Sergio Gaut vel Hartman
OTRO
CAMINO
Ómicron Books
OTRO CAMINO Sergio Gaut vel Hartman Ómicron Books 1era edición digital: mayo 2021 Quito, Ecuador.
© 2021 Sergio Gaut vel Hartman ISBN: 978-9942-40-178-6
Edición: Cristián Londoño Proaño Corrección de texto: Cristián Londoño Proaño Ilustración: Pixabay.com Diseño de portada y maquetación: REDA+
Todos los derechos reservados de acuerdo a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial sin permiso escrito del editor.
Libro disponible en: www.teoriaomicron.com
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UNO – Leike
Leike entró a la morada del zapatero y lo saludó con una reverencia burlona. —Necesito calzado, Zeilek; estas sandalias están destrozadas. Zeilek hizo un gesto displicente con la mano señalando una estantería en la que estaban apoyados zapatos, escarpines y sandalias. Había once pares, de diferente forma y utilidad. Leike los examinó con cuidado y señaló unas sandalias de zidal teñidas de rojo con adornos de piedra; no eran ninguna maravilla y seguramente eran demasiado grandes para ella, pero los otros diez pares lucían realmente feos. —Podría hacerte el calzado que desees —dijo Zeilek cuando sorprendió el gesto desencantado de Leike—, pero no se me ocurre qué me darías a cambio. —Un collar —se apresuró a decir Leike—, enhebrado con piedras brillantes de la cantera de Tzure, la que está al sur del camino viejo, detrás del campo de espinos. He creado joyas muy delicadas. —¿Para qué las querría? No necesito tus adornos —dijo el zapatero, hosco —. ¿Te parece que podría ir tras las hembras jóvenes para conquistarlas obsequiándoles tus joyas? Mi tiempo ya pasó, Leike. Podría aceptarte una buena garrafa de linfa, pero las hembras no tienen linfa para concertar. — Tengo hierbas, hierbas frescas —dijo Leike metiendo la mano en el morral—. Acabo de cosecharlas. —¿De tu huerta? Si mal no recuerdo la última vez que concertamos me diste hierbas amargas. Las tuyas son las menos apetecibles de todo el valle de Frampo. —Estas son hierbas dulces; no te estoy engañando. —Leike olió el puñado de hierbas y se las tendió a Zeilek para que hiciera lo mismo.
—Tal vez sean dulces, sí, aunque nunca se está seguro del sabor hasta que están cocidas. Preferiría algunas vainas. —No tengo vainas, y no seas tan desconfiado, zapatero. Gracias a mis hierbas tus próximas comidas serán más apetitosas de lo que jamás hubieran sido. Zeilek recordó los tiempos pasados, cuando Malke cocinaba para él; sintió la punzada del dolor y apartó las imágenes sombrías. —De acuerdo. Te haré un par de sandalias. —dijo. —Quiero que sean azules —se apresuró a indicar Leike—, con una hebilla plateada... como esa, así. —Señaló unos zapatos blancos con hebillas, cubiertos de polvo, tal vez una faena torpe del zapatero que nadie había tenido en cuenta. Zeilek, por pereza o picardía, interpretó que Leike elegía los zapatos y no la hebilla. —Los teñiré de azul —dijo, atrapándolos como si fueran animales, tal vez satisfecho por deshacerse de esos zapatos, y feliz por haber resuelto el asunto casi sin trabajar; no veía el momento de que la hembra se fuera. Leike, en cambio, se reprochó la ligereza con que había manejado el tema. No le gustaban esos zapatos blancos y la tintura azul no lograría disimular su aspecto. Pero le daba vergüenza regatear, vulnerando el equilibrio con una conducta caprichosa. Equilibrio no es simetría, se dijo. Tendría que elegir entre las feas sandalias rojas o los zapatos blancos teñidos de azul, decididamente horribles. Había hecho un acuerdo desventajoso, como siempre. ¡Era un desastre! Se miró las viejas sandalias destrozadas y supo que no tendría más remedio que aceptar lo que Zeilek le quisiera dar: no resistirían otro viaje. Después de todo, se dijo, el calzado es sólo para caminar. Se detuvo en la puerta de la morada de Zeilek con las sandalias viejas en la mano, vacilando entre arrojarlas a un costado del camino o cargarlas para intentar un acuerdo en otra parte. Era absurdo: nadie querría unas sandalias arruinadas por el uso. ¿Nadie? Nunca se sabe. Abrió el morral y las guardó; habría tiempo para deshacerse de ellas más adelante. Observó los densos nubarrones que presagiaban rasel, y por un momento temió que el viento, con sus ráfagas como latigazos, la sorprendiera a cielo abierto.
Recordó que las lunas se alzaban muy de madrugada y tras el crepúsculo seguiría un largo lapso sin luz natural; debía apresurarse. Tenía hierbas y necesitaba algo de carne para guisar. Shmil, el trampero, era una buena posibilidad. Trepó la cuesta con dificultad, sujetándose con el último aliento de las ramas bajas de un broid que crecía en la cima; del árbol, como había imaginado, no colgaba un solo fruto. Ante ella se abría el camino al pozo de agua y un sendero apenas perceptible que conducía a la morada de Shmil. Le gustaba el trampero; era hábil, fuerte, áspero, aunque un tanto apático. Aún así, prefería su carácter al de otros, quizás más amables, pero falsos. Se internó por la senda evitando cuidadosamente el roce de las matas espinosas mientras canturreaba un son aprendido de Itzok, su hermano. Las matas amenazaban con borrar por completo el sendero, demostrando una capacidad de crecimiento poco acorde con el de otros vegetales. Se detuvo a observar los hongos que parecían estar tomando por asalto los matorrales, desde el suelo arenoso hasta las crestas rematadas por pinchos rojos. Debería componer una canción que hablara de ese asunto: el crecimiento. Todo crece, más o menos lentamente; todo cambia, todo el tiempo; lo perceptible y lo imperceptible. Las cosas pueden llegar a cambiar tanto que ya no se las logre reconocer. Tenía la idea; ahora la melodía. Probó dos o tres sonidos y los descartó; se parecían sospechosamente a los de la canción de Itzok. Produjo un sonido bajo, sordo, y le gustó. Se le ocurrió que si el tema de la canción era serio, grave, merecería un sonido acorde, aunque no supiera bien por qué. Hizo un gesto para expulsar cualquier idea derrotista y repitió el sonido dos o tres veces, para estar segura de no olvidarlo y apuró el paso con la intención de llegar a la morada de Shmil antes de que las sombras difuminaran por completo el contorno de la senda. En una noche sin lunas podría perderse entre los matorrales, viéndose obligada a permanecer muchas horas a la intemperie. La morada de Shmil era tosca, como su ocupante. Había sido construida en la roca muchas estaciones atrás, horadándola con instrumentos de piedra, aunque nadie se había tomado el trabajo de ampliarla o reformarla en las últimas tres generaciones. Shmil respetaba la tradición, favorecido por su propio carácter abúlico. Leike entró a la morada y saludó a Shmil con una reverencia, sin burla esta vez. —Necesito carne, Shmil —dijo sin preámbulos. —No tengo —respondió Shmil, hostil. Estaba sentado junto al fuego, de
espaldas a la entrada, removiendo las brasas con una vara. Ni siquiera giró la cabeza. —Vamos. —Leike trató de parecer casual, pero se relamió ante la simple idea de un falen deshaciéndose en la cazuela entre hierbas, a fuego lento—. ¿Se rehúsa a concertar con una amiga de la infancia? —No tengo carne —insistió Shmil—. Y no me interesa concertar; no necesito hierbas. —Entonces te propongo que concertemos otro canje —insistió Leike—. Tengo hambre —susurró—. Te ofrezco una joya. Nunca me has aceptado una. —¿Para qué querría una de tus joyas, a quién se la daría? No quiero tratos, Leike —dijo Shmil—. Podría cambiarte un falen por sal o por un corazón de bende, pero no tengo voluntad de concertar con hembras. Siempre salgo perdiendo. —Tengo zapatos nuevos —dijo Leike, como si no hubiera reparado en el rechazo. —Eso es bueno. —Shmil hizo una pausa y volvió a mover las brasas; su hostilidad era material, casi se la podía percibir flotando en el aire cargado del hogar. —Hemos concertado otras veces —dijo Leike. Se sacó uno de los zapatos y jugueteó con la hebilla; la tintura no estaba del todo seca y descubrió que se había manchado los dedos; no le importó—. No es obligatorio concertar, pero no me obligues a repetir que tengo hambre. Sería desagradable sentir que estoy mendigando. Los de Frampo no mendigamos. —Otras veces sí, hoy no —replicó Shmil, cortante—. Ya te dije que no quiero perder en el trueque una vez más. Entiendo que tengas hambre, pero también advierto que nadie desea concertar contigo. Por algo será. Esas cosas ocurren. —Podríamos tener una hija —disparó Leike. La frase golpeó contra la hostilidad de Shmil; era demasiado brutal como para no tomarla en consideración. Compartir la prole no es la clase de propuesta que se hace a
la ligera, por una pieza de carne. —¿Una hija? ¿Nosotros? —La perplejidad de Shmil hizo que abandonara la vara en el fuego; el humo acre del bende quemado inundó la morada. El trampero retiró la vara y apagó la llama frotándola contra la rugosa piedra del hogar. —¿Por qué no? —Leike se aproximó a Shmil y trató de ponerle una mano en el hombro, pero él la rechazó. —No. Es demasiado obvio. Tu único interés es la carne. Te conozco, Leike. A veces tus modales me producen cierta repugnancia. —Eso es injusto; estás interpretando mal mis palabras. —Leike giró bruscamente, dando la espalda al trampero. —Eso es asunto tuyo. Yo interpreto lo que quiero —replicó Shmil, obstinado —. Si digo no, es no. —Amo a Mendl, pero ya he tenido un hijo con él y ahora quiero tener la hija que me corresponde. Javel ya es mayor y yo me estoy poniendo vieja. Pronto dejaré de ser fértil. ¿Por qué no hacerlo? Yo te aprecio, Shmil. —No me interesa. —Está bien. —Leike descubrió que era el momento de desistir. El carácter desagradable del trampero ya no la seducía, la noche estaba muy próxima y el hambre le producía una fuerte impaciencia. —Puedo compartir mi cena —dijo inesperadamente Shmil. —No quiero tu cena. —No pediré nada a cambio. No se niega alimento o una cama. Afuera está oscuro porque es noche sin lunas y no podrás llegar a tu morada. El sendero se cierra y los espinos podrían lastimarte... —Sé todo eso. No te importaba hace un momento, y no tengo nada que
darte a cambio. —¿Te estoy pidiendo algo? —Shmil dejó de remover las brasas y encaró a Leike—. ¿Por qué dijiste eso? —¿Dije qué? —Lo de tener una hija. No he tenido hijos. —Es una pena —dijo Leike—. Javel será una gran compañía cuando lleguen mis últimos días, y se lleva muy bien con Mendl. —¿Será maestro también? —Era la primera vez que Shmil sonreía. —Nunca se sabe. Maestro, artesano, labriego, trampero, narrador; ¿cómo saber lo que será? No es importante. Ocupará un lugar entre los nuestros, el que corresponda. Así son las cosas; el equilibrio debe mantenerse. —Algo más distendida, Leike se sentó en la butaca de fibras de zidal que estaba junto a la mesa—. Tus sentimientos son confusos, amigo Shmil; juntos podríamos ordenarlos. —¿Quién necesita ordenar los sentimientos? —replicó Shmil, nuevamente alerta. —Todos necesitamos ordenar los sentimientos para que fluyan sin atropellarse. Un buen acto puede frustrarse por un gesto torpe, a destiempo. ¿No te ocurre eso, a veces? Shmil bajó la cabeza y se inclinó junto al fuego. Consiguió otra vara a un costado del hogar, y reanudó la tarea de remover las brasas con ella. No dijo nada. Al cabo de un momento se incorporó, y comenzó a preparar la mesa, ubicando los platos y tazones de tal modo que una buena distancia lo separara de Leike a la hora de comer. —¿Es miedo, Shmil? —dijo Leike cuando el silencio se hizo denso y pegajoso como el fruto del broid—. ¿Te doy miedo? —Tal vez, un poco. Nunca fui afortunado con las hembras —dijo Shmil—.
Cuando se es sincero hay un espacio para sentir temor, porque se entrega todo sin reservas. —No era una respuesta enigmática. Leike había sospechado que las actitudes esquivas del trampero podían relacionarse con eso y no ponía en duda su nobleza. —¿Yo te inspiro temor? —Leike se acercó a Shmil y lo rodeó con sus brazos, permitiendo que un flujo caliente y picante inundara su cuerpo. Se abrió la camisa para que él lo oliera mejor; nunca antes, en las otras ocasiones en las que había estado con Shmil, se había permitido ese grado de intimidad. —Ahora no —dijo Shmil, sorprendido y excitado y casi convencido. Deslizó una mano por la piel húmeda de Leike y buscó las zonas íntimas, aquellas que, al ser tocadas por sus dedos ásperos, aumentarían el placer de la hembra. —¿Ves? —Leike acompañó con su mano las yemas de los dedos de Shmil hasta ubicarlos en una zona de placer intenso. El simple roce la hizo suspirar, y cuando él soltó su propio flujo, combinando las sustancias de ambos cuerpos, se estremeció de pies a cabeza—. Estoy madura —dijo abriéndose como una flor. —Sí. Yo también estoy maduro —dijo Shmil, y sonrió franca, abiertamente por primera vez en toda la noche. Al amanecer Leike salió del morada del trampero convencida de que había concebido; así se daban las cosas entre los de Shtetl. Tendría una hija y eso la hacía feliz. La fresca humedad de la mañana envolvía el aire transparente y lo hacía parecer musical, con las gotas tintineando en las ramas de los arbustos y el barro cristalino crujiendo bajo las suelas de los zapatos nuevos. En la bolsa Leike llevaba un falen robusto por el que, pese a su empeño, Shmil no había aceptado compensación alguna. ¡Tonto! Tras una noche de deliciosa entrega seguía recelando. ¿Tanto le costaba comprender que a ella la atraían los machos secos, taciturnos, casi tristes? Así era Mendl cuando no estaba enseñándole a los pequeños los secretos de la vida y el funcionamiento de las cosas, y eso mismo la había impulsado a concebir a su primer hijo con él. Ahora tendría una hija, como indicaban las reglas no escritas de su mundo; heredaría la hosquedad del trampero y su franqueza, esa capacidad de entrega casi frívola que la distinguiría de las demás
hembras. Bajó la barranca a la carrera, resbalando sobre la engañosa superficie y embarró las sandalias hasta que no fue posible saber de qué color eran. El sol derramaba su luz blanca, a la vez presagio y confirmación de la felicidad que inundaba el pecho de Leike. Estaba satisfecha de los pasos que había dado, aunque solía arrepentirse pocas veces. Recordó la melodía compuesta la tarde anterior, cuando se dirigía hacia la casa de Shmil; la entonó con entusiasmo.
DOS - El narrador
Iankl contempló la última tabla y clavó el punzón sobre la dura y antigua corteza de un bende. Supo de inmediato, como siempre sabía, que la historia estaba bien escrita; era vigorosa, equilibrada. Amaba el equilibrio, por sobre todas las cosas de la vida, en las historias que forjaba. Se sentía partidario de los preceptos que sustentaban la armonía social y trataba de cumplir con ellos cada día, por lo que no le quedaban dudas de que su narración sería bien recibida por todos. Sin embargo, no logró evitar el desasosiego que lo invadía cada vez que ponía el punto final, un desasosiego que iba en aumento y ya era insoportable. Progresaba. Crecía. Era una sensación incómoda que la voz interior no perdía ocasión de remarcar. Es falsamente oportunista, decía la voz, una burda impostura destinada a asegurar tu sustento. En el mejor de los casos cambiarás la historia por un vistoso chaleco de cuero trenzado, por una melodía silbada o cantada, por la sonrisa de una joven hembra; ellos no repararán en el engaño, o harán de cuenta que no lo hay. Recibirán la historia como siempre, con placer, ignorantes del conflicto que te roe las entrañas; la recibirán con inocencia y entregarán a cambio el fruto de su esfuerzo o de su ingenio, sin pensar en estas cosas. Sumido en esas reflexiones no advirtió la llegada de Mendl. El maestro hizo una reverencia tras detenerse en la entrada. Paseó los ojos por los cientos de tablas ordenadas por tema que Iankl había acumulado a través de los años y luego se detuvo en las que se apilaban sobre la mesa de trabajo, todavía sin la marca que las identificaría como una creación genuina del narrador. —¿De qué trata esta vez? —preguntó Mendl.
—Me sorprendiste. —Iankl buscó la caña hueca, la llenó de hierba roja y la encendió antes de responder.
—La historia —insistió Mendl—, de qué trata. —Una historia simple, como todas —dijo aspirando la caña—. Una historia inventada, acerca de una hembra y sus sentimientos. —Algo acerca de una hembra frívola, sospechosamente parecida a Leike, como siempre —señaló Mendl. Iankl percibió el hilo conductor de los celos del maestro, pero los cubrió con un manto, como se cubre el cuerpo de un muerto. Lo espantó un poco la imagen, demasiado cruda, quizás, aunque adecuada para describir lo que quedaba de la relación entre esos dos. También cenizas, frías cenizas. —Algo acerca de una joven hembra, no importa el nombre —dijo el narrador, y sintió que mentía—. Construyo los personajes de mis historias tomando un poco de aquí y una pizca de allá. ¿De qué otro modo puede hacerse? En la apertura la muestro cándida, confiada, pero los conflictos que debe enfrentar la fuerzan a descubrir la insistencia como método de lucha; las cosas son como deben ser, no como a ella le gustaría que fueran. No importa cuan honestos sean tus sentimientos: cuando se rompe el equilibrio no alcanza con la voluntad desnuda. Pero la hembra no se deja vencer por el desánimo y persiste, se dobla ante el viento, aunque no se quiebra; lucha para no desdibujarse en el vínculo que ha creado... —¡Suficiente, escritor! —lo interrumpió Mendl—. Es una buena historia, como siempre. Mis alumnos la disfrutarán, como siempre... —No sangres, amigo —dijo Iankl—. Así son las cosas. Cambiarlas traerá más dolor, no menos. Pero además de eso, ¿no sería prudente que me dejaras llegar al final de la historia? Prefiero las historias con final a las que quedan inconclusas. —Acepto las cosas como son —dijo el maestro—; yo no estoy hecho con la misma pasta que tu heroína. —Decidió que no se recompondría en horas: pidió la caña hueca y bebió el humo rosado, dejándose embriagar, olvidando por un momento que cada paso de Leike por afuera de su campo de visión era un azote del viento arenoso que soplaba desde la costa. No había perdido a Leike; en realidad nunca la había tenido. Nadie tenía a otro en el mundo, no por más de unos pocos minutos, mientras los flujos atravesaban los cuerpos fusionados, hasta el temblor del final.
—Concertemos —dijo Iankl. —Concertemos —concedió Mendl—. Puedo darte una brazada de hierbas frescas y un corazón de bende recién talado. —No estás muy generoso hoy, amigo —dijo Iankl dando una nueva chupada a la caña—. Dijiste que te parece una buena historia; fue suficiente que tu imaginación te informara que la hembra se parece a Leike para que tu interés echara chispas, pero luego... Dos productos recogidos al pasar, ¿eso es todo? —Son hierbas dulces —se defendió el maestro. —No pensé que me darías hierbas amargas. —Iankl sonrió; no era la primera vez que ocurría. Mendl quería leer la historia antes que nadie, y quería sufrir un poco, moderadamente, sentirse pequeño y miserable, pensar que se lo había merecido. Ansiaba el dolor causado por la pérdida de Leike, amaba ese castigo tal vez más de lo que la había amado a ella—. Mi historia, entonces, vale apenas un puñado de tallos vegetales. —Una túnica bordada con hilos de ámbar —suspiró Mendl. —Eso es otra cosa —dijo Iankl dejando que el interés le bailara en los ojos, más que nada para confortar al maestro—. Quiero ver esa túnica. Mendl metió la mano en su morral y extrajo la prenda. Debía estar muy enamorado de su fantasma para desprenderse de un objeto así por una simple historia ficticia. —¿Concertamos, ahora? —dijo Mendl. —Concertemos. —Iankl retiró el punzón de la corteza y efectuó tres trazos sobre la tabla que coronaba la pila. Al o con la punta de metal, la madera liberó minúsculas porciones de tinte claro como la leche. Iankl había firmado su obra y Mendl podría garantizar que lo que leerían sus alumnos era un producto genuino. —Es válido —dijo Mendl acariciando las tablas. El maestro sentía una perniciosa debilidad por el narrador. Nadie le
impedía usar las historias de los maestros antiguos, probadas y seguras, con las que se podía enseñar sin riesgos o sobresaltos. Sin embargo, el salto al vacío que implicaba cada relato de Iankl le devolvía el fervor con que había iniciado su tarea de educador, tantas estaciones atrás. Sorprender a los niños era sorprenderse. Esas historias, arrancadas de lo cotidiano, esa recreación con palabras de lo que solían vivir todos los días, aunque embellecida por giros inesperados que invertían los enfoques, trayendo a la superficie anhelos profundos y episodios asombrosos, los ayudaban a crecer. Envidiaba a Iankl, por supuesto; hubiera sido necio no itirlo. Él mismo había intentado sin éxito escribir historias, eludiendo la dependencia del narrador; se había limitado a destrozar tablas, las que luego terminaban alimentando el fuego del hogar. Pero su envidia se combinaba con iración para dar un compuesto inestable, aunque altamente eficaz a la hora de educar en libertad. Los niños lo sabían. Los relatos de Iankl eran árboles creciendo a toda velocidad, estallando en luces de colores, saciando el hambre de novedades con animales grandes con cuernos y jorobas... ¡Animales fabulosos! ¡Maravillas! No había nadie como Iankl en todo el valle de Frampo y seguramente no lo había tampoco más allá, del otro lado del lago, en Monce o Jurtla, cruzando el mar... Iankl respetó la fuga del maestro; no era la primera vez que ocurría. Era su modo de aliviar el sufrimiento por la pérdida de Leike. Mendl ignoraba qué eran la fatiga, la enfermedad y el desgaste físico. Ni siquiera se concedía el lujo de reposar adecuadamente. Una fiebre de trabajo incesante lo hostigaba, aunque íntimamente el narrador sabía que su nivel de exigencia superaba al de cualquiera. El maestro había perdido el equilibrio en un recodo del camino, el día que Leike voló como un mairo, uno de esos raros pájaros que anidaban en los farallones y jamás se dejaban atrapar.
TRES - Mendl
Mendl desovilló el camino hacia su morada dibujando esquemas en el barro. Cada paso era un proyecto, una pieza única de su construcción: el edificio alzándose hacia el cielo, sin límites, en equilibrio. A él también le gustaba el equilibrio, aunque fuera tan difícil de alcanzar. ¿Existía alguna persona bajo el sol que prefiriera la inestabilidad y el caos? De pronto se detuvo, como si una voz invisible le hubiera hablado al oído. No, dijo la voz. No, repitió. No, pensó Mendl, ese es el mensaje: no. Nadie me espera, a nadie le importo. Giró alrededor de un punto como un trompo y contempló alternativamente los lugares familiares. Descartados su propia morada, la del escritor y la de Leike, sólo quedaba el triste punto de reunión de los que estaban solos: El Patio de los Tristes, como le gustaba llamarlo a Iosl, el carpintero. Mendl suspiró y se encogió de hombros. A la jornada aún le quedaba un buen lapso virgen, aunque el sol ya se había puesto, y tendría que consumirlo quemando hierba roja en una caña hueca y bebiendo el humo rosado, o buscando una mayor embriaguez en la linfa espesa que Motie destilaba de los frutos tardíos del broid. Eso haría. Tenía que aceptar el dolor para empezar a curarlo y para curarlo nada mejor que embriagarse. Empalmó el camino viejo detrás del campo de espinos y descendió la cuesta con cuidado, apoyándose en una rama gruesa que había tenido la precaución de arrancar. La noche sin lunas ya estaba cerrada y sólo la chispa fulgurante de El Patio, a la distancia, le servía de guía. Resbaló dos o tres veces antes de alcanzar terreno plano, pero no se cayó. Ya es algo, pensó Mendl. Imaginó a los solitarios compartiendo cañas y llenando vasos, lamentándose por lo que no lograban alcanzar. Shtetl era un mundo pobre, miserable, sórdido, infortunado. ¿Cuántos calificativos sería capaz de sumar antes de que el efecto de la linfa de Motie lo arrojara al pozo profundo del sueño? Suficientes para dar a los niños una severa lección acerca de la escasez y el equilibrio, la imperiosa necesidad de compartir, de conformar los propios deseos alrededor de una pauta común, indiscutible. Nunca habían conocido otra cosa que eso; y él tampoco. Siempre, desde su más tierna infancia, de labios de Iche, el maestro que lo precediera, y de
cada una de las personas que se habían expresado acerca del tema, recibió una noción apretada: hay poco, compartamos lo escaso para que todos tengan algo. ¿Justo? ¿Injusto? Equilibrado. Shtetl era un mundo que desconocía los excesos, porque no le quedaba otro remedio. Y sus habitantes habían tenido que amoldarse a ese canon. Insuficiente, todo era estrecho, exiguo, poco... Por lo menos los presentes estaban bastante alegres, o la linfa había operado en la dirección correcta, ya que Mendl escuchó las risotadas a cien pasos de El Patio. Hizo una reverencia al entrar. Iosl, Motie, Zeilek, el zapatero, Kalme, la hornera; sólo faltaba Shmil... y era extraño. Shmil era el más asiduo de todos. El trampero era tosco como las calizas de la cantera, insociable, pero no solía faltar a las tertulias de El Patio; tal vez porque era el único sitio en el que podía permanecer a salvo de su propio encono, de que su irritación no fuera un problema para sí mismo y para los demás. Tampoco estaba Itzok. Y Mendl sintió algo muy próximo al equilibrio. Itzok le recordaba a Leike; los hermanos eran demasiado parecidos para su gusto. Bien, se dijo. La noche pinta bien. —Hola, maestro —dijo Kalme con su voz de macho, profunda y desagradable—. ¿Nos contarás una historia? —¿Una de esas historias destinadas a sus alumnos? —Iosl observó a Kalme con severidad, como si la hornera hubiera cometido una peligrosa transgresión—. No necesitamos esas historias; son aburridas. Que venga y tome o fume con nosotros, pero que se calle sus historias de niños. Motie y Zeilek se rieron como si Iosl hubiera dicho algo ingenioso. Ya tenían encima más linfa y humo rosado del que indicaba la prudencia, pero no eran de los que sabían detenerse. Mendl pensó en el equilibrio una vez más y apartó la idea de un manotazo. ¿Quién necesita equilibrio? —Podría inventar una historia propia —dijo, sentándose en una butaca formada por cañas enlazadas con tiras de zidal—. Una historia de excesos y descaro —añadió con un guiño. —¡Esas son las historias que más me gustan! —exclamó Iosl, como si aquello hubiera sido suficiente para hacerle cambiar de idea con respecto al maestro.
—Adelante —dijo Kalme—. Que sea descarada y fantasiosa, algo que jamás hayamos visto, ni seamos capaces de imaginar. Mendl se tomó su tiempo para comenzar. Le hizo una seña a Motie, que monopolizaba la garrafa, para que le sirviera un poco de linfa y paseó la mirada por los presentes, tanteando ánimos y posturas antes de empezar a inventar. Shtetl no era el único mundo posible, tampoco el mejor. Y no era sencillo crear otros a partir de los mínimos ingredientes que aportaban sus vivencias. El mayor temor habitaba en la posibilidad de que, antes o después, se dejara ver un personaje parecido a Leike y que eso destrozara el equilibrio. Se llevó el vaso a los labios y permitió que la sustancia densa y pegajosa invadiera las papilas y le quemara la garganta. —Otro mundo —declaró, demarcando el espacio—. Otro tiempo, otra gente. —Linfa de efecto inmediato —bromeó Iosl. —¡Silencio! —Motie alzó la mano para proteger el relato del maestro. —Un broid da mil frutos —siguió Mendl entrecerrando los ojos para no ver a Kalme— y existen mil especies de árboles. La gente... los llamaré «roots», no necesitan equilibrio porque viven en la abundancia... —¿Por qué roots? —interrumpió Kalme. —La idea de abundancia es perniciosa —dijo Motie casi al mismo tiempo; su voz tembló ligeramente al decirlo, como si no estuviera seguro o convencido. —Es una idea, nada más —dijo Iosl—. ¿Preferimos las historias sin ideas? —Déjenlo continuar —dijo Zeilek torpemente—. Vamos, adelante, maestro. ¿Qué ocurre con los roots cuando disponen de... mucho, ilimitadas cantidades de comida? —¡Se hartan y revientan! —dijo Kalme dando una larga calada a su caña. Una nube de humo rosado se elevó dibujando anillos y Motie tosió una y otra vez, con tal violencia que debió apoyar el vaso para no volcarlo. —La noción de abundancia enferma a Motie —dijo Iosl con sorna.
—Kalme nos enferma a todos con sus gritos. Es muy difícil hilar una historia —se quejó Mendl— si no dejan de parlotear. —Dejen hablar al maestro —rezongó Zeilek, alzando mucho la voz. Todos notaron que estaba más borracho que los demás. El zapatero, desde la muerte de Malke, se había abandonado a una suerte de perversa apatía, apenas suavizada por la obligación social y la costumbre. Mendl, eligiendo las palabras para continuar su historia, se preguntó si no estaban pagando un precio excesivo por mantener el equilibrio. No obstante, ¿existía otro modelo que concertar dentro del orden establecido? —Los roots —continuó el maestro cuando cesó la agitación— buscan formas de repartir equitativamente los frutos, pero no logran hallarlas. Los más perezosos, los que llegan tarde a la cosecha, o tienen otras cosas que hacer, se ven obligados a mendigar el favor de los más inquietos y astutos. El equilibrio es un acto de la voluntad y no una regla de la naturaleza, por lo que rara vez se alcanza. —¡Es ridículo! —exclamó Motie. —¿Ya no te molesta el humo? —ironizó Mendl. —No se puede contar una historia a partir de la omisión de una regla. —Las manos de Motie temblaban visiblemente, como si la historia o la forma elegida por el maestro para contarla lo alteraran más de la cuenta. —Es una historia, Motie, sólo eso —dijo el maestro—. No puedo contar una historia en la que nada sea diferente de lo que nos ocurre todos los días. No sería interesante. —No podrás dejar una enseñanza —insistió Motie. —¿Quién dijo que una historia debe dejar enseñanzas? ¿Acaso son ustedes mis alumnos? Ustedes son unos solitarios que buscan apagar el ácido que los corroe por dentro, con linfa, humo, historias. O mejor aún: desgraciados que sólo necesitan matar el tiempo. También yo, por supuesto. ¿Qué haríamos en nuestras moradas? Lo mismo que hacemos aquí, beber, fumar, pero en triste soledad. Sólo los aventajo en algo: puedo leer las tablas que
obtuve concertando con Iankl, aunque bien mirado también es poca cosa, si lo comparo con el dolor que arrastro. —Otra vez —se burló Kalme—. El eterno llanto del macho engañado. ¡Insoportable! —Las hembras soportan mejor el abandono —se burló Iosl. —¿Tablas? —Los ojos de Motie relampaguearon—. Una narración de Iankl. —No te basta con mi historia improvisada, ¿verdad? —El maestro hizo un gesto desagradable que fue advertido por los otros. Iosl levantó la mano una vez más; como anfitrión era su deber procurar el equilibrio, más allá de las pasiones sin corteza, del humo y la linfa. —Trato de escuchar tu historia —se defendió Motie—, pero las interrupciones me fastidian. ¿Por qué no grabarla en tablas? Podría leerla tranquilamente en mi morada, sin tener que soportar las interrupciones de estos borrachos y tus propios lamentos. Mendl observó a Motie fascinado. ¿El cultivador pretendía que él se convirtiera en algo diferente a lo que siempre había sido con el único objeto de satisfacerlo? Estaba a punto de enredarse en una turbia discusión cuando un sonido pesado retumbó en El Patio de los Tristes; la cabeza de Zeilek, definitivamente invadida por la linfa, golpeó contra la tabla de madera. —Veo a un borracho durmiendo sobre la mesa —tarareó Kalme—; tiene los ojos abiertos, como un falen muerto. —Eso no tiene sentido —dijo Itzok, con el hombro apoyado en el marco de la puerta de El Patio. —Te estábamos esperando —dijo Iosl—, pero tu suerte es escasa: Zeilek secó las garrafas y los vasos. —No vengo a tomar o a fumar —dijo Itzok—. Vine porque sabía que lo encontraría a él —agregó señalando a Mendl. El maestro se removió inquieto sobre las cañas de la butaca y las tiras de zidal le mordieron el rabo. Lo último que deseaba era discutir con Itzok
acerca del tema eterno: Leike. En un mundo como Shtetl, donde había pocas cosas que envidiar y atesorar, el deseo de monopolizar la voluntad de otro era interpretado como una grave transgresión. Y él no estaba de ánimo para ser censurado. —No he vuelto a molestarla —se defendió Mendl antes de ser atacado. —Conciencia culpable —Itzok se rió escupiendo a través de las cerdas—. No, Mendl, no te estoy buscando para hablar de tu enfermiza pasión por mi hermana. Quiero hablar de las enseñanzas que reciben los niños. —Ah, eso. —Mendl recuperó la calma por un segundo y se atrevió a respirar, pero en la voz de Itzok había un dejo de amenaza que no podía ser pasado por alto. ¿Qué tenía que decir el músico acerca de las enseñanzas que impartía el maestro? ¿Acaso él opinaba acerca de melodías que Itzok tarareaba o le arrancaba a la kela? Masticó su furia y buscó en su mente una respuesta adecuada. No era la primera vez que Itzok utilizaba un modo indirecto de agredirlo o censurarlo. —¿Elegiste este basurero para reformar la educación del mundo, Itzok? — dijo Mendl con desafiante. —He estudiado al pueblo durante la mayor parte de mi vida —dijo Itzok—, lo que se enseña y se aprende, lo que las personas son cuando niños y hacia qué evolucionan. —Habrás llegado a una conclusión definitiva, imagino. —Mendl buscó una garrafa, pero recordó que no quedaba más linfa. Hizo una seña a Kalme para que le pasara la caña y ésta se la alcanzó, aunque refunfuñando. —Nada definitivo, no —dijo Itzok—, pero algunas piezas empiezan a encajar. Será preciso convocar a la Asamblea, pronto. Hemos perdido el rumbo. —¿Qué hemos perdido? —Los ojos de Motie brillaban intensamente. Era la primera vez que sus compañeros de linfa y humo lo veían tan excitado. —¿El rústico sembrador de bende ha desarrollado puntos de vista sobre cuestiones por las que en otro tiempo no se interesaba? Los tiempos cambian... —Itzok dejó escapar un silbido bajo entre las cerdas.
—Eso es ofensivo, Itzok —dijo Motie—. ¿Te han dicho que las personas valen por lo que hacen, que el equilibrio aborrece a los superiores tanto como a los inferiores? —Tendrías que explicarme el motivo por el cual se debe aceptar una regla tan imbécil — replicó Itzok. Avanzó un paso y Motie retrocedió. La hostilidad, densa como la sangre de falen, se cargó en los puños de todos los presentes, menos Zeilek, que dormía su borrachera sin complejos. —Tranquilos —dijo Mendl alzando las dos manos—. Itzok ha venido con ganas de pelear, pero esta es una reunión amistosa. Me iré con él y dirimiremos nuestros asuntos en privado. Para pelear se necesitan dos, por lo menos. Mendl le dio una larga calada a la caña. Íntimamente sentía una gran satisfacción cuando el equilibrio se rompía, inclinándose hacia uno u otro lado, porque esa era la mejor forma de demostrar la perfección del sistema. Hay que convocar a la Asamblea, había dicho Itzok. Eso, y no la evolución o la abundancia, y tampoco la escasez, era un asunto imbécil. No podían convocar a la Asamblea cada vez que alguien descubría una cerda en el guiso de falen. Estuvo a punto de poner a Itzok contra la pared de El Patio, pero lo pensó mejor y dejó todo como estaba. Su confianza en el sistema era ilimitada; todos debían tener una confianza ilimitada en el sistema o no se podría vivir, ni en el valle de Frampo ni en ningún otro sitio de Shtetl. —Oh, casualidad —exclamó Iosl—. Acabo de recordar que tengo una garrafa de linfa destinada a las grandes ocasiones. —¿Es ésta una gran ocasión? —dijo Motie, receloso. La conducta de Iosl había sido equívoca, desde el primer momento, como si sospechara que una rara enfermedad se estaba incubando en el grupo. —¿Por qué no? —respondió Iosl. Había corrido una mampara tras la cual, cuidadosamente alineadas, había tres garrafas de linfa. Se acercó y sopló la arena fina que el rasel había depositado sobre las molduras y huecos del envase. —¿Tres? —Kalme se rascó las cerdas sacándolas de la boca, un antiguo gesto crítico reservado para las mayores desmesuras—. Pues será la mayor ocasión de que tengamos memoria. Jamás vi tres garrafas de linfa juntas.
—Dos están vacías —se defendió Iosl. Kalme no era de las que discuten sin pruebas. Recuperó la caña de manos de Mendl y de un salto cubrió la distancia que la separaba de las garrafas. Luego golpeó suavemente la caña contra cada una de ellas. —Las tres llenas —certificó—. Bien escondido lo tenías. ¿Qué te hizo revelar el secreto? ¿El temor a una pelea entre esos dos? Ya hemos tenido peleas antes. Zeilek, sin levantar la cabeza, abrió un ojo y balbuceó unas palabras. Motie se inclinó sobre el zapatero borracho y lo instó a que repitiera la frase. —Dice que está en condiciones de seguir. —¡Viejo pícaro! —dijo Iosl—; olió la linfa al instante. —Eso no lo explica —insistió Kalme—. ¿Por qué tres, Iosl? Iosl bajó la cabeza. Le molestaba la autoridad que emanaba de Kalme, una hembra. Él no era perfecto. Nadie es perfecto en Shtetl. No hay manera, pensó. Tampoco es superior un sexo, o el otro. ¿De qué me estoy quejando? —No es acumulación, no es abuso, no es derroche —argumentó Iosl aún con la mirada en el suelo. —Exceso —dijo Kalme, inflexible—. Hay mancha. —¡Basta ya, Kalme, experta en conducta! —roncó Mendl—. No queremos jueces; todos sabemos qué hacer. —Se ha excedido —insistió Kalme, en el mismo tono. —Este es un lugar para los que están solos —dijo Itzok, interviniendo por primera vez en mucho tiempo—. Es natural que Iosl guarde algunas garrafas de reserva. ¿No le damos nada a cambio, acaso? No concertamos, es cierto, pero a él lo mueve el pensamiento solidario. La censura no cabe en este caso, Kalme; Mendl tiene razón.
—Gracias, hermano —dijo el maestro con ironía. —¿Qué dijiste? —Itzok se volvió hacia Mendl con el rostro encendido y las cerdas erizadas de furor—. ¿Me llamaste hermano? Eso sí que es un insulto. —¡Basta! —exclamó Motie—. Están enfermos. Todos estamos enfermos. Insultos, excesos, infracciones, juicios. ¿No podemos concertar la soledad en paz? —La brusca reacción del cultivador detuvo en el aire la espiral de violencia que amenazaba con ganar El Patio, pero fue un breve instante; casi de inmediato todos volvieron a gritar formando cruces de ácida revancha. Hasta Zeilek parecía haberse despejado y reclamaba a Kalme un trueque desventajoso de escarpines por pasteles, más antiguo que la vida y Mendl e Itzok habían aproximado tanto sus rostros que las cerdas de uno pinchaban los labios del otro. —¡Basta, dije! —El nuevo reclamo vino acompañado por una acción inesperada. Arrancando la caña de las manos de Kalme, Motie la blandió como un hacha y la descargó sobre las garrafas. Necesitó dos golpes para partir la primera, pero sólo uno para cada una de las otras. La linfa, densa y pegajosa, fluyó hacia el suelo como la lava de un volcán. Motie arrojó la caña a la cara de Kalme, que logró esquivarla a duras penas, y salió de El Patio de los Tristes sin mirar atrás y sin que nadie intentara detenerlo.
CUATRO - El Patio de los Tristes
El estallido de Motie convirtió a El Patio de los Tristes en un funeral. La expresión de los rostros de los presentes resaltaba lo inusual de la conducta del cultivador, aunque nadie se atrevía a censurarlo abiertamente. —No murió nadie —dijo Kalme sin convicción, mientras acariciaba la caña astillada por los golpes. Los de Shtetl, machos y hembras por igual, no consideraban la muerte como el secreto fundamental de la vida; aborrecer la muerte y apoyarse en los otros para eludir las desmesuras era, en cambio, un acto de fe. Iosl, cargando una sensación de enorme desgracia por haber perdido tres garrafas de linfa, lamió uno a uno los fragmentos de barro cocido a medida que los juntaba; gotas del líquido pegajoso le colgaban de las cerdas, formando racimos como puntas de corona, dibujando bucles, mezclándose con las lágrimas que trazaban surcos al rodar por las mejillas. —Una gran pérdida —se burló Mendl—. Arruinamos el sermón de Itzok, la linfa de Iosl, la caña de Kalme, el sueño de Zeilek... y mi humor para el resto del año. —Dijiste hermano —señaló Itzok, rencoroso. —¡Basta, ya! Nos comportamos peor que niños —dijo Kalme—. Ni siquiera éste — agregó señalando al maestro— padece tanta estupidez a la hora de disipar las tinieblas de las mentes de los niños. —Motie —suspiró Iosl, aún lloroso, recogiendo con la lengua las últimas partículas de linfa alojadas en las cerdas—. ¿Qué sucede con él? Está raro. Sólo quiso una butaca por las tres garrafas. No dudé un segundo, pero luego me pregunté qué ocurría. Motie es astuto concertando; jamás cede en desventaja. —Raro —repitió Itzok—. Todos estamos raros. Él me dijo hermano, la linfa de Motie no hace efecto... Seguramente te aceptó la butaca porque sabía que
esta linfa era débil y aguachenta. —No es aguachenta —se defendió Iosl, sacando pecho— es lo que debe ser. Si hubieran podido probarla no dirías una tontería semejante. —Nadie, y menos Motie, concierta en desventaja —dijo Kalme. —No tengo nada que hacer aquí —dijo Mendl. Luego, enarbolando las tablas como un triunfo personal y desmedido, caminó hacia la puerta sin mirar atrás—. Las leeré en soledad, en mi morada, lejos de disputas y borrachos. No trataron de detenerlo. El maestro salió a la oscura y fría noche. Una sensación de fracaso lo afligía, una corrosiva marea interior que lo inducía a la rebelión y lo sujetaba con manos como tenazas para que permaneciera inmóvil, todo a un tiempo. Recordó que no había traído la vara para apoyarse cuando resbaló en el cieno gelatinoso y conservó el equilibrio a duras penas. A partir de ese momento avanzó con sumo cuidado; lo perturbaba más la posibilidad de caer en el barro y enlodarse que todas las miserias que lo perseguían desde que Leike diera por terminada una unión de muchas estaciones. Tres palabras: Leike, unión y final, formaban un triángulo de fuego que se negaba obstinadamente a desaparecer de su horizonte; se sentía acosado por los residuos de los hábitos compartidos, del tiempo disperso entre horas de amor, horas de trabajo, sueño, crianza; horas contra las cuales se rebelaba, como si hubieran sido perdidas en las profundidades de una ciénaga. Sin talento para alejar el malestar, Mendl se concentró en cada paso, en evitar un yerro fatal que lo precipitara en el barro. Cerca del molino de piedra abandonado, entre un grupo de matorrales, a poca distancia del pozo de agua, percibió una presencia. Alguien lo aguardaba. Sólo pensó eso: alguien me aguarda. No hubo inquietud o aprensión en la idea; no tenía enemigos, la agresión física estaba limitada, desde hacía siglos, a choques frontales que rara vez dejaban huellas. Pero apretó las tablas contra el pecho, dispuesto a defenderlas. Eran el pan para sus alumnos, su primicia y su obsequio. —No tengo intenciones de quitártelas —dijo Motie dejándose ver. Portaba una doble luz que servía para reemplazar la de las lunas, todavía ausentes
esa noche. Combinándose, poblaban de sombras agudas el rostro del cultivador. Mendl receló; no era la primera vez que Motie lo acechaba a la salida de El Patio de los Tristes, como si tuviera que decirle algo que en presencia de los otros no hubiera podido. —¿Me estabas vigilando? Ya lo hiciste otras veces. —No —dijo Motie, secamente. —Sería injusto, y más que injusto, agraviante, impensable —se defendió el maestro sin necesidad—. Iankl recibió nobles materiales por su producto. — Ingenuamente, comenzó a enumerar los objetos que había entregado a cambio de las tablas del narrador—: Un corazón de bende, una buena brazada de hierbas dulces, una túnica bordada con hilos de ámbar... —Aseguraste su vejez —apuntó Motie con ironía—. De todos modos no es asunto mío. ¿Yo te pregunté qué le diste? —¿Cuál es tu asunto? —Mendl examinó al cultivador con ojo crítico; no le gustaba la forma en que se desarrollaba la conversación. Su larga experiencia como educador lo ponía en sobre aviso, pero educar no le había dado herramientas para cavar en las cabezas de los otros. Y justamente eso, cavar en la cabeza de Motie, hubiera sido necesario para descubrir el propósito oculto del cultivador. —Sentémonos —dijo Motie señalando un poyo de piedra ubicado junto a la pared del molino—. Negociemos en calma. Mendl dio dos pasos en dirección al poyo, y se detuvo bruscamente. —¿Negociar? ¿Quién habló de negociar nada? Y en todo caso, ¿no sería mejor que concertemos, si hay algo para trocar? No me gusta la palabra negociar; suena sucia. ¿Por qué no dijiste que deseabas concertar algo conmigo cuando estábamos en El Patio? ¿Acaso esto es algo que los demás no deben saber? —En breve todos usaremos ese término con frecuencia —dijo Motie con una sonrisa enigmática dibujada en los labios—. Por lo pronto, deberíamos
itir que nuestras formas, dar y recibir sin necesidad y sin ambición, nos está perjudicando. —Se sentó, invitando al maestro a hacer lo mismo. Pero Mendl se quedó de pie, mirando al otro, perplejo—. ¿Estás de acuerdo o no? —¿Debo aceptar eso? No estoy destruyendo nada. Tendrás que explicar mejor esas palabras. Entiendo el significado, pero no ligan entre sí. ¿Por qué tengo que consentir que nuestras costumbres no son correctas? Yo obtengo las historias que Iankl escribe y se las leo a todos los que deseen escucharlas, empezando por mis alumnos. ¿Qué hay de perjudicial en eso? Enseño, ellos aprenden. —No en las historias, por cierto —se apresuró a aclarar Motie—, sino en la forma en que concertamos. —En la forma en que concertamos —repitió Mendl—. ¿Se ha desfigurado nuestra forma de realizar los trueques? ¿He hecho trampa al entregarle a Iankl lo que le di por estas tablas? Él aceptó lo que le ofrecí, ¿dónde está la mancha? —El maestro estaba horrorizado; su ética era impecable, no sospechaba de sí mismo, tampoco de Motie. ¿De qué estaba hablando el cultivador?— No logro entender tu idea. —Accedió a sentarse, cuidando de que su cuerpo no rozara el de Motie—. Si te explicaras con mayor claridad... —Nada personal; nada de lo que cualquiera de nosotros deba avergonzarse. Sin embargo, todas nuestras reglas se han ido desviando, pervirtiendo. itimos los productos del otro porque debemos hacerlo. ¿Le interesan a Iankl el corazón de bende y la túnica? Las acepta, de acuerdo, porque nuestras costumbres indican que ese es el procedimiento correcto. Yo no pregunto eso. ¿Las quiere? ¿Las necesita? —No se lo pregunté —dijo Mendl con sencillez. Hubiera podido refutar el ejercicio retórico del cultivador, pero no sentía deseos de hacerlo; la charla se hacía polvo, no iba a ninguna parte—. Entregué nobles materiales. Punto. El narrador se sintió feliz al tomarlos y al darme su relato y yo al recibirlo. Otro punto. Él usará lo que le di o lo trocará cuando lo crea conveniente. Así funcionan las cosas. Leeré el relato de estas tablas a mis alumnos y a todos los que deseen escucharlo. No tengo más preguntas que hacerme. Punto final. —El maestro introdujo las tablas en su mochila y mostró las
manos con las palmas hacia arriba, rosadas, limpias. Era una señal inequívoca de que no deseaba seguir hablando. Por eso se sorprendió cuando al levantarse del poyo, Motie lo retuvo. —Tampoco preguntaste por qué acepté una simple butaca a cambio de tres garrafas de linfa. —No fue necesario. Era linfa aguachenta, Itzok lo dijo. —Itzok habló por hablar, se guió por una simple sospecha; todos imaginamos que los trueques desequilibrados se compensan en la zona invisible y por consecuencia siempre que concertamos lo hacemos igualando de un modo u otro lo ofrecido. No, Mendl, estás equivocado, y te lo puedo demostrar. Era la mejor linfa: yo la destilé, por eso lo sé. El maestro miró a Motie extrañado; no estaba seguro del rumbo que deseaba imprimirle el cultivador a la discusión, pero sin lugar a dudas la estaba conduciendo hacia la misma ciénaga en la que se hundían las horas malgastadas. —¿Cómo lo demostrarás? Destrozaste las garrafas. Si es cierto, Iosl y los otros deben estar arrastrándose por el suelo en este mismo momento, lamiendo los charcos de linfa, borrachos, desesperados; nunca vieron tanta linfa junta, y menos aún fluyendo por el piso de El Patio. —Te enterarás de muchas cosas más antes de que salga el sol, maestro. Dame una oportunidad; es importante —dijo Motie—. No deseo dañar a nadie, no deseo lastimarte ni confundirte. Pero mi idea es importante, tal vez cambie nuestras vidas, nos haga más fuertes... —No soy un pervertido y no engañé a Iankl... —Mendl exhibió de nuevo las tablas, sacándolas de la mochila. A la débil luz de las lámparas las tablas aparecían mustias, sin vida, ajenas a las ideas que contenían. —Nunca pensé eso. En cambio pensé mucho en el modelo de nuestros trueques. ¿Alguna vez te pasó por la cabeza que podría hacerse de otro modo?
—Motie, Motie —dijo el maestro con un dejo acusador en el tono—; no hay otro modo. Nuestra sociedad está estructurada, en equilibrio. Damos y recibimos lo necesario. ¿Qué tenemos que corregir? Motie sonrió. En su sonrisa bailaron las cerdas como flecos. Tenía a Mendl en el punto exacto. —¿Por qué no corregir? —sugirió. —¿Por qué sí? Si tu razonamiento es correcto se demostraría a sí mismo y al mismo tiempo probaría que lo otro, todo lo otro, es incorrecto. ¿Eso es lo que te interesa? —Tal vez —dijo Motie—. Si la novedad nos fortalece, si nos empuja hacia delante, si nos permite construir un puente para cruzar el río en lugar de obligarnos a vadearlo, ¿por qué no reemplazar la vieja forma por una nueva? —Donde hay un puente —dijo Mendl sentenciosamente— es porque el río no se puede saltar. No construimos puentes donde el río se cruza a pie. —¡Falso! ¿Le enseñarías una noción tan exigua a tus alumnos? Eso es mediocre. —No esperó la respuesta del maestro—. No les enseñarías eso. Alcanza con la disciplina que impone la vida, con el rigor de los hechos que decapita los sueños. Todos terminamos por aceptar la realidad tal cual es, renunciando a modelarla según las fantasías de nuestras mentes. Pero en un rincón oscuro late el deseo de transformar esa realidad; un deseo que nació escuchando de labios del maestro de turno los relatos de gente como Iankl. ¿Estoy equivocado? Mendl alzó los ojos y vio a la luna Blanca, despuntando, muy baja en el cielo, cerca del horizonte, y a la luna Roja brillando con desgano detrás de un bosque de broid, casi invisible. Parpadeó. No se podía contar con las lunas esa noche, y ese abandono lo afligía. Pero podía formar en su mente algo que no estaba a la vista; eso hacía valioso lo que Iankl grababa sobre las tablas, o al sonido que Itzok extraía de su flauta. —No, no estás equivocado en ese punto —dijo finalmente—. Tratamos que los niños crezcan estimulados por ideas nuevas; todos sabemos que nuestro pueblo moriría si repitiéramos una y otra vez las mismas nociones.
—Ideas nuevas, pero pocas —dijo Motie—, y sólo ideas. No alterar el precioso equilibrio de nuestra sociedad, ese es el imperativo categórico. — Mendl creyó detectar sarcasmo en las palabras del cultivador, un matiz infrecuente, nebuloso; no obstante, la vehemencia de las palabras de Motie no dejaba espacio para la duda—. Las ideas nuevas son clasificadas y archivadas. Jamás hacemos callar a un creativo, aunque jamás lo apoyamos para que experimente, para que no crea que estamos sosteniendo su aventura, ¿verdad? Somos mediocres, Mendl. Y la mediocridad es un río que desemboca en un mar de vileza y corrupción. Estamos muy cerca del estuario, querido amigo. —Hizo una pausa y agregó—: Te invito a que visites mi morada y veas dos o tres cosas novedosas que te harán cambiar de opinión. El maestro escuchó aturdido las últimas palabras del cultivador, como si éste hubiera desenterrado una evidencia disimulada con vergüenza, con asco. Todos lo sabían, él, Mendl, lo sabía. Nadie le había insinuado que empujara a sus alumnos en esa dirección, pero él lo había hecho con naturalidad, como si fuera un mal necesario. ¿Lo era? Vio cientos de manos cortadas, de piernas cortadas, de cabezas cortadas... Transmitimos nociones que los mutilan. ¿Podemos hacer otra cosa? ¿En la morada de Motie? ¿Qué había en la morada de Motie diferente a lo que se podía encontrar en cualquier otra parte? Por fortuna Motie pareció apiadarse de él; tal vez había visto las piernas, las manos, las cabezas cortadas en los ojos del maestro. Recogió los despojos, los metió en una bolsa, los arrojó hondonada abajo, para que la corriente del arroyo tumultuoso las arrastrara fuera de la crónica que estaban escribiendo. —¡Metáforas! Dejemos las metáforas para el narrador, el convidado de piedra de esta historia. —La frase de Motie sonó componedora, y fue seguida por una palmada afectuosa en la mejilla de Mendl. El cultivador se olió los dedos, tras lo cual se los lamió. La estrecha lengua violeta recorrió las yemas expresando, mejor que mil palabras, que las intenciones eran sanas, que no había malicia en su corazón. Un relámpago surcó el cielo de sur a norte. Casi de inmediato empezó a soplar el rasel, el viento arenoso cuyas ráfagas herían la piel, dejando surcos que se negaban a cicatrizar. Mendl y Motie se resguardaron como pudieron
tras el muro de piedra del molino. Las rachas arrancaban de cuajo los matorrales y los arrojaban por el barranco, formando torbellinos abstractos de ramas que apenas se adivinaban a la luz de las lámparas. Las tormentas de arena, decían los más viejos, saben extirpar las malas ideas y ayudan a florecer ideas nuevas. Esto parece haber sido escrito a propósito, pensó Mendl, por un narrador que habita en la mente, pero también en la azada y la hoz de Motie. ¿A qué viene toda esta historia de las ideas que mueren en los anaqueles? El cultivador no le dio tiempo a girar en torno de ese pensamiento. Ya había marcado con los gestos que pedía disculpas; ahora lo hizo con palabras: —No quise molestarte; el asunto me obsesiona, eso es todo. Vivimos en un mundo lento, sé por qué te lo digo. Hasta los perezosos broid son más dinámicos para crecer que nosotros. —Hasta el viento. —Mendl se permitió reír mientras se acurrucaba contra el muro de piedra en busca de una oquedad que le brindara mayor protección. —Entremos —dijo Motie mientras le dedicaba una mirada a los violentos torbellinos que revoloteaban sobre sus cabezas—. El molino está en ruinas, pero aún eso será mejor que lo por venir. —Mendl transigió. No lo apasionaba la idea de pasar la noche con Motie, sometido a sus obsesiones, prisionero de un discurso confuso, enemigo de lo que él creía y respetaba. A pesar de eso reconoció que desafiar la tempestad hubiera sido insano; más insano que escuchar al cultivador.
CINCO - El molino
El molino había perdido la mayor parte del techo, pero las plataformas elevadas, en las que en otro tiempo se apilaban las bolsas de math molido para protegerlas del viento, estaban casi intactas. Se acomodaron bajo una de ellas y Motie tanteó en la oscuridad hasta hallar elementos con los que encender el fuego del hogar. El molino había sido un punto de encuentro cuando la gente se reunía para repartir la harina de math que debía durar todo el invierno. Que el molino estuviera en ruinas y que cada uno debiera procurarse su propio alimento abonaba la teoría de la perversión, sostenida por Motie. Pero Mendl prefería no pensar en ello. —No está nada mal —dijo cuando hubo logrado luz y calor y apagó las lámparas. Se sentó junto a Mendl y señalando las tablas añadió—: Estás en deuda conmigo. —Detuvo la protesta del maestro con un movimiento de la mano—. No será deshonroso. Sólo quiero pedirte que cuando todos tus alumnos conozcan la historia, cuando Iankl te confíe su próxima obra, yo pueda tener estas tablas. No estoy totalmente satisfecho con lo que te propongo, pero es lo mejor que se me ocurre —añadió enigmáticamente—; hubiera querido tenerlas antes que ningún otro, pero te daré nueve falen por ellas. Una nueva ráfaga, cruel como metralla, sacudió los postigos sueltos en lo alto del molino, ahogando la sorpresa de Mendl. Silbó, y el silbido, pasando entre las cerdas de la boca, se asemejó a la arena enfurecida. —Nueve falen es demasiado. Sólo puedo aceptarte dos, de buen tamaño. Además, nadie tiene nueve falen al mismo tiempo. ¿Falen desecados con sal y arena? ¿Podridos? No me interesan los pellejos. No soy un hábil artesano como Hershl, que cose sacos con pellejos de falen. —La perplejidad de Mendl se tensaba, estaba a un paso de transformarse en recelo. Nuevas ráfagas agitaron el fuego del hogar, cayendo desde lo alto como aves invisibles. Un sonido furtivo, de uñas escarbando entre las piedras, se impuso al viento rasel por un momento. —Nueve falen de mi criadero —afirmó Motie con arrogancia. Hasta la
palabra, una palabra nueva formada con dos palabras viejas, indicaba hasta qué punto el cultivador había esperado el momento para lanzarla—. Te invité a mi morada para que lo conozcas. —Criadero. ¿Eso significa lo que imagino? —Significa eso. Ya te dije que la novedad nos fortalece. Tengo nueve falen, sí; en realidad tengo muchos más. Jamás viste tantos animales juntos, vivos y sanos. —Nueve falen —repitió Mendl sobando las palabras con la lengua, como si se tratara de una letanía—. Podrías estar a punto de morirte de hambre, un día; extrañarás a esos animales que no supiste conservar, faltarán en tu plato y llorarás arrepentido. —Mientras hablaba, la mente de Mendl seguía procesando la palabra: criadero; un lugar específico donde criar falen. Los falen, todos lo sabían, eran animales silvestres—. ¿Cazaste nueve? Ni siquiera un trampero experto como Shmil atrapó nueve, nunca. —No extrañaré alimentos en mi plato —rió Motie—. Nunca, nunca más. La abundancia ha llegado al mundo, amigo maestro. Hay tantos falen en mi criadero que, de no ser la materia de mi gran proyecto, los estaría obsequiando a diestra y siniestra para proclamarlo. —Tu proyecto. Un proyecto individual. No lo comentaste en El Patio de los Tristes. Lo ocultaste. —Mendl oyó su propia voz; le sonó distante, impermeable. Cada expresión del cultivador lo alejaba más del punto de equilibrio; Motie lo estaba lanzando de cabeza a un pozo profundo...— Los falen no se reproducen en cautiverio —murmuró, finalmente—. No es posible criarlos; la palabra criadero, no existe, es falsa, loca, desequilibrada; la inventaste hace un momento. ¿Cuál es tu propósito? —Como si un amigo invisible le estuviera dictando frases al oído, había repetido sin pensar todos los lugares comunes sobre los falen que se le ocurrieron en ese momento. —¡Tonterías! —interrumpió Motie—. A los falen les encanta el cautiverio. Los estimula, los torna más fértiles. Libres del rigor de la supervivencia, pueden consagrarse todo el día a copular. Las hembras están siempre preñadas. Lo único extraño es que nadie hubiese intentado hacerlo antes. — Se levantó y alimentó el fuego que languidecía. Afuera, la fuerza del rasel amainaba, los sonidos de roces y choques se amortiguaron; la arena
resbalaba contra la piedra, circulando hacia abajo en tenues torrentes. —Te estás burlando de mí —dijo el maestro. Tomó un puñado de arena y se restregó las manos, como si la discusión las hubiese ensuciado. —No hay mancha, Mendl. No me burlo ni te falto el respeto. ¿Qué tiene de perversa la idea de vasto o la de grande? ¿Te asusta algo simplemente por ser incalculable? ¿Es obsceno algo extenso? ¿Es dañino algo inmenso? —Sí. En la abundancia se aloja la inmoralidad, en el exceso. —El maestro lucía perturbado, los ojos incontenibles, las manos como animales acorralados. Motie nunca lo había visto así. Las ideas que trataba de sostener no guardaban ninguna relación con su carácter, con su naturaleza vivaz. Mendl había estado siempre vinculado a las hipótesis audaces; ahora parecía un falen enfermo. —No existe inmoralidad en desear el progreso —dijo Motie. Pero en cuanto pronunció esas palabras se arrepintió; Mendl empezaba a ser un enemigo, una especie de antagonista ciego. Por primera vez se sintió inerme; un tibio escozor en las axilas, que expresaba la irritación que le producía el maestro, le anunció que Mendl había pisado excrementos y se deslizaba en una trayectoria que acabaría fatalmente en el vacío. Es su necia forma de enfrentar la discusión, pensó; ya nada puedo hacer por cambiarlo. Aún así, no logró sujetar la lengua—. Vivimos atados al miedo —dijo—. Tememos a la abundancia creyendo que nos obligará al exceso. ¿No es un signo de enfermedad? —Ya no quiero escucharte, Motie —dijo Mendl clavando los ojos en las volutas de arena que circulaban alrededor del fuego. Pero el cultivador siguió. —Nos negamos a ver que mucho de algo, mucho de cualquier cosa, nos permitiría ahuyentar el miedo. ¿No nos juntamos para sacar del pantano a Toybie, el pescador? Le tendimos cuerdas y tiramos juntos hasta que pudo hacer pie sobre una roca, y seguimos tirando. ¿Cuántos éramos? ¿Cincuenta? ¿Setenta? Ya no hacía falta, pero seguimos tirando; estábamos furiosos. El pantano intentaba arrebatar a uno de los nuestros. ¿Pensamos en la desmesura? No. Toybie tuvo que gritarnos en la cara... Una ráfaga hostil arrojó una lengua de arena sobre las menguantes llamas y
ahogó las últimas palabras de Motie. Mendl, aún perturbado por las turbulentas ideas del cultivador, permaneció oscilando, montado en el péndulo de la irracionalidad. —Los falen no se reproducen en cautiverio. —Te daré veinte falen si logro leer la historia de Iankl antes que tus alumnos. ¿Está claro? Eso probará que los falen sí se reproducen en cautiverio. —¡Veinte! ¡Estás loco! Nadie posee veinte falen. —Yo tengo veinte falen, y veinte veces eso también. ¿Estoy loco? Veinticinco, entonces —dijo Motie. Tomó un puñado de arena del aire y luego, abriendo el puño, la dejó fluir—. Un puñado de arena. ¿Contaste los granos? Tal vez haya mil, diez mil, cien mil. ¿Está prohibido que la arena sea mucha? ¿Acaso no ves que la naturaleza nos contradice, se ríe de nosotros? —Se metió arena en la boca y empezó a masticarla. El crujido de la arena entre las cerdas endurecidas por la furia, rechinando, terminó de alterar a Mendl. —La arena siempre estuvo, como los broid, y los zidales, como los falen silvestres y los peces del arroyo y las aves en el cielo, los mairo. Pero nunca pudimos atrapar una y conocer su sabor. Así son las cosas. Obligar a los falen a aparearse es... repugnante. —¡Maestro! —vociferó Motie empujando a Mendl contra la pared de piedra en una maniobra belicosa. El maestro se sintió aplastado por la sorpresa; nunca se había visto en una situación tan singular—. Abrimos los ojos al conocimiento, como se abren nuestros lugares íntimos al amor; somos bocas ávidas de alimento. Cada hecho nuevo es un puente que nos permitirá cruzar el río en otro punto, no el lomo de un monstruo que se sacudirá, arrojándonos al vacío para que nos ahoguemos. —¡No necesito tus metáforas! ¡Yo soy maestro, custodio el saber y lo propago! Supe atesorarlo y transmitirlo, siempre. No te otorgo el derecho, cultivador, de alterar las formas; ninguno de los nuestros concedería ese derecho. —Estaban gritando, los rostros próximos, las cabezas a punto de chocarse como dos lunas. Por fortuna la tormenta se extinguía y el fuego recuperaba su fuerza sin ayuda.
Motie trató de serenarse y dio un paso atrás. Expresó: —El nuevo conocimiento es agudo y áspero. Sé que te lastimo, que te hago desdichado infectándote con él. Nuestros mayores dicen que cada mil años un gigante sale del bosque y pisotea nuestras casas para obligarnos a construirlas de nuevo, para que no olvidemos cómo se hace. Tendrás que aceptarlo: el gigante está de nuevo entre nosotros. —Mil años —balbuceó Mendl. Su voz se apagó. La idea se abría paso. Para poder enseñar hay que saber aprender. Él había escuchado a los maestros. En su momento. Los maestros eran eso: un puente sobre el río. El torrente, abajo, precipitándose desde la montaña, empapando cada hueco, descontrolado, perturbador. Había que domesticarlo para que sirviera a fines útiles, para que se plegara a la necesidad colectiva. ¿Qué es enseñar? Había aprendido a cortar las cabezas. No, de nuevo: relacionar, discutir, conocer, entender. Desde el fondo, la voz de Motie regresó serpenteando, como una chispa. —Les ofrezco un mundo nuevo; no seas necio, no te niegues a verlo. Cuando veas lo que hice en mi morada, en los prados que la rodean, los lugares protegidos y los vegetales transformados... —¿Qué hiciste, al fin, con los falen? —exclamó Mendl. Una expectativa hecha de miedo, de miradas apretadas, se abrió paso. De cada muñón emergió una mano nueva. —No fue fácil —dijo Motie—. Hubo que investigar cada etapa en la vida de los falen. Sólo sabíamos cazarlos. Pronto probaré con peces, en un estanque. Ya lo hice con los broid, injertando brotes de los más fecundos en los estériles para que se dupliquen los frutos. El gigante sale del bosque, ahora; nos ha tocado verlo, ser sus brazos. Estábamos presos en las entrañas de la oscuridad. —Las tablas —balbuceó Mendl más sereno. Se volvió para acurrucarse en un hueco formado por dos vigas cruzadas—. El relato de Iankl. ¿Por eso te interesa tenerlas antes que nadie? —Lo descubriste. Sí, es eso. Puede hacerse. Cincelando con fuego láminas de basto; son duras, puede controlarse. Cada molde es una tabla, una matriz de la que se pueden copiar mil o más.
—Mil copias —repitió Mendl, aturdido—. Mil copias de una misma historia, ¿para qué? No somos mil aquí. Los ojos de Motie se encendieron como un cristal que recibe todo el sol de golpe. Señaló: —Cada uno podría tener una copia, leerla en la soledad de su morada, cuando le venga en gana. Y no sólo eso. Los relatos de Iankl podrían ser conocidos al mismo tiempo en Vidbi y Mirdo, en el valle de Boxre y hasta en Monce, del otro lado del lago. —El cultivador estaba prisionero de la marea de palabras; no podía ni quería detenerse—. Tendremos que construir barcos de mayor tamaño, con bodegas capaces de albergar los productos. Pilas de tablas. Garrafas de linfa. Bolsas con frutos del broid. Falen vivos en jaulas. Sacos y sacos para transportar la harina de math. Nuestras barcazas y botes no sirven para eso. Mendl trató de relajarse apoyando la espalda contra la viga; dejó caer los brazos a los costados del cuerpo. La tormenta, el rasel, había pasado, también la erupción de Motie; lo peor se había ido. Preguntó: —¿Qué nos darían? La gente de Boxre, ¿qué nos daría a cambio? El cultivador reflexionó un momento, como si la línea aún no hubiera sido explorada en profundidad; el plan contenía debilidades, por lo que demoró en improvisar la respuesta: —Los estimularemos. Induciremos a los de Mirdo para que cultiven mayores cantidades de bende. Les enseñaremos la técnica que experimentamos en los broid; tal vez resulte. Es posible que los animales de sus praderas, similares a nuestros falen, también se reproduzcan mejor en cautiverio. ¡Hay tanto por hacer, Mendl! Pronto tendrán excedentes para canjear por nuestros productos. ¿Has logrado ver la transformación? —Vas muy rápido, Motie; no te puedo seguir —dijo Mendl—. Deberíamos persuadirlos para que dejen de lado sus hábitos. ¿Por qué aceptarían nuestro modo de hacer las cosas? ¿Acaso ya sabemos que es mejor que el de ellos? Motie capturó la idea en el aire:
—Les demostraremos que nuestro modo es mejor. ¿Quién es el maestro? ¿Qué sabe hacer un maestro? Les enseñarás y ellos aprenderán, tal como se aprende a encender el fuego, coser las chaquetas, amar a las hembras. —¿Mejor? ¿Qué es mejor? ¿Más calidad o cantidad? —¡Necio! —El cultivador golpeó la pared de piedra con el puño hasta hacerse daño. Las ruinas vibraron con un sonido bajo, quebradizo, semejante al que harían docenas de falen aterrorizados, tratando de poner distancia con un peligro sin nombre—. ¡Mil veces necio! —repitió Motie. En su mente se había formado un mapa con los accidentes geográficos de la abundancia. Silos enormes, colmados de productos, virtualmente manando de máquinas creadas con ese propósito; máquinas capaces de transformar los escasos elementos básicos de su mundo en herramientas, recipientes, comestibles, vestimentas...— Si pudieras ver mi sueño, reconocerías las ideas que te gusta pregonar, pero a las que nunca te atreviste. Sólo soy un labriego, no un maestro o un escritor. Pero veo más lejos que todos ustedes juntos. —Apoyó la cabeza en el muro de piedra y las lágrimas resbalaron de sus ojos y se hundieron en la arena. Cuando giró de nuevo, para enfrentar a Mendl, el cultivador descubrió que estaba solo. El maestro, como el rasel, se había esfumado en la noche. Se vio obligado a encender de nuevo las lámparas para salir del molino porque las lunas seguían empeñadas en mezquinar su luz, ahora cubiertas por las nubes. Por un momento Motie creyó ver a la mítica luna Azul, hundida entre los árboles, emitiendo su difuso resplandor. El cultivador meneó la cabeza, tal vez disgustado, o triste por haberse dejado ganar por un espejismo. Como alguien que ya no espera nada de la vida, abandonó las ruinas del molino y remontó la cuesta en dirección a su morada. Intentó no pensar en el maestro; finalmente impondría sus ideas, aunque todos se opusieran. Por el momento, los animales debían ser alimentados y los frutos del broid y los demás vegetales recogidos y guardados.
SEIS - Rifke
Mendl huyó del molino como si dejara atrás su propia sombra. Una turbia agitación, nacida de las palabras de Motie, le bullía en la cabeza. Nunca había pensado en las figuras que el cultivador había dejado caer con tanta ligereza; un espejismo hecho de imágenes, con infinidad de falen en cautiverio, copulando febrilmente y tablas multiplicándose; una visión de excesos y desmesuras: los de Frampo concertando con la gente del valle de Boxre y con los de Monce, cruzando los lagos y el mar. Nunca había ocurrido, no podía ocurrir. Mendl sacudió la cabeza llena de arena y se refregó las cerdas de la boca. En una encrucijada se imaginó regresando a El Patio de los Tristes para invitar a Kalme a pasar la noche con él. Nunca había estado con ninguna hembra desde que Leike decidiera volar. Y no le gustaba Kalme, en absoluto, pero era la única persona que no estaría ebria a aquellas horas. No obstante, lo pensó mejor. No. Kalme, no. Era basta y pesada. Hedía. En realidad odiaba a Kalme. ¿Cómo se le podía haber ocurrido algo semejante? Eso también era desmesura, desequilibrio. Casi sin reparar en el exceso de ideas negativas que lo acosaban, se descubrió caminando hacia la morada de Iankl. Por fortuna la luna Blanca había ocupado un lugar en el cielo, abriendo el denso manto de nubes con sus embates de luz. Iankl. Él tendría una respuesta. Como narrador de historias habría tropezado alguna vez con alguna situación de ese carácter en sus ficciones, estaba seguro de ello. La hubiera escrito o no, en la mente de un fabulista conviven las quimeras y los absurdos, lo imposible y lo increíble. Mendl llegó a la morada del narrador muy de madrugada, lo que sorprendió a Iankl, quien yacía junto a Rifke, su compañera, sobre la estera de fibras de zidal tejidas. La alta noche no solía ser el mejor momento para visitas sociales y sólo una urgencia apremiante podía justificar la descortesía. El equilibrio exigía el respeto de la intimidad y casi nadie se atrevería a vulnerarla. Pero al ver el rostro alterado de Mendl, Iankl comprendió que sus razones debían ser irrefutables, e incluso Rifke, que no sentía una gran simpatía por el maestro, aceptó la intrusión sin protestar. La hembra resumió sus flujos de amor, se vistió, encendió una lámpara y se
sentó en un tocón de bende tallado que había obtenido de Iosl en un trueque afortunado. Mendl habló atropelladamente, tratando de describir a Iankl y Rifke lo sustancial de las ideas de Motie sin permitirles interrupciones. —Dice Motie que concertar sin necesidad o deseo nos perjudica, que nuestras costumbres son defectuosas, imperfectas. —¿Sugiere que hacemos trampas? —dijo Iankl con energía, durante una pausa obligada del maestro, para respirar. —No —dijo Mendl—; sólo argumenta que tomaste lo que te ofrecí por las tablas porque esa es la forma correcta y aceptada, no porque necesitaras la túnica y las otras cosas. Iankl movió la cabeza y se pellizcó las cerdas de la boca. Entonces es cierto, reflexionó el maestro; lo hizo para no desairarme, para mantener el equilibrio. Como si le hubiera estado leyendo los pensamientos, el narrador dijo: —Debo ser sincero: no necesitaba esa túnica, pero supuse que sería un buen elemento para trocar por los falen de Motie. —¿Te ofreció falen vivos? ¿Cuántos? —Eso nos pareció extraño —intervino Rifke—. Dijo que tenía muchos falen vivos para concertar, pero que no quería túnicas ni hierbas ni collares. —Quería las tablas —suspiró Mendl. —Quería tablas —asintió Iankl—, pero quería tablas especiales, exclusivas, que no fueran mostradas a nadie más. Eso me extrañó, y no supo o quiso explicar el motivo. —No quiso. El motivo es que él dice que puede multiplicar las tablas. —Sí, aseguró eso. Grabando con fuego las láminas de basto. —Cada molde es una tabla, una matriz —repitió Mendl calcando las
palabras de Motie. —¿Podría hacer eso? —preguntó Rifke, inquieta, moviendo el rabo por encima de la butaca—. Mil tablas del mismo texto. —No lo comprobé. Pero, ¿por qué mentiría? Iankl hizo un gesto inusitado, mordiendo una cerda de la boca hasta arrancarla, lo que provocó una exclamación de desagrado en Rifke; la gente de Shtetl no solía hacerse daño a sí misma. Haber escuchado con atención el relato de Mendl le anunciaba al narrador que el maestro no las tenía todas consigo, y por eso no se había privado de mezclar información con opiniones, la base filosófica de la idea de Motie con sus propias emociones al respecto. Pero de la confusa exposición, Iankl había logrado extraer algunas nociones válidas del proyecto que obsesionaba al cultivador; y lo que veía no le gustaba en absoluto. También pudo descubrir dónde enraizaba el miedo del maestro y el espanto que él mismo empezaba a sentir. Sin necesidad de mayores detalles, supo que el equilibrio estaba amenazado. —No es algo que podamos manejar solos, Mendl. Esto requiere consenso. Detener a Motie o dejarlo continuar es una decisión colectiva. Mendl buscó la caña con la mirada. Se sentía a gusto conversando con Iankl, y Rifke no le molestaba, aunque la inseguridad que lo había asaltado en el interior del molino en ruinas, obligándolo a rematar el encuentro con una fuga precipitada, se resistía a emigrar de su cuerpo. Pensó que, tal vez, en los cientos de tablas que Iankl atesoraba, cuidadosamente ordenadas por tema, estuviera la respuesta. Pero no se atrevió a avanzar sobre la voluntad del narrador. Él mismo, si lo creyera conveniente, descubriría la tablilla adecuada, desplegando sobre la mesa una idea fuerte del pasado. Encontró la caña y con un gesto económico indicó que estaba listo para unas caladas. Pero, misteriosamente, Rifke movió la cabeza, negándole el instrumento. —Ella tiene razón —dijo Iankl—. Necesitamos toda la potencia de nuestra mente, la cabeza despejada, el corazón frío. —Iankl se levantó de un tirón y buscó en un sector de tablas con el borde pintado de verde oscuro—. No pretendo encontrar respuestas directas. No obstante, esta historia de la multiplicación y la felicidad derramada no es nueva. He leído varios relatos
cuya trama roza, directamente o de soslayo, el asunto que obsesiona a Motie. Yo mismo pensé escribir algo sobre el tema. Tendrás que coincidir conmigo que, aún en su desatino, la fantasía de crear abundancia donde sólo debe haber escasez posee algunos tintes... —vaciló— provocativos, desafiantes. Mendl, algo resentido por la descortesía de Rifke, dejó pasar la posibilidad de discutir. El narrador fluctuaba así, entre dramático y severo, cuando la cuestión que consideraban merecía sólo atención y respeto. El maestro iraba al escritor, y equilibraba esa iración con un resentimiento nada superficial. Estaba convencido de que el interés de Iankl era la historia que escribiría, y no le importaba en absoluto si la conducta de Motie merecía las incomodidades de un debate colectivo. Lo había dicho para quedar bien, para apoyar sus siguientes movimientos en el cumplimiento. Si no estaba equivocado lo mejor sería darle un corte. —Llevemos el asunto ya mismo; me pesa demasiado cargar con él —sugirió. —¡Un momento! —dijo Iankl retirando con cuidado una tablilla—. Aquí está. Lo recordaba perfectamente. —La tablilla estaba cubierta de una baba cenicienta, prueba palpable de que el escritor no la había tocado en muchos años. —¿La protagonista es una hembra llamada Leike cuya obsesión consiste en hacer el amor con cualquiera? —Miró a Rifke de reojo; la hembra sonreía. —Ese es un síntoma peligroso —dijo Iankl—. No, querido maestro. Esta es la historia de alguien como Motie, obsesionado por la idea de atesorar y multiplicar. En el relato, Avrum es su nombre, corta varas más altas que el más alto de sus vecinos, las hunde unas junto a otras en el suelo, las liga con tiras de zidal. Delimita así un territorio que reivindica como propio, ¿se entiende? Todos le dicen que eso no es correcto, que no existe algo que merezca llamarse un territorio propio. Pero Avrum se empecina. Pregona que ellos tienen todo el mundo y que si lo desean pueden hacer lo mismo. Argumenta que dentro del perímetro delimitado él se propone no rendir cuenta de sus actos y que no volverá a canjear el fruto de sus manos por objetos que no necesita ni le interesan. Motie dijo algo parecido cuando estaban en el molino abandonado, ¿verdad? —Mendl asintió, distraído. Iankl comenzó a caminar en círculos alrededor de la mesa, lo que obligaba
al maestro a girar continuamente la cabeza. Esa actitud pedante era propia del escritor y la empleaba cada vez que deseaba hacer notar su superioridad sobre un auditorio cautivo. ¿No era un exceso, acaso? Mendl se contuvo para no abrir un nuevo frente y permitió que Iankl siguiera monologando —. Sin embargo, la conducta de Avrum no puede ser impugnada. ¿Cómo lo harían? ¿Encerrándolo en una jaula? ¿Arrojándose todos sobre él para inmovilizarlo? ¿Lastimándolo? Como ves, todas las líneas de acción posibles tropiezan con las reglas del equilibrio. La violencia que los próximos deberían ejercer sobre Avrum para impedirle llevar adelante su proyecto de aislamiento repugna a nuestras costumbres... —Hermoso soliloquio —interrumpió Rifke—. Somos pacíficos, nobles y éticos. Aseguramos los beneficios de la libertad, pero corremos el riesgo de que el conjunto sufra las consecuencias. Mendl se sorprendió ante el impensado apoyo y a su vez reforzó el concepto: —¿No educamos a nuestros niños apoyándonos en esa noción? Creo recordar que yo soy el maestro —concluyó, reprochándose la efusión de cinismo. Iankl suspiró. Tomó la caña de las manos de Rifke, la acarició, invitándola a revelar sus lugares secretos y la llenó de hierba con la misma ternura que se debe a una hembra joven que se prepara para el amor. La encendió y se la entregó al maestro. —Sigamos en paz y veamos el asunto desde otro punto de vista —dijo. —Otro punto de vista —dijo Mendl dando una larga calada. El humo le aflojó dos o tres ideas que parecían adheridas a su lengua, negándose a salir —. Motie, a cambio de la historia que me diste hoy, me entregará nueve falen vivos una vez que se la haya leído a mis alumnos y a mis amigos. —Se guardó muy bien de anunciar que el cultivador estaba dispuesto a ceder veinticinco falen por una nueva historia. ¿Saldría Iankl a la carrera para aventajarlo si cometía la torpeza de descubrir la maniobra? Después de todo, se obligó a itir, él sería un mero agente de cambio en esa transacción. Le daría a Iankl... dos falen vivos, una camisa, una cazuela hermética para guardar aceite de bende... Su júbilo interior se malogró en cuanto el escritor, poco afecto a los asuntos numéricos, procesó la
transacción que había realizado esa misma tarde. —¿Nueve falen vivos? Me diste una túnica, un corazón de bende, un puñado de hierbas. ¿Ahora conseguirás nueve falen? ¿En qué te estás convirtiendo, maestro? —De un salto se abalanzó sobre la caña y la recuperó de las manos de Mendl. Una encrespada nube de humo rosado bailó por la morada—. ¿Qué nombre se puede dar a lo que hiciste? ¿Robo? No, no es un robo. ¿Estafa, engaño? —La furia de Iankl crecía, palabra a palabra. —¿Qué hice? Motie me emboscó cerca del molino abandonado, me acosó. Nosotros concertamos; estuvimos de acuerdo. Él, en cambio, me forzó, ofreciendo más de lo que cualquiera ofrecería, más de lo que otros pueden ofrecer... —Porque no lo tienen —completó el escritor—. ¿Y si lo tuvieran? ¿Adónde iría a parar el equilibrio si alguien tuviera cien falen vivos? ¿Podría ponerse valor a todo? Tengo mil falen vivos, ¿consigo la intimidad de Leike? ¿Por dos mil te vendo a Rifke? ¿Dónde se establece el límite? ¿Puede haber un límite? ¿Será ese límite impuesto por las cantidades? —Se detuvo, intimidado por su propia vulgaridad; devolvió la caña a Mendl, alarmado por la posibilidad, en su arrebato, de partirla en la cabeza del maestro—. Te daré hierba; está vacía. —Olió sus dedos y se los lamió—. Suplico que me perdones. No tuve intención de violentarme. Mendl logró sonreír. Motie había logrado una buena parte de lo que se proponía: instalar la idea, demostrar que había otro modo de concertar. El narrador tenía razón. Pero también la tenía Motie. ¿Hasta dónde se podría llegar sin que el sistema de equilibrio estallara en pedazos? No tardó en advertir que la crisis estaba muy próxima. La que habló fue Rifke, sin abandonar su sonrisa, como si todo el asunto formara parte de un problema que ella hubiera resuelto mucho tiempo atrás. —¿Cuántos falen te daría Motie si la historia fuera original, escrita sólo para él? ¿Cuántos me daría a mí, si fuera posible hacer una matriz de las vasijas y reproducirlas? ¡Llegamos!, pensó Mendl. Rifke está impregnada con la idea, la ponzoñosa idea de que las historias de Iankl o sus propias vasijas y cacharros podrían
tener un precio. Y he sido yo el que se las ha inyectado en el cuerpo. Apuntó: —No les dará nada; a Motie no le interesan tus historias, ni tus vasijas. —Dijiste... hace un momento dijiste... —Rifke pasó de la sonrisa a un rictus irritante; todas las cerdas de la boca salieron a un tiempo y se retorcieron de un modo repulsivo. —Una suposición, una conjetura. —¡No! —El escritor volvió a arrancar la caña de las manos de Mendl con un gesto de furia; estaba perturbado, pálido. El maestro pensó: vivimos colgados de una frágil línea, siempre a punto de quebrarse. Las privaciones, las escasez conducen invariablemente al deseo de alcanzar, algún día, una desmesurada abundancia. La aceptación de la pobreza es provisional y todos, todos, estamos dispuestos a perder la dignidad por una espléndida cena. Mendl se levantó y habló sin mirar a Iankl. —No seré tu cómplice —concluyó. —¿Cómplice? ¿De qué? —La palabra pareció haber hecho impacto en el narrador de historias. —Irás a ofrecerle tus tablas a Motie y las trocarás por diez falen, o por mil. Pero yo no te acompañaré —señaló Mendl—. Tendrás que ingeniártelas para explicarle por qué y de dónde salió ese repentino interés por concertar directamente con él y obtener por tu arte más de lo que vale. Rifke aprovechó el arrobamiento que la ofensa de Mendl había producido en Iankl para atacar: —Nadie vio los falen. —Le diré la verdad —replicó Iankl, recuperando la iniciativa, resentido—, le diré que llegaste a mi morada en medio de la noche, excitado; le diré que me contaste su idea de que los bienes pueden ser multiplicados. Fue exactamente así.
En medio de la noche, pensó Mendl. Se sentía muy lúcido, aunque extremadamente débil. Cada uno de nosotros, por sí solo, es un pobre desgraciado. Pero juntos somos ricos porque podemos actuar de consuno; no existe otra clase de riqueza. Cuando acordamos, desaparece ese estigma que nos hace vulnerables y frágiles. El grupo nos hace fuertes. —No irás solo —dijo el maestro—. No te atreverás a ir solo. —No iré solo; iré con Rifke. Llevaremos mis tablas y sus vasijas. ¿Eso es lo que quiere Motie? Lo tendrá. —Iankl se detuvo junto a la puerta de su morada. Parecía esperar algo, una señal, un indicio. Era cierto: necesitaba a Mendl para enfrentar las abrumadoras evidencias que Motie le arrojaría sobre el rostro y el corazón. Le faltaba coraje para hacerlo de otro modo. Pero Rifke secó los arroyos y pulverizó los cerros con una simple afirmación: —Estoy preñada.
SIETE - Motie
La noche se arrastró, turbia y confusa detrás las palabras de Rifke. Si Motie desafiaba las reglas multiplicando tablas, falen, corazones de bende y cacharros, el desorden propuesto por la hembra superaba todo lo alguna vez oído por Iankl y Mendl. Ninguna tabla registraba una historia de tercer hijo. Si había sucedido alguna vez todos confabularon para que no se divulgara. Cuando pudo recuperar el habla, Iankl trató de mostrarse razonable y quiso estar seguro de que Rifke no estaba jugando con ellos. —Tuviste dos hijos, Rifke. Una hija con Berish y un hijo conmigo. —No me hables como si yo fuera idiota —replicó Rifke—. Sé con quien tuve hijos, sé que nadie ha tenido un tercero. Yo seré la primera que quebrante la regla. —¡Es imposible! Nuestro organismo... las hembras... —Mienten, Iankl. Aunque seas un buen narrador, alguien que ha desarrollado herramientas para comprender lo que nos rodea, fuiste engañado desde chico, como todos; te engañó el maestro que te educó, el viejo Iche, como éste engaña ahora a sus alumnos — dijo señalando a Mendl —. No existe ningún mecanismo que le impida a una hembra concebir a un tercero; sólo la estrechez mental. Mendl contempló a Rifke, arrobado. Las hembras emancipadas le producían cierto escozor, un malestar que nacía en las cerdas, envolvía el cuerpo en espiral y se alojaba en el rabo. Era una sensación similar a la que surgía cuando un aluvión sepultaba un caserío o cuando un terremoto abría grietas en el suelo y se tragaba a las personas. Más que miedo, más que incertidumbre. Rifke había decidido arrojarse al vacío, desde lo alto de las peñas, pero antes de hacerlo había aferrado a las víctimas elegidas, una con cada mano y se disponía a precipitarse sin soltarlas.
—¿Por qué? —La pregunta de Iankl tomó impulso, extendió cuatro patas y se consolidó en el espacio de la habitación—.¿Por qué, Rifke, para qué? Estás socavando el equilibrio para nada, sin objeto, por el simple placer de hacer daño. Las cosas se equilibran tarde o temprano. Lo que se vuelca hacia un lado no tarda en volver al otro, como las barcas, como las mareas. —Nos estamos muriendo, las reglas nos matan. ¿No salta a la vista? El número disminuye, ese es el precio que pagamos por el equilibrio. Maestro: ¿tus alumnos saben hacer cuentas? —Sí —balbuceó Mendl. —Dos se acoplan dos veces y tienen dos hijos. ¿Me siguen? —Sé adónde conduce este razonamiento —dijo Iankl. —¿Entonces? Conozco a docenas que no tienen hijos o sólo tienen uno; nuestra gente se consume, Iankl, Mendl... ¿No se dan cuenta? —No tienen, pero podrían tenerlos —protestó el maestro—. Han elegido hacerlo siendo mayores; no se rompe el equilibrio porque se demore un año o diez más. —Rifke está jugando con nosotros —dijo Iankl—, no le hagas caso; se inspiró en lo que dijiste acerca de Motie y nos gasta una broma. —Es inmoral, lo sé —dijo Rifke sin prestar atención a las palabras del narrador—. Pero sólo saldremos de la ciénaga tirando juntos de la cuerda, como cuando cayó Toybie, ¿recuerdan? —No hemos caído —dijo Iankl, obstinado—. El equilibrio se pierde y se recupera, oscila. Kalme tendrá su primero...
—¿Ese animal gigante, hinchado y fofo? —Rifke tampoco sentía una gran simpatía por la hembra que frecuentaba El Patio de los Tristes—. ¿Por qué no el primero de Dobche o segundo de Leike? Mendl fue sacudido por un rayo y todo su cuerpo se acalambró. La sola mención de Leike lo incomodaba, pero el comentario de Rifke era tan intencionado y cruel que se negó a creerlo. —Leike... no. ¿Por qué tendría un segundo? ¿Con quién? —¿Con quien? Con cualquiera. ¿Importa eso? Motie, Zeilek. Zeilek es una buena oportunidad. Malke murió antes de tener un hijo. Ahí tienen: no saben sacar cuentas. El maestro giró sobre sí mismo, como si hubiera perdido de vista la puerta. Le dolía el cuerpo. —No fallamos en las cuentas —dijo, atontado—. Leike no quiere. No con Zeilek. De Zeilek querrá zapatos o una banqueta de Iosl, pero no hijos. —Hay que cerrar esa herida, Mendl —dijo Rifke con una sonrisa, distendida, como si estuvieran hablando de asuntos sin importancia. —¡No es cierto! No estoy herido —gritó Mendl, con el espíritu abierto, sangrando profusamente. Iankl hizo una seña y Rifke se detuvo. Ambos se acercaron al maestro y uno de cada lado le apretaron los hombros, confortándolo. Habían llegado demasiado lejos y lo sabían. Mendl no tardó en serenarse, pero el problema central, una herida del ancho de un mundo, seguía abierta. Había una sola forma de cerrarla y era poner la mente en otra parte. Así que fue el propio Mendl quien, ya repuesto, volvió a poner el tema sobre la mesa. —Los falen —dijo—. Procrean en cautiverio; Motie logró hacerlo. Quiere concertar con la gente de Boxre, y con los de Vidbi y Mirdo; quiere llegar hasta Monce y tal vez a Jalda, del otro lado del mar, con barcas llenas de jaulas, con falen vivos, procreando. Partir con cien falen y llegar a destino con mil. —Eso es una fantasía —dijo Rifke.
—¿Lo es? —Iankl contempló a la hembra con ojo crítico, severamente—. ¿Durante cuánto tiempo podría sostener Motie una mentira como esa? —¿Qué le darían los de Boxre? —Rifke blandió la caña como para golpear a cualquiera de los dos machos—. ¿Tendrían suficientes pieles y enseres y alimentos para concertar, equilibrando los falen de Motie? —¿Nos vas a golpear para tener razón, Rifke? —dijo Mendl. Se sentía calmo y animado. La violencia expresada por los gestos de la hembra, y el turbio interés de Iankl por la desaforada abundancia contenida en las promesas del cultivador, lo ubicaban en una posición de superioridad; él no sentía deseos de posesión, estaba logrando el equilibrio. —No voy a golpear a nadie —dijo Rifke dejando la caña sobre la mesa. Una sombra cruzó su rostro, como si hubiera sido capaz de ver un hecho futuro, desagradable o nocivo. —Vayamos a la morada de Motie —propuso Iankl—. La luna Blanca ya está alta en el cielo. —Mejor convoquemos a la Asamblea —dijo Mendl—. Itzok lo sugirió cuando estábamos en El Patio. Iankl, que ya marchaba hacia la salida de su morada, se detuvo bruscamente. —¿Qué tiene que ver la Asamblea? —dijo. —Es un asunto de la comunidad, Iankl —dijo Mendl—, no un asunto nuestro, en particular. —Nadie más debe saberlo —replicó el narrador con inusual dureza—. Motie habló de efectos formidables sobre las costumbres, bruscos cambios que llevan a romper el equilibrio. ¿Te parece que eso es algo que se puede dejar en manos de la Asamblea? Rifke, que había empezado a cargar la caña de hierba roja sacada de un cofre de bende, restituyéndole su función habitual, se detuvo al escuchar las palabras de su compañero.
—¿La Asamblea ya no es nuestro espacio de discusión? —dijo con un gesto de reparo que acentuó sacando las cerdas de la boca—. ¿Hemos dejado de confiar en nuestra gente y la hacemos a un lado cuando se plantea un asunto que nos compromete a todos? Iankl no contestó y Mendl volvió a sentir una inexplicable fatiga, como si el peso de todos los hechos vividos en las últimas horas recayera únicamente sobre sus hombros. Motie había instalado demasiadas dudas en su mente. La arrogancia del cultivador que hablaba de criaderos y abundancia, que tenía proyectos individuales y una idea extraña del progreso, chocaba sin remedio contra las dificultades que nacían a cada paso. Mendl veía esas dificultades y no creía que las novedades propuestas los fueran a estimular; más bien lo contrario: advertía inconvenientes y trabas donde Motie observaba grandes movimientos y ganancias incalculables. Pasaron varios minutos en silencio, que Mendl se sintió apremiado por romper: —Acepto que visitemos a Motie en su morada —señaló— , y si verificamos que es cierto que tiene cientos de falen cautivos y los hace reproducir en las jaulas, reuniremos a la Asamblea. —Esa no será la única desmesura —dijo Rifke. —No compitas en ese territorio, Rifke —la amonestó Iankl—. Estás jugando con fuego. —Llevo un tercero en mis entrañas —dijo Rifke haciendo un gesto despreocupado—; nadie podrá cambiar eso. Y tal vez Motie desee concertar conmigo —añadió con ferocidad—: algo se nos ocurrirá.
OCHO - El criadero
Casi no hablaron mientras caminaban hacia la morada de Motie, arropados por la espesa niebla que el viento empujaba desde el pantano. Mendl examinó las ruinas de lo que habían sido sus ideas, vencidas por los argumentos de Iankl y no le gustó descubrirse poniendo un pie delante de otro, con la mirada baja y el cuerpo tenso, con toda la energía y la atención aplicadas a no resbalar y caer. Habían demorado mucho en ponerse en marcha, crispados por las opiniones antagónicas, incapaces de digerir la insolencia con que Rifke manejaba su tercera preñez. Ni siquiera las sucesivas rondas de hierba roja quemándose en la caña habían logrado aflojar la tensión instalada. Una o dos veces habían regresado a las posiciones anteriores, aunque sin capacidad ni convicción para modificar ni las propias ni las ajenas. La noche se deslizaba de sí misma cuando por fin decidieron dejar la morada. La luna Blanca, tras describir su breve arco en el cielo, se estaba ocultando. Llegaron a una encrucijada mientras la bruma se dispersaba y reagrupaba siguiendo su propio plan. Era un buen momento para desistir. De un modo torpe y oblicuo percibían que estaba a punto de desatarse a una crisis, lo que no hacía otra cosa que alimentar sus dudas; a ninguno lo seducía la idea de enfrentar los cambios drásticos y la fractura del equilibrio sin una preparación adecuada. Por fin, cuando el sol irrumpió con su luz blanca, cruda y filosa, esa luz que iluminaba los objetos de un modo perverso, descubrieron que estaban de acuerdo en algo: habían decidido enfrentar al cultivador, aunque ignoraban cómo hacerlo. Ni siquiera estaban seguros de cual sería el objetivo. ¿Se presentarían para hacer abortar sus proyectos o para unirse a ellos? Construyeron una imagen: Motie sostenía una piedra en lo alto. Pero ignoraban si la dejaría caer sobre sus cabezas para aplastarlos, o si la soplaría hacia el cielo, haciéndola crecer con la fuerza de sus pulmones, hasta convertirla en una nueva luna, una luna Gris, destinada a convertirse en Plateada y sustituir un día a las otras. También caminaron en silencio el último tramo, frotándose las manos para
ahuyentar el frío que amenazaba con cristalizarles los huesos, y treparon una cuesta apoyándose en nudosos bastones que habían recogido al pasar, casi sin pensarlo, como si las precauciones usuales para enfrentar los barrosos senderos desaparecieran de sus mentes con la última voluta de humo rosado. El terreno, en efecto, estaba más resbaladizo que nunca y las ramas bajas de los broid se agitaban con el viento, azotándoles el rostro. También habían logrado coincidir en eso: la expedición estaba destinada a ser un verdadero suplicio para sus cuerpos. Al llegar al pozo de agua, el sendero se bifurcaba una vez más. Tomaron el brazo que conducía a la morada del cultivador, el menos perceptible, lo que demostraba que el excéntrico Motie era visitado por poca gente. Eludieron un matorral de espinos y pensaron al unísono que la caricia de esas púas hubiera sido un premio mayor frente a lo que les esperaba. Motie no los había invitado, y aunque al principio no sintiera desconfianza hacia ellos, en cuanto abrieran la boca descubriría el motivo de la visita. ¿Hasta dónde serían capaces de llegar? ¿Qué sería capaz de hacer Motie para defender lo que él consideraba su proyecto individual? La primera respuesta no provino de los labios de Motie. El sendero desembocaba en un portón de bende que era, al mismo tiempo, el único sitio por el que se podría haber pasado, ya que a ambos lados y hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una empalizada construida con largas varas de tipel, profundamente enterradas y ligadas con tiras de zidal. Rifke fue la más sorprendida; las cerdas salieron de su boca y colgaron fláccidas: nunca había visto o imaginado algo semejante. Iankl y Mendl no estaban menos asombrados, aunque en sus gestos, medidos y resignados, se ponía de manifiesto que esperaban algún golpe de efecto como ese. —¿No nos dejará pasar? —dijo Rifke. —Nos dejará pasar —dijo Iankl—, pero este signo es claro: pasarán aquellos que yo desee, parece decir Motie. Aquí hay otro transgresor, Rifke. Este no está preñado ni tendrá un tercero, pero condiciona el paso a su morada; ahí lo tienes. ¿Viste algo así? —Jamás vi algo así en toda mi vida —dijo Rifke, parpadeando. El pálido sol le daba directamente en los ojos, pero no era ese el motivo del escozor.
—¿Qué te dijo Motie? —Iankl encaró al maestro y lo empujó suavemente, poniéndole una mano en el hombro—. Puede multiplicar las tablas y los falen. Puede multiplicar las cañas y construir una empalizada. Ha trabajado duro para hacerlo. La fiebre lo impulsa, una infección. ¿Te lo anunció? —No dijo que se había protegido detrás de un muro. —Mendl se acercó a las varas y las rozó con las yemas de los dedos—. O no lo recuerdo; dijo tantas cosas nuevas, raras... —¿Podremos pasar del otro lado? —insistió Rifke, que seguía como aturdida. Iankl no le contestó directamente, pero poniendo las manos a los lados de la boca y ayudándose con las cerdas enhiestas formó una suerte de caja, en la que su grito resonó para desplegarse por todo el valle. —¡Motie! —vociferó—. Una muralla nos cierra el paso. ¿Por qué? ¿Qué te hicimos, Motie? No hubo respuesta, por supuesto. La morada de Motie estaba a cierta distancia del portón de bende; eso era evidente y lo sabían, ya que habían estado en el lugar antes de la construcción de la empalizada, por lo que no sería fácil conseguir que el cultivador respondiera de inmediato. Sin embargo no pasó demasiado tiempo hasta que los tres escucharon risotadas y gritos alborozados. —Nos estaba esperando detrás del portón —dijo Rifke. —Nos estaba esperando, sencillamente —dijo Iankl—. Calculó nuestros movimientos a partir del momento en que se separó de Mendl, en el molino abandonado. Y estaba seguro de que vendríamos. Se oyeron algunos chirridos del otro lado, como si Motie estuviera operando algún mecanismo, y luego el portón se abrió. —Los esperaba —dijo Motie, sonriendo. Alzó las manos, colocó las palmas cerca de su rostro y mostró el dorso. Les estaba brindando una cálida bienvenida; no había recelo y todo lo que había en su morada se ofrecía a los visitantes. El comienzo no podía ser más auspicioso. Pero Mendl no creía que eso fuera suficiente. —¿Por qué la empalizada, y la puerta, trabada por dentro?
Motie siguió sonriendo y sacó una pieza de metal del bolso que colgaba de su hombro. —Este simple instrumento me permite bloquearle el paso a cualquiera que desee ingresar a mi perímetro. Para abrir el portón basta con un simple movimiento que desplaza una barra que se inserta... —explicó. —Motie —dijo Iankl—: ¿para qué? —¿Para qué? Para que no entren. ¿Para qué otra cosa sería? —No solemos bloquear el paso de los otros a nuestras moradas. —Eso sucede cuando no tenemos nada que proteger. Pero yo tengo más falen de los que ustedes jamás imaginaron. Podría alimentarlos a todos durante una estación completa y no se terminarían, porque durante ese lapso nacerían otros. —Sin esperar una nueva réplica Motie giró sobre sí mismo y se puso en marcha hacia su morada. Iankl y Mendl lo siguieron de inmediato, pero Rifke permaneció junto al portón, señalándolo con el dedo. —¿No volverás a cerrar? —dijo. Motie volvió sobre sus pasos y abriendo mucho los ojos extrajo la pieza metálica del bolso y la introdujo en una ranura luego de empujar el portón. —La falta de costumbre —dijo—. No espero otras visitas, pero no está de más ser precavido. Mendl no pudo contenerse más y cerró el paso de Motie. —¡Recelo y precauciones! ¿En qué clase de monstruo te estás convirtiendo? —estalló. —Cuando vean lo que les mostraré no hablarán de mi prudencia con tanta ligereza. —Apartó al maestro con un gesto firme, exento de brusquedad y se puso a la cabeza del grupo sin volver a mirar atrás. Los visitantes no tardaron en apreciar las sutiles diferencias que existían entre las parcelas abiertas a los flancos y las que estaban acostumbrados a ver diseminadas por el valle. En la mayoría de los sembradíos de Frampo, y
en los de todo Shtetl, en los valles y los prados, era fácil advertir la sencilla labor de los aficionados; un sastre o un carpintero trabajaba sus fracciones sin mayor empeño, conformándose con obtener algunos sacos de harina de math o un puñado de vainas. Esto era diferente, muy diferente. —¿Hiciste todo solo? —preguntó Iankl. —Solo, sí —dijo Motie. Había orgullo en su voz—. Estudié los ciclos y determiné la mejor época para cada especie. Luego hice cruces entre ellas y obtuve productos asombrosos. —El cultivador se detuvo junto a un seto en el que crecían, abrigadas por pantallas de zidal tejido, unas plantas de corteza abultada vagamente parecidas a las que producían las vainas. —¿Qué son? —preguntó Rifke acariciando una hoja oscura. —Vainas modificadas —dijo el cultivador—. Injerté ramas de unas plantas similares que encontré en las orillas del lago Urach en los tallos de nuestras vainas. Los frutos son amargos, pero se reproducen de un modo insospechado y me han servido para alimentar a los falen. La nueva dieta ha permitido que los animales sean más fuertes y fértiles. —Motie —dijo el maestro con expresión severa—: estás empujando a los animales a vivir sin equilibrio. —El equilibrio se asienta en nuevas posiciones, Mendl; jamás se rompe. He aprendido muchas cosas observando a los animales y los vegetales. Miren esos hongos —agregó señalando una masa confusa de capullos de vivos colores con manchas negras—. No comemos hongos porque tememos sus efectos. Sin embargo, estos hongos son inocuos, delicados, frescos, sabrosos. He combinado estos hongos con harina de math y brotes nuevos de bende; una nueva comida posible, nuevos sabores. ¿Rompí el equilibrio? —¡Si! —exclamó Rifke, con inusual vehemencia—. ¿Qué sucederá con los que no tienen tus hongos para preparar el nuevo alimento? Motie observó extrañado a la hembra. —Nada. Seguirán comiendo sus pasteles de harina de math, sin condimentar, pero seguirán viviendo. Nadie se ha muerto por no comer mis hongos.
—Los falen —dijo Iankl con voz tenue—. ¿Dónde están? ¿Es cierto que hay cientos de falen en jaulas? —Síganme —dijo Motie. El cultivador los guió a través del sendero de tierra y guijarros apisonados, a los costados del cual se sucedían plantíos con diversas variedades de vegetales, creciendo con fascinante profusión. Los visitantes no lograban salir del asombro que les producía una especie transformada para caer en la que les provocaba la siguiente. Era obvio que Motie llevaba muchas estaciones trabajando en su proyecto y que siempre lo había escondido detrás de una cortina de humo, mostrándose conservador en las opiniones y retraído en sus os con los otros. Por lo visto sabía cómo tratar a las plantas cuando eran atacadas por parásitos y todo tipo de enfermedades, pero jamás lo había comentado en El Patio de los Tristes, o en La Feria. Nadie, en todo el valle de Frampo, tenía la menor idea de lo que Motie había estado ocultando. Desembocaron en un claro artificial, un espacio que, por lo que Mendl creía recordar, había estado ocupado por matorrales espinosos y malezas. El lugar aparecía ahora despejado, con macizos de flores amarillas y rojas cubiertas de rocío; no había plantas mal desarrolladas. Detrás, en una depresión, estaba la morada, pero eso también había sufrido modificaciones, aunque los ojos de los visitantes no lograban registrar todos los cambios al mismo tiempo. —Aprendí esto —dijo Motie—: el mundo vegetal proporciona la energía necesaria para que exista el reino animal. Los falen salvajes tienen dificultades para sobrevivir porque su alimento es escaso y está disperso y suelen ser atacados y diezmados por los chiten; los que yo crío no tienen ese problema. —Señaló el lado opuesto del perímetro, donde una nueva empalizada y su portón completaban la zona de flores y cubrió la distancia con tres zancadas. —¿Los falen están ahí? —susurró Rifke, como si la sola idea de ver los cientos de falen vivos prometidos le diera asco. —Sí. Prepárense porque el olor es muy intenso. —Volvió a usar la pieza de metal y el portón se abrió. Es eso, pensó Rifke, percibiendo el hedor de las heces y el malmiz dulzón
segregado por las glándulas sexuales de los falen; el resultado era de una fetidez apabullante. Rifke sintió llegar el vómito y no lo pudo retener. Arrojó una marea densa sobre las flores y se agachó para limpiarse la boca y las cerdas con la ancha hoja de un vegetal desconocido. Motie hizo de cuenta que no había pasado nada y sin mirar atrás se movió entre las jaulas. Nadie, jamás, en el valle de Frampo o en cualquier comarca de la que tuvieran noticias, había visto semejante espectáculo. Las jaulas, construidas con cañas más finas que las utilizadas para las empalizadas, unidas por tiras largas de zidal, ocupaban un enorme espacio contiguo a la morada de Motie. Había docenas de jaulas. Y cientos de falen chillando sordamente, moviéndose con displicencia, copulando y trepando o royendo las vainas y mascando las esferas perladas. Nadie había visto semejante espectáculo, jamás.
NUEVE - La Asamblea
Todos los adultos, machos y hembras, se habían congregado para discutir los incidentes y trazar un plan de acción. Ninguno recordaba que, en el curso de sus vidas, se hubiera tenido que reunir la Asamblea para resolver una situación de amenaza inminente. Había registros escritos en las tablas que atesoraba Iankl, y también en las que la propia Asamblea había conservado en un baúl de bende sepultado por pilas de trastos inútiles en un rincón de la morada de Iche, el viejo maestro. Pero nadie le iba a pedir a Iche que moviera esos enseres para dar con dos o tres ideas que, en el mejor de los casos, apenas los acercarían a la situación que había configurado el proyecto de Motie. Mendl había tomado la palabra, explicando con todo lujo de detalles lo conversado con Motie en el molino, con Iankl y Rifke en la morada de éstos y finalmente había relatado el descubrimiento del portón y la empalizada, las especies vegetales modificadas en sus parcelas, los hongos y las vainas, los falen en las jaulas y los proyectos ambiciosos y desequilibrados del cultivador. En ese punto Iankl sustituyó a Mendl. El análisis de los incidentes excedía largamente la mera reseña de los mismos. —Nos costó aceptar lo que, de todos modos, se venía anunciando desde que Motie le ofreció nueve falen a Mendl por las tablas que yo había trocado con él. —El narrador hizo una pausa y miró a Rifke. No lograba desprenderse de algunos vicios, adquiridos tras toda una vida de contar historias a un auditorio. Pensaba en la forma más adecuada de presentar la sorpresa al ver las nuevas especies vegetales y el asco que había sentido la hembra al oler la mezcla de fetideces, y su vómito lloviendo sobre los vegetales de la parcela contigua. Por eso, casi aceptó con alegría la interrupción de Shmil, desde siempre el más experto cazador de falen, quien más detalles conocía acerca de los hábitos de esos animales. —Cuando un falen cae en la trampa —dijo Shmil— el fuste aprieta las patas traseras y las quiebra. No entiendo cómo logró Motie los primeros
falen vivos y sanos. Por otra parte —agregó con un gesto de disgusto— si no se mata al falen de inmediato él mismo, al verse atrapado, segrega una sustancia que emponzoña su carne y la pudre. No existen falen heridos. —Nos explicó eso —dijo Mendl—. Utilizó una técnica que jamás se nos ocurrió. Consiste en cavar un pozo en el camino de los falen hacia un rico arbusto de vainas modificadas, con frutos grandes y perlados... —¡Eso es ridículo! —exclamó Berish—. Atraer a los falen con vainas es un despilfarro. ¿Por qué no se come las vainas? ¿Por qué desperdiciarlas con los falen? —Motie tenía un plan en su cabeza, Berish —dijo Iankl—. Tiene todas las vainas que necesita para sustentarse. Pero tenía que atrapar falen vivos, intactos, para la siguiente etapa. —Él no sabía si los falen se aparearían en cautiverio o no —objetó Feigue, una hembra que cultivaba math. Los cultivadores parecían muy sensibles al cambio que proponía Motie, reflexionó el maestro. Unas palabras a propósito del tema le habían quedado grabadas. Los vegetales proporcionan la energía para que prospere el reino animal. Esa era una idea novedosa, y casi le bastaba para mirar a Motie con otros ojos. Pero no pudo demorarse en eso, porque Iankl estaba contestando. —No lo sabía, pero quería probar, experimentar. No abro juicio acerca de esa conducta, si rompe o no el equilibrio. En la cabeza de Motie se formó la idea de que si lograba aparear a los falen cautivos tendría más piezas disponibles que nadie, y podría concertar otros bienes y acumularlos. La idea del excedente es pura teoría entre nosotros y nadie trabaja más de la cuenta para reunir sobrantes que no puede ni necesita utilizar. Pero en parte esto también ocurre porque no es fácil acumular. ¿Qué haríamos si fuera fácil? —¡Basta de discursos, Iankl! —exclamó Hershl desde la última fila—. ¿Qué haremos con Motie? Iankl miró a Mendl. Hershl ya había juzgado y condenado; no estaba dispuesto a perder el tiempo en discusiones. Pero el asunto estaba lejos de haber quedado resuelto con la mera exposición del proyecto del cultivador. Como si le hubiera leído el pensamiento, Rifke refutó a Hershl.
—¿Es Motie de nuestra propiedad, como lo son las ropas que vestimos o los alimentos que nos llevamos a la boca? El cultivador no es un falen de cría, o uno salvaje, al que Shmil caza con una trampa. ¿Podemos concertar el castigo de un igual, incluso en el caso de que haya confundido las reglas, porque se le ocurrió una idea nueva? —¿Confundido? —terció Nute, un cultivador del lago Urach que estaba de paso en el valle. Los de Frampo consideraban que nadie era forastero cuando se discutía la pérdida del equilibrio—. Las reglas están para ser cumplidas. ¿Serviría que yo dijera que no soy de aquí y que esa razón me permite quebrantar las reglas... que, por ejemplo, me sirvo de una hembra sin su consentimiento? Estoy en la morada de Reisl, quien me ha dado abrigo y alimento. ¿Debo robar sus favores? Pocas cosas había, en Shtetl, más enojosas y delicadas que tomar algo por la fuerza. Una hembra o un macho de paso por un lugar siempre serían bien recibidos en cualquier morada. Las zonas íntimas podrían abrirse o no al placer, pero nadie habría intentado nunca cometer una violación. —Yo vi las jaulas —dijo Rifke—. Los árboles transformados, las nuevas plantas con frutos más grandes y sabrosos; yo vomité sobre las flores por el asco que me produjo la fetidez del aire. ¿Estuvieron ustedes allí, hablaron con Motie, escucharon sus razones? No lo estoy defendiendo; trato de entender un fenómeno nuevo, ajeno a nuestras costumbres. ¿Prefieren una condena automática, sin razones ni excusas? Llamemos a Motie, para que pueda alegar algo en su favor, antes de asegurar que está quebrando las reglas. —No hace daño —dijo Iosl—. Su linfa es excelente; doy fe de ello. —La intervención del carpintero provocó una carcajada general, lo que sirvió para aquietar las aguas un momento, un instante, en realidad, ya que la siguiente frase de Kalme, inflexible como siempre, los devolvió al punto de partida. —Exceso y desmesura: tres garrafas de linfa, un silo lleno de vainas, mil falen. ¿Dónde está el daño? ¿En la posesión o en la intención? No es bueno tener en la morada más linfa de la que se puede beber sin emborracharse. Lo sabe Zambl, lo sabe Zeilek, lo saben todos los de Frampo que beben todo lo que pueden, hasta la última gota.
Una hembra a la que pocos conocían, ya que solía permanecer cortos períodos en el valle y luego desaparecía sin dar razones para regresar una o dos estaciones más tarde, se irguió para ser vista y escuchada. Era de corta estatura y al hablar movía las cerdas dentro de la boca de un modo extraño. —Soy Guitl, nací en Monce, del otro lado del lago Urach, pero no vivo en ningún lugar fijo. ¿Saben por qué? —Hizo una pausa enigmática y todos aguardaron sus palabras—. Porque sé sobre excesos y desmesuras más que todos ustedes juntos; yo soy un exceso. Soy una tercera, ¿entienden? Nunca me animé a decirlo, temiendo la reacción de los que creen que eso no es posible. Ya lo ven, es posible. Todos están equivocados. Siempre estuvieron equivocados. Un silencio espeso resbaló por las paredes del lugar de la Asamblea. No había pecado ni culpa en ser un tercero; no estaba previsto, eso era todo, no era concebible ni verosímil, y jamás había ocurrido o nadie conocía a alguien que hubiera itido serlo. —¿Por qué no lo dijiste antes? —logró preguntar Leike, que hasta ese momento había permanecido callada. Mendl se sobresaltó, como si la intervención de Leike hubiera disparado una señal de alerta. —¿Para qué? Llegué de Monce y nadie preguntó. Pero mi madre era de Mirdo y se fue de allí al quedar preñada. Es el único modo de eludir la censura y los estigmas. ¿Huir porque se existe? Parece ser el único modo de soportarlo. Nadie se preguntó jamás por qué tendrían que romper el equilibrio los terceros. La regla dice que cada uno de nosotros puede tener dos hijos, que el equilibrio saltaría en pedazos si alguno la manchara. ¿Y los que no tienen hijos? La transgresión de Motie ha puesto de relieve que somos débiles, y peor aún, que somos perezosos para pensar en lo que nos sucede. —¿Qué nos sucede? —estallo Berish—. Nada nos sucede. Hay reglas, deben ser cumplidas. El que las viola debe recibir un castigo, la reprobación o el exilio. ¿Hay otra cosa? —Sí, hay otra cosa —dijo Rifke poniéndose de pie. Se la veía calma y serena, pero sacó las cerdas de la boca y las extendió todo lo que pudo, mostrando con su gesto que escupiría una verdad profunda, sacada de lo
más íntimo de su ser—. Estoy preñada; mi hijo será un tercero. ¿Tendré que dejar a Iankl e irme a vivir con Motie, el dueño de las desmesuras, el padre de la abundancia, repudiada por los de Frampo? No recibiré peor trato junto a él que un arbusto en flor o una hembra falen preñada. ¿Puedo decir lo mismo de ustedes? Ahora el silencio se hizo sólido, de piedra. Las miradas de Guitl y Rifke se cruzaron y juntas buscaron a Leike. Las hembras comprendían de un modo cabal muchas cosas que los machos no podían; por razones en las que las palabras perdían su sentido, razones a las que habían llegado a través de la sangre y el miedo, su visión de las reglas, del exceso y el equilibrio eran otras. Las reglas son naturales mientras obedecen a las necesidades del conjunto, pero esa es una parte, sólo una pequeña parte de la configuración. Kalme no encadenaba los factores en ese orden; era una hembra no parida y eso la hacía diferente y le permitía ver a las otras como si estuvieran rompiendo una norma específica cada vez que hablaban. —La sabiduría de nuestro pueblo —dijo Kalme irguiéndose por encima de los machos que la rodeaban— demuestra que lo que acaban de decir es un concepto obsceno y repudiable. Eso se llama egoísmo, codicia. Tal vez están pensando unirse a Motie y fundar un nuevo orden, con hembras pariendo sin límites, hartas de guisos y frutos. ¿Quieren eso? ¿Eso piden? —¿Por qué no? —respondió Rifke, desafiante—. La única razón que se esgrime para justificar la regla es la escasez. Si alguien tiene la imaginación y el coraje de crear abundancia donde antes no la hubo, ¿debemos suprimirlo? Yo digo que no. Debemos cambiar las reglas. Motie nos está iluminando el camino. —¡Eso es pomposo y pedante! —exclamó alguien oculto entre las sombras, sin mostrar la cara, por lo que recibió el rechazo unánime. Pero Kalme no estaba escondida, adelantó su rotundo cuerpo, alzó las grandes manos, habituadas a las hogazas de math, a las vasijas y ladrillos de greda, e impuso su áspera voz de fumadora de hierba roja: —Si decidimos cambiar las reglas cada vez que alguien tiene una nueva y loca idea, le allanaremos el camino al descontrol. Yo tengo hambre una vez al día, no dos. Visitaré a Hershl cuando esta chaqueta esté destrozada y a
Zeilek cuando mi calzado diga basta. Al escuchar las palabras de Kalme, Mendl no pudo reprimirse y dio un salto. Recordaba perfectamente la conversación en El Patio de los Tristes, sólo unas horas antes: —Dijiste que querías que yo narrara una historia descarada y fantasiosa, algo que jamás hayamos visto, ni seamos capaces de imaginar; lo dijiste en El Patio de los Tristes, fumando brazadas de hierba roja; nunca contaste las caladas que le diste a la caña. ¿Sólo te interesa escapar de la dura realidad, de la tristeza de saber que ningún macho se ha fijado en tu cuerpo basto y sin gracia? ¿Olvidar que no has tenido hijos ni los tendrás? ¡Un tercero! ¡¿Qué puede saber de terceros una hembra que nunca ha parido un primero?! Mendl dejó que las cerdas salieran de su boca y le sellaran los labios. Sabía que había sido hiriente, que había lastimado a Kalme más allá del límite aceptado, pero si no se hacía algo el desequilibrio se instalaría en la Asamblea de un modo insidioso, incontenible. Y ya no habría forma de retroceder. Vio a Kalme derrumbándose en su asiento y a Zambl acariciándole el hombro, entre piadoso y obsecuente. También vio a Leike, inesperadamente orgullosa de la mordaz elocuencia, tan agresiva como audaz, que él había expresado. ¿Podría permitirse pensar, en medio de la vorágine del debate, que eso le ayudaría a recuperar el interés de la única hembra que le importaba? No, no era el momento. Los hechos se sucedían con rapidez, y ninguna posición permanecía estable demasiado tiempo. Las ideas oscilaban a uno y otro lado de la línea de equilibrio. —El maestro no ha sido amable, nada amable —estaba diciendo Dobche, una pescadora del lago Urach, hija de Toybie—, pero manchando a Kalme sin reprimirse nos ha puesto de cara al núcleo del problema. ¿De qué estamos hablando? ¿A quién estamos juzgando? Pedimos fantasía en los relatos, pero nos escondemos como falen, muertos de miedo, cuando esa fantasía se aproxima y amenaza lejanamente con hacerse realidad. Tememos algo que jamás hemos visto, de puro cobardes. Queremos escapar, pero no sabemos de qué, ni hacia donde. —Necesitamos acciones positivas, no discursos —dijo Itzok—. Nombremos representantes para que vayan a la morada de Motie y pidan
explicaciones... —¡No! —exclamó una hembra llamada Brune, muy respetada por todos porque sabía curar heridas y enfermedades—. Motie tiene que venir aquí para dar explicaciones de lo que ha hecho con los falen, la transformación de las plantas y todos los cambios que ha introducido. Si ha roto el equilibrio debemos castigarlo. Ya lo dijo antes Rifke y nadie le prestó atención. Debe tener la oportunidad de defenderse. —¿Alguien duda de lo que hemos dicho? —protestó Iankl con el ceño fruncido—. ¿Alguien supone que el maestro, Rifke y yo hemos urdido esto para beneficiarnos de algún modo? —¿Por qué no? —dijo Brune—. Una vez aceptado el abuso todas las voluntades quedarán torcidas. Motie, incluso, podría haberlos sobornado. Sobornar. La nueva palabra, formada no por dos sino por tres conceptos aproximados, en los que se contemplaba la anulación de la voluntad propia, el acatamiento de un deseo ajeno y la acción de mover un artículo de un sitio a otro, golpeó todas las mentes, una por una, eligiéndolas por sus tañidos. Los más débiles fueron quebrados y los demás, hasta los de convicciones sólidas, se sintieron turbados por la energía que emanaba de ella y su palabra maldita. —¿Estás insinuando que mi voluntad podría ser retenida por Motie y mi libertad torcida y usada? —Mendl casi no conocía a Brune, la había visto pocas veces y no recordaba que hubiera hijos de la hembra entre sus alumnos. La noción que había escupido merecía un gesto de excusa, con las cerdas fuera de la boca y los dos brazos hacia adelante; no era la clase de idea que se lanza sin cuidado. El maestro no esperó la respuesta. La idea había fluctuado en la periferia de su conciencia desde que Motie ofreciera nueve falen y luego veinte y cuando vio cientos en las jaulas; era una idea temible. No había llegado a formarse por completo y eso lo hacía presentir que el derrumbe era inminente. El valle de Frampo y todo Shtetl se habían sostenido gracias a que había soslayado cobardemente ese concepto. —No quise mancharte, Mendl —dijo Brune—, pero podría suceder. ¿No se dan cuenta? Ahora Motie es poderoso, más poderoso que todos nosotros juntos. Con sus animales vivos y los frutos de sus árboles podría poseer todo
lo que tenemos y establecer los valores del trueque. Tendría las tablas, los zapatos y los ladrillos. No habría forma de detenerlo si su mente decidiera dominarnos, actuar sobre nuestra voluntad. —¡Miedo, miedo, miedo! —exclamó Iankl—. No hemos sido capaces de expresar otro sentimiento. Saldremos de aquí provistos de cuerdas gruesas para ahorcar a Motie, o iremos a escondernos en nuestras moradas, y nos acurrucaremos debajo de las mesas, temerosos como niños de lo que el monstruo podría hacernos. —¿Y qué hay con Rifke? —dijo Berish—. ¿Cargarás con su tercero? —Hay mancha, Berish —respondió Iankl—. Esa pregunta es veneno. Tuviste un hijo con Rifke, ¿no te importa? Y esto es personal. —Es personal y hay mancha —insistió Berish—, pero no me importa. Si estamos dispuestos a defecar sobre las reglas no veo nada de malo en comer los excrementos. —La expresión del cultivador era una extraña amalgama de encono y arrogancia. Sus cerdas habían formado un dibujo estrellado en torno a la boca y sus ojos despedían llamas azules. —¿Quién está con Berish? —dijo Iankl. Se levantaron docenas de manos. El narrador miró a su alrededor, buscando apoyo, pero todos parecían hechizados por la violencia de Berish. En ese mismo momento, sacando fuerzas de su derrota anterior, se irguió Kalme. —¿Quién está con Motie —dijo—, y el nuevo orden que se burla de las reglas y las pisotea? —En un primer momento no se alzó ninguna mano, ni siquiera las de aquellos que empezaban a sentir cierta simpatía por la gesta del cultivador, como Rifke y Guitl. El sistema del exceso no podía ser avalado siquiera por Iankl, ya que al aceptarlo se hubiera colocado en el límite del desequilibrio; era demasiado pronto para eso; ni siquiera él estaba seguro de que Motie no fuera realmente un peligro. Pero las hembras eran otra cosa. Pensaban distinto, eran diferentes. Leike formó una discreta sonrisa con las cerdas y levantó la mano. La siguió Dobche, y Rifke y Guitl y Reisl, la hembra que alojaba al viajero. El narrador se animó y buscó a Mendl. Eran siete. No importaba tanto salvar a Motie como no permitir una inmediata condena. Fueron inmediatamente censurados por casi todos y Kalme alentó la repulsa agitando los brazos.
—¡Basta, ya! —bramó Mendl—. Nos estamos enfrentando sin razonar. Esto no es una Asamblea. —¿No es una Asamblea, Mendl? —dijo Berish, burlón—. ¿Qué es, entonces; tu frustrado intento de obtener apoyo para controlar el valle de Frampo, acaso? —¿Por qué no está Motie en este lugar? —preguntó un joven cuyas cerdas apenas habían empezado a crecer. Era Jevel, el hijo de Leike y Mendl, y sorprendía a todos con una observación obvia, que no obstante había sido pasada por alto varias veces. El maestro contempló a Jevel con orgullo, y de inmediato se reabrió la vieja herida. Buscó a Leike con la mirada y la vio concentrada en un intercambio con las otras hembras. Por lo visto estaban a punto de tomar la iniciativa y si se iba a formar un bando él no podía quedar afuera. —Es honesto lo que dice Javel —estaba diciendo Iankl—. Estamos juzgando a Motie, aunque ese no fue el propósito original de la Asamblea. Pero si lo vamos finalmente a enjuiciar, démosle la oportunidad de defenderse. Ese es un derecho que no podrán negar Kalme o Berish, ni ninguno de los que piensa que Motie es culpable de exceso o desequilibrio. Si queremos una Asamblea sin mancha permítanme ir a buscar a Motie. Kalme se movió como si esa iniciativa hubiera sido un triunfo personal. —Levante el brazo el que esté de acuerdo con Iankl para ir a buscar a Motie —preguntó. Se levantaron una gran cantidad de brazos; Kalme sonrió, aunque Iankl no entendía qué la ponía tan contenta; tal vez la idea de que fracasaría, de que de algún modo fracasaría; sí, eso era lo que regocijaba a Kalme. —Yo voy —dijo Mendl sujetando el brazo del narrador. —El maestro viene conmigo. Y Rifke. —Yo voy también —dijo Leike. Su mirada se cruzó con la de Mendl y una chispa alocada le iluminó los ojos cálidos y húmedos, una promesa roja y brillante que el maestro sólo podía interpretar de una manera.
DIEZ - Otro camino
El ánimo con el que encararon la nueva travesía por el sendero embarrado fue muy diferente del que habían cargado sobre los hombros la vez anterior. La presencia de Leike, además, aportaba una dosis de vivacidad y diversión. Avanzaban cantando tras reemplazar la inquietud y la perplejidad por la certeza. Estaban seguros de que al regresar con Motie y las mejores respuestas posibles serían capaces de enderezar la Asamblea. Leike les había entonado la melodía creada en el crepúsculo del día anterior, compartiéndola con generosidad, y todos la habían aprendido fácilmente; el sonido les decía cómo asimilar los cambios con alegría y cómo abrirse a los demás sin reticencias. El arroyo tumultuoso, hinchado por la lluvia, vuelve a su cauce natural; el líquido alimenta la tierra y el limo la fertiliza. Motie, que seguramente había tenido oportunidad de reflexionar sobre los alcances y complejidades del proyecto, los ayudaría a comprender mejor las zonas oscuras. Atrás, sujeta por la inacción que inevitablemente sucede a la ira, quedaban las voluntades irascibles y conflictivas. Estaban viajando a otro mundo y lo sabían. Ya no era una huella borrosa, la sensación de que una rebeldía se hermana con otra, sino la convicción de que las cosas se pueden modificar sin mancha, sin romper el equilibrio, que todo halla su armonía en algún punto. —Se parece demasiado a la canción de Itzok, ¿no? —dijo Leike—. La que mi hermano compuso para La Fiesta del Eclipse. —No se parece —dijo Mendl, tratando de mostrarse agradable. —Se parece —dijo Rifke, a quien no la empujaban los mismos motivos. —Se parece y no se parece, a la vez —sonrió Iankl—. El equilibrio se ha hecho presente de nuevo. —Es un juego tonto —dijo Rifke—. Pero estoy de buen humor y tengo ganas de jugar. Juguemos a romper el equilibrio. —Me siento extraña —dijo Leike—, desde que dijiste que tendrías un
tercero. Vivimos un tiempo singular, de cambios. Tu exceso, lejos de paralizarme, me estimula. Yo también deseo transgredir, desafiar las reglas. ¿Qué podría hacer? Algo raro, extravagante... Mendl prestó atención a las palabras de Leike y esperó a que continuara. —Tendrás que parir un segundo antes de un tercero. —Rifke no pudo contener la risa. La situación era cómica, irresistible. —Estoy preñada —dijo Leike con naturalidad—. Debí hacerlo hace tiempo. Pero no me atrevía mientras estaba con él —agregó señalando a Mendl. El maestro se mordió las cerdas dentro de la boca. ¡Era eso! Leike deseaba hacer uso de su derecho y la regla prohibía expresamente concebir dos hijos con el mismo padre. ¡Si sólo lo hubiera pedido! —Pues nadie parece advertir —dijo Rifke— que yo no violé un mandato sino dos. Los tiempos corren veloces a nuestro lado y hace rato que nos han sobrepasado, aún antes de que lo advirtiéramos. Tardé en comprender que los cambios que propone Motie son los manotazos del gigante que ha llegado para demoler nuestro mundo y obligarnos a reconstruirlo. —¿Otro hijo con Iankl? —dijo Leike, maravillada. —Motie utilizó la misma imagen —interrumpió Mendl—; una extraña coincidencia. —Todos sabíamos que sucedería —dijo Rifke—, tarde o temprano. —Ahora tendré mi segundo —dijo Leike—. Y luego yo también tendré un tercero, para que se haga visible que ninguna regla debe matar la libertad. —Miró a Mendl y le sonrió sacando las cerdas de la boca. El mensaje era inequívoco. —No nos ilusionemos demasiado —dijo Iankl—. Queda mucho camino por recorrer. —Apenas unos pasos —dijo Rifke, tratando de sonar graciosa. Estaban frente al portón de la empalizada. Mendl, con el corazón pleno de dicha, aporreó la madera de bende hasta
que su mano quedó dolorida. No obtuvieron respuesta. —Estará del otro lado de la morada —dijo Iankl. —Debería haberlo oído —dijo Leike—. Sonó como un tambor. —Tal vez tus rugidos sean más efectivos —dijo Rifke, recordando que Motie había respondido a los gritos de Iankl. —No me gusta —dijo Iankl—, el silencio, compacto, quieto. —Trabaja diez veces más que cualquiera de nosotros —dijo Rifke— para mantener todo esto funcionando. ¿Acaso sabemos hasta donde llega la cerca? —No es tan alto —dijo Mendl—; voy a trepar. Ayúdenme. El maestro, que ya no estaba para esa clase de hazañas, tuvo que hacer un gran esfuerzo para encaramarse a la empalizada. Una vez arriba, y sostenido por los otros tres, trató de descubrir a Motie entre las jaulas o en las parcelas más lejanas, trasplantando especies nuevas, recogiendo frutos, investigando el comportamiento de las plantas. Puso la mano sobre la frente para protegerse del sol, pero no lo vio. —¿Ves a Motie? —preguntó Iankl. —No. ¿Adónde se habrá metido? —Tal vez supo que se había reunido la Asamblea —dijo Rifke— y fue por otro camino. —No hay otro camino —replicó Mendl desde la cima de la empalizada. —Siempre hay otro camino —porfió Rifke—. Y no discutas con nosotros porque podríamos dejarte caer. Todos rieron al mismo tiempo y no se detuvieron hasta que Mendl levantó la
mano. —Puedo bajar y abrir el portón —dijo—. Pero lo que veo no me gusta. No le contestaron porque no podían adivinar qué era lo que no le gustaba. Mendl se apoyó en un travesaño del lado interno de la empalizada y se soltó de las manos que lo retenían. —¿Cómo la abrirás? —dijo Iankl. —La pieza de metal está en el orificio —respondió Mendl. —Entonces Motie no fue a la Asamblea —dijo Leike. Iankl y Rifke asintieron. ¿Sólo había un camino, entonces? Las grietas que se abrían en el cuerpo de las costumbres menos discutidas demostraban que no, que sería cuestión de buscar la senda entre la maleza, casi borrada porque nadie la había transitado en mucho tiempo. ¿Había conocido Shtetl una era de prosperidad que permitía y amparaba otras formas de relación? Mendl abrió el portón y todos juntos marcharon hacia la morada de Motie. El primer síntoma anormal, que confirmaba las conjeturas de Mendl, fue un apenas perceptible cambio en los olores. Iankl se detuvo y aferró el brazo de Mendl. —Yo también presiento algo nefasto —dijo. —No es cuestión de presentimientos, narrador —dijo Mendl—. Seguramente me equivoqué al decir que algo no me gustaba. —Suelo acertar interpretando las señales. —¿Las que llegan de los mundos perdidos, de los animales extintos o de las personas muertas? —se burló el maestro. —Todo eso y más —repuso Iankl—. Tal como se sufre una ausencia o se oye una melodía con las vísceras. Aquí hay algo erróneo —insistió—. ¿Seremos
nosotros, habremos cambiado más de la cuenta y nuestros cuerpos despiden olores que nunca antes emitieron? —Se había puesto inusitadamente serio; estaba asustado. —Ha ocurrido en tus historias —dijo Rifke—, pero nunca en la realidad. No confundamos unas con la otra. Advirtiendo lo que proclamaban las palabras de Iankl, el maestro habló apresuradamente, aunque sin mostrar el menor deseo de polemizar: —Es miedo; simple y puro miedo. —Pero se arrepintió de inmediato; el lugar común había sonado como el cuerno que anuncia una partida definitiva. —No es cierto —dijo Iankl, aferrándose tenazmente a su teoría y negándola con cada fibra de su cuerpo al mismo tiempo—. No tengo miedo. ¿Qué amenaza podría emanar del pobre loco Motie y sus falen reproduciéndose sin control? —Eso lo dice el narrador, no el maestro. Mi tarea no es construir nuevos caminos, sino enseñar a recorrer los viejos. —Entonces, finalmente —dijo Rifke—, hay otro camino. Una mueca de disgusto relampagueó en el rostro de Iankl. Mendl, pensó, tiene una desmedida opinión sobre sus propias ideas. Y Rifke, envalentonada por su tercera preñez, desea ver una rebelión en cada recodo del sendero. ¿Leike? No sabía con exactitud qué pensaba Leike. Sabía que era voluble y frívola y que el maestro profesaba hacia ella una devoción que no se correspondía con las costumbres de los del valle de Frampo, ni con las de ningún otro lugar de Shtetl. —Otro camino existe... si podemos transitarlo —sentenció Iankl—. No existen caminos para no ser transitados por nadie, caminos en el vacío. —Pues recorramos esos caminos —dijo Rifke, muy segura de sí misma—. Los caminos no son algo en sí mismos; están para llevarnos de un sitio a otro. Ellos ponen la espalda y nosotros los pasos. Pero lo que importa es el punto de destino. Llegar.
—Discutimos por discutir —dijo Leike—, como siempre. Vayamos en busca de Motie y preguntémosle. Si no nos apresuramos, cuando nos mostremos habrá concertado todos los falen y las vainas frutales y los hongos rojos con la gente de Boxre; no quedará nada para nosotros. —Había tratado de ser irónica, pero el tinte de su voz pasó inadvertido para los otros, demasiado preocupados por la quietud que se alzaba desde la morada y el lugar de las jaulas. Un silencio turgente, una canción fúnebre y maligna que les llegaba con la lenta parsimonia de una fórmula mágica, los puso de frente a turbias evidencias. —Motie descubrió el valor del sacrificio —dijo Mendl sin saber por qué. Apresuró el paso poniendo las manos en los bolsillos para protegerlas del frío y con el aire preocupado de quien ha perdido el placer de viajar, cubrió la distancia que lo separaba de la morada de Motie. Los otros lo siguieron con la cabeza gacha. Cruzaron el claro artificial y dejaron atrás los macizos de flores y los broid transformados que formaban el cerco. Repararon en los injertos de hongos amarillos bordados con máculas marrones que parecían estar trepando por los troncos y las ramas, confiriéndoles a los árboles un aspecto casi monstruoso, de matorrales salvajes. No lo habían notado la primera vez, tal era la profusión de nuevas especies. En el lugar de los frutos habían aparecido carnosidades moradas en cuyos extremos se veían filosas agujas. Detrás de los árboles, en una depresión, estaba la morada, que también había sufrido modificaciones. Los cambios habían pasado inadvertidos a los ojos de los visitantes en la primera visita; no era fácil registrarlos con una sola mirada. A la edificación original se le había agregado un cobertizo de piedra con techo de lajas azules y allí había otra serie de jaulas fabricadas con gruesas varas de tipel, de las que crecían a orillas del río y que nunca habían resultado de utilidad para nada ni para nadie. —Esas deben ser las jaulas de las hembras preñadas —dijo Mendl sin necesidad. Iankl había comprendido de inmediato que el desarrollo del proyecto de Motie tenía una envergadura mayor de lo que se animaban a imaginar. Resbalaron por la cuesta tratando de no hacer ruido. Era probable que Motie estuviera en otro rincón del perímetro y preferían examinar las jaulas de cerca sin testigos interesados. Atravesaron un basural de aserrín y
astillas de árboles talados; el lugar estaba invadido por la maleza y tapado por ramas que parecían haber sido acumuladas deliberadamente. En el aire flotaba el olor característico, ligeramente dulzón, en cierto modo salvaje, emanaciones de una cantidad inimaginable de animales. Rifke, ya sobre aviso, logró reprimir las arcadas y Leike se rió cuando recordó que en su anterior visita la hembra preñada no había podido reprimir el vómito. —Yo también estoy preñada —dijo Leike—, pero lo soporto. Hicieron crujir las maderas de una senda precaria que conectaba las jaulas, debajo de un tinglado sujeto a varios broid, y oyeron el leve rumor de los cuerpos peludos frotándose unos con otros, sonidos embozados por el murmullo del viento, señales tan confusas que parecían el extravagante anuncio de una mala noticia. Incapaz de contenerse Mendl, que había llegado hasta la última fila de jaulas, llamó a Motie con su voz más extensa, la que usaba diariamente para capturar la atención de sus alumnos distraídos. —¡Motie, Motie! ¿Dónde estás? ¿Te estás ocultando de nosotros? —El grito arrastró el eco y se negó a apagarse. Pero no hubo respuesta. Iankl, fastidiado, se disponía a reprender al maestro cuando un débil gemido serpenteó entre las jaulas, los alcanzó sin previo aviso, se hundió en sus oídos y desapareció. —¿Escucharon? —Iankl miró en todas direcciones; pasada la sorpresa era muy difícil decir si el sonido provenía de la morada, del cobertizo o de algún lugar entre las jaulas. Mendl alzó una mano, con la mente y los pensamientos heridos por el gemido. —Es Motie —dijo. Se sentía como un imbécil. Sólo podía ser Motie. ¿Qué podía haber ocurrido? Hizo una lista acelerada de accidentes y ninguno le pareció adecuado. Habían estado con el cultivador muy poco tiempo atrás, en ese mismo lugar, y antes, en el molino de piedra, protegiéndose del rasel mientras recibía una andanada de ideas más dañinas que las ráfagas de aquel viento arenoso y oscuro y antes aún, en El Patio de los Tristes, bebiendo linfa que él mismo había concertado con Iosl. Nada hacía suponer que Motie pudiera estar enfermo. Encontraron a Motie tirado en el suelo, detrás de las jaulas más grandes, las
que cerraban un pentágono que se conectaba con un tubo destinado a proporcionar alimento a los animales. Estaba en un pozo poco profundo, entre excrementos de falen. El olor era repulsivo; tenía los labios hinchados y las cerdas fuera de la boca. En los ojos, inyectados en sangre, se advertía que la fiebre lo estaba devorando. Iankl y Mendl adivinaron, más que oyeron, la palabra agua que brotaba encrespada y rota de la boca seca del cultivador. Leike corrió a buscar agua y se la dieron. El cultivador bebió escupiendo y tosiendo; parpadeaba de un modo rítmico, trepidante. Lo sacaron del pozo y lo acomodaron contra el tronco de un broid. Rifke trató de abrigarlo con un par de bolsas vacías, pero los temblores sacudían a Motie con una intensidad desconcertante. Nunca habían visto esa enfermedad. No se atrevían a moverlo demasiado, aunque hubiera sido natural depositarlo en su propia cama. —¿Te mordieron? —insinuó Rifke, siguiendo una corazonada. —Sí —murmuró Motie. —No hables —dijo Mendl—. Sólo sí o no. ¿Fue después que te dejamos? —No. Otro día. No... le di importancia. Me mordieron... muchas veces. Muerden... todo el tiempo Iankl contempló las multitudes de falen que se abigarraban en las jaulas, trepando unos sobre otros con nerviosa y salvaje algarabía. No quiso que su pensamiento se encaramara, irrevocable, sobre la sensación que le infundían los falen en cautiverio, pero no pudo evitar un nuevo presentimiento fatalista. El equilibrio había sido roto por la experiencia de Motie y de nada valían las engañosas excusas que habían cruzado en la Asamblea y en el camino; cayó en un estado de extrema debilidad y vio desplomarse las sólidas columnas de su fe en el sistema. Estaban posados sobre el borde, en el filo de la navaja entre lo efímero y lo eterno, entre la sólida sensatez de lo probado y la locura del salto al vacío. Motie había abierto el camino y ellos, sin voluntad, caerían con él. La preservación de las costumbres, la transmisión de la
historia del pueblo, era poco más que una réplica mediocre de las invariables rutinas dictadas por la apatía. Mirara donde mirase descubriría lo mismo. —Nos equivocamos —suspiró el narrador. —¿Nosotros, por qué? —El maestro, en cambio, se sentía iluminado por el fuego de la sabiduría; la posibilidad de recuperar a Leike lo ponía de muy buen humor y en el accidente de Motie sólo veía un cruce de circunstancias adversas, pero azarosas, no una señal de que el equilibrio hubiera sido vulnerado—. Creo que esto nos enseña una lección: para recorrer nuevos caminos se necesitan mapas, no la mera voluntad de ponerse en marcha. Error para llegar al acierto. Eso es lo único que le faltó a Motie. —Tenemos que llevarlo a la morada de Brune —dijo Rifke—; ella sabrá que hacer. —No —replicó Iankl—. No debemos moverlo. —Tiene mucha fiebre —intervino el maestro—, no está herido. Iankl no contestó, ensimismado. Debía evitar a toda costa que se despedazara la inestable armonía de su mente y eso sólo podía lograrse congelando las líneas del tiempo; el pasado y el futuro, trabados en lucha mortal, habían llegado a una posición de ahogo mutuo, de la que no se saldría sin daño. Buscó proyectar la situación a sus procesos mentales y tomando puñados de conocimiento, fragmentos de aquí y de allá, los vertió en su cerebro para alterarlo, para obligarlo a vencer la inacción. —Mátenlos —murmuró Motie en ese momento—; a todos. —Que los matemos —repitió Leike, tontamente. —Ya lo oí —dijo Iankl. —No lo haremos —dijo Mendl—. El problema no son los falen. —Debemos obedecer las normas, de cualquier manera, aunque nos duela — dijo Iankl. Su adhesión a las reglas era automática. Cada vez le satisfacían menos las condiciones que le habían marcado desde la infancia, cada vez le resultaban
más endebles los límites que señalaban los territorios prohibidos, pero no quedaba otro remedio que acatar, aceptar. —Mátenme. Todos se volvieron a mirar a Motie cuando pronunció esas palabras. No podían creer lo que estaba diciendo. Quitar la vida a un semejante era el único tabú inquebrantable en Shtetl. No se trataba de una regla más o menos inflexible cuya violación suponía la reprobación y el exilio. Los cuatro permanecieron rígidos, sin atinar a responderle, mientras el enfermo movía penosamente el cuerpo, en un intento de alcanzar la cuchilla que colgaba de una vaina, a un costado de una mesa larga que debía servir para sacrificar a los animales. —No —murmuró Leike. —Debo hacerlo —dijo Motie, exhausto—. Quemen... mi cuerpo. —¿Es una peste? —dijo Iankl. —No lo sé. —El cultivador trató de incorporarse, sin cejar en su intención de alcanzar la cuchilla. Mendl se le adelantó y la arrojó detrás de las jaulas. —Te curarás —dijo—. Te llevaremos a la morada de Brune. Es buena sanadora. —No me sanaré. Es un castigo. Ahora lo... comprendo. Rompí el equilibrio. Debo pagar. —¡Tonterías! —exclamó Rifke—. Yo estoy preñada, es mi tercero. Y jamás me sentí mejor, más saludable. No existe el castigo. ¿Qué sabemos nosotros del equilibrio? —¿Estás... preñada? Un tercero. —Las palabras parecieron rodar en la lengua andrajosa y anudarse en las cerdas—. ¿Qué hice? —Nada. Lo hicimos nosotros, Iankl y yo. No tuviste nada que ver. —A Rifke le parecía
adecuado dirigirse a Motie en ese tono; tal vez podría animarlo. Pero Iankl y Mendl no eran tan optimistas. —¿Estás seguro de que fueron los falen? —dijo Iankl. —No. —A Motie le costaba respirar—. Podría ser... un hongo. —¿Probaste frutos que nunca habías comido? —Sí. Necesitaba saber... cuáles sirven, y cuáles no. —Consigamos algo con que transportarlo —dijo Mendl. Buscó con la mirada y halló varas largas, de las que Motie utilizaba para construir las jaulas. —Ya no —susurró Motie—. No vale... la pena. Mis entrañas, son líquidas... ahora. Era... corrosivo, un ácido. La cuchilla, ¡por favor! No lo resisto. —El enfermo giró bruscamente la cabeza, apenas a tiempo para evitar que el vómito de sangre no empapara a las hembras, que eran quienes estaban más cerca—. Basta... por favor, la cuchilla. —La voz de Motie, apenas audible, fue cubierta por el ensordecedor chillido de los falen. Los animales, como si hubieran comprendido la dramática situación del que les daba el alimento, se habían alborotado en las jaulas y se movían de arriba a abajo frenéticamente, de cara a la escena que se desarrollaba frente a ellos. —No te puedo dar la cuchilla, Motie —sollozó Mendl—. No permitiré que te mates. Te curarás. —Ya estoy muerto, maestro. Suelten a los... animales. Abran las jaulas. Mendl sintió un escalofrío y buscó a los otros. De un modo u otro expresaban el dolor que les producía ver sufrir a Motie. —Tiene razón, maestro —dijo Iankl—. No es justo que el dolor lo torture de este modo. —¿Le darás la cuchilla? —se espantó Leike. Iankl movió la cabeza. Motie
no tendría fuerza para degollarse y ninguno de ellos cuatro sería capaz de una acción semejante. La muerte, para los de Shtetl, solía ser un fenómeno sencillo, riguroso, apacible. La muerte no solía estar acompañada por el dolor y jamás por la violencia. —No lo harás —dijo Rifke—, ni por piedad. —Pudo captar como si fuese un relámpago la espantosa visión de lo que sería el cuerpo de Motie dentro de un momento, la carne agrietada y cubierta de fluidos pegajosos y el horror, que se haría presente, y una especie de ternura por lo que iban a perder. Aún sabiendo todo eso no estaba dispuesta a ceder. Imaginó una terrible luz acompañando vagas sensaciones, y volvió a mirar aquel rostro devastado—. No —repitió una vez más. —No es obligatorio que lo dejemos morir así —dijo entonces Mendl—. Yo lo haré. Vaciló al tomar la cuchilla y tembló al sacarla de la vaina. Pero un tirón misterioso le exigía detenerse. Hizo un nuevo esfuerzo... —No hace falta que lo hagas —dijo Rifke conteniendo un sollozo—; ya está muerto.
ONCE - La morada del muerto
Encontraron una garrafa de linfa y muchos vasos sucios; también una caña de fumar y hierba roja. La morada de Motie, a pesar de lo que sugería la abundancia de animales y vegetales que la rodeaba, lucía miserable, por lo que parecía aún más repulsiva que el pozo de los excrementos. Y ellos habían perdido la energía y el humor. La crisis original, la que les había planteado Motie con su proyecto, rebosante de dilemas éticos y zonas oscuras, ya era nada si se la comparaba con el aprieto en el que se habían metido. Estaban en el lugar exacto en el peor momento. Ninguno de los cuatro se lograba liberar de la confusión que les provocaban las decisiones tomadas, tanto individuales como colectivas. Y aún les faltaba explicar la muerte de Motie, de la que tendrían que dar cuentas. Nadie en la Asamblea pensaría mal, aunque contando sólo con un puñado de datos, más de uno sospecharía que ocultaban algo. —Vendrán a buscarnos —dijo Leike al final de un extenso y hondo silencio —. Vendrán todos juntos, airados, con Kalme y Berish a la cabeza. Traerán a Zambl, que es fuerte, pero les obedece y no piensa por sí mismo. Nunca entendí por qué Zambl es así. No se parece a ninguno de nosotros. —¿Zambl vendrá a sacarnos por la fuerza? —Iankl observó a los demás, inquisitivamente—. Para eso sería necesario que nos negáramos a abandonar este lugar. ¿Lo haremos? ¿Con que objeto permaneceríamos aquí? Esta es la morada de Motie, y aunque él ha muerto las reglas dicen... —Sabemos lo que dicen las reglas, narrador —dijo Mendl, de mal modo—. Pero nunca estuvimos ante una situación como esta. Motie creó un exceso y una idea y otro camino. Fue a propósito, no por casualidad. Tenía un proyecto de abundancia y progreso. Quiso hacernos partícipes, pero no lo quisimos escuchar. Yo no quise, tenía miedo, ahora puedo itirlo. ¿Qué encontramos? Miles de falen en cautiverio, copulando obscenamente. Nuevas especies vegetales. ¿Qué sigue? Intercambios de un volumen sin precedentes con los de Boxre, con barcas, del otro lado del mar, en otros mundos, abundancia, exceso. Nadie sabe hasta dónde se podría haber llegado. Y ya no lo sabremos. Motie está muerto.
—Ese fue el error —dijo Rifke—. No era una tarea para uno; debió compartirlo, llevarlo a la Asamblea, pedir ayuda. —¿Pedir ayuda? —Las cerdas salieron de la boca de Mendl y se retorcieron caprichosamente, reforzando el cinismo que contenía sus palabras—. Jornadas y jornadas de discusiones sin freno, sin que nadie moviera el rabo para pasar a la acción. ¿No nos conocemos? Lo de Motie fue un aborto, un camino sin retorno. Ahora lo comprendo. Leike estaba moviendo la cabeza de un modo singular. —Esto no se puede perder —dijo—. Debemos conservarlo. —No se puede perder —repitió Iankl—. ¿Cómo haríamos? ¿Nos quedaríamos aquí, viviendo juntos? Mendl dejaría de enseñarle a los pequeños y cultivaría árboles sabios y andariegos, que recorrerían los valles y los prados recitando las reglas y los números. ¿Eso haríamos? Las hembras abandonarían sus labores, sus adornos y collares y se despellejarían las manos arrancando malezas y estarían siempre preñadas, de terceros y cuartos y quintos... —¡Estás delirando! —exclamó Rifke, espantada. —¡En absoluto! Este sitio, rodeado por una empalizada, en poco tiempo se diferenciaría del valle de Frampo y empezaría a llamarse La Finca de Motie, y nosotros traeríamos a los más fuertes para que protejan nuestros excedentes de la voracidad de los demás. ¿Qué no harían Iosl y Zeilek por todas las garrafas de linfa que Motie acumuló? —¡Basta, Iankl! —Mendl puso las manos en los hombros del narrador y lo contuvo—. Rifke tiene razón: estás delirando. No haremos nada que nos enfrente a la Asamblea. Pensemos. —No te inquietes —dijo Iankl bajando el tono—: ellos se ocuparán de nosotros. —Vayamos afuera —dijo Leike—. Este lugar huele mal. —Adentro, afuera, ¿cuál es la diferencia? —Mendl sacó la pieza de metal que Motie
había usado para abrir puertas y portones—. Yo la tengo ahora. Existe una vieja palabra para designar este pequeño objeto, una palabra perfecta y olvidada, porque su sentido alude a todo lo que está cerrado y merece ser abierto. Es una llave. ¿Por qué las moradas del valle no tienen puertas? ¿Por qué el no se restringe? Pero Motie volvió a inventar la puerta y la llave y pagó un alto precio. Debemos pensar en esto. —Estamos pensando, Mendl —dijo Leike. —Vamos afuera. —Rifke tiró del brazo de Iankl, y éste, contra lo que suponía, no se resistió. El crepúsculo se insinuaba sobre las hileras de árboles que marcaban el final de la línea de jaulas y un banco de niebla rosada llegó en perezosos retazos desde el pantano. El aire se enfrió aún más, pero la pesadumbre de los cuatro no tenía nada que ver con fenómenos atmosféricos, ni siquiera con la muerte de Motie. —Ayer —dijo Leike—, a esta ahora, más o menos, me demoré al salir de la morada del zapatero, indecisa. De mis manos colgaba un par de viejas sandalias destrozadas y estuve a punto de arrojarlas a un costado del camino, pero no lo hice. Son estas. —Leike sacó las sandalias del morral, poco más que unas tiras de zidal, y las mostró—. Decidí conservarlas para trocarlas con alguien, en algún momento. ¿Alguien puede desear un calzado como éste? —Los ojos de Leike se llenaron de lágrimas—. Pero lo pensé. Pensé que alguien, en algún lugar, un lugar cuyo zapatero hubiera muerto recientemente, aceptaría estas sandalias porque sus zapatos estarían aún más destrozados. Y ese pensamiento me produce una gran pena. Es un pensamiento estrecho, despreciable. Así somos. Algo parecido inspira a Mendl cuando va a El Patio de los Tristes y soporta a Zeilek y a Kalme y a Iosl y se atiborra de linfa o se aturde con la hierba. Desea algo inalcanzable que está al alcance de la mano, pero no se atreve a usar la llave. ¿Entienden? No me tiene y sufre. Tener es importante, parece. Los de Frampo pasamos eso por alto, pero tal vez deberíamos verlo de otra manera, desde otro punto de vista. Zeilek no tiene a Malke y se emborracha; Kalme no tiene macho y se atiborra de humo de hierba. Todos agacharon las cabezas. Pero Iankl se atrevió a protestar.
—Son las reglas. La vida se sostiene gracias a que todos las respetamos. —No es cierto —dijo Leike—, aunque yo no puedo reclamar lo contrario como si fuera una virtud. Nada me haría mejor por el solo hecho de existir. Y tampoco a ella, por haber engendrado a un tercero, o el maestro, porque cree entender las razones de Motie. —Yo no soy transgresor, entonces. —Iankl dio rienda suelta a su tristeza. — No entro en tu panteón. Leike dio un paso y abrazó a Iankl. Luego llamó con la mano a Rifke y a Mendl. Todos se abrazaron y anudaron en un gesto inequívoco. Sacaron las cerdas de la boca y las pusieron en o. No había entre los de Shtetl ninguna comunión más estrecha, y ni siquiera los amantes, cuando los flujos inundaban los cuerpos, lograban siempre ese grado de confianza. —Estamos perdidos —dijo Rifke. —Soltemos a los animales —dijo Iankl—, como nos pidió Motie; van a morir de hambre de todos modos, en algunas horas. Y quememos la morada y las parcelas con esas plantas monstruosas, en especial los hongos que le causaron la muerte. —¿Están locos? —exclamó Leike rompiendo el abrazo—. Debemos honrar a Motie. Llevemos su proyecto hasta el final. Demostremos que es posible recorrer otros caminos. —¿Otros? —Iankl formó una sonrisa torcida con los labios y las cerdas—. ¿No alcanza sólo con uno, entonces, deben ser muchos? —No es cierto —dijo Mendl—. También está la ambición, el deseo de sobresalir. Los de la Asamblea se nos echarán encima. —¿Y si fuera eso? —Leike retrocedió unos pasos y los observó críticamente —. Eso, la ambición, movió a Motie. También sería una forma de honrarlo si probáramos que su pasión no es malsana, que el equilibrio no se rompe por un falen más o menos. Que se puede tener y ser generoso al mismo tiempo. Probemos recorrer ese camino.
—¿Lo aceptarán? —Iankl no podía dejar de pensar en la Asamblea. —No, no lo aceptarán —dijo Leike—, ¿importa? Tampoco aceptarán el tercero de Rifke. ¿Tampoco vas a luchar en ese caso? No es tan difícil detener la preñez. Rifke, ¿estás lista para hacerlo? —¡No! —Rifke desea parir a su tercero, que casualmente es también tuyo. ¿Cómo se califica tu transgresión? Ya ves, entraste en mi panteón, por el techo, pero entraste —sentenció Leike. Iankl no contestó. Le hizo una seña a Mendl y salieron de la morada. Juntos se movieron a lo largo de las jaulas y trataron de determinar cómo y con qué debían ser alimentados los animales. —Traigan lámparas —dijo el maestro—. Dentro de un rato no habrá luz suficiente. Leike sonrió y miró a Rifke. Recordó la canción y empezó a silbarla. —Profética —dijo. —No creo en eso, pero si la creaste ayer, antes de todo lo que ocurrió... tendré que empezar a creer, un poco. —Sigo ignorando la mayor parte —dijo Leike. —Tendremos que hacer muchos ajustes para que funcione. Y no olvidar que los de Frampo, aún los peores, son nuestra gente. —¿Los que te lapidarían por un tercero? —¿Alguna vez lapidaron a una hembra? —se espantó Rifke. —Ellos deben saber —dijo Leike señalando a los machos que se movían indecisos entre
las jaulas—, a fin de cuentas son de la facción de los que lapidan hembras, o lo harían, si fuera necesario. En la historia de los nuestros han de existir ejemplos de todos los colores, con y sin rabo... —¿Nos quedaremos? —dijo Rifke tras una pausa. —Creo que sí. El único que dudaba era Iankl, pero ya no lo hace. Prepararon alimentos, aunque sin arriesgarse a utilizar frutos desconocidos y mucho menos hongos. Les costó sacrificar a un par de falen gordos porque pensaron todo el tiempo en la cuchilla con la que Motie pretendía saldar su dolor. Rifke tomó a uno de los animales sujetando sus patas delanteras y el retorció el cuello, no sin antes recibir varios rasguños; el falen no deseaba morir. —No puedo —dijo Rifke. —Yo lo haré. —Leike tomó el otro falen y le ató las patas con tiras de zidal. Luego, utilizando un cuchillo pequeño que encontró en una caja, le cortó la cabeza. La sangre del falen saltó con fuerza y las salpicó. —No voy a comer —dijo Rifke, asqueada. —Entiendo. Puedo preparar unas tortas de math. —Será mejor. Iankl y Mendl regresaron extenuados y oliendo a excrementos y malmiz. También estaban zarpeados. Rifke comparó sus heridas con las de los machos y juntos se preguntaron si no serían peligrosas. Todavía estaba fresca la impresión que les había causado Motie cuando lo encontraron tirado detrás de las jaulas y seguían sin saber si lo que le había causado la muerte eran los hongos o las mordeduras. Leike preparó unos emplastos con hierbas amargas, los colocó sobre las heridas y los ató con tiras de zidal. —¿Nos quedaremos aquí? —insistió Rifke.
Todos los otros quedaron en suspenso y se buscaron mutuamente con la mirada. Permanecer en la morada de Motie significaba desafiar a la Asamblea. No habían recibido el mandato de continuar el proyecto de Motie; sólo les habían encomendado que lo hicieran comparecer, y ni siquiera había sido necesario que se armara semejante comitiva. Se sentaron a la mesa y masticaron sin hablar unas bolas que sacaron de vainas comunes y los tallos tiernos de un broid joven. El guiso de falen que había preparado Leike, con hierbas y bollos de math, quedó sin tocar. —Esto es despilfarro —dijo Mendl señalando la cazuela de barro cocido—. Los de Frampo perderían la cabeza por semejante guiso. —En especial —replicó Rifke— por no haber estado presente cuando ella y yo hicimos de carniceras. —¿Ya no somos de Frampo? —dijo Leike. —No —dijo Mendl—; esto es Motie, un nuevo sitio en el mapa. Cuando salga el sol empezaremos a trabajar en el proyecto. Concertaremos animales vivos con los de Monce, del otro lado del lago, con los de Bilgo y Mirdo. Iremos a La Feria de Frampo y llevaremos los frutos seguros y los trocaremos por prendas de vestir y vasijas. Haremos que los artesanos sacudan su modorra... —Mendl, Mendl —dijo Iankl—. ¿Haremos que sacudan la modorra? ¿Los obligaremos? ¿Los forzaremos? Pondremos la cuchilla de Motie en sus gargantas y diremos: ¡trabaja!, ¡produce! ¿Eso? Mendl estiró el brazo y tomó la caña de fumar de una repisa. Al hacerlo, se desmoronó una pila oculta tras una cortina y las varas huecas cayeron entrechocándose y creando un gran estrépito en la noche callada. —¡Cañas de fumar! —exclamó Rifke—. ¡Cientos! Nunca vi tantas cañas juntas. —Nunca tuve más de una caña al mismo tiempo —suspiró Iankl. —¿Para qué? —Una idea sencilla, que había estado ahí todo el tiempo, aunque renuente a pasar al primer plano, se formó en la mente de Rifke—. No importa qué.
Todo puede ser fabricado en cantidad. Ese es el proyecto de Motie, no los falen o las plantas; tal vez a través de ellos llegó a esto, pero lo que vale es el concepto. Todo. ¡Todo! Mendl dejó la caña que había tomado primero y recogió una de las que estaba en el suelo. —Son iguales —dijo. —Esa es la idea —dijo Rifke—. Hemos tallado y dibujado las cañas de fumar, las hemos convertido en objetos personales y únicos, preciosos, a su modo. ¿Alguien observa la caña mientras el humo nos eleva a las alturas? No. A nadie le interesa, en ese momento, que aspecto tiene la caña. —Entonces ese será el problema —dijo Iankl—. Los objetos perderán su alma si se producen masivamente. —En cierto modo —dijo Rifke— la desventaja se nivelará cuando todos puedan ver satisfechos sus deseos. —¿Estás hablando en serio? —Iankl miró a Rifke extrañado, como si se tratara de una desconocida—. ¿Alcanzaremos la felicidad a través de la acumulación de objetos? —¿Te da felicidad no tenerlos? —replicó la hembra, adelantando el torso. Iankl se levantó con brusquedad y salió de la morada. Quedó de cara a la luna Blanca, que ya ocupaba su lugar en el cielo, cruzó las manos en la espalda e inspiró profundo, capturando la fragancia de alguna flor transformada que Motie se había ocupado de cultivar. Rifke fue tras él y le puso las manos en el cuello. Empezó a frotar con delicadeza y a soplar la nuca del narrador. Al cabo de un momento, las caricias, la visión de las lejanas, serenas y pálidas montañas tranquilizaron a Iankl. Leike y Mendl se les habían unido. El viento soplaba desde el lago y alejaba tan eficazmente el olor a los animales que bien podrían haber imaginado que no existían las jaulas atestadas de falen, ni los árboles mutados, ni los miles y miles de objetos que Motie había acumulado durante largo tiempo para poner en marcha su proyecto.
—Creo —dijo Rifke— que terminaré aceptando la derrota. Nos iremos a otro valle, a Monce, donde nació Guitl, o cualquier sitio cerca de un lago en el que nadie sepa que llevo un tercero en mis entrañas. —¿Viviremos el resto de nuestras vidas —dijo Leike— sabiendo que dejamos escapar nuestra oportunidad? —No dejamos escapar nada. Nunca lo tuvimos. ¿Acaso disfrutamos de la cena? ¿Existe mayor despilfarro que esos falen guisados y no comidos? —Estamos a tiempo —dijo Mendl—. Podemos llevarle el guiso a Kalme, que lo devorará sin preguntar cómo matamos a los animales. —Kalme —dijo Leike levantando la cabeza y oliendo el viento—. Está cerca. Todos rieron, con cierto esfuerzo, pero rieron. —No te conocía ese talento —dijo Rifke. —Tengo muchos talentos ocultos. El cielo aparecía oscuro y en calma; a lo lejos, más allá de la empalizada que los separaba del resto del mundo, se veía un resplandor frío y móvil, señal inequívoca de que la noche pronto se poblaría de sorpresas. —¿Lo ven? —dijo Mendl señalando el fulgor. Algo cruzó el vacío y les arrancó gritos de angustia a los falen que arañaban y rascaban las jaulas—. Los animales también lo presienten. —Es sólo cansancio —dijo Rifke, para conformarlos. —No —dijo Mendl—. Son ellos que salieron de sus escondrijos y vienen a buscarnos. Se hartaron de esperar. Leike pensó en todos aquellos estúpidos y locos y un triste bosquejo del futuro pasó por sus mente. —Son incapaces de hacer daño —dijo Rifke. —¡Basta! —exclamó Iankl mirando a la hembra con los ojos desorbitados —. Harán daño porque están asustados; nos harán daño a nosotros, sin
notarlo siquiera. La luz se apoderó del firmamento y un brillo infinito se encaramó a la empalizada. —No usarán tu llave, Mendl —dijo Iankl torciendo la boca. Se escuchó un ruido, largo y tenso, como si la arena del rasel hubiera llegado al final de un pasaje y se abriera en abanico para limpiar la suciedad de las sombras.
DOCE - Frampo
Los de Frampo llegaron en oleadas, tropezando unos con otros a la luz de las lámparas y las antorchas. A la cabeza estaba Kalme, escoltada por Berish y Zambl. Era cómico y peligroso, aunque nadie sabía en qué orden, por lo que Leike desestimó el riesgo que corría, dio un paso al frente y dijo lo primero que le pasó por la cabeza. —Te olí, Kalme; supe que estabas cerca. —¿Me estás desafiando? Fuiste la hembra de muchos; los olores se te confunden. —El rostro de Kalme estaba rígido de furor y las cerdas pugnaban por abandonar la boca. —¿Qué nueva figura inventaste, Kalme? —replicó Leike sin retroceder, abarcando con una mano a la multitud que se acumulaba detrás de la hornera—. ¿Mil cuerpos y una sola cabeza? ¿Qué nombre le pondrás a este hijo de la furia y el barro del camino? Miedo parece un buen nombre. Celos no está mal. Envidia también le calza. En cambio no creo que se pueda llamar Inteligencia o Mesura. Tu hijo parece un poco desequilibrado, excesivo, opulento. —Leike —suplicó Mendl—. Tiene un garrote. —Ah, un garrote, es cierto —se burló Leike—. ¿Qué harás con el garrote, Kalme? ¿Golpearás mi cabeza hasta destrozarla? —Avanzó otros tres pasos y extendió la mano para aferrar el pesado basto que Kalme sostenía junto a su pierna—. Dame el garrote, Kalme; te podrías lastimar con las astillas. — Kalme retrocedió un paso y Zambl se interpuso entre las hembras. —Leike —insistió Mendl—. No hagamos que esto sea todavía más difícil. — Luego, dirigiéndose a Kalme, habló con voz pausada y calma—. Motie ha muerto. —¿Muerto? —Kalme se tapó la boca. Una docena de los que la seguían avanzaron formando un semicírculo. Habían venido para aclarar las cosas,
para demostrar que la Asamblea no era una colección de ineptos —Comió algo venenoso —dijo Mendl—, hongos, tal vez, o una herida que le hizo un falen le corrompió la sangre. Agonizaba cuando llegamos, entre fuertes dolores. Llegó a pedir que interrumpiéramos su vida, para dejar de sufrir. —¿De qué estás hablando, maestro? —Kalme abrió y cerró la mano sobre la empuñadura del garrote, una y otra vez—. No suceden esas cosas en Frampo, en todo Shtetl. Nunca sucedieron. —Ya ves, suceden. Ahora suceden; algo cambió. —¿Por qué no regresaron, entonces? —preguntó Berish irritado, como siempre—. Debieron regresar a contarle a la Asamblea lo que estaba ocurriendo. ¿Quién los autorizó a actuar en nombre de todos? —Aquí había mucho que hacer —replicó Mendl. —Los hechos se precipitaron —dijo Rifke. Kalme buscó ayuda entre sus compañeros, pero no encontró nada en la mirada perdida de Zambl, y tampoco en la expresión iracunda de Berish. Fue Brune quien superó la línea y se acercó a los cuatro que esperaban, tensos, muy juntos, tomados de las manos. —Quiero ver el cuerpo —dijo Brune mirando a Mendl a los ojos, con fiereza—. Quiero estar segura de que ha sucedido como dicen. —¿De qué otro modo podría haber sido? —reclamó Iankl, alzando la mano cerrada—. ¿Desconfían de nosotros? —¿Por qué no? —dijo Berish—. No han hecho otra cosa que desafiar a la Asamblea, alardear de conductas ilícitas, romper el equilibrio, manchar, burlarse. —Tranquilo —dijo Kalme.
—No quiero estar tranquilo —dijo Berish—. Quiero que me contesten. ¿Mataron a Motie para quedarse con esto? —Movió el brazo y abarcó todo el perímetro, los prados y las parcelas. —¿Eso piensan? —se horrorizó Leike—. ¿Que matamos a uno de los nuestros para quedarnos con sus cosas? ¿Qué clase de monstruo habría que ser para que algo así entrara siquiera en la cabeza? Entra en la tuya, Berish, en tu mente putrefacta, herida por el odio, no en la nuestra. Nada le hicimos a Motie, nada. ¡Nada! Mendl abrazó a Leike que había empezado a temblar sin control. —La estás lastimando sin necesidad —dijo Mendl. —¿Quién lo dice? —bramó Kalme—. ¿El que piensa que soy una hembra que no vale nada porque nunca he parido, porque tengo un cuerpo tosco y la voz áspera? Si me hieren yo también sangro, maestro. ¿Valen las heridas de ella y las mías no valen? Mendl bajó la cabeza. El ardor de la discusión los estaba poniendo a todos en un estado deplorable. Habían estado cerca de una crisis otras veces, pero siempre existía cierto margen para planificar los pasos siguientes y la visión no se nublaba. —Pido que me perdones; no quise mancharte —murmuró el maestro. —No te escucho, Mendl. ¿Podrías decirlo en voz alta, para que todos reciban tus palabras? Somos muchos y tus disculpas se disuelven en el aire. —Pido que me perdones; no quise mancharte —gritó Mendl—. ¿Es suficiente? —Es incompleto, pero pasará por esta vez. El tema no son tus ofensas, sino lo que le ocurrió a Motie. Mendl decidió pasar por alto el rebrote de arrogancia de Kalme y guió a Brune hacia donde habían colocado el cuerpo de Motie, en la misma mesa larga junto a las jaulas que se usaba para sacrificar. Kalme y Zambl los
siguieron y detrás una multitud. Rifke acercó una lámpara y la sanadora se inclinó sobre el cadáver. Sacó de entre sus ropas una varilla de metal y la introdujo en la boca del muerto para luego hacer palanca y extraer las cerdas y la lengua. La masa de tejidos blancuzcos, formada por las fibras en descomposición, se volcó hacia un costado y se desprendió por completo. Era muy desagradable ver las cerdas marchitas sobre la tabla, un animal desconocido sin huesos ni ojos que parecía burlarse de todos los presentes. Pero Brune no lucía impresionada. De su mochila, que parecía un baúl sin fondo, extrajo un escalpelo, una pinza, dos estuches, un pincel. Cortó una cerda y un trozo de lengua, los manipuló con la pinza y los alojó en los dos estuches de bende diferentes. La sanadora se aseguró que los bordes ajustaran con la varilla y los selló pasando el pincel, pero en ningún momento volvió a tocar los estuches con las manos. Al cabo de un momento el pardo claro del bende se volvió rojo como la sangre. —Veneno —dijo Brune. Casi todos retrocedieron un paso, como si el veneno anunciado fuera capaz de saltar a los ojos o meterse en la boca. —Motie dijo —aclaró Iankl—, que podría ser un hongo. —¿Probó hongos venenosos? —Brune abrió los estuches con la varilla, pero ya no hacía falta; la corrosión había comido la madera y los restos de tejido parecían alimañas de otro mundo. —Sí. Necesitaba saber. No sabía cuáles eran venenosos, pero creyó hacer lo correcto. —¿No lo detuvieron? —¿Detenerlo? —Mendl miró a la sanadora, alelado—. ¿Creen que Motie hizo todo esto hoy? ¡Motie llevaba muchas estaciones impulsando su proyecto! ¿Creen que las parcelas, los injertos, las cañas de fumar, las jaulas para los falen se hacen en una jornada? Al escuchar esas palabras muchos se removieron inquietos y avanzaron hacia las jaulas, sin saber por qué, refunfuñando.
—Debió preguntarnos —dijo Kalme—, hablar de sus ideas. Nunca dijo nada. Bebíamos y fumábamos en El Patio, pero el tema jamás fue expuesto. Diría que lo ocultaba. ¿Nos temía? ¿Sabía que estaba procediendo de un modo incorrecto? —Nos conocía demasiado bien —dijo Mendl; en su voz había un dejo de tristeza. Motie estaba muerto. El lugar no era apropiado para albergar a semejante tropa, y los animales, que hasta ese momento habían permanecido extrañamente silenciosos, empezaron a chillar y alborotarse de un modo horrendo. Fueron esos chillidos y el raspar de las uñas contra los barrotes, multiplicados por cientos, lo que puso a los de Frampo en un estado de excitación anormal. En realidad, a la escasa luz de lámparas y antorchas no habían visto la cantidad de jaulas que se apilaban en el cobertizo. Nunca habían visto tantos falen juntos. Nunca habían oído a tantos animales a un mismo tiempo. Las lámparas y antorchas se acercaron a las jaulas, lo que asustó aún más a los falen. Los sonidos se multiplicaron, y cada aullido fue sofocado por un grito. El desorden fue progresivo y pronto incontrolable. A las exclamaciones siguieron insultos y a los insultos empujones. Los de Frampo se recriminaban por antiguos litigios, sellados y archivados muchas estaciones atrás. Muchas miserias salieron a la luz, como si la abundancia estimulara la codicia y el resentimiento. Y los falen no se quedaban atrás, ya que era evidente que el escándalo los ponía aún más frenéticos. El reducido espacio del cobertizo tampoco ayudaba demasiado y pronto hubo muchos que se sintieron sofocados; algunas hembras cayeron al suelo y fueron pisoteadas por los que buscaban una mejor ubicación; a nadie le importaba demasiado su vecino. El humo acre y el ruido los guiaron hacia la violencia. Kalme tomó la iniciativa. Sin dar razones y a pesar de que le costaba maniobrar su enorme cuerpo, logró alzar el garrote y descargarlo sobre una de las jaulas. La puerta se abrió y una docena de falen asustados y furiosos buscó la libertad eludiendo piernas y bastones, no sin antes distribuir dentelladas y zarpazos entre los que se interponían en su camino. Los gritos proliferaron y los gestos desmañados, hijos de la confusión y el asombro, empujaron a unos contra otros, volteando algunas jaulas y rompiendo otras. El cuerpo de Motie se precipitó desde la mesa al suelo encharcado, al tiempo que una o dos antorchas caían sobre las tiras de zidal,
de fácil combustión, iniciando un incendio. El desorden fue en aumento. Los primeros que abandonaron el cobertizo tropezaron y resbalaron y los demás caminaron por encima de los cuerpos, quebrando huesos en su afán por alejarse del fuego. Como si hubieran estado esperando justamente eso, una hoguera de purificación, los que lograban salir del cobertizo permanecían de frente a las llamas, observándolas, inspirando y expirando con brutalidad, leyendo el mensaje contenido en el calor y las formas. Nadie fue en busca de agua para apagar el incendio. Pronto, entre exclamaciones y protestas airadas y gruñidos, se fue formando un arco de espectadores inactivos que observaban cómo se consumía el cobertizo, mientras los falen que no habían podido salir de las jaulas, el cuerpo de Motie y algún infortunado que nadie se preocupó por sacar, se asaban despidiendo un repugnante olor a carne quemada. Fue un largo momento de silencio crepitante y luz agitada. Mudos, sin voluntad, los de Frampo aún vieron zigzaguear a uno o dos falen en llamas y luego a Zambl, saliendo del incendio con las ropas y los cabellos cubiertos por el fuego, totalmente quemado, para caer sin vida entre los hongos moteados. No existían las pesadillas en Shtetl, porque el sueño que acompaña el dormir, una actividad tan natural en otros mundos, no integraba los hábitos y condiciones de sus habitantes. Pero aquella visión fue lo más próximo a una irrealidad onírica que cualquiera de los presentes hubiera presenciado en toda su vida. El cobertizo ardiendo, los animales que dejaban un rastro de fuego, las cerdas colgando fuera de las bocas, indicando perplejidad y desconcierto, los brazos caídos, a los costados del cuerpo; ni una voz, ni un solo llanto. Nunca, jamás. Esas dos palabras, como una melopea, fluían y goteaban, chorreaban y caían, manchando las parcelas, contaminando la tierra. Tardaron mucho tiempo en recuperar el valor necesario para actuar, aunque más no fuera una simulación, una caricatura, un sucedáneo. Permanecieron en silencio hasta que la luna Blanca completó su arco en el cielo y el sol se insinuó en el horizonte. Más tarde curarían a los heridos, llorarían a los muertos y se lamentarían por la torpeza con que habían ejecutado sus maniobras. Por ahora eran suficientes los mudos interrogantes, las preguntas sin respuesta, los gestos inconclusos.
Sin necesidad de hablar entre ellos, Mendl y Leike, Rifke y Iankl se apartaron de los de Frampo y se pusieron en marcha por el camino que habían abierto los falen en su huida, en la instintiva carrera hacia la libertad. Los falen volvían, sin saberlo, al riesgo de los campos, a la carencia de alimento, a los enemigos naturales. Y ellos emprendían un itinerario análogo, guiados por un impulso semejante, sin saber por qué o hacia dónde. Dieron los primeros pasos sin mirar atrás. No necesitaban ver los gestos de los de Frampo, las muecas de los que hasta un momento atrás habían sido sus vecinos, sus parientes, sus amigos. Eran expresiones desafiantes, de censura a la vez involuntaria y deliberada, pero estéril. No necesitaban verlos. Sabían que Kalme y Berish y varias docenas más permanecerían horas y horas en el lugar, mientras el cobertizo terminaba de consumirse y las figuras de los viajeros iban haciéndose más y más pequeñas hasta desaparecer del todo tras un recodo del sendero o al descender una cuesta. Pero tampoco contaron con que unas pocas voces, sacudidas por un inexplicable llamado, proclamarían a los gritos su deseo de acompañarlos. —Voy con ustedes —dijo Jevel y corrió para alcanzarlos. Abrazó a Leike y al maestro y avanzó junto a ellos, mirándolos una y otra vez, con una ancha sonrisa en los labios, extendida por las cerdas hasta hacerse mueca. Jevel no podría permanecer entre los de Frampo sin pensar que estaba prisionero de la necedad y la ceguera. Ya no era un niño y podía elegir. Elegía el riesgo. —Yo también voy —dijo Shmil, inesperadamente. Todos se detuvieron para esperarlo y el trampero tocó tímido la mano y el vientre de Leike y Mendl le palmeó el rabo, con un guiño que sólo podía indicar aprobación. Shmil sonrió abiertamente. Era la primera vez que lo veían feliz. Y luego Itzok y Guitl. —Ya nada me retiene en Frampo —dijo Guitl—. Nací en Monce, pero no soy de ninguna parte. Y soy una tercera. ¿Me aceptan? Todos movieron la cabeza, asintiendo; también Javel y Shmil, que ya se sentían parte del grupo. —Necesitarán un músico, allá donde vayan —dijo Itzok. —No sabemos adónde vamos —dijo Iankl.
—Igual necesitarán un músico —insistió Itzok.
UNO – Leike
DOS - El narrador
TRES - Mendl
CUATRO - El Patio de los Tristes
CINCO - El molino
SEIS - Rifke
SIETE - Motie
OCHO - El criadero
NUEVE - La Asamblea
DIEZ - Otro camino
ONCE - La morada del muerto
DOCE - Frampo
Acerca del autor
Otros libros
Acerca del autor
Nació en Buenos Aires, Argentina, el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. A inicios de la década de 1970 empezó a publicar en la revista española Nueva Dimensión y en diversos fanzines españoles de la época como Kandama, Tránsito y Máser. En 1982, mientras era parte del equipo de la revista El Péndulo, dio impulso al movimiento que fundaría el Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Al año siguiente creó y dirigió el fanzine Sinergia. Durante 1984 fue director editorial de la revista Parsec. Cuando Marcial Souto relanzó la revista Minotauro vio publicadas varias de sus ficciones como «Islas», «En el depósito» y «Carteles». Esto sería el preludio a su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, que Ediciones Minotauro publicó en 1985. En 1995 su relato «Náufrago de sí mismo», fue seleccionado por Pablo Capanna para la antología El cuento argentino de ciencia ficción, de Editorial Nuevo Siglo. Pocos años después su novela El juego del tiempo quedó finalista del Premio Minotauro, aunque en su momento no fue publicada por temas de política editorial y recién vio la luz en 2018, publicada por la editorial mexicana PuertAbierta. En noviembre de 2009 se publicó su segundo libro de cuentos, Espejos en fuga y en 2011 el tercero Vuelos. En 2017 ganó el premio literario de La máquina que hace Ping!, una editorial con sede en Castellón, España. La obra, Avatares de un escarabajo pelotero, fue publicada ese mismo año. Poco después, la editorial chilena Contracorriente publicó la novela Otro camino (que fuera finalista del premio U.P.C.) y en 2018 aparecieron dos nuevos libros de ficción: La quinta fase de la Luna, cuentos, La máquina que hace Ping! y la ya citada novela El juego del tiempo. Durante algo más de tres años fue el director literario del e-zine Axxón, actividad que abandonó en mayo del 2007 para retomar el proyecto Sinergia, ahora en formato digital. Fue el fundador y coordinador de Comunidad CF y del Taller 7, aula virtual de escritura creativa. Más tarde creó Planeta SF, un espacio multilingüe de encuentro para escritores, lectores y editores de ficción especulativa de todo el mundo. Actualmente dicta talleres de escritura personalizados por Internet destinados a escritores que viven fuera de Buenos. Ha compilado una veintena de antologías, entre las que se destacan Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo (2007), Los universos vislumbrados 2 (2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014),
Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016). Sus cuentos han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán ruso, griego, búlgaro, japonés, hebreo y árabe. Su biografía apareció en Latin American Scientific Fiction Writers. An A – To – Z Guide, editada por Darrell B. Lockhart en los Estados Unidos de Norteamérica.
Otros libros
Hotro - CM Federici Visión Ecuatoriales, antología de ciencia ficción ecuatoriana - Varios autores.