, desvió esa mirada perdida hacia la luz, cerrando y abriendo los ojos continuamente. —Ansp, ¿qué os han hecho? ¿Me reconoces? ¡Soy Quelbos! El antiguo jefe del grupo miró al muchacho a la cara y pareció reconocerle, aunque no articuló una sola palabra. Quelbos se dirigió al leñador: —¡Rotalmanys, ayúdame a sacarlos!
Este obligó a su prisionero a echarse en el suelo, en un rincón, y se acercó a los dos mercenarios. Frunció el ceño al ver su estado. —¿Son tus amigos? —preguntó al escribiente. —Sí, o lo que queda de ellos —dijo con voz quebrada—. Coge el hábito de uno de los muertos y pónselo a Ansp. Yo me encargaré de Galdwynn. No les fue fácil vestir a los guerreros, pues estos, sobre todo Ansp, se negaban a moverse. Estaban como petrificados. Cuando acabaron, Rotalmanys señaló hacia Pircén de Tupek. —¿Qué hacemos con ese? ¿También hemos de…? —No —dijo el joven, con voz entrecortada—. Son suficientes muertos por hoy. Lo dejaremos aquí, maniatado y amordazado como está. No tardarán en encontrarlo, pero ya estaremos lejos. Salieron del calabozo y cerraron la puerta. Caminaron hacia las escaleras, llevando Quelbos a su amigo Galdwynn y Rotalmanys al ausente Ansp, en una penosa y fatigante ascensión. Llegados arriba, se apresuraron a llegar a las caballerizas. Escogieron dos caballos de fuerte aspecto que tenían los correajes puestos. Situaron a los enfermos, tumbados boca abajo, entre la cruz y el dorso de los animales. A continuación, montaron ellos también y se dirigieron al exterior. Fuera, las miradas de los soldados se clavaron en ellos. Quelbos se dio cuenta de que el superior continuaba allí, lejos, pero ya no gritaba y las tropas habían dejado de prestarle atención. Cuando vio que los soldados se advertían unos a otros de la extraña situación, Quelbos espoleó su caballo, se dirigió a uno de ellos y gritó: —¡No os quedéis ahí parados! ¡Unos espías del norte han entrado en el monasterio desde el río y están matando a nuestros hermanos! ¡Avisad al superior! El soldado dudó unos segundos, pero al ver el hábito manchado de sangre del otro monje salió disparado hacia la segunda hoguera, donde el comandante discutía con el superior. Los demás soldados no esperaron ninguna orden, pues
se les enseñaba a tener arrojo y decisión, y entraron en el monasterio con las espadas desnudas y rompiendo en gritos. Quelbos y Rotalmanys aprovecharon la confusión reinante para huir hacia el escondite de sus compañeras. Arcris y Síndir los vieron venir y montaron a lomos del caballo de carga. Una vez reunidos, cruzaron el camino y se alejaron en dirección norte, campo a través, avanzando todo lo deprisa que les permitía el barro y el hecho de ir dos personas en cada montura. Continuaron así un trecho, pero al cabo se detuvieron un momento, cuando consideraron que nadie los seguía, para cubrir con pieles a los maltrechos Ansp y Galdwynn. Síndir se fijó entonces en el rostro tembloroso de Quelbos. —¿Estás bien? El joven escribiente la miró sin saber qué decir. Luego balbuceó. —Sí, bien… Pero ahora que pienso… he perdido tu puñal. Lo siento. Síndir le sonrió con delicadeza, preguntándose si había sido buena idea enviar a Quelbos a aquel rescate, por más que hubieran logrado el objetivo de rescatar a sus compañeros. Estaba claro que el joven había perdido algo más que un simple cuchillo. —No pasa nada. Eso es reemplazable. Lejos, detrás, oyeron a un comandante intentando poner orden entre sus hombres. Reanudaron la marcha. Un relámpago iluminó la noche y al poco empezó a nevar.
8
Quelbos se sirvió de su aliento y la manga de su camisa para desempañar la ventana. Desde el segundo piso de aquella posada de arrabal se veía media Mora, la ciudad más septentrional de la provincia de Naditris, constituida en su mayoría por casas de planta baja, entre las que destacaba el templo de Kalyrs, en un extremo, y algún otro edificio que supuso era de carácter istrativo, sino de alguna familia noble. Los tejados acumulaban un grueso manto blanco, y la calle, intransitable tras aquellos dos días de nevada, empezaba a ser despejada por vecinos provistos de palas y necesitados de un retorno a la actividad. Llegar a aquella ciudad había sido realmente duro, abriéndose paso por el barro y bajo una ventisca que castigaba sus rostros y atenazaba sus músculos, y que únicamente agradecieron porque protegió su travesía de ojos curiosos. No encontraron ni un alma en todo el trayecto. Incluso la garita del puente que salvaba el Daleria, afluente del Adaria, les pareció abandonada cuando pasaron junto a ella, poco antes de alcanzar el cobijo de las primeras casas de Mora. No se hallaban realmente muy lejos del monasterio, pero no habían tenido opción: los dos guerreros tiritaban, entre delirios y palabras inconexas, y era urgente atenderlos y darles descanso. Como medida de precaución, habían decidido separarse y hospedarse en dos posadas diferentes. Arcris se quedó al cuidado de los enfermos en la zona oriental, y Quelbos, Síndir y Rotalmanys se alojaron en los arrabales del otro lado de la ciudad. Ahora que por fin las calles estaban siendo despejadas, Quelbos aprovecharía para visitar a los guerreros. Desde que habían llegado, no sabía nada de ellos. Se encaminó hacia la parte este, exhalando nubes de vapor y encogido de hombros por el frío. Pero agradecía respirar aquel aire, tanto como poder moverse. Esos dos días de encierro le habían resultado desesperantes. La inactividad le resultaba insufrible, más sin disponer de lectura alguna con la que entretener las horas. Síndir permanecía abstraída en la lectura del libro de Quaram, recitando y memorizando pasajes, maldiciendo cualquier error y visiblemente molesta con cualquier distracción que le provocasen. Pero aquel libro no estaba al alcance del escribiente. ¿Qué hacer, mientras? Los recuerdos
más impactantes habían pasado una y otra vez por su mente, como pobre distracción a su aburrimiento. El encuentro con Quaram, breve pero precioso, era sin duda lo mejor que habían vivido. Pero luego estaban los otros momentos, los tristes y duros. La traición y muerte de Ertys —la imagen de su cuerpo destrozado nunca se le borraría—, la destrucción de la Torre Subterránea — ¿realmente quedaba ya Quaram inalcanzable a los humanos?—, la ejecución de aquel monje con sus propias manos —sin duda, algo que marcaba un antes y un después en su vida—, hallar a los dos guerreros casi muertos… La llegada de Rotalmanys al grupo no había podido ser más oportuna. ¿Qué hubiese hecho él solo en el monasterio? Sonrió, pensando en el leñador. Rotalmanys era un aporte de aire refrescante, contrarrestando el efecto que podía tener la muerte del ladrón. Y en aquellos días de reclusión, el leñador era el único que mostraba cierto buen ánimo. Canturreaba por lo bajo, aparentemente feliz con su nueva vida, alejada de las labores en los bosques. Era, como habían comprobado en su encuentro en el Valle Forestal, un hombre realmente afable y de entretenida conversación, lo que a Quelbos le sorprendía, pues tenía a los leñadores por gente propicia a la individualidad y la soledad, e incluso a encerrarse en sí mismos y a ser gruñones. Pero muy al contrario, Rotalmanys raramente mostraba preocupación o malestar, y en caso alguno les dirigía una respuesta que no fuera acompañada de una sonrisa. Prometía ser un magnífico compañero de viaje, y por su carácter estaba convencido de que también sería un estupendo Buscador, si conseguían vencer su reticencia a creer en dioses… Quelbos entró en la posada y se presentó al posadero, hombre grueso, de piel lechosa y cabello color paja, corto y rizado. Este le indicó en qué habitación se encontraban sus amigos. El joven subió al piso superior, llamó a la puerta y la voz de Arcris le invitó a entrar. La pelirroja se encontraba arrodillada junto al lecho ocupado por Ansp. En sus manos sostenía un cuenco lleno de un espeso y humeante caldo. Cuando el guerrero se agitó levemente, Arcris retiró la bebida de sus labios y le dejó dormirse de nuevo. La joven había aprovechado aquellos días de aislamiento para afeitar y asear a los enfermos, cuyo aspecto denotaba las terribles secuelas del largo encierro. Se levantó y dejó el recipiente sobre una mesa. —Lo más difícil ha sido conseguir que volviesen a comer normalmente —se acercó a la cama de Galdwynn y posó una mano sobre la frente del guerrero—.
Ya le ha bajado la fiebre, pero está muy débil. Ansp murmuró algo inaudible, pero siguió durmiendo. Quelbos señaló con un movimiento de cabeza en dirección al pasillo. Él y Arcris salieron. —¿Has conseguido averiguar algo sobre lo que les pasó? Ella asintió, desviando la mirada. —Ansp se pasó el primer día totalmente callado, como si hablar fuese algo imposible para él, o algo olvidado. Pero luego empezó a decir frases sueltas, fragmentos que he podido juntar. Durante las primeras semanas los tuvieron separados y aislados, sin luz. Y encadenados, a la vista de las marcas que tienen en las muñecas. El aislamiento afectó sus mentes. Se encerraron en sí mismos. No sé cuándo los pusieron en la misma celda, pero seguro que ya estaban muy debilitados. Y por cómo estaban, está claro que los últimos días ya ni comían. Quelbos —sus ojos se humedecieron—, si llegamos más tarde no los hubiésemos podido atender… habrían muerto sin remedio. Quelbos la miró quedamente. Pese a que abandonar a los guerreros a su suerte en Yndrakas había sido en gran parte por su insistencia, y pese a sus objeciones a la idea de intentar un rescate, al parecer la pelirroja de corazón de roca era capaz de experimentar compasión. Y, por lo visto, ocuparse de cuidar a los compañeros la distraía de lo que fuera que aquellos días oscurecía su ánimo. Estaba, desde luego, más locuaz. —¿Cuándo crees que estarán en condiciones de continuar el camino? —Lo ideal sería que descansasen un mes… —No disponemos de un mes. —Ya lo sé… por el momento es imposible moverlos, sobre todo a Galdwynn. ¿Podemos descansar una semana? Quelbos se encogió de hombros. —No sé, todo dependerá de si aparecen los monjes por aquí o no. Estamos muy
cerca del monasterio. Los caminos están aún impracticables, pero la gente empieza a abrirlos. He notado que están todos muy alegres por poder salir a la calle. Arcris sonrió levemente. —Seguramente están contentos porque, si limpian las calles, podrán celebrar la fiesta de las Primeras Nieves. —Creo haber oído sobre esa fiesta alguna vez… —Es muy típica en todo el valle del Daleria: en Yende, en Helm, en Ulistán… Se da la bienvenida al invierno tras la primera gran nevada del año y nadie duerme en toda la noche. La pasan en vela, cantando, bailando, comiendo y bebiendo. Recuerdo cómo se celebraba en mi pueblo —sus ojos brillaron al pensar en su infancia—: el herrero, el panadero y el molinero tenían algunos instrumentos que solían tocar solo en familia, pero que ese día sacaban a la calle; sus mujeres habían horneado panes y pasteles durante el día y los árboles de la plaza tenían decoraciones preciosas… los niños bailábamos y corríamos sin que nadie nos vigilase ni nos llamase la atención… y luego la tripa te dolía toda la noche de tanto pastel… —La joven sonreía, pero enseguida pareció avergonzada por haber compartido aquellos recuerdos y carraspeó, incómoda—. Como te digo, se celebra en muchas ciudades y pueblos. El invierno ya ha llegado y empiezan los meses de descanso. Siendo Mora una ciudad importante, seguro que se organiza una fiesta con orquesta en la plaza del ayuntamiento. —¿Y será esta noche? —No lo creo. Antes tendrán que quitar la nieve de la calle. —Bueno, yo regreso con Síndir y Rotalmanys. Volveré por la tarde. —Hasta luego —Arcris entró en la habitación y cerró la puerta.
* * *
Síndir depositó el libro de Quaram sobre la mesa, contemplándolo en silencio, y recordando lo cerca que había estado de perderlo a manos de Ertys. «Ahora es un buen momento. No hay nadie que me pueda distraer y ya conozco bien el hechizo». Solamente necesitó un par de minutos. Dispuso las manos sobre el tomo, entornó los ojos y murmuró unas palabras con voz grave, lenta y baja. El libro se iluminó débilmente y luego recuperó su natural color opaco. «¡Hecho! A partir de ahora, nadie excepto yo podrá tocar este libro». Quelbos entró en la habitación, tiritando. —¡Qué frío hace fuera! —dijo con una sonrisa nerviosa—. Arcris no cree que Ansp y Galdwynn puedan andar antes de una semana. Así que tendremos que estar atentos a la posible aparición de los monjes —buscó al leñador con la mirada—. ¿Dónde está Rotalmanys? —Salió a por comida —dijo Síndir, dejando el libro a un lado con suavidad—. El posadero ha agotado sus existencias. Quelbos se sentó sobre la cama, soltando un hondo suspiro. —Ah, cómo me desespera no hacer nada salvo esperar… Uno se siente inútil. —Bueno —sonrió Síndir, mirando a un lado—, a mí me va estupendo para estudiar… —Ya… —sonrió también él—, la próxima vez que nos encontremos con un dios, recuérdame que también yo le pida algo que leer. —Hecho —rio la hechicera. Quelbos observó unos segundos a su compañera. Los secretos de aquel libro mantenían constantemente ocupada a Síndir, incluso de noche, robando horas al descanso. Estaba convencido de que no pasaría mucho sin que sus oscuros cabellos comenzasen a teñirse de blanco. Era como si para ella la misión hubiera pasado a un segundo plano, como si la búsqueda de Domork y el Descanso no le llamase ahora tanto como absorber todos los conocimientos contenidos en aquel
grueso tomo. Síndir contempló de nuevo por un instante el Libro de Hechicería. El tiempo se le pasaba casi sin enterarse cuando se sumergía en aquellas páginas. ¡Le faltaban horas en el día para avanzar todo lo que quería! Leer un encantamiento, comprender lo descrito, memorizarlo, ponerlo en práctica, analizar el resultado, revisar las explicaciones, volver a probar… Además de todas las historias que se relataban, que la transportaban a una época desconocida. Existía un mundo anterior a la llegada de la Orden de Neroga, una sociedad anterior a Kalyrs, con otra estructura territorial y política. Posiblemente aquejada de mil males y corrupciones, como la actual, ni más ni menos. Pero resultaba fascinante, incluso refrescante, saber que otro mundo y otra sociedad eran posibles. Sonreía al imaginar la reacción que despertaría en un hábito azul la lectura de una sola de aquellas páginas. ¡Buscaría desesperado el fuego más cercano para destruir aquel compendio de herejías, sintiendo úlceras en sus dedos por el simple o con el papel! Por supuesto, ello ya nunca podría suceder, tras haber protegido mágicamente el libro. Ahora podía estar tranquila en ese aspecto y centrarse en aprovechar al máximo el tiempo que tuviese para su estudio. Como le había insinuado a Quelbos, a ella era a quien seguramente la larga estancia en Mora le supondría más provecho. Por supuesto que esperaba la total recuperación de sus compañeros, pero lo que para los demás era tiempo estéril, para ella era un regalo divino, como el propio libro. Cruzó de nuevo la mirada con la de Quelbos y añadió, algo ruborizada: —No me mires así… Entiende lo que esto supone para mí. Cuando me expulsaron del Hogar, en Alfira, mi mundo se vino abajo. Recibir esta oportunidad para mí es como… como volver a ver la luz del día. El reto que se me presenta ahora es cumplir con lo que se espera de mí. Ser digna de la confianza que ha depositado en mí Quaram. Y pienso cumplir. —Estoy seguro de que lo harás. Y no te miraba con recriminación. Quizás con envidia. Ya te lo he dicho: la próxima vez tengo que procurarme algún libro como ese para mi propio entretenimiento. —Cuando encontremos a otro de los hijos de Aretsán, o al propio Aretsán, recuerda pedírselo. —¿Crees que eso sucederá?
—Hemos encontrado a uno de sus hijos, ¿no? Ahora ya sabemos que lo que te escribieron es cierto: existe Aretsán. Así que estoy convencida. Lo siento en mi interior; Aretsán se nos aparecerá algún día. Rotalmanys apareció, portando una bolsa con algunas viandas y mostrando una amplia sonrisa. —¡Me acabo de enterar de que mañana hay una fiesta! Iremos, ¿verdad, amigos? —¿Por qué no? —respondió Quelbos—. Nos servirá para olvidarnos un rato de nuestra misión y de nuestros problemas —introdujo la mano en uno de sus bolsillos y sus dedos tropezaron con tres pequeños objetos. Los sacó y los sostuvo en su mano abierta—. Tengo que darles los anillos a Ansp y a Galdwynn. Ojalá tuviesen algún poder curativo. Pero Quaram dijo que no eran más que anillos vulgares. Síndir le dirigió una mirada curiosa, como meditando en torno a aquellas últimas palabras. ¿O tal vez la aprendiz de hechicera estaba de nuevo ausente, perdida otra vez en sus mundos mágicos? Difícil de saber. Quelbos suspiró y devolvió los anillos a su bolsillo.
* * *
—¿Llegó el momento? —preguntó una de las voces. —Sí, llegó el momento —confirmó la principal—. Alwinus fue torpe y dejó escapar a esos prisioneros que iban a servirnos. Pero no podemos posponerlo. —¿Y de quién nos serviremos? —Del propio Alwinus. Será un aleccionador castigo por su torpeza.
* * *
El día siguiente amaneció nublado y frío, pero ello no impidió que la gente de Mora saliese a las calles a hora temprana, con amplias sonrisas en sus rostros y objetos festivos de todas clases en sus manos. Quelbos también se levantó temprano y se acercó a la posada donde reposaban los guerreros. Arcris le comunicó que Ansp ya se había incorporado, tenía ganas de caminar y había recuperado el sereno y equilibrado aspecto que todos recordaban en él. Galdwynn aún seguía muy débil y con tos. —Os dejo un momento solos —dijo la muchacha—. Voy a pedir algo de comer abajo. Quelbos se acercó a Ansp, acostado despierto sobre su cama. —Me alegro de volver a verte bien —le dijo al guerrero. —Y yo a ti. Me han dicho que tú lideraste nuestro rescate. Y que ahora eres el jefe —sonrió Ansp. Era la primera vez que le veía sonreír de aquella manera. Quelbos miró hacia la ventana y se encogió de hombros. —Bueno, no lo decidimos, pero finalmente me encargué de guiarlos. Espero que ahora recuperes tú el mando —bajó la voz e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta por la que había salido la muchacha pelirroja—: estoy harto de tener que discutir con Arcris sobre la ruta a seguir. ¡Ah, ten tu anillo! Ansp lo sostuvo en su mano con rostro ausente. —¿Mi anillo? —Todos llevamos uno —explicó—. Es nuestro símbolo de identidad. Nos lo dieron en la Cueva Subterránea. —¿Qué había allí? —Una torre, de base cuadrada y habitada por uno de los hijos de Aretsán —los ojos del guerrero mostraron sorpresa—. ¿Te das cuenta, Ansp? ¡Aretsán realmente existe! ¡El mensaje que me envió Olegar de Helm decía la verdad! ¡Y el Canto de Domork también era auténtico! ¡Todo es cierto! —Quelbos hizo una
pausa para tomar aire y su expresión cambió—. Pero para encontrar a Domork tendremos que caminar mucho, recorrer los Tres Continentes, luchando contra los monjes y contra el Karnat. —¿Un karnat? —Ansp, también por primera vez desde que lo conocía, alzó las cejas a causa del asombro—. ¿Os persigue un karnat? —Sí, pero aún no sabemos por qué. Nos viene siguiendo desde Xokram. En la Cueva Subterránea quiso atraparnos. Nos siguió a la carrera. Suerte tuvimos del derrumbe que provocó Quaram. Eso le detuvo. Quaram nos advirtió que el mal habita en él, que es un ser peligroso y malvado. Y Ertys era espía suyo; trató de robar el libro de hechizos que Quaram le regaló a Síndir para entregárselo al Karnat. —Nunca me fie de ese ladrón. Como tampoco de Arcris. Quelbos no contestó. Estuvo tentado de recriminarle por hablar así de la joven que se había encargado de ellos aquellos días, pero prefirió no iniciar una discusión que tal vez solo contribuyera a incrementar las suspicacias del guerrero. —Yo luché una vez en el karnato de Anrad-Oces —continuó hablando Ansp, con la mirada perdida en un rincón—. Hace años, cuando se disputaba con Sínox las tierras al sur del río Oces… Una batalla terrible, muy sucia. Pero bien pagada. Solo por eso estuve hasta el final… Ya entonces corrían rumores de rebelión contra el monasterio y un provinciano como yo despertaba recelo. Algunos norteños de mi propio bando se mostraban muy hostiles hacia mí, sin importar que luego, en la lucha, me jugase el cuello como ellos. O que salvase la vida de alguno. No importaba… Yo venía de Kalyren, era un siervo de Kalyrs… no había más que añadir. En cualquier momento, una puñalada podía llegarme tanto del enemigo como de un compañero. Vigilé mi espalda en todo momento. Y en cuanto me dieron mi paga, me largué. Quelbos guardaba silencio. Le sorprendía aquella locuacidad de Ansp, pero más le intrigaba adónde quería llegar. El guerrero volvió sus ojos de nuevo hacia él. —De igual modo, es raro ver gente del Norte por las provincias: despiertan desconfianza y rechazo, son vistos como herejes, e incluso como espías. Por ello, no tiene sentido que envíen un karnat a recorrer Kalyren, y menos aún que nos siga a nosotros para atacarnos y robarnos.
—¿Por qué no? —preguntó Quelbos, mientras Arcris entraba de nuevo en la habitación, portando pan, queso y cecina. —Si nosotros demostramos la existencia de un dios que no es Kalyrs, entonces los karnatos tendrán un motivo fundado para levantarse contra los monjes. Estarían encantados de tener pruebas de algo así. Sin embargo, por lo que me contáis, ese karnat se muestra agresivo, y posiblemente tan interesado en lo que podamos llevar con nosotros como en nuestras vidas. No tiene sentido. —A menos que no sepa qué es lo que buscamos —apuntó Quelbos. —Entonces no nos seguiría. Quelbos guardó silencio unos segundos y luego dijo: —Puede que no sea un karnat. Quizás nos mintió. —No tiene más sentido que todo lo demás, pero podría ser —concedió el guerrero. Galdwynn gimió desde su lecho y Arcris se acercó a él para comprobar su temperatura. Quelbos miró a la joven, cambiando de expresión. —Esta noche se celebra la fiesta de las Primeras Nieves. Rotalmanys y yo hemos convencido a Síndir para dejar su estudio. Arcris, ¿te animas? —No sé… alguien tendrá que encargarse de los enfermos. —Puedes ir —dijo Ansp—. Yo estoy mejor. Vigilaré a Galdwynn. Estaremos bien. Ella asintió. —Vendré a ver cómo van las cosas, de todas formas. —Rotalmanys y yo vamos a buscar armas para Ansp y Galdwynn —anunció Quelbos—. Vente con nosotros. La pelirroja dudó un instante. Luego sonrió y salió por la puerta. Quelbos iba a seguirla, cuando Ansp llamó su atención, chistándole.
—No dejéis a Arcris sola —dijo con un susurro apenas audible. Quelbos salió de la habitación con una duda rondando su cabeza: ¿eran fundadas las dudas de Ansp hacia Arcris? ¿Era la muchacha una traidora como lo había sido el ladrón? Sacudió la cabeza, incapaz de aceptar esa posibilidad. De hecho, Quelbos temía que el problema lo tuviera Ansp: participar en decenas de contiendas y complots, luchar por sobrevivir, no poder relajarse nunca bajo el riesgo de morir a manos de un compañero traidor había hecho del guerrero un ser desconfiado, que sospechaba de toda persona a su alrededor. Sin importar que fuese quien le había sanado y cuidado.
* * *
La noche y la música llegaron juntas a Mora. Las calles principales, iluminadas con faroles colgados cada cinco pasos, se llenaron de alegres notas y risas. Todos los habitantes de Mora estaban en la calle, bailando unos con otros al margen de que se conociesen mucho, poco o nada, entregándose a demostraciones de fuerza, destreza, astucia… o afecto. Los numerosos danzantes se aglomeraban en el centro de la gran Plaza del Templo, a unos minutos de la posada donde se recuperaban los guerreros. Rodeándoles en un imperfecto círculo se hallaban dispuestas las mesas para cervezas, vinos y licores. En algunas de ellas, en pocas, se podía ver alguna que otra tarta, pero eran escasas, pues aquella era una fiesta concebida para emborracharse, para que ebrias olas humanas se mecieran hasta el amanecer. En unas cuantas mesas y en los portales de las tabernas de la Plaza se organizaban pulsos entre los más forzudos ciudadanos, animados por estridentes voces con aliento de alcohol. Otros jugaban a encontrar una canica entre tres pequeños vasos, puestos boca abajo, que se movían a una velocidad mayor que la que unos ojos mareados por la bebida podían seguir. Cinco hogueras ardían en la Plaza para iluminar la noche, una de ellas en el centro, en medio de las parejas que bailaban. Quelbos, Síndir, Arcris y Rotalmanys llegaron allá desde la posada, que ahora estaba al cuidado de un sirviente durante la ausencia del dueño, atrapado también este por la perspectiva de una noche de fiesta, vino y alegre compañía. Los cuatro compañeros se pasearon junto a las mesas y contemplaron atónitos
pero divertidos el rápido ritmo al que se vaciaban los barriles. Quelbos advirtió que, a la amarilla luz de las hogueras, el rostro de Arcris parecía animarse. —Igual que las fiestas de Helm —dijo la muchacha, con un brillo de alegría contenida en los ojos. Atravesaron el círculo de mesas hacia el nutrido grupo que bailaba sin descanso. Ante ellos pasó una mujer saltando con un hombre cogido a cada brazo, los tres riendo sin parar y pasándose una gran jarra de cerveza cuyo contenido se desparramaba en el suelo a cada brinco que daban. Un escuálido individuo, bajo y desdentado, bailaba con una gruesa mujer que ocultaba sus cabellos bajo una cofia blanca. Otras dos muchachas intercambiaban sus parejas cada vez que una de ellas profería un grito, encontrándose a veces que ambas bailaban con un mismo muchacho y dejaban al otro completamente solo. Quelbos advirtió que nadie allí llevaba armas a la vista, por lo que habían hecho bien dejado las suyas en la posada. Los músicos se hallaban al otro lado de la hoguera. Un total de ocho, haciendo sonar fluts de fuste simple y doble, ladabures, violas, tambores e incluso un voluminoso arcabajo, del que su propietario arrancaba bien notas graves, bien percusiones que rivalizaban con las de los tambores. Parecían igual de bebidos que los bailarines. Sí, un repentino hipido interrumpió por un instante el sonido de una de las flautas. Arcris empezó a taconear suavemente al ritmo de los tambores, hecho este que no pasó desapercibido a Quelbos. El muchacho sonrió con malicia, tomó a la joven por la cintura y por el brazo y, tras un rápido «¿baila usted?», la arrastró hacia el alborozado círculo. —¡No, yo no…! —protestó la muchacha al principio, pero no se resistió, y se dejó llevar por el loco son de la música y el patoso trotar de cuantos los rodeaban. Síndir se acercó a una de las mesas de juego y contempló tres veces el rápido correr de los vasos y la canica. Puso sobre la mesa un cuarto de plata ante los ojos serenos del trilero, un mestizo salpicado de lunares con una voz chillona que no dejaba de sonar. —¡Bien, una joven quiere probar suerte contra las manos más rápidas de Kalyren! —el mestizo mantenía siempre a su alrededor a un grupo de cinco
personas que no dejaban de perder dinero. —Un cuarto por un real de plata —le retó Síndir. —¡Claro que sí! ¡No importa lo que se pretenda ganar! ¡Lo importante es lo que se pueda llegar a perder! No pierdas de vista mis dedos, morenita. La canica está en el centro, la canica se mueve, la canica viaja, la canica no para… ¿dónde está la canica? Síndir señaló el vaso del centro sin dudarlo. —Aquí —dijo, y ella misma alzó el vaso. La canica estaba ahí. El mestizo le lanzó un real de plata con desgana mientras los cinco borrachos estallaban en carcajadas. Síndir se giró y encontró a Rotalmanys detrás de ella. —¿Cómo lo has acertado? —le preguntó, mientras caminaban hacia los músicos. —¿No viste el anillo que llevaba, ese del ogro de un solo ojo? Es un miembro de la escuela de tahúres de mi provincia. Y cada tres jugadas la canica se queda en el vaso del centro. Es un secreto que conoce poca gente, pero que obligó a los jugadores de allá a buscar inocentes en otros lugares —hizo saltar la moneda en su mano y miró al leñador con una suave sonrisa—. Ven, te invito a una jarra de cerveza. —Y yo la acepto con gusto. Como dice el refrán, «bien educados y bien nacidos son siempre agradecidos». Entre las alborozadas gentes que bailaban, Quelbos y Arcris no dejaban de tropezar con cuerpos y pies que no eran los suyos. Seguían la corriente humana en su alegre girar, atentos al momento en el que, con un rapidísimo redoble de los tambores, los músicos gritaban un borracho «¡va!» y el sentido de la marcha se invertía. A Quelbos le alegraba ver a la joven reír con ganas tras aquellos últimos días de silencio y reclusión. Un hombre y una mujer que saltaban a su lado, ambos gruesos como toneles, los saludaron con carcajadas e intercambiaron las parejas. Se distanciaron entre sí y brincaron al compás unos instantes. Quelbos fue llevado prácticamente en volandas por la mujer, arrastrado por su enormidad y peso, sintiéndose un juguete de paja en sus gruesos brazos, agitado a un lado y a otro, y aunque en cierto modo pudo resultar divertido, respiró aliviado cuando se rehicieron las parejas como al principio. Arcris, de
nuevo con él, sopló y sonrió ampliamente, abriendo mucho los ojos, como expresando que también ella había volado sin control en los brazos de aquel hombre. Sonaron tres fuertes golpes de tambor, cuatro agudas notas de flauta y un último y aún más sonoro golpe de tambor. La música se detuvo y todas las personas que habían estado bailando se lanzaron al suelo, todas excepto Arcris y Quelbos, que se quedaron parados sin comprender. Entonces, las mismas personas se incorporaron entre risas y, sentadas en el suelo, señalaron hacia los dos jóvenes diciendo al unísono «¡forasteros y viajeros, ropa sin agujeros!». Rieron de nuevo. —Este es un detalle que Síndir olvidó explicar —le dijo Quelbos a la muchacha con una ruborizada sonrisa en el rostro. Se sentaron en el suelo imitando a los otros, pero estos rieron todavía más. —¡Tarde en el desgaste, tarde llegan al sastre! —dijeron sin dejar de señalarlos, con los ojos cerrados por las carcajadas. Arcris, con la sonrisa nerviosa que produce el saberse centro de las burlas folklóricas, tiró de la manga a su compañero. —¿Te parece si vamos a beber algo? Quelbos asintió y los dos se encaminaron hacia las mesas. Los músicos volvieron a tocar y las parejas que aún se aguantaban en pie iniciaron otro baile. Se sentaron junto a unos barriles con sendas copas de vino y contemplaron el alegre cuadro. Nadie en la fiesta parecía notar el frío reinante. Quelbos estiró las piernas y resopló. —Esto es más cansado que caminar por la nieve durante una semana. —Pero más divertido. Gracias por el baile. ¡Arcris dando las gracias! ¡Inédito! Estaría cansada… —Nada, para eso están los… Arcris miró al joven con una desconfianza más acorde con ella.
—¿Los amigos? —le retó. Quelbos suspiró profundamente y desvió la mirada hacia el suelo. —Olvídalo, ha sido un descuido —dijo—. Si quieres amigos, ya te los procurarás tú misma. —Exactamente. Algo en el tono de voz de la muchacha hizo pensar a Quelbos que Arcris no sentía realmente lo que decía, pero decidió dejar de lado el asunto por el momento. Unos críos, no muy lejos de ellos, habían apartado lo suficiente la nieve como para poder dibujar en el terreno las casillas de su juego favorito, entre las cuales se movían saltando con un solo pie, al ritmo de una canción que coreaban todos.
«De dos en dos, de dos en dos, las puertas se muestran de dos en dos. Por una yo, por otra Dios. Las puertas se muestran de dos en dos».
—¿En tu pueblo, cuando eras niña, jugabais a Las Puertas? —preguntó Quelbos a su compañera, en un intento de retomar la conversación. —Claro —se encogió ella de hombros—. ¿Quién no ha jugado a eso alguna vez,
de pequeños? —Sí, supongo que todos. Alguna vez. Todos hemos sido pequeños… —Yo era muy buena en ese juego —sonrió la pelirroja—. En los saltos más rápidos los chicos podían ser muy torpes. Y se enfadaban muchísimo. No les gustaba que una chica les ganase. Quelbos se imaginó a aquella Arcris niña, insolente y competitiva, disfrutando al poder humillar a los chicos. Posiblemente alguno se ganase luego una reprimenda o un bofetón de su padre, por haber sido menos que una chica. Sorbió algo de vino, con la mirada puesta en aquellos niños. —Arcris, ¿cómo era tu vida en Helm, antes de que llegásemos nosotros? ¿En qué consistía tu día a día? —No era gran cosa —murmuró ella, mientras recogía un poco de nieve y la dejaba caer entre sus dedos—. Puedes imaginártelo: barrer, limpiar, lavar platos, ordenar, servir bebidas, servir comidas, echar borrachos a la calle, pegar a los que tenían las manos muy largas, rehuir las babosas proposiciones del tabernero y los odiosos sermones de los monjes… un asco. —¿No tienes familia? La pelirroja sacudió la cabeza, y esbozó una mueca que daba cuenta de un pasado por el que no sentía apego. —Me escapé de casa porque estaba harta de las palizas de mi padre. Era… o es, aunque para mí mejor si está muerto… un soldado borracho y arruinado. Era como no tener familia, porque ni mi madre ni mis hermanos se atrevieron nunca a discutir con él. Sin hacerlo ya recibían también lo suyo. Y en mi caso, a las palizas últimamente les seguían algunas miradas y algunos intentos de caricias que ninguna chica espera de un padre. Y menos de ese. —Uff… —Decidí que tenía que largarme de allí, porque era o eso, o coger un cuchillo y cortarle el cuello. ¿Sabes? Lo pensé más de una vez durante los últimos meses. Por las noches, al acostarnos todos, yo ocultaba una vieja daga suya bajo el
cuerpo, y me quedaba quieta, en silencio, sin dormirme, hasta que le oía roncar. Con los primeros ruidos de la mañana, antes de que se despertase él, corría a esconder la daga en el fondo de un cajón, hasta la noche siguiente. Y más de una vez, durante el día, pensaba en esa daga… Sí, muchas veces pensé en acabar con aquello. Pero si lo hubiese matado, los monjes me hubieran llevado a la horca. Ya sabes, las mujeres a ojos de Kalyrs no valen nada. —Ya… —Así que me subí a un carro de gitanos que iba hacia el sur y llegué a Helm. Busqué trabajo, pero sin experiencia en nada, sin oficio, sin saber leer, sin conocidos ni o alguno que me ayudara, prácticamente lo único que me ofrecían era trabajar en prostíbulos… —sonrió con acritud—. No sé si eso hubiera sido muy diferente al sitio donde acabé. Porque ser camarera en aquel parador era realmente asqueroso. —Siento lo que has vivido, Arcris… —No me sirve que lo sientas —respondió ella con dureza—. La vida que te toca es la que te toca. Tú has tenido suerte, has contado con gente que te quería y que te dio educación. Yo he aprendido a sobrevivir entre gentuza. ¿Y sabes qué? Tras todo ello, seguramente yo sea más fuerte de espíritu que tú. —Quién sabe. —Seguro que sí. Quelbos vio a Síndir y a Rotalmanys acercarse desde el otro lado del círculo de mesas. Arcris apuró la copa y rodeó sus rodillas con los brazos. —Por cierto, no me invites a la boda, ¿de acuerdo? —¿Boda? —Quelbos la miró sin comprender. —¿No os lleváis tan bien Síndir y tú? Pues eso: no cuentes conmigo para la boda. Quelbos optó por sonreír, tras dudar si debía o no sentirse molesto. —Hecho. Si un día me caso con ella no estás invitada.
* * *
Dos horas más tarde, la mayor parte de los habitantes de Mora yacían ebrios unos sobre otros en el suelo. Los Buscadores permanecían recostados en los barriles, en el mismo sitio donde habían estado desde que Arcris y Quelbos acabaran el baile. También los músicos se habían dormido, excepto los dos flautistas que ahora se enfrentaban uno a otro en un suave duelo musical. Las hogueras habían menguado a la mitad. Rotalmanys probó su puntería arrojando bolas de nieve contra la fogata central. —Quelbos, ¿crees que realmente encontraremos a Domork? —¿Por qué no? Al fin y al cabo, si tenemos en cuenta lo que decía su cántico, cuantas menos posibilidades creamos tener de encontrarlo, tanto más probable será conseguirlo. —¡Qué estupidez! —gruñó Arcris. —Sí, pero si los monjes nos persiguen, digo yo que será porque temen que encontremos algo. Supongo que ese algo será Domork. —Y puede que no —Arcris hundió el tacón de su bota en la nieve. Quelbos no pudo resistir las ganas de hacer rabiar a la muchacha. —Alegra esa cara, Arcris: dentro de poco Ansp estará recuperado y el grupo tendrá de nuevo a su jefe. La pelirroja muchacha abrió la boca para contestarle cuando un ensordecedor alarido proveniente del sur tronó en la noche. Era el grito de desgarrado dolor del que muere atravesado por cien lanzas, pero de un volumen mil veces superior. —¿Qué ha sido eso? —preguntó Quelbos espantado.
—Parecía un grito de mujer asesinada —dijo Arcris. —A mí no me ha parecido humano —opinó Síndir, con ojos angustiados—. Venía del sur. —¿Del monasterio? —preguntó Quelbos. —Tal vez… Quién sabe… Comprobaron que el agudo chillido había sido capaz de despertar a todos los durmientes de la Plaza del Templo. Se creó un clima de nerviosismo creciente y los hasta entonces dormidos habitantes de Mora se dirigieron asustados a sus casas, realizando repetidamente el omnidón. Ese grito, creían, solo podía ser fruto de la garganta de un demonio, o de algo peor, inimaginable, y el aire había adquirido de repente un extraño olor a quemado. Pasaron la noche en vela, esperando que la tierra cediese bajo un terremoto de enormes proporciones o que del cielo cayese una lluvia de barro ardiente capaz de cubrir la más alta montaña de Kalyren. Sin embargo, cuando el sol asomó por el horizonte, la cruda realidad fue mucho más inquietante de lo que habían imaginado. Aunque el sol se elevaba en el firmamento, en la Tierra seguía siendo de noche.
9
—¿Cómo explicas esto? —le preguntó Quelbos a la hechicera, señalando el sol, que se elevaba lentamente sobre un negro tapiz, mientras los cuatro volvían a paso rápido hacia la posada. Hacia el norte se divisaba la luna, no muy diferente ahora del sol. Ambos permanecían suspendidos en el espacio contemplando un mundo que, por el momento, no se atrevía a hablar. En el aire persistía el olor a quemado. Síndir abrió los brazos expresando su ignorancia. —No lo sé —dijo—. Nunca oí hablar de algo así. Desde luego no es una buena señal. —No necesitamos una hechicera para comprender eso —dijo Arcris con desprecio. Síndir la miró de reojo y siguió corriendo en silencio. Los libros, los pocos que ella había leído en sus años de aprendizaje, no mencionaban ningún acontecimiento como aquel. Por ello, por desconocimiento, solo podía interpretarlo como un mal presagio, aunque, como decía Arcris, no hacía falta ser un hechicero para llegar a aquella conclusión. —Y, o mucho me equivoco, o cada vez hace más frío —añadió Quelbos, frotándose los brazos. —Eso significa que el sol ya no calienta —indicó Rotalmanys. Síndir sospechó que ciertos poderes, desconocidos y malvados, empezaban a actuar. Quiénes eran y cuál era la dimensión de su fuerza era imposible saberlo. Pero si, como tenía claro, aquella noche repentina respondía a maquinaciones de orden maléfico, era de esperar que estuvieran a las puertas de algo todavía más terrible, algo ante lo cual era preciso tomar precauciones, al menos para protegerse, si no para evitarlo o anticiparse. Sus dedos jugaron con el anillo de Quaram. Le hubiese gustado contar con el consejo del dios en un momento como
aquel. O de algún hechicero veterano. Pero de nada servía desear lo que no podía tener. Tendría que valerse por ella misma. Ser fuerte. Tan fuerte como se esperaba de ella, como se suponía que tenía que ser. «Y ahora que pienso, precisamente el otro día leí sobre el encantamiento de objetos y… Sí, eso nos ayudará. Mucho. Ya verás, Arcris: para eso sí sirve un hechicero». Entraron en la posada y subieron a la habitación. Ansp, sentado en la cama, contemplaba el cielo a través de la ventana. No dijo nada al verlos entrar: estaba claro que todos asistían al mismo inédito e inquietante fenómeno. Síndir se dirigió a la mesa y abrió el libro sobre ella. Leyó unas líneas en silencio y se sacó el anillo del dedo. —Rotalmanys —dijo, girándose hacia el robusto leñador—, ¿estás todavía decidido a seguirnos? —Sí, ya os lo dije. —De acuerdo —se dirigió a los demás—. De vuestros anillos. Se miraron unos a otros sin entender. —¡Vamos, vamos, dádmelos un momento! —insistió Síndir. Dispuso los seis anillos sobre la mesa, en círculo y en o unos con otros. Pronunció unas palabras extrañas y alzó su mano derecha sobre ellos. Se iluminaron levemente. Pasó unas páginas del libro, encontró lo que buscaba y leyó unas líneas en silencio, memorizándolas mientras seguía las palabras con su dedo. Murmuró algo en tono bajo y apenas audible. Un silbido bajó desde el techo de la posada y se apagó en el círculo formado por los anillos, los cuales adquirieron un color acerado y dejaron de lucir. Síndir bajó los brazos y sonrió, alzando las cejas. Quelbos se acercó a la mesa y paseó la mirada de los anillos a Síndir y de Síndir a los anillos. La joven, alisándose el oscuro cabello con su diestra, le dijo: —Puedes tocarlos, no pasará nada.
—¿Qué has hecho? —preguntó él. —Un hechizo de alerta y otro de unión. El primero nos permitirá saber si nos acecha un peligro; en caso de amenaza, el anillo se ilumina, aumentando su luminosidad conforme esa amenaza crezca. Si, en cambio, no hay amenaza, el anillo tendrá este color metálico similar al acero. —Me gustaba más cuando era dorado —dijo Arcris, cogiendo uno y poniéndoselo en un dedo. Síndir ignoró el comentario. —El segundo hechizo nos unirá como grupo y, si alguien perece, su anillo irá a parar a manos de uno de sus compañeros. —¿Y si morimos todos? —preguntó Arcris—. ¿Adónde irán? Síndir le dirigió una mirada molesta, antes de contestar: —¿Acaso importará, si ya no estamos vivos? La pelirroja se encogió de hombros, con aire indiferente. Síndir prosiguió. —Y otro detalle. Si nos acercamos a alguien relacionado con la creación de los anillos, estos se tornarán en un rojo luminoso. Eso nos permitirá encontrar a otro de los hijos de Aretsán y, con un poco de suerte, a Domork —cogió un anillo, se lo puso y se levantó—. Hace unos días caí en la cuenta de que se trataba de anillos de base. Es decir, anillos sin propiedad alguna, pero preparados para tener una o más. Conforme vaya aprendiendo más cosas del libro, sabré si puedo aumentar su poder para facilitarnos el viaje. Rotalmanys aún se mostró reticente a ponerse el anillo, pues alegaba no estar todavía convencido de la historia de Aretsán, ni de su existencia. Pero al final accedió, pues la posibilidad de que aquel aro de metal le avisara de situaciones de peligro sí le parecía valiosa. Galdwynn gimió desde el rincón. Arcris torció el gesto hacia Quelbos. —No podemos continuar mientras siga en ese estado.
—Ya lo sé, pero ese aullido me da mala espina. Estoy seguro de que tiene algo que ver con nosotros. Es preciso llegar al Continente Norte cuanto antes. Ansp se sentó al borde de su cama. Los ojos de todos confluyeron en él. El guerrero les devolvió las miradas con su acostumbrada calma. —¿Me estáis pidiendo que sea otra vez el líder del grupo? —preguntó—. Como queráis. En mi opinión, es una locura continuar mientras no sepamos a qué atenernos y Galdwynn siga tan débil como está. No sabemos qué ha sido eso. Esperaremos noticias. De todas maneras, hasta que no se abran los caminos no podremos seguir. —A ver si lo entiendo —dijo Quelbos—: tenemos que esperar a que se limpien los caminos para recibir noticias. Pero si la gente no sale de sus casas hasta saber qué ha pasado… ¿quién quitará la nieve? —Ya la fundirá el sol —dijo Arcris. —¡El sol ya no calienta! —exclamó Quelbos—. ¡Es como si estuviera muerto! Fíjate ahí fuera —le dijo a la muchacha, llevándola de un brazo hasta la ventana —: no hay luz. Aunque se ve el sol allá arriba, aquí abajo es de noche. La nieve no se fundirá. Ansp habló con voz tranquilizadora: —Entonces, llegará un momento en que la gente se habrá acostumbrado y se pondrá de nuevo al trabajo. Los caminos se abrirán, tarde o temprano. Quelbos asintió en silencio. El guerrero tenía razón. Sería un alivio dejar el grupo en sus experimentadas manos. Y ahora que Ansp estaba de nuevo con ellos, Quelbos le pediría que le enseñase a luchar con la espada. Temía que tarde o temprano tuviera que enfrentarse al Karnat y quería estar preparado.
* * *
Pasó una semana más. Tal y como supuso Ansp, los habitantes de Mora se
decidieron a abrir los caminos y averiguar qué había sucedido aquella larga noche, siete días atrás. Las cosas no habían cambiado. Tanto de día como de noche era de noche, y en el aire persistía aquel olor a quemado, sin variación de intensidad. Mientras la mitad de los hombres se encontraban trabajando en los caminos, al norte y al sur de Mora, los que quedaban en la ciudad se paseaban sin rumbo por las semidesiertas calles en sombra. Entre ellos se podía ver a Rotalmanys, vagando por la calle principal en dirección sur. Iba acariciando el anillo mientras pensaba en posibles respuestas a la pregunta que ocupaba la mente de todo ser vivo: ¿por qué era siempre de noche? ¿Y el olor a quemado? Era un olor como de madera calcinada, pero con leves aromas de algo más, como si entre esas maderas hubiese ardido también un animal. Sí, olía en parte a madera y en parte a cabellos. Detuvo sus pasos, inquieto. El anillo se iluminaba. Primero era una luz suave, como si el metal recuperara su dorado color original. Luego esa luz se hizo más fuerte. Miró en ambas direcciones de la ancha calle. No se veía nada extraño. Aferró su hacha y se metió en una calleja perpendicular. No había nadie. Se pegó a una de las paredes y vigiló desde allí. El suelo empezó a retumbar. Del sur aparecieron entre veinte y veinticinco jinetes. Los cinco primeros vestían hábitos de monje, uno de ellos de color azul. El resto de los jinetes eran una formación de soldados de Xokram, provistos de lanzas, espadas y escudos, y ataviados con cotas de malla. Pasaron de largo en dirección a la Plaza del Templo. Rotalmanys bajó el hacha, preocupado. ¿Sabían que él y sus amigos estaban en Mora? Con la nieve que había caído una semana atrás, era lógico concluir que no habrían caminado mucho, ni se habrían alejado de las inmediaciones del monasterio. Aquellos jinetes seguramente se habrían cruzado con los morianos encargados de limpiar los caminos. Tal vez se habrían detenido al verlos y les habrían preguntado sobre seis viajeros llegados durante la gran nevada. Y si alguien había hablado de unos guerreros enfermos, quizás hubiesen mencionado la posada de la avenida principal… Echó a correr en dirección a la posada. El podrido aire le dolía al entrar frío en
sus pulmones, pero si tenía una sola oportunidad de adelantarse a los jinetes no la dejaría escapar. Llegó a la puerta sin ver nada fuera de lo corriente, pero los pocos ciudadanos que estaban en la calle se dirigían a todo correr en dirección a la céntrica plaza. Entró en la posada y subió a la habitación. Todos estaban allí. —¡Han llegado los monjes! ¡Con soldados de Xokram! Los demás se levantaron de golpe. —¿Estás seguro? —preguntó Ansp. —Sí. Hay un hábito azul entre ellos. —Un miembro del Consejo Monástico… ¿Adónde se dirigen? —Están en la Plaza del Templo; allí van todos. —Vamos a enterarnos de qué dicen —propuso Quelbos. —Tened cuidado —recomendó Ansp—: si dicen algo sobre unos forasteros, los morianos os pueden delatar. No os dejéis ver. —No pasará nada —se despidió Quelbos, cerrando la puerta al salir. Ansp miró a los demás. —Preparaos para salir corriendo. Somos el gran objetivo de la Orden, ya lo sabéis. Que venga un hábito azul no es por cualquier nimiedad. Esperaremos a que vuelvan Quelbos y Rotalmanys. Y veremos si hay que salir por pies. Mientras, Quelbos y Rotalmanys corrían todo lo rápido que les era posible. No querían perderse el principio del bando, y llegaron justo a tiempo. Los monjes y los soldados seguían sobre sus monturas, mientras los ciudadanos formaban un círculo a su alrededor, al tiempo que la nieve volvía a caer, tímidamente. Uno de los hábitos marrones clamaba en voz alta, leyendo el pergamino que mantenía abierto ante sí: —Se hace saber a la población de las provincias de Naditris, Dirtys y demás
demarcaciones del perímetro de Neroga, que los muy buscados ladrones que robaron el Libro de Oraciones del altar, amparados por las sombras de la noche de la gran nevada, se introdujeron de nuevo en el monasterio hace una semana y, matando a media docena de fieles hermanos, liberaron a dos peligrosos herejes que una vez fueron sus compañeros y se dieron a la fuga. Se hace saber también que dichos ladrones forman un total de seis individuos, entre los cuales hay una muchacha de rojos y largos cabellos que responde al nombre de Arcris y es originaria de la provincia de Laerdán, y que dichos ladrones se hallan, sin lugar a duda, en esta provincia u otras de las limítrofes con Neroga. Cualquier información que facilite su captura será bendecida por Kalyrs y recompensada con creces por nuestro muy venerado, amado y santo guía, el padre superior Alwinus. Sellado y leído el segundo día de invierno del año 364 del Retorno, gloriosa vuelta del poderoso Kalyrs a la vida y al mundo. Entre algunos morianos circularon rumores relativos a la joven descrita. Con la seguridad que confiere ser apoyado por otros muchos testigos, un hombre alto y delgado, mal afeitado y con profundas arrugas en el rostro, se adelantó hacia el monje del hábito azul, quitándose el sombrero y agarrándolo con ambas manos. —Perdón, Ilustre… una muchacha como la que dice el hermano bailó hace una semana en la fiesta. —¿Estás seguro, completamente seguro? —Pelirroja, ¿no? Pues sí, venía con otros. —¿Dónde se encuentran? El moriano se giró hacia los demás y todos asintieron a una cuando el más bajo de ellos susurró algo inaudible. Quelbos no esperó más. Desde su puesto de observación en la esquina, adivinó que la gente se había fijado en Arcris, habían circulado comentarios entre los de la fiesta, y a esas alturas ya se sabía dónde estaba alojada. Él y Rotalmanys echaron a correr en dirección a la posada. El leñador, en plena carrera, no ocultó sus temores: —Ellos llevan caballos. ¡Nos cogerán en la posada! —¡Pues date prisa! Tras una breve carrera, durante la cual la nevada iba ganando fuerza, los dos
compañeros entraron como una tromba en la posada, subieron los escalones de tres en tres e irrumpieron en la habitación resoplando y sudando. Los demás no esperaron a que recuperasen el aliento. El gesto aterrado de Quelbos evidenciaba la imperiosa necesidad de una rápida huida. Rotalmanys cogió a Galdwynn sobre sus hombros y Arcris ayudó a Ansp a ponerse en pie. Tomaron las mantas para cubrir a los dos guerreros durante la escapada. No vieron al posadero en el piso inferior, pero se oía un trasteo de ollas en la cocina. Aprovecharon para escabullirse por una puerta situada tras la barra del comedor, que los llevó a una calleja lateral, evitando así la amplia calle principal. Una vez fuera, Quelbos pidió silencio. Oyeron un galope que se aproximaba… varios jinetes, muchos… y cerca. —¡Por ahí! —Ansp señaló una calle paralela a la avenida, pero estrecha y sinuosa. Se introdujeron por ella justo cuando los soldados llegaban a la puerta delantera de la posada, saltando de sus caballos y apremiándose entre ellos. Se perdieron por aquel estrecho laberinto sin saber exactamente hacia dónde se dirigían, cruzándose con pasmados morianos que no acertaban a entender el porqué de tanta prisa porque no habían asistido a la lectura del bando de los monjes. Pero correría la voz y el cerco se cerraría sobre ellos. Se adentraron en los arrabales, de calzadas más irregulares y trazados más retorcidos que las calles del centro, y los gruesos copos de nieve empezaron a morder sus caras impulsados por el viento. Quelbos sustituyó a Arcris en su asistencia a Ansp. Rotalmanys, siempre con Galdwynn a cuestas, se situó a la cabeza del grupo. De sus paseos de la última semana recordaba cómo alcanzar el puente que cruzaba el Daleria, al este de la ciudad. Era la mejor salida que se podían plantear. Luego remontarían el río por su ribera oriental hacia la aristocrática ciudad de Yende, siguiente parada en su ruta hacia las Grandes Montañas. Camino del puente, tuvieron que atravesar una ancha calle que venía de la Plaza del Templo. En ese breve lapso, alguien se fijó en Arcris. —¡La pelirroja! ¡La pelirroja! ¡Son los forasteros, los ladrones! Arcris, entre zancada y zancada, se preguntaba qué era aquello de «la pelirroja» gritado como señal inequívoca de la identidad del grupo. Los monjes no sabían nada de ella, no la habían visto nunca de cerca, ni siquiera aquella noche en que
robaron el plano en el monasterio. «A menos que ese canalla de Kolep…». Salieron de entre las casas y el puente apareció ante ellos, a pocos pasos. Esta vez la garita sí estaba ocupada. Pero el vigilante tardó más de la cuenta en asomar, torpeza que Rotalmanys, siempre con Galdwynn a cuestas, usó en su favor: a la carrera, arrolló al celador y lo proyectó por encima del pretil hacia las frías aguas del río. Ascendieron por la calzada de piedra. Y al llegar al punto más alto, el corazón les dio un vuelco. En la orilla opuesta, únicamente moteado por las pisadas recientes de algún caballo, el camino seguía cubierto de nieve. Tendrían que avanzar hundiéndose en ella, enfrentándose a la inclemente ventisca y con los guerreros a cuestas. Detrás, ávidos por cobrar la prometida recompensa, los morianos llegaban ya al puente. Quelbos confió a Arcris el cuidado de Ansp, desenvainó su espada y se situó en la cúspide, diciéndole: —¡Seguid avanzando! ¡Ahora os sigo! Los morianos se detuvieron en la entrada del puente al ver el arma. Ninguno de ellos llevaba espada, pues en la ciudad no las necesitaban. Tendrían que esperar a los soldados. Quelbos mostró la expresión más fiera que pudo y volteó su espada en amplios giros, a un lado y a otro, como diciendo a sus perseguidores: «venid, daré buena cuenta de quien se acerque». Luego se dio la vuelta, lentamente, esperando no animar a los morianos a seguirle enseguida. En cuanto la cima del puente le ocultó a su vista, corrió tras sus compañeros. Los Buscadores avanzaron a través del espeso y frío manto blanco que cubría el camino, alejándose del río. La ventisca pronto ocultó el puente a su espalda. —¡Nieva cada vez más fuerte! —se quejó Arcris, elevando la voz—. ¡Empieza a ser difícil ver nada! —¡Será nuestra ventaja! —respondió Quelbos—. ¡Si nosotros no vemos, los soldados tampoco nos verán a nosotros! —¡Pero vamos a morir congelados!
—¡Aguanta! ¡Encontraremos algún lugar donde protegernos! Decidieron abandonar el camino e internarse campo a través, hacia el norte, guiándose por el lejano rumor del Daleria. Quelbos y Síndir disimularon su rastro como pudieron, arrojando nieve sobre el primer tramo recorrido y dejando el resto del trabajo al fuerte viento. En medio de la ventisca, oyeron un lejano temblor que se acercaba por el camino principal, acompañado de un característico entrechocar de metales. —¡Al suelo! —susurró Quelbos. Se agacharon, esperando que la oscuridad y la nieve a su alrededor los ocultara a la vista. Por el camino pasaron cuatro soldados al galope y se perdieron en la distancia. Continuaron avanzando bajo la ventisca. Más tarde decidieron arriesgarse a buscar el camino principal. —Si dejamos el Daleria a nuestra espalda, deberíamos encontrarlo —apuntó Arcris—. Es la principal ruta comercial entre Ulistán y Mora, y nunca se aleja demasiado del río. Un terreno llano, de nuevo marcado por las huellas de alguna montura, les indicó que lo habían hallado. Siguieron de nuevo hacia el norte, siempre pendientes de sus anillos. El sol, apenas una lejana y diminuta luz en la tormenta, estaba ya bajo. —Si seguimos así moriremos de frío —dijo Quelbos, tiritando. Rotalmanys cambió a Galdwynn de hombro y miró a su compañero. —Me parece que este va a ser el más frío de los inviernos desde que nació el mundo —dijo—. Si no llegamos pronto al próximo pueblo, la noche y la nieve acabarán con nosotros. Avanzaban lentamente, cansados, con los músculos entumecidos por el frío, exhalando densas nubes en cada respiración y los rostros ateridos y emblanquecidos. Ahora Ansp era llevado por Síndir y por Arcris. El guerrero estaba en un estado de semiinconsciencia, con los ojos siempre cerrados y murmurando frases incomprensibles, entre las que creyeron entender algo
parecido a «no hablar, no hablar». Galdwynn, a hombros de Rotalmanys, permanecía inmóvil y silencioso, como muerto. El sol se ocultó. Comprobaron entonces que la presencia del astro en el cielo sí suponía algo de calor, y que la noche, la noche auténtica, iba a ser inhumanamente gélida. Y aún ese olor a quemado… A lo lejos vieron luz. ¿Era el sol que volvía a emerger de entre las montañas? ¿Era la llama de una hoguera encendida por algún viajero? Entraron en un pequeño poblado casi enterrado por la nieve. La luz que los había guiado era la de una lámpara de aceite del interior de una casa. No había más de quince hogares en total y los Buscadores no podían arriesgarse a entrar en ninguno: los soldados ya habrían avisado de la presencia de los ladrones del monasterio en la zona. Arcris vio un anexo de techo bajo junto a la segunda casa. Se encaminaron hacia él, evitando acercarse demasiado a las ventanas iluminadas, y se introdujeron en el interior. Cerraron la puerta y respiraron profundamente, con alivio. —¡Esto es otra cosa! —exclamó Arcris, estirando sus brazos entumecidos. —No hagáis ruido —recomendó Síndir, susurrando—. Estamos pegados a la casa y nos pueden oír. Ocultémonos en aquellos montones de heno. No molestéis a los animales. No parecía propiamente un establo, sino más bien un granero, pero los dueños habían realizado una burda partición y albergado en un extremo un par de bueyes, dos vacas y un viejo e imponente caballo de tiro, seguramente para resguardarlos del frío exterior. Estaban atados a la pared, de modo que no se acercarían a los seis viajeros mientras estos durmiesen. Acomodaron a los dos guerreros en una esquina, y Arcris deseó tener una bota de vino para hacerles recuperar el color. Tendrían que arreglarse solo con el reposo. Se prepararon para dormir, pero Quelbos se detuvo al recordar una idea que había tenido hacía horas y le pidió a Síndir el puñal que aún conservaba. Se acercó a Arcris con el semblante serio. La muchacha se inquietó, apoyó la espalda contra la pared y encogió la cabeza mientras miraba a Quelbos con los
ojos muy abiertos. —¿Qué haces? Quelbos se acuclilló frente a la joven. —Los monjes han dado tu descripción a los habitantes de toda la región. Tu cabello llama mucho la atención. Tengo que cortártelo. —¿Cortarlo? —Es necesario, ¿no te parece? Ya sé que sería mejor con unas tijeras, pero no dispongo de ningunas. Arcris bajó la mirada, abatida. Adoraba su largo cabello, del color que tenían las hojas de los árboles de Ulistán en otoño, del que se sentía orgullosa y que, ya desde su infancia, despertaba iración en hombres y mujeres por igual. En una ocasión, siendo una niña y tras jugar durante horas entre los secos campos, había llegado a casa con tal cantidad de abrojos enredados en el pelo, que su madre había tenido que recurrir a la tijera para retirar las punzantes semillas, mientras sus hermanos se mofaban de ella. Recordaba cómo lloró en aquel trance, y lo afligida que se sintió hasta pasado mucho tiempo, cuando por fin recuperó su aspecto. Pero ahora era una mujer adulta. Y sabía que era necesario. Miró a Quelbos y asintió con la cabeza. El muchacho cortó la roja melena de Arcris hasta medio cuello, ayudado por la propia muchacha, que aguantaba con estoicismo los fuertes tirones que las manos de su compañero propinaban a cada mechón. Para ocultar el pelo restante, así como sus cejas, Rotalmanys cedió su gorro de cuero a la joven. Ella sonrió con ojos vidriosos. —Al menos tendré las orejas calientes. Aquella noche no se contaron historias ni se silbó canción alguna. Quelbos hizo la primera guardia mientras los demás, agotados, dormían como podían en aquel gran lecho de paja. Sentado con la espalda apoyada contra un pilar de madera, el muchacho escribiente recogió del suelo un mechón de pelo de Arcris y lo guardó en un bolsillo. Contempló con los ojos entornados a la dormida muchacha durante horas, hasta que Síndir le relevó.
* * *
Dejaron el granero mucho antes de que saliese de nuevo el sol, en previsión de que el granjero madrugase para ordeñar las vacas y, enfrentados de nuevo al frío y al relente del alba, siguieron su camino. Rotalmanys, con Galdwynn a cuestas, había recuperado energías suficientes para enfrentarse al nuevo día. Se sacudió unas hebras de paja enredadas en su barba, mientras contemplaba el oscuro paisaje. Siempre de noche. Si alguna vez volvía a ser de día, tardarían mucho en poder abrir los ojos de nuevo a la luz. Pensó en su aldea, allá en el Valle Forestal, en la casa que habían habitado su hermano y él, y en Tromold. No se arrepentía de haberse unido a los Buscadores, pero echaba de menos las visitas de su viejo vecino. Para que no faltase nada a su llegada, cada mañana Rotalmanys se levantaba temprano y se llegaba a casa de Falgor, a quien compraba un poco de pan recién hecho. Se pasaba después por la granja de Merjus y este le daba huevos frescos y leche acabada de ordeñar. Era un sitio donde no se debía uno quedar demasiado tiempo, pues al cascarrabias de Merjus enseguida se le desataba la lengua y empezaba a quejarse del trabajo que representaba llevar aquella granja. Seguía el horario de vacas y gallinas: acostarse pronto y levantarse también pronto. Existen, decía, criaturas diurnas y nocturnas, abundando entre las primeras las productivas y, entre las segundas, las depredadoras, y siendo el hombre un animal curioso, porque encaja en ambas categorías. Entre esas criaturas productivas, añadía, se cuentan los animales de granja, las que le marcaban a él el horario, ya que funcionan esencialmente de día, animadas por la luz… El leñador se detuvo de improviso, con la mirada perdida en el horizonte. Los demás se pararon y le miraron sin comprender. —¿Ocurre algo, Rotalmanys? —le preguntó Síndir—. ¿Qué has visto? —¿No os dais cuenta? —preguntó mirando a la joven hechicera con preocupación—. Si no hay día, muchas cosas van a cambiar. Los animales se desorientarán, incluso enloquecerán, las plantas se morirán por falta de luz, los árboles nunca recuperarán las hojas que han perdido, la nieve no se fundirá porque el sol ya no calienta igual… no habrá lluvias y se secarán los ríos…
Síndir comprendió enseguida. No se había parado a pensar con detenimiento las consecuencias de la situación a largo plazo, pero el leñador tenía razón. Sin día se alteraba todo el ciclo vital: el mundo se aletargaba o, directamente, se degradaba. La tierra, el cielo y el océano estaban congelados. Ansp abrió los ojos y miró a sus compañeros, mientras Quelbos le ayudaba a permanecer en pie. —Nuestra misión se está haciendo cada vez más urgente —dijo—. Tenemos que encontrar a Aretsán y destruir el monasterio. Todo esto es obra de los monjes, no hay otra explicación. —Pero ¿cómo pueden haber envuelto el mundo con esta noche permanente? — le preguntó Síndir—. Ningún brujo o hechicero tiene poder suficiente para hacer una cosa así. Es… es sobrehumano. —No lo sé —le respondió el guerrero—. Solo espero que encontremos algún día el medio de restaurar lo que se ha perdido. Sigamos, Quelbos. Síndir contempló a Ansp mientras reanudaban la marcha. ¿Destruir el monasterio? ¿Restaurar lo que se ha perdido? Tras su actitud apática y su semblante inescrutable, el guerrero parecía albergar inquietudes altruistas e ideales de justicia, más allá de su objetivo personal de encontrar el Descanso para retirarse de su vida combativa. Quizás considerarlo tan solo como un fatigado soldado de fortuna era tan simplista como injusto y había algo más en él. Posiblemente mucho más. Oculto, eso sí, bajo aquel caparazón con el que se aislaba de todos. Continuaron en silencio durante seis largas horas, al cabo de las cuales avistaron las murallas de Yende, la mayor población de Naditris después de Alfira, la capital. En ella vivían los nobles de medio continente, entre los que se contaban los duques de Wéyslidur, en tiempos la más ilustre de las Grandes Familias, aunque ahora prácticamente alejada de toda actividad pública, por más que estuviera emparentada con Alwinus, el superior del monasterio, y con algunos gobernadores de las provincias del Norte. Siguieron caminando, ahora con más ánimo, pues esperaban entrar en una taberna y quitarse el frío del cuerpo con todo el hidromiel que fuesen capaces de beber.
Cuando llegaron junto a la muralla exterior, cuya puerta permanecía siempre abierta, se dividieron en dos grupos para no llamar tanto la atención. —¿Pretendéis no atraer miradas llevando a Ansp y a Galdwynn a cuestas por las calles? —preguntó Arcris a Síndir y a Quelbos. —No iremos por las calles principales —explicó el muchacho—, y si nos preguntan algo, diremos que se congelaron con el frío de la noche. Síndir y tú id delante, y estad alerta con los soldados de Xokram y con los monjes. Nosotros iremos detrás. Entrad en el primer mesón o taberna que encontréis. —Esto acabará mal —gruñó Arcris. Se giró y entró en la ciudad con la aprendiz de hechicera. Avanzaron por las calles de Yende, húmedas y sucias en aquel barrio próximo a las murallas, pero atestadas de gente, lo cual les permitía pasar desapercibidas. Sin salir de estas calles secundarias, donde era tan difícil avanzar como en el mercado de Burnán, llegaron ante un mesón sombrío, sucio y cuyas puertas y contraventanas mostraban un avanzado estado de podredumbre. El aspecto era lo de menos. En opinión de Arcris, era un buen sitio para no ser vistos por los soldados que pudiesen aparecer por la ciudad. Síndir y ella entraron y ocuparon una mesa apartada. Esperaron unos instantes y pronto vieron aparecer por la puerta a sus compañeros, que ocuparon una mesa algo distante de la suya. Quelbos reconoció para sí que la elección de Arcris era acertada: en aquel tugurio no cabía esperar que entrara ningún monje. Ni soldados, probablemente. Era un local más del gusto de bandidos, asesinos y proscritos que de comerciantes o nobles. Un sitio ideal para ellos.
* * *
Mientras esperaban unos días a que las rutas terrestres fuesen limpiadas del todo, los Buscadores se escondieron en las ruinas de un caserón adosado a la muralla. En otro tiempo, le contó una vecina a Síndir, había vivido allí una bruja que pactaba con demonios, hasta que un rápido juicio por parte de la Orden de Kalyrs la sentenció a la hoguera. También quemaron sus pertenencias, entre ellas
su casa, para acabar con los malos espíritus que pudiesen quedar en ella. Aun así, nadie se había atrevido todavía a limpiar los escombros y habilitarla como un hogar más de Yende, ya que, se decía, algunos espíritus malignos no habían vuelto nunca a su lugar de origen. Síndir aseguró a sus compañeros que no había razón para temer nada, si acaso la ajusticiada en verdad había frecuentado allí encuentros con demonios, algo que seguramente fuera una falsa acusación. —No sé de ningún juicio de Kalyrs a un hechicero que haya acabado favorablemente para este. Y si en este caso, además, el objeto de la acusación era una mujer, imagino la pantomima que debió ser. Ojalá Aretsán pueda encontrar su alma y darle descanso. Pero en lo tocante a este caserón, aquí solo hay escombros y ceniza. No hay peligro alguno. Los demás no estaban muy convencidos, pero prevaleció la necesidad de esconderse y permanecer a cubierto. La hechicera halló en el libro de Quaram la receta de un elixir reconstituyente que parecía fácil de preparar. Una breve visita a un par de herboristerías de la ciudad le permitió reunir los ingredientes de la lista, y preparó la mezcla en la cocina del tugurio donde se habían refugiado al llegar a Yende. Pese a las reticencias que manifestó Arcris hacia fórmulas mágicas de efectos milagrosos, al cabo de dos días Ansp volvió a ser el mismo de siempre, el mismo que cuando se despidieron de él en la taberna de Tedán, en Yndrakas. También Galdwynn mostró una rápida mejoría; pronto estaría recuperado del todo. En paralelo, tras aquellos dos días pudieron apreciar un cierto nerviosismo entre las gentes de la ciudad, sobre todo en aquellos que pertenecían a algún ejército, como los soldados de Xokram que venían del monasterio de Neroga. Rotalmanys y Ansp estaban en una taberna, con sendas copas de vino de desconocida procedencia, pero de calidad aceptable, esperando oír alguna noticia que les aclarase aquella agitación general. El local estaba prácticamente a rebosar. Dos hombres de fornido aspecto se sentaron en una mesa contigua a la del guerrero y el leñador, que escucharon con atención la conversación. —Te lo juro por la memoria de mi padre, yo mismo lo vi con mis propios ojos —oyó Ansp que decía el que portaba una espada forjada en Neroga.
—Ya he oído todos esos rumores, Gustav —le contestó el otro con una sonrisa de incredulidad—, y opino que la gente se está dejando llevar por su imaginación. Les ha afectado esta oscuridad constante. —¿Y a ti no? No me creo que estés tan tranquilo. Me gustará ver cómo te arrugas cuando veas por fin a Helvinald. Te aseguro que, aunque su apariencia es humana, hay algo en él que no es humano. —¡Me inclino ante tu sagacidad! Dices que Helvinald murió hace años, ¿y pretendes que sea humano? ¡Bobadas, eso es lo que son; un montón de tonterías! Gustav descargó un fortísimo puñetazo en la mesa. —¡No son tonterías, te repito que yo lo he visto! ¡No tiene sentido que te mienta, estamos en el mismo bando! Todo lo que te digo es verdad —relajó sus dedos y posó la mano extendida sobre la mugrienta madera—. Ahora el padre Alwinus ya no lleva las riendas del Consejo. Ansp y Rotalmanys intercambiaron miradas de sorpresa. Gustav continuó: —Un compañero mío de tienda, un curioso de la Historia, nos dijo a los que dormíamos con él que se trata de un monje que ordenó que quemasen un montón de libros, hace ya muchas generaciones. Generaciones, ¿entiendes? Tendría que estar muerto, su carne hace tiempo desaparecida y sus huesos, gastados y amarillos. Pero apareció hace una semana por la puerta del monasterio, la misma noche del grito… y me apuesto mi paga a que el grito y él están relacionados. —¿Y el superior? —El superior iba con él, pero detrás, como un perro detrás de su amo. Te digo yo que ese Helvinald no es bueno. El otro meditó un instante las palabras de su compañero, y luego sorbió de su copa, recuperada la tranquilidad. —Sea bueno o malo —dijo—, lo importante es que está de nuestro lado. Es lo único que tienes que pensar. —¿Tú crees, Filsis? ¿Seguro que está de nuestro lado y no del suyo?
—¿Qué quieres decir? —Ese hombre estaba muerto. Y un muerto que vuelve a la vida no es buena cosa —un rápido omnidón cruzó el pecho de Gustav. —A mí no me parecería mal volver a la vida después de muerto. —¡Con vosotros, los de Cabo Norte, no se puede razonar! ¡Tenéis la cabeza dura y hueca! —¡Y los de Neroga sois todos unos fanáticos! ¡No veis más que espíritus y demonios por todas partes! —Di lo que quieras —concluyó Gustav con sorna—, pero cuando Helvinald llegue a Aucian para dirigir los ejércitos contra los karnatos, solo espero que Kalyrs esté de nuestro lado. Porque puede que luchar contra Helvinald sea malo, pero seguro que perder con él al mando lo es mucho más.
* * *
Síndir levantó la vista de su libro. —¡Aquí lo tengo! —exclamó—. ¡Sabía que lo había oído antes! Escuchad. «Helvinald Aucianus, originario de la provincia de Aucian, primer superior del monasterio de Neroga, fue el motor del olvido forzado de nuestro buen dios Aretsán. Instigó la quema de todos los libros que hablaban de Aretsán, el Artesano, y sustituyó a este por el falso dios Kalyrs, en torno al cual fundó la Orden de los Monjes de Neroga. Creó el Consejo Monástico, constituido por los hábitos azules, los monjes de más alta posición, y su religión se extendió por los Tres Continentes, haciendo que incluso en los karnatos se borrase toda huella de la religión de Aretsán. Por medio del terror consiguió mantener unido el país bajo su poder. A su muerte le sustituyó un monje de las tierras altas de Ydonald. Helvinald fue enterrado en una profunda cripta bajo el monasterio, junto con sus cuatro consejeros más allegados: Carsys, Sadoro, Ubstin y Abas». Síndir cerró el libro y miró uno a uno a sus compañeros.
—¿Os dais cuenta? El primer superior del monasterio ha vuelto a la vida y va a dirigir las huestes guerreras contra el Continente Norte.
* * *
En la cripta del monasterio, la puerta de mármol negro se abrió y dio paso a un desmejorado Alwinus, seguido por un aterrorizado Eldeján, para quien aquel lugar era tan desconocido como inquietante. Llegaron al extremo de la pasarela rocosa sobre el abismo. Ante ellos, sentados cada uno en un gran sillón de oscura madera, los observaban Helvinald y sus cuatro consejeros. El antiguo superior invitó a los dos recién llegados a acercarse más. —¿Ya ha partido Parsus? Alwinus asintió. —Sí, padre. —Bien. Comprobaréis lo rápido que se transmitirán las noticias gracias a él. En cambio, gracias a la nieve, los mensajeros a caballo van a tenerlo realmente complicado para prestar su servicio, situación que aprovecharemos para mis planes —observó a su interlocutor y añadió—. ¿Te ocurre algo, Alwinus? Este se mostró incómodo y cansado. —Padre Helvinald —dijo—, desde que habéis regresado al mundo de los vivos, me siento más débil, fatigado, me cuesta caminar y mi vista ha empeorado. —Lo entiendo y no tiene nada de extraño —sonrió—. Entiende que para que nosotros disfrutemos nuevamente del don de la vida, alguien tenía que ceder un poco de la suya. Alwinus abrió los ojos, aterrorizado y sin poder articular palabra. Detrás, Eldeján
retrocedió dos pasos, queriéndose alejar de la maldad de Helvinald. El superior resucitado asintió sin perder la sonrisa. —Sí, amigo mío. Envejeciste algunos años en unos pocos segundos. Era necesario, para poder traernos a cada uno de nosotros y también para Parsus, que aunque ya era un ser vivo, necesitaba de tu energía para realizar el cambio. —Pero… eso es atroz… —Alwinus sudaba y temblaba a punto de derrumbarse de rodillas sobre el rocoso suelo de la cripta. —Con sumo gusto nos hubiéramos servido de esos ladrones que capturaste — siguió sonriendo Helvinald—. Sus espíritus, bravos e inquebrantables, eran ideales para nosotros, y su castigado estado físico, según nos referiste, era perfecto para llevar a cabo el ritual sin que opusieran resistencia. Pero fallaste… Los dejaste escapar. Así que tuvimos que servirnos de ti. Alwinus miró a las cinco figuras frente a él. Por fin pudo preguntar: —¿Cuántos años de vida me quedan ahora? —Eso, Alwinus, solo lo sabe Kalyrs. El tembloroso monje mostró el enojo en sus húmedas facciones. —Kalyrs… Habláis como si hubieseis acabado creyéndoos vuestra propia invención. Eldeján tragó saliva y miró al superior sin comprender. Alwinus le devolvió la mirada. —Si, hermano Eldeján. Has de saber lo que pocos en el mundo saben: Kalyrs no existe. No es más que la invención de nuestro fundador, el muy venerado padre superior Helvinald —dijo, destilando su rabia en cada sílaba. Helvinald se levantó de su sillón y, encaminándose hacia los dos monjes, le dijo a Eldeján. —No le prestes atención, hermano. Nuestro querido hermano Alwinus envejece a pasos agigantados y su mente ya no le rige bien. No escuches sus palabras, solo posibles en boca de herejes o idiotas. Kalyrs existe, por supuesto que existe,
y tú eres de los muchos creyentes que han permitido que así sea —posó su huesuda mano sobre el hombro del secretario del Consejo. Alwinus no pudo contenerse. Lanzó un golpe al rostro de Helvinald, pero su acción fue detenida y rechazada por una cegadora explosión de luz que estalló entre él y el superior resucitado, y que le lanzó con violencia hacia atrás, al centro de la pasarela. Alwinus se levantó con serias dificultades, agradeciendo a su buena estrella no haberse precipitado al vacío ni haberse roto nada. Helvinald se plantó frente a él con el semblante furioso. —No me esperaba una irreverencia semejante de uno de mis sucesores. De mi propia sangre, podría decir. Pero creo que antes de decidir si mereces un castigo, es adecuado que veas algo. Sin duda, aclarará tu visión de las cosas. Se dio la vuelta y anduvo hacia los sillones. Al pasar entre ellos en dirección a la lengua rocosa que se prolongaba suspendida sobre el pozo, sus cuatro consejeros se levantaron y le siguieron. Los cinco monjes se dispusieron en semicírculo próximos al extremo de la estrecha plataforma. Helvinald cruzó los brazos sobre el pecho y bajó la cabeza. Sus consejeros le imitaron. —Solo una imagen es mucho para un mortal; una aparición es ya el milagro y supera el propio sentido de una existencia tan insignificante como la nuestra, pero en casos trascendentales como este es necesaria.
Maestro de maestros, juez de jueces, hijo de uno de tus hijos, hijo de todos tus hijos, padre de todos nosotros, ante la duda,
ante la incredulidad y la herejía naciente, muéstrate tal como eres, y aparece ante un hijo tuyo que ha osado llegar a negarte.
Ante ellos, con ruido de olas de tormenta golpeando un acantilado y de furiosos truenos resonando en una ennegrecida bóveda celestial tallada en la roca virgen, en el extremo de la pasarela hizo aparición una figura humana, alta, vestida con una túnica negra de aterciopelados reflejos azules, poderosa en su fuerza contenida, con un rostro que no reflejaba una única cara, sino que era cruzado por millones de distintas facciones, pigmentaciones y expresiones cada segundo. También su cuerpo era una constante variación de proporciones, algunas incluso monstruosas. Envuelta en un aura de malignidad, aquella figura no podía ser mirada directamente por mucho tiempo. Helvinald saludó a la figura con una reverencia y se giró para mirar a un lívido Alwinus, cuyo cuerpo era sacudido por violentos escalofríos. —Alwinus, incrédulo y miserable; te es concedido el inigualable, el infrecuente honor de contemplar a Kalyrs, tu dios. Alwinus quiso retroceder, pero tropezó y cayó al suelo sin dejar, a pesar de ello, de mirar aterrorizado la figura que brillaba al extremo de la lengua rocosa. —No es posible… Yo he leído tus obras, las de la biblioteca privada de los superiores… Kalyrs fue una invención, un producto de tu imaginación… —Lo fue, como muy bien has dicho. Pero desde hace un par de generaciones, la existencia de Kalyrs es un hecho. —No es posible… Es un truco, un engaño. No es posible… —¡Sí es posible! —Helvinald se encaminó hacia el postrado Alwinus—. La fe sincera de los creyentes ha generado tal poder que en las dimensiones del espacio y del tiempo el hueco producido por dicha proyección ha exigido la
existencia «material» de esa idea de dios que se pensaba, y así ha sido. En otras palabras, la creencia popular de la existencia de Kalyrs ha propiciado el nacimiento de Kalyrs. Su cuerpo mutante no es sino resultado de las incontables y diferentes concepciones que los mortales tenemos o hemos tenido de él, reunidas simultáneamente en una única figura de facciones cambiantes. Helvinald se plantó junto a Alwinus. —Únete a nosotros y conservarás tu puesto, a la vez que ganarás poder por obra de Kalyrs. Si te niegas… —Alwinus dejó de mirar a Kalyrs y lentamente alzó la vista hacia el monje, cuyo rostro expresaba al mismo tiempo severidad y regocijo—. Si te niegas, lamentaré tener que prescindir de ti. Tu energía vital restante sería útil para servir a nuevas creaciones de Kalyrs, sin duda. Pero yo preferiría aprovechar tus conocimientos y el reconocimiento que tienes en nuestra querida Orden. Helvinald le tendió la mano, invitándole a levantarse. —¿Qué? ¿Te unes a nosotros? Alwinus tomó la mano que le ofrecía Helvinald, en un gesto que expresaba de forma inequívoca su sumisión y entrega, mientras se levantaba, con la cabeza baja, incapaz de mirar a los ojos al superior resucitado. —Me uno, sí. ¿Qué remedio me queda?
10
Siempre de noche y nieve en todas direcciones, hasta el horizonte. No importaba demasiado. Protegido por su capa y una gruesa piel, Waldam avanzaba a lomos de su caballo, trazando un surco en el blanco paisaje. El Karnat se preguntaba cuál era la situación de los Buscadores en aquel momento. Se mantuvo a distancia desde que salieran del Valle Forestal y sus montañas, pues en la pradera no podía esconderse. Supo que habían entrado en el monasterio, pues cuando empezaron a caer las primeras nevadas se encontró con soldados que venían de allí, que se detuvieron al verle y que le preguntaron sobre seis viajeros con dos caballos. Observaron con desconfianza su aspecto, con aquella armadura tan extraña que asomaba bajo las pieles. Entre ellos discutieron de si podía tratarse o no de un espía. Uno muy imprudente y torpe, desde luego, dejándose ver así. Finalmente lo dejaron ir, más interesados en la captura de los ladrones herejes que en un guerrero nómada que, quizás, solo quizás, fuese un espía, y que en cualquier caso no aguantaría mucho sin morir de frío o entregarse. «Y de ese modo habéis salvado el cuello, soldaditos». Luego, mientras la nevada se hacía más intensa, Waldam meditó con detenimiento. Los soldados venían del monasterio y él venia del este; los Buscadores solo podían haber huido, por tanto, hacia el sur o hacia el norte. Hacia el sur no tenía sentido, pues por toda aquella región había gente muy interesada en prenderles, como Kolep y los grupos de monjes destacados. Era más lógico huir hacia el norte. ¿Volver a sus provincias natales? No, una idea estúpida: ¿para qué y con qué garantías de no ser apresados? Seguramente buscarían el amparo de las Grandes Montañas, o de los bosques a los pies de estas. Detuvo su caballo en lo alto de un montículo. Gruñó con fastidio. Él resistía, la muerte no podía reclamarle, pero tenía que ir con cuidado si no quería quedarse sin montura, así que se quitó la piel que llevaba sobre los hombros y la dispuso sobre el animal. Se puso en marcha de nuevo.
Transcurrió casi una hora, y la nevada no cesaba. La oscuridad de la noche acompañaba su lento desplazamiento por la nieve, mezclados el sudor de sus músculos y el helado aire de sus pulmones. En el camino había visto más de un cuerpo sin vida, muerto por congelación, tanto de animales como de humanos. Bufó. La muerte no podía reclamarle, pero su cuerpo no podría aguantar mucho más sin quedar rígido. Finalmente, llegó al monasterio. Solo allí podría guarecerse y esperar. Se plantó ante la puerta con una manta de acampada cubriendo su cuerpo, esperando ocultar su armadura lo suficiente. Dentro se oían muchas voces y ruidos metálicos. Los soldados se encontraban en el interior del inmenso edificio. Golpeó en la puerta y fue recibido por un monje de hábito marrón, quien solo le brindó la hospitalidad y el cobijo del monasterio cuando Waldam dejó caer en su mano una bolsa de monedas como aportación al culto. «O a tu bolsillo. Me es indiferente». Dos días pasó en un rincón del patio principal, apartado de los soldados de Guktark, esos que habría buscado en Xokram, durante una Caza, para medirse con ellos. Pero, por ahora, debía pasar desapercibido.
* * *
Cuando despejaron algo los caminos, el Karnat montó sobre su caballo y partió. Llegó a Mora, y se enteró de que los Buscadores habían huido de la ciudad dos días antes. Siguió hasta Emef, un pequeño pueblo de granjeros. Allí nadie había visto nada. Waldam dudó, pero era imposible que sus presas intentasen continuar campo a través. Era un suicidio. Como por entonces el sol ya se había puesto, decidió pasar la noche en Emef y partir al día siguiente. Y así, cuando de nuevo el sol inició su recorrido a través de ese cielo siempre negro, el Karnat se encontraba a medio camino de Yende, la ciudad de los nobles.
«¡Bueno, Arcris! —se decía—. Supongo que esta vez no te podía pedir un rastro fácil. En fin, cuando todo acabe, ni siquiera tú serás necesaria. Por ahora, espero que hagas algo para hacerte con ese libro. No me conviene que la hechicera gane en poder y, en cambio, yo…». El Karnat detuvo su montura y escuchó atento. Había sentido, más que oído, algo. Y sus sentidos nunca le engañaban. Desmontó y sacó su espada de la vaina. Oteó el horizonte sin ver nada más que nieve por todas partes. «¡Con esta maldita oscuridad no se puede saber…!» Un sutil movimiento sobre su cabeza le hizo agacharse, y giró su espada hacia lo alto, pero no acertó a la enorme forma que pasó como un rayo entre él y su caballo y que después se elevó. «¡Por todos los infiernos!». Su caballo se asustó y huyó. Quiso detenerlo, pero sintió de nuevo al atacante, por detrás; combinó una rápida media vuelta con un salto a un lado, trazando un arco en el aire con su arma, pero de nuevo falló el golpe. Aquel ser, negro como la noche, era realmente veloz… ¡y no conseguía verlo! Únicamente pudo vislumbrar que era alado y de gran tamaño, muy grande, mayor que ninguna ave, mayor que ningún animal que conociera… Esta vez el ataque fue desde delante, aprovechando que el Karnat giraba la cabeza. Pero el guerrero, sin mirar directamente a su agresor, hincó una rodilla en la nieve y alzó la espada. La gran forma alada golpeó el acero de Forjarm con su cuerpo y chilló de dolor, con un lamento estremecedor, en parte agudo, propio de un ave depredadora, pero que también sonaba ligeramente humano… Waldam no tuvo opción de asestarle un segundo golpe: con un par de poderosos aleteos, sin haber llegado nunca a tocar el suelo, el oscuro atacante tomó altura y se perdió en el negro firmamento. El Karnat, aún arrodillado, bajó la espada y hundió la hoja en la nieve. Había sentido la respiración y el cálido aliento del atacante cuando había pasado sobre su cabeza. Por su arma resbalaban gotas de una sangre espesa y oscura. El ataque había sido inesperado, rápido y de una fuerza tremenda. Aquella criatura se servía de la oscuridad para atacar. Y ahora siempre había oscuridad.
Sí, tenía que ser franco consigo mismo, tenía que reconocerlo: por primera vez en su vida, había tenido miedo.
* * *
La mañana estaba avanzada cuando cuatro hábitos marrones, portando luminosos candiles, salieron del Templo de Kalyrs, ubicado en la Plaza del Ayuntamiento de Yende. Los cuatro se conocían de varios años atrás, desde su ingreso en la Orden. Nunca se habían movido de Yende, su ciudad natal. Eran los cuatro de familias importantes, y su vida religiosa había discurrido siempre entre el Templo, el Ayuntamiento y la Biblioteca, lugar este último al que se dirigían en aquellos momentos. Su expresión era grave. Venían discutiendo si el cambio reciente en la dirección de la Orden, junto con el inminente conflicto en el Norte, les obligaría a separarse y dar un enfoque diferente a sus actividades. —Algunos hermanos de provincias del Sur están siendo movilizados con los ejércitos. —Eso he oído yo; acompañan a los soldados para infundirles ánimo y bendecirlos. Así que es posible que también a nosotros nos movilicen. —Pero ¿tenemos órdenes concretas? ¿O solo esos rumores? —El alto hermano Sirius no nos ha dado instrucciones. Por ahora. Así que tendremos que seguir con nuestras actividades habituales y esperar. —Siempre estamos igual. El Consejo nunca nos explica nada. —Cierto. —Recuerdo el día de mi ingreso en la Orden. Esperaba que el apellido de mi familia impresionaría a Sirius, pero me miró sin darle importancia. Solo le interesó si sabía leer y escribir…
—Lo mismo que conmigo. —…Y desde entonces hasta hoy es siempre igual: soy un simple ejecutor de unas órdenes que no entiendo y que no se me explican. —Estamos todos como tú —el grupo abandonó la plaza por una ancha calle, en una esquina—. Es como si el padre Alwinus, a través de la Orden, se vengara de que las Grandes Familias hayan arrinconado a los Wéyslidur. Y se ceba en nosotros, ninguneándonos. —No seas absurdo. Los Wéyslidur se arrinconaron ellos solos. Y el padre Alwinus no tiene tiempo para plantearse cómo tratarnos. Ni sabe quiénes somos los de hábito marrón. Tomaron por una calle más estrecha, alzando los candiles para iluminar mejor el camino, rodeados de aquella oscuridad tan inexplicable en pleno día. —Sí que lo sabe. Todos los hermanos venimos de buenas familias. —Sí, pero no sabe de nuestras vidas. Somos simples soldados de Kalyrs. Es el Consejo, y especialmente el alto hermano Sirius, quienes nos mandan y quienes nos informan solo de lo que les interesa. Y eso no cambiará con la llegada del padre Helvinald. —¿Y qué puede pasar ahora? ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si el padre Helvinald ordena hacer algo y el padre Alwinus ordena no hacerle caso? La respuesta llegó con una voz grave a sus espaldas. —No te preocupes, amigo; tengo entendido que Alwinus es ahora sumiso como un perrito. Los cuatro monjes se giraron para ver la cara de aquel que se atrevía a proferir tal irreverencia, encontrándose ante ellos a un tipo forzudo, de tez morena e inexpresivos ojos oscuros que había surgido de ninguna parte con una espada en la mano. Vestía unas ropas extrañas, mezcla de distintos uniformes de soldado, algo habitual en los mercenarios. El monje que debía haber contestado la pregunta de su compañero se adelantó un paso y extrajo su espada de entre sus pardos ropajes.
—Retira lo que has dicho y rinde tu arma o puedes considerarte muerto. —Puedo retirar mis palabras si tú guardas tu espada y me dais todos vuestras ropas. Las necesito. —¿Cómo dices? —Preferiría no mancharlas con vuestra sangre. Vosotros decidís. —¡Rinde tu arma! —repitió el monje. Ansp no dijo nada más, sino que se quedó allí quieto, esperando el ataque. —¡Tú lo has querido! El monje se lanzó contra Ansp trazando con su espada un arco horizontal que se hubiera hundido en el cuello del guerrero, pero este se agachó y, apoyando una mano en el suelo, propinó una fuerte patada en la rodilla a su adversario. Se oyó un crujido. El monje cayó al suelo, aullando, situación que aprovechó Ansp para atravesarle el cuerpo con un golpe limpio, certero y silencioso. Los otros tres desenvainaron sus espadas. Dos se acercaron al guerrero, mientras el tercero, al carecer de espacio para luchar junto a sus compañeros, se quedó en retaguardia, atento y a la espera. Ansp volteó la espada en amplios giros ante sus dos contrincantes, quienes no veían un hueco claro para atacarle. El tercer monje, viendo la indecisión de sus compañeros, extrajo un cuchillo de su cinto con la idea de lanzarlo contra el pecho de Ansp. Pero, cuando alzó su mano, algo terriblemente doloroso se hundió en su costado derecho y le hizo caer. Con los dientes apretados y los ojos anegados en lágrimas, bajó la cabeza para fijar la vista en la enorme hoja del hacha que tenía casi por entero enterrada en sus costillas. De la herida manaba la sangre. Su sangre. Soltó la espada y el puñal y, cerrando los ojos con el rostro mirando al firmamento, dejó escapar un último gemido y se derrumbó. Los otros dos se giraron y vieron a su compañero caer agonizante junto a un hombre de gran estatura y marcados músculos. Solo se giraron un segundo, pero Ansp lo aprovechó y golpeó las espadas que permanecían en posición defensiva.
Un segundo golpe dirigido al hombro del monje que tenía a su derecha fue detenido por la rápida reacción de este, quien detuvo el ataque y, con un veloz giro, convirtió su movimiento de defensa en uno de ataque, pasando a escasos dedos de la cabeza de Ansp. El guerrero retrocedió, al tiempo que evitaba una estocada del otro monje. Rotalmanys se acercó por detrás a los monjes. Estos se dividieron, cada uno contra un adversario, espalda contra espalda. Con un único contrincante ante sí, a Ansp le costó solo tres golpes deshacerse del monje. Rotalmanys tardó algo más. Para el leñador aquella no era su primera lucha, pero su adversario dominaba más la espada que los forajidos con los que se había enfrentado alguna vez en el Valle Forestal. El hacha cruzó varias veces el aire sin tocar al monje, quien tampoco conseguía lanzar un mandoble certero al leñador. Rotalmanys tenía a su favor que la longitud de su hacha superaba la de la espada. Esa diferencia le permitió ir retrocediendo hasta que Ansp, libre del otro monje, llegó para relevarle y acabar con el cuarto y último. Rotalmanys observó los cuerpos sin vida de los cuatro religiosos y suspiró: —No siento aprecio alguno por los monjes. Pero… —¿Pero qué? —Que tal vez no hacía falta una masacre así… —Los monjes no son de rendirse —gruñó Ansp, guardando su espada—. Vienen de familias nobles. Tienen el orgullo muy arraigado. El leñador pensó en los dos del Norte con los que Quelbos y él habían topado en el monasterio. No todos los monjes parecían dispuestos a entregar su vida a cualquier precio. Nada sabía de estos cuatro que acababan de caer, salvo lo que se podía ver a simple vista: que eran aún jóvenes. Posiblemente de la edad de Quelbos. Muy jóvenes. Y talar árboles jóvenes es un crimen que atrae la maldición… —Ayúdame a quitarles los hábitos —dijo Ansp, agachándose sobre el cuerpo más cercano—. No quiero que se manchen demasiado de sangre.
* * *
—Traemos cuatro —dijo Rotalmanys a sus compañeros al entrar en el viejo y ruinoso caserón. Ansp entró detrás. Cada uno llevaba dos hábitos. Quelbos agarró uno y lo examinó. La tela parda teñida de sangre le hizo recordar el asesinato del monje carcelero, cuando entró con Rotalmanys en el monasterio para liberar a sus amigos. Tragó saliva y se dirigió a Ansp: —Tendremos que limpiar las manchas de sangre antes de que se sequen y luego remendar los agujeros. —Faltan otros dos —dijo Ansp—, pero será mejor no conseguirlos de inmediato o las autoridades sospecharán de nuestra presencia en la ciudad. —Si Quelbos y Rotalmanys no se hubiesen desecho de los que cogieron en el monasterio… —suspiró Síndir. Pero viendo que Quelbos la miraba con seriedad, añadió—: Ya sé, ya sé; hubiese sido arriesgado conservarlos. Ansp se sentó junto a Galdwynn. Este se encontraba tumbado, aunque solo por orden de Arcris, ya que tenía unas ganas enormes de levantarse y volver a la actividad. —Te veo mejor. —Estoy mejor, socio —sonrió el del bigote—. Consígueme un par de cervezas y te acompañaré a conseguir los dos hábitos que faltan. —Ni hablar —le censuró Arcris—. Ya tendrás tiempo para hacerte el héroe. Pero no hasta que estés recuperado del todo. Galdwynn miró a Ansp con un encogimiento de hombros. —Tu batallón mejora, capitán. Su amigo sonrió también, sin decir nada más. Quelbos se fue con los hábitos a la sala contigua, donde las grandes brechas
abiertas en el tejado habían permitido que la nieve se acumulase en el suelo de la habitación. Con esa nieve empezó a limpiar de sangre las ropas conseguidas. —¿Qué más se sabe de Helvinald? —les preguntó Síndir a los dos recién llegados. —No hemos oído nada más —dijo Rotalmanys, echando mano a su bota de agua. —Sin embargo, cada vez hay más soldados —observó Ansp—, de todas las provincias, excepto de las del norte del Continente. —Se estarán agrupando para dirigirse a la costa norte, te apuesto lo que quieras —aventuró Galdwynn. —Yo no apuesto nunca —torció el gesto Ansp. —Y mientras tanto, esperan la llegada de Helvinald, ¿no? —preguntó la hechicera. —No sé si ese en persona dirigirá la ofensiva —Galdwynn fijó la mirada en el techo—. Es posible que se quede en el monasterio y envíe al superior con los ejércitos. A Alwinus, quiero decir. —¿Y nosotros cuándo nos vamos de aquí? —preguntó Rotalmanys, impaciente. Ansp examinó a Galdwynn con la mirada antes de contestar. —Mientras no sospechen de nuestro escondite, nos quedaremos. Es preciso que Galdwynn se recupere del todo. —¡Mañana mismo me pongo en pie! —Eso ya lo veremos —dijo Arcris, autoritaria, posando con firmeza una mano sobre el hombro del guerrero para impedir que se moviese. —Un poco más de ese brebaje de Síndir y estaré como nuevo. Arcris gruñó por lo bajo. Pese a su rechazo hacia la magia, tenía que reconocer que la curación de los guerreros había sido mucho más rápida gracias a la
intervención de Síndir que lo que ella, con más voluntad que conocimientos, aspiraba a lograr. Tal y como vaticinaba Galdwynn, en breve ella podría dejar de prestarle su atención y cuidados. Lo que le llevó a pensar de nuevo en un personaje que parecía olvidado por sus compañeros. Había estado analizando las posibilidades de que el Karnat hubiese perecido en la gran nevada. Hacía tres semanas que no sabía nada de él. Si la nieve le había sorprendido en el camino, y si no había llegado a Mora, de lo cual estaba convencida, seguramente ahora estaría muerto y sepultado. El único refugio que había por la zona, aparte de Mora, era el monasterio, y no se imaginaba a aquel bruto buscando cobijo allí. Así pues, era casi seguro que ya no volverían a cruzarse con él. —¿Y adónde iremos después? —preguntó Rotalmanys. Ansp se levantó y anduvo hasta el marco de una antigua ventana. —La idea de llegar al Continente Norte me parece razonable. Tal y como están las cosas, es lo mejor. La cuestión es que para eso hay que tomar un barco, pero nos podemos olvidar de hacerlo en Ishtorgard o Burnán: somos demasiado conocidos en esas regiones. No queda más opción que seguir hacia el norte, llegar a Dacosta, en Aucian. Pero eso supone atravesar las Grandes Montañas, y con la nieve que ha caído no va a ser nada fácil. —Tenemos una posibilidad si seguimos la ruta de Biswald —apuntó Galdwynn —: es la menos peligrosa. —Mmm… —Ansp asintió, con una mirada que a Síndir le pareció que huía de la realidad, hacia algún pensamiento perdido. El guerrero se giró y continuó—: Sí, creo que no hay alternativas viables. Ahora bien; en lo que nos queda de camino, que es mucho, no podremos evitar las ciudades. La noche con este frío es criminal. Necesitamos dormir a cubierto cada vez que se oculte el sol. En cuanto tengamos los seis hábitos y Galdwynn esté recuperado, nos pondremos en camino hacia Helm. —Donde todo comenzó —sonrió Quelbos. Arcris despertó de su ensimismamiento y miró al guerrero, súbitamente inquieta. «Volver a Helm, no…».
—De allí iremos a Isandor —prosiguió Ansp—. El camino entre las dos es muy largo, pero creo que hay pueblos donde detenerse. En Isandor lo tendremos fácil; la casa de Quelbos nos servirá de refugio. Será después cuando vendrán las dificultades, en el momento en que nos internemos en las montañas de Páramo. Otro punto —carraspeó—: las provisiones. Llevaremos la comida justa para cada día de camino, nada más. Intentaré cazar algo en el camino —acarició el cuerpo del arco que había adquirido en su última visita a un armero—. Y si este maldito tiempo no lo hace posible, compraremos lo justo para el día siguiente en el pueblo en el que nos detengamos. Tenemos que ir ligeros de carga. —Pero los monjes bien que llevan comida para largos viajes —protestó Rotalmanys—. ¡Y caballos! Montan siempre a caballo. —Sí, pero los trajes de monje solo los utilizaremos en las poblaciones. No tenemos tanto dinero como para comprar seis buenos caballos, y no quiero cruzarme con grupos de monjes yendo vestidos como ellos y tener que luchar por no saber contestar a sus preguntas. Rotalmanys no se mostró conforme: —Pero siempre es mejor ir vestidos de monjes que no de paisanos. Cualquiera que sepa contar hasta seis sospechará de nosotros. —Prefiero correr ese riesgo. —Tal vez tú sí, y ya he visto que te defiendes bien. Pero nos arriesgas a todos los demás. —¡No podemos conseguir caballos! —exclamó Ansp, sorprendiendo a todos con aquel arranque desconocido en él—. ¡Y monjes sin caballos son aún más sospechosos! Aparte de que ahora ya no se ven monjes por los caminos que no vayan escoltados por soldados. Rotalmanys asintió. —Sí, tienes razón… ¡a menos que nos disfracemos unos de monjes y los demás de soldados! ¡Tranquilo, Ansp! —sonrió al ver que el guerrero abría la boca para protestar—. ¡Era una broma! Síndir no acertaba a comprender. La idea no era tan descabellada. Un grupo
mixto de monjes y soldados era lo mejor para pasar desapercibidos… Pero, claro, lo difícil era conseguir los trajes y armas de un grupo de soldados. Muy difícil, en verdad, teniendo en cuenta que se trataba de hombres bien entrenados, fuertes y de gran habilidad con las armas. Ni Ansp ni Galdwynn, con toda su experiencia, tenían ventaja contra ellos. Habría que seguir el plan de Ansp. Quelbos volvió con los hábitos. La sangre sobre la tela había perdido intensidad. Podía pasar por manchas de cualquier naturaleza. —Ten —Quelbos dejó los hábitos junto a Arcris—; lo de remendar no se me da demasiado bien. —¿Y supones que a mí sí? —le respondió la pelirroja, enojada. —No lo sé. Pero tu espíritu es más fuerte que el mío, por lo que estoy seguro de que tendrás más suerte intentándolo que yo. Arcris abrió la boca para protestar, pero Quelbos ya se alejaba hacia los demás.
* * *
Dos días más tarde, Waldam se paseaba por Yende buscando a los seis viajeros. No se les veía por ninguna parte. Sabía que, a raíz de los bandos que daban la descripción de Arcris, el grupo se encontraría oculto en alguna parte en barrios periféricos, si es que aún seguían en Yende. Perder a su caballo le había obligado a hacer el último trecho a pie y llegó a la ciudad cuando el sol hacía dos horas que se había ocultado. Eso fue tres días atrás. El primer día que pasó en Yende le sirvió para encontrar su caballo. Un tipo lo vendía como criado por él, junto con otros que tal vez tampoco fueran suyos. La espada de Forjarm salió de la vaina, mató y regresó a su funda. Waldam recuperó su caballo. Circuló la noticia de la muerte de cuatro monjes cuyos hábitos habían sido robados, pero si aquello tenía relación con los Buscadores, él no podía saberlo. Los seis viajeros no aparecieron por ninguna parte.
El segundo día fue una larga e infructuosa búsqueda. Harto de escudriñar por todas partes, acabó el día metido en una taberna, con una mano agarrada a una jarra de cerveza y la otra a la cintura de una desconocida de risa fácil y carnes jóvenes. Aquel tercer día parecía como los dos anteriores: ningún indicio de los Buscadores. Igual que a la criatura que le atacó en el camino, a los seis viajeros les debía favorecer la permanente oscuridad para que nadie se fijase en ellos. Quizás ya no se hallaban en la ciudad. Se dirigió a la plaza donde había atado su caballo. Entonces, un individuo llamó su atención. Hacía tiempo que no lo veía. Cuando los Buscadores recorrían el desierto camino de Montox, ni aquel guerrero ni su compañero iban con ellos. Este era el cabecilla del grupo, como mínimo hasta que lo apresaron los monjes. Recordaba su cara de haberla visto casi tres meses atrás, en el parador de Helm, en Laerdán, donde trabajaba Arcris. «Así que no se han ido. Le seguiré y averiguaré su escondite».
* * *
En el salón del Consejo ardía un gran número de antorchas. Más de las habituales, debido a la perenne oscuridad del mundo. Construida sobre una planta cuadrada de cuarenta pasos de lado, y con un techo en triple bóveda apoyado en recias columnas de negro basalto de más de veinte cuerpos de altura, la estancia producía en los corazones de los que allí entraban sensaciones de pequeñez y desamparo. Una lámpara circular pendía de una única cadena desde lo alto, iluminando una gran mesa de roble, también circular. Alrededor de esta mesa, veintiún sillones de altos respaldos permitían al superior y a los hábitos azules debatir los asuntos más acuciantes de los Tres Continentes, aunque rara era la ocasión en que se reunía la totalidad del Consejo. Aquella mañana del noveno día de invierno, el salón presentaba un aspecto algo diferente: los altos sillones alrededor de la gran mesa eran veintidós, y a ellos se añadían otros cuatro por detrás del asiento del superior, alineados bajo la gran vidriera.
Solo doce de los veinte del Consejo habían podido acudir a la convocatoria, realizada con escaso margen de tiempo. Por ello, algunas provincias del sur y la práctica totalidad de las del Continente Occidental carecerían de representantes en aquella sesión. Los que sí habían podido asistir, intercambiaban susurros sin quitar ojo a las puertas del salón, por donde entraría el padre Alwinus, acompañado de los reaparecidos. Eldeján permanecía en silencio, sentado a la izquierda del sillón número veintidós, el reservado a Helvinald. Él en persona se había encargado de confirmar a los consejeros lo que estos habían sabido por rumores: el fundador de la Orden había regresado a la vida y se encontraba en el monasterio. Al resto de preguntas, entre ellas el motivo de tan urgente reunión, Eldeján había respondido pidiendo paciencia, añadiendo que ni siquiera él era conocedor de los asuntos a tratar en aquella sesión plenaria. También estaba presente el hermano Jalbán, el monje mago que había perseguido a los ladrones por las provincias del sur y que había regresado la noche anterior. Jalbán tiró de la manga de Sirius, a su derecha, mientras observaba al secretario del Consejo, sentado en el extremo opuesto de la gran mesa de roble. —Hermano Sirius —susurró—, ¿es esta la primera reunión a la que asiste el venerable Helvinald? —¿Acaso no oís las protestas de todos? —el monje paseó la mirada por cada una de las caras de los eminentes consejeros—. Todo esto es contrario a la norma. Y también a la lógica. Nuestro padre superior es guiado por el propio Kalyrs en sus acciones. La sola idea de que otra persona, sea quien sea, actúe como intermediaria entre Nuestro Señor y el padre superior es simplemente absurda. Pero no se nos ha pedido opinión. ¿Y ahora? ¿También el Consejo quedará subordinado a… a…? —respiró contenidamente, sin saber cómo referirse a Helvinald—. No me tengáis por un irreverente, hermano, pero ¿cómo hemos de asistir al regreso del fundador de la Orden de entre los muertos? ¿Hay que aceptarlo, sin discusión? ¿Sin consideraciones de ningún tipo? Jalbán observó con curiosidad el sobresalto de Eldeján al oírse, desde el exterior, el graznido de un pájaro, acaso uno de los pocos que aún sobrevivían. ¿Por qué era de noche incluso cuando el sol se hallaba en lo más alto? ¿Por qué aquel olor
a quemado? Jalbán sabía que tras todo aquello había algo terrible y oscuro, una razón siniestra que sin embargo era lógica y concordante con el mundo mismo. Aquel año habían sucedido cosas muy por encima de lo excepcional, empezando por la intrusión de los ladrones en el monasterio y concluyendo, al menos por ahora, con aquella noche eterna y quemada. La puerta se abrió para dejar paso a los seis monjes que faltaban. Al frente de todos ellos caminaba Helvinald. Detrás de él venían Alwinus y los cuatro consejeros-guardianes del superior resucitado. Jalbán contempló al otrora orgulloso, firme y severo Alwinus, ahora circunspecto, cabizbajo, diríase que frágil. Sus ojos se cruzaron por un instante, y esta vez no atinó a ver la censura con la que el superior lo miraba habitualmente. Algo había sucedido. En aquellos ojos ya no había un rechazo hacia lo que Jalbán, como mago, representaba. Parecía incluso que había… ¿un ruego? El superior resucitado se sentó junto a Eldeján, y a su derecha lo hizo Alwinus. Siempre silenciosos, los cuatro consejeros personales de Helvinald se sentaron en los cuatro sillones dispuestos al fondo. Helvinald fue quien abrió la sesión. —Hermanos del Consejo —dijo con voz grave y firme—, a partir de hoy retomo mis antiguas funciones de presidente de la mesa y el hermano Alwinus será mi ayudante. ¡Con qué orgullo trataba al superior como hermano, tras tantos años de habérsele llamado padre Alwinus! ¿Cuántas cosas más iban a cambiar? —Y hoy abrimos la sesión —continuó Helvinald— con un tema serio. Alwinus —el aludido alzó levemente la cabeza, pero mantuvo los ojos fijos en las envejecidas vetas de la mesa—, nos enfrentamos a un problema. La guerra conlleva un aumento de los impuestos, pero tú ya has superado los límites de lo tolerable a ojos del pueblo. Empezaremos por poner fin a los altos ingresos que los gobernadores disfrutan sin merecérselo, sobre todo unos cuantos con los que tú te llevas muy bien. Kolep Disgruld de Marina, en concreto. ¿Cómo es que un mocoso metido a gobernador recibe tan elevadas remuneraciones a título de recompensa por su devoción y dedicación a la causa? ¿Qué causa es esa? Alwinus se atrevió a contestar, pero no a mirarle a la cara:
—Disgruld gobierna una provincia muy poblada y rica, además de que su capital, Burnán, es uno de los principales puertos de la ruta comercial con el Continente Occidental, junto con Ishtorgard. El gobernador Disgruld se esfuerza como nadie en llevar a cabo una eficaz recogida de impuestos, que… —¿Eficaz? —le atajó Helvinald—. ¿Llamáis eficaz a despertar odio en la población? ¡Eficaz! Dudo que lo sea este Consejo, que parece haberse deteriorado tras mi muerte —clavó su mirada en las de los consejeros, y Jalbán percibió en ella el calor de la magia—. Yo os diré lo que es eficaz: cobrar lo justo, nunca más de la mitad de los bienes producidos por los campesinos, nunca más de la mitad del oro de los comerciantes y los artesanos. Ante todo, Alwinus, hay que actuar con mesura, con inteligencia. Los paletos que conforman el pueblo de Kalyrs están acostumbrados a ser pobres, asumen que eso les es propio por naturaleza; y llegados al estado de guerra, si temen que el enemigo les pueda dejar sin nada, son capaces de dar sus estúpidas vidas por preservar intactos su territorio, su gobierno y sus familias; dar sus vidas con mucho gusto. Ese es el mejor impuesto: el título de propiedad de las manos armadas de tu pueblo. Jalbán se levantó de su sillón, indicando con un carraspeo su voluntad de tomar la palabra. —Padre Helvinald, soy el hermano Jalbán, responsable dentro del Consejo de las provincias de Montox y Marina. Querría daros un mayor detalle al respecto de lo que el padre Alwinus os intentaba explicar sobre el gobernador Disgruld y su gestión de los impuestos… —Ah, sí… Jalbán… —le interrumpió Helvinald, entornando los ojos—. El hermano hechicero, ¿verdad? El consejero titubeó un instante, antes de responder. —Soy conocedor de las artes mágicas, sí… Pero siempre al servicio de la Orden. —«Al servicio de la Orden», eso está muy bien. Porque tengo la impresión de que los aquí reunidos habéis sido algo… laxos en vuestras conductas. —¿Laxos? —Sirius, desde su asiento junto a Jalbán, frunció el ceño y sacudió la cabeza, expresando su rechazo ante aquellas palabras—. La Orden entera, y especialmente este Consejo, mantiene una observancia estricta de los preceptos
indicados por vos en vuestra obra La senda del alto Kalyrs. «Valor, fuerza y fe —recitó de memoria—, en estos valores fundamentamos nuestra grandeza, nuestra superioridad y nuestro futuro», escribisteis. Así lo creemos y así obramos. En todo momento. Sin dudar y sin… laxitudes —concluyó, mientras el resto de los hábitos azules asentían en muestra de apoyo. Helvinald se dirigió a Alwinus, sonriendo con aire condescendiente. —¿Ves, hermano, lo que tus crisis de fe han ocasionado? Los altos hermanos se ven alentados a expresar sus pareceres y tratar de convencer al superior. —Disculpad de nuevo, padre —Jalbán se apoyó sobre la mesa con los puños—. Hasta hoy, nuestras palabras han sido escuchadas y valoradas por el padre superior Alwinus, tenidas en consideración, porque se fundamentan en nuestro conocimiento y experiencia y porque se inspiran en los sagrados valores que el hermano Sirius ha citado. Pero parece que vos ponéis en cuestión tanto nuestro criterio como el de nuestro guía espiritual. ¿A qué se debe esto? —Os lo explicaré —Helvinald clavó en Jalbán su afilada mirada—. He sido traído al mundo directamente por Nuestro Señor para enderezar este árbol que empezaba a desarraigarse. Mi gran error al crear esta mesa fue sin duda el nombre que escogí: Consejo Monástico. Al parecer, se ha entendido que su función era debatir, analizar y sugerir. Pero no es así. La función de los altos hermanos es informar al superior y al resto de esta mesa de aquello que sucede en los territorios de los que son responsables. Y llevar a cabo lo que el superior dispone. Informar y obedecer. Creo necesario recordaros que el superior es guiado directamente por Nuestro Señor. ¿Por qué debería someter su criterio a consideraciones de ningún otro hermano? ¿Acaso alguno de vosotros tiene la pretensión de cuestionar el camino que el propio Kalyrs señala al primero de sus hijos? Los hábitos azules intercambiaron miradas de estupor, mientras Jalbán se sentaba de nuevo. Helvinald continuó: —Habéis citado los tres valores en los que adoctrinamos a nuestro pueblo. Pero ¿acaso un pastor se comporta como las ovejas a las que dirige? No, hermanos. Atended bien. Astucia, inteligencia y entrega: estos son los valores que deberéis tomar como propios para el correcto desempeño de vuestra condición de del Consejo. Y de ellos, el tercero es clave, la entrega, porque espero
que obedeceréis en todo momento y de forma decidida a cuanto yo, vuestro superior, os mande. Porque lo que yo os mande, antes me ha sido indicado por nuestro juez y Señor. Hizo una pausa, dejando que aquel mensaje calase en las conciencias de los consejeros, antes de añadir: —Posiblemente, la sublevación de los karnatos se haya visto alentada por esta guía tan laxa que ha tenido nuestra sagrada Orden —el superior resucitado negó con la cabeza, mirando de reojo a Alwinus—. Y hablando de los karnatos, es momento de establecer la fecha para la partida de nuestros ejércitos.
11
Al día siguiente, los Buscadores salieron temprano de Yende. Caminaban en dirección norte, hacia Helm, el pueblo en el que se había formado el grupo, donde había arrancado realmente la misión, y donde Arcris había vivido y trabajado los últimos años. Iban a paso rápido, pues había mucho camino por recorrer y tenían que llegar antes de la puesta del sol. A aquellas tempranas horas, el frío y un fuerte viento que arrastraba la nieve de los llanos les hacían tiritar con violencia. A la cabeza del grupo iba Ansp, que, además de su traje, su cota, sus pieles y sus botas, llevaba ahora unos gruesos guantes, un casco un tanto abollado y un redondo escudo metálico, además de un carcaj lleno de flechas cruzado en la espalda, todo ello adquirido el día anterior en un viejo comercio. El escudo tenía el sello de fabricación del afamado Maese Browlie, el herrero de Bidia al que medio continente consideraba una referencia en su profesión. El vendedor, no obstante, sin duda pertenecía a ese otro medio continente, pues pedía por él cuatro reales de plata, que finalmente quedaron en tres. ¿Quién había sido su anterior propietario? A Ansp le traía sin cuidado: era una magnífica compra, eso era lo importante, como también que negociando un poco más había podido incluir en la transacción un cuchillo para reemplazar el de Síndir que Quelbos había extraviado en el monasterio. Tras Ansp iba Galdwynn, seguido de cerca por Arcris. El bigotudo guerrero ya caminaba por sí mismo. También él iba bien protegido del frío, y también había comprado un escudo, aunque por el momento era Rotalmanys quien cargaba con él, como si de su escudero se tratara. Caminando silenciosa, Arcris evitaba cruzar la mirada con cualquiera de sus compañeros. Seguía sin confiar plenamente en la prodigiosa recuperación atribuida al elixir de Síndir, y al más mínimo indicio de flaqueza del guerrero, le pasaría el hombro bajo el brazo y le ayudaría a caminar. Pero esa era la menor de sus preocupaciones aquella mañana. La mayor: volver a Helm, donde se podía encontrar con viejos e indeseables conocidos. Pero, también, el Karnat, que de nuevo había aparecido cuando ella le creía muerto. Dos noches atrás, cuando ella
y Rotalmanys habían ido a llenar las botas de agua de todos en un pozo, casi se muere al cruzarse con un sonriente y desaliñado Waldam, que venía por la calle en sentido contrario, mezclado con la gente y cubierto con una blanca capa que solo dejaba al descubierto su rostro burlón. ¡Nunca se iba a poder librar de él! ¡Era una pesadilla que la perseguía sin descanso! Decidió no postergar el encuentro, pues sin duda hacerlo le enfurecería, y aprovechó la primera ocasión que tuvo de escabullirse e ir en su busca. No fue fácil. Desde hacía varias semanas, era raro el momento en que estuviera sola. Quelbos, especialmente, parecía haberse convertido en su sombra; era como si las confidencias hechas en Mora le hubiesen alentado a aproximársele. Y cuando no era él, Ansp o Síndir parecían muy pendientes de ella. Afortunadamente, para los recados por la ciudad acostumbraba a acompañarla Rotalmanys, a quien la bulliciosa Yende le producía tal fascinación que, en un momento de distracción, Arcris pudo desaparecer de su vista. Tal y como esperaba, fue quedarse sola y que Waldam apareciera a su lado. Le explicó la ruta que iban a seguir ella y sus compañeros, mientras el guerrero jugueteaba con un afilado puñal y la observaba sonriendo. Durante el camino a Helm no sería preciso dejar pistas, pero Waldam le había sugerido que, una vez llegasen, la muchacha se dejase ver para tenerla controlada. Definitivamente, aquello no se iba a acabar nunca. No al menos hasta que el Karnat se hiciese con el Libro de Hechicería I. Y cuando lo consiguiera, ¿qué ocurriría? ¿Qué impediría al guerrero acabar con todos ellos? ¿La búsqueda de Domork y Aretsán? Tal vez sí. Pero existía el riesgo de que, con el libro en su poder, hallase las pistas para llevar a cabo la búsqueda por sí mismo, y en ese caso… Arcris había pensado en la posibilidad de contarles a sus compañeros todo lo que había hecho a sus espaldas y en perjuicio del grupo. ¿Escucharían su historia y sus disculpas? ¿La perdonarían? Aún estaba a tiempo, antes de que, por su culpa, directamente por su culpa, alguien sufriera algún daño. Cerrando el grupo venían Quelbos y Rotalmanys. El flaco escribiente llevaba a hombros una gran mochila con los víveres de todos, agua, cerillas, una lámpara de aceite para usar en caso de necesidad… Y aun con todo aquel peso, seguía tiritando. También él tenía el pensamiento en otra parte. Había estado pensando en Ertys y en cómo murió, tres semanas atrás, en el Valle Forestal. Justo cuando se les unía un nuevo compañero desaparecía uno viejo. Anecdóticamente, con ello la cifra de seis se mantenía y los monjes seguían persiguiendo al mismo número de «ladrones». Pero, más que ello, le preocupaba el hecho de que, aunque Ertys nunca había sido de fiar, había sido capaz de engañarlos todo el tiempo sin que lo sospechasen. Y Ansp recelaba también de Arcris… ¿Acaso
aquella mirada de la joven, cuando Ertys robó el libro, no había sido de auténtico temor, sino fingida? ¿Era Arcris una traidora, también? No… él estaba enamorado de la muchacha, pero no era ciego, y sabía, podía apostar el dinero que le quedaba, que aquella mirada y aquel temblor de Arcris no habían sido falsos. ¡Demonios! ¡Si, además, Arcris había estado pendiente día y noche de los dos mercenarios, cuidándolos, lavándolos, alimentándolos…! ¿Qué otra prueba necesitaba Ansp de la integridad de la muchacha? Posiblemente todo se reducía al hecho de que Ansp y ella nunca se habían llevado bien. Tan simple como eso. El que Arcris y el ladrón pareciesen congeniar no suponía complicidad… Caminaron sin detenerse mientras el sol ascendía sobre un paisaje prácticamente mudo, salvo por el silbante viento que corría quejumbroso sobre la blanca y oscura llanura. De vez en cuando encontraban un pájaro muerto por congelación en medio del camino, víctima de aquellas temperaturas tan inéditamente bajas. Galdwynn no pudo dejar de observar aquellos pequeños cuerpos sin vida. —¿Has visto, Síndir? Con este sol que no actúa, la tierra está dejando escapar el calor que tenía acumulado y la vida está en peligro de desaparecer. Ella no respondió, pero también contempló con tristeza las aves semienterradas junto a las que pasaron. El guerrero apretó los dientes para detener el castañeteo que sufría. Tenía el bigote plagado de finos carámbanos. —Nunca me ha gustado la nieve. Por eso prefería combatir en las guerras karnatas: me encanta su clima cálido. —No creo que allí se hayan librado de esto. —No sé… Síndir miró a Ansp. El guerrero guiaba la marcha manteniéndose distanciado. Se había repuesto totalmente de su enfermedad, y de nuevo mostraba aquella expresión oscura, lejana y silenciosamente atormentada. Aunque pudiese estar rodeado de mil personas, Ansp siempre parecería estar solo. —¿Qué le ocurre? —preguntó Síndir a Galdwynn.
—¿A quién? La joven señaló al guerrero con un gesto de su cabeza. —¿A Ansp? —Galdwynn se encogió de hombros—. Siempre ha sido así, reservado y callado. —Siempre imaginé que la melancolía era algo de lo que carecíais los mercenarios. —¡Qué va! Lo que ocurre es que tenemos fama de salvajes y de darnos con facilidad al juego y a la bebida cuando no estamos metidos en alguna batalla. ¡Y Ansp era un auténtico campeón a la hora de beber! Pero cuando la… — Galdwynn se calló de golpe al darse cuenta de que iba a hablar demasiado. —¿Pero qué? —le instó Síndir. —No, déjalo. El frío me desata la lengua y no puedo hablar de ello. La hechicera le miró seria. —No ha sido siempre así, ¿verdad? Ocurrió algo que le marcó para toda su vida, ¿me equivoco? Galdwynn no contestó. Síndir vio que la mirada del guerrero se agitaba inquieta, tratando de evitar la suya propia. —¿Una mujer, tal vez? Algún amorío que acabó mal… Galdwynn agarró su brazo con firmeza y la miró fijamente, tras comprobar que los demás no podían oírle. —Olvida esto, por favor. Fue algo más que un mal final. Ansp ha vivido muchas cosas, ha sufrido mucho, y lo único que ahora busca es un descanso que, en mi opinión, como amigo suyo, se merece, aunque haya cometido grandes errores en el pasado. Siguieron caminando en silencio, pero Síndir no dejó de dar vueltas a aquella frase: «fue algo más que un mal final».
Delante de ellos Ansp se detuvo a esperarlos. Cuando llegaron junto a él, el guerrero señaló algo oscuro a un lado del camino. Se trataba del cuerpo inerme de otro pájaro, uno de tamaño mayor que los precedentes, pero, a diferencia de aquellos, este no había perecido a causa del frío. La mitad de su cuerpo, sin distinción entre plumas, carne u órganos, había sido devorado recientemente, y los despojos yacían sobre un baño de sangre y nieve a medio derretir.
* * *
Mientras los Buscadores viajaban a Helm, alrededor de la muralla de Yende seguían concentrándose los ejércitos de las provincias. A los gruesos de Naditris, Gaarbid, Gadastán, Dirtys y Neroga, ya acampados, se unían ahora los destacamentos procedentes de Devel y de Felder, obligados a ocupar terrenos algo más distantes. —¡La gloria de Kalyrs os espera, valientes! —clamaba un monje a su llegada, aupado sobre una roca—. Los herejes caerán aplastados bajo nuestra fuerza. ¡Bajo la fuerza de Kalyrs! Porque Kalyrs bendice al fuerte, al valiente, a quien no retrocede. Todos vosotros vais a ganaros la seguridad de entrar en su reino. Por cada hereje norteño que matéis, más cerca estaréis de nuestro dios. Sed compasivos y caeréis en el abismo y el olvido. ¡Kalyrs os observa! ¡Sed dignos de él! Las proclamas del monje tenían una enardecida respuesta por parte de los soldados, a los que la bebida con la que combatían el frío les acrecentaba la impaciencia por la batalla. Eran ya más de tres mil hombres, entre los que destacaban los soldados de Xokram, entrenados por La Caza, pero Helvinald no daría la orden de partir hasta que se les uniesen las fuerzas de las provincias del sur. Se calculaba que entre todos los ejércitos no habría menos de siete mil hombres, entre caballeros y soldados de a pie. Helvinald confiaba en aplastar los karnatos con esta gran masa de creyentes, sin contar las huestes de las provincias al norte de las Grandes Montañas ni las del Continente Occidental. Dentro de la muralla, entre los uniformes variopintos que hormigueaban por la ciudad, llamaban la atención unos cuantos soldados con sobrevestes amarillos que no superaban la veintena y que se alojaban todos ellos en un edificio anexo
al Ayuntamiento. Iban capitaneados, además, por un individuo encorvado y bizco que nada tenía de militar. Gadrián y sus hombres habían llegado a Yende siguiendo la pista de los Buscadores, pero en aquella ciudad enloquecida nadie parecía saber nada, ni haber visto nada, aunque todos, soldados y paisanos, conocían los bandos monásticos a la perfección. El consejero de Kolep se consumía por la rabia. Trataba de adivinar la dirección que habían tomado los ladrones, pero no sabía nada de ellos y ninguna idea afloraba a su mente. Un alboroto mayor de lo habitual se oyó desde la ventana de la torre en la que Gadrián se hallaba descansando. El consejero se levantó de su sillón y asomó la cabeza al exterior. La causa del alboroto eran unos soldados recién llegados de Júber, la capital de Devel. Traían con ellos a dos compañeros heridos y mostraban a la multitud unas ropas hechas jirones y manchadas de sangre. Gadrián fue hasta la puerta del aposento y ordenó a un soldado de Kolep que bajase a la Plaza y se enterase de lo sucedido. Luego volvió a la ventana. Los juberianos hacían amplios y rápidos gestos con las manos mientras los curiosos que se agolpaban alrededor se encomendaban supersticiosos a sus ancestros o lanzaban maldiciones contra los soldados, a los que creían cuentistas. Volvió el soldado. —Al parecer, se trata de un monstruo que devora tanto animales como hombres, y al que nadie puede presentar batalla por tratarse de una criatura alada muy veloz y de fuerte coraza, la cual ni lanzas, ni flechas alcanzan a traspasar. —¿Qué bobadas son esas? ¡No existe nada así en el mundo! —Lo llaman la Sombra de la Muerte. Ha herido a dos soldados y matado a un tercero, al que ha devorado. —¡En mi vida he oído cosa más absurda! ¡Un monstruo con alas que aparece de pronto y devora soldados! Eso son cuentos de niños, leyendas, paparruchas… Pero aunque Gadrián rechazaba enérgicamente aquellas noticias, interiormente temía que respondieran a hechos reales, del mismo modo que la noche se había adueñado del mundo y que un monje muerto cientos de años atrás había vuelto a la vida.
* * *
Dos horas después de oculto el sol, los Buscadores entraron en Helm. En la frontera difusa entre un pueblo grande y una ciudad pequeña, Helm debía su existencia al comercio. Originalmente fue el campamento habitual de los mercaderes que recorrían el valle del Daleria entre la capital de Laerdán, Ulistán, y la acomodada Yende. Aquel emplazamiento junto al río, a medio camino entre las dos ciudades, vio aparecer unas primeras cabañas de barro y madera donde guarecerse en caso de lluvia, frío o nieve. Más tarde se habilitó una modesta forja y un taller para pequeños trabajos, como calzar los cascos de los caballos y arreglar tiros y ejes de carretas. Cuando, años después, las caravanas del norte y de oriente buscaron el mejor recorrido por el que llegar al puerto de Ishtorgard, aquellos astutos mercaderes impulsaron la construcción de un puente sobre el Daleria e hicieron correr la noticia de que dicho puente era y sería siempre de paso franco, muy al contrario del que existía en Yende. Helm se convirtió así en el principal cruce de las rutas comerciales de los Llanos Centrales: se levantaron posadas, mesones, zapaterías, carpinterías, bodegas, herboristerías, armerías y hasta talleres de cerámica. Y después, una torre de vigilancia, un ayuntamiento, un consejo municipal, un templo a Kalyrs, una biblioteca monástica, una cárcel, un patíbulo… En las calles no hacía menos frío que en la pradera, de modo que los Buscadores recorrieron una a una las posadas tratando de encontrar habitaciones libres para pasar la noche. Llamaron a cuatro puertas y ninguna de ellas abrió. No había habitaciones. Todas las plazas se habían agotado como resultado del frío extremo. El precio por el hospedaje, además, se había duplicado e incluso triplicado por la fuerte demanda, la de los mercaderes que en circunstancias normales hubieran dormido en sus propios carros. —Pero esto es abusivo —se quejó Síndir a uno de los hostaleros, que se hallaba asomado a una ventana del primer piso. Había cerrado antes de la hora para evitar conflictos con nuevos viajeros. —Son negocios —contestó el hombre—, no le des otro nombre —añadió, antes de cerrar la contraventana de un portazo. Ansp era el único que no parecía desesperado. Galdwynn miró a su compañero,
preguntándose si acaso se había quedado congelado. —¿Y ahora qué? —Queda aún un sitio —dijo Ansp—: el parador donde trabajaba Arcris. La muchacha se sobresaltó y sacudió la cabeza enérgicamente. —¡Ah, no! Yo no vuelvo allí. Mi nombre ya ha sido anunciado en todas partes por los monjes y en el parador me conocen bien, aparte de que son todos fieles creyentes y contribuyentes. Si entro por la puerta, se acabó el viaje. Arcris sostuvo la mirada analítica que le dirigió Ansp. Por fin el guerrero apretó con fuerza los labios y preguntó: —Muy bien, ¿sabes de algún sitio donde podamos dormir resguardados? —Conozco un viejo almacén abandonado a tres calles de aquí, cerca del parador, que nos puede servir. Tiene un sótano, aparte de la planta baja. —Guíanos hasta allí. Recorrieron con sigilo la distancia que los separaba del posible refugio, advirtiendo que las calles estaban desiertas, salvo por algún borracho que, encogido en húmedos y oscuros rincones, intentaba sobrevivir al frío con una botella de vino barato por único recurso. Llegaron ante un destartalado edificio de madera y se introdujeron a gatas por debajo de los desclavados listones de la puerta. La temperatura dentro era tan baja como en la calle. —¿Este es el refugio? —preguntó Síndir a su compañera con asombro y enojo —. ¿Esta… ruina? —Entrad más adentro. Tras esa pared hay unas dependencias cerradas donde estaremos mejor. —Esperémoslo así —dijo Galdwynn con un escalofrío. Cruzaron bajo un gran arco y llegaron ante una puerta abierta que dejaba ver, a la
escasa luz de la noche, un suelo de tierra cubierto de paja. El olor que salía de dentro era muy desagradable. —¿Qué era esto? —preguntó Quelbos, tapándose la nariz—. ¿Un basurero o las letrinas de los leprosos? Arcris sonrió. —Solo un establo. Aquí guardaban animales de carga. Al otro lado hay una puerta grande que da a la calle, por donde salían con las mercancías. Entremos. Uno a uno, pues la entrada era estrecha, los compañeros se introdujeron en el establo. Y comprobaron que, en efecto, pese al hedor reinante, el lugar les brindaba cobijo y calor. El espacio estaba dividido en dos secciones por una podrida pared de madera que en otro tiempo había sido blanca. Tras ella se oían agitadas respiraciones y crujidos de paja. Ansp desenvainó su espada y Rotalmanys tomó en sus manos el hacha, que llevaba colgada de la mochila. Los dos se asomaron al otro lado, seguidos de Arcris y Síndir. Sobre la paja se revolcaban abrazados un muchacho flaco, bronceado y de sucio aspecto, y una chica rubia, desgreñada y un poco entrada en carnes. Ambos tenían la ropa revuelta y llena de heno. La rubia, que abrazaba con fuerza la cabeza de su amante contra sus pechos, se detuvo de improviso y gritó asustada al ver aparecer a los armados extraños. El muchacho se deshizo del abrazo y giró sobre su costado para encararse a los intrusos. Arcris abrió la boca sorprendida. —¿Selas? El muchacho también reconoció a su antigua compañera de trabajo, aunque al principio dudó, al echar en falta la larga y rojiza melena, tan característica de Arcris. A su izquierda tenía la puerta grande, y de un rapidísimo salto se levantó y corrió hacia ella. Arcris, con la velocidad del rayo, tomó uno de los puñales del cinto de Síndir y lo lanzó contra Selas. El arma clavó con fuerza el chaleco del chico contra una viga. Selas quedó enganchado a ella, perdió pie y cayó de culo, colgando del puñal por el hombro.
Antes de que intentase zafarse de su chaleco ya tenía a cuatro Buscadores alrededor, mientras Quelbos y Galdwynn rodeaban a la rubia, que aún no había reaccionado. Síndir recuperó su puñal y miró a Arcris con asombro. —No sabía de tu pericia lanzando el cuchillo… —Una de las pocas cosas útiles que aprendí de mi padre. Ansp izó a Selas del suelo y lo llevó junto a su amante. Allí lo dejó caer como un fardo. —¿Por qué huías? —le preguntó. —No quiero que me matéis… Arcris se plantó ante él. —Mientes. Me has reconocido, como yo te he reconocido a ti. Ibas a avisar a los monjes o a los soldados, ¿no? Selas no contestó. Arcris le propinó una patada en el tobillo. —¡Para, maldita! —chilló el muchacho—. ¡Está bien, sí, te reconocí! Pero no iba a avisar a nadie… solo que no me gustan los desconocidos con espadas. —Miente, como de costumbre —le dijo Arcris a Ansp—. Nunca ha dicho una sola verdad en su vida. Hasta mentiría sobre su color de pelo. —No podemos dejarlo libre —razonó el jefe del grupo—; los monjes se lanzarían a manadas sobre nosotros. Al oír esto, Selas intentó escapar de nuevo, embistiendo a Ansp con toda la fuerza que fue capaz de reunir, pero el musculoso guerrero solamente se tambaleó, y golpeó al criado en la nuca con tanta fuerza que este cayó al suelo inconsciente. —No parece conocer la dureza de una cota de acero. La muchacha rubia contemplaba el cuerpo inmóvil de su amante mientras con
una mano se apartaba el desordenado pelo de los ojos. Sus labios temblaban, indecisos sobre si hablar o no. Síndir se agachó a su lado y trató de no asustarla más de lo que ya estaba. —¿Cómo te llamas? La rubia tardó en responder, pero por fin tartamudeó su nombre. —As… Asylbin… —¿Lo conoces bien? —señaló hacia Selas. La joven se encogió de hombros sin separar la vista del rostro tranquilizador de la hechicera. Debía de ser un amorío recién nacido, o una aventura de una sola noche. Parecía tener acento del sur, suposición que respaldaba el hecho de que su piel era de un intenso tono rosado. Cierta candidez en su mirada, en aquellos ojos entre verdes y azules, delataba una edad aún joven, alrededor de los diecisiete. Sus ropas denotaban su procedencia humilde: un vestido de tosca tela azul oscuro, llena de remiendos y manchas; un corpiño negro a medio desatar y unas botas desgastadas y cubiertas de lodo. Síndir sonrió a la joven y se sentó. —No temas, Asylbin, no te vamos a lastimar, pero quiero que me respondas a una pregunta. Sabes quiénes somos, ¿verdad? ¿Quiénes somos? —Sois… los ladrones que buscan los monjes. —Exacto, pero no somos asesinos, ni hacemos daño si podemos evitarlo. Solo queremos pasar aquí la noche y marcharnos antes de que salga el sol. Fuera nos helaríamos. No somos lo que explican los monjes, pero sería muy largo de contar. Siento que os hayamos interrumpido, pensábamos que esto estaría vacío. No queríamos molestaros. —No, yo… él… —¿Qué? Asylbin bajó los ojos y se encogió un poco.
—No es mi novio… necesito trabajo y él me dijo que si él… si yo… Síndir alzó las cejas y desvió la mirada hacia el inconsciente Selas. La típica historia de la muchacha que huye de casa, busca trabajo y se topa con un criado que, aunque no tiene ninguna influencia ni poder de decisión, le ofrece un puesto a cambio de unos favores especiales. Y, si acaso, pese a todo, la muchacha acaba trabajando en ese parador, ya ha vendido su cuerpo y parte de su alma por un empleo que no le reportará mucho más que la seguridad de malvivir en unas condiciones humillantes, poco menos que esclavizada. Síndir suspiró, con desazón. En ese cruce de arrieros y mercaderes que era Helm, las vilezas del ser humano parecían ganar dimensión. Y en ese sentido, se dijo la hechicera, la arisca Arcris era un ejemplo de cómo el egoísmo y la mezquindad de un entorno trasforman y pervierten el carácter de la persona. ¿O era al revés? Quizás la personalidad se tornaba fría y dura en respuesta a esas condiciones, como medio de supervivencia… Ansp utilizó la cuerda que llevaba Rotalmanys en su mochila para maniatar a Selas, y con un trozo de tela de la camisa del propio criado lo amordazó. Después lo llevó hasta una esquina y lo tumbó junto a la pared. —De momento, que siga durmiendo. Mañana decidiremos qué hacer con él. Todos se pusieron a dormir, excepto Quelbos y Síndir, encargados de la primera guardia, quienes le explicaron a Asylbin la verdad sobre su viaje y su misión. La muchacha escuchaba con asombro y sin atreverse a interrumpir el relato con pregunta alguna. En toda la noche Selas no se movió. Cuando Síndir acabó su explicación, Asylbin estaba tan entusiasmada con lo que acababa de oír que insistió en unírseles. Quelbos negó con la cabeza. Ni él ni los otros estaban dispuestos a itir más gente en el grupo, no al menos hasta que estuviesen fuera de peligro, lo cual podía no ocurrir mientras viviesen. Pero el muchacho no se lo explicó así a Asylbin. —Escucha —le dijo—, en estos momentos medio mundo nos persigue, ansioso de cobrar la recompensa ofrecida por el superior. Nosotros somos los representantes del verdadero dios de los hombres. Si morimos, nuestra causa morirá con nosotros. Tú puedes ser, en ese caso, la única heredera de la Verdad. Espera, no me interrumpas —dijo, al ver que Asylbin negaba con impaciencia—. Vas a ser la única persona a quien dejamos atrás que sabe la historia de Aretsán.
Puede que en un futuro seas la única que la sepa. Tú debes seguir viva. Es inútil morir por una causa si esa causa muere con uno. La joven asintió en silencio. Síndir miró hacia Selas. —De todos modos —dijo—, será mejor que nos acompañes hasta el próximo pueblo; ese chico no es de fiar —miró a Asylbin—. No creas lo que te diga el primer tipo con el que te cruces. Pregunta siempre al dueño del negocio. Da por seguro que Selas te iba a dejar tirada después de esta noche. Síndir despertó a Ansp y a Rotalmanys para el siguiente turno de guardia, y ella, Quelbos y Asylbin se durmieron profundamente.
* * *
Como de costumbre, los Buscadores salieron antes de la salida del sol, y se encaminaron hacia Béfesis, un pueblecito a un día de camino de la frontera de Laerdán con Mynirgán. Lo que ignoraban era que Selas no había dormido toda la noche, sino que había escuchado la charla con mucha atención, sobre todo en lo concerniente a la ruta que iban a seguir. Llegaron tarde a Béfesis. Durmieron en el cobertizo de un caserío, al que accedieron saltando un muro y forzando la puerta. En aquel pueblo dejaron a Asylbin cuando, con el nuevo «día», se pusieron en camino hacia Telins-Dor, más allá de la frontera. Siempre detrás de ellos, un jinete de negra armadura y ropajes ocultos bajo una capa blanca los seguía a distancia, sin dejarse ver y sin necesidad de seguirles el rastro: Arcris le había informado de que se dirigían a Isandor, capital de Mynirgán y ciudad natal de Quelbos.
12
Llegaron a Isandor el decimocuarto día de invierno, antes de que el sol se ocultara por el horizonte. Hacia el norte, unas millas más allá de Isandor, antes de la frontera y por encima de los primeros árboles de un lejano bosque, se perfilaban las altas cimas de la provincia de Páramo, las Grandes Montañas del Norte. Sería, con toda seguridad, la etapa más dura de su viaje a la costa. Por de pronto, estaban ante las murallas de la capital de Mynirgán y tenían que permanecer atentos a las salidas y entradas de monjes, soldados y cualquier paisano que pudiese identificarlos. —Aquí soy muy conocido —comentó Quelbos—. No os extrañéis ni saquéis enseguida las espadas si alguien me llama por mi nombre. —Conforme —asintió Ansp. —Si todo va bien —añadió Galdwynn—, solo estarán pendientes de una mujer pelirroja llamada Arcris, no del escribiente de la ciudad. La aludida chasqueó los labios con fastidio y se caló aún más el gorro que le prestara el leñador días atrás. —Salvo por el detalle —intervino ahora Síndir— de que dicho escribiente ha estado ausente más de dos meses sin que nadie supiera por qué. —Bueno, comenté con algún vecino que me marchaba unos días a Helm. Si preguntan, diré que me quedé más de lo planeado inicialmente. —Cuantos menos detalles des, mejor —le aconsejó Rotalmanys—. Como dice el refrán, «un mentiroso tropieza más que un cojo». —No conocía ese dicho. —Pues ya lo conoces —sonrió tras su frondosa barba el hombretón. Ocultos tras una loma, apartados de la ruta principal, observaron largo rato las vigiladas puertas de la ciudad. Quizás por ellos, quizás por la inminente guerra,
ante el gran arco de entrada del portón oeste había seis soldados de túnica negra y roja, armados con alabardas y escudos, cuando lo normal, les indicó Quelbos, era que hubiera solo dos. No parecía que, a pesar de ello, el control de entrada fuera demasiado estricto. Los últimos viajeros que llegaban a la ciudad pasaban entre los soldados sin que estos los detuviesen; se limitaban a mirar. Ansp ocultó la cabeza y miró a sus compañeros. —Como de costumbre, nos dividiremos en dos grupos, para que no sospechen. Cada grupo entrará por una puerta diferente: uno por esta y el otro por la puerta norte, la menos vigilada, espero. Si podéis uniros a algún carretero y caminar a su lado, mejor que mejor. Quelbos, tú guiarás el primer grupo; yo, el segundo. Nos encontraremos en tu casa. Cuando llegue mi grupo, golpearemos la puerta solo una vez. Si algún grupo no aparece, ¡el otro grupo no deberá buscarlo! ¿Está claro? Sus cinco compañeros asintieron. Quelbos, Arcris y Rotalmanys se alejaron en dirección al camino. Ansp, Galdwynn y Síndir esperaron. Cuando vieron a sus compañeros pasar al interior de la muralla, ellos se pusieron en marcha hacia la entrada norte.
* * *
Quelbos asomó la cabeza y oteó la calle. —Nadie —anunció a los demás—. Adelante. Los tres se deslizaron veloces al amparo de la oscuridad por la Calle de los Mendigos, un pasaje angosto y húmedo que desembocaba en una calle más amplia y cuidada. —¿Falta mucho para llegar? —pregunto Arcris—; tengo los pies helados.
—Esta es la Calle del Amanecer. Al final de todo está mi casa. Por suerte, aún conservo la llave —dijo golpeando un saquito colgado de su cinturón. Llegaron ante una casa de dos pisos, de ancha planta, gruesas paredes pintadas de blanco, bastante sucias, y techo de pizarra. Las contraventanas no permitían ver el interior, que Arcris supuso debía ser un enorme almacén de libros viejos, el cubil ideal para un ratón de biblioteca como Quelbos. El joven extrajo una llave de hierro oxidada de la bolsa y la introdujo en la cerradura, para descubrir que no estaba cerrada. Empujó la puerta, pero esta no se abrió. —¿Qué ocurre? —preguntó Arcris. Quelbos sacudió la cabeza y empujó de nuevo. La puerta estaba atrancada por dentro. Eso solo podía significar que alguien había entrado en ella durante su ausencia. —Rotalmanys, ¿puedes echarla abajo? —Seguro. Pero eso puede atraer a los vecinos. Y a soldados —señaló el leñador, con el hacha ya en las manos. —No me importa. Es mi casa. Derriba la puerta. El leñador se encogió de hombros. Se plantó frente a la puerta y rogó a sus amigos que le hicieran sitio. Alzó el hacha y descargó un poderoso golpe entre el marco y la cerradura. La madera estalló con un crujido y la puerta se entreabrió. Rotalmanys la empujó, pero seguía atascada. —Debe de haber algo apoyado al otro lado. Esperad un momento. Mientras Quelbos y Arcris desenvainaban sus espadas y vigilaban ambos extremos de la calle, Rotalmanys introdujo el brazo por el espacio abierto entre la puerta y su marco. Pegando la cara a la madera consiguió doblar el codo y alcanzar con la mano lo que debía de ser un grueso listón apoyado en el suelo. Lo agarró y movió la puerta un centímetro hacia fuera. El listón se soltó y por fin pudieron entrar. Quelbos pasó delante. Siempre con la espada en la mano, tomó un candelabro de
cinco velas del estante tras la puerta. También había cerillas. Prendió las cinco mechas y guio a sus compañeros por las habitaciones. Descubrió desolado que muchos de sus libros yacían sobre el piso boca abajo, abiertos o rotos. Algunos tenían sus hojas esparcidas alrededor de las tapas. También los pergaminos que guardaba en el cajón de su escritorio habían sido extraídos y tirados aquí y allá. Muchos estaban quemados. Arcris fue a decir algo, pero Quelbos alzó la cabeza y siguió adelante. Estaba enfurecido, y los intrusos pagarían el destrozo. Al llegar a una tercera sala, el dormitorio, vieron las mantas de una cama revueltas, y un saco de piel abierto en el suelo. La luz de un fuego iluminaba débilmente la estancia. Una maza silbó sobre la cabeza de Quelbos, pero el joven la esquivó a tiempo y respondió descargando un fuerte golpe con la empuñadura de su espada en el vientre del agresor, quien se dobló y dejó caer su arma. Quelbos tiró la espada y el candelabro y siguió golpeando al intruso a puños desnudos, invadido por la furia. El desconocido fue retrocediendo hasta tropezar con un taburete y caer hacia atrás. Se golpeó la nuca con la pared y se derrumbó sobre el suelo. Quelbos exhaló aire con las manos aún cerradas y la respiración acelerada como tras una carrera. El desconocido movía ligeramente los dedos de las manos. Arcris recogió el candelabro, en el que seguían ardiendo tres velas, y lo acercó al rostro del intruso inconsciente. El tipo era alto y gordo, de ancha nariz, piel morena, larga y sucia barba. Vestía con ropas de pobre calidad, gastadas y de colores oscuros. De su cinturón pendían muchos saquitos de cuero teñido. Iba descalzo, seguramente porque se disponía a dormir cuando ellos llegaron. Todo él apestaba a vino. Quelbos seguía apretando los puños a la altura del vientre. —Iba a matarlo —dijo, mirando al extraño. —No sé por qué no lo has hecho —contestó Arcris. —No podía… —balbuceó, con la imagen de aquel monje del monasterio, su primera muerte, de nuevo volviendo a su recuerdo. Pero carraspeó, y declaró—: No podía hacerlo cuando ya había caído —el joven bajó los brazos con lentitud y retrocedió para recoger su espada. Al agacharse, se fijó en el fuego de la chimenea. Entre las llamas había un grueso libro a medio consumir. Junto a él se adivinaban las cenizas de otros quemados con anterioridad, así como las maderas
ennegrecidas de algún mueble. Arcris se plantó junto a Quelbos. Miró el fuego y luego a su compañero. Ella no sabía leer, ni había comprendido nunca la pasión, incluso el amor, que algunas personas profesaban hacia las letras. Pero sin ser capaz de entenderlo, vio la pena en los ojos de Quelbos. —No tendría dinero para comprar leña… —Si hubiese mirado en el sótano la hubiese encontrado a montones. Un grito les hizo girarse de golpe, justo para ver al gordo borracho lanzarse contra ellos con una daga en las manos, y ver luego el hacha de Rotalmanys hundirse en su espalda, cortando desde la base del cuello. El tipo cayó pesadamente y agonizó unos segundos antes de morir. Sus ojos permanecieron abiertos, fijos en las baldosas del suelo. Quelbos alzó la mirada hacia Rotalmanys y suspiró. —Gracias, te debo la vida. —O yo… —musitó Arcris. El leñador asintió, pero no dijo nada. En sus ojos Quelbos creyó ver el pesar de una nueva muerte sobre la conciencia del leñador. Aunque era difícil asegurarlo, a la escasa luz de las velas. —Saquemos el cuerpo fuera —dijo el joven—. No quiero que su sangre manche el suelo de esta casa. Dejaron el cadáver unas calles más allá y regresaron. Rotalmanys cerró la puerta y la bloqueó con el listón que había utilizado el intruso. Quelbos encendió los candiles y candelabros de todas las habitaciones de la planta baja. Luego se dedicó a examinar la casa, mientras Rotalmanys y Arcris se sentaban en dos cómodos sillones junto a la chimenea del comedor. También esta había sido encendida por el desconocido borracho, y solo tuvieron que avivar el fuego con leña del sótano. Rotalmanys extrajo su pipa y la encendió, quedando en silencio con la mirada fija en las llamas. Quelbos volvió del dormitorio arrastrando el saco del borracho con una mano y
sosteniendo en la otra una bota de vino casi vacía que arrojó al suelo tras mostrarla a sus compañeros. —Al menos el vino no era mío. Plantó el saco frente al hogar, acercó un taburete de una esquina y se sentó a examinar su contenido. Había multitud de vasijas de plata o bronce, collares de bisutería y alguno auténtico de perlas, brazaletes a los que les faltaba alguna piedra preciosa, platos y cubiertos de plata doblados por el peso de los demás objetos, bolsas con monedas de oro y plata, cuchillos con empuñaduras de marfil y vainas grabadas, pendientes de cristal, un espejo roto, algún candelabro abollado… —¿De quién se trataba? —preguntó Rotalmanys, asombrado—. ¿De un vendedor ambulante? —No —dijo Arcris, sosteniendo un collar entre sus manos—, ningún vendedor trata su mercancía con tan poco cuidado. Debía de ser un ladrón. —Tenía que haber imaginado que en mi ausencia alguien entraría en mi casa — dijo Quelbos, dejando los brazos colgados a ambos lados del cuerpo—. Con este frío no es de extrañar. Lo raro es que no entrase nadie más. Sonó un golpe en la puerta, uno solo. —Rotalmanys, mira a ver si son ellos. Al cabo de unos segundos, Ansp, Galdwynn y Síndir entraron en el comedor. Ansp observó boquiabierto el desorden reinante, recordando cómo era la estancia meses atrás. —¿Qué ha sucedido aquí? —Un tipo había tomado posesión de mi casa —explicó Quelbos. —Y casi nos mata —habló Arcris. —Y casi destruye todos mis preciados libros para calentarse —añadió Quelbos. Galdwynn alzó las cejas y se atusó el bigote.
—Uno ya no puede marcharse tranquilo de viaje —murmuró.
* * *
Galdwynn se había ofrecido a preparar algo de cena. Los demás ordenaron y limpiaron las habitaciones y a continuación siguieron a Quelbos a la biblioteca. Allí, entre los pergaminos que quedaban intactos y sin quemar, el flaco escribiente halló un mapa de Kalyren que incluía las provincias del norte y las rutas de las montañas y se lo confió a Ansp. La sala en la que se encontraban estaba tan repleta de libros como el resto de la casa, pero era de mayor tamaño y las grandes estanterías se alternaban con algunas pinturas al óleo, oscurecidas por el paso del tiempo. El centro de la estancia lo ocupaba una antigua mesa, de formas elegantes y trabajados detalles, que Rotalmanys no pudo evitar acariciar, tan cautivado con aquel mueble como por la gran cantidad de obras que los rodeaban. Él, que nunca había visto más de cinco libros juntos, no salía de su asombro: le parecía que aquella sala era lo más parecido que podía haber a lo que la gente llamaba un palacio. —¿Y todo esto es tuyo? —le preguntó a Quelbos. —La casa la construyó mi bisabuelo, escribiente del gobernador y un amante de la literatura. Mi abuelo y mi padre, luego, fueron añadiendo más y más libros, y algunas pinturas. He de reconocer que no me he leído ni una cuarta parte de los libros de esta casa. El leñador silbó, irativo: —Una cuarta parte no son pocos… —¿En qué trabajaba tu padre, Quelbos? —preguntó Arcris. —Era vendedor… Comerciante de arte, para ser exacto. —¿Comerciante de arte? —se rio la muchacha—. ¿Y eso le daba para vivir? Venga, seguro que tenía algún otro negocio.
Quelbos censuró a la joven con la mirada. —Estaba muy bien relacionado con el gobernador y los nobles de la provincia. —¡Esta sí que es buena! —exclamó Arcris—. ¡No nos habías dicho que desciendes de nobles! —¡No era noble! Tenía cierta fortuna acumulada, porque mi bisabuelo, su abuelo, se casó en su día con la hija de un conde. Pero esa fortuna le duró poco: le tiraba demasiado el juego y la bebida. Malgastó hasta el último tronillo. ¿Sabes lo que es tener la mejor cabeza para los negocios y al mismo tiempo ser incapaz de alejarse de los peores vicios? Así era mi padre. Un día cayó de un primer piso en una pelea de taberna y se abrió la cabeza. Mi tío, hermano de mi madre, fue quien lo enterró. Yo era muy pequeño, y vivía en casa de mi tío desde la muerte de mi madre, mucho antes, así que de todo esto recuerdo más bien poco. Arcris enmudeció, avergonzada por haberse burlado de su compañero y notando las miradas recriminadoras del resto. Afortunadamente, Galdwynn entró en la sala para anunciar que la cena estaba lista. Ansp dejó el mapa que le había entregado Quelbos sobre la mesa, para consultarlo más tarde, y todos se encaminaron a la cocina. Rotalmanys, nada más sentarse, contempló fascinado el humeante y oloroso guiso. —¿Carnero? ¿Regado con vino? —le preguntó a Galdwynn, artífice de aquella maravilla para los sentidos. —Un cuarto trasero entero, sí; regalo del gordo visitante —aclaró el guerrero, con una amplia sonrisa y acariciándose el bigote, recién recortado. Así, los seis compañeros disfrutaron de la primera cena caliente desde que salieran de Mora y la más tranquila y grata desde el principio de su misión. Aquella noche durmieron profundamente, bien abrigados y sin hacer turnos de guardia. Estaban en un sitio seguro, y los planes y las preocupaciones podían esperar hasta el día siguiente.
* * *
—Acércate, Alwinus —la voz de Helvinald, ya de por sí profunda, resonó cavernosa en la espaciosa cripta. El monje resucitado estaba solo, algo nada corriente. Alwinus también venía solo. Helvinald esperó a tener al anciano superior a su lado antes de seguir hablando. —¿Has leído el mensaje del Valle Forestal? Alwinus asintió. —Bien —sonrió Helvinald—. Entonces prepárate a ver algo que pocos pueden ver. Alwinus avanzó otro paso más. —¿Para eso me has llamado? ¿De nuevo me vas a poner en peligro de muerte? —Tranquilízate, amigo mío. Esto no comporta peligro ni para ti ni para mí. Es… digámoslo así, una visita. Se giró hacia el vacío y alzó los brazos. En un susurro las palabras fueron saliendo de sus labios e inundando la caverna. Alwinus pensó en la posibilidad de empujar al monje al interior del pozo, pero enseguida descartó la idea. Seguramente, Helvinald estaba protegido, o de otro modo mantendría a sus guardianes junto a él. Cuando Helvinald acabó de recitar la invocación, ante ellos y sobre la pasarela cobró forma una imagen humana de torso completo. Tomó color y sus rasgos se definieron del todo. El muerto, sorprendido de contemplar otra vez el mundo de los vivos, permanecía inmóvil en aquel peligroso lugar, al borde del abismo. Su cara mostraba una gruesa cicatriz en el lado derecho. Helvinald bajó los brazos, respiró profundamente y sonrió al recién llegado.
—Bienvenido seas. Ertys miró al que le había hablado con desconfianza. Identificó a sus interlocutores como lo que eran: dos monjes de Neroga. Intentó echar mano a su espada, pero no llevaba armas. Ni ropa. Tampoco sentía frío, ni hambre, ni tensión física alguna. Bajó los brazos, adoptó una posición relajada y miró fijamente a Helvinald. —Me has hecho regresar, pero no como era antes. ¿Quién eres? —Mi nombre es Helvinald Aucianus, primer superior de Neroga, vuelto a la vida hace casi tres semanas. A Ertys las referencias al tiempo no le decían nada; desde su muerte, el tiempo ya no pasaba. Aun así le intrigó lo de «primer superior de Neroga», aunque no dijo nada más. Helvinald decidió pasar a lo que realmente le interesaba. —Dime, tú pertenecías a ese grupo de seis ladrones al que perseguían los monjes, ¿no es así? Ertys sonrió. —¿Esos? ¿Ladrones? ¡Si no sabían del oficio la mitad! Y en cuanto a su número, cuando me despedí de ellos no eran más que tres y un leñador. —Entraron por segunda vez en el monasterio y rescataron a dos compañeros vuestros, dos guerreros. —¿Entraron allí otra vez? —estaba claro que Ertys aún no sabía dónde se hallaba—. ¡Vaya! Quizás sí que llegarán a ser unos buenos ladrones. —¡Acabemos de una vez! ¡Dime tu nombre y el de tus compañeros! —rugió Helvinald. Ertys sonrió, mostrando unos dientes amarillentos. —¿Para qué voy a decirte nada a ti?
—Más te vale hablar. —Lo dudo. Estoy muerto. Ya nada puede hacerme daño. Ni siquiera estoy en un plano divino; ni Aretsán ni ningún espíritu me han querido con ellos. Estoy fuera de todo, y aunque me hayas podido traer aquí, no puedes hacerme nada. —Yo no —dijo Helvinald, más tranquilo—, pero hay alguien que sí puede: Kalyrs. —¡Otro monje idiota! Puedo ser un traidor, pero sé lo que he visto. Aretsán existe, y Kalyrs es falso. Los monjes ya imaginaban que Ertys había traicionado a sus compañeros, o de otro modo estos le hubiesen dado sepultura. Aun así, el ladrón no parecía dispuesto a revelar sus nombres. Alrededor de Ertys se formó un remolino de luz amarilla y verde, y el ladrón empezó a gritar de dolor, llevándose las manos al cuello y a la cabeza. Ahora sí que sentía algo, y esa sensación era terriblemente lacerante. Helvinald avanzó un paso hacia el remolino y mostró su sonrisa más repulsiva y cruel. —Ese a quien ves es Kalyrs, alguien que puede hacerte sufrir por el resto de la eternidad. Tu espíritu se encuentra en el mismo plano que él. Puede borrar parte de tus recuerdos y cambiarlos por otros que te resulten imposibles de asumir, o enfrentarte a las criaturas más oscuras de la mente, las que pueblan las pesadillas más horribles. ¡Dime tu nombre y el de tus compañeros! —¡Vale… de acuerdo…! —gimió Ertys. El remolino de luz desapareció tan rápidamente como había surgido y Ertys se recuperó casi de inmediato. El único cambio exterior perceptible era el apagado brillo de sus ojos, antes orgullosos y ahora sumisos y suplicantes. —Mi nombre es Ertys Feldán, ladrón, nacido en la provincia de Vadea. —Bien, veo que avanzamos. Ahora dime los nombres de los demás y hacia dónde se dirigen.
* * *
—A partir de ahora empieza lo realmente difícil —anunció Ansp. El guerrero señaló la situación del grupo en el mapa. —Esto de aquí es Isandor. Al norte hay un enorme bosque, tras el cual se alzan las Grandes Montañas. Siendo invierno y tras la fuerte nevada, los altos picos son una trampa mortal. Hay peligro de aludes en toda la cadena. Esta ruta de aquí —señaló un punto en que el dibujo mostraba un espacio entre las montañas — es nuestra única opción. —La que permite llegar a Biswald —apuntó Quelbos, leyendo para todos el nombre de la ciudad que estaba escrito en el centro de aquel espacio. Ansp asintió, quedándose en silencio unos segundos. Luego prosiguió: —Hay dos inconvenientes. El primero es que esta ruta está situada entre dos paredes, con un alto riesgo de desprendimientos y aludes. Podríamos quedarnos atrapados o, peor aún, sepultados. Es una ratonera. Asintieron. Confiaban en que la suerte los acompañara. —¿Y el segundo? —preguntó Síndir. —El tráfico. Es la ruta más transitada, si es que todavía hay gente que atraviese las montañas. —¿Seguro que no hay otro camino? Ansp negó con la cabeza. —El resto de los caminos están bloqueados por la nieve, y los lobos rondan los valles. —Hambrientos de un Buscador o dos… —murmuró Arcris, pero nadie hizo caso a su comentario.
—La primera parte de la ruta por las montañas no es larga. Al poco de cruzar la frontera llegaremos a Biswald, la capital de Páramo. Allí podremos comprar comida para el resto del camino. A partir de ahí… no sé cómo podremos cruzar las nieves —dijo, mirando a sus compañeros. —Tenemos que hacerlo —terció Quelbos—. Si nos quedamos aquí, acabarán por encontrarnos. —Ya lo sé… Pero es una larga travesía por las cumbres. El riesgo es enorme — hizo una pausa antes de seguir—. Por el momento, nuestro primer objetivo es alcanzar el bosque. Y ver cómo nos las arreglamos: no recuerdo que haya ningún pueblo o campamento entre Isandor y las montañas. Quelbos asintió. —Es una zona desierta. Pero tengo en el sótano una tienda de campaña que perteneció a mi bisabuelo. Con un par de remiendos… —Muy bien. Eso y la leña que tienes abajo nos permitirán soportar el frío. Unos llevarán la tienda y los demás la leña. Otra cosa; ¿a quién se le da bien copiar mapas? Necesitamos uno para el camino y este es demasiado grande. Un gran bullicio se oyó fuera. Quelbos se levantó, cogió su piel y se encaminó a la puerta. —Voy a ver qué ocurre.
* * *
Cuando Quelbos regresó, los demás lo recibieron con impaciencia. —¿Qué ocurre? —La gente se ha vuelto loca —dijo el joven, tomando asiento en la biblioteca—. Hablan de un niño, del hijo de un carretero que venía de Ulistán. Dicen no sé qué de la Sombra de la Muerte, que se abatió sobre él, lo mató y se lo llevó volando.
—¿Un niño asesinado? —apuntó Arcris. —Sí. Y todos se lamentan y ruegan a Kalyrs que los libre de la bestia. —¿La bestia? —preguntó Galdwynn. —Eso es lo que dicen. Los que aseguran haberla visto no dan una descripción clara. Hablan de un ave grande, muy grande, del tamaño de una carreta, pero que no es un pájaro, porque no tiene un pico, sino fauces, con enormes dientes. Otros dicen que es una bestia invisible, que no se la oye llegar, que es silenciosa como una lechuza o un búho, pese a ser tan grande, y que te mata antes de que te puedas dar cuenta. No falta quien asegura que es un demonio enviado por los hechiceros del Continente Norte. Galdwynn sonrió, tamborileando con los dedos sobre la mesa. —Bueno… Mientras se preocupen por un monstruo, se olvidarán un poco de nosotros. —Pero ¿existe un monstruo así? —preguntó Arcris a Síndir. Fue Rotalmanys quien respondió con ironía, intentando alejar el miedo con humor. —Si existe el superior, digo yo que existirá algún otro monstruo. Quelbos temía que los rumores tuviesen un fundamento sólido y terrible. Después de la resurrección de Helvinald Aucianus y la caída de la noche eterna, la aparición de una criatura demoníaca no era algo a descartar.
* * *
Gadrián entró con sus soldados en Helm. Se dirigieron a los establos del alcalde y allí dejaron los caballos. El sol se alzaba sobre el horizonte, pero unos gruesos nubarrones empujados por un viento fuerte y gélido lo ocultaban a la vista a cada momento.
«Parece que va a nevar otra vez». El bizco consejero entró en la alcaldía y fue recibido por un hombre bajito, grueso, de cabellos repeinados, de dientes mellados y dorados pendientes en las orejas. —Sed bienvenido, señor… —Gadrián de Minus, consejero personal del gobernador de Marina. —Mi nombre es Rufus Osgaldán —anunció con una reverencia—. Permitidme que os convide a un… —No tengo tiempo para eso. He sido informado de que tienes prisionera a una joven que me interesa. Osgaldán no pareció comprender. —Me interesa por su relación con una gente que busco. Hazla venir a mi presencia. El alcalde titubeó al tiempo que enrojecía. —Veréis, señor… hace unos momentos que he ordenado su ejecución. —¿Su qué? —Gadrián clavó una furibunda mirada en el alcalde—. ¿La habéis colgado? —No, sí… es decir, quizás aún no se haya cumplido la sentencia y pueda… —¡Date prisa! ¡Si muere antes de tiempo lamentarás haberme hecho entrar! Osgaldán ordenó a dos de sus soldados que corriesen a interrumpir la ejecución de la condenada y que la trajesen de inmediato al salón principal. Mientras esperaba a que los dos hombres regresaran, el alcalde se frotaba las manos con nerviosismo. Le sudaba la frente y evitaba mirar a los ojos a Gadrián. Los dos soldados entraron llevando a Asylbin a empujones. La dejaron caer a los pies de Osgaldán y de Gadrián. El alcalde suspiró aliviado. —Es ella, señor.
Gadrián miró con fiereza a la joven y examinó su aspecto. Un tanto rolliza y con el rostro manchado tras el derramamiento de muchas lágrimas. Su rubio pelo enmarañado ocultaba unos ojos enrojecidos y ojerosos. La muchacha parecía no tener fuerzas ni para seguir llorando. —Dime, chiquilla; ¿es cierto que conoces a una joven de cabellos rojos? Asylbin negó con la cabeza. Lo cierto es que no recordaba ninguna chica pelirroja, pues Arcris se había cortado el cabello unas semanas atrás. Pero Gadrián insistió. No quería negativas por respuestas. —¡Mientes, maldita zorra! La ayudaste a ella y a sus amigos a escapar. ¿Adónde fueron? Asylbin se dio cuenta de que se refería a los Buscadores, pero no quiso hablar. Gadrián propinó una patada en el vientre a la joven que forzó al alcalde a girar la cabeza para no verlo. Asylbin se retorció de dolor en el suelo. —¡Habla, te digo! —chilló el consejero. Asylbin no sabía hasta qué punto podría aguantar. Estaba cansada, le dolían los golpes. Solo quería cerrar los ojos. Dormir. Pero no, ¡debía resistir! ¡Por los seis viajeros y por la causa que representaban! Recordó las palabras de Quelbos: no vale la pena morir por una causa si esa causa muere con uno. Pero si hablaba, sería la muerte para todos. No quedaría causa alguna. Así pues, aguantaría. Por ese dios para el que lo importante no era la fiereza, y para el que las mujeres no eran un ser inferior. Y por los Buscadores. También por ellos. Tenía la seguridad de que iba a morir, y le era ya indiferente si esa muerte la causaba la soga o la bota de un consejero malnacido. No sería por ella que sabrían detalle alguno de los Buscadores. Gadrián levantó el pie para golpear otra vez a la joven, pero Osgaldán habló a tiempo de impedir la acción. —¡Señor! No malgastéis vuestras fuerzas. Hay un joven criado que puede informaros de lo que queráis, pues también él estaba presente la noche en que llegaron los ladrones, y fue quien nos indicó que encontraríamos a esta muchacha en Béfesis, como así fue.
—¿En Béfesis? ¿Y dónde está ese criado? —Trabaja en el parador. —Id a buscarle inmediatamente… ¡No! Iré yo mismo. Proporcióname unos hombres para guiarme hasta el lugar. —Sí, señor. Gadrián iba a salir del salón cuando se fijó en Asylbin. —Osgaldán; que esa traidora sea llevada de vuelta al patíbulo. Pero que no la ahorquen. Que la cuelguen boca abajo por los tobillos hasta que le reviente el cerebro.
* * *
—Es aquel de allí —le dijo la camarera a Gadrián. El consejero se acercó a un joven que, sentado en una mesa entre un gran número de curiosos iradores, bebía la cerveza de una ronda pagada en su honor. Gadrián posó la mano en su hombro. —¿Tú eres Selas, el criado que capturó a la colaboradora de los ladrones? Todos los sentados a la mesa enmudecieron y miraron al recién llegado. No lo conocían, ni parecía un noble o un militar, aunque sus ropas denotaban un distinguido nivel social. Dejaron que su héroe respondiera al desconocido. —Sí. ¿Quién sois vos? —Tengo que hablar contigo a solas. Ven afuera. Selas arrugó la nariz y volvió la cara para seguir bebiendo. —No quiero salir. Aquí se está mucho mejor.
Gadrián agarró al criado del brazo y lo arrastró por el suelo en dirección a la salida. Los demás protestaron y se levantaron, pero enseguida volvieron a sentarse al topar con dos soldados armados con picas. Selas chillaba como un conejo herido. Gadrián lo soltó sobre la nieve. Sus soldados se situaron tras él. —Escúchame bien, mocoso. No tengo mucho tiempo, pero sí muchas amistades en el monasterio. Así que vas a contestar a mis preguntas. El muchacho le miró en silencio. —Muy bien —siguió diciendo Gadrián—. Cuéntame qué pasó la noche en que los ladrones llegaron a este pueblo. —Veréis… yo estaba en un granero con aquella muchacha rubia cuando los seis ladrones entraron con las espadas en alto. —¿Iba una joven pelirroja con ellos? —¿Arcris? Claro. Pero se había cortado el pelo y no la reconocí. —¿La conocías? Selas temió que Gadrián lo tomase por un colaborador de los ladrones y se apresuró a aclarar su relación con Arcris. —Ella trabajaba conmigo aquí, pero nada más. Era de aquí, de Laerdán, como yo, pero no… —¡Eso ya lo sé! ¿Por qué te crees que he venido aquí? ¡Al grano! ¿Hacia dónde fueron? ¿Cuál era su destino? —Les oí decir que iban a cruzar las Grandes Montañas para llegar al mar. —¿Por qué al mar? —Quieren llegar al Continente Norte. Gadrián comprendió de pronto.
—Ya veo… el refugio ideal contra los monjes… Muy inteligente, si no los matan allí. Gadrián iba a dar por terminada la conversación cuando Selas se levantó a su espalda y preguntó: —Señor… ¿Es cierto eso del dios de la cueva? Gadrián se giró con las cejas alzadas. —¿Cómo dices? —Los ladrones hablaban de un dios llamado Aretsán, y le contaron a la muchacha rubia que habían encontrado a un hijo de ese dios en una cueva de las Montañas del Sur. Según ellos no robaron ningún libro, sino un plano para hallar esa cueva. —Sigue hablando, muchacho —le animó Gadrián, intrigado, recordando que aquellos dos comerciantes que le habían hablado en Burnán sobre el pasado de Arcris también se habían referido a un dios olvidado. —Dicen que Kalyrs es falso, que lo inventó un monje hace muchos años, y que los monjes intentan acabar con ellos para no perder su poder. Y que llevan unos anillos mágicos que les dio el hijo de ese dios para ayudarlos en su misión. Gadrián frunció el ceño y se acercó aún más al criado. —¿Cuál es esa misión? —Buscan a un hombre que guarda la entrada del paraíso en la Tierra. Cuando lo encuentren, dicen, hallarán el descanso eterno. Gadrián meditó en silencio estas palabras. Los soldados parecían no menos sorprendidos que él. Desde luego era una historia muy absurda para ser la única excusa de los ladrones. ¿Y si era cierta? —¿Has contado algo de esto a alguien? —No, señor.
—Pues no lo hagas. Si guardas bien el secreto puede caerte una buena recompensa. Se giró a sus hombres y les ordenó montar a caballo. —Volvemos al ayuntamiento. Voy a enviar un mensaje al superior de la Orden.
* * *
Y así, al cabo de dos horas, seis soldados con el uniforme de Marina salieron al galope en dirección al monasterio llevando una carta de Gadrián para el superior Alwinus Wéyslidur. En ella, el consejero explicaba el rumbo que seguían los seis ladrones, así como su intención de embarcar hacia los karnatos. También explicaba que, al parecer, los ladrones buscaban a un dios llamado Aretsán y un paraíso en la Tierra custodiado por un hombre. Finalizaba diciendo que, aunque él no lo creía, los ladrones aseguraban que Kalyrs era un dios falso, un dios inventado por un monje muchos años atrás. Lo firmaba el decimosexto día de invierno y aseguraba que sus servicios a la Orden no buscaban más reconocimiento que el divino de Kalyrs, el Juez Supremo. Cuando, dos días más tarde, los soldados enviados por Gadrián llegaron al monasterio, y Helvinald leyó el mensaje, el monje resucitado decidió que aquel asunto precisaba una atención urgente. —Que esperen los soldados —ordenó a Eldeján—. Y llama a Parsus. Debe de rondar por aquí.
13
El aire era frío, pero se cortaba con facilidad. El blanco suelo, cruzado por caminos y moteado con casas, era lo único importante a vigilar. Por encima no había nunca nada más que oscuridad, esa oscuridad que tanto le favorecía. Parsus se había acostumbrado rápidamente a la inteligencia conferida por Kalyrs, útil para entender a su señor Helvinald y atender sus órdenes, además de para actuar con astucia y calcular todas las posibilidades antes del ataque. A veces recordaba su existencia anterior, lo que había sido antes de su transformación, pero era un recuerdo difuso, extraño, como si hasta aquel momento no hubiese tenido realmente conciencia, como si hubiese estado dormido hasta el cambio. La inteligencia debía de tener mucho que ver con aquella sensación de despertar. Ahora, su nuevo tamaño le proporcionaba mayor fuerza, mayor velocidad y una altitud máxima de vuelo superior a la que había tenido en su forma primitiva. Además, era capaz de detener el aleteo y planear, lo que le hacía tan silencioso como las rapaces nocturnas. Un sigilo que le resultaba tan útil como divertido. Sí, había descubierto lo que era divertirse, deleitarse con una actividad. Y cazar era divertido. La sorpresa era su mejor arma. Ningún ser vivo le oía nunca llegar… Salvo aquel extraño humano, ese tan escurridizo que olía a muerte y que llegó a herirle con su arma. Esperaba volverlo a encontrar algún día y acabar lo que quedó pendiente. Ya llegaría el momento. Y quizás, cuando llegase, estaría mejor preparado, más habituado todavía a su nueva existencia y capacidades. Entre ellas, esa vista que envidiaría un águila, y que funcionaba tan bien en la oscuridad. ¿Por qué no la había tenido en su forma anterior, ni la había necesitado? Y, por otro lado, ¿por qué no había sido consciente de dicha limitación? ¡Ah, la inteligencia! ¡Qué curiosa resultaba! También su pequeño hocico y sus dientes de alfiler habían sido reemplazados por unas mandíbulas poderosas, anchas, con colmillos del tamaño de puñales, capaces de perforar corazas, prensarlas y hundirse en la jugosa carne que escondían. Sus oídos seguían siendo sensibles a cualquier sonido, y en medio de la niebla le seguían permitiendo detectar obstáculos por cómo su voz rebotaba en ellos, pero ahora, además, podía distinguir un graznido, un balido, un relincho o
la voz de los humanos. Y su cuerpo ya no tenía la inconsistencia cartilaginosa de antes, flexible pero frágil; por debajo del grueso manto de pelo, negro como la noche, una piel férrea, dura como la roca, le permitía desviar los virotes de las ballestas más potentes y rechazar la espada más afilada… salvo la de aquel escurridizo humano… Su inteligencia mejorada no era, sin embargo, suficiente para controlar sus instintos de alimentación. Y, debido a su tamaño actual, su dieta requería grandes ingestas de carne varias veces al día. Afortunadamente, podía compatibilizar sin problemas su apetito y los encargos de Helvinald. Y los humanos, una vez desgarradas sus corazas y otras protecciones, resultaban muy sabrosos. ¿Por qué antes encontraba deseables los insectos? ¡Qué curiosas facultades, la conciencia y la inteligencia! ¡Qué gran regalo había recibido de su dios! Y ello gracias al simple hecho de encontrarse, en el momento correcto, en el interior de ese abismo bajo el monasterio, dormitando cabeza abajo, suspendido de la roca con sus, hasta entonces, pequeñas y delicadas garras… Allá abajo vio Mora. Su vuelo iba a ser más corto que los anteriores, puesto que sus objetivos estaban de este lado de las montañas. No tenía que permitir escapar a ninguno de ellos, esas eran las órdenes. Sencillo, mientras pudiese divisarlos desde el aire. Sobrevoló la gran ciudad de Yende. Muchos vigías en sus torres, pero su oscuro cuerpo era invisible desde tierra. Continuó. Sabía cuántos eran, y su descripción aproximada. Tal vez tuviese que esperar un poco, sobrevolando la población, hasta que apareciesen. No sería un problema. Al contrario, iba a ser muy sencillo. Allá estaba Helm. Y allá la plaza de la alcaldía. Empezó a trazar círculos en el aire. La temperatura resultaba muy dura para los blandos humanos. Pocos permanecían a la intemperie. En su mayoría, si salían de un portal era para dirigirse veloces a otro. Vio pasar a varios grupos, y entre unos y otros la calle prácticamente se vaciaba. Aparecieron por fin los humanos que le interesaban: soldados ataviados con sobrevestes amarillos, como los que llegaron al monasterio aquella mañana temprano. También estos tenían que morir, junto con el hombre que los lideraba.
* * *
—¿Cuánto hay desde aquí al monasterio? —le preguntó Gadrián a Osgaldán. —A caballo no más de dos días, si son buenos caballos y los montan buenos jinetes, señor. —Y así es. Espero partir dentro de tres días, a lo sumo. No me gustaría dejar escapar a los ladrones —Gadrián se alisó el bello jubón con el cuidado con que se acaricia el pelaje de un halcón. Un ruido, una especie de crujido húmedo, sonó a su espalda. Gadrián se giró y descubrió con horror el cuerpo sin cabeza de uno de sus soldados, manteniéndose aún en pie. Otros crujidos sonaron a su derecha y cayeron dos soldados más, también decapitados. El consejero sacó su espada, pero no sabía ni qué los atacaba, ni desde dónde. Uno de los hombres señaló a lo alto entre él y la pared del ayuntamiento, pero el ataque vino de nuevo por la espalda. Solo quedaban en pie Gadrián, Rufus Osgaldán y ocho soldados de Kolep. Los pocos ciudadanos presentes en la plaza habían huido aterrorizados ante aquel sangriento horror. Un soldado se apartó del grupo volteando la espada rápidamente sobre su cabeza. Pensaba que así estaría a salvo del ataque de ese horror desconocido. Pero le distrajo el ronco «auxilio» de un compañero, que cayó sin vida a tres pasos de él. La visión de aquel cuerpo destrozado le dejó paralizado, y no pudo eludir el tremendo golpe en mitad de la espalda, a tal velocidad y con tal fuerza, que la inconsciencia de la muerte le invadió sin tiempo de advertirla. Nadie conseguía ver al atacante. Los soldados caían uno tras otro. Osgaldán y Gadrián huyeron con los dos hombres restantes en dirección a la alcaldía, pero Rufus fue alzado del suelo por una forma oscura y gigantesca que lo agarró del cuello. El cuerpo decapitado del alcalde cayó de las alturas y
aplastó a Gadrián, partiéndole el espinazo. El consejero rugió de rabia al no saber a quién maldecir. No podía moverse, no se podía quitar de encima el cuerpo de Osgaldán y no notaba sus piernas. Pudo, empero, girar la cabeza. Ya no quedaba ningún soldado en pie. Todos menos él estaban muertos. Pensó que quizás, en su desgraciado estado, aún había tenido suerte. Enseguida se dio cuenta de su error. Parsus tenía órdenes de dejarlo para el final, y el final para Gadrián había llegado.
* * *
Ansp, Galdwynn y Síndir se encontraron con los demás cerca de la carretera principal en dirección a Biswald. Ansp y Galdwynn iban con sus escudos a cuestas, igual que Quelbos, Arcris y Rotalmanys, que habían comprado los suyos el día anterior. Únicamente Síndir renunció a dotarse de tal rio: argumentó que debía entregarse por entero al aprendizaje de la magia, y en ella basar tanto su trayectoria vital como los medios ofensivos y defensivos que una eventual situación de peligro exigiera. Por su parte, Rotalmanys había seguido el consejo de Ansp y adquirido un hacha de combate de doble filo, sin por ello deshacerse de la vieja, por la que sentía gran apego. Se habían provisto de buenas ropas de abrigo, gorros, guantes, botas gruesas, una cuerda y una lámpara para cada uno, así como comida para la larga marcha, especialmente queso, pan y carne en salazón. Quelbos se planteó la posibilidad de vender su casa, al suponer que, como fugitivos de las autoridades, ya nunca podrían volver a ella. La decisión era, no obstante, difícil de tomar, pues significaba condenar al olvido y destrucción cuantos libros y documentos quedaban aún allí. Pero antes de que pudiesen plantear trato alguno a un posadero o a un comerciante, llegó a Isandor un jinete de Helm anunciando a gritos el ataque que había recibido el pueblo por parte de la Sombra de la Muerte, en el que habían perecido más de veinte hombres, entre ellos Rufus Osgaldán, alcalde de Helm, y Gadrián de Minus, consejero personal del gobernador de Marina. Arcris oyó aquel nombre y un desagradable recuerdo volvió a su mente. ¿Acaso Kolep no la quería dejar ir y enviaba a Gadrián en su busca? ¿Tenía que preocuparse de un tercer perseguidor, además de Waldam y
los monjes? Para el resto, la proximidad de Gadrián y la noticia de la presencia en Isandor de los ladrones del monasterio, dada por un monje, urgían a continuar el viaje sin más esperas. Concluyeron, en todo caso, que la Sombra de la Muerte no era una mera superchería, y que esta nueva amenaza se añadía al resto de peligros de su viaje. Y así, tras proteger Síndir la puerta de la casa con un hechizo, y portando la leña y la tienda de acampada a la espalda, los Buscadores se separaron de nuevo en dos grupos y salieron por puertas diferentes cuando las murallas se abrieron con la nueva salida del sol, aquella luz absurda que ya no rompía la noche. Reunidos de nuevo en el exterior, llegaron a la carretera y marcharon hacia el norte. Iban tan cargados que al poco empezaron a sudar, pero debían hacer el máximo camino posible antes de la puesta de sol. Síndir advirtió que las nubes sobre las Grandes Montañas seguían sin moverse, detenidas en el mismo lugar que tres días atrás. La joven tenía la sensación de que aquellas negras y enormes manchas, solo ligeramente más claras que el cielo, presentaban algo anormal, algo extraño y adverso, pero no sabía qué. Parecía como si les esperasen. Cuando el sol se encaminaba a su ocaso tras las tierras de Occidente, Ansp avistó el bosque ante ellos. Aquellos árboles eran los mismos que cubrían la falda de las montañas, a las cuales los Buscadores esperaban llegar, a lo sumo, en dos días. Para ello tendrían que atravesar el macizo forestal y vigilar la aparición de lobos y saqueadores. Acamparon a cien pasos del camino, al pie de los primeros árboles. Sirviéndose de los escudos, excavaron la nieve frente a la tienda y encendieron un fuego. Solamente lo alimentarían con leña durante unas horas, para calentarse pies y manos, pero luego lo apagarían para no atraer a extraños y predadores. Galdwynn y Quelbos hicieron la primera guardia. De las profundidades del bosque llegaban los aullidos de los lobos, siempre ignorantes del porqué de aquella noche que duraba tanto. —¿Nos atacarán? —preguntó Quelbos. —No —sacudió la cabeza el mercenario—. Buscarán alguna presa más fácil, una que se encuentre sola y aislada.
—Ajá —asintió el escribiente, sin estar del todo convencido y con los ojos puestos en los árboles. —¿Qué tal las botas? El joven sonrió. —¡Estupendamente! Tenías razón, no sé qué hubiera hecho con mis sandalias. —Dejarte los pies por el camino, eso es lo que hubieras hecho —sonrió el bigotudo. —En Montox ya sufrí bastante —torció el gesto Quelbos—. Arcris me dijo que mis pies no están acostumbrados a caminar, que tienen la piel muy tierna. —Seguro que tiene razón. Pero ya verás cuando alcancemos las provincias del norte. Serán puro cuero. Podrás incluso prescindir de las botas. —¿En serio? —abrió los ojos como platos el joven. Galdwynn rio con ganas. —Eres aún muy inocente, amigo mío —negó con la cabeza—. Pero también el carácter se te endurecerá con el tiempo. —Sí, bueno… —el joven dejó la mirada perdida en las brasas del fuego, mientras pensaba cómo preguntar algo al guerrero. Al fin se decidió—. Oye, Galdwynn… ¿Qué pasó en el monasterio? El guerrero dejó de sonreír, mientras pensaba. —No sé muy bien lo que ocurrió allí, chico… Primero nos tuvieron separados y aislados… «Como las presas de los lobos», pensó Quelbos. —El superior venía a vernos cada día, un buen rato. Pero se limitaba a mirarnos. Pensé que quería sonsacarnos información. Pero al mismo tiempo, era absurdo: él sabe mejor que nadie lo que robamos de la biblioteca. Y seguro que sabe muchas más cosas, cosas que nosotros ignoramos.
—Entonces, ¿qué quería? —No lo sé. Creo que esperaba que nos derrumbáramos. Que pidiésemos clemencia. O que rogáramos una ejecución rápida. Pero ni siquiera insinuó sus intenciones. —Ansp tardó varios días en volver a hablar. Galdwynn asintió. —Allá dentro decidió mantener el mismo silencio que ese maldito monje. Se lo tomó como una lucha. Y bueno… —sonrió otra vez—, lo de permanecer callado no le cuesta mucho trabajo. —Casi morís allí… El guerrero suspiró largamente. —He estado tantas veces tan cerca de la muerte, que al final empiezas a creer que nunca llega. Y ese es un gran error. Lo único cierto en esta vida es que moriremos. —Salvo que encontremos a Domork. —Salvo que encontremos a Domork, sí. Y nos permita entrar en el Descanso. —¿Crees que no nos dejará? —Mmmm… a ti tal vez. A Ansp y a mí… quién sabe… tras tantos años repartiendo muerte con la espada, tal vez estamos más cerca de Kalyrs que de Aretsán. —Bueno… ahora también yo tengo las manos manchadas… —Quelbos bajó la cabeza, con los ojos temblorosos. —Sí, me he enterado de lo del carcelero. Seguro que ha sido duro para ti. La primera vez es siempre la más dura. La que nunca se olvida. Luego vienen más, al menos en nuestro caso, y cada vez se hace más normal… Y eso, es quizás, lo realmente terrible: que se convierte en algo normal. En ese momento, que no sé
decir cuándo llega, te das cuenta de que te has convertido en un monstruo, en un asesino, y que ya no das valor a la vida de los demás, salvo el valor de la bolsa de monedas por el que matas. Quelbos no dijo nada. Galdwynn forzó una sonrisa, tratando de quitar hierro al asunto. —Anima esa cara, chico. Tal vez solo estoy viendo la peor de las posibilidades. Y en tu caso, mientras no lo normalices, estoy seguro de que Domork tendrá una llave del Descanso para ti.
* * *
A la mañana siguiente, a muchas millas al sur, desde el monasterio partió una compañía de soldados de Neroga, compuesta por un centenar de espadachines y arqueros. Al frente marchaba una veintena de monjes a caballo, dos de ellos vistiendo hábitos azules, y precedidos todos por un anciano de hábito marrón: el superior Alwinus. Aquellos viajeros que se cruzaban con la procesión o eran adelantados por ella no acertaban a entender el motivo por el cual el superior abandonaba el monasterio. Era un hecho poco común, y por ello preocupante. Los que creían adivinar la razón se encomendaban a Kalyrs inmediatamente, porque… ¿qué otra interpretación había para aquello más que la de iniciar la guerra contra el Continente Norte?
* * *
Los árboles de Mynirgán habían salido victoriosos de su lucha contra la tremenda y glacial nevada. Las frondosas copas habían frenado la precipitación en su mayor parte, pero la nieve había logrado colarse y precipitarse sobre el terreno, formando montículos aquí y allá y, sobre estos, altas y delgadas columnas que asemejaban troncos blancos. Se alternaban los árboles naturales y los árboles de nieve helada, formando una selva apenas transitable, bicolor y
suavemente fría, en la que, en cualquier caso, predominaba el inconfundible olor a musgo, a húmeda hierba y a tierra mojada. —Parece como si el bosque se esforzase en seguir caliente —opinó Galdwynn, irando las blancas columnas al caminar. —A mí me da miedo pensar en la cantidad de nieve que todavía pende sobre nuestras cabezas —reconoció Quelbos. Pero pronto se acostumbraron a la curiosa nueva configuración de la arboleda, cuyas columnas de nieve recibían la luz de los candiles y la descomponían en multitud de haces multicolores, en un espectáculo que rompía la negrura imperante. —Si no vemos el sol —preguntó Síndir a Galdwynn—, ¿cómo sabremos cuándo es de día y cuándo de noche? —No tengo ni idea, francamente. Si hay descenso de temperatura, entonces lo sabremos. Pero si este bosque frena el frío como oculta el cielo, entonces tendremos que seguir las indicaciones del sueño. Aunque, en el fondo, si la temperatura es constante, ¿qué importará que sea de día o de noche a la hora de marchar? Síndir se encogió de hombros, dándole la razón. Avanzaron por aquel bosque de reflejos multicolores, con Ansp en cabeza y Rotalmanys cerrando la marcha. Se oyeron lamentos de lobos a poca distancia, en algún punto indefinido de la floresta. Ansp se detuvo y desenvainó su espada. Observó la espesura sosteniendo la lámpara en alto. No se veía nada, pero los aullidos aumentaron en número y los envolvieron. Todos prepararon sus armas. Síndir se quitó el guante. El anillo brillaba tenuemente. Algo próximo representaba algún tipo de amenaza, aunque el anillo no llegaba a iluminarse demasiado. Entonces, ¿no era un serio peligro? ¿De qué se trataba? No eran lobos, ella lo sabía bien. No comprendía por qué, pero lo sabía. Captaba algo extraño entre los árboles, extraño pero en cierto modo cercano. Ansp se deshizo de la mochila y la puso tras él sobre la hierba.
—Formad un círculo con los bultos en el centro —ordenó. —¡No son lobos, Ansp! —le informó la hechicera. —¿Pues qué son? —No lo sé. Creo que no son ni animales. El guerrero dejó la lámpara en el suelo, junto a la mochila, detrás de él, de forma que no le deslumbrase ni ofreciese una imagen clara de sí mismo a lo que fuera que se aproximara. Agarró su escudo. No importaba qué o quién se les acercara; él sabría cómo recibirlo. Se oyó otro lamento más prolongado y en tono más agudo. Los aullidos se apagaron uno tras otro y de nuevo se hizo el silencio. El anillo recuperó su color acerado. —Se han ido —anunció Síndir. También se alejó aquella extraña sensación. Síndir no supo si sentir alivio o frustración. Hubiese querido averiguar el origen de aquel fenómeno. Recogieron sus mochilas y siguieron adelante. Al cabo de unos minutos, el anillo de Síndir adquirió de nuevo cierta luminosidad. —¡Ansp! —avisó Síndir—. ¡Vuelven! ¡Están aquí otra vez! —¿Seguro que son ellos? —el jefe del grupo dejó de nuevo la mochila en el suelo y por segunda vez se ajustó el escudo. —Sí, estoy segura. Se dispusieron otra vez en círculo y esperaron en guardia. Pasados unos segundos, se oyó el aullido largo y el anillo volvió a la normalidad. Nuevamente, recogieron las mochilas, pero esta vez Ansp no colgó su escudo, sino que lo llevó atado al brazo y, tras envainar la espada, tomó en sus manos la lámpara y reanudó la marcha. Síndir vio que tanto Quelbos como Galdwynn se
quitaban un guante y lo guardaban, teniendo así el anillo de Quaram a la vista. —Deberíamos apagar las lámparas —sugirió Quelbos—. Sea lo que sea lo que nos acecha, le resulta fácil seguirnos por ellas. —No —negó Galdwynn—. Lo que nos acecha no necesita luz para moverse. Llevar las lámparas encendidas es nuestra única posibilidad de ver venir lo que sea que se oculta en las sombras. Quelbos tuvo un temor repentino: ¿sería la Sombra de la Muerte lo que los acechaba? Nadie había podido dar una descripción concreta, porque apenas dejaba testigos en sus ataques. Aferró el escudo con más fuerza y continuó. Conforme se internaban en las profundidades del bosque el frío disminuía. Incluso las columnas de hielo parecían menos frías. También en ellas captó Síndir aquella indescriptible sensación. ¿A qué le recordaba? Por tercera vez, los anillos se iluminaron. Formaron el círculo en pocos segundos. —¡Ya estoy harta de estos anillos! —estalló Arcris—. ¡Nos van a volver locos! —Los anillos funcionan —le dijo Síndir—. Algo nos amenaza, y ellos nos avisan. Una voz habló desde la oscuridad, cerca de ambas: —¡Ya lo creo que funcionan! Me pregunto de dónde han salido. Una figura ataviada con un manto azul celeste de dorados remates, capa azul oscuro y un sombrero de ala alto y pardo apareció ante ellos, entre los árboles. Tenía una barba larga y blanca, los ojos profundos pero muy vivos, ocultos bajo unas cejas espesas, y las preocupaciones de toda una vida marcadas en su rostro arrugado. —¿Quiénes sois y qué poder os protege? —preguntó. Ansp avanzó junto a Síndir y cerró el paso al extraño. —¿Y quién sois vos?
—Baja esa espada, guerrero. No me gustan las armas. —Mientras me pueda salvar la vida no la guardaré. Síndir abrió los ojos al reconocer al anciano. —¡El maestro Iscanán! ¡El primer sacerdote! El viejo miró a Síndir con curiosidad. —Muchacha, ¿eres tú quien emite el poder que vengo sintiendo desde hace largo rato? No creo conocerte. ¿Cuál es tu nombre? —Síndir… Síndir Maskilván, de Naditris. —Muy bien, Síndir, hija de Maskilv… Dime, ¿cómo me reconoces por mi rostro y mi nombre, y en cambio no te conozco yo a ti? —No me conocéis porque no obtuve el Nombramiento. —Y, sin embargo, percibo en ti más experiencia que la de una simple iniciada. —He aprendido mucho por mi cuenta. —Muy loable, mucho, pero nada corriente. Acaso… ¿Acaso posees un Libro del Sacerdocio? —¡Un momento, Síndir! —interrumpió Ansp—. No digas nada más mientras el peligro siga estando con él. La joven oteó el bosque por detrás del viejo mago. —¿Qué es lo que nos amenaza? ¿Y por qué? —Son amigos míos. Nos refugiamos aquí y nos defendemos de cualquier cazarrecompensas que entre en el bosque. —¿Proscritos? No lo entiendo. —Júrame que no venís al bosque a por nosotros y mis hombres bajarán sus armas.
«Arqueros o ballesteros… o quizás ambos», concluyó Ansp para sí. —Lo juro en mi nombre y en el de mis amigos. —Bien, me fío de ti. Se giró hacia atrás y emitió dos veces el largo y agudo aullido. Los anillos se apagaron, mientras de la oscuridad surgían guerreros de todo tipo y vestimenta: espadachines, arqueros, ballesteros, maceros y hacheros. Unos veinte, calculó Galdwynn. No muy sucios. No muy delgados. Debían de tener un campamento en algún lugar del bosque y habían hecho de él un hogar. —¿Me dirás ahora si llevas alguno de nuestros libros? —preguntó el anciano a Síndir. La joven sonrió. —Preferiría explicároslo en un lugar más acogedor. Como habitante de este bosque, debéis conocerlo bien. ¿Adónde vamos? El viejo Iscanán suspiró con fastidio. Pero su curiosidad hacia la joven autodidacta era superior a él. —Seguidnos. Veintiséis figuras se alejaron hacia el norte, dejando como único testigo del encuentro un silencioso leño abandonado por Arcris. Quizás no fuese encontrado, pero eso ya no dependía de ella. Poco más podía hacer.
* * *
—No es un Libro del Sacerdocio. Aquellos apenas los pude ver en los estantes del Hogar. Los Buscadores estaban reunidos en el interior de una de las cuatro cabañas que componían el campamento, todas ellas de un solo piso y una sola estancia y
construidas para proporcionar resguardo, calor y secreto cobijo. En el centro de la cabaña ardía un fuego, cuyo humo era expulsado solo en parte por una abertura en el techo, permaneciendo en el interior una nube baja y densa que resultaba irritante en ojos y respiración. Al oír las palabras de Síndir, el viejo mago no disimuló un pesar que le hizo bajar la mirada. —El Hogar ya no existe —dijo. —¿Que no existe? —Alwinus acabó con él hace un par de meses. Los sacerdotes y los magos se han desperdigado por todo el continente o han sido asesinados, acusados de cualquier herejía absurda… El superior tiene el convencimiento de que la práctica de la magia representa una amenaza para el culto a Kalyrs. —Pero si incluso en el Consejo Monástico hay hechiceros… —¿Te refieres a Jalbán de Quisyrán? —Líbax sonrió con amargura—. Me pregunto a qué magia se dedica él. Durante años permaneció al margen del Hogar. Y creo que tampoco es bien visto en el Consejo, aunque es cierto que él, como mínimo, no ha tenido que correr a esconderse. Quedamos cada vez menos magos. Yo mismo he visto caer a muchos. Los conocía a todos. Algunos eran buenos amigos míos, buenas personas, y buenos investigadores —el mago entrecerró los ojos y arrugó la frente unos instantes, aunque pronto alzó la vista de nuevo hacia su interlocutora—. Pero volvamos a tu aprendizaje… ¿Qué libro es ese? —Mucho me temo que no pueda decíroslo, maestro. —¿Por qué no? ¡Soy el primer sacerdote! O lo era… ¡A mí me lo puedes decir, me puedes decir lo que sea! He visto y leído todo tipo de libro de hechicería. ¿Por qué este ha de ser diferente? Síndir tragó saliva antes de responder lo que podía ser interpretado como una irreverencia… —Por vos mismo, maestro.
—¿Qué dices, muchacha orgullosa? ¿Cómo puedes…? —¡La mayoría de vuestros libros son relativamente nuevos! ¡Se conservan pocos que sean antiguos! Posiblemente, ninguno. —¡Envejecen y se han de copiar de nuevo! ¡Es lo más natural del mundo! —¡No me refiero a eso! Hay muy pocos originales que tengan más de trescientos años de antigüedad. Gran parte de ellos fueron quemados. —¡Ya lo sé! ¡Todos lo saben! Los fanáticos de Kalyrs que se lanzaron a la quema de libros no eran precisamente muy instruidos. La mayoría no sabía ni leer, así que tanto les daba si destruían escritos sobre falsos dioses o tratados de magia. Todo acabó en la hoguera, sin distinción. —Y los conocimientos que aún se recordaban se han tenido que reescribir… —¿Qué alternativa teníamos? ¿Perderlo todo? —…Reescritos de forma respetuosa con Kalyrs, claro está —añadió la joven, con voz melosa. Líbax abrió los ojos sorprendido, comprendiendo al fin. —Un libro hereje… ¡Es un libro hereje! ¿Cómo ha llegado a tus manos? ¡Muéstramelo enseguida! —No puedo hacerlo, maestro. Mi anillo se ha apagado, pero hay alguien que aún está en peligro… —¿Quién? ¿Alguno de tus amigos? Te doy mi palabra… —¡No hablo de ellos! —Síndir se dio cuenta entonces de a quién estaba gritando y decidió tranquilizarse. Debía ser prudente, pero no mostrarse desconfiada hasta el punto de ofender y enfadar al maestro Líbax—. ¿Recordáis los tres cofres de la verdad? El viejo mago asintió. Síndir continuó. —Debían ser abiertos por un alma capaz de abrirse a sus contenidos, alguien que
no negase lo que viese u oyese simplemente por parecerle increíble. Era una prueba fundamental: los que querían ser aprendices debían superarla o despedirse de la hechicería. Líbax asintió de nuevo. —Yo la superé —siguió Síndir—; vos, en su momento, también. —¿Adónde quieres llegar? —El libro que yo poseo es como un cuarto cofre. Si vos superasteis la prueba, demostrasteis estar libre de prejuicios. —¡Y lo estoy! —Muy bien. Ahora escuche con atención: somos los seis viajeros a quienes persiguen los monjes y los creyentes de Kalyrs. Los proscritos se miraron unos a otros sin saber qué hacer o decir. Líbax quiso decir algo, pero Síndir se le adelantó. —¡Habéis asegurado no tener prejuicios! Ahora debéis darme a mí y a mis amigos la oportunidad de explicar la verdad sobre nosotros, y olvidar por un rato lo que explican los monjes en sus bandos. Y si queréis saber sobre mi libro, tal vez deberéis apartar a un lado algunas creencias impuestas por otros. Creencias que no iten la posibilidad de ser discutidas, creadas precisamente por aquellos que han perseguido y asesinado a los practicantes de la magia. Líbax meditó aquellas palabras y luego sonrió. —Dices bien. Tal vez podría interesarme entregaros a la Orden para negociar nuestro perdón a cambio. Pero si esa posibilidad es bastante ilusa o discutible, he de itir en cualquier caso que, como alguien a quien muchos consideran un sabio, no puedo contentarme con una sola versión de los hechos. Sin duda será un relato largo —la muchacha asintió—. Por tanto, lo oiremos mientras comemos. Permitidme invitaros. Comeremos caliente y en paz.
* * *
—¿Kalyrs falso? —dijo uno de los proscritos, dejando de comer. Quelbos asintió con la cabeza y dijo, tranquilo: —¿Acaso no es una gran idea inventar una religión que aporta a sus representantes dinero, respeto y poder? —Pero no es posible. —Es difícil, pero no imposible —corrigió Síndir—. Maestro Iscanán; ¿era el primer superior de Neroga un hechicero? —Pudiera ser… El estilo empleado al escribir algunos pasajes de La senda del alto Kalyrs siempre me ha parecido que se asemejaba mucho a la forma que tenemos los estudiosos de la magia de aproximarnos al conocimiento. Pero no hay constancia documental al respecto. Me cuadra con el perfil de un hechicero, en todo caso. Aunque, en tal caso, uno sin escrúpulos, ni claras fronteras éticas. —¿Capaz de resucitar trescientos años después de muerto? Líbax rompió en carcajadas. —¡Por favor! Eso ni en sueños. Nadie puede conferirse vida a sí mismo. Es un imposible. La fuerza vital no es multiplicable, a lo sumo, transferible, pero nunca podrá nadie duplicar, triplicar o cuadriplicar un año de su vida. Y mucho menos recuperar la energía después de perdida. —Pues el superior Helvinald está vivo —le atajó Síndir. El anciano interrumpió su comida y miró a la joven, enojado. —¿Qué pretendes, muchacha? ¿Demostrar que el primer sacerdote se traga cualquier historia? Una cosa es carecer de prejuicios y otra muy diferente carecer de sentido común. —No busco insultaros. Solo puedo deciros que los rumores así lo anuncian. Y son rumores del mismo pueblo, de gente que no conocía el nombre de Helvinald Aucianus, pero que ahora lo nombran en todo momento.
Líbax continuó serio, pero el enojo desapareció. —Eso es algo muy grave… Aunque explicaría muchas cosas. Por ejemplo, el fin de Hogar. —Pero habéis dicho que eso fue hace meses. —El cierre del sacerdocio sí; la persecución y exterminio de los magos es reciente. Si Helvinald es el creador de una religión falsa, y si concluimos que era un hechicero, posiblemente se ayudara de sus conocimientos sobre magia, tanto la blanca practicada por el Hogar, como la negra que pudiera haber aprendido por su cuenta. Y con dichos conocimientos convenció al pueblo de la existencia de un dios del que se presentó como su anunciador. Si consideramos posible que haya resucitado, entonces me parece lógico concluir que el exterminio de los magos busca eliminar toda amenaza para el poder divino de Kalyrs, en el supuesto de que sea falso. —¿Queréis decir que Helvinald matará la magia para ostentarla solo él y en nombre de su dios? —No la magia, sino a los magos y magas. Sí, eso quiero decir, exactamente. Síndir miró a Quelbos. Sin duda, Alwinus era un santo comparado con Helvinald. —De todas formas —dijo Líbax—, no estoy seguro de que Kalyrs sea falso. Los ojos de todos, Buscadores y proscritos, se posaron en él. —Si Kalyrs fuese falso… ¿quién sería el responsable de su reencarnación o de su resurrección? Síndir meditó sobre aquello con detenimiento. Desde luego no era lógico que se debiese a Aretsán. ¿Cabía esperar una verdadera existencia del cruel Kalyrs? Quaram no lo había negado, ni había tocado el tema. Solo dijo algo sobre «el abandono de la verdadera fe de los habitantes de los Tres Continentes», pero lo de «verdadera fe» quizás significaba «la fe justa», no «la única». —Quelbos —le dijo al joven—; Quaram no negó a Kalyrs…
—En eso pensaba yo también. Pero si hace muchos años solo existía un dios, Aretsán, entonces, ¿de dónde ha salido Kalyrs? ¿O acaso existe solo porque se cree en él? —preguntó casi con una carcajada. —¿Quién es Aretsán? —preguntó Líbax—. ¿Tal vez el dios que defendéis como el único verdadero? —Digámoslo de otro modo —dijo Quelbos—. Es el único dios del que tenemos pruebas reales de que existe. —El libro que yo llevo —dijo Síndir a Iscanán— pertenecía a uno de los hijos de Aretsán. Comprended entonces que se trata de un libro sagrado, y no puedo confiarlo a nadie sin correr un gran riesgo. —¡Un libro divino! ¡Eso es interesantísimo! Confieso que me despierta una gran curiosidad. —Perdone, pero no puedo prestarlo. Ni siquiera mis amigos han leído de él. Solo en casos muy excepcionales e inofensivos puedo hacer partícipe a alguien de lo que se explica en sus páginas. —De acuerdo, no insisto —dijo Líbax alzando las manos y encogiendo la cabeza —, pero me costará mucho dejar escapar un ejemplar así. ¡Yo amo los libros raros! —concluyó riendo. Ansp posó su copa sobre una de las grandes piedras planas que hacían las veces de mesa y miró al viejo mago. —Ahora ya sabéis nuestra historia. Decid: ¿qué vais a hacer con nosotros? Líbax mantuvo la sonrisa en su arrugado rostro mientras respondía. —Dejaros marchar. Tal vez os sorprenda mi respuesta, pero en resumidas cuentas sois, como nosotros, unos proscritos. No obstante, me gustaría saber algo más. ¿Adónde os dirigís? —Al Continente Norte —respondió Síndir. —Donde los monjes ya no tienen poder alguno, entiendo. ¿Y pensáis cruzar las montañas?
—No hay otro medio de llegar a la costa norte. —Permitidnos, pues, acompañaros. —¿Venir… con nosotros? —se sorprendió Galdwynn. El mago asintió. —Hace algunas semanas que nos planteamos la necesidad de dejar este bosque. El cerco de la justicia se va cerrando cada vez más sobre nosotros. Es solo cuestión de tiempo que nos acorralen. Cruzar hacia el norte parece nuestra única opción. Os propongo unir nuestras fuerzas. Tenemos los mismos enemigos: la Orden y las autoridades provinciales. Llegada la ocasión, lucharemos codo con codo. Ansp asintió. —No veo ningún problema. A menos que alguno de tus hombres esté también buscado en los karnatos. —No, je, je… pero varios de ellos tienen ascendencia norteña, ¿no es así, Iseldyn? Una hermosa joven de largos y dorados cabellos, de rasgos singulares y fuertes brazos se levantó de su silla, en el fondo de la sala, visiblemente molesta. —Líbax; te he dicho que no quiero oír hablar del tema. Por muy mago que seas, tu cabeza duerme más que mi odio. —Calma, por favor te lo ruego, calma. Y acércate a nuestros invitados y nuevos amigos. Tú también, Ramlon. Venid los dos. A la izquierda de Líbax se situaron la bella guerrera, poseedora de una extraña espada, tan exótica como su portadora, y un fuerte individuo cuyo pardo ropaje era desagradablemente familiar a los Buscadores. —¿Es un…? —le señaló Galdwynn. —Era un monje —corrigió Líbax—, pero, como muchos de los monjes norteños, fue sometido a una vigilancia especial por parte de la Orden.
—Me cansé de ser visto como un espía y me vine al bosque. He de deciros que no creo que Kalyrs sea falso. A él he dedicado mi vida y no negaré mis creencias mientras viva. Pero ya no puedo creer en la Orden ni en los dictámenes del Consejo. —¿No te resultará enojosa nuestra presencia entre vosotros? —le preguntó Quelbos—. Al fin y al cabo, nos hemos infiltrado en el monasterio y nuestra misión puede comprometer la fe de la gente en Kalyrs. —De hecho, me alegraría saber que existe otro dios. Si lo que contáis es cierto, me plantea una oportunidad con la que no contaba: dedicar mis plegarias a ese nuevo dios. O antiguo dios, mejor dicho. Para mí sería como… como ser el primer monje de dos religiones. Síndir sonrió ante estas palabras. ¿Cómo pretendía aquel hombre mantener su fe en Kalyrs y, al mismo tiempo, adorar a un dios tan opuesto como Aretsán? Estaba claro que precisaba de más información al respecto del dios olvidado. Pero no en aquel momento. Había cosas más urgentes. —¿Cuándo podríamos partir? —le preguntó a Líbax. —Mañana al amanecer. Siempre estamos atentos a una inmediata huida en caso de que vengan los monjes o los soldados, pero haremos una última noche en el campamento. —Me parece bien. Y al amanecer, de nuevo en marcha. —Sí. Y en el bosque podemos movernos sin que nos afecte el frío de la noche. —Por el encantamiento de los árboles, ¿verdad? —apuntó Síndir. —Sí, señora —sonrió el anciano—. Es uno de mis mejores trabajos. ¿Lo notaste? —Sí, como también os notaba a vos. —Es por la conjunción de fuerzas del mismo orden. Bien, vamos a preparar la partida. Iseldyn, muéstrales el campamento antes de irnos y preséntales a los muchachos.
La joven asintió y guio a los Buscadores al exterior, donde diez hombres vigilaban el bosque. Galdwynn se percató de que Iseldyn era la única mujer allí. Y no parecía haber perdido la identidad y el encanto de su hermosura en aquella situación de aislamiento que normalmente conduce a los hombres al abandono y la degradación. Sin duda, Líbax era un gran jefe y organizador. Iseldyn fue presentando a unos y otros. Causó gran sorpresa, en especial a los dos guerreros, ver que entre los proscritos se contaba Browlie, el renombrado herrero, autor, entre otras armas y pertrechos, del escudo que portaba Ansp. Hombre poco dado a charlar, apenas explicó los motivos de su recientemente adquirida condición de forajido, si bien los Buscadores entendieron que la Orden de Kalyrs y el gobernador de Gaarbid no consideraban sus creaciones merecedoras del precio que el herrero les planteaba. Del desentendimiento se pasó a la confiscación, y al manifestar Browlie su enfado de forma notoria y exaltada, se ordenó su detención y el cierre de su negocio. Pero no contaron los monjes con que el herrero era, además, un destacable espadachín, tan avezado en el uso de la espada, que pudo zafarse de los tres religiosos que querían prenderle y escapar. Con él se llevó a su pupilo y protegido, un alegre y fuerte preadolescente llamado Voyd, hijo de unos amigos fallecidos años atrás. A Voyd le encantó saber que al grupo de proscritos se añadían nuevas caras. Por el brillo de sus ojos, Galdwynn creyó adivinar que, fuesen cuales fuesen las chanzas y travesuras que idease Voyd, ya eran harto conocidas entre sus compañeros, por lo que los Buscadores llegaban como nuevas e inspiradoras «víctimas». Además, conocieron a Waldos, el arquero más audaz del grupo; a Guidus, el curandero, por cuyos conocimientos Arcris enseguida mostró interés; a Anstra, el guerrero mercenario; a Jays, el más rápido espadachín, poseedor de una espada ultraligera, de hoja curva y especialmente afilada y una larga empuñadura que contrarrestaba a la perfección el poco peso de la hoja; a Dínxor, el ladrón; y a Dukel, el joven músico-cantor. Dukel fue la primera sorpresa. Cuando le presentaron a los Buscadores, se quedó de piedra ante Arcris. —¡La novia del gobernador! —exclamó. Arcris retiró la mano que estrechaba el músico, con recelo.
—No os acordáis de mí, ¿verdad? Soy el poeta, músico y cantor a quien el gobernador de Marina expulsó del comedor a media actuación con el solo propósito de impresionaros. No os preocupéis, no os guardo rencor. Es algo a lo que estoy acostumbrado con los nobles jóvenes. Pero ¿cómo es que os persiguen? —Yo… me largué. —¿En serio? Eso es toda una demostración de carácter indómito y firme personalidad —asió entre las manos su ladabur y empezó a tocar para acompañar sus palabras—, una muestra de la fuerza de la mujer real ante la realeza — escupió al suelo— del hombre fuerte. —¿Eres músico o bufón? —le cortó la joven, dándose la vuelta y alejándose. Dukel dejó de tocar. —Pues no lo sé, pero repito que vos sois todo un carácter. La siguiente sorpresa fue Dínxor, el ladrón. Iseldyn lo presentó como el más avezado ladrón del mundo entero. El tipo, un hombre alto, vigoroso, de tez y cabellos oscuros y aire petulante, les estrechó la mano, diciendo: —Iseldyn me quiere ruborizar, sin duda. Pero, en fin, no seré falsamente modesto. Podría decir que realmente soy el mejor en mi especialidad, que no en mi profesión, ya que, como sabéis, la de ladrón no se considera formalmente una profesión. Para ello haría falta la existencia de un gremio, pero los monjes reclamarían de buena lógica ser ellos los principales y únicos —rio sonoramente, esperando que su chiste arrastrara más carcajadas de entre los recién llegados—. No obstante, si el ladrón que roba a otro ladrón es el que destaca, ahí puedo decir, con orgullo, que estoy entre los mejores. Algún que otro rapaz pretencioso se pasea por las provincias llevando en su cara la marca de castigo por haber intentado hurgar en mis bolsas. Los Buscadores se miraron entre sí. «¡Ertys!». —Tal y como lo dices —intervino Quelbos—, parece como si hubieras coincidido en el pasado con otro ladrón, uno de mirada perversa, de nombre Ertys y natural de Vadea.
—Creo que así se llamaba uno, precisamente. ¿Le conocéis? —parecía contento de oír hablar del desventurado Ertys. —Lo conocimos. Afortunadamente para la buena marcha de este grupo, no está ya entre nosotros. Había jurado vengarse de ti, matarte con tu propia espada. —¿«Había jurado»? ¿«Ya no está entre nosotros»? Así que, finalmente, murió. Si era amigo vuestro, deje expresaros mi pesar sincero, pues los amigos son más escasos que los buenos botines. ¿Cómo murió? —No era amigo nuestro —Quelbos miró de reojo a Arcris al pronunciar estas palabras—. Intentó robarnos una noche mientras dormíamos. Le descubrimos, le dimos caza y acabó despeñándose por un risco. —Lo que demuestra que no aprendió nada. Y en el fondo es una lástima, porque no tenía mala técnica. Pero su excesiva fe en sí mismo le perdía. En fin, confío que el desagradable episodio que compartí con él hace unos años no levante barreras entre nosotros. —Bueno, por nuestra parte puedes estar tranquilo —respondió Quelbos, irónico —: no intentaremos robarte nada. Dínxor rio de nuevo sonoramente y se alejó, tras despedirse con un gesto un tanto teatral.
* * *
Aquella noche se reunieron todos alrededor de las hogueras, actuando el mago como un magnífico anfitrión, y animando a todos a disfrutar de unas horas de descanso y esparcimiento. Compartieron la comida y el genebro de Rotalmanys pasó de mano en mano. Líbax acababa de oír de boca de Quelbos cómo los Buscadores habían iniciado su aventura, y se acarició la barba con una mano, mientras sus ojos se deleitaban con las llamas.
—Oí sobre Olegar de Helm en alguna ocasión —dijo—. Su oficio de escribiente popular seguramente sirvió bien a sus conciudadanos, como sin duda sería también tu caso —sonrió hacia Quelbos, que se ruborizó ligeramente—. Pero yo lo conocía como copista de algunos libros del Hogar. Comprenderás que los libros de la magia no son confiables a los monjes de la Orden para su copiado. Quelbos y Síndir asintieron. —Siento su pérdida. Por su valía como escribiente. Pero también porque me deja imposibilitado de aclarar una cuestión que me parece clave. —¿Y cuál es? —preguntó Quelbos. —Sin duda, el legado que deja es maravilloso. Quiero decir, el del secreto que guardaba, y objeto de vuestra misión. Pero ¿cómo pudo saber de la existencia de Aretsán, de Domork y del Descanso? Los Buscadores se miraron entre sí, esperando ver la respuesta en la mirada de alguno de los compañeros. Quelbos se encogió de hombros, con un gesto nervioso. —Creo que estaba tan entusiasmado con las pistas que dejaba y con los descubrimientos, que no me planteé esa pregunta. Di por hecho que el Canto de Domork era un documento que atesoraba por algún azar. —Con tres siglos y medio de culto a Kalyrs de por medio, la conservación de un tesoro como ese canto ya no es simple azar. Quelbos bajó la cabeza, cada vez más avergonzado de no haberse planteado él mismo aquellas consideraciones. Y entonces le vino una pregunta a la cabeza: —¿Y por qué yo? ¿Por qué me escogió a mí para enviarme aquella carta? Si tenía o y buena relación con los magos, por ejemplo, ¿no hubiese tenido más sentido que os confiase el secreto a vos o a algún otro miembro de vuestra orden? —Sacerdocio, no orden, muchacho —dijo serio el mago—. Y sí, es una buena cuestión. Tal vez decidió compartir su secreto con otro hombre de letras como él. ¿Te conocía?
—No… —Pues, sin duda, conocía de tu existencia y valoraba tu trabajo. —No soy autor de nada reseñable… Solo redactaba cartas, solicitudes y contratos a petición de ciudadanos, gremios y algún viajero ocasional. Es raro que conociera mi trabajo. —Quizás te conocía por tus nobles raíces… —ironizó Arcris, ganándose una mirada de enojo del muchacho. El anciano Líbax suspiró, elevando los ojos. —Como decía, la muerte de Olegar nos deja huérfanos de muchas respuestas. Pero su espíritu, allá donde more, se sentirá complacido con vuestra decisión de buscar el secreto que guardó con tanto celo. El mago se giró entonces hacia Dukel, el joven músico de los proscritos. —Amigo mío —le dijo—, creo que este momento sería perfecto para escuchar alguna canción que evada nuestras almas de este loco mundo. El fuego arde y la noche es propicia para las historias. ¿Cantas para nosotros? —Con gran placer —respondió el aludido, echando mano de su bello instrumento de cuerda—. Y si se trata de evadirse de este mundo, os propongo trasladarnos a otra época, sumida en el misterio del olvido. ¿Conocéis el canto de Garialdur? —propuso. —¡Sin duda! —se entusiasmó Quelbos. —¡Yo no! —saltó enseguida el jovencito Voyd. —Su autor es desconocido, y fue escrito hace ya mucho. Tanto, que nadie sabe si es historia o leyenda —sus dedos empezaron a arrancar suaves y melancólicas notas al ladabur—. Hace tiempo que no la recito, espero no equivocar los versos. Sería un crimen. Atended:
Triste observa la bella
aquel frío amanecer sintiendo que su llanto ya no puede contener. Hasta la más alta torre sus pasos la han llevado como otras tantas mañanas a la espera de su amado.
«Mi valiente y añorado: muchos meses me has faltado y el tormento de un mal sueño esta noche me ha turbado. El acero de un soldado en tu pecho se clavaba, de tu roto corazón la roja sangre escapaba, de tu cuerpo malogrado fugábase la energía y el recuerdo de mi amor tu alma despedía. Ya mis besos y cuidados
de nadie más serían, sola quedaba yo, grises por siempre mis días».
Oyendo a la dama llorar y con aire marrullero pósase un cuervo en la almena y le habla, zalamero:
«¡Tu llanto detén al punto! Tus lágrimas seca, señora, que nuevas traigo de lejos de aquel a quien tanto añoras. Consuélate, pues tu amado de vuelta pronto estará, y entre cálidos abrazos, un juramento te hará: tras presentes, besos y risas, y relatos de conquistas, promesa solemne te hará, y darán fe los cronistas,
que el tiempo de guerra ha pasado y el de paz os llega al fin, que queda por fin a tu lado para nunca más partir, que el amor fuerza le ha dado y ese amor le trae a ti, llega indemne, sano y salvo, se acabó ya tu sufrir».
Tornando el llanto en desprecio así la dama le habló:
«Negra adivino tu alma, negra veo tu intención. De todos es conocido, desde niña lo sé yo, que nunca, en boca de un cuervo, nadie justicia encontró. De besos y risas me hablas, y de amor, y de ilusión, y de un nuevo alba brillante
cálido cual nadie soñó. Mas yo sé que es deleite para ti mi aflicción. Con gozo alimentas mis sueños y reirás con mi dolor. Y puedo por ello ya ver que se inclina la balanza, que, lejos, mi amado muere, que un terrible fin le alcanza. Su muerte mi alma desgarra, muere en mí la esperanza, mas puedo alto anunciar que vana ha sido tu chanza. Que a nadie engañar alcanzas: son claras tus malas artes. Tus burlas son pobres lanzas, ¡y así de mi vista te apartes!».
El cuervo sobre la almena al punto agitó sus alas y fuerte graznó, enfurecido,
contra la bella dama:
«Garialdur, ruin humana, Garialdur arruine tu alma, quien recibe tanta ofensa justa venganza se gana. Y así has de saber, mi dama, que tu sueño cierto es: al valiente caballero ya nunca más lo veréis. Caído ha en la batalla abatido por la espada, rota su cota de malla apágase su mirada. Tu nombre llamaron sus labios usando su último aliento, llorando por no verte más: ese fue su tormento. ¿Verás el día acabar llorando por tu guerrero, o sin alas volarás
para unirte al caballero? La vida sin él, te preguntas, ¿podrás tú soportar? O acaso te espere en el cielo, ¡vayámosle a buscar!».
Señores, llorad conmigo. Señoras, llorad mi pena, recordando el triste alba y aquellas altas almenas que vieron partir con dolor a tan torturada bella. Mas sea fiel la memoria y tened siempre presente que nunca murió el amor de la dama y el valiente, no pueden dañarlo el dolor, ni la ofensa, ni la muerte. Vuela orgulloso el amor. Vuela incansable por siempre.
—¡Uf…! ¡Qué triste! —arrugó el gesto Voyd—. Y hay cosas que no entiendo. ¿La mujer se lanzó desde la torre? —Eso dice la canción. —¿Se mató? El músico sonrió, encogiéndose de hombros. —Las historias como esta dejan que tu imaginación componga un final a tu gusto… —Sí —intervino Anstra, el mercenario—, pero queda bastante claro que la mujer se espachurró contra el suelo, engañada por el cuervo. —Síndir —intervino Quelbos—, ¿no dijiste en la Cueva Subterránea que los cuervos simbolizan las fuerzas del mal? La hechicera asintió, cruzando una mirada con el primer sacerdote. —Así es. Esta canción se sirve de esa simbología. Y creo que contiene mucho más. Creo que, en karnato, «dur» significa «azote», o «castigo», o «maldición»… —Sí —confirmó la mestiza Iseldyn—. Y «Garial» puede significar «amor», o «sentimiento». Así que «Garialdur» viene a ser una maldición que el cuervo grita contra la mujer: «el azote del amor», o «el azote al amor». —¡No fastidies! —exclamó Voyd—. ¡Pensaba que era el nombre de un dios terrible! ¡Alguien como Kalyrs! Dukel rio: —No hubiese perdurado esta balada si citase a un dios diferente a Kalyrs: las copias que existen hubiesen ardido hace tiempo a manos de la Orden, piénsalo bien. —Claro… ¿Y se sabe de qué caballero hablan? Porque no dicen ningún nombre…
—No, no se sabe —sacudió la cabeza Dukel—. El texto es antiquísimo y hay mil especulaciones sobre él. Muchos han querido identificar a alguna reina del pasado con la atribulada protagonista. —¿Por qué una reina? —se interesó Arcris. —La dama de la canción espera el regreso de su amado en lo alto de una torre, por lo que se trata de alguien que vive en un castillo. Y sabemos que ese amado suyo es un caballero que muere en la batalla. Siendo que el texto es muy antiguo, podría llegarnos de la época de los reyes, que fueron exterminados por la nobleza y el pueblo a instancias de la Orden de Kalyrs, que entonces nacía. —Entiendo —asintió la pelirroja. —Pero es solo una de las diversas posibilidades que se apuntan. Faltan elementos que permitan plantear una teoría plausible. —¿Plausible? —preguntó Voyd. —Que convenza —aclaró Quelbos. —Pues vaya lata… —gruñó frustrado el muchacho. —Gracias por amenizar la velada, Dukel —intervino ahora Líbax—. Es hora de dormir. Mañana madrugaremos. Buenas noches a todos. Unos y otros fueron retirándose, salvo Arcris, que permaneció un rato, con la mirada perdida en las llamas menguantes. «El castigo del sentimiento…».
* * *
El mago, sin que nadie supiera cómo lo sabía, anunció que el sol se elevaba ya, más allá del bosque. La larga columna partió del campamento en dirección norte. Fue una agradable jornada bajo el amparo de los árboles. Y, efectivamente,
Líbax parecía darse cuenta de cuándo llegaba la noche, pues él era quien, con absoluta precisión, sabía la hora de detenerse y dormir. Los Buscadores disfrutaron de algo nuevo: con más gente en el grupo, las guardias nocturnas eran más breves.
14
Síndir se despertó de repente al notar una presencia extraña. Sus manos buscaron instintivamente los puñales en el cinto. Cuando fue capaz de discernir la realidad entre las brumas del sueño, reconoció ante sí a Líbax, el primer sacerdote. Había intentado coger el libro, pero advertido a tiempo del hechizo de protección. —No te asustes, Síndir, no te lo quería robar. Ya te dije que mi curiosidad es insostenible. —Y mis precauciones son muchas, ya lo veis. —Sí, lo veo, y no me sorprende poco. Ignoraba que pudieses realizar tales hechizos. Existen muchos tipos de protección, pero este me era desconocido hasta ahora. —Es un libro especial. —Muy especial, sí. Bueno, discúlpame, seguiré mi guardia. Buenas noches. Síndir observó al anciano mago alejarse hacia el árbol junto al cual tenía su vara y su mochila. La joven tardó en volverse a dormir. Se preguntaba hasta qué punto Líbax era de fiar. Hubiese querido ver el comportamiento del anillo, pero, si se había iluminado, el grueso guante le impidió verlo. La última guardia nocturna la hicieron Anstra y Galdwynn. Por la condición de guerreros mercenarios de ambos, los dos hombres congeniaron enseguida, y pasaron el turno de vigilancia ensalzando los bellos parajes de las más lejanas provincias del mundo, sin por descontado hacer alusión al desastroso estado en el que quedaban dichas tierras al final de cada contienda. Galdwynn se dio cuenta de que Anstra hablaba a menudo de su mujer, ya se refiriese a su vida tranquila en el Continente Occidental, ya a las guerras karnatas, ya a su huida por el Continente Central.
—¿Y dónde está ahora? ¿Dónde la dejaste? —¿El qué? —preguntó Anstra. Galdwynn sonrió con impaciencia, recostando la cabeza en el brazo que apoyaba en una roca. —A tu mujer. Dices que en Hef te quitó una borrachera a golpes, que luego en Devel te pilló buscando una moneda en el escote de una fulana, y que en Laerdán… —Anstra se carcajeaba, abrazándose el estómago con ambas manos —, ¿de qué te ríes, berzotas? —¡De ti…! ¡Es muy gracioso! No has entendido nada. —Bueno, a eso me refiero… ¿dónde te dejó? —¡Es que no me dejó! —¿La dejaste tú a ella, entonces? —¡Nooo! —se rio un poco más y luego se tranquilizó—. No la dejé. Es que no me refería a la misma mujer. Tengo varias… bueno, varias es poco. Digamos mejor que tengo una en cada provincia, aunque sea un poco exagerado… ¡Sí, sí, en serio! ¡Pero cierra la boca, que se te ve el estómago! La de Hef es Marguit; la de Devel es Olaida, la de Laerdán es… es… oh, vaya, ¿es…? No… —Ya veo: muchas esposas. —¡Claro, hombre! Si puedes hacer feliz a más de una mujer, ¿por qué ser egoísta? —¿Y ellas qué opinan? —¿Ellas? No lo saben, ¡y que siga así! No creo que comprendiesen mi generosa idea del amor. —Yo tampoco lo creo. —Pero, entre nosotros, amigo Galdwynn, un guerrero enérgico como yo no sabe nunca dónde le llevará una guerra, y por eso es mejor prepararse un buen lugar
donde dormir caliente. Galdwynn sonrió y, tras sorber de su bota un trago de zumo fermentado de bayas —un líquido ahora caro y escaso, gentileza de Anstra—, repuso: —Un lugar caliente no lo dudo, pero para dormir… ¡Tras una ausencia tan larga! —Sí, dormir no me dejan mucho… —Anstra se rascó la barba sobre su mejilla —, pero, si tú fueses mujer —le dijo muy serio, señalándole con un dedo—, ¿verdad que no me dejarías dormir? Galdwynn lo miró de hito en hito y ambos estallaron en carcajadas. Realmente el aspecto del proscrito no era muy hermoso, por más que bajo aquellas desgreñadas y negrísimas barbas y una oxidada cota de mallas sobre un jubón de cuero se adivinara un tipo de recia constitución… y alguna que otra falsa piel que el jabón ya no podría quitar nunca. Anstra era ligeramente más bajo que Galdwynn, pero más robusto, más moreno, seguramente más fuerte. Si era natural de una sola provincia, él no recordaba de cuál. Tendría alrededor de los treinta, como Galdwynn. Por raro que en él pareciese, no era proscrito a causa de una mujer. En una de sus noches ebrias, en una taberna de Lunsatar, se había atrevido a besar a «una doncella ya madura, un poco pilosa y desdentada, y que vestía con una túnica azul», para darse cuenta luego de que se trataba de un monje del Consejo. El religioso se tomó aquello como una irreverencia suma, un acto canalla e imperdonable, y suerte tuvo el guerrero de ir acompañado de compañeros fuertes de ágiles piernas. Galdwynn sacudió la gravilla de la roca donde se apoyaba y miró un instante hacia el dormido grupo que vigilaban. —¿Y qué tal esta gente? ¿Te has atado a ellos definitivamente? —Yo no me ato a nadie, entérate. Pero sí, en este grupo hay personas a las que considero buenos amigos. Casi familia. Por ejemplo, Hérites. ¡Un tipo genial! ¡Y cómo maneja el acero, el muy bestia! Puedo decir sin temor a equivocarme que es mi mejor amigo, el mejor amigo que se puede tener… no muy inteligente, pero un buen amigo. —¿Dónde ha peleado? —¿Hérites? Hérites no es un mercenario. Trabajó desde joven en el ejército de
Mistram, en Gadastán. —¿Y qué pasó? —Oh, lo habitual. Alguien quiso ascender rápidamente y para ganarse el favor de su capitán acusó de no sé qué a Hérites. Y claro, como se lo montó muy bien y tenía muchos amigos, y como Hérites no es que sea un tío muy despierto ni nada de eso… ¡puff! ¡Expulsado! —¿Es tan tonto como lo pintas? —No es que sea tonto. Pero es que no es listo. Imagínate; un día…, y piensa en que era de día… —se rio otra vez—. Es que es increíble…, te decía que un día, cuando estábamos todos nosotros en las montañas de Rocosa, él, que iba delante, nos dice… «¡Alto! ¡Hay un oso en lo alto del risco, tras ese recodo!». Todos nos detenemos. Él se queda quieto como una roca mirando… —al mercenario le dio otro ataque de risa—. ¡Es que es muy bueno! He dicho que se quedó como una roca, y es que nos tuvo largo rato parados… ¡precisamente por una roca enorme que había al otro lado! Y el muy zopenco vigilándola, esperando que se fuera. Cuando finalmente Waldos se acercó con el arco a mirar, descubrió que era una roca y le dio una patada entre risas, Hérites salió disparado hacia él, gritando: «¡Apártate, no hagas eso, que te va a matar!». Galdwynn sonrió sin llegar a creerse la historia. —Y de tus opiniones sobre mujeres, o sea tu experiencia, ¿qué opinas de Iseldyn? —¿De la furcia esa? —¿Cómo? —¡Es una guarra! No me dirige la palabra desde que quise hacerle beber para conocerla mejor. —Para conocerla mejor, ¿eh? Puedo imaginarme a qué te refieres. —¡Es una guarra! Cada vez que le intento decir algo, o me evita o me manda al infierno. Aquel día solo la toqué un poco, pero es que iba con una copa de más en el cuerpo, y en esos casos uno ya no ve qué acaricia.
«¡Me parece a mí que este ve mejor bebido que sobrio…!». —¿Y qué ocurre? —le miró Anstra con una amplia sonrisa—. Te gusta la chavala, ¿verdad? —¿Qué? —Galdwynn se ruborizó. —A mí me lo puedes decir. Solo se lo contaré a cien mujeres. ¡Ja, ja, ja! No, en serio. Te tira mucho, ¿eh? —Bueno, es guapa y… —¡Guapa, guapa…! ¡Está maciza, dilo claro! Quizás un poco flaca, pero es que a mí me gustan con mucha chicha, que se puedan agarrar bien y que, cuando toques, toques. Se oyó la voz de Líbax tras él. —¿Hablando de las maravillas de la naturaleza, Anstra? El mercenario se atragantó a medio trago de vino y se giró, tosiendo. —¿Je-fe…? —Es hora de ponerse en marcha. Id despertando a los demás. Anstra observó, pícaro, que Galdwynn eligió, para despertar, el grupo en el que dormía Iseldyn. Quizás fuese una coincidencia, pues era el grupo más cercano a ellos, pero en ese caso era una coincidencia muy conveniente para el Buscador.
* * *
Cuando, avanzada la mañana, el grupo desfilaba entre árboles y columnas de hielo, Ansp se situó junto a Síndir e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Líbax. —¿Todo bien? Pareces inquieta con el viejo.
Síndir sonrió a medias. Le sorprendía que el desapegado Ansp se interesara por lo que a ella le sucedía. —Esta noche, mientras dormía, intentó leer el libro —le dijo, en voz baja. Ansp la miró fijamente, con aquellos ojos suyos tan insondables. —¿Lo consiguió? —No. Un hechizo lo protege. Nadie salvo yo puede tocarlo. —Mejor. —Tú tampoco crees que sea de fiar, ¿verdad? Ansp lo contempló unos segundos, en silencio. —Yo no me fío de nadie —dijo, escuetamente. Luego se giró de nuevo hacia ella y añadió—: Mejor dicho, de casi nadie. Síndir se lo quedó mirando unos segundos, para luego apartar los ojos nerviosa, aturdida por aquella forma de observarla. —¿Te refieres a que… a que yo soy de fiar? —acertó a decir. —Sí. Creo que eres de fiar. Sin duda, pensó Síndir, aquellas palabras en boca de Ansp equivalían al más encendido elogio que cualquier persona pudiera proferir sobre otra. La hechicera sintió un calor en el estómago que subió hasta sus mejillas y orejas. Rehuyó cruzar de nuevo la mirada con su compañero y se centró en el camino ante ella. —Bueno… —susurró—, vigilaremos al mago. Tal vez nos equivoquemos con él, es bastante comprensible que quiera saber sobre el libro. Pero estemos alerta. —Sí —coincidió el guerrero. Detrás de ellos, Galdwynn se quitó los guantes para buscar algo entre las cosas de su mochila. El grupo avanzó por su lado mientras él se preguntaba dónde había dejado la pequeña navaja con la que se afeitaba la barba y se recortaba el bigote. Por fin la halló. Seguramente en breve harían un descanso y aprovecharía
para afeitarse. Se colgó de nuevo la mochila. Se fue a poner de nuevo los guantes cuando el anillo brilló en su dedo. —¡Alerta, peligro! —gritó a los otros. Todos le miraron y él alzó el dedo del anillo, señalándolo con la otra mano. Ansp se plantó junto a Líbax. —¡Algo nos acecha! —¡Sacad vuestras armas! —ordenó el viejo mago. Todos se prepararon para un ataque desde cualquier lugar, pero tras un brillo mayor del anillo, este se apagó. Los guerreros estaban perplejos. —¿Funciona bien ese anillo? —preguntó Jays. —Funciona, no lo dudes —respondió Galdwynn. —Pero lo que fuese que nos amenazaba se ha ido —añadió Síndir. Tras unos segundos de duda, siguieron adelante. No hubo ninguna alerta más aquel día. Por la noche, al acampar para descansar, Líbax les anunció que al atardecer del día siguiente llegarían a la linde del bosque, en plena ascensión hacia las montañas. Ya entonces habían notado una creciente elevación del terreno. En seis días llegarían a Biswald.
* * *
Helvinald recibió a Eldeján en el estudio de Alwinus, ahora ocupado por el nuevo superior. —Ah, hermano Eldeján. Acércate. Te he llamado porque no me llegan noticias sobre los ladrones. Dime, ¿hay algún mensaje que no me haya sido entregado?
—Ninguno, padre Helvinald —¿Y cómo? ¡Si todos los mensajes pasaban por aquellas delgadas manos al poco de llegar al monasterio, y él lo sabía bien! —¿Algún informador ha sido alejado sin que yo lo sepa? —No, ninguno. Helvinald golpeó varias veces la mesa con los nudillos, suavemente, y luego alzó los ojos de nuevo. —Bien, ¿de qué me sirve saber los nombres de esos seis palurdos si no se les halla en ningún sitio? —Tal vez Parsus… —Ya lo he intentado, pero no encuentra nada. Primero tiene que saber dónde buscar. Y a quién. Tampoco los nombres le son útiles. No, he decidido que necesitamos ayuda. —¿Ayuda? No entiendo. —Es verdad, tú eres el que nunca entiende, solo obedeces… Ayuda, sí, gente que nos haga el trabajo sucio mejor que nosotros. —¿Asesinos? —Por ejemplo asesinos, pero no asesinos cualesquiera, sino unos determinados, expertos en camuflajes y adopción de personalidades. ¿Has oído hablar del Estilete? —No, nunca. —Era una organización muy conocida en mis tiempos. No creo que se haya disuelto como sociedad, a pesar de que yo los mandase perseguir. Se levantó y buscó papel para escribir una carta. —Se solían esconder en Vadea, y aunque luego la Orden centró allí su búsqueda, no me extrañaría que ahora, cuando ya nadie los recuerda, volviesen a habitar en esa provincia.
Reinó el silencio hasta que Helvinald firmó la carta con el sello de Alwinus. —Ten, que Parsus lo lleve a Vadea. Y rápido. —Pero en estos momentos está en Aucian. —Cuando regrese. Y a ver si ahora no falla. —Sí, padre Helvinald.
* * *
Gracias al buen ritmo de marcha, el grupo llegó a los últimos árboles antes de la puesta del sol. Líbax propuso acampar allí mismo, todavía bajo la protección de los árboles encantados, en vez de adentrarse en la nieve de la pendiente. Y al cabo de poco, mientras preparaban un fuego y decidían los lugares más adecuados para realizar las guardias, los anillos de los Buscadores se iluminaron de nuevo. Se pusieron en guardia y aguardaron en silencio, pero nada a su alrededor los atacó. —¡Ya estoy harto de vuestras alarmas inútiles! —rabió Qüir, el ballestero de los proscritos—. ¡Esos anillos nos van a volver locos de remate! —Los anillos funcionan —afirmó Síndir con rotundidad. —Puede que se trate de esa bestia a la que llaman la Sombra de la Muerte — aventuró Quelbos—. Si sobrevuela el bosque, no somos capaces de verla. —¡Estábamos mejor sin vosotros, grupo de locos! ¡Veis peligros por todas partes! —¡Es suficiente, Qüir! —le cortó Líbax—. Esos anillos funcionan de veras; el que nosotros no veamos qué nos amenaza no significa que no exista peligro, y el joven Quelbos puede estar en lo cierto con respecto a esa bestia. Sea esa u otra la amenaza, por el momento hemos escapado de ella dos veces. Veremos si cuando nos internemos en las montañas tenemos tanta suerte: allá arriba, sin el
resguardo de los árboles, será más difícil escondernos. Quelbos ya había temido problemas entre los proscritos y los Buscadores. Aquella era una muestra. Quizás no fuese buena la idea de marchar acompañados por los hombres de Líbax. El jefe de ellos, precisamente, era el que menos confianza les inspiraba, sobre todo a Síndir. Por de pronto seguirían juntos. Ya se vería luego qué pasaría. Aquella noche, de los Buscadores fue Ansp el único que hizo guardia. Pero no por ello fue el único que durmió poco. Síndir no le quitaba ojo a Líbax, quien dormía sentado abrazado a su vara de madera. Arcris se preguntaba dónde estaría el Karnat en aquellos momentos. Quelbos pensaba en Arcris. Galdwynn, en Iseldyn. Pero uno tras otro fueron abandonándose al descanso que se merecían tras aquella jornada, la última que harían bajo la suave temperatura del bosque.
* * *
Desde el amanecer siguiente, y durante cinco días, el grupo de fugitivos tuvo que ascender una abrupta pendiente nevada en la que hundían sus piernas hasta las rodillas. El frío y el agotamiento eran enormes, y ni siquiera el genebro destilado por Rotalmanys resultaba un alivio suficiente. Líbax, con todo su poder, no podía proporcionar el mismo cálido ambiente que mantuvo en el bosque. Tenían especial cuidado de mantener seca la leña en sus mochilas, ese preciado combustible que les evitaba morir durante la gélida noche. A Ansp le preocupaba encender hogueras en medio de la nieve, pues la luz del fuego podía ser visible incluso desde Isandor. Líbax le convenció de que era necesario correr ese riesgo. Habían iniciado la etapa más dura del viaje. Los días eran tan tranquilos como las noches: no se cruzaron con ningún comerciante de Biswald o de más al norte en ocasión alguna. —¡Qué extraño! —opinó Galdwynn al respecto. —No tan extraño —contestó Ramlon, el monje—; con este grueso de nieve no hay carreta que pueda pasar.
—Pero podrían haber limpiado el camino. —No sirve de nada —intervino Anstra—. Mira esas nubes. En estos parajes las nevadas son constantes, y los aludes también. Si intentan quitar la nieve, una tormenta puede aislarlos de Biswald sin remedio. Estas montañas son una trampa. Y no me gustan nada esas nubes, no señor. Entre el tercer y el cuarto día desde que salieron del bosque, las gigantescas siluetas de los picos de entrada fueron acercándose más y más, y finalmente se encontraron desfilando por una suerte de ancho tubo, siguiendo el único trazado lógico de un camino enterrado por gruesos de nieve, en ocasiones, equivalentes a su propia altura. —¡No es lógico! —le decía Síndir a Líbax—. ¡Con lo que nevó en la llanura, estos caminos tendrían mucha más nieve de la que hay! —Estamos muy arriba, Síndir, más que muchas nubes. Pero, sobre todo, lo que ocurre es que aquí sopla tal viento que arrastra la nieve por el desfiladero hasta el llano. —Sí, ya he notado ese viento —gruñó la joven, apartándose del rostro unos cuantos de sus largos cabellos. —Pero es curioso que ahora no sople tan fuerte… Y esas nubes parecen viajar con nosotros sin descargar. ¿Notas algo raro en ellas? —¿Queréis decir…? —Tienen una forma de moverse, una apariencia tan… distinta… —¿Magia? —¿Por qué no? No me extrañaría que Helvinald tuviese algo que ver. Ha podido desarrollar nuevos poderes… ¡Bah! Dejémoslo. Es preocuparse inútilmente. Síndir tuvo repentinamente un mal presentimiento, como si algo fuese mal. Se extrajo el guante izquierdo y vio su anillo brillar con fuerza. —¡Peligro, atención! —gritó.
Líbax miró el anillo de la joven y ordenó al grupo replegarse en un núcleo compacto. —¡Preparaos, sacad las armas! El viejo mago miró en todas direcciones, atrás, delante, a ambos lados; pero lo que llamaba su atención estaba arriba. Alzó la cabeza y creyó ver algo ligeramente más oscuro que la noche perenne. —Pero… ¿existe alguno tan grande…? —se preguntó en voz alta. —¿Cómo? —inquirió Síndir, arrodillada junto a él, con el libro en las manos. —¡La Sombra de la Muerte! —clamó Quelbos—. ¡Es la bestia de la que habla todo el mundo! Líbax miró la oscuridad sobre ellos, concentrándose. A continuación, emitió un agudo chillido, casi inaudible para el hombre, pero que tuvo respuesta desde el cielo. En unos segundos la amenaza se desvaneció. Los guerreros se relajaron al ver desaparecer el dorado brillo de los anillos de los Buscadores y se incorporaron los que estaban de rodillas, medio escondidos en la nieve. Guardaron sus armas. —¿Qué ha sido eso? —preguntó Quelbos al mago. —No lo sé. Nunca había visto nada igual. Era como… —¿Qué? ¿Qué era? —insistió el muchacho. —Al principio creí que era una especie de murciélago de gran tamaño… Por eso emití ese chillido. —¿Un murciélago? —preguntó Síndir—. Tenía entendido que hibernaban. —Es que no es un murciélago. Es mucho, mucho más grande. Tanto, que no sé cómo puede volar. Y no agitaba las alas. Planeaba, como un águila. —¿De dónde ha salido? —preguntó ahora Quelbos—. ¿Obedecerá a Helvinald? —Podría ser. O tal vez no atienda más que a sus propios instintos.
—¿Hacia dónde iba? —el joven escribiente alzó la vista a la oscuridad de la noche, buscando algún rastro de la invisible criatura. —Hacia el norte, creo. —El anillo lo identificó claramente como enemigo —subrayó Síndir—, y eso me preocupa. ¿Por qué no nos ha atacado? —No lo sé. Creo que le he engañado. Al menos, en ese aspecto, sí responde a los chillidos propios de un murciélago… Sea como sea, sigamos adelante. Cuanto antes lleguemos a Biswald, tanto mejor y más seguro.
* * *
Hacía ya cinco días que salieran del bosque. La leña estaba húmeda, las provisiones a la mitad, los ánimos cada vez más bajos. Y en ocasiones oían lobos, aunque no se les acercó ninguno. Líbax les habló: —Mañana entraremos en Biswald. ¡Un esfuerzo más, vamos! El recio y sucio Anstra se detuvo a esperar a Galdwynn. —¿Has oído? ¡Oh, Biswald! Un lugar especial. La visión de Biswald no se olvida. Es un paraíso en el centro del infierno. Después de un largo peregrinaje por las nevadas cimas, todo es fantástico: sus torres, sus murallas, sus aromas y su comida, su gente y sus mujeres… todo, todo es insuperable. Y recuerda esto, amigo Galdwynn: si quieres esposa, búscatela en Biswald; tienen algo especial que las hace únicas, por su forma de mirar, de caminar y de desnudar el hombro cuando te sonríen. No rechazan nunca una flor y menos aún a un viajero, y te emborrachas de amor en sus brazos, te pierdes en sus pechos como un niño tonto y recorres con las manos los mayores traseros que el mundo ha dado. Amigo Galdwynn, lo puedo jurar: el tiempo se para en los brazos de una mujer de Biswald —suspiró—. Sí; de todas mis esposas, la mejor la tengo aquí, en Biswald. ¡Y qué platos prepara, ya verás!
Síndir vio lucir su anillo una vez más. De nuevo, a una orden del primer sacerdote, los veintiséis viajeros se prepararon para la batalla. Esta vez, Líbax no tardó en ver a la bestia voladora. Se imaginaba que volvería a pasar, ahora hacia el sur, aunque solo fuese porque la vez anterior lo hiciese hacia el norte. Emitió de nuevo aquel agudo chillido y de nuevo obtuvo respuesta. La amenaza se alejó. —Habéis engañado otra vez a esa bestia —dijo Síndir cerrando el libro, que había abierto en busca de algún hechizo útil para la batalla. —No parece tan inteligente como peligrosa. Si ese es todo el peligro que podemos esperar, preveo una travesía tranquila. —Yo no sería tan optimista —opinó Ansp, adelantando al mago sin preocuparle si el anciano le consideraba brusco o insolente—: los aludes no entienden de chillidos. Siguieron la marcha, siempre bajo aquellas nubes de tormenta que tanto intrigaban al viejo mago.
* * *
Al día siguiente llegaron al último tramo del camino. —Un poco más y saldremos al valle donde se alza Biswald —indicó Anstra. —Muy bien —Líbax se giró hacia Ansp—. Conocen vuestra descripción, ¿no es así? —Vosotros la sabíais, ¿no? —se limitó a decir el guerrero. —En ese caso será adecuado enviar un grupo a explorar el terreno. Si la guardia no tiene una dotación de más de seis hombres, todo va bien. En ningún caso salgáis al claro, aunque creáis que no os pueden ver. A estas alturas, los vigías se han habituado a la oscuridad y no quitan ojo de los caminos. Recordad que se avecina una guerra.
Galdwynn vio por el rabillo del ojo el gesto de incomodidad de Iseldyn. La joven no encajaba bien la rebelión de los que, al menos en parte, eran de su sangre. Finalmente, fueron Ansp, Galdwynn, Quelbos, Anstra y Hérites los que marcharon sobre la nieve hacia el valle. Los demás se quedaron con los ojos fijos en ellos hasta que desaparecieron. Algunos miraban al cielo como temiendo el regreso de la bestia. Líbax los tranquilizó, recordándoles que, antes de su regreso, Síndir lo advertiría en su anillo. Por su parte, los cinco destacados avanzaban todo lo rápido que la nieve les permitía. El camino ahora era estrecho, discurriendo entre dos altas y sinuosas paredes. La nieve se había agolpado sobre dichas paredes y amenazaba con desplomarse sobre ellos en cualquier momento. Aun así, Anstra no podía dejar de alabar las maravillas de la ciudad. —Tras ese recodo veremos las murallas de Biswald —informó—. ¿Oléis? ¡Son las chimeneas de las posadas que nos reciben! Quelbos olió el aire impregnado del fuerte aroma del fuego de leña, un olor que despertaba las dormidas narices de todos. —Silencio, Anstra —le dijo al mercenario—, si estamos cerca nos puede oír alguien. —No te preocupes, muchacho. Hay un gran descampado antes de llegar a la puerta de la muralla. Y tu anillo no indica ningún peligro, ¿verdad? Quelbos negó con la cabeza. Ansp alzó la mano al divisar la nieve del llano, tras la pared derecha. —¡Cuidado! Recordad lo que ha dicho el viejo. No deben vernos. —Peguémonos a esa pared y asomemos la cabeza —sugirió Galdwynn. Se situaron todos tras Ansp, y luego alargaron las cabezas para otear el paisaje. Abrieron los ojos como platos. Las orgullosas torres que herían el blanco entorno, las recias murallas que desafiaban cualquier ataque tanto humano como
del tiempo, los altos y rojos pendones y estandartes, sus casas, sus albergues… todo destruido, todo incendiado y semienterrado por la nieve. Nadie vivo, al parecer. Anstra salió disparado, poseído por un rabioso llanto, sin dejar de repetir «Nashy… Nashy», como enloquecido. Los otros cuatro salieron tras él, intentando darle alcance, pero el mercenario no los oía. Se adentró entre las ennegrecidas ruinas de la muralla y se perdió de vista. Quelbos se detuvo antes de cruzar la puerta, y dejó que Ansp, Galdwynn y Hérites se encargasen de encontrar a Anstra. ¿Quién era el autor de aquella masacre? ¿Bandidos? Tenían que ser muchos… ¿Soldados karnatos? En ese caso, ¿dónde estaban? ¿Se habían retirado hacia el norte? ¿Se toparían con ellos más adelante? No se podía precisar cuándo ocurrió el desastre, pues la nieve caída después había apagado el incendio que consumió casas y personas. A su derecha vio, entre los cascotes, una masa deformada y negra que identificó como un habitante de Biswald que había intentado huir de la matanza. Una lanza lo había atravesado por la espalda y luego habían quemado el cadáver. El joven escribiente se introdujo con paso lento entre las piedras desarmadas del pórtico de entrada. Cuanto más miraba, más cadáveres aparecían. Era un cementerio incendiado. Maldijo en silencio a quien estuviera detrás de aquella barbaridad, cerrando los ojos para no ver más. «Pero —se repetía—, tendré que acostumbrarme a ver muertos; la guerra los traerá a miles». Recordó los primeros días de aquella aventura, cuando soñaba con batirse en duelo con los monjes, blandiendo la espada de su familia. Vivida ya la muerte de forma tan cercana, nada había de atractivo en la batalla. Las epopeyas de sus libros de juventud no eran fieles a la realidad: esta revolvía el estómago y el alma.
* * *
Algunos de ellos quisieron enterrar los calcinados cuerpos, pero se dieron cuenta
de que tardarían dos semanas enteras en hacerlo. Y no tenían tanto tiempo. Debían llegar a Aucian lo antes posible. —Pero nos moriremos de frío —dijo Ramlon—. Nuestra leña es escasa, y no hay ninguna ciudad más en veinte días de camino. Debemos regresar. —¿Y que nos cojan los soldados? —le espetó Galdwynn. —¡Oh, soldados! —abrió los brazos el exmonje—. ¿Has pensado que tal vez por delante haya también soldados? Soldados del Continente Norte, quiero decir. ¿Lo has pensado? —¡Ya veo! Puestos a escoger, mejor que nos atraviese una lanza provinciana que una karnata, ¿no? —¡Conozco bien a los norteños, recuerda que vengo de allí! ¡Y te aseguro que, si nos topamos con un contingente de incógnito, desearemos haber tomado rumbo al sur! —¡Vuélvete tú si quieres, y si crees que tienes alguna opción con los tuyos! —le gritó el guerrero—. ¡Seguro que con tu hábito no te harán nada! ¡Pero a mí y a mis compañeros nos espera la horca! ¡O algo peor, a manos de tu querido y sádico superior! Ramlon se lanzó contra el guerrero y ambos rodaron por el nevado suelo de piedra del patio del Templo a Kalyrs. El joven Voyd y Rotalmanys intervinieron para separar al Buscador del estrangulamiento del monje. El leñador agarró al renegado y lo lanzó a un lado, clavándole una mirada de fuego que hizo desistir al proscrito de intentar un segundo golpe. Galdwynn se sentó con una mano alrededor del cuello. —Yo no me echo atrás —dijo—. Ya conozco la hospitalidad del calabozo del monasterio. Y no quiero repetir. En cuanto salga el sol mañana, yo me largo. Los demás no dijeron nada, pero Galdwynn vio en los ojos de sus amigos que estos no le abandonarían. Entre la amenaza del hombre o la de la naturaleza, estaban de acuerdo: debían arriesgarse a hacer el viaje por la nieve.
* * *
Parsus se agitó nervioso, tumbado en aquel extremo de la azotea del torreón. Vigilaba, con impaciencia, aquella puerta y la escalera que salía de detrás. ¿Por qué tardaba tanto en venir? Seguramente estaba dando voces en el Consejo… ¡Ay, no! Eso era a primeras horas del día. Pues, ¿dónde estaba? El hábito azul dijo que no tardaría. ¿Ah? ¿Pasos? Helvinald apareció por la puerta y se plantó ante la bestia. La enorme masa oscura, casi invisible contra la noche eterna, le observaba con aquellos ojos negros inquietos, con sus fauces semiabiertas respirando aceleradamente, agitándose toda ella con el ritmo de un fuelle de forja, pero silencioso, extremadamente silencioso. Aquella inquietud hacía pensar que para la bestia permanecer inmóvil era contrario a su naturaleza cazadora. —¿Qué has de decirme? ¿Llegó bien mi mensaje? —Sssxxii. —Perfecto. Mañana llevarás a Alwinus la orden de partir hacia el norte. Y yo anunciaré el traidor ataque de los karnatos a Dacosta. Puedes descansar, Parsus. —H-H-Hellvinaald… —¿Qué ocurre? —¿Tros… trop-? —¿Cómo? —¿Ya hoy trop-? ¿Es… eedissión en mont-t-taña? —¿En las montañas? —gruñó el monje—. Estúpido animal, ¿cómo voy a enviar las tropas si no hemos retirado la nieve? ¡Es pronto aún! —¡Trop-! ¡Yo vi trop-pas! ¡Sssxxii! —¡No puede ser! ¿Cuántos? ¡No, no me respondas! No acabaríamos nunca. Pero
¿serán cretinos? ¿Cómo pueden desobedecerme? Les di órdenes. Ese Alwinus es un idiota. —N-n-nooo, ¡Awinuss n-nooo! —¿Cómo? ¿No era él? ¿Pues quién…? ¡Los ladrones! ¡Claro que sí, se han juntado con los proscritos del bosque! ¿Y por qué los dejaste pasar? ¿No te dije que vigilases el Paso de Biswald? —Vigilééé… per-ro dieron-n ssseñal, dieron-n ssseñaal. —¿La señal? ¿El chillido? ¿Cómo demonios la han averiguado? ¡Es imposible! ¿Estás seguro de que no eran soldados de Alwinus? —¡N-n-nooo, Awinuss n-n-noo eran! —En ese caso, ¡parte de inmediato! ¡Atácales donde sea! ¡Desoye la señal, si vuelves a oírla de ellos, y acaba con sus miserables vidas!
15
Arcris no pudo dormir en toda la noche pese al cansancio que arrastraba. Se levantó y deambuló por la nave central. Se habían refugiado en el Templo a Kalyrs, la única edificación que aún seguía en pie. Si el desastre de Biswald era responsabilidad de Helvinald, el monje no se había atrevido a atentar contra un símbolo de tal importancia como la casa de su dios. No era en absoluto un lugar atractivo, ni tampoco confortable. La vasta y altísima sala proporcionaba un calor nulo, por lo que la joven no se quitó en ningún momento el grueso gorro que antes llevara Rotalmanys. La roca empleada en la construcción era muy negra, pero los ojos de todos estaban ya acostumbrados a las sombras. Así, la pelirroja se paseó por el templo sin precisar antorcha. Se preguntaba, no obstante, si cuando regresase la luz al mundo, en el supuesto de que regresase, podrían volver a adaptarse a ella o se quedarían ciegos sin remedio. Si se consideraba —dado que todo parecía indicarlo— a Helvinald como causante, quizás con ello buscaba cegar algún día a sus enemigos. Ascendió por una escalera de caracol y llegó a una pequeña estancia, situada sobre el altar. A través de una ventana sin vidrio se colaba el susurro del viento nocturno. Debían faltar más de tres horas para la salida del sol y para que los demás se levantasen para continuar el camino. Resultaba absurdo, se repetía, mantener las rutinas y horarios de antes de la noche eterna, si el día ya no era día: en aquellas montañas no parecía hacer más frío por la noche que durante el día. Bien podrían haber continuado… Tomó aire profundamente y luego lo exhaló lentamente, intentando calmar su ansiedad: no estaba despierta por falta de sueño y, además, se sentía profundamente fatigada. Pero las preocupaciones le impedían dormir. Se asomó a la ventana y miró las montañas que habían cruzado aquellos días. «Quizás esa bestia ha acabado con él…». Si acaso la noche silbaba la respuesta a aquella duda con su frío susurro, lo hacía
en un idioma incomprensible para la joven, que gruñó para sí. «¡Qué va a haber acabado con él! ¡Eso me gustaría a mí! ¡Ya lo he deseado otras veces y vuelve a aparecer! Es absurdo esperar que no vuelva. Pero… ¿cómo hacerme con el libro de Síndir? No es tarea fácil. Nunca lo ha sido. Ertys se dio cuenta demasiado tarde. Me pregunto si realmente se mató o fue Síndir quien acabó con él. Pues lo llevo claro: contra la magia no se puede luchar. Quizás tenga que olvidarme del libro y ver cómo darle largas a Waldam. Porque Síndir me empieza a parecer tan temible como ese loco…». Sus ojos temblaron y respiró con congoja. «No debería continuar así, traicionando a todos. Alguien acabará mal, y será por mi culpa. Pero debo seguir dejando pistas, o enfureceré al Karnat y quizás se lance contra nosotros, rabioso. No sé si podrían pararlo… ¡Si hasta Quaram se asustó al sentirlo cerca! Seguro que ese demonio, antes de caer, se llevaba con él a unos cuantos de nosotros. Sí, tendré que seguir indicando el camino, al menos hasta que abandonemos Kalyren. Y tengo que ser cuidadosa: ahora es más arriesgado, con toda esta gente. Sobre todo con ese Dukel, que no me quita ojo. Con razón dicen que el mundo es un pañuelo… ¡Mira que encontrarme con él…! ¡Y con el ladrón que perseguía Ertys…! No sé… —sorbió los mocos y se enjugó una lágrima—. No sé qué hacer. ¿Quién me mandaba a mí meterme en esta aventura? ¡Ojalá se olvidara de mí el Karnat...! ¡Y los malditos monjes! ¡Y mis compañeros de viaje, puestos a pedir…!». La luz de una antorcha iluminó la pequeña estancia, sostenida por un hombre alto y musculoso. Arcris se giró y encontró ante sí al leñador de Neroga. —¿Te ocurre algo? —le preguntó Rotalmanys. —No tengo sueño —se limitó a responder ella. Rotalmanys insertó la antorcha en la abrazadera situada entre dos ventanas. —No por haberme pasado la vida entre árboles me he olvidado de cómo son las personas. —¿Y qué? —Que sé cuándo alguien tiene grandes preocupaciones que no quiere contar.
Arcris apoyó una mano en la cintura y otra en el alféizar, mirando al leñador con firmeza. —Y esperas que te las cuente a ti, ¿verdad? —Eso es asunto tuyo y de nadie más. Yo te quería hablar del grupo, de nosotros seis. —¿Por qué? —Ya has visto lo ocurrido entre Galdwynn y ese monje… o exmonje. Es posible que cuando salga el sol seamos los únicos en partir hacia el norte. —Los otros harían bien en seguirnos. Si se ocultan otra vez en el bosque, acabarán por encontrarlos. Creo que Helvinald tiene mucho interés en echarle mano a Líbax. —Pero nosotros debemos mantenernos unidos como sea. —Estoy de acuerdo. —¡Pues no lo parece! Para empezar, no dejas de criticar cada orden de Ansp. —Bueno, Ansp ya casi no da órdenes. Desde que ese mago nos guía que… —¡Da lo mismo! A Síndir la miras de un modo extraño y a Quelbos lo evitas como con hastío. —Reconocerás que es un poco pelmazo… —Ese pelmazo quiere ser amigo tuyo, pero tú no le dejas. —Odio tomarle cariño a alguien. Cuando llega el momento de despedirse, los caminos se separan y te arrepientes de haberlo conocido. —Eso demuestra que nunca has tenido una amistad de verdad. La muchacha le dio la espalda y miró al exterior de nuevo. Rotalmanys suspiró y se aproximó un poco más. —¿Qué te preocupa? Puedes contármelo. Nunca he traicionado un secreto.
—No me preocupa nada. El leñador encogió los hombros y se recostó de lado en el muro, sin dejar de mirar a Arcris. Si la joven no quería decir nada, nada podría sacarle. —Entonces, no quieres amigos, ¿no es así? Arcris bajó la cabeza y cerró los ojos. —No, no es eso. Es que no puedo olvidarme de Kolep, el gobernador de Marina. —¡No me vengas con cuentos! ¡Sé muy bien que te quedaste con él solo por su dinero y su poder, pero luego tu plan se fue al traste! Arcris se encaró a Rotalmanys. —¿Y quién te lo ha contado? ¿Quelbos, quizás? —¡Sí! El pelmazo, como tú le llamas, se preocupa por ti, ¿sabes? ¡Como todos nosotros! La muchacha se alejó de la ventana, pero se detuvo en el centro de la habitación. —¿Y tú, Rotalmanys? ¿Dónde están tus amigos? El leñador demoró la respuesta unos instantes. —Están muertos. Ellos y mi hermano. A manos de los monjes, por salvarme a mí. Arcris se quedó paralizada, sin saber qué decir. De vez en cuando, Rotalmanys hacía referencia a ese hermano suyo desaparecido, pero los Buscadores no habían llegado nunca a preguntarle por él, y desconocían su historia. —¿Tu hermano…? —Estábamos tan unidos como puedan estarlo dos hermanos. ¿Tú tienes hermanos, Arcris? Ella se tomó unos instantes antes de responder.
—Sí… —dijo, suavemente—, pero no me llevaba bien con ellos… —Ya… pues no era ese mi caso. Mi hermano lo era todo para mí. —¿Qué… ocurrió? —Debíamos de tener tu edad, y con nuestra cuadrilla fuimos a talar un alto roble junto al camino. Éramos cinco, la mejor panda de amigos que nadie pueda tener. Pero fuimos impacientes e imprudentes. Y el roble se inclinó, no hacia donde pretendíamos, sino hacia la carretera, justo en el momento en que pasaba una comitiva de la Orden, con un hábito azul y varios soldados. —Ay… —Arcris se imaginó la escena y se tapó la boca con las manos. —Ese árbol casi me cae a mí encima, y salté a un lado a tiempo, mientras el tronco y la copa se abatían sobre los monjes. Murió uno de ellos, y el hábito azul levantó su dedo hacia mi cuadrilla, diciendo: «¡Vosotros, venid aquí los cuatro!». No me habían visto, caído tras el árbol, y mi hermano y mis amigos no me delataron. Se acercaron los cuatro al monje y… y los soldados los mataron a una orden suya —Rotalmanys miraba al suelo, y Arcris no quiso interrumpirle—. No hubo ninguna conversación, no hubo opción a disculparse o explicar que había sido un accidente. Nada. Fue una ejecución inmediata, sin juicio, sin palabras. Continuaron su camino y yo me quedé allí, mirando sus cuerpos, sin saber qué hacer, qué decir, sintiéndome mal por no haber hecho nada, y aún sin darme cuenta de que mi hermano y mis amigos se habían ido para siempre. Pero lo habían hecho protegiéndome, por más que no supieran cuál iba a ser el castigo que les esperaba. Arcris notaba un nudo en la garganta, y le costó tragar saliva, antes de poder hablar. —Perdona, Rotalmanys… no lo podía saber… —Exacto, no podías saberlo. No podías, porque te mantienes aislada de tus amigos. —Yo… —¡Sí, tus amigos! Aunque tú no quieras ser amiga de Quelbos, de Síndir y de los otros, ellos sí son amigos tuyos. Y tal vez llegue el día en que den sus vidas
por ti. Arcris no contestó. Aquellas últimas palabras podían ser proféticas, pero por una razón que el leñador no era capaz de imaginar. La pelirroja, sintiéndose miserable, huyó de la estancia escaleras abajo. Rotalmanys se quedó pensando en aquellos tiempos pasados. Tiempos felices, cuando su cuadrilla se veía capaz de comerse el mundo. Eran jóvenes, fuertes, llenos de energía. Pero la Orden acabó con ellos, en la flor de la vida. ¿Caería sobre los monjes una maldición similar a la de los leñadores que talaban árboles jóvenes? Así lo deseaba él desde entonces, con cada amanecer. «Y quizás sois vosotros, Buscadores, los que traigáis esa maldición que tanto espero…».
* * *
El sol asomó frente al pórtico frontal del templo, dorado, lejano y frío como siempre, el vigésimo octavo día de invierno. Corría brisa. —Mientras no cobre mayor fuerza, podremos avanzar. Ansp miró a Líbax mientras se ajustaba la espada al cinto. —Entonces pensáis seguir con nosotros. —Por supuesto. No tiene sentido volver atrás. Tienes que comprender el nerviosismo de mis hombres. —Sí, pero que ellos comprendan nuestra situación. —Vuestra situación es también la nuestra, guerrero —se colgó la bolsa al hombro y agarró la vara de nuevo—. Todos tenemos el mismo enemigo, y la única posibilidad de supervivencia está hacia el norte. —Entonces, vámonos —y se dio la vuelta para reunirse con sus cinco
compañeros. Líbax y los demás los siguieron, pero sin que los dos grupos se mezclasen. Únicamente Voyd, el muchacho herrero, iba de unos a otros, ajeno a las diferencias entre los adultos. Sentía una especial predilección por aquel mercenario del bigote llamado Galdwynn, influido por la simpatía que este había despertado en el bruto y vividor Anstra, su favorito entre los proscritos. En la herrería del maestro Browlie nacían decenas de espadas, dagas, cuchillos, cotas, incluso armaduras completas. Pero eran los guerreros quienes daban sentido a aquellas creaciones, los que deambulaban por el mundo y vivían aventuras, participando en batallas. Y los episodios que narraban, al acampar o durante la marcha, hacían brillar los ojos del chico. —Seguro que has luchado en grandes batallas —le decía a Galdwynn, pegado a él durante la marcha. —No te engañes, chaval —le respondía el mercenario—. Las batallas solo son grandes para los que mandan en el bando ganador. Los demás, solo pierden. —¡Pero dice Anstra que tú has luchado por dinero! —insistía Voyd—. Y sigues vivo. ¡Así que debes ser rico! —No, muchacho, no soy rico. Todo el dinero que tengo es el que llevo conmigo, y apenas daría para pagar por un pedazo de tierra en el último rincón de Solcorad para darme sepultura cuando muera. —Bueno, pues sigue luchando y conseguirás más —decía, optimista, el joven herrero, mientras delante, y sin girarse hacia ellos, Síndir sonreía, espiando la conversación. El bigotudo mercenario le dedicó una mirada inquisitiva. —¿No has pensado que tal vez deba retirarme ya? Quizás es hora de dejar las armas. —Bueno, sí —se encogió de hombros el chico—. Quizás ya te toca tener hijos y todo eso. Síndir tuvo que ahogar una risita, mientras la indignación y el asombro del guerrero iban en aumento.
—¿Que ya nos toca qué…? —casi gritó. —Cuando yo sea tan viejo como tú, seguro que también pensaré en esas cosas. Pero todavía soy muy joven. Y mi tío dice que viajando y viendo mundo aprendemos y nos hacemos más inteligentes. —Pues si eso que dice tu tío es cierto, entonces estás ante un tipo muy inteligente —apretó los dientes Galdwynn—. Y deberías mostrar respeto a los que son mayores que tú y, además, inteligentes. —Perdón… —Voyd bajó la mirada—. Mi tío también dice que a veces soy demasiado hablador. —Tu tío es un hombre muy sabio. —¡Sí!, ¿verdad? —volvieron a brillar los ojos del muchacho—. No habla mucho, pero cuando habla suele decir frases de esas que te dejan pensando un buen rato. —Estoy pensando en decirle que venga aquí con nosotros, a ver si así… — masculló el guerrero. —¿Sabes? Creo que habla poco porque echa de menos a su familia. —¿Qué quieres decir? —Siempre está triste. Nunca sonríe. Me dijo una vecina que unos viajeros mataron a toda la familia de su hermana. A todos. A ella, a su marido y a sus hijas. Imagínate. Un día, a alguien le da por asesinar a tu familia. Así, porque sí. Por eso mi tío está siempre… —Sssh —le hizo callar Galdwynn, creyendo advertir que Síndir, justo delante de ellos, había proferido un hipido, mientras una mano ascendía a su rostro. O tal vez a aquel collar de piedrecitas que colgaba de su cuello. Añadió en voz baja—: Sí, muchacho; la familia a menudo es lo que da sentido a nuestra vida. Y cuando no la tienes, o cuando te la arrebatan, te quitan la vida. Tal vez, cuando este viaje acabe, pensaré en esta conversación. Pero ahora, por favor, continuemos un rato en silencio, porque, siguiendo el ejemplo de tu tío, a menudo es mejor madurar pensamientos que llenar el aire de palabras.
En efecto, las palabras de Voyd habían avivado los dolorosos recuerdos de Síndir. Recordando al asesino de su propia familia, y sopesando la bolsa en bandolera que contenía el libro de hechicería, la joven se preguntaba si, en el caso eventual de cruzarse con aquel innombrable, tendría la suficiente entereza y disciplina como para contenerse, para no servirse de sus nuevos conocimientos de magia contra él. De nuevo, optó por respirar hondo y tratar de vaciar de odio su corazón. De nuevo le fue imposible, pero alivió sus pensamientos contemplando la nieve antes sí y asistiendo al impresionante espectáculo de las silenciosas y oscuras cimas… Hasta que constató que las nubes seguían allá arriba, muy poco al norte… Caminaron en silencio unas cuatro horas. A Dukel, el joven músico, le hubiese gustado entonar alguna canción de marcha, pero Líbax no se le permitió. Se imponía la prudencia, no había que tentar a la suerte. Habían salido ya del amplio valle de Biswald y atrás quedaba, con el fétido olor a muerte y cenizas, la seguridad del gran llano. Ahora las montañas volvían a juntarse, formando un desfiladero peligroso. Se decía el mago que, dentro de la tragedia que suponía la destrucción de Biswald, ellos podían considerarse afortunados. Habían hallado algunas provisiones en el sótano del Templo, suficientes para unos quince días, si las racionaban convenientemente. Suficientes hasta llegar al llano, si no sufrían retrasos por tormentas o avalanchas. También habían reunido leña que no había ardido en el incendio y que aprovecharían para encender fuego cuando parasen a descansar. Los lobos volvieron a aullar. Arcris se percató entonces de que durante la noche habían permanecido silenciosos. «¡Claro! Ahora confunden el sol con la luna llena, y aúllan de día en vez de hacerlo de noche. Rotalmanys tenía razón. Hasta los animales se vuelven locos con esta oscuridad». De repente, su anillo se iluminó. Abrió la boca para dar la alarma, pero Síndir se adelantó y todos sacaron sus armas. Líbax miró al cielo, pues presentía que se trataba de la gran bestia alada. Los demás, con espadas y arcos en las manos, también alzaron los ojos. «Cuando se sabe qué buscar, es más fácil encontrar», se dijo Quelbos. Y, efectivamente, muchos vieron la oscura forma cuando esta pasó frente a un pico nevado.
—¡Allí está! —gritaron, teniendo por primera vez una idea del gran tamaño de aquella criatura. Líbax emitió el aullido por tercera vez. La bestia desapareció de la vista, pero el brillo en los anillos persistió. —¡No se ha ido! —advirtió Síndir al mago, mientras tomaba el libro en las manos. Líbax probó de nuevo, cuando la bestia pasó desde atrás a vuelo rasante, tirando al suelo a uno de los arqueros. Los otros tres, entre ellos Waldos, dispararon sus flechas sin hacer blanco. El monstruo apareció por otro lado y se lanzó contra dos guerreros, uno de los cuales era Anstra. El mercenario vio caer a su compañero y se tiró al suelo de inmediato, pero alzó su espada y golpeó el cuerpo de la criatura. La hoja se partió en dos y la veloz fiera volvió a desaparecer. Qüir se dio cuenta de que nunca atacaba dos veces por el mismo lado, y acertó al prever por dónde vendría la tercera embestida. Vio a la bestia ante sí solamente un segundo, pero fue suficiente para disparar su ballesta y agacharse. El tiro acertó en su cuello, pero el virote no pudo atravesar la dura coraza. —¡Las flechas no le hacen daño! —gritó Arcris a Síndir—. ¡Utiliza tu magia! —¡No puedo! —¡Utiliza los rayos del Valle Forestal! —le dijo Quelbos, mientras caían dos guerreros más. Síndir estaba aterrada y no sabía qué hacer. —¡Si no hay lluvia o tormenta no se puede! —¡Corred hacia el norte! —ordenó Ansp. —¡No os separéis! ¡No os separéis! —gritó Líbax. La bestia se lanzó contra Iseldyn y Ramlon. La muchacha esquivó el ataque, pero el exmonje notó el mortal mordisco de la bestia en su cuello y se desplomó
sin vida sobre la nieve. El gran animal mutado no se alejó demasiado; giró sobre sí mismo y golpeó en el costado a Browlie y en el brazo a Iseldyn, quienes no vieron venir el ataque. Al ver caer a la mujer, Galdwynn corrió a ayudarla, y Anstra asistió a un aturdido Browlie a quien su cota de malla le había salvado de una muerte segura, por más que el brutal y rápido golpe de la bestia deshizo y desligó un buen número de anillas de la protección. —¡Maldita criatura…! —murmuró el herrero, dolorido y repentinamente locuaz —. ¡Fíjate cómo ha dejado esta preciosidad…! ¡Más parece una camisola de fulana que una cota…! —¡Una auténtica lástima! —bramó Anstra, arrastrándole lejos de allí—. ¡Seguro que hubieras preferido que te partiera a ti en dos! —¡Me llevó casi un año fabricarla! ¡Y mira cómo está! —Exactamente como estarías tú si no es por ella. Y como estaremos todos si no salimos de aquí. ¡Camina! Más allá, la bestia, en otro giro, aprovechó para acabar con otro arquero, mientras Qüir erraba un segundo tiro. El caos era completo. Al ver que las armas convencionales no servían contra el monstruo, muchos huían aterrados dejando atrás a los que se quedaban petrificados de terror. Solo Líbax parecía conservar un mínimo de calma. Ansp y Quelbos permanecieron a su lado adivinando que el viejo preparaba un hechizo. Eran conscientes de que nada podrían hacer si la bestia los embestía, pero harían barrera para proteger al mago. La muerte alada apareció de nuevo, ahora tras Rotalmanys. El leñador recibió un fuerte golpe en la espalda, y su brazo crujió cuando la bestia le arrancó la mochila. Arcris guardó su espada y le quiso ayudar a levantarse, pero Rotalmanys gimió y negó con la cabeza, pidiendo permanecer tumbado. De improviso, la montaña entera tembló. Los ojos de todos miraron al cielo y al suelo sin saber qué ocurría. El mismo Parsus pareció desconcertado y detuvo su vuelo, batiendo las alas sobre las cabezas de los humanos mientras sus ojos y sus oídos analizaban la vibrante superficie. Líbax alzó su vara en dirección a la bestia. A su gesto respondió la nieve
acumulada sobre la montaña que tenía detrás, lanzándose como una tormenta ascendente. Parsus recibió el embate sin poder hacer nada por esquivarlo o resistirlo. Fue lanzado atrás más de veinte pasos y, cuando quiso reaccionar, un segundo golpe, más fuerte que el primero, lo arrastró por encima de la montaña que vigilaba el desfiladero. Aquello ya era suficiente. Vencido, decidió regresar al monasterio antes de que otro ataque de aquel viejo humano acabase con él. Los anillos dejaron de brillar y Líbax cayó exhausto. Ansp y Quelbos lo agarraron por ambos brazos y le sentaron, limpiándole la nieve de la barba. —Lo habéis logrado —le felicitó Ansp. —Lástima que no sea más joven —dijo el mago, abriendo un ojo—. Le habría lanzado una serie de rocas y ya estaría en el otro mundo. —Descansad —le recomendó el jefe de los Buscadores—. Contaré las bajas y nos pondremos en marcha de nuevo. Debemos alejarnos de aquí. El primer sacerdote asintió y cerró ambos ojos, respirando con dificultad. Iseldyn estaba semiinconsciente, pero, por fortuna, sin fracturas. Rotalmanys tenía el brazo izquierdo roto y el derecho contusionado. Ellos eran los únicos heridos. En total, en un ataque de menos de tres minutos, habían perdido seis hombres: el exmonje Ramlon, dos arqueros y tres guerreros. Anstra se quedó con la espada de uno de estos últimos para reponer la suya rota. Echaron nieve sobre los caídos y les dedicaron unas breves palabras, a modo de rápida sepultura. Ahondar en la nieve y tratar de cavar tumbas en el helado suelo rocoso hubiese tomado demasiado tiempo, y querían alejarse de allí cuanto antes. Todos temían el regreso de la Sombra de la Muerte. Había que procurar que la bestia les perdiera el rastro. Galdwynn acompañaba a Iseldyn, quien aún no entendía cómo una bestia de tal tamaño se movía tan rápido. Rotalmanys, con los dos brazos inútiles, y Arcris, sirviéndole de apoyo, marchaban junto a Guidus, el curandero, quien tuvo que entablillar al herido con tres gruesas ramas de leña, a falta de algo mejor. Líbax se había recuperado casi por completo, pero Síndir no le quitaba ojo, atenta a cualquier tropiezo del primer sacerdote.
Caminaron el resto del día sin detenerse y sin que se diese ninguna contingencia más. Al llegar el frío de la noche se detuvieron y encendieron un fuego, alrededor del cual levantaron las tiendas. Guidus se encargó de las heridas de Rotalmanys mientras Líbax y Síndir discutían sobre estrategias alternativas para enfrentarse a la criatura alada. —Parece que tu libro no te sirve contra la adversidad. —Lo siento —Síndir se frotó las manos ante las llamas para reactivar la circulación. —No lo sientas. Me extrañaría que supieses hacer lo que yo, llevando tan poco tiempo de práctica. ¿Qué es eso de los rayos de tormenta? —En una ocasión utilicé los rayos de una tormenta para atacar a un ladrón. Me había robado el libro. —Aprovechaste el tiempo para tu servicio personal. irable. Parece que ese libro te permite un aprendizaje muy rápido. —A veces me asusta lo que llego a leer, pero todo está muy ligado, todo es coherente. ¡Se puede imaginar cuánto desearía tener la tranquilidad de un estudio propio para dedicarme con detenimiento a su lectura! Al otro lado de la fogata estaban sentados Rotalmanys y Quelbos. Los dos contemplaban las llamas danzarinas mientras soñaban despiertos con la llegada a los karnatos. El ladabur de Dukel les traía a la memoria la fiesta de las Primeras Nieves de Mora, el calor de las hogueras, los gordos y borrachos bailarines, los niños corriendo y cantando, los tramposos, los barriles de vino y cerveza… —Rotalmanys… El leñador giró la cabeza y Arcris, de pie junto a él, le tendió un cuenco con un líquido humeante. —Guidus dice que te tomes esto.
Rotalmanys le hizo ver que no podía coger el recipiente, así que la muchacha le ayudó a beber su contenido. Luego se dio la vuelta, pero la voz del leñador la detuvo. —Gracias por lo de antes, Arcris. La joven se encogió de hombros y chasqueó los labios. —No hice nada. No podía hacer nada… —Sí que hiciste. Estuviste conmigo. Y por ello te doy las gracias. Arcris le miró a los ojos, luego miró a Quelbos, sonrió levemente y, tras susurrar un «de nada», se alejó hacia Guidus. Quelbos la siguió con la vista y luego le dijo a Rotalmanys: —Se ha ruborizado, ¿verdad? —No sé, ¿tú crees? —dijo el otro sin mirarle, pero sonriendo para sí.
* * *
Helvinald bajaba los escalones que conducían a la cripta con la furia recorriendo cada fibra de su cuerpo. —Un mago, ¿eh? Un maldito huido de Alfira… ¡Pues ya veremos quién puede más, si él o nosotros! Había mandado a Parsus a Yende, para dar a Alwinus la orden de partir nada más amaneciese. Quizás el asunto de los ladrones retrasaría la retirada de la nieve de las Grandes Montañas del Norte, pero Kalyrs se ocuparía de ello en su momento. Sí, por fin el gigantesco ejército se pondría en marcha, y los karnatos caerían uno tras otro. —Nadie puede enfrentarse a un dios y salir bien parado. Pronto sabrán lo que es
la auténtica fiereza. Los mensajeros habían partido temprano hacia todas partes para anunciar el principio de la guerra. En los bandos se explicaba que los ejércitos karnats habían atacado las provincias del norte en una traidora incursión previa a la declaración de guerra. Muchos habitantes de las provincias centrales exigieron justicia, y masas de furiosos voluntarios se alistaron a las filas guerreras que esperaban en Yende. Ya ni siquiera aquellos locos que buscaban a Aretsán podrían hacer nada. Nada podía detener a la enfurecida nación, que enarbolaría espadas, lanzas y garrotes, y a la que ninguna mención a un dios olvidado apaciguaría. Helvinald se deslizó por la falla, cruzó la puerta de mármol negro y atravesó el largo pasillo hasta llegar al profundo y enorme pozo de luz verde-marrón. Cuando finalizó una breve plegaria, apareció ante sí el rostro mutante del dios Kalyrs. —Maestro y Juez mío. Los ladrones se han unido a un grupo de proscritos y ahora cruzan las Grandes Montañas en dirección a Aucian. Ordené a Parsus que acabase con ellos, pero un poderoso mago los ayuda. Necesito de tu poder para combatirlos y exterminarlos. La voz del dios retumbó en la sala. —PARSUS FALLÓ PORQUE SE DEJÓ VER. —Así es. —QUE NO SE DEJE VER. ENTRE OTRAS COSAS, PARA ESO TRAJE LA NOCHE ETERNA AL MUNDO. —Sí, pero, aun así, lo han visto. —TE AYUDARÉ, PERO LA SOLUCIÓN ES BIEN SENCILLA. ¿NO ES ACASO PARSUS CAPAZ DE VER CUANDO NADIE VE?
* * *
Aquel segundo día de marcha después de Biswald el terreno cobró pendiente de nuevo. Los viajeros se mantenían atentos a otro ataque de la bestia. Líbax y Síndir, además, miraban con desconfianza la nube de tormenta del norte, pues ya no estaba al norte. —Se ha quedado fija donde estaba ayer —advirtió Síndir. —Con la posibilidad de que descargue en breve… —Y de que nos entierre vivos… —Bueno —sonrió el anciano—, no seamos tan tremendistas: si Helvinald desata la tormenta desde el monasterio, yo la puedo mandar más lejos desde aquí. —Pero puede que la bestia nos ataque durante la tormenta. —Mmm… Sería arriesgado para ella. Se jugaría la vida. Y si no muriese, me encargaría yo de ella. Síndir calló. No compartía el optimismo del mago, ni lo entendía en alguien como él, anciano y experimentado. Detrás de ellos venían proscritos y Buscadores en confuso montón, pues se habían dado cuenta de que, si no se unían, no lograrían sobrevivir. Galdwynn había aprovechado su servicio a Iseldyn para entablar conversación con ella. Así se enteró de que el padre de la joven fue un noble de Yende y su madre una granjera en una aldea próxima a Roturgán, la capital del karnato de Traqueld. Como resultado de tal conjunción, Iseldyn no encontraba su lugar en ninguno de los dos continentes. Había vivido a caballo entre los karnatos y las provincias, pero su acento karnato despertaba rechazo y aversión en muchos habitantes del Continente Central. —Espero que me acepten en mi tierra natal, aunque he pasado tanto tiempo en Kalyren que es posible que me rechacen porque me vean como sureña. —Dices que tu padre era noble, un noble de Yende. ¿Nunca recurriste a él? Una
hija es una hija… Iseldyn le miró a los ojos, extrañada por la inocencia con la que hablaba aquel hombre que presuntamente había visto tanto mundo. —No conozco a mi padre, nunca le he visto. Y nunca quiso saber nada de mi madre. Para él fue solo una aventura en un viaje diplomático. —Pudo haber una pasión auténtica, o la chispa de un amor que luego vieron que no era posible por las circunstancias. Ella sonrió con escepticismo, y también con amargura. —No. Mi madre fue tonta, se dejó seducir por sus maneras y sus bonitas palabras. Se dejó deslumbrar y abrió sus piernas a aquel extranjero sin corazón. Parece que las mujeres en mi familia son muy fértiles: bastó una sola vez, tal vez en un polvoriento catre, o frente al fuego de la cocina, o entre el trigo, y aquí estoy yo. La mestiza, la bastarda, la descastada hija de un poderoso señor que simplemente pensó en sí mismo y en pasar un buen rato. Galdwynn calló. Iseldyn sonrió más, mostrando todos los dientes en una desafiante mueca. —No me entiendas mal; no odio a los hombres, ni soy de las que renuncian a dar gusto al cuerpo, si la ocasión lo vale. Estoy aquí. Por el azar, por un descuido, por un error, o por un engaño. Por lo que sea. Pero estoy aquí, estoy viva, y tengo ganas de seguir estándolo. —Repites mucho que eres mestiza… —Porque lo soy. —Sí, pero hablas como si en el fondo no te importara el hecho de serlo. —¿Por qué tendría que importarme? Soy lo que soy. No puedo cambiarlo. —No te gustó que el mago lo comentase cuando llegamos. —No tolero que se bromee ni se hable del tema a la ligera. Soy la hija bastarda de un noble. Soy una mezcla que a menudo incomoda, pero bien que cuentan
con mi brazo y mi espada cuando me necesitan. Hay mucha falsedad. Soy una persona, como cualquier otra. —Desde luego. Y no veo mucha diferencia entre no haber conocido a tu padre y ser huérfano de nacimiento. —¿A qué te refieres? ¿Hablas de ti? —Sí. —¿No conociste a ninguno de tus padres? —Al poco tiempo de nacer yo, mi madre murió, y mi padre ni siquiera me había visto nacer. —Entonces, tu caso es peor. Yo al menos he tenido a mi madre. De no ser por ella… —Lo supongo. Yo tuve que buscarme la vida desde pequeño. Hice de todo, había que sobrevivir. Y creo que aún no me había crecido pelo en las piernas cuando me propusieron combatir por un saco de monedas. Me pareció dinero fácil y lo acepté. Luego se convirtió en mi oficio. Y con los años conocí a Ansp, también de Lunsatar. —Se os ve muy unidos. —Es como un hermano. Hemos pasado por mucho, hemos cuidado el uno del otro, guardándonos la espalda en cada campaña. Pero son demasiados años de guerras y más guerras. Estoy harto. Y había decidido dejarlo todo y retirarme, a pesar de que no tengo más que lo puesto. —¿Y qué ocurrió? —Dimos con la historia de Aretsán y emprendimos esta búsqueda. —¿En serio crees en ese dios? —Al principio dudaba, pero luego vimos cosas que nos convencieron a todos. —Como el hijo de Aretsán.
—Bueno, sí, como Quaram, aunque ese encuentro me lo perdí —sonrió—. Imagínate lo que puede ser el Descanso: un lugar en la Tierra en el que nadie te persigue, donde no existen guerras ni odios, donde no importa el pasado, sino el futuro. Un sitio para envejecer en paz, protegido del loco mundo exterior. Eso es lo que yo busco, el Descanso. —Es un sueño bonito, pero no creo que exista algo así. —Precisamente porque nadie lo cree es por lo que debe de haberse mantenido tan en secreto. —En los karnatos no creemos en dioses. Están la vida y la muerte, y o bien estás con una, o bien estás con la otra. El resto no importa. —Domork no es necesariamente un dios. Su canto lo describe como el «humano inhumano». —¿Y eso significa algo? —No lo sé, algo tiene que significar. Y a fin de cuentas da lo mismo perseguir una causa que un sueño; como muy bien dices, no hay que preocuparse por nada más que la vida o la muerte, y los ideales son secundarios. —Yo no he dicho eso… pero quizás tengas razón. Yo misma no tengo ningún objetivo en la vida. Vivo al día, para bien o para mal. —Únete a nosotros. Quizás no encontremos nada, pero, si la condición que se nos impone es insistir más allá de la fe o de la lógica, no nos detendremos nunca. —No tengo nada ni nadie que me espere en parte alguna, como te decía. Así que me parece bien: contad conmigo —dijo ella con una sonrisa. Cuanto más subían, más parecía bajar la nube. Líbax estaba cada vez más preocupado. —Quizás pretende desviarnos de vuelta al bosque. —O hacia un abismo —opinó Ansp. Síndir coincidía con la teoría de su compañero: Helvinald los mataría ya si podía
evitar retrasarlo. Hacía tiempo que los monjes los perseguían, demasiado tiempo para el monje resucitado. La nube los envolvió, impidiendo ver nada en ninguna dirección. Líbax intentó levantarla, pero ni con todo su poder y su concentración pudo lograrlo. —¡Es una fuerza superior a la mía! ¡Helvinald es ahora muy poderoso, o bien tiene aliados! Probó de nuevo, pero sin resultado. —¡No lo consigo! Se oyó un alarido desde detrás. Alguien gritó: —¡La bestia ha vuelto! ¡Ha matado a Kasdel! —Entonces ya no hay duda —concluyó Líbax—: Helvinald la controla… —Y gritó—: ¡Corred tras de mí todo lo que podáis! ¡Seguid mi voz! ¡Hay que buscar un refugio! —Pero ¿dónde? —preguntó Anstra—. ¡No hay ninguno por aquí! —¡Corred! Se oyó otro chillido, perteneciente este a un chico joven. Y Síndir comprendió lo que ocurría: —¡La bestia puede ver a través de la niebla! ¡Nosotros no la vemos venir, pero ella sí nos ve! Mientras se sucedían las arengas y las carreras a ciegas, Líbax recordó una vieja regla de magia: todo hechizo tiene su contrario o un elemento interno que acaba con dicho hechizo. Probaría a hacer estallar la tormenta almacenada en la nube. «¡Basta con crear una fuente de calor de distinta temperatura y mezclarla para que…!». Mientras sonaban dos aullidos más, Líbax pronunció unas palabras en lengua karnata y un trueno sonó junto al grupo fugitivo. Todos tuvieron que taparse los
oídos. Al instante se desató una ventisca. Líbax gruñó para sí, con frustración: la bestia no podía hacer nada en aquella situación, pero ellos tampoco. Síndir se cubrió la cara con la capucha. Estaba desesperada y temía que algún guerrero se desviase del grupo y se perdiera. —¡Maestro Líbax! —gritó—. ¿Dónde estáis? Entonces un temblor del terreno la hizo caer. Vio que, detrás de ella, Ansp y Anstra también estaban en el suelo. Se oyó un corrimiento de nieve en algún lugar cercano a ellos. —¡Un alud! —Anstra realizó un angustiado omnidón—. ¡Los espíritus nos asistan! Se oyó un aleteo chapoteante en la lejanía, pero del lado contrario, por el sur. «¡La bestia se ha posado en la nieve!», dedujo Síndir. La joven hechicera se rezagó hasta que se cruzó con Browlie, Qüir y Dukel, quienes cerraban la apresurada marcha. —¡Nos pisa los talones! —acertó a gritar el herrero, antes de que su garganta se llenase de nieve. Síndir pensó que tenía una posición privilegiada para atacar. Pronunció las primeras frases de su encantamiento y alzó la mano izquierda. La bestia apareció entre la bruma. Síndir alzó los ojos, boquiabierta y paralizada: solo su cabeza era tan grande como toda ella de pie, y el resto de su cuerpo se perdía de vista a un lado y a otro. Adivinó, más que vio, el nacimiento de las alas junto al cuello, gruesas en aquel punto como el lomo de un caballo, forradas de un tupido manto de cabello apenas visible bajo la nieve que lo cubría, y que en una articulación anterior enlazaban con unas garras poderosas, con las que la criatura avanzaba sin esfuerzo. Aquellos ojos la contemplaron un instante, negros, fieros y, sin embargo, dotados de un brillo de inteligencia nada propio de un animal. «¡Por lo sagrado y eterno! ¿Qué clase de engendro eres?».
La bestia rugió, abriendo las fauces y mostrando unos dientes grandes como el antebrazo de la mujer. Síndir supo que tras ese rugido venía el ataque y reaccionó: bajó el brazo hacia la criatura y gritó una palabra. Un relámpago iluminó la nube y estalló en el ala derecha de Parsus, que chilló de dolor. Síndir retrocedió, caminando siempre de espaldas para no perder completamente de vista a la bestia. Repitió de nuevo las primeras frases, alzó la mano y esperó. Detrás de ella, lejos, oyó a Ansp gritar su nombre. Pero aquello era más importante… El animal surgió de nuevo ante ella, con la rabia tiñendo su mirada, y otro rayo cayó sobre él, esta vez en el ala izquierda. Alzó la cabeza en un nuevo gesto de dolor. Síndir quiso retroceder para preparar un tercer ataque, pero resbaló y cayó de espaldas sobre la nieve. Parsus, enardecido por sus heridas y con las fauces rezumando saliva, aprovechó el traspiés de la humana para lanzar una dentellada tan veloz como certera: sus dientes se cerraron como el cepo de un cazador sobre el tobillo de la mujer, pero sin cortarlo; aquella humana merecía sufrir, sentir unos minutos de pánico, ser consciente de que, por haberle herido, su agonía iba a ser larga. Por ello, tenía que evitar cerrar los dientes: si le segaba el pie, su presa podía alejarse reptando y perderse. Y él quería que muriese entre lágrimas de impotencia. Que se debatiera entre permanecer inmóvil para salvar su pie, esperando en vano una oportunidad de soltarse, o luchar por liberarse, a riesgo de perder su extremidad. Él solo tenía que esperar a que se desmayara por el dolor, el mismo que le impediría concentrarse para utilizar su magia. Estaba a su entera merced. Y el sabor de su sangre resultaba delicioso. Sin duda la joven iba a ser una comida magnífica. Y Parsus pensaba disfrutarla a pequeños bocados, postergando el final mientras el corazón de su presa siguiese latiendo. Ansp apareció junto a la gimiente joven y descargó un fortísimo mandoble en el cuello del monstruo, ayudándose de ambas manos y de todo su peso. El acero abrió brecha en la dura coraza de la bestia, que rugió mientras la sangre manaba por la herida. Al abrir las fauces, Síndir pudo retirar su pierna y retroceder. Ansp guardó la espada y cogió a la hechicera en brazos. Se dio la vuelta y caminó hacia donde, según calculaba, se encontraban los demás.
Parsus se retorció en la nieve, preguntándose por qué la espada le había herido, por qué había sido capaz de traspasar su dura coraza, por qué, por qué, por qué… «¡No más esperas! ¡Acabaré con vosotros ahora mismo!». Ansp caminaba tambaleándose bajo los embates de la tempestad, portando a Síndir. —¡Le he dado un golpe tremendo, pero todavía resiste! —¡No podremos acabar con él! —las lágrimas se congelaban en las mejillas de Síndir—. ¡Es imparable! Ante el mercenario apareció una silueta gris, que luego se definió. Era Hérites. —¡Por aquí, Ansp! ¡Hay un túnel! —¿Un qué? Siguió al guerrero hasta una oquedad que se abría en la misma pendiente, que se adentraba en la montaña. Los tres entraron dentro y hallaron a los otros, exhaustos y con el rostro contraído por el frío. Líbax también estaba allí. —Es milagroso. El choque de fuerzas ha sido tal, que la nieve que cubría esta cueva se ha desplazado, dejándola abierta. ¿Sois los últimos? Ansp asintió con la cabeza, resoplando al tiempo que dejaba a Síndir en el suelo junto a la pared del túnel. La muchacha aulló de dolor al o de su pie con la roca. Guidus se acercó a examinarle el tobillo. —Tienes cortes profundos, Síndir —dijo el curandero con una mueca, tras retirarle la bota—. Esa bestia tiene los dientes bien afilados. El hueso ha aguantado, pero los tendones están muy dañados. Voy a limpiarte las heridas. Eso es lo primero. No tengo más que agua, pero habrá de bastar. Rebuscó en su mochila, pero Arcris apareció a su lado, tendiéndole una botella que todos conocían.
—Toma, de parte de Rotalmanys. Guidus buscó con la mirada al leñador, que descansaba algo más abajo. —Usa la cantidad que precises —le dijo el hombretón—. Y aunque no soy del oficio, te recomiendo repartirlo: mitad con friegas, mitad por su gaznate. El curandero sonrió escuetamente y devolvió su atención a la herida. Síndir sintió la quemazón del genebro y apretó los dientes. A continuación, Guidus le envolvió el tobillo con una larga venda que le inmovilizó la articulación. —Ya está —le dijo—. Pero tendrás que evitar apoyarlo en varias semanas. Síndir asintió. Luego se dirigió al guerrero que le había salvado la vida. —Gracias, Ansp. —¡Qué gracias! —rugió el que hasta entonces había sido un hombre impasible y sereno—. ¡Tú estás loca, Síndir! ¡Loca del todo! ¿Qué pretendías demostrar ahí fuera? ¿Que eres una gran hechicera? ¿Que no tienes miedo? ¡Ya viste que las flechas no le hacían nada! ¡Ese engendro es imbatible, y tú te has lanzado a por él! ¡A una muerte casi segura! ¡No puedo entenderlo! ¡Has cometido una estupidez indigna de ti! Galdwynn agarró a su amigo por el brazo y lo volvió hacia él. —Déjala, socio. Ya es suficiente. Dale un respiro. El jefe de los Buscadores miró a la sollozante joven una vez más antes de alejarse por el túnel, respirando con furia. Galdwynn se arrodilló junto a Síndir. —¿Qué ha pasado allá fuera? ¿Y la bestia? —No lo sé —dijo ella entre hipidos—; le quemé las alas y Ansp le hirió en el cuello. Pero no conseguimos matarlo. —Bueno, tranquilízate. Voy a hablar con Líbax y ahora vuelvo. Como en el túnel la oscuridad era total, los que aún conservaban sus mochilas
encendieron las lámparas. El túnel parecía bajar profundamente en el subsuelo. —¡Otra cueva! —protestó Arcris. —¿No te gustan las cuevas? —le preguntó Voyd, a su lado—. ¡A mí me encantan! —Estoy frecuentándolas demasiado, últimamente. —Mmm, sí —dijo él, con una sonrisa burlona—. Será por eso que tienes esa cara de lagartija… —y corrió abajo, para evitar la reacción airada de la Buscadora. Fuera, la ventisca proseguía, y era de suponer que la bestia estaría al acecho, por lo que decidieron explorar el túnel y ver adónde llevaba. En este segundo ataque habían muerto cuatro personas: los guerreros Vrind y Kasdel, el arquero Díristuc y el aprendiz de ladrón de Dínxor, Galis. En total, quedaban dieciocho personas, dos de ellas, Rotalmanys y Síndir, heridas de consideración. Habían perdido mucho equipo, comida y armas. Entre las pérdidas se contaba alguna tienda, pieles y, sobre todo, leña y víveres. Pero lo principal era alejarse de la Sombra de la Muerte. Síndir era llevada a la espalda por Hérites, y no lograba olvidar el pánico que había sentido al notar los dientes del monstruo alado cerrarse en torno a su tobillo. En aquel momento se había imaginado el final del viaje para ella, devorada por una criatura de pesadilla. Ansp tenía razón. Se había arriesgado más de lo necesario, y si consiguió salvarse fue solo por la oportuna llegada del guerrero; si la hubiese devorado la bestia, le habría estado bien empleado. Descendieron durante horas. Ya ni siquiera Líbax sabía si era mediodía, tarde o noche. Finalmente, sin haber llegado a ninguna parte, se detuvieron a dormir, completamente rendidos. Anstra y Galdwynn hicieron la primera guardia, pero a diferencia de la de días atrás, esta fue una guardia silenciosa, dominada por el abatimiento. Aquella noche muchos tuvieron la misma pesadilla.
* * *
Se despertaron al oír un eco ronco procedente del tramo de túnel ya recorrido. Solo podía tratarse de la bestia, que se había hartado de esperar a que salieran. Se pusieron en marcha sin perder tiempo. Descendieron, tomando una gran ventaja sobre su perseguidor, a quien la estrechez del túnel le debía de resultar engorrosa. Fueron varias horas de marcha veloz. Pudieron quitarse las gruesas pieles y caminar con más soltura, gracias a la temperatura allí reinante, algo fresca, pero muy lejos de las inclementes condiciones de la superficie. Llegaron a un tramo llano cuya bóveda se elevaba a unos seis cuerpos del suelo. La amplia cámara estaba llena de estalagmitas y estalactitas, excepto en un estrecho pasillo central, que aparecía perfectamente plano, como si alguien se hubiese tomado la molestia de abrir un camino entre los dientes rocosos. Anstra se adelantó hasta Líbax y Ansp, quienes iban a la cabeza de la comitiva. —Creo que estamos en Averno. ¿No oís el ruido del agua? —Sí —reconoció el mago—, creo que tienes razón. —¿Qué es Averno? —preguntó Voyd. Quelbos había leído algo sobre aquella cueva, cuya enormidad hacía temer que las Grandes Montañas se hundiesen sobre ella, faltas de una base sólida. Pero hacía años que nadie había entrado allí, quizás desde los tiempos de Aretsán, pues la boca del túnel había sido invadida por las nieves, que a aquellas altitudes eran perpetuas. —En otro tiempo —explicó el viejo a Voyd—, esta caverna fue habitada por gitanos y bandoleros. En el caso de que alguien quisiese entrar a por ellos podía perderse en cualquier pequeño túnel. —Es cierto —apuntó el bardo Dukel—. Los bandidos que vivían de asaltar las caravanas de comerciantes en el paso de Biswald hicieron popular su canción sobre este lugar:
Guárdame de patrullas de muchos y fieros soldados, guárdame de las almas de mis socios traicionados, guárdame siempre de trampas, de emboscadas y de engaños, mas no temas por mis noches ni en verano ni en invierno, pues siempre seguras son en el hondo y oscuro Averno.
—¡Allí se ve el agua! —anunció Ansp. Un caudaloso río se veía brillar a la luz de las lámparas. Alzando estas se podía vislumbrar, a lo lejos, la otra orilla. —Diría que tiene unos quince o veinte pasos de ancho —calculó Galdwynn, mientras se estiraba con dos dedos los pelos del bigote—. ¿Cómo lo cruzaremos? Imposible lanzar una cuerda a una estalagmita del otro lado: las estalactitas se interponen, no hay huecos. Ansp se arrodilló junto al agua y le pidió a Líbax su vara. La hundió entera sin hallar el fondo. —Bueno —devolvió el bastón al mago—, parece que alguien se tendrá que mojar. Dejó la mochila en el suelo y buscó en ella una cuerda. Pidió tres más a los hombres de Líbax y las unió con fuertes nudos hasta formar una mayor. La depositó en el suelo y se empezó a desabrocharse la cota de mallas.
Los demás se miraban unos a otros un poco avergonzados por no haberse prestado a la tarea. Ansp los miró, sonriendo vagamente. —No pongáis esas caras. Al fin y al cabo, no se me da mal nadar. No imagináis la de veces que he caído de un barco durante una batalla. —Centenares —le dijo Galdwynn a Iseldyn al oído. Ansp fijó un extremo a la más gruesa de las estalagmitas que bordeaban la orilla. El extremo contrario se lo ató a la cintura, con el jubón menor como única separación entre su piel y las ásperas fibras. —Anstra, Galdwynn y Jays; vosotros vigilad mi trayectoria. Yo me lanzaré más arriba, y nadaré hacia el otro lado mientras la corriente me empuja río abajo. Si no consigo llegar a la orilla cuando pase ante vosotros, tirad de la cuerda y recupere —miró a Galdwynn, apuntándole con el dedo—. Y esta vez no me sueltes, ¿eh? Su amigo sonrió y estrechó su mano. Ansp caminó río arriba hasta que la cuerda se tensó. Tomó carrerilla y se lanzó al agua. Cuando su cabeza asomó, visible solo como un saliente brillante entre los remolinos, le vieron batirse desesperadamente contra la fuerte corriente. La cuerda se iba plegando sobre sí misma a lo largo de la orilla, y luego se hundió en el agua. Ansp daba grandes brazadas y se aproximaba con notable celeridad a tierra firme. Cuando cruzó ante ellos, antes de que Jays empezase a estirar, Galdwynn le vio agarrarse a una estalagmita. Aguardaron expectantes mientras Ansp permanecía inmóvil aún en el agua. Luego alzó la cabeza, se aupó con los brazos y salió. Sus compañeros gritaron jubilosos. Ansp estiró el resto de cuerda y deshizo los nudos hasta dejar únicamente la primera. Ató el extremo y comprobó la resistencia del improvisado puente. Aguantaría bastante peso, opinó. Silbó a Galdwynn y este alzó la mano, para luego cruzar también, semisumergido y agarrado a la primera cuerda, extendiendo una segunda que dispondrían a mayor altura y que les serviría para agarrarse con las manos. Fueron cruzando uno tras otro. Síndir pasó abrazada a Hérites, después de que ambos se quitaran mochilas, armas y ropa innecesaria. Con Rotalmanys la cosa fue más complicada, pues no podía utilizar los brazos y su peso, sin ropa ni cargas, era enorme. Finalmente tuvieron que estirar de él desde la orilla opuesta,
utilizando una cuerda aparte atada a su cintura. El agua fría dolía en el brazo herido, pero el leñador se comportó valientemente y no se quejó. Líbax también necesitó un poco de ayuda, visiblemente fatigado tras aquellas jornadas. El viejo mago se disculpó con una sonrisa: —Al viejo caballo evítale portes, frío, nervios, galopes y trotes. Mientras traían el resto del equipo de un lado al otro, se oyó un fuerte rugido. Abandonaron tres mochilas al otro lado y Jays cortó las cuerdas con su afiladísima espada. La gran bestia apareció entre las sombras de la orilla contraria. Traía el cuerpo parcialmente cubierto de polvo de roca. Rugió de nuevo, lleno de rabia. Síndir desvió la mirada para no ver aquellos dientes. Galdwynn tranquilizó a Voyd. —Ahora estamos a salvo —dijo, posándole una mano sobre el hombro—; Síndir le destrozó las alas con dos rayos. Pero todos quedaron aterrorizados al ver que la bestia, arrimada a la orilla, desplegaba las alas y las extendía hasta alcanzar el lado opuesto, el que ellos ocupaban. —¡Vámonos! —ordenó Ansp. Escaparon a toda prisa por una gruta de suelo mojado. Oyeron un agudo chillido y luego un amortiguado golpe, de algo enorme y blando que había topado con las lenguas de roca. —¡Ya ha cruzado! —comprendió Waldos. —¡No os detengáis! —insistió Ansp. El suelo, siempre mojado, trazó una curva descendente y varios de ellos resbalaron hacia abajo, yendo a parar a un gran charco de agua estancada. Al otro lado, el camino volvía a subir. Treparon por el túnel, mucho más estrecho que el de entrada, y llegaron a una minúscula caverna cerrada.
—¡No hay salida! —dijo Quelbos aterrado—. ¡Es un camino sin salida! —¡Estamos atrapados! —reconoció Líbax. —¡Pues si morimos, la bestia morirá con nosotros! —gruñó Hérites, depositando a Síndir en el suelo y tomando en sus manos, en vez de la espada, el hacha de combate «de las grandes ocasiones». Ansp y Quelbos plantaron sus escudos a modo de barrera, y Anstra, Browlie y Jays se unieron a Hérites. Juntos esperaron la llegada de la bestia, que tendría que escalar la pendiente para alcanzarlos. Galdwynn buscaba alguna salida, pero la roca sonaba maciza. Iseldyn miró a Galdwynn con abatimiento y suspiró. —Tendremos que batirnos. El guerrero asintió apesadumbrado. —Me hubiese gustado llegar a conocerte mejor —le dijo con ojos tristes. Ella sonrió con dulzura. —No te pongas catastrófico. Si dices que Aretsán existe, ya nos veremos en el otro mundo —y, dándose la vuelta, se dirigió a los cinco guerreros que esperaban a la criatura, al tiempo que sacaba la espada karnata de su funda. Se quedó petrificada al ver que la hoja brillaba. —¡Lí… Líbax! —dijo con un hilo de voz, plantándose ante el primer sacerdote. El viejo alzó las cejas ante aquel suceso y empezó a gesticular de forma rápida y temblorosa, señalando cada rincón de la pequeña cueva. —¡Rápido! ¡Paséala junto a la pared! ¡Deprisa! La joven recorrió el espacio con nerviosismo, seguida por las miradas de Ansp, Anstra y los demás. La hoja tembló y dio con la punta en una pared. —¡Aparta! —la empujó el mago. En el túnel se oyó un chapoteo. Y enseguida, prácticamente encajada en la roca, asomó la rugiente cabeza de Parsus.
—¡Se acerca! ¡Ya se le ve! —¡Ya va, ya va! —contestó Líbax, agitando la mano para pedir silencio. Pronunció unas palabras apoyando la vara en el centro de la roca. Comprobó que nada sucedía y recitó otras palabras distintas. Si el monstruo llegaba a ellos, no podrían luchar por falta de espacio. Dieciséis personas eran demasiadas para un túnel tan angosto. Lo golpearían tan fuerte como pudieran, pero no podrían escapar de las fuertes mandíbulas del animal, que avanzaba reptando como un enorme gusano, ocupando todo el ancho de la cavidad, mostrando sus mortíferos dientes. Líbax probó por tercera vez sin resultado. Oyó la respiración de la bestia tras él. Entre mago y bestia, los guerreros alzaron sus armas. —¡Quizás en karnato! ¡Avers, Averno! La roca desapareció ante sus ojos. Un túnel de una perfecta sección cuadrada se abría hasta el otro lado. —¡Adelante! —llamó a los demás. El enorme animal adelantó la cabeza e intentó morder a los guerreros, pero estos esquivaron el ataque con un salto atrás. Uno tras otro se introdujeron por el pasillo abierto en la pared de roca, mientras la bestia emergía de la estrecha galería y se plantaba en la pequeña cueva con las alas replegadas sobre el cuerpo, heridas de tanto rozar con la roca virgen. —¡Devers, Averno! —clamó Líbax. La roca apareció de nuevo entre ellos y el animal. El mago respiró hondo al borde de un ataque al corazón. —Pocas veces he visto la muerte tan de cerca —dijo, recostándose—. ¡Y qué fea es! Un fuerte golpe en la roca le hizo separarse de la pared y alejarse tras sus compañeros.
Parsus chilló enfurecido al otro lado. A Helvinald no le iba a gustar aquello.
16
El Karnat llegó a Yende, al amanecer, retrocediendo en su ruta desde el bosque de Mynirgán. Las Grandes Montañas estaban siendo barridas por fuertes tormentas, lo que hacía imposible cruzarlas, ni siquiera a caballo. Los Buscadores estaban locos aventurándose en ellas. O bien la hechicera disponía de algún recurso mágico para abrirse paso entre la ventisca. Él tendría que valerse de otros medios. Sabía que la gran nevada no había sido natural. Solo Kalyrs podía provocar tal fenómeno. Y creyó entender el objetivo: detener los movimientos de todo humano, en cualquier continente, mientras Helvinald ultimaba su estrategia y organizaba sus ejércitos. Por otro lado, las tropas concentradas en Yende tenían que cruzar las Grandes Montañas del Norte, y ya que las dirigía el delegado del Dios Supremo, era lógico pensar que Kalyrs retiraría la nieve al paso de los soldados. Conclusión: debía alistarse en las filas guerreras y llegar con ellas a las provincias del norte de las montañas. Pensó cómo disimular su acento karnato. Por más que su larga estancia en las provincias lo hubiese suavizado, por más que pudiera imitar casi a la perfección el modo de hablar de las provincias, de pronunciación menos rotunda, siempre había algún matiz que le delataba. Recurrió al ingenio y al teatro. —¿Vienes a alistarte? —le preguntó el militar al cargo del puesto de reclutamiento, consistente en una sencilla mesa con aquellos dos hombres sentados ante ella, el propio sargento y un escribiente, bajo un techado de la concurridísima plaza que se abría tras la puerta de la muralla. Waldam asintió en silencio, por más que la pregunta era absurda, después de haber hecho cola durante casi una hora. El militar estudió su aspecto: las pieles dejaban entrever la armadura que cubrían y la bella empuñadura de una espada de gran tamaño que asomaba por su costado. —¿Eres de alguna Gran Familia? No tienes aspecto de granjero… —Soy mercenario —respondió con voz susurrante, evitando que sus cuerdas
vocales vibrasen—. Vengo de Quisyrán. —¿Cómo dices? —aulló el sargento, inclinándose sobre la mesa—. ¡Habla más alto! ¡No estamos en un silencioso templo, como puedes ver! —Soy mercenario. De Quisyrán —repitió Waldam, siempre susurrante. El suboficial bufó y golpeó la mesa con las manos abiertas, mirando al escribiente con hastío. —La madre que me parió… Parece que me he quedado sordo de golpe. —Yo tampoco le he oído —dijo el otro—. No sé si ha dicho su nombre o qué… —¿Su nombre? ¡Yo te diré su nombre! —rio el militar, mirando de nuevo al voluntario de la negra armadura—. ¡Ronco! ¡Así se llama! Y viene ya equipado, ¿verdad, Ronco? Buena armadura, esa que ocultas… Sospecho que no vas con ella paseándote a pie por ahí. ¿Tienes montura? Waldam señaló con la mano en dirección a su semental, atado a una argolla al pie de la muralla. El sargento estudió al animal desde su sitio, luego a Waldam de nuevo, y sacudió la cabeza. —Buena armadura, buen caballo, buena espada… A saber de dónde vienes y por qué te presentas aquí, junto con todos estos desharrapados. Me extraña que no tengas un o entre las familias que te ponga al frente de un batallón… El Karnat no dijo nada. Se limitó a sostenerle la mirada, con aquellos ojos tan desprovistos de vida. El sargento sintió un estremecimiento, y se dirigió al escribiente, carraspeando: —Apunta: «Ronco», de… de Naditris, ¡qué importa! Caballería popular —y señaló al recién alistado un cubo a su lado, lleno de largas cintas de tela de un brillante color azul—. Tú, coge una de esas y procura llevarla en algún sitio visible durante la batalla: te distinguirá del enemigo y evitará que un compañero te rebane el cuello por error. Y ahora, largo. Busca tu compañía fuera de la muralla. La «Tronadora». La reconocerás sin problema: sois todos jinetes, pero ninguno de uniforme. Waldam tomó una cinta del cubo, saludó levemente con la cabeza y se alejó
hacia su caballo. El sargento lo vio marchar con un alivio que no supo explicarse. Al día siguiente, al son de tambores de guerra audibles a muchas millas de distancia, una larga columna partió de los alrededores de Yende, como un nido de hormigas que abandona un animal muerto tras haberlo dejado reducido a la mínima expresión. Tal como quedaba aquella ciudad, prácticamente agotados sus recursos.
* * *
Al día siguiente, después de la oración al alba, el Consejo estaba reunido alrededor de la gran mesa de roble circular, con unos cuantos sillones vacíos, los de aquellos hábitos azules que se hallaban destacados en Yende, con los ejércitos. Helvinald estaba intranquilo y visiblemente furioso. Nadie sabía por qué. Solo Eldeján, el anciano secretario del Consejo, tenía una sospecha: Parsus no había regresado aún. «Helvinald esperaba su vuelta a mediodía de ayer. Su desaparición le deja sin o con las provincias del norte. Quizás la bestia ha muerto a manos de ese mago. Estaría bien, es una criatura odiosa. Pero no deja de ser extraño que haya muerto contando con la ayuda de Kalyrs». Solo unos pocos sabían que la Sombra de la Muerte servía a Helvinald como mensajero y como arma. Y Eldeján sabía que debía continuar siendo un secreto: si trascendía la implicación del superior resucitado en los terribles sucesos de Biswald y de Aucian, ni el miedo al alto Kalyrs los protegería de la furia de los provincianos. «Que mi Juez y Señor me perdone por tan atroces pecados», rezó Eldeján, sintiéndose quebrado en su interior.
* * *
—Entra, hermano Tercero —dijo el encapuchado, cerca de la puerta. Eldeján, también con la cabeza oculta bajo un capirote de los usados en los juicios, anduvo hasta su rincón y se acomodó en la silla, tras la tabla que hacía las veces de mesa. —¿Te han seguido? Negó con la cabeza, procurando enfatizar el movimiento bajo el alto gorro. —Entonces, empecemos nuestra reunión. El inidentificable hermano Primero permaneció sentado en su silla, dirigiendo la reunión desde ahí. Todos ellos llevaban hábito marrón, por más que algunos, como el propio Eldeján, pertenecieran al Consejo. Posiblemente alguno no fuese monje. Lo único que sabía Eldeján era que aquellos hombres perseguían un mismo objetivo, peligroso en extremo, y que para reunirse eran citados por el portavoz mediante notas introducidas en sus breviarios, en sus catres o incluso en las capuchas de sus hábitos. Llegado el momento, todos revelarían su identidad. El hermano Primero miró a los demás por los orificios de su capirote. —Ya está llegando al límite. Por mucho que entienda de política y de religión, esas no son nuestra política ni nuestra religión. Tarde o temprano tendremos que hacer algo. —Pero está protegido —apuntó Eldeján—. Nada puede dañarle. —Sí, Tercero, lo sabemos. Pero siempre hay un medio de vencer la adversidad. Helvis es poderoso, pero no es el único. Si es preciso, nos serviremos de sus mismas artes para vencerlo. —¿Cómo? ¿Brujería? —preguntó otro desde el fondo. —Hechicería, Octavo, hechicería.
—Pero ¿es lícito eso? Quiero decir… ¿es correcto servirnos de algo tan denostado por nosotros como es la hechicería? —Sí, Octavo, lo es. Tanto en la justicia como en la injusticia, divina o mortal, la hechicería es un instrumento. Y repito, se trata de usar sus mismas armas: el fuego contra el fuego. Solo necesitamos encontrar a alguien que… adiestre a todos. —Pero Alwis disolvió el sacerdocio de magos. ¿Dónde encontraremos alguien como ellos? —Están muriendo a docenas; es el fin de la magia —Primero sacudió la cabeza con energía—, pero pensaremos algo… —Está el hermano Jalbán; él es mago —apuntó Noveno. —Sin nombres, por favor —rogó Primero—. Estudiaré esa cuestión. —Entonces —habló Eldeján—, ¿qué tenemos que discutir ahora? —Poca cosa, por el momento. Pero cuando el Círculo se halle al completo pasaremos a la acción. —¿Y cuántos números forman el Círculo? —Si no perece ninguno, seremos trece —miró a los demás uno a uno—. Veo que nadie se inmuta. Es igual, basta que sepáis que el número trece es especial en la magia —hizo una breve pausa y cambió de tono—. Es decir, así me lo han dado a entender… De ello, como de lo demás, nos enteraremos más adelante. Ahora bien, el sistema de aviso mediante notas secretas no se utilizará más. A partir de hoy, tanto el día como la hora de reunión se acordarán en las mismas reuniones. Solo aquellos que no están aquí ahora serán llamados por ese sistema. La próxima reunión, recordadlo, será dentro de dos semanas, el cuadragésimo cuarto día de invierno, antes de la medianoche del día siguiente, en este mismo lugar. Y recordad que la traición al Círculo se pagará con la muerte. Ahora debéis salir. Eldeján se levantó y esperó. Debían salir de uno en uno, para no verse el rostro al quitarse los gorros, y repartirse por pasillos distintos. Cuando salieron tres, le tocó el turno a Eldeján. El monje consejero pensaba en la identidad de Primero.
Le parecía evidente que se trataba, precisamente, de Jalbán, el monje-mago del Consejo. Confiaba que ninguno de los clandestinos confabuladores planeara traicionar al resto, pero esperaba que el líder del Círculo fuera más hábil en sus maquinaciones que en ocultar su identidad.
* * *
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Iseldyn. —Parece un pasillo construido por el hombre —observó Galdwynn. Caminaron unos segundos a la luz de las lámparas hasta que Ansp, que iba a la cabeza, se halló en lo alto de una larga y ancha escalera descendente. —Y mirad estas columnas —dijo señalando a lado y lado. Dos enormes pilastras sostenían el bajo techo, pero este se elevaba después al tiempo que los escalones descendían. La luz de las lámparas no llegaba ya a iluminar el vasto espacio de aquel sector de la caverna, y todos adivinaron que se encontraban en una gran sala, de tres pisos de alto en su zona central, excavada y acondicionada por algún ser racional. Descendieron con cuidado los escalones, pasando entre otras dos columnas, más altas que las primeras. Llegaron abajo y alzaron las cabezas buscando la roca de la bóveda, invisible entre las sombras. —¿Dónde demonios estamos? —repitió Iseldyn. —No tengo la más remota idea —contestó Líbax—. Esto es nuevo para mí. —Pero conocías la cueva de Averno. —Sí, pero esto ya no es una cueva. Tiene todo el aspecto de un templo, o un palacio. —¿Estará habitado? —preguntó Voyd.
—Ojalá —masculló el herrero Browlie—. Nos iría bien para reponer existencias y reparar equipo —se miró de nuevo el malogrado costado de su cota de malla. —Pues a mi modo de ver —opinó Anstra—, si este lugar es desconocido por el mago, prefiero que no esté habitado. A saber cuáles serían sus intenciones. —¿Intenciones? —Iseldyn le dirigió una expresiva mueca—. Te recuerdo que los intrusos somos nosotros… Pasaron entre las dos columnas mayores, de unos doce cuerpos de altura, y Líbax se detuvo a examinar la roca a la luz de la lámpara de Ansp. —irable —dijo—. La columna no fue construida, sino tallada en la roca virgen, como si la sala fuese resultado de vaciar la montaña. —Como escarbar en un queso —apuntó Voyd. —Algo así. En dichas columnas había candeleros con madera podrida en ellos. No había dudas sobre que la sala había sido en un tiempo el hogar de alguien, pero ignoraban de quién. —Si acaso esperabas que aquí hubiera gente, Browlie —le dijo Anstra al herrero —, creo que puedes olvidarte de ello. Esto está abandonado. —Quizás sea la morada de otro de esos dioses —aventuró Iseldyn. —No —negó Síndir, a hombros de Hérites—, los anillos nos lo avisarían, y sin embargo están apagados. —Sigamos adelante —propuso Quelbos—. Estemos donde estemos, lo importante es encontrar una salida al exterior. —El muchacho tiene razón —asintió el mago—. Sigamos. Al poco llegaron a otra escalera, esta ascendente. Estaba enclavada entre otras dos inmensas columnas y se perdía de vista en lo alto, haciendo descansillos a su paso por cada par de pilastras.
Se miraron unos a otros y subieron en silencio. Atravesaron el primer rellano sin detenerse. El silencio era tal, que el sonido de sus pisadas les parecía atronador. Avanzaban procurando no hacer ruido al respirar, convencidos de que incluso ello era fácilmente audible para un enemigo imaginario que se ocultara delante. En el último rellano, desde el que arrancaba un nuevo pasillo, Ansp encontró una pequeña bolsa, ligeramente húmeda. Estaba llena de algo. La abrió. —¿Comida? —dijo extrañado. La olió—. Está en buen estado. Cruzaron de nuevo las miradas y sacaron las espadas. Los anillos seguían apagados, pero alguien había estado allí hacía poco. Pasaron entre las dos últimas columnas y desfilaron por el pasillo hacia la oscura cámara siguiente.
* * *
En las distintas paradas del ejército de Alwinus, los soldados se entregaban a todo tipo de entretenimiento. Algunos buscaban a las prostitutas que viajaban con las tropas como una sección más. Otros se entregaban al juego, competían lanzando cuchillos o se desafiaban a un pulso. Alrededor de muchas hogueras la bebida pasaba de unas manos a otras, acompañando canciones o historias de todo tipo. Otros, como Waldam, preferían permanecer en un aparte, cerca de algún fuego, y pasar desapercibidos. Pero él no siempre lo conseguía. —¡Eh, Ronco! —le llamó un tipo, detrás. Waldam no se giró, y el individuo se plantó junto a él. —¡Te llamo a ti! ¿No me oyes? El Karnat lo observó sin interés. Recordaba haberlo visto entre los variopintos jinetes que formaban su compañía. Era musculoso, más bajo que él, rubio y barbudo. Por sus ropas oscuras y apolilladas y por sus maneras, no se trataba ni de un soldado ni de un voluntario cualquiera. Olía a maleante, a ejecutor de
crímenes al servicio de quien pagase por ellos. Waldam volvió de nuevo la vista al frente. El otro le cogió con enojo del brazo, para advertir al punto que trataba con alguien tanto o más fuerte que él, alguien a quien quizás había que dirigirse con un poco de cautela. —Me llamo Frivan, Frivan Dopti —Waldam no le miró—. Soy de Felder. ¿Cómo te llamas tú? Quiero decir, tu nombre auténtico. —Muérete —le contestó con un susurro. Frivan rio sin ganas. —Curioso nombre, «Muérete». Sí, pero te queda muy bien… ¡Bestial, diría yo! Encaja de perlas con esa cara de muerto que te dio tu madre. —Si no te largas, tú sí tendrás cara de muerto. —¡Oooh! —sonrió y alzó las manos, asintiendo con la cabeza—. De acuerdo, no hablaremos de ti. Hablemos de tus planes en la vida. Tendrás planes para el futuro, ¿no? —No. —¡Vamos, hombre! Después de la guerra —insistió—, ¿qué vas a hacer después de que acabe la guerra? Waldam le miró con una sonrisa, mostrando los dientes. —Por mí —dijo—, la guerra puede continuar eternamente. —¡Qué ciego eres! Sabes que toda guerra acaba algún día. De esa forma, se puede empezar otra en un lugar diferente. Y no me creo eso de no tener planes. Por ejemplo; ¿no has pensado en las mujeres que podrás pagar con el dinero que te den? ¿Te gustan las mujeres? —Sí. —¡Bien! ¿No lo decía yo? Y a ver, ¿cómo te gustan a ti las mujeres? ¿Rubias?
¿Morenas? —Crudas. Frivan se puso serio de golpe, pues no esperaba tal respuesta. Luego estalló en carcajadas. —¡Muy buena esa, Ronco! Me gusta tu sentido del humor. Crudas, por supuesto, al natural y sin aderezos. Si hay que hincarles el diente, nada de embriagadores perfumes de Occidente, engorrosos brazaletes o molestas pinturas. ¿Sabes? Creo que vamos a ser muy buenos amigos. Waldam gruñó para sí. Afortunadamente, pasadas las montañas, dejaría su puesto en las filas y se largaría en busca de Arcris y los demás.
* * *
Recorrieron el pasillo hasta llegar a un viejo y herrumbroso rastrillo al otro lado del cual se abría una vastísima sala, una especie de patio principal para la llegada de caravanas. El rastrillo permanecía en alto, montado sobre dos firmes pilares de ladrillos, instalados al parecer recientemente por alguien que quería mantener la puerta abierta. Ansp y Hérites otearon desde la boca del pasillo. La sala era más grande que los patios de armas de muchos castillos, superando con creces los cien pasos de longitud, como pronto comprobarían. Cuatro hileras de otras tantas columnas sostenían el techo, elevando este más allá de lo visible, como en la dependencia anterior. Ansp vio una gran fuente a la izquierda, adosada al muro rocoso, seca y cubierta parcialmente por aterciopelado musgo y frondosa y húmeda hiedra. A la derecha, a la misma distancia, otra fuente igual rompía la monotonía de la pared. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de los dieciséis viajeros era algo difuso que se alzaba ante ellos, entre las dos hileras centrales de columnas. Como los anillos no advertían de nada amenazador, desfilaron desde el pasillo por el centro del patio hasta llegar junto a la silueta.
—¿Es una estatua? —preguntó Voyd. —Sí —confirmó Quelbos—, aunque el paso del tiempo ha desgastado mucho los detalles. El monumento mostraba una figura masculina de aspecto forzudo ataviado con coraza y con una capa cuyos detalles se habían visto degradados por los años, la humedad y la vegetación subterránea, que llegaba desde la pared izquierda y escalaba por la enorme figura. Descubrieron una inscripción en grandes letras sobre una losa de piedra más dura que la utilizada en la estatua, una placa que antaño debió estar fijada al pedestal, pero que ahora, despegada de él, yacía apoyada y semienterrada en la hierba. Líbax limpió el polvo acumulado en la losa. Luego leyó: —«Doron Salan Ítisur karnan weys». Parece una forma algo arcaica del idioma karnato. Creo que significa «el poderoso Salan, señor del Reino de las Dos Montañas». Ni siquiera él parecía entender aquello. Pero al menos dedujeron que se hallaban en un viejo palacio, perteneciente a un reino de una época lejana. Jays señaló el muro derecho del patio. —Mirad allá. Parece que hay escombros. Todos se dirigieron hacia el lugar. Entre otras dos fuentes, estas destruidas, un gran número de rocas y ladrillos se agolpaban formando un montículo de piedra suelta que cegaba una gran puerta, presuntamente una salida al exterior. —¿Es seguro este palacio? —se inquietó Arcris. —Yo diría que bastante —opinó Quelbos—, teniendo en cuenta que es más antiguo de lo que los libros recuerdan y que solo aquí hemos encontrado un derrumbamiento. —Sigamos hacia el fondo —dijo Líbax—. He visto un pasillo ancho que conducirá a otras dependencias, a buen seguro.
No dieron dos pasos cuando los anillos de los Buscadores empezaron a brillar. —¡Rápido, pegaos al muro! —ordenó Ansp. Se pusieron de espaldas a la pared en la que se abría el corredor que comentara Líbax, apagaron las lámparas y aguardaron conteniendo la respiración. Al poco se oyeron dos voces lejanas, acompañadas de los sonidos acompasados de pisadas de botas. El pasillo empezó a iluminarse por la proximidad de unas antorchas. Dos hombres salieron tras la esquina y cruzaron junto a ellos en dirección a la estatua. Vestían con ropas de cuero teñidas de negro y botas de piel cubiertas de lana blanca que producían un ligero chapoteo al andar. Colgadas del cinto solo llevaban una espada ligera, de una sola mano, y unas bolsas que debían contener algo de comida y dinero. No llevaban capa, ni manto de piel, ni siquiera guantes, lo que inducía a pensar que no se dirigían al exterior. Hablaban en un lenguaje que Quelbos no entendió, pero que parecía el mismo que usaba Líbax en sus hechizos. «¡Gentes karnatas! ¿Qué diablos hacen en Kalyren?». Los dos extraños salieron del patio por el lado opuesto, cruzando el rastrillo alzado. Líbax golpeó a Ansp en el hombro y señaló el pasillo con un ademán. Se introdujeron por él a tientas, sin decidirse a prender de nuevo las lámparas hasta que Síndir, aún a hombros de Hérites, comprobó que el anillo volvía a estar apagado. —Por el momento no hay peligro. Podemos encenderlas. Así lo hicieron. La luz se repartió a lo largo y ancho del pasillo. Este era suficientemente espacioso como para permitir el paso de caballos y carretas. El suelo estaba adoquinado, aunque desgastado. —¿Quiénes eran esos? —preguntó Waldos, el arquero. Fue Galdwynn quien contestó. —Eran hombres del norte, de los karnatos. Parecían soldados, pero ignoro de qué ejército; no llevaban ni escudo, ni casco, ni armadura, ni blasón alguno a la
vista. —Quizás sean proscritos como nosotros —sugirió Rotalmanys. Galdwynn se encogió de hombros. No tenía argumentos, solo presentimientos, y estos le decían que se trataba de militares karnatos. Líbax se puso de nuevo en marcha. —No debemos quedarnos aquí. Ya sabemos que la otra sala no tiene salida, y esos dos volverán. Mejor que no nos encuentren. Vamos. Tomaron por un nuevo túnel que salía a la izquierda, a fin de evitar que los dos norteños viesen el resplandor de sus lámparas. Aquí, las piedras grises que hacían de pavimento estaban en su mayoría quebradas, despegadas o fuera de sitio. Apareció el umbral de una puerta a la izquierda, mientras el pasillo seguía y seguía hacia el fondo. De la puerta solo quedaban unas pocas maderas podridas y pisoteadas. Líbax señaló unas manchas de agua en las baldosas de la sala al otro lado del umbral. —¿Agua? —se extrañó Anstra. —Y aquellos dos tipos tenían las botas mojadas, ¿os disteis cuenta? —No presté atención a ese detalle —gruñó el orondo mercenario—. Solo estaba pendiente de que pasasen de largo. —Da lo mismo —el mago se arremangó un poco la túnica para pasar por encima de los restos de la puerta—; veremos de dónde vienen. —De darse un baño, como Ansp —dijo Voyd, burlón. Entraron todos en la estancia y vieron una escalera de piedra que descendía a un piso inferior, trazando varios giros sobre un mismo eje. Las huellas húmedas conducían abajo. Líbax empezó a descender sin decir palabra. Sus hombres lo siguieron intranquilos, pero Ansp recogió un pedazo de madera y se lo tendió a
Rotalmanys: —Tú y Arcris esperad aquí. Si veis que vuelven aquellos hombres, lanzad esta madera abajo. El leñador asintió y el jefe de los Buscadores se apresuró a seguir al grupo del mago, seguido de Galdwynn, Quelbos y Hérites cargando con Síndir. Al llegar al piso inferior, la escalera desembocaba en un pasillo largo con habitaciones a ambos lados cada ocho pasos. Continuaron adelante y accedieron a una estancia al final del corredor cuyo centro ocupaba una especie de pozo o estanque circular construido en piedra blanca pulida y de bordillo bajo y sinuoso, junto al cual el rastro de las pisadas finalizaba en un charco. Y esa agua tenía una luminosidad verde… —Quelbos —le dijo Síndir al muchacho, pellizcándole el jubón—; ¿no te recuerda mucho al estanque de la Cueva Subterránea? El joven asintió, tan sorprendido como ella. Líbax dirigió una mirada extrañada a la joven hechicera. Síndir se explicó: —Es exactamente igual que un estanque que había en el túnel de a la Torre de Quaram, en la cueva, allá en Montox. Incluso tiene la misma tonalidad verde que tenía aquel. —Qué raro… —murmuró el viejo, acariciándose la barba. —¡Maestro Líbax! ¡Mirad esto! Los ojos de todos se giraron hacia Iseldyn, que sostenía la espada karnata en sus manos con la punta apoyada en la roca viva de la pared del fondo. La hoja estaba de nuevo iluminada. El mago se acercó a la pared y observó con atención los contornos de la roca, deslizando sus dedos sobre la superficie. —Cuando nos hallemos a salvo en el Norte tendrás que contarme el origen de esa espada —le dijo a la muchacha rubia con una sonrisa y sin quitar los ojos de la roca.
—No hay nada que contar; la recogí de entre los objetos de un muerto, en un cementerio karnat. Dukel, el joven músico, apresuró un omnidón al oír aquello, y los demás lo miraron con los ojos del que no comprende tal reacción por muy natural que esta sea; a aquellas alturas, incluso los pecados y los sacrilegios que envolvían aquella espada perdían importancia frente a las posibilidades de escapar que pudiese ofrecerles. Líbax agrandó los ojos. —¡Una inscripción, mirad! A no más de dos palmos del suelo había una frase escrita en la roca, unas palabras que no había podido borrar el paso del tiempo. —«Intinas-Nor-var tunn. Veg dom gardas». «El pasaje que conduce hacia el gran llano del norte. El vigilante guarda el palacio». —¿El vigilante? —preguntó Iseldyn. Líbax se incorporó y sonrió. —Je, je. Si esta es una salida, sin duda estaba vigilada. Pero mucho me temo que hace tiempo que los guardias de este palacio se licenciaron, por decirlo de alguna manera. —Entonces, ¿es otra puerta? —preguntó Quelbos—. ¿Como la de Averno? —Si, como esa. Apartaos, voy a abrirla. —Espera —pidió Ansp—. Primero hemos de ir a buscar a Rotalmanys y a Arcris. El mago le miró serio y buscó a los dos ausentes entre el grupo. —¿Dónde están? —Les mandé vigilar la escalera por si volvían aquellos tipos. Líbax suspiró con impaciencia.
—¡Qué pérdida de tiempo! ¡Qué estupidez! ¡Anda, ve a buscarlos! Te esperamos aquí. Cuando Ansp se disponía a retroceder por el pasillo, la luminosidad del agua estancada creció y la superficie se pobló de burbujas que agitaban el líquido y lo hacían desbordarse entre salpicaduras. Los anillos se iluminaban con rapidez y Líbax se separó de la pared rocosa para echar a correr por el pasillo, de vuelta a las escaleras. —¡Corred! ¡Algo o alguien va a salir de ahí! Escaparon de la habitación rápidos como el rayo y ascendieron los escalones para encontrarse solo con el leñador. —¿Y Arcris? —le preguntó Ansp a Rotalmanys. —Se fue por allí a husmear —señaló una segunda puerta en el fondo de la habitación. —¿Sola? Esa chica… —Intenté detenerla, pero… —Hay que encontrarla —interrumpió el mago—, y esconderse de lo que nos viene detrás. Salió de la cámara por aquella segunda puerta, dando a una serie de pasillos que se cruzaban unos con otros. Todos fueron tras él. —¿Qué ocurre? —le preguntó Rotalmanys a Ansp—. ¿Por qué estas prisas? —No lo sé, pero puede que venga más gente a unirse a esos dos. El primer pasillo salía a otro de gran longitud… No se veía a la pelirroja por ningún lado. —¿Y ahora hacia dónde? —preguntó Waldos al mago. —Por la derecha —decidió Líbax tras una breve duda.
—¡No, mirad allí! —exclamó Quelbos, señalando hacia la sección izquierda del corredor. A lo lejos se veía una luz y una figura que los llamaba. —¡Es Arcris! Quizás ha descubierto algo. Quelbos corrió a la cabeza del grupo y se cruzó con una Arcris emocionada, sonriente y nerviosa, que le agarró de la manga y arrastró junto a una esquina del pasillo, al lado de la entrada a otra habitación. —¿Dónde estabas? —¡No te lo vas a creer! ¡Y te va a encantar! ¡Ninguno de vosotros se lo va a creer! ¡Es increíble! ¡Mirad qué he descubierto! Y apoyando la espalda contra el muro, lo atravesó y desapareció de la vista de todos. Quelbos y Galdwynn se miraron y el muchacho de Mynirgán imitó lo que había hecho su compañera. También él desapareció a través de la pared. Uno a uno se apoyaron de espaldas en el mismo lugar hasta que el largo pasillo quedó desierto y a oscuras.
* * *
—¿Una biblioteca? —preguntó Quelbos asombrado. Arcris señaló los estantes con una sonrisa pícara en el rostro. —Sabía que te gustaría, devora libros —dijo—. Y están todos enteros, nadie los ha tocado. «¡Intactos! ¡Después de quién sabe cuánto tiempo!». Se encontraban en una enorme sala de columnas, grande como el mayor de los templos de Kalyrs, con las baldosas en mejor estado que en el resto de las habitaciones y con la madera de los candeleros curiosamente en buen estado,
lista para ser encendida. Pero lo más impresionante eran los muchos libros reunidos allí, llenando estantes y más estantes en todas direcciones, todos en perfecta conservación y limpios de polvo y humedad. —Parece como si alguien se ocupase de cuidarlos —opinó Arcris. —Y de copiarlos —añadió Quelbos—. Los libros no resisten muchos años sin estropearse, y este lugar parece no haber sido visitado desde hace siglos… excepto por esos norteños. —Quizás sean ellos los encargados de cuidar los libros. Quelbos miró a la muchacha sonriendo con malicia. —Por favor —le dijo—; ¿en serio crees que tienen aspecto de copistas y bibliotecarios? La muchacha se encogió de hombros y negó levemente con la cabeza. Quelbos se alejó en dirección a uno de los estantes. Arcris lo miró marchar y quedó meditabunda. Líbax miraba entusiasmado la pared de la puerta secreta. —Es muy ingenioso —sonreía a Síndir, quien se hallaba recostada al pie de una columna—. Cuando intentas atravesarla de frente, es dura como el resto, pero si se cruza caminando de espaldas, es tan etérea como el aire. Muy ingenioso — repitió. Síndir elevó la vista hacia lo alto y recorrió con ella los arcos que iban de una columna a otra. —Noto algo raro en el aire, algo imponente y que me inquieta, pero que no me asusta. —Es magia —aclaró el primer sacerdote—. Está por todo el palacio. También junto a ese estanque de agua verde se notaba. Supongo que por eso los libros de estos estantes siguen en buen estado, porque algún hechizo los protege. —Como los de la Torre de Base Cuadrada. Me pregunto si hay alguna relación entre ella y este lugar. Para empezar, los dos lugares son subterráneos y los dos
tienen el mismo tipo de estanque. —Y en los dos la magia lo preside todo. Síndir asintió y guardó silencio. Quelbos se acercó a los dos hechiceros con un grueso tomo bajo cada brazo. —Mira, Síndir —dijo, tendiendo uno de ellos a la joven—, los he encontrado en un escritorio: son iguales que el de Hechicería. Efectivamente, los dos volúmenes eran de dimensiones exactas a las del libro de magia de Síndir, y tenían las mismas letras plateadas grabadas en el lomo, aunque rezaban títulos diferentes. Se trataba de libros de crónicas del Reino de las Dos Montañas. —Me han parecido muy oportunos para aclarar el misterio de este lugar. —Desde luego, seguro que nos serán útiles —coincidió Síndir. Y añadió, guiñándole un ojo—: Ahora podrás entretener tus momentos de descanso con alguna lectura. Más allá, Galdwynn, Anstra e Iseldyn paseaban entre los altos estantes. Galdwynn miraba los innumerables libros y se imaginaba la Torre Subterránea según las descripciones dadas por sus compañeros. Anstra le golpeó con el codo. —¿Te imaginas si cada libro fuese el corazón de una mujer? Ese sí sería un buen motivo para aprender a leer: descubrir los secretos más secretos de la mente femenina. Ja, ja, nunca encontrarías tantos pecados juntos. ¿Y quién sabe? ¡Puede que llegases a saber tanto de mujeres como yo! Galdwynn no contestó, pero al cruzar la mirada con la de Iseldyn el rubor le subió a las mejillas. Ambos desviaron los ojos hacia rincones opuestos. El grupo decidió descansar unas horas en aquel lugar, antes de volver a la escalera. Muchos aprovecharon para echar una cabezada. Otros revisaron armas y equipo, afilando espadas y encerando cuerdas de arcos y ballestas.
Guidus estudió el estado del brazo entablillado de Rotalmanys, asistido por una Arcris algo ausente. La muchacha contemplaba con cierta envidia a los hechiceros, a Quelbos y a Dukel. Los cuatro estudiaban con avidez los volúmenes encontrados por el escribiente, intercambiando comentarios asombrados y risas de complicidad con cada detalle que descubrían. Aquellos libros parecían un auténtico tesoro para ellos, mayor que todo el oro y todas las joyas que Kolep le enseñara en su cámara del castillo de Burnán. Pero era un tesoro que ella no podía apreciar, de igual modo que no podía participar del entusiasmo que compartían los cuatro. —Fijaos en esta ilustración —señaló Líbax, mostrando una de las últimas páginas del libro que tenía en sus manos. Al contrario que otras bellas imágenes que adornaban el precioso volumen, esta no tenía ni su color ni su profusión de detalles. —Parece como si lo hubieran dibujado con desgana, o con prisa… —opinó Quelbos. —O con poco tiempo, sí —asintió el mago—, y por lo que dice al pie, es posible que se trate del último trabajo que realizaran los responsables de esta biblioteca —añadió, contemplando las impresionantes paredes repletas de libros. —¿Por qué lo decís? ¿Qué pone? Está en karnato… —se extrañó Quelbos, ya que, por lo demás, el resto del libro estaba escrito en la lengua de las provincias. —«Bilasan Gardus ucus Salan Itisur weys avita corp»: «el guerrero Gardus contempla el cuerpo sin vida del señor Salan Ítisur». Es, por tanto, el momento en el que cayó muerto Salan Ítisur, el rey de este misterioso reino del que nada sabemos. —¿Lo mató ese tal Gardus? —inquirió Dukel—. ¿O era uno de sus hombres? —No usan ningún tratamiento de respeto para referirse a él. Dado que aparece en la imagen, pero no lo tratan como un caballero distinguido, ni lo muestran afligido, podemos suponer que se trata de quien lo mató, efectivamente. —Lo han dibujado con rasgos algo desagradables —observó Quelbos—. Es como… como si fuera medio zorro.
El ilustrador, tal y como comentaba el muchacho, había retratado al guerrero con ojos pequeños, orejas algo puntiagudas y una boca que mostraba algunos colmillos, rasgos todos ellos más propios del mamífero cazador que de un hombre. —¡Mirad este otro dibujo! —exclamó Síndir, también abriendo por sus últimas páginas el libro que hojeaba—. ¡Parece el mismo hombre! ¿Qué significa lo que aparece escrito debajo, maestro Líbax? —y leyó el breve texto en voz alta:
Gardus Sur-ur Itisur weys li dur Trades Intinas itisan Salan mortibud
—¡Por todos los…! —el mago agarró el libro con los ojos abiertos de asombro. —Me ha parecido entender… —empezó a decir Dukel, pero le interrumpió el primer sacerdote. —¡Wéyslidur! —exclamó Líbax—. ¡Esta sí que es buena! Dice, más o menos: «Gardus, venido del Sur, azote del señor de las Dos Montañas, Salan, nieto de Trades Intinas, a quien dio muerte». —No entiendo… —sacudió la cabeza Quelbos, superado por tanto nombre. —«Weys li dur», muchacho —explicó el anciano—, «azote del señor», en la lengua original, es también el nombre familiar de la casa a la que pertenece el superior Alwinus. Siempre me hizo gracia pensar que el origen del apellido de Alwinus Wéyslidur era norteño. Era algo así como una burla del destino hacia alguien que tanto odia a los karnatos. ¡Pero ahora resulta que, muy probablemente, el apellido fuera en realidad un mote, un apodo, dado al tal Gardus en su época por los fieles de Salan Ítisur! —Ese guerrero… Gardus… ¿era antepasado del superior Alwinus? —acertó a preguntar el joven escribiente—. ¿Él mató al rey de las Dos Montañas?
—Tendría sentido… —asintió el mago—. En tiempos, los reyes eran los gobernantes, hasta que fueron depuestos y asesinados por el pueblo. Ese Gardus, apodado «Wéyslidur», sin duda, se ganó el agradecimiento de los insurgentes por su gesta, y en reconocimiento recibió el título nobiliario que aún hoy ostenta esa casa. Y adoptó como apellido el apodo con el que le conocían sus enemigos. —¡Vaya…! —Síndir estaba perpleja, pero atinó a sonreír—. Los Wéyslidur, responsables de la caída de los antiguos reyes… ¡Dudo mucho que el propio Alwinus sepa nada de todo esto! Líbax rio, con malicia contenida. —Je, je, desde luego. Y es una exquisita ironía: la Orden quemó nuestra historia, ¡y con ello quemó la memoria de los suyos! Los cuatro rieron con aquella observación, y su alegría motivó un nuevo suspiro por parte de la pelirroja Arcris, sentada lejos de ellos, con la espalda apoyada en una de aquellas paredes tan llenas de libros, hojas y letras.
* * *
Llegaron en silencio junto a la pared de la inscripción, en el piso inferior. No se veía a nadie, ni se oía nada. —Siento gran curiosidad por ese estanque —dijo Síndir en un susurro. Ahora iba a espaldas de Anstra, contento este por tener de nuevo unas piernas femeninas en sus manos. —Ya lo sé —sonrió Líbax—; me sucede lo mismo. Pero estaremos más seguros al otro lado de este muro. —¿De veras? —Sí, no parece que ellos se hayan fijado en esta puerta mágica. Y encarándose a la roca pronunció de nuevo las palabras en lengua karnata:
—Avers, Averno. Pero ahora no sucedió nada. —Es una contraseña diferente. —En la inscripción se habla del «gran llano del norte» —recordó Síndir—. Probad con eso. En karnato, claro. Líbax rozó la roca con su vara y dijo: —Avers, Intinas-Nor. La roca siguió en su sitio. Líbax probó variantes con el mismo nombre, pero en vano. —Intentadlo con Sima —propuso Anstra. El mago le miró, sonrió y se agitó jubiloso. —¡Claro, claro! ¡Sima es la solución! ¡Avers, Sima! —gritó a la roca. Y la roca desapareció. —¿Sima? —le preguntó Rotalmanys a Anstra. —Es el nombre de las cuevas más importantes del norte de las montañas — aclaró el mercenario—. Si se entra por Averno, por lógica se sale por Sima, ¿no? —Sí, claro, es lo lógico… —dijo el leñador, sin acabar de comprender. Cuando todos hubieron pasado al túnel, Líbax cerró la puerta secreta y se puso de nuevo al frente del grupo. Durante horas anduvieron por aquella senda subterránea jalonada por viejas columnas negras. La magia persistía en el aire, aunque con menor intensidad. En un momento que debió coincidir con la puesta del sol en el exterior, se detuvieron a dormir. Las fuerzas no daban más de sí. Quizás no habían caminado mucho aquel día, pero entre la bestia y los norteños ya eran suficientes emociones para todos. Organizaron guardias dobles para vigilar el túnel.
* * *
Nueve días caminaron por aquel túnel sin fin. Nada cambiaba, siempre el mismo pasillo oscuro delante y detrás, con las mismas columnas negras cada pocos pasos y el mismo suelo de adoquines desgastados. Algunos temieron seguir caminando por el resto de sus vidas, prisioneros para siempre de aquel túnel, siempre recto e igual. En una ocasión, Quelbos le preguntó al mago si no estarían acaso metidos en un túnel mágico que les devolvía al principio a poco que avanzasen. Líbax le dijo que no había hechizo alguno en aquel recorrido, que lo que ocurría es que estaban caminando por una senda que normalmente se hacía a caballo, y que por tanto duraba menos y era más descansada. Finalmente, al atardecer del décimo día desde que entraron en Averno, llegaron a una cámara donde el techo se elevaba y las paredes se distanciaban cuarenta pasos entre ellas. Los dieciséis viajeros exhalaron aire con alegría, contentos por comprobar que había finalizado aquel odioso túnel. Entraron en la cámara y sus pies disfrutaron el recibimiento algo más cómodo de unas losas grises y pulidas, en contraste con los adoquines de los últimos nueve días. Algo anormal flotaba en el ambiente. Líbax y Síndir lo notaban con más fuerza que los demás, pero incluso Ansp, el impasible Ansp, sentía erizarse los pelos de su coronilla. Sin embargo, los anillos seguían sin brillo. Los candeleros que pendían de las paredes laterales se encendieron de improviso, sin que nadie viese o comprendiese cómo. La sala se inundó de luz y los ojos de todos vieron varios ataúdes o arcones de piedra a ambos lados, debajo mismo de los candeleros. Mostraban bellos relieves en sus grises superficies, pero la atención del grupo se centró en otro punto de la gran cámara. Al fondo, elevándose impresionante frente a la pared donde debía estar la salida, la estatua de un guerrero colosal les daba la espalda. En su mano derecha vieron una gran espada de piedra, apoyada su punta en el suelo. Con el brazo izquierdo
asía un enorme escudo rectangular. La estatua representaba un caballero de identidad desconocida, ataviado con una fuerte armadura completa, incluyendo un yelmo al que solo le faltaba un penacho. Se acercaron con lentitud e inseguridad al coloso. Detrás, entre sus piernas, vieron los contornos de una puerta de mármol blanco de dos hojas. Esa puerta era lo que parecía mirar el caballero de piedra, como pendiente de que se abriera. —Esa mole mide lo que dos personas, subida una a hombros de la otra —dijo Arcris, hablando en un hilo de voz junto a Quelbos—, ¿cómo la vamos a apartar? El escribiente abrió la boca para no contestar nada, pues se había quedado sin habla. Cuando llegaron a los pies del coloso, un fuerte golpe sonó detrás de ellos. Se giraron y vieron que la entrada había desaparecido, como si la roca se hubiera fundido sobre el túnel. Y cuando sus ojos volvieron a dirigirse al coloso, vieron aterrorizados que este se estaba dando la vuelta, y pronto se hallaron de cara a él. La corriente de aire que se colaba por los orificios del yelmo sonaba como la risa del gigante ante sus primeros contrincantes en miles de años. Alzó su espada al tiempo que los anillos se decidían por fin a brillar, esta vez con más luz que nunca.
17
El grupo retrocedió hacia la pared donde instantes antes estaba la entrada, dispersándose, presa del pánico. El coloso blandió la espada, la hizo girar por el vasto espacio de la cámara, creando sombras que tejían fugaces telarañas sobre el suelo enlosado. Los guerreros extrajeron las espadas de sus vainas, aunque sabían que nada podrían contra el gigantesco adversario de piedra. Waldos y Qüir, por su parte, también prepararon sus armas, pero no desperdiciaron munición; era como disparar contra una pared… Líbax buscó en vano la puerta desaparecida. No había ningún resquicio, ninguna señal de tiradores ni de bisagras. Y aunque probó a pronunciar las palabras mágicas, no obtuvo resultado alguno. Se giró y miró a Ansp, negando con la cabeza. El jefe de los Buscadores examinó la sala con una rápida mirada. Quizás en aquellas arcas hubiese algo interesante para… —¡Galdwynn! —llamó a su amigo—. ¡Dirigíos hacia la pared izquierda y abrid los arcones! El guerrero titubeó. —Pero el gigante… —Yo me encargo de distraer su atención. Y corrió hacia el coloso, que se había detenido en el centro de la cámara, como decidiendo con quién de ellos acabar primero. Al ver a Ansp acercársele, alzó un pie y lo abatió sobre él. El guerrero esquivó el mortal pisotón con un quiebro en su carrera y pasó bajo el coloso para dirigirse hacia la puerta de mármol del fondo. Aprovechó, de paso, para propinar un golpe con su espada en el tobillo del guerrero de roca, con la intención de comprobar su dureza. «Muy duro, mucho. Espero que el viejo pueda hacer algo».
Pero Líbax estaba desconcertado e indeciso. Sus ojos iban de un rincón a otro de la cámara, buscando una idea salvadora que no llegaba. Mientras el coloso se giraba hacia Ansp, Galdwynn se dirigió a las arcas de piedra, seguido por Hérites y Dínxor. Iseldyn corrió hacia la pared derecha, llamando tras ella a Dukel y a Voyd. Líbax siguió a este segundo grupo. El resto permaneció quieto ante la desaparecida puerta, protegiendo a los heridos y a sí mismos. Síndir, a quien Anstra había recostado tras él contra la pared, se maldijo por sentirse impotente una vez más, mientras sus dedos buscaban nerviosos en su libro algún hechizo que le permitiese detener al guerrero de piedra. «¿Por qué nunca sé qué hacer? ¿De qué me sirve tanto leer este libro, si a la hora de la verdad lo que aprendo no es útil?». Ansp saltaba de un extremo a otro en el fondo de la habitación, atento a su enorme adversario. Este se plantó ante él. Galdwynn y los dos proscritos empujaron con esfuerzo la pesada losa que cubría el primer arcón. La enorme piedra escapó de sus manos y cayó al suelo con un estruendo terrible, pero sin quebrarse. En el interior del arca únicamente había antiguos pergaminos, tan deteriorados por el paso del tiempo que se convirtieron en polvo entre los dedos de Galdwynn. —¡Solo hay papeles viejos! ¡Solo un montón de papeles inútiles! Ansp oyó el aviso con una decepción mínima: hubiese sido un milagro hallar allí el medio de salir, hubiese sido demasiado fácil… El coloso abatió su espada sobre Ansp, quien saltó a un lado a tiempo de evitar el golpe. La hoja del arma cayó con fuerza formidable sobre la puerta de mármol y la destruyó, dejando ver un oscuro túnel al otro lado. Galdwynn lanzó un grito de júbilo. —¡Sí! ¡Esa es la salida! ¡Vamos allá! Corrió hacia allí. Pero antes de llegar a los pies del coloso, un sonido grave, cavernoso, se dejó oír por toda la sala y la puerta de mármol se recompuso a partir de sus escombros, como por obra de unas rápidas manos invisibles. Galdwynn se quedó petrificado ante la visión. Ansp gritó algo que sonó a aviso,
pero Galdwynn no advirtió de qué se trataba hasta que fue demasiado tarde. El coloso le golpeó con el escudo de piedra, con tal fuerza que el guerrero salió despedido por el aire. Dio contra la pared de la sala y cayó al suelo, aturdido. El coloso se plantó frente a él y lo contempló un instante, diríase que satisfecho ante su presa. Luego alzó la bota sobre la cabeza del semiinconsciente mercenario. Iseldyn, que estaba alzando la tapa de otra arca, se giró y chilló horrorizada, pero las palabras salieron de sus labios en su lengua natal, en karnato: —¡Galdwynn, isladas! ¡Deten, gigos, deten! Y el caballero de roca detuvo su movimiento. Iseldyn respiraba con agitación y sus músculos estaban tensos. Un silencio de muerte se apoderó de la cámara. La joven miró hacia Líbax con un temblor en los labios. El viejo mago estaba tan tembloroso como ella, pero hizo un gesto de asentimiento y apremio con la cabeza. Iseldyn dio dos pasos hacia el coloso y habló de nuevo. —Gigos… ya rogo, deten bya satica, ya rogo almabi… El coloso retiró su pie y se dio la vuelta para encararse a Iseldyn. La joven creyó ver unos ojos tras el yelmo, pero la impresión duró solo un instante. El gigante habló a la rubia guerrera en su idioma. —¿Hablas la lengua de las Dos Montañas? —su voz era grave, pero suave y agradable. —Sí, la hablo… también es mi lengua. —Así pues, ¿por qué no has dicho el santo y seña? —No sé… no sabemos cuál es el santo y seña. —Entonces sois enemigos, aunque conozcáis mi lengua. —¿Enemigos? ¿De quién? —De mi rey y señor Salan.
Líbax se decidió a entrar en la conversación. Se aproximó hasta situarse entre Iseldyn y el coloso. —¿Eres tú el Vigilante? —preguntó al caballero de roca. —Así es… mi cometido es guardar la entrada al palacio de mi señor. —¿No sabes que tu señor está muerto? El coloso tardó en responder. Aquellas palabras del mago no eran fácilmente comprensibles para él. —¿Muerto? —Hace ya muchos años. —¿Quién reina ahora, quién reside en el palacio? —El palacio está abandonado, nadie lo habita ya. El Vigilante giró sobre sus talones en dirección a la desaparecida puerta por la que habían llegado los intrusos. Alzó su espada hacia la roca y en su superficie se abrió una ventana, a una altura inalcanzable para los humanos. Entonces, toda la sala emitió un fuerte sonido, semejante al de un tubab, cuyo eco oyeron alejarse por el largo túnel a través de la abertura. Siguió un largo silencio, en el que nadie osó moverse ni decir nada, hasta que el Vigilante bajó su arma y apoyó el escudo en el suelo. La ventana abierta en la roca desapareció. El coloso se giró de nuevo hacia el anciano y la mujer. —Parece que así es: el palacio ha quedado vacío. Nadie responde. ¿De quién dependen ahora mis instrucciones? Líbax pensó rápido, sintiendo que tenían alguna posibilidad de salir con vida de aquello. Hubiese podido decirle que ahora les obedecía a ellos, pero decidió que lo más justo era que el Vigilante conociera la verdad. —Estás custodiando una ciudad muerta. Ya no existe nadie de los que vivieron. Nada queda del reino de tu señor, salvo estas paredes mudas y su historia olvidada.
—¿Y qué debo hacer? —Por el momento, ya que no te dieron una contraorden, deberás seguir en tu puesto —Líbax pensaba en él como el perfecto guardián del palacio frente a la llegada, algún día, de los monjes; si llegaban a encontrar la biblioteca secreta que ellos habían descubierto, seguramente quemarían todos los libros, como muchos años atrás, y grandes cantidades de documentos históricos se perderían para siempre—. Y dejarnos salir. —¿Por qué habría de hacer tal cosa? —Porque de nosotros depende la salvación del mundo que un día gobernó tu señor. —No puedo entender eso. ¿Por qué peligra el mundo? ¿Cómo podéis salvarlo vosotros? —Desde la muerte de tu rey muchas cosas han cambiado. Ahora gobiernan hombres injustos, que han arrancado la religión del pueblo. Nosotros buscamos a nuestro dios para pedirle ayuda. De esta manera salvaremos el mundo. —¿Mi señor ha muerto? Líbax suspiró con impaciencia. —Sí, ya te lo he dicho, murió hace muchos años. —Durante todos estos siglos he sido consciente de que el tiempo pasaba, y que con el tiempo también pasan los hombres. «¡Vaya! Un gigante filósofo…». —No razoné que mi rey también pasaba, y que una era tocaba a su fin. Tantos años… Ahora que mi tiempo ha acabado, no tiene sentido que yo siga existiendo. Debo desaparecer, y hacer desaparecer lo que queda de mi tiempo — alzó la cabeza, contemplando la bóveda de la sala. —¡Espera un instante, te lo ruego! —exclamó el mago, agitado. No estaba acostumbrado a conversar en una lengua que solo empleaba para la magia. ¡Y ahora iba a iniciar una discusión sobre la existencia y sus porqués! Hizo una seña
a Iseldyn para que se acercara aún más, por si necesitaba su ayuda—. Escucha, Vigilante: no pretendas entender el sentido de la vida únicamente por ti mismo, ni decidir que tu existencia ya no es valiosa porque los seres que conociste ya no están. La razón de nuestra existencia no se explica únicamente por su imbricación con la de quienes nos rodean en un momento concreto y en un espacio determinado. Es preciosa por sí misma. Es necesaria porque es parte de la vida en su totalidad. Entiendo lo que te preocupa: tenías una función para con tu rey y sus súbditos, y ahora mismo careces de esa utilidad. ¡Pero no justifiques tu existencia únicamente por tu utilidad hacia aquella gente que ya no está! —Precisamente, mi existencia se definió por mi utilidad. Fui creado para ser el Vigilante y proteger al pueblo de Ítisur. —Tal vez en su origen así fue, pero te lo diré de otro modo: nuestra vida, la de todo ser, es necesaria porque es parte de la vida de los demás, del conjunto de la vida. Y si matamos nuestra existencia, matamos una parte de la vida, de la existencia universal. —Durante muchos años —habló ahora Iseldyn, tragando saliva—, he estado sola en el mundo, sin nadie a mi lado, vagando sin propósito. Pero siempre he tenido mi existencia como algo valioso. El coloso los miró en silencio. El mago continuó. —La vida es una corriente de energía que se fundamenta en sí misma. Tú eres útil no solo porque gracias a tu existencia muchos humanos han vivido las suyas a salvo, sino por el simple hecho de estar vivo. Priva al mundo de tu ser y el mundo morirá un poco. Porque la vida, como entidad global, se compone de todas las vidas; la destrucción de cada una de esas vidas solo conduce a la muerte de todo. El Vigilante observó a cada uno de los viajeros en silencio. Luego se arrodilló ante el mago para poner su rostro al mismo nivel. —Consideras que mi vida es útil por sí misma. Pero simplemente vivir no da sentido a mis días, a mis horas, a mi vigilia. Necesito un cometido a desempeñar. ¿Qué debo hacer a partir de ahora? —Vigila esta puerta, como lo has hecho hasta ahora. Esta montaña guarda secretos importantes para el futuro de la humanidad. Tu cometido sigue siendo
necesario. Guarda bien esta entrada. —¿Guardar, dices? ¿Debo retirar la vida a quien pretenda acceder por ella al palacio? El mago intercambió una mirada con Iseldyn, antes de contestar: —Todas las vidas son preciosas… O deberían serlo. Algunas parecen tener como objeto la negación de la existencia, y su destrucción… Te corresponde la alta misión de decidir qué viajeros han de poder atravesar esta puerta. Si el viajero muestra nobles intenciones, tales como estudiar el palacio y su historia, permítele el paso. Niégalo a quien muestre violencia, codicia, altivez o desprecio, y conmínale a volver sobre sus pasos. Plántale batalla si insiste en su empeño. Si, finalmente, por su insistencia y maldad, o por tu propia supervivencia, te ves obligado a matarlo, hazlo pensando que se trata de alguien para quien la vida no tiene valor, y cuya vida no es parte correcta de las de los demás. —Decidir quién vive y quién muere. Si las vidas por separado dan su dimensión a la existencia, grande es la responsabilidad que en mí haces recaer. —Lo es. Siempre lo ha sido. Piensa que es más costoso construir que destruir, y que este ha de ser únicamente el último recurso. —Lo entiendo. Así lo haré. Ahora marchad. Y apuntando con su espada hacia la puerta de mármol, esta se abrió. Iseldyn se apartó del mago, rodeó al coloso y corrió junto a Galdwynn. Este la miraba sin acabar de entender qué pasaba. —¿Qué le habéis dicho a ese… al gigante? La joven ayudó al guerrero a levantarse. —Que somos gente de fiar. —¿Cómo? —Ya te lo contaré luego.
Y caminó con Galdwynn apoyado en ella hacia la puerta de mármol. Gran parte del grupo se dirigió también hacia el fondo de la habitación, bajo la atenta mirada del Vigilante. Quelbos y Anstra, con Síndir a cuestas, se detuvieron junto al mago. La hechicera parecía frustrada. —No he sabido qué hacer —dijo, con pesar. —Las armas y la violencia no eran la solución —sonrió el primer sacerdote—. Ni lo serán nunca en este lugar —añadió, y se volvió de nuevo hacia el Vigilante para despedirse en karnato—. Si la fortuna me es propicia, volveré a verte algún día. —Te esperaré, viejo hombre sabio, aunque los siglos pasen y pasen otra vez —le respondió el caballero de roca—. Y si envías alguien en tu nombre, el santo y seña será la prueba. Recuerda: «reine el imperio sobre el Gran Llano». —«Vingalus fur Intinas karni» —repitió el mago—. Lo recordaré. Y apoyándose en su vara, Líbax se alejó con sus compañeros a través de la puerta. El Vigilante se levantó, cerró la salida con otro gesto y se plantó frente a ella, a guardarla de nuevo.
* * *
—Entonces, ¿no era malo? —preguntó Voyd al mago Iscanán. —No, claro que no. Por eso los anillos no se iluminaron enseguida. Lo hicieron cuando él nos tomó por enemigos. Entonces fue cuando nuestra vida peligró. Caminaban por los oscuros y húmedos túneles de Sima, ascendiendo por un sendero tortuoso en el que cada vez hacía más frío; estaban próximos a la superficie. —¿Y cómo es que hablaba en karnato? —preguntó Galdwynn, quien caminaba
asistido por Iseldyn. —Por lo que hemos podido deducir, amigo mío, en tiempos remotos la lengua propia de la nobleza, la lengua de los grandes reyes, era esa precisamente: el karnato. No importa si te encontrabas en un continente u otro; era la lengua vehicular entre los poderosos. —¿La lengua karnata… era la lengua de los gobernantes del Continente Central? —se sorprendió Galdwynn. Síndir, ahora a hombros de Ansp, recordó algo. —Galdwynn —dijo—; cuando estuvimos en la Torre Subterránea, en su cima, un relieve mostraba la existencia hace miles de años de un solo continente que fue segmentado en cuatro. Puede que en ese único continente se hablase principalmente en karnato. —Un momento, un momento —pidió Galdwynn alzando una mano—. ¿Has dicho cuatro partes? ¿Quieres decir que hay un cuarto continente? Síndir sonrió. —Como en toda leyenda, hay parte de verdad y parte de fantasía. El libro dice que ese cuarto continente es el habitado por Aretsán y que, tras separarse de los otros tres, ascendió a los cielos desde el límite de los océanos. —Eso dice, ¿eh? —gruñó escéptico Ansp—. ¡Un cuarto continente! —¡Un continente que vuela! —aplaudió Voyd, entusiasmado—. Y seguro que lo habitan hombres que vuelan, también. —Ya has oído a la hechicera, Voyd —intervino Browlie—: es una historia fantástica. Una fábula. Un cuento para… hacer volar la imaginación. ¿No es así, señora? Síndir sonrió de nuevo, pero no contestó. Lo que haría nada más se detuviesen a dormir sería pedirle a Quelbos uno de los tomos de crónicas que llevaba y sumergirse en su lectura. «¿Quién sabe? Si no me convierto en una auténtica hechicera, siempre podré ser
una importante historiadora. El monasterio me tendrá en muy alta consideración y estima», sonrió para sí. Cuando avistaron la boca de salida de Sima, parcialmente cubierta por el hielo, el grupo se detuvo, encendió un fuego e inició la preparación de la cena, un caldo con los últimos trozos de pan duro que llevaban. Galdwynn llamó a Iseldyn a su lado. La joven rubia se acercó y se sentó con los brazos alrededor de las rodillas. —Aún no te he dado las gracias —dijo el guerrero—. Hoy he vuelto a nacer. Y te lo debo a ti. Ella sonrió pícara y desvió la mirada. —Bueno, ya encontrarás el momento y la forma de devolverme el favor. ¡Y luego dicen los monjes que las mujeres solo traemos problemas! Anstra, junto a Galdwynn, la miró mostrando los dientes con gesto guasón. —¿Problemas? ¡Ah! ¡Quieres decir hijos! Iseldyn hundió su bota en el vientre del mercenario, ruborizada mientras Galdwynn reía detrás de ella. Algo más allá estaban Ansp, Líbax, Síndir, Quelbos y Jays. El primer sacerdote resguardaba sus manos bajo las axilas y miraba a los demás con evidente alegría. —¡Bueno, amigos míos! Cuando salgamos a la nieve tardaremos unas pocas horas en llegar al llano. No sé exactamente a qué día estamos; ese túnel tan largo me ha desorientado por completo, pero no creo equivocarme al afirmar que yendo por Averno y por el palacio de Salan Ítisur nos hemos ahorrado mucho camino. —Pero ahora volveremos a zonas pobladas —señaló Ansp—. Tendremos que ir con mucho cuidado. Acordaos los que no sois de mi grupo —miró a Líbax y a Jays— de que nuestros nombres y descripción están anunciados por todo el continente, y la gente nos busca con los ojos puestos en la recompensa. —Al llegar a la primera población nos aprovisionaremos —dijo Líbax.
—Sí, pero casi no tenemos dinero —le recordó Síndir. —Para eso contamos con el mejor ladrón de los Tres Continentes, ¿no es así, Dínxor? —alzó la voz el anciano. Todos miraron hacia el aludido, sentado junto a Qüir y Waldos. —¡De nuevo me adulas, señor Iscanán! —respondió orgulloso el ladrón—. Y aunque, dejando a un lado modestias inútiles, me tengo en gran consideración, la confianza que depositáis en mí es también un compromiso al que habré de responder en justa medida, por lo que me esmeraré en grado sumo. —En resumen —sonrió Líbax a los más cercanos—, que se ocupa de ello. Dukel y Voyd se acercaron muy alegres al grupo de Líbax. —¡Ya hemos acabado la canción! —anunció el chico—. ¡Oíd con atención, pues seréis los primeros! Dukel tomó su ladabur en las manos. Cantó a dúo con Voyd mientras los demás hacían coro dando palmadas.
En primavera la mesonera se quita doce faldas. Y su marido muy sorprendido tiembla y se cae de espaldas, «esa no es mi mujer, esa no es mi mujer la mía es oronda,
inmensa y redonda y tumba mi casa al caer».
Llega el verano y el calor vano, caen otras doce faldas, y su marido, ¡qué pervertido!, la golpea en las nalgas. «¡Qué joya de mujer, qué joya de mujer! Su cuerpo es mi fonda, mi vista le ronda, mis manos me van a perder».
Llega el otoño y la del moño se pone doce faldas, y su marido muy deprimido llora y clama a las almas:
«¿Dónde está mi mujer? ¿Dónde está mi mujer? con toda esa ropa me parece otra su culo no me deja ver».
Ya cuando nieva la mesonera se pone hasta pieles, y su marido desaparecido salta y grita en las nieves, «Busco a mi mujer, ¿dónde se pudo meter? La moza de casa de gorda se pasa, yo aquí no vuelvo a aparecer».
Síndir se puso seria. —¿De quién es obra la letra? —preguntó. Voyd y Dukel intercambiaron una mirada de complicidad y no respondieron. En cambio, Anstra, que se les había unido a la mitad de la canción, no se ahorró un comentario:
—Por eso yo no persigo a las mujeres en invierno; vas quitando y quitando ropa y al final resulta que no hay «chicha». Iseldyn habló desde atrás: —Pero Anstra, todos sabemos que a ti el celo te dura todo el año. —¡Eso, muy bien! ¡Ahora di que soy un animal! Lo que a ti te ocurre es que estás locamente enamorada de mí, pero te da miedo atarte a alguien. —¡Que te lo has creído! —respondió ella, lanzándose sobre el mercenario y emprendiéndola a golpes con él—. ¡Retira eso o me las pagarás! ¡Retíralo! —La verdad ofende, ¿eh? —dijo Anstra entre risas, parando como podía los golpes de la mujer guerrera. Síndir se giró otra vez hacia los autores de la canción. —Sea como sea, y aunque algunos se rían con ella, debo deciros que la encuentro estúpida y de mal gusto. —En ese caso —respondió Voyd, levantándose—, el compositor y responsable es Dukel. —Traidor —el músico agarró al chico por los tobillos y lo hizo caer. Galdwynn dio un aviso de alarma. —¡Los anillos se iluminan!
* * *
Parsus examinaba el blanco paisaje desde las alturas, buscando algún indicio de los humanos. «Los mataré… me hicieron mucho daño y los mataré».
No habían vuelto a aparecer por aquella cueva. Un día entero se mantuvo vigilante sobre la entrada a Averno. Sospechó entonces que tal vez encontrarían otra salida y durante muchos días sobrevoló las cumbres en una y otra dirección. Bajaba a los valles solo para alimentarse y enseguida regresaba a las montañas. Pero seguía sin hallar rastro alguno. Solo nieve por todas partes. «Helvinald estará furioso. Seguro que tendrá otros encargos para mí…». Decidió continuar la búsqueda un día más. Después volvería al monasterio y hablaría con Helvinald. El superior entendería su desaparición de esos días. También él los quería muertos.
* * *
Ateridos por el frío, los ejércitos de Alwinus acampaban a las afueras de Isandor, la ciudad natal de Quelbos. Fue la parada más larga de las huestes guerreras desde su partida de Yende, cuatro días antes. Con la luna como único astro en el firmamento, diez monjes y ocho soldados se introdujeron en la amurallada Isandor. Los soldados de la Puerta Norte reconocieron el huesudo y severo rostro de Alwinus y se apartaron presurosos y con prontas reverencias. La comitiva pasó entre ellos y se adentró en las empedradas calles, iluminadas por antorchas que crepitaban a causa de la humedad de su madera. Uno de los monjes iba en cabeza guiando a Alwinus y a los demás. Cuando llegaba a un cruce no dudaba sobre la dirección a seguir. Pronto se detuvieron ante una puerta de la Calle del Amanecer. Alwinus observó la edificación. Antigua, pero en buen estado. —¿Es aquí? —le pregunto al monje-guía. Este asintió con la cabeza gacha y se apartó a un lado. Alwinus se giró hacia otro de los monjes. Se trataba de Carsys, uno de los
consejeros resucitados con Helvinald, encargado de supervisar el trabajo de Alwinus, pues el nuevo superior de Neroga no se fiaba de él. —Aquí empezó todo —expuso Alwinus—. Es la casa del escribiente Quelbos Beldesán, el que reunió a los demás. Y de alguien de letras como él, cabe esperar que conserve cualquier documento que haya pasado por sus manos. Carsys asintió con la cabeza. Alwinus se dirigió a los soldados. —Echad la puerta abajo. Los hombres buscaron con qué ejecutar la orden. De unas ruinas cercanas se hicieron con una viga y arremetieron contra la recia madera. Pero el improvisado ariete se detuvo a un par de dedos de la puerta, sin llegar siquiera a rozarla. —¿A qué jugáis, idiotas mentales? —tronó Alwinus—. ¡No tenemos tiempo para tonterías! ¡Embestid con fuerza! Los soldados repitieron la operación, pero con el mismo resultado. Alwinus estaba a punto de explotar, pero Carsys le apartó a un lado, ordenó a los soldados que le hicieran sitio y se plantó ante la puerta. Alargó una mano y la posó sobre la superficie, para retirarla de inmediato con un gesto de dolor. —Magia —dijo como única explicación. Alwinus se quedó con la boca abierta unos instantes y luego cerró los puños con fuerza. —¡Esos malditos herejes! ¡No había pensado en ello! De otro modo me habría traído a Jalbán —observó la casa unos segundos más y luego cogió al monjeguía por un brazo—. Está bien. Nada podemos hacer aquí, si de alguna manera podíamos esperar algo de este lugar. Llévanos de vuelta al campamento, Ertys. Soltó su brazo y todos siguieron al guía de la cicatriz en la cara. Pronto giraron tras una esquina y sus pasos se apagaron en el bullicio de la ciudad. «¿Ertys?». El Karnat asomó a la Calle del Amanecer desde su escondite tras la esquina.
«¡Pero si se mató en el Valle Forestal! Y además… ¿monje?». Iba a acercarse a la puerta hechizada cuando alguien le agarró por el brazo. —¡Eh, Ronco! —se trataba de Frivan Dopti, el barbudo mercenario de ropas apolilladas—. ¿Siguiendo a los jefes? Waldam se maldijo a sí mismo por no haberle oído llegar. Dopti le miró, serio. —¿Quién eres realmente? Porque no estás con el ejército solo por el dinero, ¿verdad? Waldam se soltó y caminó en dirección a la puerta. Frivan le siguió y se plantó frente a él, cerrándole el paso. —¡Te estoy hablando, cretino! El Karnat hundió un puñetazo en el vientre de Frivan, que se dobló de dolor, y luego le agarró por el yelmo y lo lanzó de cabeza contra el muro de la casa de Quelbos. El mercenario cayó inconsciente al suelo. «Tienes suerte del casco, capullo; si no, ahora tendrías la cara esparcida por la pared». Se situó frente a la puerta y sonrió. «No parece tener nada extraordinario. Y, sin embargo… —contempló de nuevo la viga en el suelo—, los soldados no han podido echarla abajo. Qué raro». Quiso empujar la puerta por la cerradura, pero enseguida retiró la mano, al notar en aquel o una sensación inesperada. Miró el guantelete. Su color negro había cambiado a un rojo candente. Cualquier otro habría aullado de dolor al notar el acero ardiendo directamente sobre la mano. Waldam simplemente lo contempló, rabiando en silencio. «¡Síndir, hija de una puta portuaria! ¡Juro que he de acabar contigo!». Dos tipos aparecieron tambaleándose tras la esquina, cantando e hipando, y se detuvieron ante el cuerpo de Frivan.
—Mira, Gus: ¡otro borracho! —Las calles ya no son lo que eran, compañero. —Y tú que lo digas. ¡Eh, oye! ¡El de negro! ¡Ayúdanos a despertar a este buen hombre! Waldam los ignoró, y sabiéndose superado por el hechizo de Síndir, dio media vuelta y se alejó del lugar en busca de su caballo. Los dos individuos tiraron las botas de vino a un lado y se aprestaron a recoger a Frivan. —¡Arriba, jefe! ¡Volvamos al campamento! —No vuelve en sí, Gus. —Ha recibido un fuerte golpe en la cabeza. Llevémosle con los demás.
* * *
Seis días más tarde la columna guerrera llegaba a la arrasada Biswald, abriéndose camino a través de la nieve. La visión que ofrecía la ciudad causó desesperación en las filas: muchos abandonaron la formación y corrieron hacia las ruinas, preguntándose qué había pasado. No pocos reclutas temieron por sus familias, que habían dejado en el sur, pues creían que el enemigo estaba más cerca de lo previsto inicialmente. Los soldados más experimentados estaban también furiosos, pero porque no iban a poder disfrutar de la noche de taberna que venían esperando desde que se internaron en las montañas. Carsys y Alwinus reunieron a los oficiales para exponerles lo que consideraban evidente: simpatizantes de los karnatos, tal vez soldados escondidos en las montañas antes de que se cerrasen las fronteras marinas, habían devastado la ciudad y luego desaparecido por donde habían venido; como la nieve obstruía las rutas en toda la zona, las noticias de tamaña desgracia no habían llegado a las provincias al sur de las montañas. Waldam, escuchando oculto cerca de ellos, sonreía para sí: algo en su interior le decía que aquella historia era una patraña, por más que ignorara los motivos. En todo caso, a él le era indiferente; lo importante era salir pronto de las montañas y encontrar a los Buscadores.
Más tarde, algunos soldados aseguraron haber visto a la Sombra de la Muerte cruzar el oscuro firmamento con rumbo norte. Muchos se asustaron, y llegaron a cuestionarse si no sería ese monstruo el responsable de la destrucción de Biswald. Pero Alwinus echó tierra al asunto y llamó idiotas a los que aseguraban haber visto un animal volador en un lugar tan inhóspito como aquel, donde cualquier pájaro moriría sin remedio. Por su parte, Frivan Dopti no había olvidado aún la paliza que le había propinado el Ronco. Junto con seis hombres más, todos ellos alistados en la «Tronadora», aquella noche cogieron al Karnat y le pusieron de espaldas al suelo con un cuchillo en el gaznate. —Muy buenas noches, cabrón —gruñó Frivan. Bajo su casco se veía la venda que protegía la herida—. Creías que todo se terminaría en aquella calle, ¿verdad? —Waldam musitó algo—. ¿Qué dices? —Que esperaba ver otra vez esa cara de mono que te dio tu madre. Frivan propinó un fortísimo puñetazo en la cara al Karnat, pero este lo encajó sin mostrar dolor. —Eres fuerte, muy fuerte, pero no tanto como para sobrevivir a este cuchillo. Y ahora vas a escucharme. Sé que buscas a los ladrones del monasterio. También nosotros. ¿Te suena el nombre del Estilete? Pues estás ante siete de sus mejores hombres. Nos ha contratado alguien muy importante a quien le interesa mucho que se dé muerte a los herejes. Y tú, compañero, nos ayudarás a encontrarlos, pues pareces conocerlos. Así que vas a portarte bien y obedecerme en todo lo que te diga, ¿estamos? Waldam los miró uno a uno y luego asintió. «De momento, sí. No me interesa mataros delante de tanta gente. Pero bajaréis la guardia en algún momento. Y será divertido».
* * *
—El peligro ha pasado —anunció Galdwynn. Los anillos se habían apagado. Síndir miró a Líbax, preocupada. —¿Será la bestia otra vez? —Muy posiblemente, sí. Ha tenido tiempo de reponerse de las heridas que le causaste. No sé si estará buscándonos todavía. Pero será mejor esperar a que los anillos se iluminen de nuevo; vaya donde vaya, tarde o temprano tiene que volver. Ansp miró al mago con desconfianza. —Creo que sabéis algo sobre la bestia que nosotros no sabemos. El primer sacerdote sonrió. —Tengo mis teorías respecto a ella, pero no son más que conjeturas. ¡Bah!, dejémoslo por ahora: mientras no sepa nada con seguridad, solo contribuiré a ponernos aún más nerviosos. El primer sacerdote pensó que aquel lugar y aquellas horas de obligada espera eran adecuados para atender una precaución adicional. Llamó a Arcris y probó con la muchacha un viejo recurso de las provincias del Continente Occidental para cambiar el color del cabello, y que le sirvió también para las cejas y, con especial cuidado, las pestañas. Acabado el tratamiento, Arcris quedó transformada en una bella morena. Quelbos echaría de menos la visión del rojo cabello que tanto iraba aunque, afortunadamente, en un bolsillo de su jubón guardaba el mechón que él mismo cortara, semanas atrás, en aquel granero de Naditris. Aquella noche no se habló mucho más. El sueño les cerraba los párpados, así que organizaron las guardias y se envolvieron en sus mantas.
* * *
Primero desapareció Quaram bajo una avalancha de piedras, y el polvo cubrió toda la escena. Tras él, pero enseguida, se enterró la sonrisa del Karnat, también borrada por una masa de rocas y arena. Cuando todo se ennegrecía, Síndir vio aparecer la cara de un gran lobo negro, de mirada incisiva y terrible… No, no era un lobo… Era una mezcla de muchos animales. Era grande, más grande que ella, y su enorme boca, llena de colmillos, iba a devorarla. Pero al instante se transformó. Ahora era Ansp, ebrio, torpe, gruñendo y bamboleándose con una jarra de cerveza en una mano y su espada en la otra. Poco a poco, sus ojos, antes de lobo y después mucho más monstruosos, se amansaron y parecieron reconocerla. Su cara se iluminó. Guardó la espada y lanzó la jarra a un lado. Se le acercó. De golpe estaba sobrio. Sonrió y extendió la mano para acariciar su rostro. Al o con su mejilla, Síndir la notó áspera, endurecida por los años de manejo de las armas, pero al mismo tiempo cálida, y de algún modo tierna, casi dulce. El guerrero se prodigó en aquella caricia, mientras sus ojos, que ya no eran fieros, ni tampoco inexpresivos ni fríos, le lanzaban promesas mudas y sinceras, y ella las entendía: ese hombre estaría a su lado, siempre. Ansp acercó sus labios y la besó. Fue un beso intenso, propio de un hombre crecido entre armas y batallas, pero al mismo tiempo delicado y cálido, cuyo o apagaba el mundo alrededor, que le traía paz… Luego se separó, retiró aquella áspera mano de su rostro, sonrió de nuevo y se puso a cantar. Una canción melancólica, en la que repetía sin cesar un mismo verso, «fue más que un mal final», hasta que un vendaval de arena lo alzó por los aires y lo envió lejos, por encima de las olas del mar. Luego, sobre un verde césped a la luz crepuscular de un día cálido, ni se sabía cuándo ni dónde, ella misma veía sus manos manchadas de sangre tras tocar el inmóvil cuerpo de Ansp, roto, quieto, muerto… Síndir se despertó con un vacío en el estómago y se incorporó, recostando la espalda contra la fría roca y procurando no mover el pie herido. Más allá, a veinte pasos de ella, Waldos e Iseldyn hacían guardia, ajenos a la joven hechicera y sus sueños. «¡Qué desagradable! Hacía tiempo que no tenía pesadillas. Y son siempre tan raras…». Buscó con la mirada entre los durmientes hasta que localizó a Ansp. El jefe de los Buscadores estaba sumido en un sueño profundo, aunque algo inquieto. De vez en cuando su respiración se volvía más fuerte, gruñía y sus labios parecían pronunciar una palabra, tal vez un nombre. Luego volvía a respirar agitadamente y, a continuación, se quedaba quieto, recuperando la tranquilidad.
Síndir sacudió la cabeza. En medio de tanta huida, de los constantes peligros y amenazas, de los ataques de la bestia, de la desaparición del día, del enfrentamiento con el coloso de roca, de tantos compañeros caídos…, ¿quién de ellos podía esperar gozar de un sueño tranquilo? En cuanto a su pesadilla, ¿qué significaba? ¿Qué significaban la presencia y el estado de Ansp? ¡Y ese final tan desagradable! ¡Esa sangre…! Sintió un escalofrío y se arropó con la piel mientras resoplaba. Su aliento se escapó de los labios en forma de nube blanca. ¿Por qué había soñado con Ansp? Odiaba tener sueños así, en los que una persona se dibujaba de forma diferente a como era en la realidad, y la trataba con mayor cercanía y atención. Al despertar, el sueño la acompañaba durante el día, y distorsionaba su percepción de aquella persona. ¿O tal vez era cuando dormía que su mente reconocía las cosas como eran, sin los burdos intentos de la conciencia de disfrazarlas, excusarlas o directamente negarlas? Meditó sobre aquella posibilidad. ¿Era posible que sintiera algo especial por Ansp? ¿Tenía que ver con aquella breve conversación, en el bosque de Mynirgán, en la que el guerrero le dijo que era alguien digna de confianza? ¿Sus palabras —breves, parcas, pero cargadas de significado— le habían despertado algún interés por él? ¿O era solo la preocupación de cualquier persona por un amigo? Un amigo… Recordó cómo Arcris había expresado, semanas atrás, la relación que imperaba entre los Buscadores: compañeros, no amigos. Sin embargo, Ansp no había dudado en lanzarse contra la terrible bestia para salvarla. A ella. ¿Era tan solo el comportamiento esperable de un guerrero, de un líder? Recordó una vez más sus palabras en Mynirgán: «tú eres de fiar». Respiró profundamente. No era habitual el amor en un hechicero, y mucho menos aconsejable. Se decía que traía mala suerte. ¡Pero ella no era una hechicera corriente! Había aprendido, o mejor dicho, aprendía con unos métodos únicos, con un libro divino, un libro que ningún otro mago de su tiempo había tenido en sus manos. Quizás… ¿por qué no podía ella sentir amor, corresponder al cariño de un hombre…? ¿Acaso no se lo merecía, tras tantas adversidades, tras tanta desgracia, tras perder a sus padres y a su hermanita? Sin duda lo merecía. ¡Por supuesto que lo merecía! La vida no podía ensañarse tanto con alguien y no darle algo a cambio. Aunque… ¿cariño de Ansp? Quizás sí, quizás no; demasiadas cosas y demasiado complicadas para aquellas horas de la noche. Se volvió a tumbar y se durmió.
* * *
Poco antes de la salida del sol, la bestia pasó de nuevo sobre las cavernas de Sima, tras lo cual Quelbos y Browlie, encargados de la última vigilancia, despertaron al grupo. Se abrigaron y salieron. El frío viento de las cumbres les golpeó con fuerza, pero verse por fin fuera de cuevas y subterráneos les arrancó risas de alivio, pese a que el aire volvía a presentar aquel desagradable olor a quemado. —Me había olvidado de él —gruñó Rotalmanys. —Y yo —asintió Arcris—. En las cavernas y en el palacio de Ítisur no se notaba. Ansp miró en torno suyo. La entrada a Sima se encontraba a media ladera de Bidsima, el pico que marcaba el límite norte de las Grandes Montañas, todavía en la provincia de Páramo. Abajo, como si se tratara de uno de los mapas de Quelbos, se extendía la provincia de Aucian, la última que debían atravesar hasta llegar al mar. Resultaba tétrica en la oscuridad de la noche eterna. Pero, tras más de dos semanas en el hielo, los viajeros se reencontrarían con el calor y el bullicio en sus ciudades: Argon, Aziska y Dacosta serían sus siguientes paradas. «Aziska…». Al pensar en aquella ciudad, los fantasmas de su pasado regresaban con mayor fuerza. No se sentía con fuerzas para volver allí. Y sabía el peligro que significaba hacerlo. Observó rápidamente a sus compañeros, y sus ojos coincidieron un instante con los de Síndir, subida a la espalda de Hérites. Notó una sensación extraña, como si sus pupilas hubieran abierto su mente de par en par. ¿Era capaz aquella mujer de leer sus pensamientos? Desvió la mirada, yendo de unos a otros, concentrándose en su fuerza interior, en su capacidad para permanecer en pie, para afrontar cualquier situación. Para seguir adelante. Siempre adelante, porque detrás solo había desolación, dolor y muerte.
—No os durmáis ahora —les dijo a todos, adelantándose unos pasos—. La bestia volverá a pasar. Tenemos que ganar el llano cuanto antes. Galdwynn, ¿estás bien? —Perfectamente, socio —aseguró el aludido, pese a que, a su lado, Iseldyn lo vigilaba atentamente, no tan segura de su recuperación—. Listo para el nuevo día. —¿Rotalmanys? ¿Síndir? —Sin novedad, jefe —contestó el leñador, con su característica y afable sonrisa. —Lista —respondió la hechicera, palmeando afectuosamente el pecho de Hérites, quien también asintió. —Pues vamos. Síndir contempló a Ansp, iniciando la marcha y guiándoles a todos. En el breve momento en que sus miradas se habían cruzado, ella había leído en él una tristeza profunda, comparable a la que atenazaba su propio corazón. El silencio del guerrero guardaba heridas mal cicatrizadas. Tal vez todavía abiertas. Su actitud fuerte, decidida, era el medio que había escogido para seguir adelante, para no sucumbir a sus tormentos. Suspiró. Deseaba encontrar pronto alguna pista que los acercara al Descanso. Confiaba en que Domork los ayudase a curar esas heridas que ni siquiera Guidus podía atender. Bostezando de hambre y sueño, los dieciocho compañeros avanzaron por la nieve hacia el llano, con el viento de las cumbres azotándolos sin tregua.
18
Durante aquel día y gran parte del siguiente, la comitiva descendió por la ladera de Bidsima, abriéndose paso fatigosamente a través de la nieve. Se dieron cuenta del silencio del entorno, de que los lobos ya no aullaban. Síndir pensó en lo que Rotalmanys había predicho semanas atrás: los animales se volvían locos o morían con aquella noche perenne. Los ánimos alternaban momentos de optimismo y euforia, cuando pensaban que pronto abandonarían las montañas y algo más tarde llegarían al mar, y momentos de abatimiento, cuando las fuerzas fallaban o el incesante viento golpeaba con mayor fuerza. La primera noche tuvieron que pasarla a la intemperie, arrimados a los salientes rocosos de la montaña. Nadie durmió, pues temían no volver a despertar, tal era el frío y la debilidad que los atenazaba. Afortunadamente para ellos, la bestia alada no apareció. La noche transcurrió sin hogueras, sin apenas comida, y sin más bebida que agua y las últimas gotas del genebro de Rotalmanys. Pese a que el frío hubiese justificado mantenerse todos en un único núcleo, compacto, se formaron grupos semidispersos, algunos motivados por las complicidades que empezaban a forjarse, como sucedía con Quelbos, Dukel y Voyd, de nuevo inmersos en su creatividad musical.
No me hagas escoger entre el vino y tu ser; ambos son amores que nunca calman la sed. Si acaso tú me dejaras, mucho he de beber,
mas déjame sin jarra y el seso he de perder.
—¡Me encanta! —aplaudió entusiasmado Voyd—. ¡Qué ganas tengo de que la escuchen en la próxima taberna que visitemos! —¡Ya verás, Dukel! —rio Quelbos—. ¡Vas a ganarte más monedas que las que pueda conseguir Dínxor! —Monedas tal vez —el joven músico seguía pulsando las cuerdas del ladabur mientras respondía, algo ruborizado por tal acogida—; y vino también, con algo de suerte. Pero tened por seguro que ninguna mujer se acercará a mí para felicitarme tan efusivamente como vosotros. —¡O quizás sí! —le guiñó un ojo el escribiente—. Quizás alguna quiera demostrarte que su amor puede calmar tu sed. —Mmmm —sonrió el músico—. Es una bonita posibilidad… —¿Por qué estáis siempre pensando en chicas? —les recriminó Voyd—. ¡Hay cosas más importantes en la vida! —Seguro que sí —le miró Quelbos con seriedad fingida—. Dime alguna. Quiero decir, dime una entre las muchísimas cosas que hay más importantes que las chicas. Dukel contuvo la risa. —¡El mar! —respondió el chico—. Vamos a cruzar el mar, y allí hay piratas, tiburones, ballenas, monstruos, demonios… ¡y hasta las diablas del mar! —Que son chicas, al fin y al cabo —apuntó aún serio Quelbos, poniendo a prueba el aguante de Dukel. —¡Son diablas! —protestó Voyd—. ¡Y más nos vale no encontrarnos con ninguna, porque son muy peligrosas!
—¿Qué sabes tú de las diablas del mar? —le preguntó Dukel, realmente intrigado de que el chico tuviera conocimiento de ellas. —Que son ocho en total, cuatro mayores y cuatro menores. Y que seducen a los marineros con la música de sus arpas, hechas de coral y espuma de olas. Los atraen, les nublan el sentido y los ahogan en el fondo del mar. —«Les nublan el sentido» —repitió Quelbos hacia Dukel, con un nuevo guiño. —Tal cual —asintió el joven músico, intentando mantenerse serio. —Luego —continuó Voyd—, usan sus huesos para hacerse palacios y guardan sus almas en jaulas para deleitarse con sus lamentos durante toda la eternidad. Los marineros dicen que cuando se desata una tempestad es por la rabia que siente una diabla del mar al haber perdido una presa. —Vaya, Voyd, me dejas asombrado… —silbó Dukel—. Porque, ¿sabes una cosa? —¿Qué? —¡Que exactamente así es como dice Anstra que son todas las mujeres! —dijo el músico, sacando la lengua y recibiendo a cambio un buen número de bolas de nieve por parte de un enojado Voyd. Algo más allá, Galdwynn se incorporó y dejó solos a Anstra e Iseldyn para acercarse al montículo sobre el cual una figura solitaria contemplaba el llano de la provincia de Aucian. Ansp no se giró, pero Galdwynn sabía que su amigo le había oído llegar. Ambos ocultaban las manos bajo las axilas y tenían la cabeza enterrada entre los hombros. Galdwynn habló, dejando ir un blanquísimo y denso vapor. —¿Cómo estás, socio? Ansp miró unos instantes al oscuro cielo, y luego volvió a fijar la vista en la pradera. —No me hace ninguna gracia volver a Aucian, Galdwynn. —Lo imagino. Pero tenemos que llegar a los karnatos cuanto antes. Los demás
no entenderían que se tomase otro camino ahora. —Lo sé, lo sé. Pero estoy pensando en separarme del grupo y largarme a Cabo Norte. —¡Ni se te ocurra! Formas parte de los Buscadores, y todos confían en ti para que nos guíes… —Podrías hacerlo tú. —Tal vez. Pero piensa también en los monjes, y en la recompensa que ofrecen por nuestra captura: tarde o temprano alguien de por aquí te reconocería y caerías en manos de la Orden, si no te cuelga antes algún gobernador. ¿Recuerdas la mazmorra del monasterio? Yo no la olvidaré nunca, socio. Juntos, con el mago y esos forajidos, tienes más opciones de sobrevivir que yendo solo. El guerrero, tras unos instantes de silencio, se giró hacia Galdwynn. —Fue en Biswald —dijo. —¿El qué? —Lo de Shaina. Galdwynn abrió la boca sin saber qué decir. —No tenía ni idea —habló al fin—, pensaba que había sido en algún pueblo de los alrededores de Argon… —se puso ante su amigo—. ¿Por qué no me lo dijiste antes? —He tratado de olvidarlo, Galdwynn. Tengo que olvidarlo. —Deja que sea el tiempo quien lo borre, socio. No ha pasado demasiado. Date tiempo. Detrás, a cierta distancia, se oyó a Quelbos y a Voyd reír con ganas. —Galdwynn —Ansp miró fijamente al bigotudo guerrero—, cuando rememoro aquel día de la taberna… lo recuerdo todo, ¿te das cuenta? ¡Todo! Era consciente de lo que hacía, por mucho hidromiel que hubiese bebido. Sabía lo que hacía,
pero lo hice… Y tú lo has dicho: no ha pasado tanto tiempo. No sé… a veces creo que sigo siendo un soldado de Xokram… —Eres nuestro jefe. Y un Buscador. Ya no eres ni un soldado ni un mercenario. Ahora todo aquello ha quedado atrás. Estamos buscando nuestro retiro, ¿no es así? —¿Crees que Domork me itirá en el Descanso? —No puedo responderte a eso. Dicen en Lunsatar que algunos errores no se pueden pagar en vida. Pero solo Domork sabe si ya has pagado o no. —¡Yo sé que no! —tronó Ansp, desesperado—. ¡Tú lo has dicho! ¡Hay errores que no se pagan nunca! ¡Y yo sé que lo que hice es horrible, que no tiene ni remedio ni perdón! ¡Y lo hice, maldita sea, lo hice! —No eras tú, socio. —¡Díselo a esa pobre chiquilla! ¡Y a su padre! Si hubiese sido tu propia hija, ¿qué hubieras hecho? ¡Piénsalo, Galdwynn! ¿Qué hubieras hecho tú? El bigotudo guerrero le dio la razón con una mirada apesadumbrada. —Te hubiese matado —dijo. Y tras una pausa, añadió, ahora encendido por ver a su amigo atrapando sin remedio en aquel sufrimiento—: ¡Pero si quieres buscar culpables, culpa también a Sehremán Gunktark! ¡Y a ese capitán que te instruyó! ¡Y a todo Xokram, y a Kalyrs y sus monjes! ¡No quieras cargar con todo tú solo! ¡No es tan simple! Ansp se dio la vuelta, agitando su mano en un gesto de agotamiento. —¿Dices que hay errores que no se pagan nunca? —continuó Galdwynn, aún airado—. ¡Pues yo creo que ya has pagado! ¡Con creces! ¿Acaso lo de Shaina no es suficiente castigo? Ansp se giró, rabioso, agarró a su amigo por el cuello de la camisa y clavó una mirada furibunda en sus ojos. —¡No! ¡Eso no lo perdonaré mientras viva! ¡Ella no tenía nada que ver, y tú lo sabes! ¡Su muerte no era la solución! ¡No lo es! ¡Ojalá no hubiese matado a
aquel cabrón tan rápido! ¡Se merecía algo mucho peor! ¡Le habría hecho pagar su canallada durante días! ¡Le hubiera…! Lentamente, notando el temor en los ojos de Galdwynn, dejó ir su camisa y bajó la cabeza, sintiéndose mezquino y furioso a la vez. —Perdona, amigo. —Tranquilo, socio. No pasa nada. No ha sido fácil para ti llegar a Biswald y verla incendiada, ¿me equivoco? El jefe de los Buscadores sacudió débilmente la cabeza, resistiéndose a dejar escapar una lágrima que se sostenía precariamente del párpado. —Es como si la hubiesen quemado por segunda vez.
* * *
El cuadragésimo primer día de invierno llegaron al llano y a la frontera entre Páramo y Aucian. No había guardias fronterizos, pues no hacían falta: ¿quién en su sano juicio iba a cruzar las montañas en invierno y después de la gran nevada? Síndir se dio cuenta de que Líbax observaba las nevadas cumbres que quedaban por fin atrás. Pidió a Hérites situarse a su lado. —¿Qué ocurre? —preguntó al mago. El primer sacerdote se encogió de hombros, antes de responder. —Las montañas. Sigo sintiendo en ellas un poder inmenso, como si estuviesen bajo un hechizo increíblemente fuerte. —¿Qué queréis decir? —Mira, Síndir. En todos mis años en el Hogar he conocido a muchos hechiceros. Algunos muy poderosos. Y aun así, ninguno generó una energía tan grande como
la que percibo ahora. Síndir se giró hacia las altas cumbres. Líbax continuó hablando. —¿No lo notas tú? La joven negó con la cabeza. —Pues yo sí, y percibirlo a esta distancia resulta estremecedor. Tanto poder… —¿Puede tratarse de Helvinald? —Si es Helvinald, se ha aliado con algún ente espiritual, poderes prohibidos de la ultratumba, fuerzas que nunca se han de invocar porque son más fuertes que nosotros… —de pronto se quedó mudo de asombro, perplejo y asustado, igual que Síndir. Fue Guidus, el curandero, quien llamó la atención de los demás sobre el extraño fenómeno que se desarrollaba en las montañas. Todos sin excepción se quedaron petrificados y recurrieron a un angustiado omnidón. Desde las cumbres nevadas que vigilaban el paso de Biswald se elevaba una nube polvorienta de color blanco, de dimensiones extraordinarias, titánicas. Lo que en un principio creyeron que era una gran y potente luz resultaba ser la nieve de las montañas que se separaba de la roca y ascendía con lentitud hacia la negra bóveda celeste, creando algo parecido a un continente de hielo que imitaba lo que en las leyendas había hecho el Continente de Aretsán. Ganaba altura, cada vez más, y debajo los picos quedaban, por primera vez en muchos siglos, completamente limpios, desnudos, oscuros como el cielo de la noche eterna. Voyd corrió junto a Galdwynn, riendo nervioso. —¿Has visto? Nieva hacia arriba. —Cállate, Voyd. Esto es una mala señal. La nieve flotante quedó definitivamente suspendida en el cielo sobre el paso, inmóvil y silenciosamente amenazadora. Líbax parpadeó varias veces y se dio la vuelta.
—No entiendo nada, como es ya costumbre en los últimos tiempos. Pero sé que no presagia nada bueno. ¡Vámonos! Tengo la impresión de que si continuamos aquí acabaremos por lamentarlo. ¡Vamos, he dicho! ¡Ansp, guíanos! Reanudaron la marcha con paso apresurado, girándose a menudo para dirigir miradas inquietas y supersticiosas a aquella masa de nieve.
* * *
Alwinus contemplaba la nieve flotante con aparente satisfacción. —«Puede que no me guste Helvinald, pero hay que reconocer que hace las cosas bien». Aquí y allá, movilizados por Carsys, los monjes elevaban sus voces desde distintos promontorios, dirigiéndose a las tropas. —¡Ved el grandioso poder de nuestro señor Kalyrs! ¡Ved cómo nos abre el camino! ¡Nos observa en todo momento! ¡Y nos premia: sabe que marchamos hacia sus enemigos, hacia los herejes del norte, para darles muerte en su nombre, y con su enorme poder eleva la nieve a nuestro paso! ¡Oh, alto Kalyrs, por tu senda caminamos! ¡Seremos merecedores de morar a tu lado! ¡Valor, fuerza y fe! El rocoso terreno dejaba a la vista cadáveres hasta entonces ocultos bajo la nieve, y no faltaban quienes se lanzaban sobre los restos en busca de dinero, o para apropiarse de partes de su vestimenta, hurgando con dificultad y avidez en los rígidos cuerpos. Podían llevar allí semanas, meses o años: el frío los había preservado y era imposible determinar cuándo habían muerto. Solo en algún caso Alwinus tuvo la certeza de que el autor de la muerte era Parsus, a la vista de la herida infligida, o porque al cuerpo le faltaba la cabeza, o el torso superior. Además, aquella era su ruta habitual entre el monasterio y Aziska, la capital de Aucian. Y, sin duda, era gracias a Parsus que Helvinald había sabido cuándo alzar la nieve para que sus tropas avanzaran. «Dos seres inmundos, a cual peor —se dijo Alwinus, mientras se encaminaba a su puesto en la vanguardia, lista para avanzar—. Bueno es estar todos en el
mismo bando. Pero no sabría decir cuál de los dos, Helvinald o Parsus, tiene menos escrúpulos cuando decide arremeter contra su propia gente…». La columna se puso en marcha de nuevo, operación que requería su tiempo, pues el ejército sumaba ya más de ocho mil guerreros, entre caballeros y soldados de a pie. Entre ellos caminaban Waldam, Frivan y los hombres de este último: Gus, Sam, Gisbis, Ristófanes, Abiz y Basilmo, todos ellos asesinos expertos. Waldam no podía ver, desde su puesto en las filas mercenarias, a los que marchaban en cabeza, de los que Ertys era quien más picaba su curiosidad. ¿De dónde había salido? ¿Por qué ahora era un monje? ¿Qué demonios hacía en las huestes guerreras que se iban a enfrentar a los karnatos? No había otra explicación a su presencia allí que la de haber sido obligado por alguien. «Sea como sea, si no murió en el Valle, sigue habiendo un acuerdo entre él y yo. Un acuerdo anterior». No en vano, meses atrás había tenido que enfrentarse al pueblo de El Aljibe al completo para salvar a aquel individuo de la horca, por más que su captura se hubiera logrado gracias a la trampa ideada por el propio Waldam. Haciendo que lo prendieran y luego liberándolo él, se aseguró la fidelidad del ladrón. Pobre imbécil. Pero, aunque imbécil, tenía un gran talento, y eso era lo esencial. Y era el tipo de persona que le gustaba a Waldam: sin escrúpulos, lleno de odio, movido por la sed de venganza. La misma que él le había prometido obtener acompañando a los Buscadores. El Karnat intentó otra vez divisar al ladrón desde las filas. Nada. «De algo no hay duda: Ertys está actuando en beneficio de los monjes. ¿Quién más adecuado que un Buscador para encontrar al resto? La Orden no es un rival desdeñable: solo espero poder tomar de nuevo la delantera».
* * *
Al día siguiente, poco antes del mediodía, los Buscadores divisaron Argon, la primera ciudad importante de la provincia de Aucian. Anstra también vio otra
cosa. —¡Mirad al oeste! ¡Esa depresión del terreno! ¡Es el Correllano! Ansp cayó entonces en la cuenta de que no habían visto el río en Biswald. La nieve caída en las montañas debía haberlo ocultado, pues el guerrero recordaba haber paseado junto a ese río varias veces, con Shaina… —Nace en las montañas —explicaba Anstra a sus compañeros—, pero a menudo la nieve lo sepulta y entonces los extranjeros creen que nace del lado de acá de Sima. Creo que fue un tipo del sur quien le puso el nombre de Correllano. ¡Qué estupidez llamar así a un río que tiene gran parte de su recorrido entre las montañas más altas del mundo! —Pero… no lleva agua —observó Voyd. —¿Cómo? —el grueso mercenario pensó que el chico hacía una de sus bromas —. No tiene ninguna gracia, mejor cierra el pico. —¡Pero es verdad! —insistió el jovencito—. Es puro hielo. Y ni siquiera hay mucho. Rotalmanys se giró hacia Quelbos, Arcris y Síndir. —Los efectos de la noche eterna van a más: aumenta el frío, el sol no deshiela la nieve, ni hay lluvias, por lo que los ríos pierden caudal, hasta que desaparece su agua o, si les queda algo, se congela. —El río pasa por Argon —observó Síndir—. ¿Cómo estarán viviendo este problema? —Yo te lo diré —respondió Anstra, con el rostro serio—: a falta de agua, echarán mano del vino y la cerveza hasta para dar de beber al ganado. —Lo pregunto en serio, Anstra —le reprendió la hechicera. —¡Y serio es el asunto! ¿Tú sabes a qué precio van a cobrarnos la bebida? ¡El mundo se encamina a su perdición! —gruñó el mercenario. Líbax llamó a su lado a Dínxor, con gesto discreto.
—Escúchame —le dijo—; todos estamos hambrientos y sin un triste óbolo de cobre en los bolsillos. Nada más entremos en Argon, mézclate entre la gente y consigue lo que puedas, teniendo en cuenta que ahora la comida nos costará mucho más cara que antes de cruzar las montañas. Y ya lo has oído: puede que incluso haya que pagar por beber agua. —Delo por hecho, señor mío —contestó el ladrón con su habitual petulancia, pese a que también él presentaba un aspecto que denotaba su profunda fatiga. —Pero sé discreto, por lo que más quieras. No queremos llamar la atención sobre nosotros. —Me conocéis suficiente como para saber que no actúo de otro modo que discretamente. Es algo intrínseco a la elegancia, y si algo puedo decir en mi favor, señor, es que soy un hombre elegante. No me ofendáis pensando otra cosa. Líbax asintió, con una ligerísima sonrisa de asentimiento. «¡Qué vergüenza, pedir dinero a un ladrón!».
* * *
Cuando el viajero llegaba a Argon y preguntaba por un sitio animado, de gente agradable, con buen vino y asiento, los lugareños siempre le indicaban un mismo establecimiento: La Obesa Tabernera. Su fama rivalizaba con la de la taberna de Tedán, en Yndrakas. Era un establecimiento de dos plantas, las dos formidablemente grandes, aunque el humo acumulado dificultaba percibir esa inmensidad. Hileras de toneles y cubas de oscura madera se apilaban a modo de tabiques, creando salas de diverso tamaño, si bien todas igual de alborotadas, y muchas de ellas desprovistas de mesas, permitiendo así el libre ejercicio de baile y bebida. Alguna vez llegaba una caravana de gitanos a la ciudad, trayéndose consigo al oso danzarín, y tras las actuaciones de rigor a las afueras de Argon, o en ocasiones en la mismísima Plaza Central, todos, incluido el oso, acababan en La Obesa Tabernera, bebiendo litros y litros de cerveza… Un oso borracho era temible, según el tabernero, pero
¡cuántos curiosos se acercaban a verlo! Y si en Yndrakas había doce muchachas sirviendo en el local de Tedán, en Argon había veinte los días de menos trabajo, y hasta veinticinco cuando la ciudad celebraba alguna fiesta. Muchos comerciantes habían propuesto a Rondus Dasbirán, el propietario de La Obesa, ampliar el negocio y convertirlo en una casa de comidas, pero Rondus se negaba a ello, no queriendo tentar a la suerte; aquella era una casa para beber y reír, para fumar y contar las más increíbles historias, para salir del mundo diario y entrar en otra dimensión, en un paraíso de vino, hidromiel, cerveza, zumo de bayas y licor de madroños, para cantar, sin importar estar poco dotado para cantar.
Teniendo pan y cerveza el día se afronta mejor, te aporta la entereza del más aguerrido señor.
Todos allí parecían absortos en sus respectivas jarras, con las que intentaban sobrellevar la situación política. Rabiaban al pensar en el reciente y traidor ataque llevado a cabo por los karnatos contra la ciudad portuaria de Dacosta. Y esperaban ansiosos la llegada de los ejércitos del sur. ¡Darían su merecido a los cobardes norteños! La ciudad de Dacosta estaba arrasada, arruinada, ¡pero los aucianos no olvidaban! Era ya tarde, y muchos estaban allí desde temprano por la mañana, algunos dormitando precariamente sobre la barandilla del piso superior. Y si acaso parecían ajenos a cuanto sucedía a su alrededor, solo era así en apariencia. Cuando la puerta se abrió, decenas de miradas confluyeron en ella. Entró un tipo musculoso, con el rostro medio oculto por la capucha de su capa de viaje, que no obstante mostraba un mentón sin afeitar; «olía a meses», como se solía decir en Aucian, y parecía profundamente cansado. Nadie allí le saludó, lo que significaba que era un extranjero. ¿Un mercenario sin trabajo, tal vez? Detrás asomó un viejo, vestido con una túnica y llevando en su mano una vara; un filósofo, un sabio… o quizás tan solo un viejo al que la mala fortuna o los malditos norteños le habían dejado sin hogar. En todo caso, otro extranjero. Tras
ellos entraron un alto y forzudo hombretón con un brazo en cabestrillo y una joven de rubios cabellos agarrada del brazo a otro guerrero. —Cinco… —susurraron algunos. Cuando entró Anstra, muchos en la taberna llevaron sus manos al arma que llevaban en el cinto, en la mochila o en la bota. Pero tras el sucio y greñudo mercenario aparecieron otros hombres y mujeres más, cuyo número final no importaba ya, pues superaban el de seis. Todos se relajaron y volvieron a sus asuntos y preocupaciones. No importaba que los recién llegados estuvieran heridos, hambrientos y cansados hasta lo indecible; aquellos eran días difíciles para todos, sobre todo después del ataque a Dacosta. —A este sitio no había venido nunca, y parece estar francamente bien — comentó Anstra a sus compañeros—. Veremos si hace honor a su nombre y tienen buena comida. Aunque, la verdad, no veo ni un triste cuenco de sopa… Se dirigió a la barra y golpeó la madera, tras la cual había una camarera morena rellenando cinco jarras con cerveza. El mercenario sostenía en la mano izquierda una bolsa con su parte del dinero conseguido por Dínxor. —¡A ver, guapa! —sonrió—. ¿A cuánto va aquí la cerveza? —Un real de plata. —¡No, mujer! ¡Quiero decir a cuánto va la jarra! —Eso es lo que he dicho: un real de plata. Anstra golpeó con ambas manos el mostrador, enfurecido. —Pero ¿qué broma es esta? —gritó a la muchacha—. ¿Dónde se ha visto que una jarra valga tanto? —La guerra… —se limitó a decir ella, buscando con la mirada al dueño del local. —¿Tú te lo crees, amigo mío? —siguió gritando Anstra en dirección a Galdwynn— ¡Es inconcebible! ¡O nos toman por idiotas o el mundo se ha vuelto loco en nuestra ausencia!
Galdwynn le indicó con un gesto que guardara silencio, pues estaba atrayendo la atención de todo el mundo y lo que menos necesitaban era hacerse notar, si de alguna manera era posible. Entonces, alguien posó una mano sobre el hombro de Anstra. El mercenario se giró y halló ante sí un hombre enorme, más alto y corpulento que Rotalmanys, con barba y bigote a medio crecer, tez morena y sus más de cuarenta años marcados en las arrugas, el pelo escaso y las bolsas bajo los ojos. En una oreja llevaba una anilla a modo de pendiente, y de sus labios pendía larga y oscura una vieja pipa de toscos grabados. Vestía con un oscuro delantal, húmedo y mugriento, del que se podía decir que hacía las veces de muestrario de los vinos y licores de la casa. Apretó las mandíbulas y cruzó los brazos de pie ante Anstra. —¿Qué ocurre aquí? El mercenario no se quiso dejar intimidar, no delante de una camarera desconocida. Así que también cruzó los brazos y alzó la cabeza, mientras Galdwynn optaba por no mirar. —¿Y tú quién eres, pedazo de armario? ¿Has venido a por tus sopitas? El hombretón bufó como un toro, se le hincharon las venas de la cara y entrecerró los ojos. Agarró a Anstra por debajo de las axilas y lo alzó en vilo sobre su cabeza, dispuesto a lanzarlo contra la pared de más allá de la barra. Y así hubiese sido, pero oportunamente acudió Líbax Iscanán, quien intercedió en favor del mercenario. —¡Deténgase, por favor! —¿Por qué he de hacerlo? —preguntó aquel, con Anstra pataleando en el aire— ¡Este tipo me ha insultado y le voy a dar una lección! —Pero hágase cargo; hemos estado tres semanas en las montañas y mi amigo está cansado y nervioso. Cuando aquel enorme individuo oyó lo de «tres semanas en las montañas», la sangre dejó de correr por sus venas durante unos segundos.
—¿Por las Grandes? —balbució—. ¿Tres semanas? El viejo mago asintió. —¿Y por qué? —preguntó el otro. Líbax entonces soltó algo que parecía tener preparado ya antes de entrar allí. —Para abrir camino —dijo—. Somos un grupo de exploración de los ejércitos del monasterio. Mi nombre es Húbax Caneote, miembro del Consejo Monástico. El del delantal se quedó lívido, dejó caer la pipa de su boca, bajó a Anstra hasta el suelo y se arrodilló ante Líbax, besando los bajos de su túnica azul, que podía, con un poco de buena fe, ser tomada por el hábito de un alto monje. —¡Perdón, ilustre! —dijo tembloroso—; no sabía nada, no podía…, yo… Excusad mi comportamiento y sentaos. Invita la casa. Mi nombre es Rondus Dasbirán, dueño de La Obesa Tabernera. ¡Canea! ¡Magrys! ¡Nohu! ¡Traed bebida para estos señores, al momento! —se dirigió a una mesa ocupada únicamente por tres individuos flacos y borrachos, que se apresuraron a dejar libre el sitio a los recién llegados «ilustres»—. ¡Vamos, vamos, fuera de aquí! ¡Ya habéis estado sentados mucho rato! ¡Fuera he dicho, malditos curiosos! —se inclinó ante Líbax con una sonrisa, señalando la mesa con su enorme brazo izquierdo—. Sentaos, sentaos, que al punto os servirán, ilustre. Y corrió hacia la barra con el rostro encendido, lanzando maldiciones contra las muchachas y moviendo ampulosamente los brazos. Tres chicas llegaron con jarras, copas e incluso panes y quesos de la despensa del propio Rondus. Anstra asistía al femenino trajín con una sonrisa de oreja a oreja. Y cuando Nohu, una guapa mestiza de cabello rizado, pasó junto a él para llenar su copa, el mercenario le golpeó en el trasero y la sentó sobre sus piernas. La joven, en aquella situación, se habría puesto a repartir bofetadas, pero sus ojos se encontraron con los de Rondus, quien negó con la cabeza. Nohu optó simplemente por zafarse del abrazo de Anstra y volver a la barra. —¡Por tu madre, Anstra! —le susurró Iseldyn—. ¡Frena esas manos o yo misma te las cortaré! El viejo trama algo y vas a estropearlo con tus memeces. Síndir, depositada suavemente por Hérites en una silla, no sabía cómo rehuir las miradas de los muchos hombres y mujeres reunidos en la taberna. La inminente
llegada de los ejércitos los llenaba de alegría y estaban ávidos de oír las noticias y explicaciones de aquel alto monje, pero no entendían la presencia de las tres mujeres en aquella avanzadilla. La hechicera tiró de la manga a Líbax. —Como truco para beber gratis no está mal —le dijo al oído—, pero creo que os habéis extralimitado, maestro. —¡Bah! Se trata de echarle cara al asunto. Cuanto más convencidos estemos nosotros, más lo estarán ellos. —¿Qué es eso de los «ejércitos»? —Bueno, podía ser un simple rumor, pero tenía que arriesgarme… y me ha salido bien. Los dieciocho viajeros tenían asiento, muchos generosamente ofrecidos por los argeos más próximos. Incluso hubo quien les ofreció la comida que llevaba en su mochila, aprovechando luego para quedarse alrededor de la mesa y contemplar a tan eminentes personajes. Pero uno de los recién llegados no probaba el vino, ni el hidromiel, ni siquiera el licor de madroños, la bebida típica de la región, y se mantenía en silencio, con la capucha calada, ocultando su rostro. Rondus se inclinó junto a Ansp, preocupado. —¿Ocurre algo con el vino? ¿No es de vuestro agrado? —El vino está bien, Dasbirán… pero hoy no puedo beber. —No lo entiendo, después de tan larga y difícil marcha… —Ha hecho una promesa, Dasbirán —improvisó Galdwynn, sentado junto a su jefe y amigo—. Os ruego que no insistáis. Rondus se incorporó, levantando las manos y arrugando los labios. —No insisto, no insisto… pero es una lástima. Pasaron unos minutos sin que nada cambiase. Los compañeros bebían y comían bajo la atenta y ansiosa mirada de los curiosos y nerviosos argeos, que formaban un círculo alrededor de la mesa, manteniendo siempre una respetuosa distancia.
El silencio era casi total. Entre la multitud se abrió paso entonces un hombre alto y delgado, de ropas elegantes y andares de quien ha sido criado en una buena familia. Su barba estaba limpia y bien cortada. Sus manos presentaban unas uñas bien limadas e impecables. Su rostro era bello, con las arrugas de la madurez anunciándose ya, suavemente. Se acercó con la bordada capa recogida alrededor de su antebrazo izquierdo y se quitó el sombrero de piel al llegar junto al mago. Dos hombres que le acompañaban, presumiblemente sus escuderos o criados, permanecieron en el círculo de curiosos. —Señor, os saludo. Mi nombre es Imons Tarkis —se presentó. Líbax dejó la comida y contempló al recién llegado con detenimiento, con los ojos entrecerrados y las espesas cejas ocultándolos. Luego dijo: —Pues eso está muy bien, señor Tarkis. Os felicitaría, aunque en general todos tenemos un nombre. Es un derecho básico de toda persona. Y una obligación de todo padre hacia sus hijos, añadiré. Síndir golpeó al mago en el tobillo con el pie sano. El primer sacerdote no estaba siendo nada prudente. Imons Tarkis no disimuló su turbación. —Pero… es decir… Sabéis quién soy, ¿no? ¡Habréis oído hablar de mí! —¿Cómo habéis dicho que os llamáis? —Tarkis… Imons Tarkis, natural de Yende, pero establecido en Argon desde hace muchos años. Síndir, temiendo que el mago careciese de algún buen recurso para salir airoso de aquella situación, se adelantó, esforzándose por aparentar serenidad y firmeza. —Disculpadnos, señor Tarkis; confío que no os ofenderéis si os pregunto por qué debería conoceros el padre Húbax. —Por un motivo muy simple —respondió Imons, molesto por tener que dar
explicaciones—: yo soy quien coordinó el regreso a Kalyren de los monjes desplazados al Continente Norte. Líbax sonrió y adoptó una actitud amable. —En ese caso, no debéis culparme por no conoceros. Mi nombre es Húbax Caneote, y estoy convencido de que vos tampoco me conocéis ni de oídas. Tarkis le miró receloso, pero negó con la cabeza. —Y no es extraño, Tarkis —siguió Líbax—, pues hace tan solo un mes que ocupo mi puesto en el Consejo. —¿Un mes? —Imons pareció tranquilizarse—. ¿Ha habido cambios en el Consejo? —Muchos cambios, diría yo. Empezando por Alwinus, el superior. —Sí, eso lo sé; un monje llamado Helvinald ocupa su cargo ahora. Rondus Dasbirán acercó un sillón para el noble y lo situó entre Líbax y Ansp. —Precisamente —asintió el mago—. Y el padre Helvinald me hizo ocupar el sillón que dejaba vacante el hermano Jalbán. —¿Jalbán destituido? —se sorprendió Imons—. Pero… ¿cómo puede ser? ¡Se trata de uno de los hermanos más importantes! —Se trataba, diría yo. Fue sentenciado a morir y ajusticiado a las pocas horas — Síndir propinó un segundo golpe en el tobillo al mago. —¡No os creo! ¡No tiene sentido alguno! —¡Sí lo tiene! —insistió Líbax, esforzándose por parecer serio, preocupado y convincente—. Helvinald está llevando a cabo el exterminio de toda aquella persona que estuvo en o con el Sacerdocio de la Magia. —¡Es cierto, yo lo vi! —gritó uno de los argeos entre la multitud—. ¡Arrestaron a dos brujos en Brayden tres semanas antes de la gran nevada! ¡Y se los llevaron encadenados hacia el sur!
—¿Lo veis? —sonrió levemente el viejo mago. —Es terrible —Imons Tarkis fijó la vista en la madera de la mesa—. De todos es conocida la persecución de los hechiceros por parte de la Orden, y no puedo censurarla, pues a menudo esa gente tiene trato con espíritus que no deben ser molestados… Pero ¿Jalbán? Él es un hombre cabal, y fiel a la Orden y al Consejo. No puedo entenderlo. Tiene que tratarse de un error… —Sus motivos tendrá el padre superior, y no me corresponde a mí cuestionarlos, sea cual sea mi postura —concluyó Líbax, posando una mano sobre el hombro del noble—. Son tiempos difíciles, amigo mío. Los argeos aglomerados allí cuchichearon sobre aquello, alimentando el tema con las últimas noticias que habían llegado a la provincia antes de la gran nevada, casi siete semanas atrás. Pero los problemas en la dirección del monasterio no les interesaban tanto como las nuevas relativas al ejército. Nuevamente fue Imons Tarkis el que habló. —¿Y qué se sabe del grueso del ejército? —En estos momentos están atravesando el paso de Biswald. Los aucianos congregados en La Obesa rompieron en gritos de emoción, haciendo chocar las jarras y los vasos para celebrar la noticia. —¿Y qué más? ¿Cuántos son? —Comprended que es un secreto —dijo Líbax, inclinándose hacia el noble con la expresión que creyó más apropiada para un monje que prevé una guerra corta y exitosa para su bando—, hay muchos espías; únicamente puedo anticiparos que se trata de un número superior a seis mil hombres. Hubo otro entusiasmado brindis. —¿Más de siete mil, quizás? —insistió Imons. —Y más de ocho —dijo Líbax, estirándose perezosamente. Guiñó un ojo a la multitud—. Caballería aparte. El júbilo fue ya incontenible. Los argeos vaciaron sus últimas monedas sobre la
barra de Rondus, dispuestos a beber hasta caer sin sentido, y muchos salieron con sus copas a bailar por las calles, gritando una y otra vez, entre hipidos: «¡Viva la guerra que acaba con los reyes!». En el interior de la taberna, empero, Líbax adoptó una actitud sombría y enigmática para dirigirse a Imons en voz baja. —Amigo Tarkis —le dijo—, ahora que la atención de todos se encuentra distraída, puedo explicaros el motivo real de nuestra presencia aquí, y que os atañe personalmente. —No os entiendo. —¿Hasta dónde llega vuestra fidelidad hacia el monasterio y Kalyrs? —¡Daría mi vida y mis bienes por ellos, si fuese necesario! —Estaba seguro de recibir esta respuesta. Bien, escuchad con atención —miró a ambos lados para asegurarse de que los curiosos ya no les prestaban atención—: necesito vuestra ayuda para llegar a las costas de los karnatos. —¿Qué decís? —Escuchad os digo. No puedo explicaros los detalles. Al principio he fingido no conoceros, pero el padre superior Helvinald me dio vuestro nombre para que me auxiliaseis en mi tarea. Sois el hombre que busco, Tarkis. Tenéis que proporcionarme el medio de llegar al Continente Norte antes de que la guerra empiece oficialmente. —¿Estáis diciéndome que el Consejo os envía como espías a los karnatos? —Como comprenderéis esto no ha de trascender. Debéis proporcionarme una nave rápida, silenciosa y pequeña, con una tripulación experta y un capitán que conozca bien aquellas costas, así como el lugar más apropiado para desembarcar. Y ropa de incógnito, y comida y bebida para la travesía y varias semanas en el Norte. —No os preocupéis. Contad con ello. Solo hay un inconveniente… —¿Y cuál es?
—La Sombra de la Muerte. —¿De qué habláis? —De la bestia que aterroriza el país. ¿No habéis oído hablar de ella? —Desgraciadamente, sí. ¿Está por estos lares? —Va y viene continuamente. Creímos en un principio que el ataque a Dacosta era cosa suya, hasta que llegaron los emisarios del gobernador. —¿Qué ha pasado en Dacosta? —¿No lo sabéis? —Hemos estado mucho tiempo en las montañas. —Pues los karnatos atacaron y arrasaron Dacosta, no hace ni tres semanas. Entonces, el gobernador Lisvamis comandó sus tropas rumbo a la costa y venció a los invasores. Pero Lisvamis pereció en la lucha y fue substituido por el capitán de sus tropas, Yrtáquenes. —Kalyrs acoja el alma de ese valiente —dijo Líbax, trazando el sagrado signo de Kalyrs sobre su frente. Imons Tarkis imitó el gesto del mago, como también Ansp, Síndir y el resto de los compañeros, y continuó: —Así que ahora estamos esperando la llegada de los ejércitos del sur para asestar el golpe definitivo a esos canallas karnats. —¿Y dónde se halla ahora ese tal Yrtáquenes? —En Dacosta, con el ejército provincial, en previsión de un segundo ataque. Y si queréis partir en barco, estáis obligado a ponerlo en su conocimiento. Nada ni nadie está autorizado a dejar la costa. Tendréis que solicitar un permiso expreso. —Bien. Consigue caballos para todos nosotros. ¡Ah, sí! —se examinó la túnica —, y consígueme un hábito más adecuado. La travesía por las montañas ha dejado este muy afectado. Necesito estar tan presentable como sea posible: hoy
mismo partimos hacia Dacosta, a encontrarnos con el nuevo gobernador. —Cómo mandéis, ilustre.
19
La columna dirigida por Alwinus descansaba más allá de la entrada a Averno. Las tropas dormían al raso. Los clérigos y los oficiales militares lo hacían en tiendas. Infinidad de hogueras ardían en el campamento, alrededor de las cuales se concentraban los soldados. Las carretas se disponían en círculo a modo de encierro para los caballos, que precisaban de gruesas mantas para soportar las gélidas temperaturas. La tienda de Alwinus, que el exsuperior compartía con Carsys y Ertys, contaba con una dotación especial de centinelas, veteranos de Xokram, pues el anciano monje no se fiaba ni de sus tropas, formada en gran parte por mercenarios y por campesinos a los que el monasterio aligeraba sus cosechas. Por lo demás, a aquellas horas previas a la salida del sol, la guardia del campamento era escasa y su atención disminuida por la perspectiva de proseguir la marcha. Eso, y la completa oscuridad, favorecían la huida del Karnat. Cuando Gisbis, encargado por Dopti de la vigilancia del Ronco, cerró los ojos vencido por el sueño, Waldam se escurrió desde su manta, la enrolló, cogió su espada y se levantó silenciosamente, sin que su armadura emitiese el más leve sonido. Caminó hacia la vanguardia de la columna, con paso despreocupado. Si era visto por algún centinela, tenía que parecer tranquilo, seguro de sí mismo y a la vez carente de rumbo fijo. No hubo problemas. Se cruzó con algún soldado, ebrio a causa del vino ingerido para combatir el frío, y que al verle simplemente alzó un brazo para saludar. En las filas muchos soldados cambiaban de sitio en mitad de la noche y se marchaban a dormir a otro lugar, huyendo de los ronquidos de uno o el desagradable hedor de los pies de otro. Nada tenía de extraño, pues, que un mercenario se pasease con su manta a aquellas horas. Pero la cosa cambiaba en las proximidades de las tiendas y los cercados de los caballos. Waldam quería recuperar su montura, pero sin llamar la atención: no le interesaba que lo tomasen por un desertor y organizasen una persecución. Vio que el cerco de carretas, por el lado que daba al vacío cauce del río, solo era vigilado por un único monje, sentado en la hierba frente a un carro alto y cabeceando de sueño. Se acercó, seguro de que no había nadie cerca y,
situándose junto al clérigo, puso una mano sobre su boca y le rompió el cuello con un movimiento rápido y fatal. Lo dejó apoyado en el carro y se introdujo en el cerco. Agarró del bocado a su semental y lo llevó junto al carro grande. Apartó un gran tonel que ocupaba el espacio entre ese y otro carro, guio al fuerte animal fuera del cerco y se alejó de las tiendas. Primero descendió al lecho del río, por el que avanzó con su montura de las riendas hasta dejar atrás la luz de las hogueras, y luego volvió al camino, donde montó, clavó con fuerza las botas en el vientre del animal y se lanzó hacia el norte a galope tendido. Atrás, en el campamento, Gisbis despertó a sus compañeros al advertir la ausencia del Ronco. Todos se levantaron y buscaron al desaparecido durante unos minutos, y al comprender que había dejado el campamento, se dirigieron hacia el cerco de los caballos, dispuestos a dar con el fugitivo a toda costa.
* * *
La madrugada siguiente, en Neroga, se celebró una nueva reunión clandestina en los sótanos del monasterio. Otra vez Eldeján fue el último en llegar, pues la vigilancia a que le sometía Helvinald le hacía imposible abandonar antes su celda. Dentro había once personas más, incluido el hermano Primero, todos con el rostro oculto. —Pasa, hermano Tercero. Ocupó su asiento y respiró con nerviosismo contenido. Algo le decía que aquella noche iban a darse importantes acontecimientos. Primero se puso en pie. —Ahora ya estamos prácticamente todos. Podréis ver que no somos trece. Uno de los hermanos no ha podido reunirse con nosotros. Para la realización de encantamientos, por tanto, tendremos que esperar. En estos momentos hay otra cosa que debemos hacer: un juramento de fidelidad, después del cual ya nadie podrá salir del Círculo.
Ninguno de los encapuchados dijo nada, puesto que ya estaban decididos de antemano a llegar hasta el final. Primero inició el recital del juramento, haciendo pausas en las que el resto de los encapuchados repetía sus palabras.
Juro: Que serviré al Círculo y a la causa que lo fundó, que no descansaré hasta que dicha causa venza, que para la victoria serviré a mis hermanos, así como de ellos recibiré toda la ayuda. Que seré secreto y mantendré el secreto: al perjuro mataré, o por perjuro moriré.
Tras esta declaración, Primero indicó a todos que se alzasen de sus asientos y se dispusiesen en círculo en el centro de la habitación. Dijo entonces: —Ha llegado el momento de que descubramos nuestras identidades. Se miraron unos a otros y, con cierta indecisión, se retiraron los capirotes. Eldeján miró a los otros. Había muchos personajes importantes, aunque, al contrario de lo que supuso en un principio, casi todos ellos eran monjes, con la única excepción de Krisus, un hombre flaco y malcarado que se encargaba de la limpieza de las mazmorras, del mantenimiento de las fosas sépticas y de controlar los suministros semanales de incienso, forraje para las caballerizas y demás logística básica. Su presencia allí era inexplicable, a menos que Primero pretendiese tener un miembro del Círculo en cada lugar del monasterio.
Y Primero, esto sí lo había acertado Eldeján, no era otro que el hermano Jalbán. —Nuestra primera misión —dijo este— va a llevarse a cabo esta medianoche, tras la oración nocturna. Eldeján se adelantó un paso. —Me será imposible asistir, hermano; Helvis me hace vigilar constantemente por uno de sus consejeros. —Comprendo. Sería extraño que abandonases tu celda en hora tan entrada. Así pues, quedarás dispensado de esta misión. —¿Y de qué misión se trata? —preguntó Sirius, que también se encontraba allí. Jalbán se dirigió a todos los reunidos remarcando cuidadosamente cada una de las sílabas de sus palabras: —Vamos a entrar en la biblioteca privada de los superiores. —¡Eso está en contra de las normas! —advirtió Eldeján—. ¡Es un sacrilegio! —¡Pero es necesario, Eldeján! —arguyó Jalbán, alzando un dedo—. Si vamos a enfrentarnos a Helvis, primero debemos saber de quién se trata, o se trataba. Y la respuesta a eso, y a muchas otras preguntas, está en ese pasillo, en esa cámara tan desconocida por el mundo entero —hizo una pausa, caminando por el centro del círculo con la mirada en el suelo y frotándose la barba. Y añadió—: Nos enfrentamos a muchos interrogantes: la noche eterna, el aire quemado, la presencia de Helvis de nuevo en el mundo, los ladrones del plano y sus intenciones, ¡las intenciones de Helvis, tampoco las olvidemos!, el origen y la naturaleza de esa criatura infernal que siembra el pánico por todo el continente, la persecución y exterminio del Sacerdocio de la Magia, que me extrañaría que no me acabase implicando… Todos ellos son temas cuya respuesta puede estar en esa biblioteca. Muchos asintieron en silencio, con un nudo en la garganta. Eldeján trazó un omnidón tembloroso. Muchos le imitaron. Jalbán prefirió concluir el encuentro. —Eso es todo por ahora —anunció—. Hermano Eldeján; te esperamos en una nueva reunión en dos días, aquí y a la misma hora, para comentar lo que
podamos averiguar. El resto, nos encontraremos en el patio a medianoche. La guardia le corresponde al hermano Zogas, aquí presente, así que no tendremos problemas. Hasta entonces —sonrió levemente y con amargura—, que Kalyrs nos guíe por el camino correcto.
* * *
El aspecto de Aziska, la capital de Aucian, resultaba tétrico, prácticamente deshabitada. Imons les había explicado al llegar que aquello respondía al estado de alerta decretado en Dacosta. El gobernador en funciones, el capitán Yrtáquenes, había ordenado a todos los aziskanos útiles para la lucha que se concentrasen con urgencia en Dacosta en previsión de un nuevo ataque de los karnats. Muchos de ellos se habían trasladado a la ciudad costera llevándose consigo a sus familias. En Aziska quedó menos de una octava parte de la población, circunstancia que facilitó el hospedaje del hermano Húbax y sus acompañantes. La noche fue tranquila y aprovecharon para reponer fuerzas. Con la salida del sol, sumidos siempre en la oscuridad de la noche eterna, la comitiva abandonó la silenciosa Aziska en dirección a Dacosta. Líbax Iscanán, vestido ahora con un auténtico hábito azul, no perdía el tiempo. Cuando estaba con Imons Tarkis se declaraba «muy satisfecho de su lealtad y sus servicios», y le aseguraba que «serían tenidos en cuenta por el Consejo Monástico, el cual no dudaría en recompensarle como merecía». Tarkis intentaba quitar importancia al asunto, ignorante de que las palabras del anciano habrían de interpretarse en un sentido bien distinto. Cuando Imons se separaba del viejo, harto de tanto elogio, Líbax aprovechaba para hablar sigilosamente con cada uno de los Buscadores. Estaban de nuevo en núcleos habitados, por lo que no podían permitirse errores. Y en Argon había sabido que la Orden, de algún modo, había averiguado las identidades de los seis y las había anunciado —tampoco se explicaba por qué medios— en las principales poblaciones del continente. Era preciso adoptar otros nombres. Así, Ansp pasó a llamarse Ánsidar; Arcris, la más conocida, Ansáridus; Síndir, Síbilar; Quelbos, Quendon; Galdwynn, Galdyus; y Rotalmanys, Ridolbanys.
Debían acostumbrarse a estas nuevas identidades, incluso para hablarse entre ellos, y por ello el mago jugó con nombres cuya pronunciación guardase similitud con los auténticos. Los proscritos, menos conocidos, no precisaban ajustarse a tal medida. Cabalgaron unas horas paralelos al cauce del río, saliendo de un bosque para meterse enseguida en otro. Voyd silbaba en voz baja, contento porque la temperatura en el llano era mucho más soportable, si no agradable, que en las montañas. Los demás no se mostraban tan alegres, pues el viaje llegaba ahora a un momento sumamente delicado. Ansp seguía con la capucha de su capa ocultando el rostro. Síndir dedujo que el guerrero quería por todos los medios evitar ser reconocido, tanto por parte de quienes les perseguían a todos ellos, como por ese pasado misterioso que ni Galdwynn ni él querían explicar, ese «mal final» que tanto la intrigaba. También a Imons le llamó la atención la actitud de Ansp, pero Líbax le dijo que el guerrero, mercenario de larga tradición, temía ser reconocido en Aucian por antiguos adversarios y atraer hacia sí y hacia todos ellos rencores nunca apaciguados. Tal era la maldición que conllevaba su modo de vida. Imons asintió. —Nos interesa ser lo más discretos posible. —Eso es. Siguieron cabalgando sin paradas durante horas. Cuando se puso el sol por el oeste, acamparon al pie de una arboleda, a una milla escasa del lecho del Correllano.
* * *
A medianoche el claustro se vio invadido por once figuras que hablaban en susurros. —Ya estamos todos, Primero —informó Sirius.
—Vamos, entonces. Los monjes tomaron por un pasillo y entraron en la biblioteca. Desfilaron entre los escritorios, descendieron por una escalera de piedra y se detuvieron frente a una puerta. Jalbán sacó un manojo de llaves de un bolsillo de su túnica y lo examinó a la luz del candelabro que sostenía en su diestra. Escogió una llave, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Uno a uno, se introdujeron en la sala, que no era otra que la biblioteca del Consejo Monástico, a la cual muchos de ellos accedían por primera vez. No era muy diferente de la otra, excepto en tamaño, pues esta era de dimensiones más reducidas. Los libros se alzaban a ambos lados, perfectamente ordenados en sus estantes, y tres grandes lámparas apagadas pendían del techo a lo largo de la rectangular habitación. No había ventanas ni cualquier otro tipo de salida al exterior. Jalbán no se detuvo, sino que avanzó hasta otra puerta situada en el extremo opuesto de la sala. Uno de los monjes cerró la primera puerta cuando ya todos hubieron entrado. Jalbán, con la misma llave que antes, abrió la salida a un corredor estrecho, largo y de desagradable olor, que conducía a su verdadero objetivo. Circulaba mucho más allá de los cimientos del monasterio, pasando por debajo del río que fluía hacia Yndrakas, el mismo que emplearon los Buscadores para huir, aquella lejana noche de otoño. —¿Es seguro que Helvis se ha retirado a descansar? —preguntó Jalbán. Uno de ellos asintió en silencio. Los once monjes avanzaron por el angosto pasillo, oyendo movimientos de alguna rata algo más adelante. Del techo se descolgaba a menudo una gota fría y turbia. El muro izquierdo estaba muy deteriorado y presentaba agujeros en su base, por los que los roedores entraban y salían a su antojo. Algunos monjes, a diferencia del pocero Krisus, caminaban tapándose la nariz, incapaces de respirar aquel podrido ambiente. Jalbán solo esperaba que los libros, sobre todo los más antiguos, no hubiesen acusado la humedad que dominaba el a la cámara, ni sucumbido al apetito de las sucias alimañas. Tras unos minutos de angosto caminar, llegaron a una última puerta, metálica, sin óxido, herrumbre o perforaciones. Jalbán posó su mano cautelosamente sobre la fría superficie. Sonrió.
—Está hechizada, claro —explicó—. El superior Helvis pensó en todo. De su bolsillo extrajo ahora una llave grande y dorada, cuyo brillo tampoco había menguado con los años. —¿De dónde la habéis cogido? —le preguntó Sirius, que estaba justo detrás de él. —Del escritorio del padre… del hermano Alwis. Los demás se miraron unos a otros con temor. Aquella sociedad secreta transgredía todas las normas de la Orden, hasta las más sagradas. Jalbán abrió la puerta. Los monjes se empujaban y estiraban el cuello, ansiosos por ver lo nunca visto. Una lámpara permanecía encendida en el interior de la cámara. Era otro de los encantamientos de Helvinald: una luz que no se agotaba nunca. El monje-mago se giró hacia el pocero, que cerraba la marcha. —Tú, Krisus; eres el único que no sabe leer. Te encargarás de vigilar la entrada. Los demás, seguidme. Los diez monjes se introdujeron en la cámara. En realidad, esta no era más que un pasillo, una prolongación del túnel de . Los libros —en perfecto estado, como comprobó Jalbán— ocupaban ambas paredes. La biblioteca era de techo bajo y carecía de escritorios, mesas y sillones; para leer los libros tenían que sentarse en el suelo. —¿Y no podemos llevárnoslos a nuestras celdas? No creo que Helvis se enterase. —Sí se enteraría, sí. También los libros están hechizados para su conservación, y la magia que desprenden sería captada por él. Tenemos que conformarnos con quedarnos aquí. ¡Adelante, buscad lo que sea! Tres horas más tarde, cuando abandonaron la cámara y cerraron la puerta, muchas preguntas quedaban aún por aclarar, pero los diez monjes estaban tan cansados físicamente como descorazonados y conmocionados por lo que habían leído. Las creencias de toda una vida se quedaban en nada, y Jalbán se repetía una y otra vez el viejo dicho de los Sacerdotes del Hogar: «El conocimiento no lleva a la felicidad; solo a más apetito de conocimiento». La realidad, en efecto,
era difícil de asumir, ahora. Y planteaba mil interrogantes y nuevos miedos. «¡Kalyrs falso! ¡El mundo ha vivido una farsa durante generaciones!».
* * *
Horas más tarde, cuando el sol del mediodía se encontraba sobre las montañas, Imons Tarkis y sus acompañantes entraron en el patio de la alcaldía de Dacosta, convertido provisionalmente en la sede gubernamental de Aucian. Quelbos se dirigió en un aparte a Arcris. —¡Bueno, por fin lo que estabas esperando! —¿El qué? —Por fin los Buscadores hacen una visita al gobernador, tal y como sugeriste en Xokram. La joven gruñó, y asegurándose que nadie la miraba se rascó el cabello a través del gorro de lana. El tratamiento capilar de Líbax, efectivo o no, picaba horrores. Desmontaron de los caballos y fueron recibidos por un soldado de bajo rango que hacía las veces de mayordomo o paje. Pareció reconocer a Tarkis, ante el cual hizo una leve reverencia. —Notifica al gobernador Yrtáquenes que Imons Tarkis ha llegado con un miembro del Consejo Monástico de Neroga y que ambos solicitan ser recibidos en audiencia privada. —Sí, mi señor. El soldado desapareció por donde había venido y varios mozos de cuadra se ocuparon de los caballos de los recién llegados, llevándolos hacia un establo situado junto al edificio de la alcaldía. Pasados unos minutos, el soldado volvió a aparecer y les indicó que entrasen.
El recibidor de la alcaldía era amplio, decorado con gusto y bien iluminado. Era una sala de techo alto, pues se abría hasta el segundo piso, al cual se llegaba con una escalera de piedra interior de doble . El soldado los guio arriba y abrió una gran puerta que daba a una antecámara. Cuando todos entraron, el soldado salió, cerrando la puerta tras de sí. El mármol traído de Occidente revestía toda la estancia: rojo en las paredes, blanco en el suelo y en las cuatro columnas esquineras que sostenían los escudos de Aucian y del monasterio. Una gran alfombra a juego con las losas de los muros remataba el conjunto, proporcionando una sensación de confortabilidad adicional. Una enorme ventana en la pared del fondo ofrecía una vista privilegiada de la ciudad costera, constituida principalmente por viviendas de una sola planta. Lo único que se echaba en falta allí era la luz del sol brillando sobre las olas, aquellas olas que los Buscadores ansiaban surcar en breve. De una puerta lateral salió un tipo alto y delgado, de amables facciones, bien afeitado y de cabellos cortos, vestido tan elegantemente como Imons Tarkis, a quien recibió con un apretón de manos y una sonrisa. —¡Cuánto bueno, querido Tarkis! ¡Te hacíamos en Argon! —¿Qué tal, Wélemind? Este es… —Las presentaciones dentro, amigo mío —le atajó, y añadió en dirección a Líbax—. Padre, pasad; el gobernador os espera. Los otros también se disponían a entrar, pero Wélemind los detuvo con un ademán serio, asombrado de tener que aclarar que solo se recibía a altos dignatarios y personas ilustres. —Vosotros no. Aguardad aquí. Y cerró la puerta desde dentro. —¡Pues qué bien! —gruñó Hérites. —¿Qué esperabas? —le preguntó Galdwynn—. Con este aspecto tan desastrado no puede recibirnos alguien de tan alta posición. —Lo dices por mi cota de malla destrozada, lo sé —gruñó Browlie.
—De hecho, me refería a Anstra, y no concretamente por su vestimenta y equipo —rio el bigotudo. —¡Sin faltar, eh! —protestó el aludido. Dínxor intentaba hacerse una idea del dinero que sacaría de vender uno de aquellos escudos, o la misma alfombra, aunque lo realmente excitante era imaginarse las cantidades ingentes de oro que debía guardar el alcalde en sus arcas. «¡Mucho, sin duda, a juzgar por la opulencia con que viste paredes y suelos de este singular palacio!». Con ellos había quedado el acompañante de Tarkis, Visus, a quien Voyd no dejaba de observar con curiosidad y recelo. Imons parecía haberse tragado el anzuelo de Líbax. ¿Lo había hecho también aquel individuo? «¡Bah! ¿Para qué preocuparse? Si su jefe se ha creído la historia, este tendrá que obedecerle, opine lo que opine. No vale la pena preocuparse. Para eso están los mayores». Y se olvidó del tema. Volvió a tararear su canción, procurando mantenerse alejado de las mujeres, a las que la cantinela, y especialmente la letra, les despertaba reacciones airadas.
* * *
Sentado tras un gran escritorio —originalmente del alcalde— se hallaba Yrtáquenes, un hombre que rondaría la treintena, de mediana estatura, fuerte complexión y gesto severo, frío y desconfiado. Parecía la antítesis de Wélemind. Sus ojos pequeños observaron a los dos visitantes con la mirada de una serpiente hacia un ratón. Se alzó y forzó una sonrisa. Wélemind se quedó detrás de Líbax y Tarkis tras cerrar la puerta, y el gobernador rodeó la gran mesa para acercarse al monje.
—¿A quién tengo el honor de recibir? —le preguntó, alargando la mano. —Hermano Húbax Caneote —respondió el primer sacerdote—, comandante del grupo de exploración de los ejércitos del sur. Al estrechar la mano que le ofrecía el militar, Líbax percibió la frialdad del saludo; había desarrollado un instinto especial para conocer a una persona tan solo por cómo juntaba la mano con la suya propia, y aquel individuo trataba de ser amable únicamente porque le convenía. —Sentaos, os lo ruego —dijo el gobernador, señalando unos sillones junto al escritorio. Líbax se acomodó, y Tarkis hizo lo mismo—. ¿Puedo invitaros a una copa de vino? Líbax asintió por no salirse de la línea del protocolo. Yrtáquenes les acercó, a él y a Imons, una copa de bronce en la que vertió un vino de viejísima cosecha, realmente exquisito, según apreció el mago. —¿De Abastán? —preguntó al militar. —Pues sí —sonrió este, moviendo la cabeza—. Veo que entendéis de vinos. —Es una forma de cultura. Y no la peor. —No, desde luego —Yrtáquenes se apoyó de pie junto a la mesa—. Pero vayamos al motivo de vuestro viaje. ¿Decís que el ejército está cerca de Dacosta? —En las montañas, exactamente; a una semana y media, calculo yo. —Perfecto. Son grandes y buenas noticias. ¿Y de cuántos hombres consta dicho ejército? Líbax giró la copa en sus manos. —No me está permitido decirlo. —¡A mí podéis contármelo! ¡Soy el gobernador de la provincia y el responsable de la primera victoria sobre los invasores!
—Aun así, me temo que es imposible. Yrtáquenes suspiró, frustrado, con los ojos fijos en los ropajes del mago. Imons, por su parte, creyó que Líbax tenía más confianza en él que no en el militar, a quien no revelaba ciertos detalles de las huestes guerreras; aquella impresión le hizo pensar que en verdad había caído en gracia al anciano monje. —No insisto, pues —se rindió Yrtáquenes—. Pero no comprendo por qué, si no vais a aclararme detalles de este tipo, habéis insistido en que os reciba. —El motivo es un asunto delicado —intervino Imons, mirando de reojo a Wélemind—, que quizás sería mejor tratar en privado. —No podemos estar más en privado, Tarkis —sonrió burlón Yrtáquenes—. No tengo secretos para el duque. Lo que tengáis que decir, decidlo ahora. Imons calló, y el mago volvió a tomar la palabra. —Vengo a hablaros de una misión que me ha encomendado el Consejo. Mis hombres y yo, a bordo de una nave, hemos de desembarcar en las costas karnatas antes de diez días. Wélemind, detrás del mago, se separó de la pared descruzando los brazos, incapaz de dar crédito a aquellas palabras. Yrtáquenes también se había quedado sin habla, pero finalmente reaccionó. —¿Qué decís? ¿Viajar al Continente Norte? ¿Con la guerra? —Yo recibo órdenes y no las discuto fuera del Consejo, querido gobernador. Se trata de una misión ultrasecreta, que nadie excepto el mismo Consejo, mis hombres y los que estamos aquí conocemos. —Pero ¡es una locura! ¡Un suicidio! —Quizás sí. Pero son las órdenes del padre superior. Necesita personas de su confianza en los karnatos para informarle regularmente de los movimientos enemigos. —Entiendo… —el militar comenzó a caminar de un lado a otro de la sala, pensando sobre aquello—. Si bien vuestro grupo es algo singular para tratarse de
una misión de espionaje: una veintena de personas, nada menos, incluyendo mujeres y un crío, según me dicen. —Desde luego no parecemos espías, ¿verdad? —sonrió ladino el mago. —Ya veo… ¿Y yo qué pinto en esto? Líbax adoptó una expresión entre irónica y autoritaria. —Aparte de autorizar la partida de nuestra nave, debéis encargaros de un asunto relacionado con cierta bestia voladora. —¿Con Parsus? —dijo Yrtáquenes, deteniendo su paseo de cara al mago. «¿Parsus?». Líbax pensó con rapidez. Aquel tipo conocía a la bestia, sabía su nombre. Por tanto, tenía o con Helvinald. Y… posiblemente la bestia servía de mensajero del superior resucitado, por lo que ese hombre podía recibir noticias relativas al ejército desconocidas por todos. ¡La treta del mago se podía ir al agua si no medía bien sus palabras! «Si le digo que la bestia desconoce mi misión, sospechará. Pero si esta aparece y se descubre que ignora el asunto, se acabó todo. ¡Y es importante asegurar que esa criatura no ataque nuestro barco!». Consiguió no mostrar su sorpresa, aunque Imons no pudo ocultarla, comenzando a mirar a sus tres interlocutores inquieto y desconcertado. —Con él, sí —respondió el mago. —¿Y qué se supone que debo hacer yo? —Muy simple: indicarle cuál es nuestra nave para aseguraros de que no la ataca. Especialmente porque tendrá el aspecto de una embarcación karnata, si bien navegando hacia el norte, no hacia esta costa. —¿No ha contemplado ya el superior este aspecto de vuestra misión? —Bueno, digámoslo así: después de los errores que Parsus ha cometido intentando acabar con los ladrones del monasterio, el padre superior ha decidido que no debía estar al tanto de los detalles de mi misión. Lo que debéis indicarle, pues, es a qué navío no debe atacar. Según me ha explicado Tarkis, los barcos no resisten mucho sus ataques… Del resto nos encargamos Tarkis y yo.
Yrtáquenes dirigió una mirada a Imons y luego asintió muy serio. —Muy bien, así lo haré, aunque no sé cuándo aparecerá Parsus por aquí. —Yo ya os lo he dicho. Mis órdenes son llegar a los karnatos lo antes posible, antes de que el ejército inicie el ataque definitivo. Yrtáquenes sonrió al oír lo de «ataque definitivo» y relajó los músculos. —De acuerdo, pues. Supongo que Tarkis se encarga de buscaros la nave adecuada… —Uno de mis hombres se ocupa de ello en estos momentos —dijo Imons, tratando aún de asimilar lo oído en aquellos breves minutos de conversación. Yrtáquenes los acompañó hasta la puerta con paso lento y firme, siempre manteniendo la sonrisa de serpiente en su rostro y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, como queriendo demostrar su lealtad a la Orden en una constante postura semirreverencial. —Pues ya nada me queda por hacer —dijo—, más que ofreceros a vos y a vuestros hombres mi hospitalidad durante vuestra estancia en Dacosta. Sentíos en vuestra casa, de igual modo que hago yo, je, je. Líbax esbozó una sonrisa de complicidad, aunque en el fondo no creía de buen gusto aquella broma. —Os lo agradezco, en mi nombre y en nombre del Consejo.
* * *
Al cerrarse las puertas, Yrtáquenes se volvió hacia Wélemind con expresión preocupada. —No sé… hay algo en ese monje que no me gusta, que me da mala espina. —¿Te refieres a la misión? —inquirió el duque.
—No, no… eso es algo lógico, después de todo. En toda guerra hay espías. ¡En Kalyren, sin duda alguna, hay espías! No, lo que me escama es algo indefinible —de nuevo volvió a dar vueltas por la habitación. El duque cruzó los brazos tras la espalda y preguntó a su amigo: —¿Te has fijado en Tarkis? No parecía enterado de lo de Parsus. —¿Ese lameculos? —Yrtáquenes puso los ojos en blanco, expresando su animadversión por el caballero—. Me pregunto cómo se le ha ocurrido a Helvinald contar con él para este embrollo. Y el monje no ha sido muy cauto al hablar de Parsus en su presencia, desde luego. —Quizás Helvinald ya no esté tan preocupado por mantenerlo en secreto. —Pero ¿qué dices? Parsus es el terror del país, ni siquiera yo entiendo por qué lo utiliza el viejo, teniendo en cuenta su voracidad. Pero lo que ha ocurrido entre Helvinald, Parsus y yo en esta provincia no puede salir a la luz; sería el caos y la revolución. —Empezando por el asesinato de Lisvamis… —Y siguiendo con todo lo demás. ¿Sabes? No me importa mancharme las manos de sangre si mis superiores me lo mandan, es mi trabajo, pero… lo que me enfurece es no saber por qué mato a alguien. —Para no dejar testigos. —Pero ¿por qué? ¿Por qué la matanza? Helvinald me prometió poder y dinero, y ha cumplido su palabra, pero nada de todo esto tiene sentido. —¿Sabes lo que te digo? —Wélemind posó una mano sobre el hombro del militar—. Haz como yo: no pienses en ello y agárrate a lo que tienes. —Sí, es un buen consejo.
* * *
En un gran dormitorio en el que Imons Tarkis y Líbax Iscanán se hallaban descansando, algo después, el mago intentaba tranquilizar al noble, con poca fortuna. —Debéis mantener el secreto a toda costa. —¡Pero ese monstruo es… es… un peligro para todo Kalyren! —Sí, en eso estamos de acuerdo, pero también puede ser útil de cara a la guerra. Creo que eso es lo que tiene en mente el padre superior. —¡Vos lo sabíais! ¡Sabíais que obedece al superior! Me dijisteis que no sabíais de su existencia cuando os hablé de ella, ¡pero era mentira! Líbax se limitó a apretar los labios, sin contestar. —¡No puedo entenderlo! ¡Ni aceptarlo! ¡El fin no justifica los medios! ¡Han perecido ya más de diez hombres, mujeres y niños en esta región desde que el monstruo apareció, y eso sin contar los animales que ha devorado! —Yo os repito que mi cometido es obedecer las órdenes que se me dan, nunca discutirlas. Tarkis miró al mago apretando los puños. —Esa… bestia… mató a mi hermano hace poco más de un mes. Fue una de las primeras víctimas. Su cuerpo, lo que esa criatura dejó de él, apareció en medio del campo, con la espada en su cinto. No tuvo tiempo de verla venir, ni de defenderse. ¿Os podéis imaginar qué muerte tan poco digna a ojos de Kalyrs? Líbax suspiró, sinceramente conmovido. —Creedme que lo siento. —¡Yo no necesito vuestra compasión! ¡Solo me sois útil si podéis detener a ese monstruo de alguna manera! —Lo haría si estuviese en mi mano hacerlo, pero no sé cómo, ni puedo
dedicarme a pensar en ello; es algo que depende exclusivamente del padre superior Helvinald. Tarkis le dio la espalda y se plantó frente a la ventana. Su voz sonó grave y desgarrada: —Pues tal vez el Consejo Monástico debería plantearse si Helvinald es la persona que quieren como superior de la Orden. Líbax no respondió. Hubiera querido prometerle que buscaría el modo de frenar a Parsus. Pero no podía desvelar su identidad, y en el fondo ignoraba cómo acabar con la bestia. Alguien llamó a la puerta y abrió sin esperar respuesta. Era el soldado de antes, que entró seguido de Visus, el mensajero de Imons. —Este hombre dice tener un mensaje para vos, señor. —Si, gracias, déjanos solos. La puerta se cerró sin golpear y los pasos del soldado desaparecieron por el pasillo. Tarkis se sentó en una de las camas y resopló antes de hablar con Visus. —Bueno —dijo—, ¿qué has conseguido? —El capitán Maynur Mayn asegura que tendrá su barco listo para zarpar dentro de dos días. —¿Con todo lo necesario para la misión? —Sí, señor. Solo hay que acordar el lugar de embarque. Él propone el embarcadero que hay una milla hacia el este. —Sí, es apropiado para pasar desapercibidos —reconoció Imons. El noble se puso en pie de nuevo y cruzó los brazos sobre el pecho. —Se lo comunicaremos al gobernador durante la cena, ¿os parece bien, padre Húbax? Líbax asintió, cruzando los dedos tras la espalda.
* * *
En otra habitación se encontraban Guidus, Síndir, Hérites y Rotalmanys. El curandero examinaba a sus pacientes. —Bueno, Rotalmanys, aún tendrás que llevar el brazo inmovilizado durante algún tiempo. Quizás un mes. Sé que es incómodo, pero si eres paciente, te recuperarás del todo. El forzudo leñador asintió, comprensivo. —Vamos a ver tu tobillo, Síndir —le dijo Guidus a la hechicera. Ella rezó mentalmente a Aretsán mientras el curandero quitaba el vendaje con delicadeza. —Tras dos semanas sin forzarlo, su aspecto es bueno —informó Guidus, satisfecho—. Prueba a andar un poco. La joven se puso en pie y dio unos pasos, primero sin demasiada confianza, luego ya convencida y segura. Guidus asintió, haciéndola sentarse de nuevo. —A partir de ahora caminarás por ti misma otra vez, pero procura no forzarlo mucho. Y no cargues con demasiado peso, ¿de acuerdo? Ahora voy a vendártelo otra vez para protegerlo del roce con la bota. Tuviste mucha suerte, ¿sabes? Con heridas parecidas, en algunas ocasiones me he visto obligado a amputar la pierna. Síndir se estremeció al pensar en ello. Rotalmanys, a su lado, sonrió, complacido. —Ya ves que mi licor obra milagros —dijo—. Otra virtud que puedo añadir a las muchas que tiene el enebro. —Ya lo puedes decir —sonrió Síndir, asintiendo—. Yo me alegro por Hérites, que ya no tendrá que llevarme a cuestas.
El guerrero enrojeció. —No ha sido nada, Síndir. —¿Nada? ¿Yo no soy nada? —le preguntó burlona la hechicera, con claro ánimo de aumentar su rubor. Hérites trató de explicarse, tartamudeando nervioso, mientras la hechicera se deshacía en carcajadas a su costa.
* * *
Al día siguiente, durante una ausencia de Imons y sus hombres, Líbax se reunió con Ansp y los demás para explicarles lo que había averiguado sobre Parsus en la conversación con Yrtáquenes, el gobernador. El mago se dio cuenta entonces de que faltaban dos del grupo. —¿Dónde están Browlie y Voyd? —preguntó a Anstra. —Salieron esta mañana temprano. —¿Qué quiere decir que salieron? —Browlie quería reparar su cota de malla. Dijo que se acercaría a alguna herrería de la ciudad, a ver si le dejaban trabajar en ella. El chico se fue con él. —¡Menudo mentecato! ¿Y no ha pensado que quizás no era el momento más idóneo para algo así? —Al contrario; me ha dicho que ve más difícil arreglarla cuando estemos al otro lado del mar, entre los norteños. —Ese herrero tozudo… Cualquier día nos traerá un disgusto. No está la situación como para que corramos riesgos inútiles. —Ya sabéis cómo es con sus cosas… —se encogió de hombros el grueso mercenario.
—Y encima pone en peligro al chico… ¡Bah! Síndir pensó que el mago exageraba, y que su condición de emisarios del Consejo les confería cierta seguridad. Siempre y cuando nadie identificase a alguno de los Buscadores. Dirigió su vista hacia Ansp. El guerrero daba la impresión de irse a desmoronar en cualquier momento. No se quitaba la capucha en ningún caso, y no dejaba de observar intranquilo a los soldados que iban y venían por los pasillos. La noche anterior, por ejemplo, casi no probó bocado, asistiendo a la cena ofrecida por Yrtáquenes como si su papel allí fuese únicamente asistir al acto y observar con la cabeza gacha. Pasaron las horas y los dos ausentes no aparecieron. Cuando Buscadores y proscritos bajaron al comedor al mediodía, la intranquilidad de todos era palpable. Y aunque Anstra daba por hecho que la reparación de la cota podía llevar muchas horas, lo que justificaría la larga ausencia del herrero, Líbax se negaba a creer que Voyd renunciara a una comida como aquella que les brindaba la bien surtida cocina de la alcaldía. Así, consideró poner el tema en conocimiento de Yrtáquenes y solicitar a este que los buscaran. Pero ni el gobernador en funciones ni Wélemind comieron con ellos. Uno de los soldados les explicó a Líbax y a Imons Tarkis que un asunto importante obligaba a sus superiores a ausentarse hasta la noche. Tarkis se dirigió al anciano, en un aparte: —Veo que la ausencia de vuestro hombre y del chico os inquieta, padre Húbax. Con vuestro permiso, daré una vuelta por el pueblo, a ver si los encuentro. —Os lo agradeceré. Al parecer querían reparar la cota de malla que traía afectada por… bueno, estaba rota, y quería visitar a algún herrero antes de embarcar. —Tal vez le convenzan de adquirir una mejor que esa que tan pobre servicio le ha dado —dijo el caballero, despidiéndose con una inclinación de cabeza. Líbax respondió con el mismo gesto, pero sin decir nada. Comieron sin cruzar palabra, todos con la vista fija en sus platos.
* * *
Llegada la noche, por fin aparecieron los dos anfitriones, pero no justificaron el motivo de su ausencia. —Un asunto delicado, padre Húbax, pero ya os contaré —dijo el gobernador por toda explicación. —Un tema me preocupa: dos de mi expedición no aparecen desde esta mañana. Uno de ellos es el chico llamado Voyd. Nadie sabe dónde están. Ni siquiera Tarkis ha podido dar con ellos. Quería solicitaros que deis orden de buscarlos por las calles. —Descuidad, ilustre Húbax —contestó Yrtáquenes con su fea sonrisa—; si están por las calles, daremos con ellos. Y dicho esto, el gobernador se alejó hacia sus dependencias. Líbax tuvo un mal presentimiento.
* * *
Mucho después de oculto el sol, el Karnat llegó a Aziska. Las calles estaban desiertas. Se dirigió a un mesón en cuya puerta abierta una mujer de edad avanzada barría el suelo con una escoba más vieja que ella. Waldam desmontó, se acercó y habló con el susurro del Ronco. —Buenas noches, señora. La mujer se sobresaltó, pues no le había visto llegar. Miró al guerrero levantando la cabeza, entrecerrando los ojos y arrugando la nariz. —Está cerrado. Mi marido se marchó a Dacosta y no itimos huéspedes
mientras él no regrese. El Karnat sonrió. En ocasiones se divertía siendo amable. Se sentía un zorro acechando un gallinero. —No quiero una habitación. Busco a unos sureños que cruzaron las montañas y que debieron pasar por aquí. —¿Unos sureños, decís? Los únicos sureños que han cruzado la ciudad últimamente han sido un monje de hábito azul y sus hombres. —¿Cuántos eran? —¿Cuántos tendrían que ser? —¿Quizás seis? —¡Uy, no! ¡Eran unos veinte! Waldam contempló la oscuridad del camino hacia el norte. —¿Cuándo pasaron por aquí? —preguntó. —Hace dos días partieron hacia Dacosta, a ayudar a los ejércitos del gobernador —miró a ambos lados comprobando que no había nadie cerca—, que por cierto… es un individuo que no me merece ninguna confianza, no señor. No es trigo limpio. «Tienen que ser ellos. Nadie más ha cruzado las montañas, según decían los soldados». —Oiga, señor, esos seis tipos que busca… ¿no serán los ladrones del monasterio, acaso? —Sí, ¿por qué? —¡Bah, entonces pierde el tiempo! Por aquí no han pasado. Con la recompensa que ofrecen por ellos, estamos todos muy pendientes. ¡Ja, no escaparían con vida! Créame, no han pasado por aquí. Waldam sonrió, se dio la vuelta y montó de nuevo sobre el caballo.
«Sí, si se hacen pasar por monjes… Me pregunto quién ha tenido una idea tan atrevida». Espoleó su montura y salió al galope de Aziska.
20
Por la mañana, cuando la ciudad dormía aún, Waldam entró en Dacosta. Su caballo renqueaba, ya que el jinete no le había dado apenas descanso en aquellos cuatro días de galope. Cuando descabalgó, el animal le miró con ojos de dolor, mientras de su hocico escapaban resoplidos jadeantes, cargados de sangre. «Te has portado muy bien, se nota que eres de raza noble. Lástima que ya nunca servirás para correr». Le descargó el peso y lo dejó libre para buscar un sitio donde tumbarse, quizás por última vez. Waldam caminó por las adormecidas calles costeras, llevando bajo el brazo su manta de acampada y su mochila. Por todas partes se amontonaban escombros, cenizas, ladrillos ennegrecidos y tejas quebradas. Pocos edificios habían quedado indemnes tras el asalto norteño, y curiosamente eran los más importantes: la alcaldía, el Templo de la Orden, algunas casas nobles… Sospechoso, pensó el Karnat, pues cualquier ataque militar planeado con un mínimo de estrategia dirige su atención a los centros del poder político, mientras que esta incursión los había pasado por alto. Y, desde luego, los norteños eran buenos estrategas, en caso alguno torpes ni necios. Sin embargo, el mal estado de las viviendas no impedía que los provincianos durmiesen en ellas, a juzgar por los ronquidos que escapaban por las grietas de los muros. Dacosta estaba semidestruida, pero seguía viva, y estaba dispuesta a seguir viva por mucho que el Continente Norte pretendiese lo contrario. «Y en cuanto este sitio despierte, compraré otro caballo y buscaré a mis pajaritos. Tengo ganas de volver a verlos, después de tanto tiempo».
* * *
El triste tañido de la campana llamó a la oración al alba. El monasterio volvió a la actividad con prontitud y en silencio. La capilla del Altar Mayor se llenó de monjes: los hábitos azules, en los primeros bancos; los demás, detrás. Esperaron en pie la entrada de Helvinald, quien siempre se hacía esperar unos minutos. Jalbán se había colocado premeditadamente junto a Eldeján. Llamó su atención con el codo, procurando no ser oído por los silenciosos hombres del superior, algo más allá. —He de hablar con vos —susurró. Eldeján pareció molesto, pero no se movió. —Me vigilan —dijo. —Pues hablemos ahora. —¿Qué ocurre? ¿Habéis descubierto algo? —Hemos descubierto todo. Preparaos —se cercioró de que nadie estuviese escuchándolos—; Kalyrs es falso. —¡No digáis sandeces! ¡Tal aseveración carece de fundamento, y es, además, una blasfemia! —¡Así consta en los libros, Eldeján! Kalyrs no existe, es un engaño, una invención que aprovecha la superstición del pueblo. Eldeján suspiró con impaciencia. —Vos no habéis presenciado lo que yo. —¿Y qué es ello? —Una aparición de Kalyrs. —¡Imposible! —No, hermano. Todo lo contrario, ¡muy real! Incluso demostró su poder a través del padre superior Helvinald para atacar al padre Alwinus. Yo estaba allí y sé lo que vi.
—¡Vos lo habéis dicho: a través de Helvinald! ¡Porque Helvinald es un hechicero, ya lo sabéis! Lo que visteis y confundisteis con Kalyrs era, sin duda, una ilusión creada por él. Creedme, está en los libros, firmado por el propio Helvinald, cuando fue superior por primera vez: creó a Kalyrs, lo inventó. ¡Esa es la verdad, por cruda que sea! Y el padre Alwinus conocía esa verdad. —Sí… empezó a hablarme de ello antes de la aparición de Kalyrs. Parecía muy convencido. —¡Por supuesto! Porque él sabía la historia y nunca debía revelarla, salvo a su sucesor en el cargo de superior. Los ojos de Eldeján se alzaron hacia el altar como después de haber visto un fantasma. —Ahora comprendo… Por eso el padre superior Helvinald llamó a Kalyrs diciendo: «Hijo de uno de tus hijos…». —Se refería a él mismo. El viejo secretario suspiró. —¿Cuándo actuaremos? Jalbán no contestó enseguida, pues en ese momento Helvinald entraba en la capilla por una puerta lateral y daba comienzo el servicio matinal. —Esperaremos el regreso del Decimotercero —susurró Jalbán.
* * *
Horas más tarde, el emergente y apagado sol indicó el inicio del cuadragésimo séptimo día de invierno, o día cuarenta y siete del periodo invernal, como lo expresaban en las provincias septentrionales. Los Buscadores y los proscritos de Mynirgán desayunaron embargados por un
mismo sentimiento de desazón. Sus compañeros seguían desaparecidos y los guardias de la entrada nada sabían de ellos. Galdwynn, que había tomado gran apego hacia Voyd en aquellas semanas, no disimulaba su preocupación, aunque quería confiar en la prudencia y cautela del herrero, hombre recio y despierto. Dukel intentó animar la mañana con alguna canción de antiguas y heroicas batallas, pero también él estaba invadido por la inquietud, de tal modo que las notas se desprendían temblorosas de su ladabur, convirtiendo lo que debiera ser un canto glorioso en una balada trémula y angustiante. A mediodía, en el aposento de Líbax y Tarkis, el mago reunió a Ansp, Galdwynn, Quelbos y Síndir para planear la búsqueda de los compañeros desaparecidos. Si el gobernador en funciones no se tomaba el asunto en serio, serían ellos quienes darían el paso. La presencia de Imons y su criado Visus impedía hablar a las claras, pero la angustia de todos hacía necesario actuar. —Ánsidar —dijo, dirigiéndose a Ansp—, creo que tú conoces bien la ciudad. Si un forastero se mete en líos, ¿dónde puede acabar? ¿En manos de quién? Llamaron a la puerta. Visus abrió y encontró ante sí a un serio Yrtáquenes. —¿Qué ocurre? —preguntó desde su asiento el mago. —Os ruego que vengáis a mi cámara, padre Húbax —la voz del militar denotaba ansiedad hábilmente contenida, pero evidente para el primer sacerdote—; hay un asunto que requiere vuestra atención y que os atañe directamente. —¿De qué se trata? —Os lo explicaré al punto. Venid. Líbax indicó al grupo que le acompañasen, pero el gobernador se lo impidió con un gesto. —Solo uno —dijo, convencido de que escogería a Imons. —¿Solo uno? —clamó enfurecido el mago. Y le espetó—: ¿Desde cuándo un gobernador le estipula a un miembro del Consejo Monástico de cuántos acompañantes puede servirse? ¿Acaso vais también a decidir por mí quién es esa persona que he de escoger? Se me ocurre, puestos a poner el mundo del revés,
que vos vistáis mi hábito y yo ocupe vuestro despacho. Y daros mi breviario, tal vez, para que recéis a Kalyrs, nuestro Juez y Señor, con quien sin duda vos estáis más próximo que nadie, a la vista de cómo disponéis el orden de las cosas, ¿verdad? —y, girándose hacia sus compañeros, añadió, con aplomo y voz enérgica—: Ánsidar, Síbilar, venid conmigo. Salió, sin esperar la reacción o protesta de Yrtáquenes, seguido de Ansp y Síndir. El gobernador fue tras ellos, balbuceando algo que no llegaba ni a ser considerado digno de ser atendido. Imons, en la habitación, quedó digiriendo la sorpresa de que el alto monje hubiera elegido a Síndir y no a él, «pero las decisiones de un hábito azul no se discuten». Líbax, ya en el pasillo, vio a Rotalmanys y a Guidus asomados a la puerta de su habitación, que bloqueaba un soldado armado con alabarda. Vieron en los ojos del primer sacerdote la recomendación de mantener la calma a toda costa, por lo que regresaron al interior de la habitación y cerraron la puerta. Líbax, Síndir y Ansp, caminando tras dos soldados y seguidos de Yrtáquenes, entraron en la sala donde el mago e Imons Tarkis se reunieran dos días atrás con el gobernador y Wélemind. El duque estaba allí, también. Desde el exterior, a través de la ventana del balcón, llegaba a oídos del mago un gran griterío. El gobernador quiso recuperar la iniciativa, los rodeó y se encaminó al balcón, indicándoles que le siguieran. —Venid afuera, padre Húbax. Al salir al oscuro mediodía, las masas concentradas en la Plaza del Ayuntamiento le recibieron con vítores. Asomaron luego Líbax, a quien también aplaudieron a la vista de su hábito, y los dos Buscadores, con las capuchas caladas. Los últimos en aparecer fueron el duque Wélemind y los dos soldados, que ocuparon los flancos. Los ojos de Líbax contemplaron la plaza iluminada con profusión de antorchas. Toda la ciudad parecía estar reunida allí, ante ellos y bajo sus pies. Era una marea humana que se agolpaba alrededor de una tarima elevada, una gran plataforma de madera sobre la que se apoyaba un sólido armazón, alto como dos hombres y medio, formado por dos postes plantados verticalmente y otro apoyado horizontalmente sobre los anteriores. Del travesaño pendían dos sogas, y estas rodeaban los cuellos de Browlie y Voyd, de pie sobre sendas secciones de
tronco. Browlie, sin su querida cota de mallas, se desgañitaba, intentando hacerse oír entre el griterío de las masas, pidiendo en vano que liberasen al muchacho. Voyd, aterrado, solo atinaba a suplicar algún «por favor» entre gruesas lágrimas. Ambos dirigieron sus miradas hacia el balcón, en el que vieron aparecer, súbitamente esperanzados, a sus compañeros de viaje. Yrtáquenes saludó varias veces a la multitud y se volvió hacia Líbax, quien intentaba ocultar la angustia que oprimía su corazón. —Hemos hallado a vuestros compañeros desaparecidos. De hecho, resulta que son fugitivos de la justicia, huidos de Gaarbid. —¡No es posible! —saltó el mago—. Forman parte de mi expedición, escogidos y recomendados por personas de confianza del Consejo. —Pues esas personas de confianza, sin duda, han cometido un grave error — intervino el duque—. El adulto ha sido reconocido por varios ciudadanos como el famoso herrero Browlie de Gaarbid, a quien el propio Consejo Monástico persigue por atentar violentamente contra representantes de la Orden y por negarse a satisfacer sus impuestos. El muchacho, Voyd Irtanán, es su pupilo y aprendiz, cómplice en sus delitos y en su fuga. —Y esto —prosiguió Yrtáquenes— es, quizás, tan solo el hilo del que, si tiramos con cuidado, podemos llegar a desenmarañar toda una madeja. Porque, según parece, estos irreverentes malhechores pudieron, en su huida, reunirse con otros fugitivos de la justicia que, en la misma región y en las mismas fechas, también desaparecieron sin dejar rastro. Gentes muy buscadas por la Orden, ilustre, como de inmediato comprenderéis si os digo que nos referimos a los ladrones del monasterio, aquellos que robaron el Libro de Oraciones. —Curiosamente —continuó Wélemind—, unos y otros burlaron a sus perseguidores al sur de las Grandes Montañas, y nada se ha sabido de ellos, pero no es descabellado pensar que, viéndose atrapados sin más salida, decidieran aventurarse a cruzar por la ruta de Biswald en dirección a las provincias del norte. —Y sospecho que vos lo sabíais, que no sois quien decís ser, y que en vuestra comitiva ocultáis al resto de los ladrones —le acusó Yrtáquenes. Líbax no se dejó amilanar, y le plantó cara con voz firme y, aunque teatralmente
ofendida, autoritariamente serena. —Es una acusación muy grave la que hacéis, gobernador. Y tan osada e irreverente como estúpida y falsa. Os equivocáis: nada sabía al respecto de la auténtica identidad de estas personas. —Pero formaban parte de vuestra expedición. —Así es. Como os he dicho, me fueron especial y enfáticamente recomendadas. Así que deduzco que también era falso el monje que los acompañaba en Yende cuando se aproximaron a mí, según dijeron por orden del padre superior, para incorporarse los tres a la misión. —¿Un falso monje? —Se hacía llamar Ramlon. Pereció en las montañas. El gobernador clavó sus ojos en los de Líbax. —Tres infiltrados, ¿eh? Al parecer, la Orden tiene un problema con la intromisión de extraños en sus asuntos… —Sí —contestó Líbax—, resulta desagradable pensar que en los asuntos de la Orden puedan participar individuos desprovistos de una mínima talla moral y ejecutores de acciones deleznables a los ojos del pueblo, ¿verdad? Yrtáquenes carraspeó ante estas palabras y desvió la mirada mientras se tomaba unos segundos para responder. Finalmente, se irguió y sentenció, girándose hacia la concurrencia: —Entonces no hay más que hablar. Que procedan con la ejecución. —¡Aguardad un instante! —bramó Líbax—. ¡Los fugitivos de la justicia de una provincia han de ser juzgados por las autoridades de dicha provincia, en este caso Gaarbid! ¿Acaso no lo sabéis? Yrtáquenes gritó aún más fuerte que Líbax. —¿Acaso no sabéis vos que el propio Helvinald, atendiendo a la situación excepcional de aislamiento por la nieve y del estado de guerra inminente, ha
decretado la inmediata ejecución de delincuentes que hayan ofendido a la Orden nada más sean detenidos? —¿Y cuándo lo ha dicho? ¿Cómo os habéis enterado? El gobernador sonrió malévolamente. —Me lo ha dicho un pajarito —contestó. —Comprendo… —Líbax se dio cuenta de que estaba a punto de caer de lleno en la trampa del militar. «Has ganado —pensó—. Nada puedo hacer excepto seguir tu juego, mal que me pese». Yrtáquenes fue a añadir algo, pero el mago forzó sus labios en una sonrisa y fijó la mirada en las figuras del centro de la plaza: —Siendo así, y dado que confiáis en el testimonio presentado contra los acusados, nada más tengo que añadir. Adelante, pues, con la ejecución. El gobernador se quedó sin habla, mirando alternativamente al monje y a los reos, desconcertado ante la tranquila y expectante actitud del monje. Pero tras la duda inicial, alzó la mano y dio la señal al verdugo. Ansp apretó los puños con fuerza, sintiendo cómo las miradas de los condenados le atenazaban el alma. Por su parte, Síndir notaba que el aire se le escapaba de los pulmones, y se maldecía por no saber ningún hechizo útil para la ocasión. ¿Por qué Líbax estaba arriesgando tanto? ¿Se proponía dar la gran sorpresa en el último momento? —Ilustre Húbax… —empezó a decir. —Nada digas, Síbilar —le hizo callar el mago, sin girarse—. Que no sea dicho, ni aquí ni por nadie, que la Orden duda a la hora de aplicar su estricta y severísima justicia en aquellos que la han ofendido. —Pero ellos… —Ellos ya están a punto de verse con nuestro dios, que los recibirá y juzgará en
base a sus acciones —añadió—. Y ahora, silencio. Browlie y Voyd tenían sus ojos puestos en aquel balcón, esperando el milagro que había de salvarlos en el último momento. Las lágrimas resbalaban por la cara del chico y caían rozando los labios mudos y temblorosos. El verdugo se plantó frente a los pies de Browlie y esperó unos segundos, entre el griterío de los asistentes. Desde el balcón de la alcaldía, Líbax asistía al acto con gran seriedad, aparentemente impasible, mientras de los ojos de Síndir, ocultos bajo la capucha, caían dos grandes lágrimas, al tiempo que sus manos se crispaban, escondidas en las mangas de su túnica. «¿A qué esperáis, maestro? ¿Vais a hacer algo o no?». Yrtáquenes, sin saber ya qué pensar, miró hacia la plataforma y asintió. El verdugo dio una fuerte patada a la madera sobre la que se sostenía Browlie, y tanto Ansp como Síndir estuvieron seguros de escuchar, aun entre el griterío ambiental, un sonido, un crujido, cuando el peso a plomo del herrero dislocó su cuello. La gente estalló en aplausos y gritó todavía más, celebrando la acción. Sin dilación, una segunda patada barrió el apoyo de Voyd, cuyo cuerpo tensó la soga. Pero en su caso, quedó colgando sin fracturarse el cuello, cimbreándose como un péndulo, ahogándose y adquiriendo su rostro un tono amoratado, mientras sus plegarias se convertían en incomprensibles balbuceos y la lengua se le hinchaba en la boca. La agonía se prolongó durante segundos que parecieron minutos, y el griterío popular fue acallándose, pues la imagen de un chico asfixiándose resultaba difícil de presenciar, por más convencidos que estuviesen todos de su culpabilidad y de que se estaba impartiendo justicia. Alguien pidió que detuvieran la ejecución, que cortaran la soga, mientras otros clamaron por que pusieran fin al sufrimiento de forma rápida, por el medio que fuera. Pero nadie sobre la tarima se movió, hasta que, con un último estertor, los ojos de Voyd dejaron de parpadear, sus labios quedaron quietos y su cuerpo se estiró, meciéndose ahora sin espasmos. La gente no aplaudió. No hubo gritos de larga vida al gobernador. Entre murmullos y negando con la cabeza, se fueron dispersando y abandonando la plaza. Líbax, siempre inalterable, se dio la vuelta y se encaró a Yrtáquenes. —Un trabajo magnífico —le dijo con aquel tono de voz tan sorprendentemente
firme—; os felicito en nombre de Kalyrs y de la Orden. Haced llegar la noticia al monasterio… por el medio que consideréis más adecuado. Y seguido por un anonadado Ansp y una sombría Síndir, se introdujo en la casa camino de su habitación.
* * *
—¿Y ahora qué? —preguntó el duque a su amigo—. Creo que itirás como yo que nos equivocamos con el monje. Yrtáquenes de nuevo daba vueltas en su estudio, mientras fuera, en la calle, descolgaban a los ejecutados y los tendían en una carreta abierta. —¡Está fingiendo! ¡Lo sé! ¡Es un tipo muy duro, pero está fingiendo! ¡Y los ladrones se encuentran entre sus acompañantes, lo huelo! ¡Y yo voy a descubrirlo como sea! —¿Estás loco? ¿Qué más pruebas quieres o pretendes? ¿Sabes qué te hará el Consejo si llega a sus oídos que has puesto en duda la palabra de un hábito azul? ¿Te das cuenta de que te estás jugando tu posición, tu carrera y tu vida? ¡Se trata de un consejero! ¡El Consejo te hará llevar a Neroga para quemarte en la hoguera! —El Consejo no tiene por qué enterarse, y yo sé que ese viejo no es más que un maldito impostor. —En ese caso —Wélemind agarró su pipa de encima del escritorio y se dirigió a la puerta—, no cuentes conmigo. —¡Wélemind…! —Lo siento, amigo mío. Avísame cuando te hayas calmado; estaré en IrisKadan. Y salió cerrando la puerta tras de sí. El gobernador anduvo hasta un sillón y se
dejó caer pesadamente en él, con una sonrisa perversa que rayaba en la idiotez. —¡Sé que no eres auténtico, maldito viejo! ¡Lo sé y lo demostraré!
* * *
El Karnat salió de la plaza tratando de poner en orden sus ideas. No conocía a los dos ajusticiados, pero cuando elevó la mirada hacia el balcón del Ayuntamiento reconoció a Síndir y a Ansp, pese a la capucha calada, presenciando la ejecución junto al hábito azul y las autoridades locales. «La hechicera. Y el guerrero que desapareció un tiempo junto con el del bigote. ¿Qué hacen en la casa del gobernador provincial? Parecen ser sus invitados. ¿Estarán los otros con ellos? Aguardaré a que salgan de ahí. Espero que no tarden, o tendré que sacarlos yo». Cuando llegó hasta su caballo, el mejor que había podido encontrar ahora que el hambre obligaba a muchos a sacrificar sus monturas para comer, unas manos ágiles cortaron su cinto con un puñal y le despojaron de su espada. Waldam se giró para hallar ante sí a Frivan y a Gus, satisfechos de encontrar de nuevo a su «amigo». —¿Crees que somos idiotas o qué, Ronco? —Frivan tenía plantado un estilete en su cuello—. No podíamos dejarte ir, solo, por este oscuro y peligroso mundo. Pero nos ha costado mucho darte alcance. En Argon unos idiotas nos tomaron por los ladrones. Tuvimos que hacerles ver que somos siete, no seis, y que entre nosotros no hay ninguna muñeca pelirroja. —Ya, solo bufones. Gus propinó un puñetazo en la cara al Karnat, que se inclinó ligeramente, pero sin proferir queja alguna. Frivan le agarró por los largos y oscuros cabellos, acercándose a su oído como creyendo que así sus palabras entrarían directamente en el cerebro del guerrero. —¡Ahora vas a llevarnos hasta esos malditos tipos! ¿Estamos? ¡Quiero darme el
gusto de acabar yo mismo con sus vidas! ¿Dónde están? El Karnat, volviendo su cabeza hacia el jefe del Estilete, le contestó. —Están con el gobernador. Tendréis que esperar a que salgan de allí. Frivan soltó su pelo, pero mantuvo el largo y delgado cuchillo en el gaznate. —Bueno, pues esperaremos. El camino ha sido largo y duro, no pasa nada por aguardar un poco más. Gus, ¿dónde y cuándo hemos de reunirnos con los otros? —En la Plaza del Templo, en la parte oeste de la ciudad, a medianoche. —Falta mucho. Lo cierto es que pensábamos que nos llevaría todo el día encontrarte, Ronco. No sé si has sido muy torpe y confiado, o si he infravalorado nuestras habilidades. Da lo mismo. Nos quedaremos en este callejón a esperar. Desde aquí cubrimos bien el Ayuntamiento y vigilaremos cualquier movimiento hasta que llegue la medianoche.
* * *
Sonaron las diez y media en un lejano reloj oxidado por el aire húmedo y salado de Dacosta. En el patio del Ayuntamiento todo estaba listo para partir. Una veintena de caballos aguardaban a Húbax, a Imons Tarkis y a los demás. Los viajeros fueron apareciendo, esforzándose por guardar la compostura y aparentar tranquilidad, pero la muerte de sus compañeros los había conmocionado profundamente, y el dolor era muy difícil de ocultar. Líbax, observó Síndir, se mantenía serio, firme y calmado. ¿Cómo podía mostrarse tan impasible, después de asistir a la ejecución de sus compañeros, especialmente de un menor, y además dando su explícito consentimiento y aprobación? La incomprensión y la indignación de la joven iban transformándose en cólera. Aquel mago, reconocido por medio mundo como uno de los más poderosos, podía haber hecho algo. Pero solo había pedido silencio.
Yrtáquenes salió al patio cuando algunos de ellos ya subían sobre los caballos. —No quería dejaros marchar sin despedirme de vos y de vuestros hombres, padre Húbax, así como desearos un buen viaje y una feliz consecución de vuestra misión. —Gracias, gobernador —contestó Líbax, girándose hacia su caballo. Yrtáquenes siguió hablando, mientras desfilaba entre los dolidos viajeros, que contenían el visceral impulso de ajustarle cuentas al militar. —Pero antes de que os vayáis —más que hablar parecía que cantase y sus andares eran ligeros, como los de una danza burlesca—, quería advertiros del peligro que corréis si, por un azar, en vuestras filas se oculta algún otro malhechor. Tal vez incluso unos de los ladrones del monasterio. —Confío que no —contestó Líbax—. Y en cualquier caso, averiguarlo sería difícil y tomaría un tiempo del que no disponemos. —Difícil no —siguió sonriendo Yrtáquenes—. Bastaría comprobar que se dan algunas coincidencias con las descripciones genéricas recibidas de la Orden. Y si se dan, tal vez convenga que no partáis tan apuradamente. Arcris se dio cuenta de que el gobernador se aproximaba a ella. Líbax tomó su caballo del bocado y caminó con él tras Yrtáquenes. —Porque según se ha anunciado, entre los ladrones hay, al menos, dos mujeres, y una de ellas destaca por su llamativa melena rojiza. El militar desviaba la cabeza hacia uno y otro lado, evitando mirar a la muchacha de Laerdán, pero teniéndola como claro objetivo. Quelbos, detrás del caballo de la joven, agarró con fuerza la empuñadura de su espada, preparado para lo peor. —Pero una melena así —continuó el gobernador— puede ocultarse bajo un disfraz muy simple, ¡como este gorro! —arrancó el sombrero de lana de la cabeza de Arcris y la sonrisa desapareció de su rostro. El pelo de la joven era corto y de un color tan negro como el carbón del Continente Occidental. El gobernador, asombrado, tiró de los despeinados
mechones, tratando de limpiarlos de cualquier mejunje que pudiesen llevar, pero el color permanecía. Arcris aulló, y dio un paso atrás para separarse del militar, que miraba alternativamente a la chica y al gorro. —¡Morena! —exclamó con un hilo de voz. —¡Ya estoy harto de vuestras impertinencias, señor Yrtáquenes! —tronó Líbax junto al gobernador—. ¡Esta vez habéis agotado mi paciencia! —Yo… Yo lo siento, ilustre Húbax, pero… —devolvió el gorro a Arcris, buscando así reforzar su disculpa—, comprendedlo… debía asegurarme… —¡Vuestros actos ultrapasan la irreverencia y la blasfemia! La detención de los huidos de Gaarbid ha sido loable y eficaz, ¡pero vuestro comportamiento es intolerable! Me encargaré de que el padre superior Helvinald se entere de todo, ¡podéis creerlo! ¡Vámonos! Todos montaron a lomos de sus respectivos caballos, abandonando el patio de la alcaldía, donde quedó el gobernador postrado de rodillas en el suelo y suplicando perdón incluso después de que los exploradores desapareciesen en la oscuridad de las calles, picando espuelas y lanzándose al galope. Desde su escondite, Frivan contempló la veintena de jinetes saliendo de la casa del gobernador y pasando junto a ellos a la carrera. El Karnat reconoció a Arcris cuando esta cruzó fugazmente, a escasos pasos de él, bajo un candelero encendido. —Son ellos —avisó a Frivan. Dopti miró incrédulo a Waldam y luego a la larga comitiva, que se perdía veloz calle abajo. —¡Demonios! —maldijo—. ¡No contaba con que fuesen a caballo y acompañados! ¡Vamos, Gus! ¡Hay que encontrar a los otros! Pero, en ese momento, el Karnat comprendió que la función tocaba a su fin. Apartó de un golpe a Frivan y se lanzó contra Gus. El asesino llevó su mano a la espada que descansaba en su vaina, pero Waldam lo agarró con fuerza por ambos brazos, lo alzó del suelo y lo estrelló contra el desconchado muro del callejón. Gus cayó atontado y sangrando por una herida de la cabeza. Frivan se lanzó
como un rayo contra el Karnat. El guerrero de Roturgán se dio la vuelta para defenderse, pero su atacante era rápido y le hundió el estilete bajo la axila, profundo, aprovechando el hueco lateral entre las piezas de la negra armadura. —¡Ya te cogí, cabrón! —exclamó riendo. Waldam sonrió, agarrando a Dopti fuertemente por los hombros y apartándoles a él y su cuchillo, que no mostraba rastro alguno de sangre en su hoja. —No puedes matar a un muerto —le dijo, ahora sin disfrazar su acento karnato. —¡Tu voz…! ¡Eres… eres un norteño! ¡Un maldito norteño! —Soy más que eso; soy el Karnat de Traqueld, vuelto a la vida para llevarme las vuestras. Y lo derribó de un golpe en el cuello y tres más en el vientre, la espalda y las rodillas. Frivan se retorció de dolor, postrado en posición fetal. Waldam le plantó una bota sobre su cabeza. Frivan chilló histérico. —¡No puedes hacerlo! ¡Sabes que si me matas vendrán muchos más a por ti! ¡Todo el Estilete vendrá a por ti! ¡Y te conviene saber que quien nos contrata es tan importante que nunca podrás esconderte! Waldam sonrió aún más. —Procuraré hacerles saber que pueden venir a por mí. Adiós, Dopti. Y ayudándose de todo su peso, le aplastó el cráneo contra el suelo adoquinado con un blando crujido. Frivan Dopti dejó de patalear, y Waldam se deleitó con la imagen y el olor de sus sesos asomando por entre los restos de su cabeza reventada. De nuevo, aquella sensación de vida que tanto le embargaba… Gus abrió un ojo y trató de vislumbrar al guerrero a través de la sangre que empañaba su vista. El Karnat se plantó de pie junto a él y observó su estado. —Sobrevivirás —le dijo—. Así podrás decir a tus compañeros y a ese tipo tan importante que os paga que el guerrero de Roturgán ha vuelto. No lo olvides:
oiréis hablar de mí en el futuro. Y de un fuerte pisotón, quebró su pierna derecha por la rodilla. Gus chilló salvajemente, dolorido y rabioso a la vez. Waldam se dio la vuelta y se encaminó a los caballos. Eligió el de Frivan, mucho mejor que el que había adquirido él. Montó y galopó en la misma dirección que los Buscadores. Llegó al puerto y recorrió los muelles, tratando de encontrar los caballos que montaban. Luego cayó en la cuenta de que, seguramente, querían evitar atraer la atención, dejar la costa sin ser vistos. «Tal vez haya un embarcadero apartado. Debo darme prisa». Espoleó a su montura y se dirigió hacia el este.
* * *
—Nosotros nos quedamos aquí —dijo Imons. Líbax, de pie sobre el embarcadero, estrechó su mano. Estaban en bandos opuestos, pero aquel era un hombre de honor, con nobles principios en su corazón. Lamentó no poder ser sincero con él. Y estuvo seguro de que los Buscadores, de haber dispuesto de tiempo, lo hubiesen ganado para su causa. —Gracias por todo lo que habéis hecho por nosotros, Tarkis. —Un honor, un placer y mi deber. Tened cuidado en vuestra misión. Tengo entendido que esos karnats son muy fieros. —No lo sabe usted bien —dijo Quelbos, cargando un fardo y dejando a Tarkis extrañado por el comentario. Proscritos y Buscadores subieron al pequeño bajel que se mecía azotado por un viento fuerte y repentino.
«Aretsán está de nuevo con nosotros», se dijo Síndir. Tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas. Se embarcaba, junto con sus compañeros, hacia un continente extraño, desconocido y fiero, en busca de la supervivencia y la seguridad del asilo político… si se lo brindaban, lo que estaba por ver. Aquí, justo en esta orilla, quedaba su tierra natal, en la que había crecido, en la que había tenido una familia, una vida… Suspiró, girándose hacia sus compañeros, diciéndose que su familia, sus amigos, eran ahora aquel puñado de fugitivos, y que su vida, sus sueños, tal vez estaban empezando precisamente en ese instante. Ansp, en un extremo de la cubierta y siempre con la cara oculta por la capucha, contemplaba las oscuras aguas con actitud más serena, pero consciente de que sus demonios y pecados no quedaban atrás, en aquel continente que abandonaban, sino que formaban parte de él, y le acompañarían siempre. Galdwynn se plantó a su lado. —Lo conseguimos, socio. —Mmmm —asintió su amigo en tono apenas perceptible. —Ahora solo espero que esa bestia respete nuestro viaje, tal y como asegura el viejo. —No me hables de ese… ese… —Lo sé, socio. Es una criatura muy cabrona. Ansp le miró desde el fondo de aquella capucha. —No me refiero a la bestia. —Ya… —comprendió el bigotudo, recordando de nuevo al alegre Voyd, del que no había podido ni despedirse, y de Browlie. ¿Realmente el anciano hechicero no había podido hacer nada por salvarlos? Quedaron los dos unos segundos en silencio, mientras los marineros se increpaban unos a otros, preparados para zarpar.
—Quiero pensar, de todos modos, que ese dios que buscamos habrá acogido al herrero y al chico en su morada. Y que, solo por esta… misión en la que estamos, también nosotros tenemos asegurado un lugar en el que reposar si todo se gira en contra. —Es un bonito sueño. —Te apuesto lo que quieras a que no es solo un sueño. Ansp respiró hondo antes de contestar. —Yo no apuesto nunca. Frente a la pasarela, Líbax iba a subir a bordo cuando Imons le detuvo, agarrándole del brazo. —Padre Húbax, cuando esta guerra toque a su fin, y si todo acaba bien, me sentiré muy honrado de recibirle en mi casa de Argon. Tomaremos una copa de licor de madroños y fumaremos en pipa. —No sabía que fumaseis, amigo Tarkis. El noble se encogió de hombros y sonrió. —Ya aprenderé. Y dándose media vuelta retrocedió hasta el centro del embarcadero. Allí se giró y observó el velero maniobrar. —¡Largad las amarras y empujad con los garfios! —ordenó Maynur Mayn, el capitán del «Centella del Norte»—. ¡Soltad la vela! La nave desplegó una única vela de color rojo, propia de los bajeles karnatos, y se separó de la costa. Solo entonces, Arcris respiró aliviada. Ahora sí. Ahora sí tomaba distancia con Waldam. El océano no permitía dejar pistas. Toda amenaza y toda exigencia para cumplir con aquel cometido eran ahora vanas. Y por ello, ella era libre. «Libre…».
Qué raro le sonaba. La vista del continente, alejándose en la oscuridad de la noche eterna, era como un despertar: su odioso padre, los monjes, el parador de Helm, Kolep de Marina y Waldam el Karnat… todo quedaba atrás. Estaba a salvo de todo ello. ¿Qué le deparaban los karnatos? Imposible saberlo, pero… como mínimo, era una bocanada de aire fresco. Y no era poco. Atrás, sobre el embarcadero, Imons se arrebujó en su capa y volvió junto a sus dos hombres. —¿Y ahora adónde vamos, señor? —le preguntó Visus. —¿Ahora? —el noble se frotó las manos y sintió un escalofrío a lo largo de su espalda—. En busca de alguna taberna, que no hay quien aguante este frío.
* * *
El Karnat detuvo su caballo y fijó su vista en las oscuras aguas. Faltaba media milla para llegar al embarcadero, pero le pareció ver algo difuso que se desplazaba a través de las olas con un rumbo que nadie osaba ya tomar. «Una vela roja. Estos capitanes de navío se las saben todas. En cualquier caso, es un barco demasiado pequeño, no podría haberme escondido en él. En fin, regresaré a las filas de Alwinus: los ejércitos tendrán previsto cómo cruzar el mar». Entonces, oyó aquella voz que ya había entrado en su mente diez años atrás, cuando despertó en la cripta de Roturgán y dio comienzo su misión: —WALDAM, ESCUCHA CON ATENCIÓN. DIRÍGETE A SOLCORAD, BUSCA AL PEREGRINO MERKYUS EN EL MONTE DE LOS ATORMENTADOS Y APRENDE DE ÉL. HA LLEGADO EL MOMENTO DE DESARROLLAR TOTALMENTE TU NATURALEZA, TAL Y COMO TE PROMETÍ. El Karnat rio a carcajadas, satisfecho por aquellas palabras.
«¡Bueno, pelirroja! Os dejo ir. Por ahora. Disfruta de este descanso, si mis compatriotas te lo permiten. Si lo hacen, si sobrevivís, volveremos a vernos». Y tras una última mirada al barco que se alejaba, dio media vuelta a su caballo y lo lanzó al galope en dirección oeste, levantando en su carrera miles de granos de arena que la marea nocturna y el viento de medianoche hicieron girar aún unos breves segundos, hasta que la orilla quedó totalmente en calma.
Vocabulario específico
Arcabajo: instrumento musical de gran tamaño, fabricado en madera, dotado de cuatro cuerdas de tripa de carnero y que se caracteriza por un sonido grave y cálido. La caja del instrumento sirve también para realizar percusiones manuales.
Flut: flauta propia de músicos ambulantes, que puede ser de fuste único o de doble fuste, caso este en el que uno de ellos es de mayor longitud y diámetro para lograr notas más graves.
Fronto: voz coloquial para referirse a los soldados de frontera.
Karnat: voz norteña con la que se conoce a los reyes del Continente Norte.
Karnato: nombre genérico que reciben los reinos que componen el Continente Norte.
Ladabur: instrumento de cuerda, fabricado en madera y de pequeño tamaño, muy apreciado y de uso extendido entre músicos ambulantes y también de las cortes de los Tres Continentes.
Omnidón: gesto veloz, a menudo instintivo, en el que la mano derecha traza una línea de ida y vuelta desde el pecho izquierdo al derecho y de nuevo al izquierdo, y con el que los habitantes de los Tres Continentes se encomiendan a sus difuntos para alejar malos espíritus, peligros, amenazas e infortunios.
Tubab: instrumento de viento, fabricando en metal y de longitud equivalente a la altura de un hombre, de sonido grave y potente, cuyo uso requiere de un pie o apoyo que en ocasiones forma parte de una estructura fija, como sucede en puestos de alerta en grandes fortificaciones.
Sobre el sistema monetario en los Tres Continentes
Tiempo atrás, en los años en que el Reino de las Dos Montañas de Salan Ítisur era la gran potencia, la moneda de referencia fue el trades, llamada así en recuerdo del monarca Trades Intinas, abuelo de Salan Ítisur. Podía ser de oro o de plata, y a su vez estos se dividían en mitades —por ejemplo, «medio trades de plata»—. De aquella moneda no quedan ejemplares en los tiempos de los Buscadores. Seguramente se fundieron para acuñar nuevas divisas tras la desaparición del antiguo imperio. Pero las palabras «valor», «verdad» y «honor» que aparecían en una de sus caras se mantuvieron en las monedas fabricadas durante los siglos posteriores. Solo cuando Helvinald creó la Orden de Kalyrs, se substituyeron las dos últimas, quedando la leyenda definitiva en «valor, fuerza y fe». El sistema actual tiene como moneda mayor el sueldo de oro, o simplemente sueldo, y que raramente es usado fuera de los círculos de la nobleza. Que un comerciante pueda recibir un sueldo, aparte de improbable, es presumiblemente un acto que busca sorprender y despertar iración y gran atención. Más comunes son los reales, de oro o de plata; ocho reales de plata equivalen a un real de oro. Por debajo, el denominado cuarto de plata equivale a una cuarta parte del real de plata. A continuación tenemos la pieza de cobre, popularmente conocida como «tronillo», y por debajo, el óbolo de cobre, de tan escaso valor que su uso se limita a completar pagos en tronillos, sobornos a chavales o, directamente, limosna.
Sueldo de oro Real de oro = 1/10 sueldo Real de plata = 1/8 real de oro
Cuarto de plata = 1/4 real de plata Tronillo o pieza de cobre = 1/8 cuarto de plata Óbolo de cobre = 1/4 tronillo
Glosario antroponímico
Abas: uno de los cuatro consejeros de Helvinald, resucitados junto con él y con Parsus.
Abiz: miembro del grupo de asesinos llamado el Estilete.
Aírde: uno de los hijos de Aretsán, habitante del Continente Norte. Junto con sus hermanos Quaram y Terriades, son los tres Dioses Menores.
Alwinus Wéyslidur: superior del monasterio de Neroga, jefe del Consejo Monástico. Uno de los escasos mortales que conocen todos los detalles de las religiones de los Tres Continentes.
Ansáridis: seudónimo de la buscadora Arcris en Aucian.
Ánsidar: seudónimo del buscador Ansp en Aucian.
Ansp Korbenán: exmercenario nacido en Lunsatar, miembro y líder del grupo los Buscadores.
Anstra: mercenario, guerrero hábil, astuto, mujeriego y vividor; miembro de los proscritos de Mynirgán.
Arcris Sandegán: excamarera del parador de Helm, en Laerdán, su provincia natal. Miembro del grupo los Buscadores.
Aretsán: el antiguo dios de los Tres Continentes, olvidado desde hace siglos. Es uno de los objetivos que persiguen los Buscadores, junto con el Descanso y Domork.
Asylbin: muchacha sureña a quien los Buscadores encuentran en Helm (Laerdán).
Basilmo: miembro del grupo de asesinos llamados el Estilete.
Browlie: maestro herrero de Bidia, ciudad de Gaarbid, su fama como fabricante de armas alcanza todo el Continente Central. Tras un enfrentamiento con los monjes de la Orden de Kalyrs, se convierte en fugitivo de la ley y se une a los proscritos de Mynirgán.
Buscadores, los: grupo de aventureros del Continente Central que viajan por los Tres Continentes en busca de Domork, Aretsán y el Descanso.
Canea: camarera de La Obesa Tabernera, en Argon (Aucian).
Carsys: uno de los cuatro consejeros de Helvinald, resucitados junto con él y con Parsus.
Círculo, El: asociación clandestina de monjes en el monasterio de Neroga cuyo objetivo es destituir a Helvinald como superior.
Dínxor: ladrón de los proscritos de Mynirgán.
Dirístuc: arquero de los proscritos de Mynirgan.
Domork: el guardián del Paraíso Terrenal conocido antaño como el Descanso, y a quien los buscadores tienen como principal objetivo de su viaje por los Tres Continentes.
Dukel: músico y cantor ambulante, miembro de los proscritos de Mynirgán.
Eldeján: hábito azul, secretario del Consejo Monástico y de Alwinus, el superior del monasterio de Neroga.
Ertys Feldán: ladrón nacido en Vadea y miembro de los Buscadores.
Estilete: grupo de asesinos profesionales comandados por Frivan Dopti; naturales de Vadea.
Falgor: granjero y ganadero del Valle Forestal, en la frontera entre Dirtys y
Neroga.
Filsis: soldado del ejército de Iris-Kadan, capital de Cabo Norte.
Frivan Dopti: jefe del Estilete.
Gadrián: natural de Minus (Sifenes), consejeros y hombre de confianza de Kolep Disgruld, gobernador de Marina.
Galdwynn Lundabán: exmercenario nacido en Lunsatar, miembro de los Buscadores y gran amigo de Ansp.
Galdyus: seudónimo del buscador Galdwynn en Aucian.
Galis: aprendiz de Dínxor, el ladrón de los proscritos de Mynirgán.
Gisbis: miembro del grupo de asesinos llamado el Estilete.
Guidus: curandero de los proscritos de Mynirgán.
Gus: miembro del grupo de asesinos llamado el Estilete.
Gustav: soldado del ejército de Xokram (Neroga).
Helvinald Aucianus: primer superior del monasterio de Neroga, fundador de la Orden monástica y «padre» mortal de Kalyrs.
Hérites: antiguo soldado del ejército de Mistram, en Gadastán, miembro de los proscritos de Mynirgán y gran amigo de Anstra.
Húbax Caneote: seudónimo de Líbax Iscanán en Aucian, para hacerse pasar por un hábito azul.
Hylus: monje de Neroga, natural del karnato de Tyremis, en el Continente Norte.
Icerno: cabecilla de uno de los grupos perseguidores de los Buscadores.
Imons Tarkis: noble aristócrata, natural de Yende pero afincado en Argon; responsable y coordinador del regreso al Continente Central de los monjes norteños.
Iseldyn: miembro femenino de los proscritos de Mynirgán. Hija de un noble de Yende y una granjera de Roturgán, hábil espadachina, portadora de una espada misteriosa.
Jalbán: monje-mago y hábito azul (miembro del Consejo Monástico),
responsable religioso de las provincias de Marina y Montox.
Jays: el más rápido espadachín de entre los proscritos de Mynirgán.
Kalyrs: «el falso dios», divinidad adorada por la Orden de Neroga y creada, como esta, por el primer superior del monasterio de Neroga, Helvinald.
Karnat: voz norteña con la que se conoce a los reyes Continente Norte. / Sobrenombre empleado por Waldam, perseguidor de los Buscadores.
Kasdel: espadachín de los proscritos de Mynirgán.
Kolep Disgruld: gobernador de Marina, el más joven de los gobernadores de provincias. Altivo, apuesto e insolente, Kolep tiene influencias en el Consejo Monástico. Mujeriego, rasgo conocido por sus súbditos, tuvo en su castillo a Arcris durante un tiempo.
Krisus: pocero y sirviente en el monasterio de Neroga.
Leida Maskilván: hermana pequeña de Síndir, murió a manos de su novio, el mismo que incendió la casa de los padres de ambas muchachas con ellos dentro.
Líbax Iscanán: antiguo primer sacerdote del Hogar de los hechiceros.
Cerrado este por orden de Alwinus, Iscanán huye al bosque de Mynirgán, donde se convierte en jefe de los proscritos.
Lisvamis: gobernador de Aucian desde su capital, Aziska, hasta que muere asesinado y es sustituido por Yrtáquenes, capitán del ejército provincial.
Magrya: camarera de La Obesa Tabernera, en Argon (Aucian).
Marguit: una de las mujeres de Anstra, habitante de Helm.
Maynur Mayn: capitán del velero Centella del Norte, en Dacosta (Aucian).
Merjus: granjero y ganadero del Valle Forestal, en la frontera entre Dirtys y Neroga.
Merkyus: brujo ermitaño que vive aislado de la civilización en los acantilados de Solcorad.
Nashy: una de las mujeres de Anstra, en Biswald.
Nohu: camarera mestiza de La Obesa Tabernera, en Argon (Aucian).
Olaida: una de las mujeres de Anstra, natural de la provincia de Devel.
Olegar de Helm: escribiente popular en la ciudad de Helm (Laerdán).
Parsus: «la Sombra de la Muerte», el mensajero alado de Helvinald. Es un animal mutado, creado por Kalyrs tomando parte de la energía vital de Alwinus Wéyslidur, mezcla de fiera depredadora y ave nocturna, de grandes dimensiones, fuerte coraza y un hambre feroz que sacia devorando seres humanos. Es conocido con el nombre de Raslas entre los habitantes del Continente Norte.
Pircén: monje de Neroga, natural del karnato de Tupek, en el Continente Norte.
Proscritos de Mynirgán, los: grupo de perseguidos por la Orden de Neroga y refugiados en el bosque de la provincia de Mynirgán; su líder es el mago Líbax Iscanán.
Quaram: uno de los hijos de Aretsán. Junto con sus hermanos Aírde y Terriades, son los tres Dioses Menores. Habitante del Continente Central, su hogar era la Torre de Base Cuadrada, ubicada en la Cueva Subterránea de Montox. Él proporciona los anillos de Aretsán a los Buscadores.
Quelbos Beldesán: escribiente popular en Isandor (Mynirgán), miembro de los Buscadores.
Quendon: seudónimo del buscador Quelbos en Aucian.
Qüir: ballestero de los proscritos de Mynirgán.
Ramlon: monje renegado, natural de los karnatos y miembro de los proscritos.
Ridolbanys: seudónimo del buscador Rotalmanys en Aucian.
Ristófanes: miembro del grupo de asesinos llamado el Estilete.
Rondus Dasbirán: dueño de La Obesa Tabernera, en Argon (Aucian). Hombre fuerte y corpulento, temeroso de los monjes y el Consejo.
Rotalmanys Mustambán: leñador del Valle Forestal, miembro de los Buscadores.
Rufus Osgaldán: alcalde de Helm.
Sadoro: uno de los cuatro consejeros de Helvinald, resucitado con él y con Parsus.
Salan Ítisur: «rey y señor del Reino de las Dos Montañas», muchos siglos antes de la resurrección de Helvinald y actualmente olvidado; habitaba en su palacio bajo las Grandes Montañas del Norte, en la provincia de Páramo (Continente Central).
Sam: miembro del grupo de asesinos llamado el Estilete.
Sehremán Gunktark: gobernador de Neroga, vive en Xokram; fiero guerrero, y a la vez uno de los políticos más importantes del Continente Central.
Selas: chico de los recados en el parador de Helm, en Laerdán, donde trabajaba Arcris hasta que se unió a los Buscadores.
Shaina: antigua compañera sentimental de Ansp, en Biswald.
Síbilar: seudónimo de la buscadora Síndir en Aucian.
Síndir Maskilván: aprendiz de hechicera, natural de Naditris, miembro de los Buscadores.
Sirius: hábito azul del monasterio, responsable religioso de las provincias de Dirtys y Naditris.
Talistro: monje perteneciente al grupo de monjes perseguidores encabezado por Icerno.
Tedán: mesonero propietario de la principal taberna de Yndrakas, en Neroga.
Terriades: uno de los hijos de Aretsán. Él y sus hermanos Aírde y Quaram son los tres Dioses Menores. Habitante del Continente Occidental.
Tromold: anciano leñador en el Valle Forestal, amigo de Rotalmanys.
Trydos Beldesán: bisabuelo del buscador Quelbos; fue escribiente del gobernador de Mynirgán.
Ubstin: uno de los cuatro consejeros de Helvinald, resucitados con él y con Parsus.
Visus: mensajero y hombre de confianza de Imons Tarkis en Aziska (Aucian).
Voyd Irtanán: aprendiz de herrero, pupilo del Maestro Browlie en Bidia (Gaarbid) y el miembro más joven de los proscritos de Mynirgán.
Vrind: espadachín de los proscritos.
Waldam: guerrero del norte (de Roturgán, capital del karnato de Traqueld, en el Continente Norte); persigue a los Buscadores para dar con Domork y dice ser un karnat.
Waldos: arquero de los proscritos de Mynirgán.
Wélemind: noble de Cabo Norte y duque de Iris-Kadan. Amigo personal de Yrtáquenes y antiguo compañero de armas de Imons Tarkis.
Wéyslidur, duques de: importante familia de aristócratas afincados en Yende (Naditris) y a la que pertenece, entre otras personalidades del país, el padre superior Alwinus.
Xaspios de Xokram: hábito azul del monasterio, responsable religioso de las provincias de Gaarbid y Neroga.
Yrtáquenes: capitán del ejército auciano, gobernador en funciones de Aucian, a la muerte de Lisvamis.
Zogas: monje (hábito marrón) del monasterio de Neroga.
Índice
Canto de Domork 11
Los Buscadores 13
1 23
2 49
3 75
4 97
5 129
6 145
7 163
8 183
9 203
10 227
11 245
12 259
13 279
14 311
15 329
16 359
17 383
18 407
19 427
20 451
Vocabulario específico 471
Sobre el sistema monetario en los Tres Continentes 473
Glosario antroponímico 475