Índice PORTADA DEDICATORIA NOCTURNO LONDINENSE A CONTRAMARCHA CARTOMANCIA HORÓSCOPO PABLO JUAN CRÉDITOS
Para Ana, también esta segunda serie de relatos, que ella leyó y oyó y juzgó antes que nadie.
NOCTURNO LONDINENSE
Cuando entra en su habitación, que no tiene número sino nombre propio —The Carlton se llama: curiosa novedad, al menos para él—, Blas de Vicente se siente descargado, de golpe, de todos los apresuramientos y ajetreos de la jornada y piensa que mejor ha sido así, estar ya en Londres, con tanta noche por delante, porque solo son las diez menos veinte y no lo van a llamar, mañana, hasta las nueve, para que le dé tiempo a desayunar; tiene casi doce horas para descansar y dormir a pierna suelta, sin preocupaciones ni nerviosismos, y todo el día libre, luego, para ver cosas hasta las seis y media de la tarde, hora en que tendrá lugar la mesa redonda de parlamentarios autonómicos en el salón de actos de la embajada. Mucho mejor así, gracias a la huelga de mañana, porque, si no, estaría ahora en su casa, viendo el partido de fútbol por televisión, probablemente con el equipaje sin hacer, con la perspectiva de demorarse luego en los detalles y en las comprobaciones y de acabar acostándose a las dos o las tres, intranquilo e insomne, pues tendría que haberse levantado a las seis para partir con tiempo hacia Barajas y no verse atrapado en la autopista: su avión hubiera salido a las nueve y todo lo que no fuera estar a las ocho en el aeropuerto era exponerse a perder el vuelo. Deja la gabardina sobre la cama y mira el modo de encender el televisor y de manejar el mando a distancia. Lo consigue rápidamente y va zapeando canales a la búsqueda del partido, que estará ya casi acabando, pues era a las ocho cuando empezaba. No lo encuentra y tendrían que estarlo trasmitiendo: es el Manchester United el que juega en Barcelona. No es posible, pero nada. Ni siquiera en Eurosport, donde lo que hay es una carrera automovilística de Fórmula 1. Y de pronto cae en la cuenta de que aquí es una hora menos —recuerda que atrasó el reloj en el avión, cuando iban a aterrizar— y que en España son ya las once menos cuarto; hace, por lo tanto, una hora que terminó el partido, y él metiéndoles prisa al andaluz y a la valenciana, tras la cena, para volver al hotel, exagerando lo del cansancio, pues ellos parecían dispuestos a demorarse un poco en el paseo aprovechando que había dejado de llover. El andaluz explicó que a él le gustaba trasnochar y la valenciana no tenía prisa porque su marido, que es parlamentario europeo, está en Bruselas y no la llamará hasta las once. Se irrita consigo mismo por haberse olvidado de la diferencia horaria y haber apresurado el retorno para alcanzar el final del partido y la repetición de las mejores
jugadas, y ahora resulta que ni hay ya partido ni nada que ver y, en cambio, se ha perdido un rato de conversación con sus compañeros, que le apetecía, y además se hubiera erigido en guía por este barrio de Belgravia, puesto que él estuvo aquí hace un par de meses, con su mujer, en otro hotel cercano y más lujoso que no está ni a doscientos metros de este. El canal que ha quedado en pantalla termina una serie de anuncios y empieza a dar una película; Blas pone atención a los letreros por si acaso: Murder in Belgravia, lo que faltaba. Apaga. —Apaga y vámonos —dice, y se ríe de su propia gracia. Porque el problema es ese, que no hay adónde ir ni con quién. Podría estar con sus compañeros por ahí y ha sido él quien los ha mandado a la cama. Salguero, el andaluz, no ha estado nunca antes en Inglaterra, y Matilde Ibáñez, la valenciana, sí que estuvo en Londres hace dos años, cuando era consejera de no sé qué cosa de la Generalidad, según les ha contado, pero se hospedó por Trafalgar Square y a esta zona solo vino una vez en taxi, a visitar la embajada, que fue donde dio un traspié, en un escalón inesperado, y se produjo un esguince de tobillo y una fisura de muñeca. Mala suerte, porque no pudo ver nada. Esto le daba a Blas cierta ventaja para moverse por los alrededores y tenía pensado llevarlos hasta la casa de Belgravia Place donde había visto la bandera sobre la que ha discutido esta tarde con Mateo Sanjuán, cuando los traía de Heathrow, a comprobar en la placa de la puerta de qué país es la embajada que luce tan extraño pabellón. La verdad es que Mateo, con toda su carrera diplomática, estuvo bastante impertinente, por muy primo de Almudena que sea, y le molestó que pusiera en duda que la hubiese visto realmente y que no fuera una confusión con alguna pancarta anunciadora o cosa por el estilo, para acabar con eso de «los de tu pueblo sois todos muy fantasiosos», tras explicarles a los otros, al andaluz y a la valenciana, que Blas, aunque parlamentario madrileño, había nacido en Belmez, el pueblo aquel donde salían las caras. Por eso le hubiera gustado llevarlos hasta el lugar en cuestión y enseñarles la placa de la embajada y refregarle mañana a Mateo el país de la extraña bandera y poner de relieve su ignorancia al respecto, que para un diplomático resulta imperdonable. ¡Menudo cabreo le ha entrado con esto de la hora! Hay que ser estúpido; porque hasta la valenciana, durante la cena, hizo alusión a la diferencia horaria, a que para ellos, que habían amanecido en España, no era tan temprano como parecía. Y él obsesionado con el fútbol y sin relacionar ambas cosas. Y ahora con demasiada noche por delante y una televisión que lo habla todo en extranjero. ¡Condenada lengua la de estos ingleses! Uno cree que sabe algo y luego se
ponen a hablar y nada, no hay modo de entenderlos. Y los dos libros que se ha traído para estos días, la última novela de Pérez-Reverte y uno viejo de Agatha Christie, de los de Miss Marple, los tiene en el fondo de la maleta. Esa es otra, ya que no puede deshacer el equipaje y acomodar las cosas en el armario, como a él le gusta, porque lo cambiarán por la mañana a una habitación individual: su reserva estaba hecha para mañana, claro, y esta doble, con anchísima cama de matrimonio, se la han dado provisionalmente. Otra cosa que le fastidia, la de dejar la ropa en la maleta; ya ha sacado el neceser y la máquina de afeitar, que estaban por un lado, tocando pared, y ha sido fácil, y el pijama y una camisa, que estaban encima; pero si trastea a la búsqueda de los libros lo va dejar todo hecho un lío y eso representa deshacer y hacer de nuevo el equipaje o exponerse a andar con la ropa arrugada todos estos días. Ve que hay una plancha y una tabla de planchar junto a la cómoda situada a la derecha, pero ese asunto a él no se le da. Ni pensarlo. Además tampoco sabe si habrá plancha en el cuarto al que lo trasladen mañana.
La verdad es que Almudena tendría que haber hecho este viaje con él, como tenían previsto. Realmente, con lo que a ella le gustan estas cosas, no se explica que le entrara hace dos semanas esa repentina preocupación por los niños: podía haber recurrido a su madre, como ha hecho otras veces. Mira que le insistió, pero no hubo modo. Tuvo que telefonear a Mateo para que le anulara la reserva de la habitación doble y se la cambiara por una sencilla para un día más tarde. De venir ella, hubieran viajado hoy, miércoles, para aprovechar mejor la estancia, porque ella sí que sabe inglés: la mandaron sus padres a Inglaterra seis veranos seguidos, desde los doce a los diecisiete años, y había que verla en septiembre, cuando vinieron la otra vez, cómo se desenvolvía con los camareros y los taxistas y los vendedores. Y la vez que estuvieron en Nueva York, aunque allí era más fácil, porque toda esa gente lo que hablaba era español. En cambio aquí nada, y Blas se siente completamente perdido, como un tonto: ¡el número que ha tenido que montar hace un rato para decirle al conserje que lo llamaran mañana a las nueve «o clock»! Menos mal que Salguero, que parece que sabe un poquito más, aunque no mucho, acudió en su ayuda. Se hubiera ahorrado además, sin el cambio de fecha, todo el agobio y las prisas del viaje de hoy. Porque eran ya las once de la mañana cuando lo localizaron para decirle que su vuelo estaba cancelado, por la huelga de Iberia, y que tenía dos opciones: volar también mañana jueves, con British Airways, pero cuatro
horas más tarde, exponiéndose a no llegar a la mesa redonda, o adelantar la salida a las cinco de la tarde de hoy. La necesidad de elegir lo pone siempre nervioso y lo aturde. «Por eso te sientes tan a gusto de diputado —le suele decir su amigo Matías Jiménez Castrillo—; ya pueden argumentar unos y otros, a ti con mirar la señal del portavoz de tu partido te basta; los oradores que digan misa». De volar hoy, tendría que estar en Barajas a las tres y media, como mucho, para confirmar el vuelo: cuatro horas y media tan solo para preparar sus papeles, para resolver por teléfono algunos asuntos inaplazables, para anular el par de compromisos que tenía por la tarde y además hacer la maleta y comer y llamar un taxi y calcularle una hora hasta Barajas, por si acaso. Se concedió veinte minutos para decidir, pero lo que hizo fue llamar a Almudena a su oficina y contárselo. «Ni lo dudes, vete esta tarde; si espabilas, hasta te sobra tiempo». Argumentó que no tenía reserva de hotel en Londres, para hoy, y que no habría nadie esperándolo. «¿Por qué no? —replicó ella—. Llama a Mateo enseguida y no pierdas más tiempo». Lo llamó y resultó que Mateo ya suponía que él llegaría esa tarde, en vista de la huelga, y había hablado con el hotel, donde no habría problema; además en ese mismo avión viajaban también José Antonio Salguero y Matilde Ibáñez y él tenía previsto ir a Heathrow a recibirlos. Lo llevó Matías, que vive en su misma escalera, a Barajas. Ya fue casualidad: cuando llegó a comer, que casi siempre come fuera a mediodía, entró un momento a verlo, porque quería consultarle algunas cosas. Blas estaba haciendo el equipaje, a la carrera, y le habló del problema surgido con la huelga y de la escasez de tiempo. «No te apures —le había dicho Matías—, yo subo a comer algo y te llevo en mi coche: lo tengo en el garaje». La verdad es que, bien mirado, todo salió muy bien y ahora, a las diez y poco de la noche, está sentado en la cama y observando la habitación, tranquilo aunque irritado por lo de la hora y por lo de no poder deshacer la maleta. Dejará quietos los libros y leerá El País y El Mundo hasta que le dé sueño. En el avión solo leyó ABC, que se maneja mejor en la estrechura de los asientos, y Cambio16, que lo había comprado en el aeropuerto. Tiene mucha noche para descansar y si se despierta antes de que lo llamen, que será lo más probable, mejor, porque así desayuna temprano y a las nueve puede estar paseando ya por ahí. —Mejor de día —se dice a sí mismo, en voz alta, para consolarse del paseo nocturno abortado por su irreflexión. Además de sobrarle noche, le va a sobrar mucha cama, piensa también, porque es anchísima, mucho más de lo habitual, y Almudena en Madrid; por cierto, tiene que llamarla, quedó en hacerlo, le contará lo de la habitación doble con
nombre propio, The Carlton, las de número son las «singles»; el andaluz y la valenciana tienen número de habitación, él lo tendrá mañana. Son las once y cuarto en España, habrá que llamar sin dilación, y busca en la mesilla de noche las habituales instrucciones sobre el uso del teléfono, que no están o que no las hay, vaya usted a saber cuáles sean las costumbres de la hostelería británica al respecto, aunque sí, recuerda que en el otro hotel las había, pero fue Almudena siempre la que hizo las llamadas. Busca en la cómoda, abre todas las gavetas del armario, rastrea toda la habitación: nada. Lo que sí hay es una guía telefónica en cuya parte introductoria busca lo referente a «International calls», hasta ahí llega su inglés. Anota el 010 de salida al extranjero y el 34 de España, que ya lo sabía, y el 1 de Madrid, no se le vaya a ocurrir anteponerle el 9, por la costumbre. Pero lo que no sabe es el número que hay que marcar en el hotel para obtener línea exterior, porque unas veces es el cero y otras el nueve e incluso recuerda algún sitio donde era el ocho. Tendrá que probar suerte. Elige el cero y acierta, con gran satisfacción por su parte: enseguida le da tono. Marca los números de salida internacional y espera la señal, como en España: nada. Cuelga y luego insiste un par de veces, sin resultado, hasta que recuerda, vagamente, que Almudena había tenido alguna dificultad el primer día y lo había comentado con su primo. «Aquí se marca on the way, todo seguido», había dicho el diplomático, con esa cara de suficiencia que pone. Menos mal que se ha acordado. Vuelve a marcar ahora de ese modo las trece cifras, pero lo que oye, en cuanto acaba, es una voz femenina que dice no sé qué cosas en tono cordial, pero desde luego en inglés. Pues sí que... ¿qué es lo que habrá dicho? Marca de nuevo y, a la mitad, vuelve a oírse la voz, con un tono menos amable o, al menos, eso le parece a él. ¿Qué estará haciendo mal?, se pregunta. Insiste dos, tres, cuatro veces, tratando de teclear los números con rapidez, pero lo corta siempre la voz. Ya ha llegado a la conclusión de que la voz está grabada y de que el mensaje es siempre el mismo, pero no es capaz de distinguir ni una sola palabra en él; le parece como si lo último que dijera fuera «gueim», es decir, game, lo que no acierta a adivinar es lo que pueda pintar «juego» en este asunto. Marca de nuevo para comprobarlo y ahora se corta, a las cuatro cifras, no con el mensaje, sino con música. Repite y vuelve la música. Se desespera. Mira el reloj y ve que son ya las once menos veinte. Opta por dejar el teléfono, pues supone que lo que pasa es que hay sobrecarga y habrá que esperar un rato. De hecho, lo que se oye debe de ser el equivalente al español a «por sobrecarga en las líneas, le rogamos que marque pasados cinco minutos», y decide darse una tregua, lavarse los dientes, desnudarse y ponerse el pijama, esas cosas. Mientras se lava los dientes, piensa en el inolvidable Guillermo Brown, el amigo
inglés de sus lecturas de infancia y adolescencia a las que todavía vuelve algunas veces; incluso esta mañana, cuando hacía el equipaje, lo tentó la posibilidad de echar alguno de los viejos libros de Richmal Crompton en la maleta, en vez del de Agatha Christie. Si piensa ahora en Guillermo es acaso por lo del lavado de dientes, pero también porque acaba de descubrir con la mirada, en este cuarto de baño de un hotel londinense, una joya costumbrista que parece sacada de esa literatura que él devoraba con fruición hace veinte o veintitantos años: los dos rollos de papel higiénico de reserva están donosamente colocados en una funda de gasa bordada y con ribete de encajes, casi como una cofia. Esto le hace sonreír y olvidar la voz metálica del teléfono con su discurso ininteligible, y le entran tentaciones de robarla y llevársela de recuerdo, pero sabe muy bien que esas veleidades no le están permitidas a un político en visita oficial, bueno, casi oficial, se dice. Un par de historias abracadabrantes, de problemas así, de un diputado y una directora general que habían robado algo en Harrod’s, yo qué sé, una pipa, unas bragas, un sujetador, les contó Mateo, cuando vinieron en septiembre.
Empieza a desnudarse para ponerse el pijama, pero piensa que, mientras no hable por teléfono, no debe hacerlo, por si no consigue establecer comunicación y tiene que bajar a recepción, a pedir ayuda. ¿Qué ayuda?, se pregunta a continuación. ¿Cómo le va explicar al empleado nocturno lo que le ocurre, que seguramente será risible, en un inglés no rudimentario, como él generosamente lo suele calificar, sino más bien inexistente? Opta, pues, por el pijama, porque además, entre la calefacción y el acaloramiento telefónico, se puso antes a sudar y tuvo que empezar a despojarse de prendas. Probará de nuevo, ahora que son las once menos diez. Retorna la matraca de la grabación. Trata de descubrir «five minutes» o algo por el estilo, pero nada; solo percibe lo de «gueim» y seguramente no es eso lo que dicen. Prueba a hacer pausa tras el 010 de entrada internacional y le ponen música de nuevo; teclea, con la música, tres cuatro uno, para entrar a España y a Madrid, y lo que sale es una voz masculina somnolienta, que habla inglés pero que está mascullando maldiciones, eso se nota. Por la razón que sea se ha colado en otra habitación: ¡si al menos le hubieran salido o el andaluz o la valenciana! De pronto, lo ve claro: a quien tiene que llamar es a Mateo, que le explique si esta sobrecarga es normal o cómo demonios hay que marcar para que funcione el «on the way» ese que decía. Seguro que le va a tomar el pelo y todo eso, pero Blas se reserva lo de la bandera, que mañana por la mañana lo comprobará.
Busca la agenda, en el bolsillo de la chaqueta, y teclea el número del diplomático. Sí, ya está sonando, el problema es con España, no con el propio Londres; pero suena diez, doce, catorce veces, hasta que se corta, y nada. Lo marca de nuevo y lo mismo. O sea, que no está en casa. Los deja a las ocho de la tarde en Knightbridge, a los recién llegados, para que se busquen ellos un restaurante, sin mayores explicaciones, porque él tenía que asistir a una recepción en no se qué embajada y ya llegaba tarde, según dijo, que si surgía algún problema que le telefoneasen, y son más de las once y todavía no está recogido. Vaya pájaro el primo político. Lo de la recepción, a fuerza de verosímil, ya le había sonado a cuento chino; a saber dónde andará el tal Mateo. Para una vez que estaba dispuesto a aguantarle sus intemperancias y su ironía de mal gusto, resulta que el fulano está por ahí de picos pardos. Tendrá que probar de nuevo, sin su asesoramiento, y sea lo que Dios quiera. Marca el cero y, en cuanto tiene línea, teclea con gran rapidez los trece dígitos, a ver si escapa así de la maldita voz y de su mensaje incomprensible. Y escapa. Le parece casi increíble, pero ya está sonando, allá lejos, el timbre de llamada. Una, dos, tres, cuatro («¿Dónde estará Almudena?», se pregunta), cinco, seis, siete. Descuelgan cuando empieza a sonar el octavo timbrazo; se oye una voz femenina: —Diga. —¿Almudena? —Aquí no vive nadie que se llame Almudena. Debe de haberse equivocado —la voz se oye cansada, acaso soñolienta, pero no irritada. —¿Es eso Madrid? —Sí. —Llamo desde Londres; estoy tratando de hablar con mi mujer y no lo consigo. —¿A qué número llama? —Blas se lo dice—. Ni parecido a este. Buenas noches. —Buenas noches. Y usted perdone —su frase se pierde entre los pitidos de la comunicación cortada, porque la desconocida interlocutora ya ha colgado en Madrid. Habrá que marcar con más cuidado, se dice Blas, pero lo cierto es que el camino telefónico hacia España ya está expedito y que lo que amenazaba con convertirse
en una pesadilla se va a trocar en mera anécdota de viaje. Teclea cuidadosamente las cifras, sin apresurarse pero sin detenerse, y se establece de nuevo la comunicación. Se oye primero esa especie de rumor hertziano característico de las llamadas de larga distancia y, unos instantes después, el pitido intermitente indicador de que aquel teléfono está comunicando. —¡Vaya por Dios! ¿Con quién estará hablando a estas horas? —murmura Blas en voz alta. Pero ya todo es cuestión de esperar unos minutos y volver a marcar. Se levanta y entra al cuarto de baño a explorarlo un poco, a cerciorarse del funcionamiento de los grifos de la bañera, a comprobar el sistema de utilización de la ducha, la colocación de las toallas; no le gusta encontrarse luego con inconvenientes inopinados, en cueros y chorreando, como le ha pasado alguna vez, con las prisas y la imprevisión. Esta noche le sobra tiempo y este reconocimiento detenido le facilitará mañana las cosas. Por lo pronto, cada vez que se enciende la luz se pone a funcionar un extractor de aire con un zumbido bastante molesto. Ya le llamó esto la atención la otra vez que estuvo y en casa de Mateo ocurría lo mismo: se ve que en Inglaterra es lo habitual. A Blas no le hace demasiada gracia el invento, porque ese ruido lo perturba en determinadas situaciones de intimidad, para las que él necesita aislarse y abstraerse en la lectura. Se vuelve a fijar, ahora con más atención y detalle, en la curiosa funda del papel higiénico. Vuelve a recordar a Guillermo Brown y lamenta no haberse traído uno de sus libros, tal como había sido su primera intención. Siempre lo ha relajado su lectura. En cualquier caso, no sería oportuno hurgar en la maleta, como ya ha pensado; se conformará con los periódicos, y tampoco le va a quedar tanta noche, porque entre pitos y flautas son ya casi las once y cuarto. Se sienta en la cama y marca, resuelta pero cuidadosamente, su número madrileño. No consigue acabar: la voz grabada reaparece inesperadamente y lo sobresalta. No quiere ni imaginar que se vaya a repetir la pesadilla de antes y permanece un rato quieto, mirando fijamente el aparato, como si lo quisiera conjurar. Deja pasar tres minutos de reloj, no quiere apresurarse, y lo intenta de nuevo: la voz parece ahora como irritada, él sabe que no es posible pero se lo parece y tiene además la impresión de que han cambiado el mensaje, de que es otra cosa lo que dicen. Debe esperar, piensa, pero está tan excitado e irascible que vuelve a la carga: ahora le ofrecen música. Habrá que olvidarse del teléfono, decide, pero el caso es que le había prometido
a Almudena que le telefonearía y ella empezará a inquietarse dentro de un rato, porque en Madrid van a ser las doce y media, y además querrá acostarse. No quiere ni pensar en su enfado si omite la llamada. Llama otra vez a Mateo, con ánimo de decirle que lo intente él, al fin y al cabo es su prima, y le cuente lo que pasa. Porque no es normal lo de este teléfono. El número de Mateo sí que lo enlaza, pero el timbre suena allá insistentemente sin que nadie descuelgue el aparato. Prueba con Madrid, y más música. Menos mal, porque es el mensaje incomprendido el que lo saca de quicio. Toma uno de los periódicos, pero se encuentra con las noticias que ya conoce, con todo lo que ha leído en el avión por la tarde; al fin y al cabo, todos cuentan lo mismo y él no está para repeticiones. Tendrá que sacar la novela de Agatha Christie y si se arruga la ropa que se arrugue. No obstante, mete la mano cuidadosamente, por el fondo, tratando de evitar que se descomponga el orden en que fue colocando la ropa interior, las camisas, los jerséis, los trajes; a él le gusta hacer siempre su maleta, para saber luego a qué atenerse en estos casos. Tantea por debajo en busca de los libros: reconocerá al tacto el que busca, por su formato y porque está encuadernado en rústica, pero no lo encuentra pues lo que toca es una cubierta dura, como de cartón, que tampoco puede ser la otra novela que se trajo, la de Pérez-Reverte. Supone que la novela de Miss Marple, Muerte en la vicaría, estará encuadernada en cartoné y no en simple cartulina, como él creía: ¡hace tantos años que la leyó! Se decide, pues, a tirar de ella, con tiento, y cuando la saca resulta que es un libro de Guillermo, Guillermo hace de las suyas, con sus tapas rojas de la Editorial Molino, casi desprendido el lomo y medio descosidos los cuadernillos, el personaje mirándolo sonriente y malicioso desde el dibujo de la cubierta, con el pelo revuelto y la gorra torcida, compartiendo con su perro un enorme pastel. Blas se queda completamente alucinado, porque no recuerda en absoluto haber metido este libro en la maleta; recuerda haberlo pensado, haber pensado alcanzar uno de estos libros del estante donde los guarda, en segunda fila, pues no están presentables y, aunque estuvieran, tampoco quiere exponerse a las bromas de algunos de sus amigos que, con tanto mamotreto doctrinario, en literatura de ficción pasaron de los tebeos a los libros de Mafalda y todo lo demás lo califican de devaneos pequeñoburgueses. Quizá lo habría tomado sin mirarlo, en la duda entre Richmal Crompton y Agatha Christie, y lo habría soltado en la maleta cuando apareció Matías, tapándolo con algo enseguida para que no lo viera, porque los comentarios sarcásticos de su amigo y vecino, que los prodiga, lo molestan particularmente; pero el caso es que no le queda ni rastro en la memoria de tal hecho, así debía estar de enajenado con las prisas y las urgencias sobrevenidas a causa de la maldita huelga. Y lo evidente es que tiene aquí este libro inesperado y la hace un rato deseada compañía literaria de su
protagonista, que lo mira con aire burlón, como si acabara de gastarle una broma, desde ese fondo rojo con rótulos amarillos de la tapa. Bueno, por lo menos se divertirá un poco releyendo las viejas historias. «¿Cómo se dirá en inglés lo de hacer de las suyas?», se pregunta, y abre el pequeño volumen, en busca del título original: William again, parece que la traducción es muy libre, pero tampoco recuerda lo que significa again, de hecho el poco inglés que pueda saber se le ha borrado completamente hoy. Busca en la cartera de mano su ¿Quiere Vd. aprender inglés en diez días? que lo heredó de su padre y que está lleno de extrañas conversaciones en la aduana y en la estación de ferrocarril y en el taxi y en la oficina de correos, que ojeó esta tarde durante el viaje y que no le van a servir de nada, pero que tiene un pequeño vocabulario al final; again, lee, otra vez, de nuevo. Y se fija en la pronunciación figurada que acompaña a la palabra inglesa: ¡claro! esto también se pronuncia algo así como «eguein», y eso es lo que dice la voz del teléfono: que lo que sea y que pasado un rato llame usted «otra vez». Mira por donde, ha venido Guillermo en su ayuda, de modo tan sorprendente; bien es verdad que, sin saber lo que decían, es eso lo que ha estado haciendo: llamar una y otra vez. Y tendrá que seguir llamando, que en Madrid es ya la una menos cuarto y Almudena, con gana de irse a la cama, habrá empezado a impacientarse. Tiene que insistir hasta conseguir la comunicación, no puede arredrarse con mensajes grabados ni músicas celestiales. «Como si fuera el mismísimo Guillermo Brown», piensa, y se sonríe. La aparición casi milagrosa de su antiguo héroe lo ha puesto de buen humor, ha disipado la atmósfera siniestra que el continuado fracaso telefónico había ido creando y ahora se sienta de nuevo ante el aparato («again before the telephone», piensa y se ríe un poco de sí mismo) y marca. Lo hace esta vez sin recelo y hasta con gana de oír la voz de nuevo, para confirmar su hallazgo lingüístico. Pero no ha lugar, porque casi enseguida comienza a sonar con nitidez y potencia la señal de llamada. Una, dos, tres. Descuelgan. —Diga —es una voz masculina que deja un instante cortado a Blas, hasta que reconoce a Matías—. ¿Quién es? —Soy Blas; pero ¿qué haces tú en mi casa? —En tu casa, ¿qué voy a hacer yo en tu casa? Esta es la mía. Te habrás equivocado al marcar —tienen idéntico número hasta la última cifra, un 6 Blas, un 9 Matías. —Menos mal, de todos modos, que me has salido tú —respira Blas, y le cuenta,
un poco arreglada, su aventura telefónica, la constante sobrecarga de líneas, la reiteración del mensaje grabado, que interpreta y traduce como si lo hubiera entendido del todo y de primeras, la señora que le salió por fin, y él estaba seguro de haber tecleado bien su número, igual que ahora, que ha marcado el suyo y le ha salido Matías—. Que con tanto quejarnos en España, luego te vienes a Londres y los teléfonos funcionan peor. Como esto es ya mucha broma e igual me vuelve la tía del mensaje, llama tú, por favor, a Almudena, y dile que muy bien el viaje y que si no puedo hablar con ella estos días, que no se preocupe, aunque intentarlo lo intentaré mañana «again», como diría John Major. —Por lo demás, todo bien, ¿no? —Estupendo. Y gracias de nuevo por el transporte. —No hay de qué. Hale, majo, que te diviertas. Ahora mismo hablo con tu mujer.
Blas se ha quedado por fin tranquilo, la normalidad se ha recobrado, pero, como quien no quiere la cosa, esta peripecia telefónica lo ha tenido un par de horas en vilo. Va a ser medianoche en Londres. Aquí de verdad, porque para eso tienen ahí al lado el meridiano cero, el de Greenwich. Precisamente tiene él la intención de ir el viernes o el sábado hasta allí, en uno de los barcos que hacen la gira del Támesis. Ya le ha hablado de eso esta noche a sus compañeros y Salguero está dispuesto a acompañarlo. Cuando vino con Almudena solo llegaron hasta la Torre de Londres y visitaron una posada o taberna donde escribió Dickens algunas de sus novelas. Enciende de nuevo el televisor con la esperanza de que haya algún noticiario deportivo que lo informe del resultado del partido o dé un resumen de él. Zapea por todos los canales y nada. Va y vuelve un par de veces al cuarto de baño y prepara la cama para acostarse. Mucha cama, no va a utilizar ni un tercio de su anchura, y piensa de nuevo en Almudena, que lo desterró del cuarto matrimonial en cuanto nacieron los gemelos, hace un par de años, y pone cara de ofendida y de cansada cada vez que él le hace alguna insinuación. Y si accede es deprisa y corriendo, sin mayores entusiasmos por su parte, porque en el fondo es frígida, diga ella lo que diga; lo que dice, con la misma seguridad dogmática con que los arengaba, cuando eran estudiantes, en las asambleas, es lo siguiente: «No hay mujeres frígidas, hay hombres inhábiles». ¡Toma castaña! Él prefiere no entrar en discusiones y se va conformando con lo que tiene, casi la prefiere así que no una insaciable de esas que no le dan a uno respiro. De todos
modos, en los viajes la libido se acentúa y ella se pone de otro talante y estrena camisones y pijamas y compra perfumes y se anima un poco más de lo que suele. La verdad es que en septiembre, cuando vinieron aquellos días a Londres, ella le hizo confidencias que nunca le había hecho y fue casi como una luna de miel. Hablaba y hablaba, cada noche, quedamente, y él la oía con arrobo porque lo que más le ha gustado siempre de ella es su voz: la vibrante de las asambleas, en la Facultad de Derecho, la segura y siempre bien modulada de sus diálogos y conversaciones, la voz queda e involuntariamente insinuante de la intimidad, la que ahora está recordando. Y le gusta oírla por teléfono. La verdad es que debería llamarla, a pesar de todo, ya no habrá problemas de sobrecarga y, si se ha acostado, como es lo natural, no importa, porque tiene el teléfono en la mesilla de noche y, si está dormida, tampoco es grave, porque después de hablar se duerme de inmediato otra vez. Ella tiene una gran facilidad para retomar el sueño, no padece insomnios, no se desvela nunca como él. Se decide, pues, y marca. Quiere contarle lo de la cama enorme y manifestarle que ha sido una tontería que no venga, que la está echando de menos. Ya está sonando el teléfono allá. Cuenta, como siempre, los timbrazos. No debe de haberse acostado, porque lo habría cogido enseguida. A la quinta contesta. —Diga —y es, de nuevo, la voz de Matías. —¡Vaya! perdona. Otra vez me sale tu número. Y desde luego no me he equivocado; se pueden lucir los ingleses con sus teléfonos. —No, no te has equivocado, es que estoy en tu casa. —¿Cómo? —y se inquieta. —Nada, bajé a darle tu recado a Almudena y me ha invitado a tomar una copa. Ahora se había ido al dormitorio porque lloriqueaba uno de los gemelos y he cogido yo el teléfono antes de que colgaran, pero ya está aquí, te la paso. Tu marido —se le oye, finalmente, decir. —¿Qué pasa, Blas? —es la voz de Almudena y la nota como un poco alterada. —Nada, ya te habrá contado Matías la odisea telefónica. Y ahora, antes de dormirme, he pensado probar otra vez, a ver si conseguía hablar contigo. Te estoy echando de menos.
—Bueno, bueno, ya te las arreglarás bien sin mí. —En este momento, y con esta cama tan grande, no. —¡Qué tontería! —se nota que la presencia de Matías le impide seguir con desenvoltura la conversación—. ¿Fue mi primo a esperarte al aeropuerto? —Sí, y logró cabrearme con sus ironías. ¡Pues no insiste en que yo no vi la bandera aquella y que la confundiría con un anuncio o una pancarta! Luego nos ha dejado por ahí, medio tirados, porque tenía, según él, que asistir a una recepción; que volvería pronto a casa y que lo podíamos llamar, si lo necesitábamos. Pues bien, lo he llamado hace un rato y nada. ¡Vaya pájaro que está hecho tu primito! —¿Y para qué lo necesitabas tú a estas horas? —¿Para qué iba a ser? Para que me aclarara —se da cuenta, mientras habla, de que va a contarle su desamparo telefónico en versión que no es la que le habrá trasmitido Matías, y busca otro modo de concluir la frase— eso, lo de la mesa redonda de mañana, que con sus cachondeítos a propósito de la bandera no dio tiempo siquiera a que tratáramos de lo que verdaderamente nos interesaba. —Pero ¿tú estás seguro de lo de la bandera? ¿Cómo no va a conocer Mateo, siendo diplomático, las banderas de los distintos países? Tú es que te obcecas: ¡mira que vienes dando lata con la banderita, desde el mes de septiembre! Y llegas a Londres y te pones a hablar de ese tema. A lo mejor era un anuncio, como piensa mi primo. —Bueno, lo que me faltaba: que tú también te pongas de su parte. Pero mañana se lo voy a demostrar. ¡Ganas me dan de salir ahora a comprobarlo! —Anda, anda, no digas tonterías y no te pongas nervioso. Acuéstate ya y descansa, que ha sido mucho ajetreo el de hoy. Buenas noches y un beso. —Sí, un beso... ¿por qué no has venido conmigo, Almudena? —Ya te lo he explicado muy bien. Hale, mañana hablaremos, que tengo abandonado a Matías. Chao —y cuelga. Blas se queda con el teléfono en la mano, con su pitido intermitente resonándole
en el oído y con la dichosa bandera aleteando en su memoria, nítido su dibujo en el recuerdo. La había visto la última mañana de su estancia en Londres; había salido a dar un paseo por el barrio mientras Almudena terminaba de recoger sus cosas y hacer su maleta; él ya tenía hecho el equipaje y faltaba todavía una hora para que Mateo viniera a buscarlos. Anduvo por aquellas calles y plazas próximas, con el suelo húmedo de la lluvia nocturna, casi sin gente, bajo un cielo nublado a ratos, a ratos despejado, luminoso. El barrio está lleno de embajadas, la de España incluida, y aquel día tenían todas sus banderas izadas, debía de celebrarse alguna fiesta, algún aniversario, cualquiera sabe qué, porque otros días había visto los mástiles vacíos. Cuando era niño, a los once o doce años, le había dado una larga temporada por las banderas —coleccionaba cromos— y se las sabía todas; se puso, pues, a recordarlas y a acertar, desde lejos, por los colores de las enseñas flameantes, de qué país era tal o tal embajada: Brasil, Costa Rica, Bélgica, Uruguay, Pakistán, Zaire; le fallaba alguna de las africanas, de naciones que acaso ni existían en sus años de coleccionista. El caso es que se entretuvo tanto con el juego adivinatorio que cuando se quiso acordar faltaba tan solo un cuarto de hora para la llegada de Mateo, el tiempo justo para su retorno al hotel; tiró de plano, para orientarse por el camino más corto, y avivó el paso; todavía acertó otro par de banderas en su ruta y, ya cerca del hotel, avistó una en Belgravia Place, en el otro extremo, que estaba seguro de no haber visto nunca. No podía demorarse en cruzar la plaza, contemplarla de cerca y enterarse de a qué extraño territorio pertenecía tan sorprendente pabellón: era totalmente blanco, con un rectángulo acuartelado, en negro o azul muy oscuro —luego le vendría la duda—, que ocupaba casi toda su extensión; en el primer cuartel, la cabeza de un caballo; en el segundo, la de un toro; en el tercero, una serpiente, y en el cuarto, de nuevo una cabeza de caballo o quizá la de otro équido, habría que haberlo visto más de cerca. Se detuvo un momento, pero no quería llegar después que Mateo y, por otro lado, este le podría explicar qué novísimo país había inventado tan curioso estandarte. Llegó, afortunadamente, tres minutos antes que el diplomático, y cuando le contó su paseo, ya camino de Heathrow, él aseguró que no existía ningún país con semejante bandera, que las nuevas naciones son, más bien, dadas al abigarramiento cromático y que lo que le estaba describiendo más parecía cartel de clínica veterinaria que enseña nacional. Y había acabado su perorata con la siguiente frase: «Tú has visto visiones, primo». Como lo del vocativo familiar no recordaba que lo hubiese usado nunca, Blas se quedó con la duda de si no le habría dicho «primo» con recámara y se cabreó doblemente. En Madrid, luego, había repasado en enciclopedias varias láminas de banderas, pero lo cierto es que la de Belgravia Place no aparecía en ninguna. Había vuelto a Londres, ahora, con la intención de desvelar el enigma, en cuanto
pudiera, averiguar a qué país correspondía la mentada bandera zoológica, cualquiera de esos que se desgajan en África sin que nadie se entere, y refregárselo luego por los morros al tal Mateo. Lo cierto es que ya podría haberlo sabido esta noche, si hubiera estado más avispado, y no, que se vino al hotel con la historia del fútbol y lleva más de tres horas aquí, en tensión, sin haber visto nada, sin haber hecho nada, perdiendo el tiempo, haciendo llamadas telefónicas con escasa fortuna para que, finalmente, su propia mujer le salga con eso de la obcecación y acabe poniéndose de parte de su primo en el asunto ese de la bandera. Lamenta incluso no haber hecho lo que le dijo: haber salido a la calle, haber recorrido los doscientos o trescientos metros, no más, que lo separan de la casa en cuestión y haber comprobado en la placa de qué país es la embajada, porque tiene que ser una embajada, y haber llamado de nuevo a Almudena para que se entere.
Entre unas cosas y otras se le ha ido acortando la noche de descanso que se prometía y, cuando se mete por fin en la cama, con el libro de Guillermo en la mano, para leer un poco y relajarse antes de intentar dormir, es ya la una de la madrugada en Londres, las dos en España, y él comenzó la jornada en Madrid a las siete y media de la mañana. Intenta leer, pero se le cruzan imágenes y pensamientos que lo distraen, que lo obligan a volver atrás, a cada paso, en la lectura, porque no se entera, porque sus ojos pasan por los renglones pero su mente está en otro lado. Hasta tal punto que desiste, suelta el libro en la mesilla de noche y apaga la luz. No se le van de la cabeza las impertinencias de Mateo, la realidad de la bandera, la llamada a Almudena, que siempre lo tranquiliza y esta noche lo ha acabado de desquiciar. Sí, es la conversación con Almudena la que le roe el cerebro, la que le pone un nudo de angustia en el estómago, la que le va a espantar el sueño, si Dios no lo remedia. Primero Matías descolgando el teléfono: «No es mi casa, es la tuya» o algo así. Pero ¿a santo de qué ese imbécil, a la una de la madrugada, baja dos pisos para dar un recado, teniendo teléfono? Almudena cohibida en sus respuestas por la presencia extraña y cambiando de tema, hablando de su primo y dándole la razón. Y cortando enseguida: «Mañana hablaremos, que tengo abandonado a Matías». ¿Qué historia es esa? ¿Qué hace Matías en su casa a las dos de la madrugada? Porque seguro que sigue allí, si lo conocerá él. Con una copa de coñac en la mano, que puede ser la tercera o la cuarta, no hay quien lo mueva, sacando conversaciones, hablando mal de todo el mundo, sarcástico,
despiadado. Trabajo le ha costado a Blas, más de una vez, a las tres o las cuatro de la mañana, convencerlo de la necesidad de acostarse, levantar la reunión y devolverlo a su piso. Y eso con la ayuda de María Eugenia, su mujer —su compañera, dice Matías, aunque lo cierto es que se casaron por la iglesia en el pueblo de ella, para no disgustar a la familia, aseguran, pero con un centenar de invitados y no poco boato, dicho sea en honor a la verdad—, que lo maneja con habilidad, que lo acompaña siempre y que ha tenido que acostumbrarse a beber con él, moderadamente todavía, para evitar que se le desmande demasiado. Pero esta noche María Eugenia no está, porque operaron a su padre el lunes, en Logroño, y ella se marchó el domingo, para cuidarlo. No le gusta esta situación a Blas y hasta piensa, aunque no quería pensarlo, que la fecha de la operación se supo hace quince días, más o menos, cuando Almudena empezó a poner inconvenientes para hacer este viaje. No, no quiere pensar esas cosas, pero las está pensando: la resuelta decisión de Almudena, cuando la llamó esta mañana, a que hiciese hoy el viaje, la casual llegada de Matías cuando hacía la maleta, su diligencia para llevarlo al aeropuerto y un llanto de niño que cree ahora que recuerda de su primera llamada, llanto de niño imposible en casa de Matías, porque María Eugenia y él no tienen hijos, lo que podría indicar que ya estaba con Almudena entonces, que atendió el teléfono porque ella estaba con el niño y dijo lo de la confusión porque era un cuento fácil de aceptar. O sea, que lo que imagina es que Almudena se la está pegando con Matías y que tenían preparada de antemano la situación. Eso piensa, mientras extiende, desolado, el brazo izquierdo en la enorme cama vacía, sin alcanzar el borde, y se excita pensando en la presunta adúltera y se desconsuela. Un fácil reparo se le puede poner a su sospecha y se lo pone, en su martirizada vigilia, a ver si se autoconvence de los dislates de su fantasía y puede sosegarse y conciliar el sueño. Él conoce muy bien a su mujer —la llama así, no como Matías a la suya, aunque ellos no tuvieron propiamente boda, sino una especie de trámite burocrático en un juzgado, aguardando turno y con pantalones vaqueros, con gran indignación de la familia de Almudena, que se enteró a toro pasado— y sabe que no tendría inconveniente en serle infiel, si le apeteciera, pero con la verdad por delante. «Se puede ser infiel —dice—, eso forma parte de la libertad del ser humano; lo que no cabe es ser desleal con la pareja: se le cuenta la infidelidad y que haga uso de su propia libertad al respecto». Bueno, ahora ya no lo dice o, por lo menos, él hace tiempo que no se lo oye; eso formaba parte de su rollo cuando propugnaba el amor libre en las asambleas, durante la carrera. «La libertad sexual es el fundamento mismo de todas las libertades», proclamaba sin empacho en 1976, recién llegada del instituto, en las
aulas de la Facultad de Derecho de la Complutense. A Blas, que era un pardillo, ahora lo reconoce, lo dejó deslumbrado desde el primer día, se enamoró perdidamente y acabó de subdelegado de curso —primer paso en su carrera política— porque la delegada era ella. Cuando comenzaron segundo, en el setenta y siete, ella ya tenía fama de mitinera y se convirtió en subdelegada de la Facultad y él la sustituyó en la delegación de curso. El delegado vitalicio de la Facultad era Matías, que tenía cinco años más que ellos, pero llevaba asignaturas de tercero y cuarto y estaba liberado por su partido. Era «un marxista puro», según él mismo se definía, y se esforzaba por encauzar el desmadre anarco de Almudena. Esta le tomaba más bien el pelo y se sentía más próxima, ni se sabe por qué, a Blas, que se había afiliado, sensatamente, al PSOE. En la primavera del setenta y ocho viajaron los tres y María Eugenia, que era la delegada de quinto y se suponía que la amiga fuerte de Matías, a Granada, comisionados por el Consejo de Facultad para asistir a unas reuniones que se celebraban allí, con otros estudiantes de Derecho de toda España, sobre la actitud que debería tomarse ante la Constitución que se estaba elaborando. Después de una jornada confusa y pesada y de una cena interminable, con nuevas discusiones, se fueron los cuatro a un hostal de la calle Navas, donde les habían reservado un par de habitaciones dobles y donde ya habían dejado sus bolsas por la mañana. Les dieron las llaves y les señalaron la escalera: un cuarto estaba en el primero y otro en el segundo. Cuando llegaron al rellano de la primera planta, los sorprendió Matías: «Es hora de pasar de la teoría a la práctica, Almudena. Macho con hembra y cambio de pareja. Yo me quedo contigo en el primero». A Almudena se le endureció el semblante, pero no dijo nada, nadie se opuso y Blas siguió con María Eugenia hacia el segundo piso. Al entrar en la habitación, ella se apresuró a decirle: «Si te has hecho alguna ilusión, deséchala. Me vino la regla esta mañana; por eso Matías, que debe de estar salido, ha inventado ese truco. Que te cuente mañana tu novia cómo lo ha pasado». Durante aquella noche granadina no pudo pegar ojo, solo logró dormirse después del amanecer, y teme que en esta noche londinense le vaya a pasar otro tanto. Aquella vez, hace dieciséis años, imaginar lo que estuviera pasando en el primer piso lo mantenía dolorosamente despierto; esta noche, la sospecha de lo que pueda estar ocurriendo en su casa de Madrid lo tiene igualmente soliviantado e insomne. En Granada, la proximidad de María Eugenia, que se había dormido rápidamente, sin reparo, en la cama de al lado, y cuya respiración acompasada pero perfectamente audible le impedía olvidar su presencia, lo mantenía tenso y cohibido, forzadamente quieto para no despertarla, sin atreverse a dar vueltas en la cama en busca de la postura adecuada y del sueño imposible. Aquí, en
Londres, libre en su soledad, se mueve constantemente, desasosegado, inasible el sueño, abiertos los ojos en la penumbra, más torturado en su incertidumbre, acaso, de lo que pudo estarlo entonces con la amarga seguridad de lo indudable. No se había hecho ninguna ilusión con María Eugenia, que no le gustaba — demasiado flaca y huesuda, un tanto hombruna—, y se sintió aliviado al oírla, exonerado así de la enojosa obligación que había temido mientras subían, pues su corazón, su deseo y su cabeza estaban irremediablemente en otra parte. No era su novia Almudena, aunque estaban siempre juntos y, en la Facultad, todo el mundo suponía que tenían «una relación». Pero Blas era un tímido absoluto y el desparpajo de ella, su desenvoltura, la libertad con que hablaba de las cosas más íntimas, sus públicas defensas del amor libre, lo tenían encandilado pero paralizado, incapaz de dar un paso hacia ella, de alargar una mano hacia su cuerpo. Temía su posible reacción sarcástica o, quizá, su tolerante condescendencia, y él lo que buscaba era otra cosa: él la quería para sí íntegramente. Creía además que ella practicaba la libertad sexual en otro ámbito y rehusaba mezclar el sexo con la política: así se lo había dado a entender más de una vez; y siempre hablaba de Alejandro, un médico internista, tan experto en la palpación, antiguo vecino suyo, con quien al parecer se veía todos los fines de semana y con quien había viajado a Grecia el último verano. Que no invocara esa recomendable separación de ámbitos había dejado atónito a Blas aquella noche de Granada, mientras la veía desaparecer con Matías tras la puerta de la habitación número 11. Por supuesto, no le explicó nada a la mañana siguiente. La vio pálida y ojerosa, mientras desayunaban, más callada que de costumbre. Quien sí le habló, aquella tarde, en un aparte, fue Matías: «Oye, yo creía que estabais de verdad liados. Y resulta que la Almudenita, tanto hablar, era más virgen que una monja de clausura. Pero se portó bien, se mordió los labios y no se quejó demasiado. Porque trabajo me costó la faena: tenía el virgo más duro que la suela de un zapato». Blas no dijo nada, pero se consideró a sí mismo un imbécil y se propuso luchar contra su estúpida timidez. Vueltos a Madrid, un par de días más tarde, en el campus, tumbado él sobre el césped y ella sentada a su lado, se decidió y le tomó una mano: «Almudena, yo te quiero». Ella se le quedó mirando, con aquellos ojos azules tan luminosos, y luego fue bajando la cabeza, la larga melena rubia sobre la cara, y lo besó en la boca. Todas las iniciativas, en los días que siguieron, las fue tomando ella, que dejó de hablar de Alejandro y eliminó el amor libre de sus soflamas asamblearias, hasta que, pasado un mes, le dijo él un día, de pronto: «Este fin de semana nos vamos a Cuenca. He reservado una
habitación para sábado y domingo en la Posada de San José». Así comenzó, de hecho, «su relación», que alternaron, durante toda la carrera, con «la lucha universitaria». Opositaron, nada más licenciarse, a la función pública y él no entró, pero ella sí, porque era más brillante, tenía una memoria privilegiada, sabía inglés y escribía a máquina con extraordinaria celeridad. La destinaron al Gobierno civil de León y él, que empezaba a asentarse en la Asociación Socialista Madrileña, sin brillantez pero con eficacia, iba a verla de vez en cuando. Consiguió Blas su acta de diputado autonómico casi a la par que ella un puesto de libre designación en el Ministerio del Interior, y entonces decidieron irse al juzgado aquel y casarse. Vivieron un par de años en un pequeño piso antiguo, amueblado, de la calle Monteleón, hasta que Almudena creyó llegado el momento de buscar los préstamos necesarios para comprar uno que le gustaba en el Barrio del Pilar. Allí fue donde se encontraron con la sorpresa de que Matías y María Eugenia, de los que estaban bastante apartados durante los últimos años, habían ido a vivir a la misma casa, y así reanudaron la anterior amistad. Ella tenía un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Sociales, y él, que había formado parte sin éxito de sucesivas listas electorales, ejercía de abogado y se había convertido en un crítico cáustico de la nueva situación. Ya en la nueva casa, Almudena decidió abandonar los anticonceptivos y tener un hijo; tardó un año en quedarse embarazada y se alegró cuando supo que eran gemelos, porque a ella le había gustado siempre, en definitiva, hacerlo todo con exageración.
Estas evocaciones del pasado no relajan a Blas, más bien lo tensan. Se ha puesto a pensar ahora que aquella casualidad de encontrarse, de improviso, viviendo en el mismo edificio que Matías, a lo mejor no había sido tan casual. La búsqueda, la elección, la compra, todo lo había hecho Almudena, que se empeñó de pronto en que había de ser ese piso, como si no quedara vacío ningún otro en Madrid. Tampoco pareció pasmarse tanto cuando le contó que acababa de tropezarse con María Eugenia en el portal y que resultaba que ella y Matías vivían en la misma casa, en el sexto izquierda. Tal vez se habían seguido entendiendo siempre, desde la noche de Granada, y él en la inopia. Se siente tan desvalido, tan lejos del sueño y de Madrid que no puede resistir ni un instante más la cama y se levanta. No enciende la luz porque le basta con el resplandor de las de la calle que entran por la ventana, cuya cortina dejó medio descorrida para mantener la penumbra. Se acerca a los cristales y mira al exterior. Llueve. Se detiene un taxi
junto a la acera de enfrente; alguien desciende y abre un amplísimo paraguas bajo el aguacero, cruza a este lado y entra al hotel. Se parece a Matías: si no estuviera tan lamentablemente seguro de que se halla en Madrid, hubiera dicho que era él: esta noche todo resulta extraño. Arrecia la lluvia, que golpea en los cristales y forma regueros en la calzada. Blas se va serenando y decide poner un poco de orden en sus ideas. Es absurdo todo lo que está imaginando, no se sostiene. Si se entendieran desde hace años no iban a haber armado ahora esta combinación de operación de suegro con viaje de marido para quedarse solos tres o cuatro noches. Bueno, solos con los gemelos, que han salido llorones y tampoco dejan mucho lugar para las efusiones apasionadas, que bien lo sabe Blas. Y lo de que la pasión sea reciente está en contradicción con toda la historia pasada y también con la presente realidad de los dos niños, Pedro y Pablo, omnipresente realidad, más bien, e ineludible. —¡Pues sí que tiene el horno Almudena para bollos! —se oye decir a sí mismo, sonriente, mientras fuera escampa y ve pasar un individuo, sin paraguas y sin apresurarse, hacia Belgravia Place. «¿Izarán mañana la bandera?», se pregunta. Son las tres menos cuarto, es decir, que si se durmiera pronto, lo que no ve fácil, lograría alcanzar las seis horas de sueño, que a él no le bastan pero que le permitirían soportar mejor la jornada y llegar a la mesa redonda en medianas condiciones. En esto está quedando la larga noche de descanso y sueño prolongado que se prometía. Ha encendido la luz y mira el teléfono con resentimiento: —¡Qué noche me has dado! —le dice. Y entra al cuarto de baño, a orinar, a beber agua. Mientras bebe, mira la repisa y una helada sensación lo invade: no está el papel higiénico con funda de raso y encajes, ha desaparecido. Cierra los ojos y fuerza la memoria: no recuerda haberlo tocado. Se queda unos segundos más con los ojos cerrados, acumulando energías, porque él no cree en fantasmas ni en nada sobrenatural, pero esta noche están pasando cosas muy raras, la última ese fulano que se bajó antes del taxi, talmente Matías Jiménez Castrillo, y si ahora no aparecen los rollos de papel tendrá que aceptar que hay fuerzas malignas sueltas esta noche en The Carlton, esta habitación con nombre propio. Abre los ojos y mira alrededor: nada, no está. Mira en el suelo, escudriña los rincones: no. Descorre la cortina de la bañera y mira en el fondo y en los bordes: la esponja, el jabón, el champú, lo que él puso antes. Pasa al dormitorio y echa una ojeada por él, sin fruto. Tiene que estar, lo
sacaría cuando pensó llevárselo y lo pondría, distraído, en algún sitio, le habrá pasado, con el papel higiénico, lo que debió de pasarle en Madrid con Guillermo hace de las suyas. Lo busca metódicamente: el armario, la cómoda, debajo de cada periódico, de cada prenda de ropa. Menos mal que no deshizo la maleta y hay pocas cosas fuera. ¿Lo habrá metido dentro cuando sacó el libro? No, imposible, abulta demasiado, no cabría, eso seguro. Rehace la cama y mira entre las mantas y las sábanas: tampoco. Está sudando: las búsquedas, habitualmente, le producen sudores; pero es que también hace mucho calor, la calefacción está muy alta, se ve que aquí no la apagan de madrugada, como en España. Se acerca a la ventana y abre una hoja: ha dejado de llover y un aire húmedo y muy frío entra en la habitación y lo escalofría. Estornuda. A ver si se acatarra ahora, no hay que andar con bromas. Cierra. Pero conviene, no obstante, ventilar y enfriar un poco el ambiente, y piensa que será preferible abrir la ventana del cuarto de baño, para que no entre tan directamente el aire frío. Va hasta allí y descorre la cortina: sobre el alféizar, de mosaico, están los dos rollos con su cofia. No recuerda, en absoluto, haberlos puesto allí, ni haber movido la cortina, ni haberse acercado a la ventana; pero están allí y esa pesadilla de su búsqueda se ha terminado. Vuelve al dormitorio, se arrellana en el sillón y lee, ya relajado, un capítulo de Guillermo. Esta vez sí se entera, disfruta con la lectura de la vieja historia y descansa.
Son las cuatro menos cinco cuando se mete de nuevo en la cama y apaga la luz. No cierra todavía los ojos ni busca una postura adecuada para dormir porque teme el posible fracaso del intento y la vuelta a empezar. Todos los objetos van recuperando sus contornos en la penumbra que establece el resplandor de la ventana. No mira hacia su izquierda porque lo que va a percibir es la plana extensión de la cama, la ausencia de Almudena, que le produce un desconsuelo tremendo y está en la raíz de todos los avatares de esta noche. Siempre le ha gustado acariciarla mientras duerme, suavemente, sin despertarla, velando su sueño denso, silencioso y remansado. Recuerda aquellas noches del último viaje a Londres, hace dos meses, sus confidencias. Nunca se las había hecho antes, porque él procuró, desde aquella mañana del campus, desechar sus celos retrospectivos y no hablarle nunca del pasado ni, por supuesto, de la brutal revelación que le había hecho Matías después del episodio granadino. No quería remover la memoria: le bastaba con la evidencia presente y con el proyecto de un futuro común. Confiaba en ella y en su proclamada distinción entre fidelidad
y lealtad, de la que tuvo una prueba cuando la destinaron a León. Una vez que se demoró mes y medio en ir a verla, atado a Madrid por la urgencia de un informe parlamentario, ella le confesó: «Me he acostado un par de veces con el gobernador civil. Me cae bien y creo que puede ayudarme en lo de la plaza esa de Interior, para volver a Madrid y casarnos ya de una maldita vez». Blas ni reaccionó, se quedó callado y regresó a la capital taciturno, pensando que él estaba chapado a la antigua, por muy diputado socialista que fuera, y que estas claridades lo ofuscaban. Pero también lo ayudan, tiene que reconocerlo, a mantenerse sereno y a sentirse seguro; porque la desazón que le ha originado la conversación con Almudena se la ha producido, es evidente, la frase aquella de «tengo abandonado a Matías», en la que él ha querido ver un trasfondo o descubrirle un sentido que no tiene. Lo que Almudena hubiese dicho, para no andarse con tapujos, que no es lo suyo, habría sido esto: «Bueno, adiós, que voy a acostarme con Matías, a ver si ha adquirido alguna experiencia en estos dieciséis años». Así de claro. Blas se ríe, a su pesar. Una tarde de aquellas de hace dos meses, Almudena había mostrado interés en visitar un barrio, Pimlico, un poco más allá de la Estación Victoria. Estuvieron dando vueltas por las calles y de pronto, en una de ellas, Almudena se paró y le dijo, señalando un hotel modesto que se veía en la otra acera: «Ahí, en ese hotel, perdí yo la virginidad». Él se quedó desconcertado y solo acertó a decir: «Pues ya me contarás». Se lo contó aquella noche en la amorosa intimidad del lecho. Su iniciador había sido Claude Dieudonne, un estudiante francés de ingeniería, tres años mayor que ella, con quien coincidió en Scarborough durante los dos últimos veranos de su bachillerato. Asistían al mismo curso de inglés y vivían en la misma casa particular, la de Mr. y Mrs. Madden, que se pasaban el día fuera, en sus quehaceres y ocupaciones. Claude iba a su cuarto a preguntarle cosas — ella sabía más inglés que él— y estudiaban juntos y la llevaba al cine y empezó a meterle mano dulcemente. «Sin prisa y con ternura, como debe ser», había dicho Almudena. Al parecer, un día, en sus andanzas manuales, intuyó que ella era virgen, y se lo preguntó. «Entonces debes empezar a tomar la píldora», y le compró la primera caja. Luego le propuso pasar un fin de semana en Londres: «Hay que darle toda su solemnidad al sacrificio y además llevarlo a cabo sin sobresaltos, sin estar pensando en el llavín del señor o la señora Madden». Y vinieron a ese hotel de Pimlico, donde había un recepcionista francés, conocido de Claude, que les dio una habitación muy coquetona. Volvieron tres o cuatro veces más, aquel verano y el siguiente, aunque el segundo ya comprendieron que
al Sr. y la Sra. Madden lo que les interesaba era cobrarles la pensión y les traía sin cuidado cualquier otra cosa, lo cual facilitó notablemente sus idas y venidas y la tranquilidad de sus siestas. Se habían escrito durante el invierno y se siguieron escribiendo después del segundo verano. En mayo, tras dos cartas seguidas de Almudena, inquieta por la falta de respuesta, recibió ella una de la hermana de Claude. Le comunicaba, brevemente, que su hermano había muerto el lunes de pascua en un accidente de automóvil. «Cuando me conociste, yo era, de hecho, una viuda reciente, eso sí, una viuda alegre, porque Claude me había instruido en la alegría, en la acracia y en el amor libre, y yo tenía que ser leal a sus enseñanzas». Aquel verano, el último de sus veranos ingleses, se fue a Brighton y no a Scarborough, porque aquí le iba a resultar dolorosa la estancia y a Brighton mandaban también a su primo Mateo, que tenía catorce años y ya quería ser diplomático como su padre. A Almudena le había parecido un niño hasta entonces, más bien repipi, pero en los últimos meses había espigado y ya resultaba un muchacho atractivo; habló bastante con él durante el viaje, lo encontró muy receptivo y se propuso aleccionarlo. En Brighton ligó sucesivamente con un portugués y un italiano y se acostó con ellos, pero eran toscos, apresurados y algo bestias, como casi todos los hombres, y ella empezó a creer que lo del amor libre no era tan simple ni tan fácil ni tan placentero como Claude y ella misma pregonaban. Claro que era cuestión de educación, a los hombres hay que educarlos para la libertad sexual, para que sepan tratar a las mujeres; y como a quien tenía más a mano era a su primo Mateo, se puso a adoctrinarlo, a exponerle sus ideas, a manifestarle lo que habría de ser el mundo futuro, sin represión sexual, con naturalidad en el trato, con hombres que hubiesen aprendido el modo de acariciar a una mujer sin urgencia y sin aspereza, con mujeres dispuestas a darse sin reparos, a completar con el placer de los cuerpos la espontánea relación amistosa o afectiva. El adolescente le escuchaba embobado esas lecciones teóricas y no sabía qué responder a las preguntas que ella le hacía porque su experiencia era nula. Se alojaban en casas muy próximas y se reunían todos los días para ir a la playa, donde se pasaban dos o tres horas. Almudena le pidió un día que le extendiese determinada crema por la espalda y él lo hizo torpemente, con embarazo. Al día siguiente le dijo: «Extiéndeme la crema. Y hazlo mejor que ayer; como si me estuvieras acariciando». Y cuando terminó: «Así está mejor». «Es que todo es cuestión de práctica y de hacerlo sin prisa, ¿no es eso lo que tú dices?» El tercer día, cuando ella sacó la crema, él se adelantó: «Déjame que te la extienda yo por todo el cuerpo». Lo dejó, naturalmente, y ahí empezó un lento y medido camino de aprendizaje, que ella
fue regulando y orientando y que los llevó, finalmente, una tarde lluviosa de finales de verano, a encontrarse abrazados y desnudos —la había desnudado él— en la cama de ella, bajo las sábanas, y cuando él intentó abrirle las piernas, ella se negó, suave y cariñosamente: «No; eso no lo vamos a hacer; porque somos primos y yo soy mayor que tú; lo único que quería era enseñarte a tratar a las mujeres, a tocar a las mujeres, y ya has aprendido. No solo vas a ser diplomático, sino también un seductor. Enhorabuena, primo: ¡qué bien lo haces!». Cuando le contó esa historia de Mateo, una de aquellas noches de septiembre, acabaron ellos haciendo lo que Mateo se perdió y también a ellos les salió muy bien. «¡Esta noche ha sido mejor que nunca!», dijo Blas, pero lo decía casi siempre. Después recordó, entendiéndolas, las miradas de Mateo a Almudena y mostró su curiosidad acerca de si él había insistido posteriormente. Pues claro que sí; incluso aquella misma noche, durante la cena, mientras Blas iba al lavabo, le había dicho: «¡Qué guapa estás, Almudena! Y tú y yo tenemos una asignatura pendiente». «Que no, Mateo, que la que cursamos juntos, la pasamos con sobresaliente; y recuerda que soy tu prima y ahora, además, una madre de familia». «Pues yo creo que a nosotros nos queda todavía un parcial», había comentado Blas, ingenioso, y volvieron a las andadas.
Rememora las confidencias de Almudena y los detalles y pormenores de aquellas noches londinenses, inolvidables, porque el pasado de ella adquirió unos perfiles nítidos, acaso hirientes pero preferibles, con mucho, a la incertidumbre en que había vivido hasta entonces, sin atreverse a preguntar, imaginando cosas peores, como las que ha vuelto a imaginar hace un rato, a partir de una conversación frenada por una presencia impertinente. En algún momento, cuando hablaba de Claude, resolvió Blas contarle la versión de Matías acerca de la noche de Granada. «¡Valiente imbécil! ¿Que yo era virgen? Sencillamente que estaba seca; porque ese animal a los dos minutos de meterse en mi cama ya estaba penetrando. ¡Pues claro que me quejé! Lo que pasa es que estaba muy cansada y prefería salir pronto del trance. Además estaba enfadada; me había hecho la ilusión de dormir contigo aquella noche y tú ni mu cuando habló ese memo. Por cierto, y ya que nunca habíamos comentado este asunto, ¿qué tal te fue a ti con la feminista machorra?» Blas se lo contó y ella se apretujó contra él para resarcirlo de aquel insomnio amargo, de aquellas fantasías dolorosas que lo habían tenido, tantos años atrás, despierto y pensando en ella y celoso toda una noche. Vanamente, porque si de alguien no se podían tener celos,
tratándose de ella, era de un zafio inexperto como Matías, ¡qué risa lo de la virginidad! En realidad la mayor parte de los hombres son así, no tienen ni idea, Matías uno más de los diez o doce con los que ella se había acostado una vez y adiós muy buenas, sin la menor gana de repetir el número. Y el caso es que aquella noche llegó a pensar que Blas sería seguramente lo mismo y que habría hecho con María Eugenia otro tanto; al menos podría haberlo comprobado, pensaba, y no aguantar los ronquidos de Matías, con quien no tenía el menor deseo de intimidad, pues le había parecido siempre un leninista fanático e infecto, un individuo sin fundamento, con quien era difícil hablar. Además, él sentía hacia ella —Almudena se daba cuenta— una mezcla de repulsión ideológica, porque toda idea anarquista era un peligro, de atracción física, porque eso se le notaba, y de mucha envidia, porque ella, en sus soflamas sobre el amor libre, ponía una esplendor oratorio que se llevaba a la gente de calle, y él, con sus discursos sobre el materialismo histórico, aburría a las ovejas. En cambio Blas le había caído bien desde el principio, tan serio, tan modoso, tan consciente, tan guapo. Creía saber que lo había enamorado y le extrañaba que no le hiciera ninguna proposición; estuvo tentada de dar ella el primer paso, pero temía que le resultara, en la intimidad física, tan tosco y acelerado como los demás, y que eso enturbiara la amistad que tenían, su entendimiento intelectual, sus charlas sosegadas y sabrosas a las que no quería renunciar. Incluso pensó en que podría educarlo previamente, como había educado a Mateo, pero estaban en invierno, no había playa y no se le ocurría ningún truco sustitutorio del de la crema. Se rieron mucho aquella noche con estas confidencias tardías que ella le estaba haciendo. «¿Y Alejandro?», le había preguntado Blas. Al pronto se quedó extrañada: ¿Alejandro? Sí, ya lo recordaba: ella hablaba de Alejandro, médico internista, pero el tal Alejandro se llamaba Juan y era ginecólogo. Lo llamaba Alejandro y él la llamaba Elena, porque estaba asustado de la situación y temía que cualquier imprudencia verbal los delatara. Alejandro se había llamado su padre y se llamaba su hijo mayor, que tenía doce años, y Elena era el nombre de su propia mujer; porque estaba casado y ese era el problema. Tenía veinte años más que Almudena y la había conocido desde niña, porque habían sido vecinos suyos hasta un año o dos antes, que se habían ido a vivir a un chalet, en Pozuelo. Lo que tenía ahora en el piso antiguo era la consulta privada, y allí fue a verlo Almudena, tras las decepcionantes experiencias de Brighton y las que siguieron en Madrid durante su primer trimestre universitario. Claude le había aconsejado en su momento que visitase regularmente a un ginecólogo mientras tomara la píldora. Pues bien, era el momento de hacerlo y de manifestarle la necesidad,
que ella sentía, de que los hombres fuesen especialmente instruidos en los misterios de la anatomía femenina y todos, hombres y mujeres, en los problemas médicos de la libertad sexual y la manera de afrontarlos sin menoscabo de esta. Lo dejó estupefacto y como tenía otras personas aguardando y la conversación se mostraba interesante, quedaron en volver a verse el sábado, a las doce, allí mismo, aunque ese día no tenía consulta. Así fue mejor, porque las explicaciones prácticas del médico, que ella le solicitaba, pudieron ser más demoradas y convincentes. Comprendió Almudena que ya había encontrado otro hombre que sabía palpar con conocimiento, tocar con eficiencia y acariciar con virtuosismo y, como no era cuestión de renunciar al mirlo blanco, continuó todos los sábados por la mañana con la consulta, que adelantaron primero a las once, luego a las diez y finalmente a las nueve, para mejor aprovechar el tiempo. Se llamaban recíprocamente Alejandro y Elena, y ella obtuvo valiosos datos y curiosas informaciones que enriquecieron su discurso habitual en las asambleas. Todo fue viento en popa hasta que él la llevó de falsa secretaria a un dudoso congreso de obstetricia mediterránea en Grecia, a fines de junio, y ella descubrió que lo que era excelente para tres o cuatro horas de la mañana del sábado, en un piso de la calle Lagasca, podía resultar insoportable para quince días seguidos, mañana, tarde y noche, en un hotel de Atenas, por mucha excursión arqueológica que se entreverara. Porque el falso Alejandro era un individuo lamentable e insulso, que no había leído nunca una novela o un poema, que desconocía la historia, que carecía de sentido artístico y cuya conversación, fuera de lo estrictamente profesional, en lo que se incluía el sexo, y del tenis, que era su pasión deportiva, no iba más allá de repetir unos cuantos chistes manidos o lo que había leído en los periódicos. Cuando regresaron, con él ya preparado para el veraneo familiar, Almudena se sintió notablemente aliviada y hasta se propuso no volverlo a ver. Pero en septiembre retornó a las mañanas sabatinas, porque lo que está bien hecho está bien hecho, hágalo quien lo haga, y en aquellas sesiones él se esmeraba en corroborar su indudable competencia y no le quedaba tiempo para el tenis, los chistes y las noticias de prensa. Se fueron acortando además, porque la verdadera Elena había entrado en sospechas, alarmada por tantas urgencias obstétricas en sábado. Almudena expuso sus ideas acerca de la fidelidad y la lealtad e instó al pseudo Alejandro a que fuese leal y le contase a su mujer lo que pasaba; pero él no estaba por la labor y se mostraba cada vez más inquieto y apremiado, lo que afectaba negativamente, en su propio fundamento, a la reconocida calidad de sus habilidades naturales. La falsa Elena empezaba a hartarse y algún fin de semana lo eximió del compromiso; la inesperada irrupción de la Elena real, un sábado del mes de febrero, que apenas le dio a la
falsa otra opción, con mucha suerte, que la de escabullirse por la puerta de servicio, resolvió las posibles dudas de Almudena, que ya con su propio nombre liquidó rápidamente el asunto por teléfono. Se propuso entonces conquistarse a Blas, pero no encontraba el modo adecuado y seguía temiendo los resultados. ¿Cómo educarlo? Porque lo cierto es que, llegado el momento de hablar de cuestiones sexuales, se apoderaba de ella un pudor extraño, que nunca había sentido ni sentía en sus conversaciones con otros compañeros. Posiblemente ese pudor había seguido actuando y la había mantenido tantos años, ya dieciséis, a su lado, sin contarle sus locuras de juventud. Habían tenido que conjuntarse esa nueva intimidad del viaje a Londres, el paseo por Pimlico y la activada curiosidad de Blas —acaso su timidez vencida—, para que se resolviera a desvelarle las circunstancias y pormenores de aquellos años, ya lejanos, en el aislado recogimiento de las largas noches que les proporcionaban los horarios ingleses y que a ellos, acostumbrados a acostarse tarde y a levantarse temprano, sobresaltados de continuo en Madrid por el llanto de los niños o por el timbre del teléfono, se les ofrecían como un regalo inestimable que debían aprovechar. Se lo había ido narrando todo con aquella voz cálida y densa que poseía, poniendo en juego su capacidad expresiva, que era uno de sus dones más irables, sorprendiendo con las palabras, encauzando las frases, sin enredarse nunca en la sintaxis: una gloria oírla para Blas, siempre, desde que la conoció, y más cuando hablaba únicamente para él y tanto de ella, como en esa ocasión, con comentarios irónicos, con humor, riéndose un poco de sí misma, de la sí misma que había sido años atrás, ahora solo «una madre de familia», como le había manifestado unas horas antes a su primo Mateo. Y la última noche, sin huecos ya en su biografía, le había dicho a Blas: «Bueno, ya te he contado yo toda mi historia. Cuéntame tú ahora la tuya». Pero él no tenía historia que contar. Se había estrenado poco antes de que se conocieran, en la primavera del setenta y seis, en un viaje de fin de curso, por Francia, con sus compañeras de COU del Instituto. Compañeras porque se había puesto de moda el desmadre, la promiscuidad, y fueron por lo menos cuatro las que compartieron con él cama en aquellos trasiegos nocturnos de los hoteles ses. Un verdadero desastre. Supone que les dejaría la misma impresión que Almudena había recibido en sus os incidentales. Luego ya se matriculó en Derecho y la conoció a ella: «Me enamoré de ti y esa ha sido mi historia». Almudena se quedó callada un par de minutos; luego lo besó largamente y le dijo: «Lo mismo que yo, en definitiva; porque, si lo pienso bien, yo, realmente, solo te he querido
a ti».
Con tales rememoraciones, con el vivísimo recuerdo, gozoso, del cuerpo de Almudena, casi siempre pasivo y como ajeno, entre los brazos, Blas se ha ido deslizando, de puro cansancio, hacia la incierta e indefinible frontera del sueño. Se suceden imágenes confusas, la larga jornada vivida se le va deshaciendo en un puzzle. Por allí anda Guillermo Brown con su perro y el perro ladra: unos ladridos cortos, insistentes, que lo retornan sobresaltado a la vigilia. Es el teléfono, está sonando el teléfono en la mesilla de noche. Se queda un instante sin saber qué hacer, luego lo coge: —Diga —ha dicho «diga» mecánicamente, sin saber muy bien dónde está, porque es lo que siempre dice. Y oye al otro lado una voz irritada, de borracho, que farfulla frases en inglés. Está en Londres, claro, ya lo recuerda—. Isquiusmi, plis. Ai dount ánderstan inglis —dice sin saber muy bien lo que dice, por decir algo, para defenderse de la perorata ininteligible del otro, que sigue con ella, sin embargo—. Isquiusmi, plis. Ai dount ánderstan inglis —insiste, ahora muy convencido—, ai dount ánderstan inglis —con irritación él también, pero el otro sigue, mientras Blas busca mentalmente y sin éxito en su repertorio de frases inglesas, hasta que oye un chasquido: ha colgado por fin. Enciende la luz y mira el reloj. Son las cinco y cinco. —Faiv and faiv— musita; «no, no; no se dice así», piensa—, ¿quién se duerme ahora? —y, resignado, se levanta y se dirige al cuarto de baño. Se mira en el espejo. Tiene mala cara, se le han puesto ojeras. ¡Cómo va a estar mañana para la mesa redonda! ¡Qué mañana ni mañana, hoy! Y le entra un deseo invencible de oír la voz de Almudena, de contarle sus avatares nocturnos, de pedirle que tome el primer avión y se venga, para que sea ella la que se entienda con el teléfono, porque si ella hubiese estado aquí no habría pasado nada, de eso está seguro. Le dirá que la necesita, que en Londres no puede estar solo. Vuelve al dormitorio, levanta el auricular, duda un poco, pero finalmente se decide y marca, muy seguido y muy de prisa. —Diga —es la voz de Almudena, un poco dura e imperiosa; no estaba dormida, eso se le nota.
—Soy yo. —¡Qué alegría, Blas! ¿cómo has adivinado que quería hablar contigo? —¿Qué pasa? —Te hubiera llamado, pero antes, con las prisas, ni me dejaste el número del hotel ni el número de la habitación. —Las prisas tuyas; que si tenías abandonado a Matías y no sé qué. —¡Valiente tipo indeseable tu amigo Matías! —Amigo mío y... tuyo. —Un sinvergüenza. Bajó para darme tu recado, que me podía haber dado perfectamente por teléfono, aunque pretextó que comunicaba sin parar y es cierto que yo había estado hablando con mi madre; pero luego no había quien lo echara, ya tú lo conoces, se bebió media botella de coñac y acabó proponiéndome que nos fuéramos a la cama. «Al fin y al cabo fui yo quien te desvirgó y no has tenido nunca ni la menor atención conmigo», me plantó, y eso ya me hizo perder los nervios, y tú ya sabes que no los pierdo fácilmente, pero que, cuando me dejo ir, soy temible. Recordé la historia de su versión de los hechos, que tú me habías contado, y lo puse de ignorante, de incompetente, de bruto y de estúpido que no veas. «Así de brava me gustas más, ya te amansaré», dijo, y se vino hacia mí con ánimo de abrazarme. Cogí la estatuilla de bronce de la rinconera y le dije: «Si intentas tocarme, te parto la cabeza. ¡Fuera de mi casa!». No quería irse; es tan fatuo que todavía pensaba que me iba a convencer. «No te hagas la estrecha. Tú has tenido siempre vocación de progresista, como yo». ¡Pero qué tonto! Tuve que amenazarlo, la estatuilla en una mano y el teléfono al alcance de la otra, con que si no se iba, llamaba a la policía. «Tú no eres más que una burguesa jactanciosa y reprimida», me escupió casi, mientras tomaba el portante. Muy desagradable todo. Eran ya las tres, para entonces, y me he pasado el resto de la noche nerviosa, sin poder dormir, tomando tilas y deseando, más que nada, hablar contigo. —Como yo, Almudena, exactamente igual que yo —y le cuenta su nocturno londinense, las vicisitudes de su insomnio y soledad, extendiéndose en la ponderación de sus deseos, apuntando sus celos, pero omitiendo sus cavilaciones y sospechas—. Por último, he decidido llamarte para decirte que te vengas, que
esta cama es anchísima y que yo, en ella, me pierdo sin ti. —Telepatía es eso: porque yo me he pasado las dos últimas horas preparando el equipaje. Mi madre se lamentó anoche de no haberse mostrado tan dispuesta, como otras veces, a quedarse con los niños, porque pensaba que mi hermano venía estos días, pero había hablado con él y no. «Todavía estás a tiempo de reunirte con Blas en Londres para el fin de semana», me dijo, y yo no lo tomé en cuenta, pero luego, después de ese número de Matías, me dije que yo no podía esperar al domingo para verte y me puse a hacer la maleta. Hoy, porque ya es jueves, será difícil con lo de la huelga de Iberia; se habrán llenado los vuelos de las otras compañías. De todos modos lo intentaré. Y si no, mañana a primera hora. Hablan un rato más, completan detalles, perfilan planes, se demoran en las insinuaciones y en las ternezas, alargan la despedida. —¡Ah! —se sobresalta Almudena—, que sigues sin darme el número del hotel. Y el de la habitación. Espera que busque un bolígrafo. Le lee Blas, guarismo a guarismo, el número telefónico del hotel y también el del fax. —La habitación es The Carlton —concluye. —¿Que estás en el Carlton? —se extraña ella—. ¿No era otro el hotel? —Que no es el hotel —se ríe—; es la habitación. En este hotel, las de matrimonio tienen nombre propio y la mía es The Carlton. Nombre propio y casi vida propia: ha debido de sentirse menoscabada por mi presencia solitaria y se ha estado vengando; contigo aquí, todo estará en regla. Esto de la habitación con nombre era lo primero que quería decirte cuando te llamé y mira a qué hora lo estoy haciendo. —Ahí son las cinco y media, ¿no? Todavía puedes dormir un rato. Y tampoco tienes por qué madrugar. Cuando cuelga, comprueba que sí son las cinco y media, más exactamente las cinco y treinta y tres. Lo que ocurre es que no se siente idiomáticamente capaz de llamar a conserjería y decir que no lo despierten a las nueve. Bueno está lo bueno: ya ha habido bastante conversación telefónica por esta noche. A lo mejor
consigue seguir durmiendo, después de que lo llamen. Por lo pronto, tiene que intentar dormir ahora, aprovechar estas horas que le quedan. Pero una idea le ha cruzado por la mente, mientras se hace estas reflexiones, a la vista de la guía telefónica, que está en el cajón de la mesilla, junto a su reloj de pulsera. ¿Cómo no se le ocurrió antes? Ahí han de estar todas las embajadas, con sus direcciones, y naturalmente la de la bandera: Belgravia Place. ¡Con lo fácil que era haber salido de dudas ya hace rato! Se pone a ello con diligencia, para poder dormirse tranquilo del todo. Embassy of... va leyendo con cuidado la relación, la termina y nada. Se le ha debido pasar; la relee y nada tampoco. Se queda chasqueado: había dado por segura la solución, tan a su alcance, y sabe que será ahora esta obsesión imbécil la que se cruce entre él y el sueño, la que se lo retarde de nuevo. Se conoce bastante. Pero habrá que acostarse y luchar contra ello, ¡qué remedio! Antes de meterse en la cama, ya con la luz apagada, se acerca a la ventana, para ver cómo está el tiempo. Ha dejado de llover y hasta cree entrever alguna estrella, allá en lo alto. Y entonces toma una decisión: se pondrá el traje encima del pijama, una bufanda y la gabardina, e irá hasta Belgravia Place a comprobar de una vez qué legación o qué diablos hay en esa casa y, de paso, cuando vuelva, dirá, como Dios le dé a entender, que no lo llamen a las nueve, que va a dormir toda la mañana y que se queda en The Carlton porque espera a su mujer esta tarde. Se viste con rapidez, espoleado por su propia resolución, contento consigo mismo, dispuesto a dejar atrás todas las sombras y desazones de esta noche absurda. Como está en el primer piso, no llama el ascensor y baja por la escalera, procurando no hacer ruido. Teme que el conserje o quien haya abajo inicie alguna conversación, le pregunte algo, y se sienta de nuevo como un náufrago, en la marea hostil e incomprensible de la lengua ajena. Los escalones son muy estrechos y hay un momento en que está a punto de perder pie y rodar por la escalera; ha estado rápido en asirse al pasamanos y todo ha quedado en el susto y en el acrecentado temor de que lo haya oído el conserje y le haga algún comentario. Lleva preparado su «Good morning»; con soltar la llave rápidamente y no decir nada más, lo tendrá resuelto. No ve a nadie detrás del mostrador, lo que le produce un momentáneo alivio, deja la llave y se dirige a la puerta, que está cerrada, pero advierte enseguida un botón, que oprime y le franquea el paso. Cuando se ve en la calle, respira hondo y empieza a andar de prisa hacia Belgravia Place, que está ahí mismo, a la vuelta. No se ve un alma y no sabe hasta qué punto será o no peligroso andar por aquí a estas horas.
Recuerda, con cierto repeluzno, que la película que daban en televisión, cuando llegó, trataba de un asesinato en este barrio. Asesinato quizá no, pero un atraco es muy posible. Solo faltaría que lo atracasen, le quitasen la gabardina y el traje y tuviese que volver en pijama al hotel. Se ríe de la imaginaria situación y eso le ayuda a espantar sus temores, mientras se va aproximando, por la acera desierta, hacia la casa que busca: ya ha avistado, desde lejos, sobre la entrada, el mástil del que pendía la bandera. Va a salir de dudas sobre el país al que pertenece; porque, aunque no haya encontrado la embajada en la guía, piensa ahora que tendrá otro rango la representación diplomática, será legación o a lo mejor simplemente consulado, y eso no lo ha mirado en el listín, no había pensado en esa posibilidad. Vislumbra ya, al lado de la puerta, una placa redonda, con rótulo y escudo, y en ese momento se apaga la farola más cercana, se habrá fundido su bombilla, le va a costar trabajo verlo, pues hay además una verja que le impide acercarse. Pero no; basta con el resplandor de las otras luces, aunque estén alejadas, para que pueda leer, con algo de dificultad y forzando la vista, la rúbrica que rodea el escudo acuartelado con los mismos cuarteles que la bandera: Royal College of Veterinarians. Y Blas, naturalmente, se queda chafado, porque inglés no sabe, pero eso está casi en español, o sea el Colegio Oficial de Veterinarios, que se diría en Madrid. Resulta que el Mateíto casi va a llevar razón. Casi, porque bandera sí que era, ahí está el mástil para demostrarlo, pero no de embajada. ¡Como para haber venido aquí con la valenciana y el andaluz! Vuelve cariacontecido al hotel. Menos mal que se olvidó de la diferencia horaria y no los trajo a demostrarles su razón y la falta de fundamento de las ironías del pariente diplomático. Se ha pasado la noche dándole vueltas a ese asunto, entre porfías telefónicas y sospechas infundadas, y ahora resulta que menos mal. Ni volver a tratar del tema, aunque no sería extraño que Mateo lo sacara; no quiere ni pensarlo, porque hay que ver lo pesado que se pone, y lo cierto es que llegó a hablar incluso de que sería «el anuncio de alguna clínica veterinaria». Al ir a desembocar en la calle donde está el hotel, ve pasar por ella el coche de Mateo, conducido por Mateo. Y se detiene preocupado. «Estoy viendo visiones esta noche», piensa, «me obsesiono con Mateo, pasa un coche ante mis ojos, por la bocacalle, y lo veo conduciendo su coche, lo cual es, por supuesto, absurdo e imposible». Hecha esta reflexión, considera que deben ser los efectos del cansancio y del insomnio y que ya lo único que cabe es irse, de una vez, a descansar. Echa, pues, a andar, da vuelta a la esquina y, de inmediato, retrocede; porque, efectivamente, frente a la puerta del hotel está parado el coche de Mateo y ha visto a Mateo salir de él. No, no son visiones: ha salido por el lado izquierdo, porque Mateo compró el coche en España y tiene el volante en ese
lado; es Mateo sin ninguna duda. Pero ¿qué puede hacer Mateo aquí, a estas horas?, ¿habrá pasado algo?, ¿lo estará buscando a él?, ¿le habrá telefoneado en este rato y se habrá extrañado de no encontrarlo? Eso de la llamada es imposible, no hubiera tenido tiempo. Inquieto y cauteloso, se asoma a la esquina para atisbar lo que ocurra y lo que ocurre es que Mateo ha rodeado el coche y está abriendo la puerta contraria, la de la derecha, por la que sale enseguida una mujer, a la que el diplomático acoge entre sus brazos y besa. ¿Es? Sí; cuando se separan del abrazo y de los besos, y él la ciñe por los hombros y cruzan la calle hasta la acera del hotel, ya le puede ver la cara y no lo queda la menor duda: la diputada valenciana. Ahora recuerda Blas que se habían saludado muy afectuosamente en el aeropuerto, porque ya se conocían, según contaron, de cuando ella se torció el tobillo y se fastidió la muñeca en la embajada. Fue Mateo quien la llevó a una clínica, donde le pusieron los vendajes oportunos y el brazo en cabestrillo, y le hizo compañía durante el fin de semana en que ella tuvo que someterse a forzado reposo en el hotel. Seguro, piensa Blas, que tendría que aplicarle linimentos y pomadas, y a la vista está que lo hizo bien, sin apremios de tiempo, con el tempo adecuado, avanzando milímetro a milímetro en el tratamiento de las zonas afectadas y en el reconocimiento precautorio de las restantes. No hay en esta vida como tener buenos maestros, y Mateo tuvo la inmensa fortuna de disfrutar del magisterio de su prima y, por lo que puede apreciarse, se ve que lo aprovechó. Ahora está ahí, en la acera, regalando la espalda y la cintura y los brazos de la valenciana, con unas manos que más parece que la estuvieran recibiendo que despidiendo, sin el agobio del tiempo que se acaba. Y no está nada mal la tal Matilde, dicho sea de paso, pues tiene toda la solidez femenina de las mujeres que se acercan a los cuarenta y todas las turgencias en su punto de máximo esplendor. Tendrá que felicitar a Almudena, cuando llegue, piensa con sarcasmo, por esta incontrovertible prueba de su eficacia docente que le ha sido dado presenciar. Le dan ganas de seguir adelante, aparecer en escena y aguarles un poco la fiesta; pero no, no vale la pena. Además, iba a ser más bien Matilde la afectada y ella ¿qué culpa tiene? Mateo hasta se ufanaría luego de ello y acabaría, por el contrario, gastándole bromas estúpidas sobre lo que pudiera hacer él a esas horas en la calle, asomándole el pijama por debajo del pantalón. Ya se está separando la pareja y Blas retrocede otra vez porque Mateo, cuando se dé la vuelta y regrese al coche puede verlo con facilidad; camina un poco en dirección contraria, para dar tiempo a que él se marche y ella se haya recogido en su habitación. Entre unas cosas y otras, deben de ser ya las seis y cuarto, por lo menos; no se puso el reloj al salir, pero oyó seis campanadas hace un rato.
Cuando entra, por fin, al hotel, se acerca al mostrador donde antes dejó la llave. Ahora hay un hombre joven, sonriente, moreno, con bigotito. —Good morning. The Carlton —pronuncia como puede Blas la frase que ha venido preparando. —Buen día, señor —contesta el del bigote, y le alarga la llave, que tenía muy a la mano. —¿Pero usted habla español? —a medio camino entre la perplejidad y la alegría. —Soy chileno, señor. Blas, que se siente pisando tierra después de un naufragio, le explica, innecesariamente, que le gusta pasear de madrugada, cuando tiene insomnio, que eso le da sueño, y que ha salido, de paso, a echar una carta, que como ha dormido poco, no quiere que lo llamen a las nueve, que se levantará tarde y que quiere seguir en esa habitación, pues su mujer va a llegar esta tarde o mañana a primera hora. —Muy bien, señor. Tomo nota, señor. Que descanse. Mientras sube en el ascensor, recapacita en la mirada brillante, casi cómplice, del chileno y llega a la conclusión de que lo que se ha creído es que su salida había tenido algo que ver con la llegada, momentos antes, de la valenciana. ¿Qué imaginará? La imaginación es libre y en vela lo ha tenido a él la suya esta noche. Ya en The Carlton, se desviste y entra al cuarto de baño. Otra vez ha desaparecido de la repisa el papel higiénico con su funda de encajes. Pero no lo va a buscar, no va a mirar ni siquiera en el alféizar de la ventana. Son las seis y veintisiete minutos cuando se dispone a apagar la luz y meterse en la cama. Pero antes corre la cortina, cerrándola, para evitar que lo despierte, si es que logra dormirse, la ya inminente luz del día.
(1996)
A CONTRAMARCHA
Cuando sale del Ministerio de Sanidad son las doce y veinte, luce el sol —la mañana estaba antes neblinosa, recuerda— y él se siente bastante aliviado después de sus consultas y entrevistas. Va a cumplir sesenta años el mes próximo y lleva treinta y cinco de servicios ininterrumpidos; puede, por lo tanto, pedir la jubilación anticipada sin problema. Y desde luego cabe la jubilación por incapacidad, que tiene algunas ventajas económicas, pero no ha querido entrar en demasiados detalles sobre ello con la cordial y sonriente jefa de negociado que lo ha atendido, ella también con el pelo blanquísimo, aunque con la cara bastante joven, quizá no pase mucho de los cincuenta. Lo ha informado de todo con paciencia y con simpatía, sin prisa, como él ha pretendido en todo instante atender a sus enfermos, y eso siempre se agradece. Está contento, hasta donde cabe, porque la angustia que ha ido incubando durante los últimos meses no deja de torturarlo y no consigue, ni un segundo, que se le vaya del pensamiento. Ni lo consigue ni, bien mirado, lo quiere, porque esa es exactamente la cuestión: ha empezado a olvidar cosas, las cosas recientes, no las pretéritas, y él es médico y no puede engañarse, ha conocido muchos casos, se está adentrando, aterrorizado, en un Alzheimer, esa enfermedad espantosa, la muerte en vida, porque es eso, enajenarse, deshumanizarse: el hombre es sobre todo memoria, siempre lo ha pensado, lo demás es instinto. El veinte de febrero, esa fecha sí que la recuerda, fue la primera vez en su vida que olvidó a un paciente, no pasó a visitarlo por la habitación de la clínica, como le había prometido y como era su obligación después de haberlo operado, para ver cómo seguía y para dar las instrucciones precisas. Y el caso es que estuvo allí, a última hora de la tarde, y revisó a otros dos que tenía y se marchó olvidando al tercero. Por completo. Cuando lo llamó a su casa una enfermera, a las once de la noche, para preguntarle qué debía hacer, se quedó desconcertado y apenas pudo reaccionar con un «Voy para allá enseguida», que no fue tan enseguida, pues aún se equivocó de clínica, porque tenía la mente en blanco respecto a tal enfermo y a su operación. Todo quedó, sin embargo, para los demás, como una anécdota sin trascendencia, como una distracción de un profesional atareado, que no era ni siquiera infrecuente. Pero él no pudo pegar ojo aquella noche, pues ni era distraído ni había olvidado jamás sus obligaciones. Luego fue todo lento, al principio, pero se produjeron otros hechos que lo fueron
inquietando cada vez más. Él había tenido siempre una memoria visual prodigiosa, era lo que se dice un buen fisonomista, le bastaba con ver a una persona para recordarla siempre, asociada a su nombre y su circunstancia, y ahora había empezado a confundir a las enfermeras o a pasar, sin reconocerlo, junto a un médico residente que le habían presentado la víspera. Recordaba los hechos cinematográficamente, en perfecta secuencia, y ahora se le entremezclaban los detalles o se le borraba una escena completa. Empezaba a ser su mente como una cámara fotográfica en la que, de vez en cuando y sin saber por qué, saliesen algunas fotos veladas. Pero como él sí creía saber por qué, antes de las vacaciones de verano, ya en el mes de julio, se fue a ver a su amigo Ramiro López, compañero de carrera, neurólogo, le contó ce por be todas esas cosas y le confió sus temores e inquietudes. Ramiro lo examinó a fondo, le hizo todos los análisis y pruebas pertinentes y finalmente le dijo que a lo mejor todo era producto del estrés, que se marchara tranquilo a la playa, que descansara de verdad, sin preocupaciones, que tomara determinadas gotas disueltas en agua, con las comidas, y que ya seguirían hablando del asunto en el otoño. Fue bueno el paréntesis de las vacaciones, durmió bien, consiguió despreocuparse y no advirtió olvidos de mayor relieve, porque fuera de su mundo profesional los que hubiera podido tener ni se notaron. El caso es que volvió más optimista, pero pronto se dio cuenta de que la situación era poco más o menos la misma de antes o incluso peor, porque ya en junio había decidido llevar un memorándum con lo que tenía que hacer cada día y en cada momento, y ahora de lo que se olvidaba era de apuntar algunas cosas en el memorándum, con lo cual su inexistencia se le duplicaba y lo angustiaba doblemente. Volvió a la consulta de Ramiro y su amigo, tras nuevas indagaciones, reconoció que podía tratarse de un Alzheimer y que además avanzaba con rapidez, pero que intentarían pararlo con tratamientos experimentales, que es lo único con que, de momento, se contaba. Debería informar a su familia, le dijo, puesto que ya él le había confiado, en junio, que nadie sabía nada, que era el único depositario de sus sospechas y temores, y además le aconsejó ir pensando en una, tal vez, conveniente jubilación anticipada. Había ido aplazando lo de comunicárselo a su mujer y a sus hijos, porque ellos estaban en sus cosas y no veía la ocasión; se asía además a la esperanza de una mejoría, de que ese medicamento que probaba Ramiro produjera, por fin, el deseado bloqueo del deterioro cerebral. Quería, por otra parte, estudiar bien antes lo de su jubilación o incapacitación, y de ahí su presencia en Madrid esta mañana de noviembre, sus consultas y gestiones en el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social.
Dándole vueltas a sus pensamientos, ha ido caminando por la acera del paseo del Prado hasta Neptuno, ha subido por la carrera de San Jerónimo y acaba de desembocar en Alcalá, por Cedaceros. Compra un periódico y entra en una cafetería. Comerá algo antes de irse a la estación: faltan más de dos horas para que salga su tren. Mientras espera que le sirvan lo que ha pedido, hojea el diario y encuentra una gacetilla en la que se habla de los éxitos que se están logrando, en los Estados Unidos, con la aplicación de un nuevo fármaco que resulta eficacísimo, si se acude a tiempo, en la detención de la enfermedad de Alzheimer. Es el que está experimentando Ramiro, que asistió a un congreso allá, a primeros de setiembre, y la noticia lo anima, aunque sabe lo poco fiables que suelen ser estas informaciones periodísticas sobre cuestiones médicas. Come con apetito, porque su desayuno es siempre frugal, un zumo y un café, y a esta hora, la una y cuarto, tiene hambre. No quiere postre, solo un cortado, le dice al camarero que retira su plato y lo interroga. Será el tercer café del día, con lo que cierra su cupo, pues esta mañana tomó dos, lo recuerda bien, porque apenas había dormido, le pasa cuando extraña la cama. Y busca el recuerdo de esa cama de hotel en su memoria y no lo encuentra. No encuentra ni la cama ni el hotel, no puede recordar ninguna circunstancia de la última noche y acaba de descubrir, angustiado, que no recuerda en qué hotel se hospedó, en qué hotel ha dejado su equipaje para ir a recogerlo ahora, antes de dirigirse a la estación de Atocha. Él se hospedaba siempre en el Nacional, en la misma acera del Ministerio, a un paso de la estación, pero lo cerraron y luego, por unas razones u otras, ha cambiado siempre, las dos o tres o cuatro veces que haya podido venir. Cuatro veces, han sido cuatro veces, y recuerda los cuatro hoteles, dos en la Gran Vía, uno frente a la estación del Norte, otro en la calle Velázquez, con gran exactitud. ¿Habrá repetido alguno de esos cuatro? Quizá sea lo más probable, pero no puede recordarlo, no puede recordar nada del día de ayer ni de esta mañana, salvo los dos cafés del desayuno, sí la cara del camarero que se los sirvió, pero no el lugar. No hay que ponerse nervioso, porque eso es indudablemente peor e impide que se le pueda hacer de pronto la luz. Sabe quien es y sabe que está en Madrid, que ha visitado el Ministerio esta mañana y que ha de partir para Granada a las tres de la tarde. Recuerda el memorándum y lo busca en sus bolsillos, pero no lo lleva encima. Saca el billete: Madrid Atcha. a Granada. Talgo. Fecha 5-11. Hora de salida: 15,00. Coche 011. Asiento 2. No hay duda. Hoy es cinco de noviembre, lo dice incluso la cabecera del periódico, pero es el cuatro el que se le ha borrado e incluso el tres: no recuerda cuando llegó ni nada de lo que ha hecho hasta su llegada al Ministerio. Se toma el cortado que le ha traído el camarero y paga la cuenta. Son las dos menos veinte; se levanta y sale a la calle sin saber qué hacer. Pasará por esos dos hoteles de la Gran Vía, a ver si,
teniéndolos delante, entrando en el vestíbulo, se le refresca la memoria. Cuando llega a la puerta del primero, que no le recuerda nada de ahora, sí de la vez aquella que estuvo, se le antoja muy difícil entrar y preguntar ¿por quién? Ve al otro lado el edificio de la telefónica y opta por ir hasta allí, mirar una guía, anotar el teléfono de cada uno de los cuatro hoteles y llamar, sucesivamente, preguntando por sí mismo e insistir luego, cuando le dicen que no se hospeda allí, en si habrá estado la víspera y se habrá marchado ya esta mañana. Sin resultado. Vuelve al listín y anota más números de hoteles, de aquellos que conoce por alguna razón o que en alguna ocasión los ha pensado como posibles o que están cerca de la estación y del Ministerio, como estaba el Nacional: once en total. Continúa haciendo sus llamadas pacientemente, con idéntica rutina, procurando no ponerse nervioso, porque lo más que puede pasar, ya lo ha decidido, es que vuelva a Granada sin equipaje, sin la maleta verde de ruedas y la cartera de mano, que es lo que ha traído, de eso sí está seguro. Cuando acaba de llamar al séptimo hotel, cae en la cuenta de que, comprobado que no llevaba su agenda memorándum, no se entretuvo en revisar los papeles de sus bolsillos, donde estará la factura del hotel o la tarjeta de recepción, con el número de su cuarto, que le darían al llegar. Seguro que hay algo. Va sacando todos los papeles, bolsillo por bolsillo, y mirándolos uno por uno. Nada, y eso es muy raro. Cuando va a reanudar las llamadas, advierte que no ha mirado en la gabardina, que la lleva al brazo, y es allí donde va a estar el papel ilustrador. Y saca efectivamente, del bolsillo izquierdo, una tarjeta de recepción: «Hotel Colón», lee, y se siente salvado. Pero se da cuenta enseguida de que es la tarjeta de un hotel de Sevilla, la tiene ahí desde hace casi un año, desde principios de diciembre del año anterior. Por eso le resulta más sorprendente todavía el no hallar nada que lo oriente hacia ese hotel madrileño de ayer, de esta misma mañana, perdido en su memoria. Son las dos y diecisiete minutos. Desiste de continuar con las llamadas y decide encaminarse andando hacia la estación de Atocha, serenarse con el paseo y, acaso, hallar alguna pista en su cabeza, descubrir algún resquicio de luz en esta confusión: si recuerda el hotel, aún tendrá tiempo de tomar un taxi e ir a recoger su maleta. Mientras baja por la Gran Vía, le asalta la idea de una posible desorientación, porque esa es una de las características del Alzheimer, la pérdida del sentido del espacio, el perderse en terreno conocido, el no saber dónde se está. Se examina mentalmente del itinerario que pretende seguir: cruzará la calle de Alcalá, seguirá por Marqués de Cubas hasta la carrera de San Jerónimo y, ya en Neptuno, bajará por el paseo del Prado, con la estación a la vista. Lo tiene todo retratado en la mente, con gran fijeza, todavía, y eso lo consuela. Al fin y al
cabo, ha hecho hace un rato, en dirección inversa, parte de ese camino. Su viaje en tren está asegurado por ese billete que lleva en el bolsillo interior de la chaqueta, con hora de salida, vagón y asiento; y de Granada, su ciudad, aún no se ha olvidado; le aterroriza, por un instante, ese futuro previsto en que no lo podrán dejar salir a la calle, para que no se pierda. Cuando llegue, tendrá que reunir a su mujer y a sus hijos y contarles ya de una vez lo que le está pasando; porque ¿cómo explicar, si no, su llegada sin el equipaje? Ellos sabrán quizá en qué hotel estaba, para reclamarlo. Tiene que hacer también testamento, enseguida, antes de que el mal se haga evidente. Hay que dejar muchos cabos atados, facilitarles ese áspero vía crucis que les va a proporcionar, si Dios no lo remedia. Piensa en Trini, su mujer, tan necia, tan presuntuosa, tan inconsciente, que será incapaz de hacerse cargo de la situación y se pasará el resto de su vida lamentándose de su mala suerte. Bien mirado, a los dos les ha pasado lo mismo; ella aportó al matrimonio un cuerpo escultural, una belleza exuberante y llamativa, y una risa fácil y entonces encantadora, entre boba e ingenua, con la que disimulaba todas sus carencias e ignorancias; él, una carrera brillante, un porvenir asegurado, una mente lúcida y ordenada, segura siempre de sus saberes y consciente de sus limitaciones; a ella se le desbarató ya hace tiempo aquel cuerpo, se le ensancharon y desproporcionaron aquellas líneas que lo contenían, se le ajó y deslució la belleza, perdió todo atractivo, y la risa recurrente, que ya no oculta absolutamente nada, se ha convertido simplemente en irritante; a él se le está deteriorando ahora el cerebro, que es lo único que ha tenido, su única fortuna. Recuerda con toda nitidez aquel día, anunciada ya la boda, en que, casualmente y sin proponérselo, al ir a abrir una puerta escuchó a su padre, que era tan solo practicante y había cumplido su gran ilusión de hacerlo médico a él, decirle a uno de sus hermanos: «No comprendo que mi hijo con todo lo que vale, con lo inteligente que es, se vaya a casar con esa tonta inútil y vanidosa», y al tío Benito responderle: «Ya sabes lo que dicen, que tiran más dos tetas que dos carretas». Y debió de ser eso. Lo peor es que ella se ha esforzado siempre en recomponer los estragos de la edad a fuerza de cosméticos sin tasa y exagerados maquillajes, convirtiéndose en una máscara sin expresión; empezó a encanecer muy pronto y se tiñó de rubio para ocultarlo. ¡Dios mío, qué desastre! Y no hay manera de hacérselo comprender. Él no va a ocultar la degeneración de sus células cerebrales y a intentar mantener la apariencia de normalidad, como si no ocurriera nada; ha esperado lo que era prudente, hasta estar seguro, no era cuestión de inquietar a nadie con sus aprensiones, si solo hubieran sido tales, pero ahora, que ya no puede tener duda, les comunicará esta misma noche, en cuanto llegue, cuál es su
estado, la catástrofe que se avecina, que sepan ya a qué atenerse. Solo confía en Carmen, su hija, pero se casará pronto, y a él quizá lo manden por ahí a algún sitio, a una residencia de ancianos, a un asilo que se decía antes, lo mismo da, no hay penas sin memoria. Tendrá que iniciar los trámites de la jubilación por incapacidad e informar a sus compañeros y pacientes, despedirse de ellos mientras esté a tiempo, como ha hecho, públicamente, el ex presidente norteamericano Reagan no hace mucho. Con tan sombrías ideas ha ido recorriendo el camino previsto y tiene ya la estación al alcance de la mirada: son las tres menos cuarto en el antiguo gran reloj de la fachada. Tiene tiempo de sobra, aunque apenas la conozca tras las últimas reformas, las que la han convertido en Puerta de Atocha. Va cruzando los diversos pasos de cebra y entra, por donde antes se salía, a lo que ahora es un jardín tropical lleno de vahos, que no recuerda en absoluto y lo desconcierta un instante. ¿Ha estado o no ha estado aquí? Eso ya ni lo sabe. Se guía por flechas e indicadores y llega hasta el vestíbulo de los andenes. Mira en el : el talgo de Granada se halla estacionado en la vía doce, faltan seis minutos para su salida, pregonan a la par los altavoces. Le apremia la vejiga y entra a los lavabos; luego se dirige hacia su tren, extrañamente tranquilo, sobra tiempo. Comprueba el billete: coche 011; debe ser el primero, allá al fondo. Recorre el andén viendo gentes que se despiden, parejas que se dan el último beso, ya junto a las puertas, con el temor, el que se va, de quedarse en tierra, y con el peso, el que se queda, ya dicho todo, de una prolongación del tiempo sin objeto. Ha vivido muchas veces esa extraña sensación, esa despedida conclusa y prolongada, muda, gesticulante a través de los cristales, deseando que el tren salga de una maldita vez, esos dos, tres últimos minutos inacabables. Y piensa que eso va a ser su vida dentro de poco, un tiempo muerto, un retraso en la salida, unos años inconscientes para él, insoportables para todos, que estarán deseando que Dios se lo lleve, liberarse de la espera. Conforme avanza, reconoce una figura plantada junto al último vagón. Es Carlos, su hijo, que le hace señas con la mano y que, cuando se aproxima, le dice: —¿Cómo has tardado tanto? Creíamos que perdías el tren —y casi lo empuja al vagón, donde lo primero que ve, al entrar, es su maleta verde y las otras maletas familiares y a su hija y a su mujer. —¡Vaya rato que nos has dado! —protesta Trini. —¿Hasta ahora te han tenido en el Ministerio? —pregunta su hija.
—No; salí antes de la una, pero tuve que acercarme a la Gran Vía y comí algo por allí. —Y nosotros esperándote desde la una menos cuarto en el restorán de la estación, como habíamos quedado. Eres un irresponsable que no me tienes la menor consideración —casi le grita su mujer. Él ve su cartera de mano, en el portaequipajes, y pone su gabardina sobre ella, sin contestar, mientras se oye un silbato y el tren arranca. Tienen los cuatro asientos del final, dándose las caras dos a dos. Se sienta junto a la ventanilla, contra la marcha, enfrente de Trini y de Carmen. —Tendrás que darnos una explicación, me parece —le oye decir a Trini. —Sí; esta noche en casa, cuando lleguemos. A los tres. Y lo dice de tal modo que nadie insiste. Trini opta por volver la cara hacia la ventanilla y hacerse la ofendida, Carmen lo mira fijamente, con dulzura e inquietud, y Carlos, a su lado, ha empezado a hojear una revista. Vuelven los cuatro de Oviedo, donde se casó ayer Vanesa, la sobrina de Trini, la hija de su cuñado Rafael, y han llegado esta mañana a Chamartín, en el expreso, y él se marchó enseguida al Ministerio, para aprovechar el paso por Madrid y resolver sus asuntos, con el proyecto de reunirse luego a comer en el restaurante de la nueva estación Puerta de Atocha. Todo eso lo ha recordado en cuanto los ha visto, en cuanto han hablado. No había, pues, hotel en Madrid y eso, hasta cierto punto, lo consuela: difícilmente podía encontrar en la memoria lo que no había existido. La cama del insomnio había sido la alta de un departamento doble del coche cama que tomaron en Oviedo poco antes de medianoche, y la culpa no tanto del traqueteo (él ha dormido siempre bien en el tren y hasta lo tiene a gala) como de los ajetreos de Trini, que se pasó no menos de una hora, cuando salieron, con todas las luces encendidas, ocupada con sus cremas y sus rulos, espantándole el sueño; lo despertó luego, cuando él apenas lo había cogido y ella debía de llevar tres horas durmiendo, con un nuevo encendido total de luces tan solo para mirar la hora y, finalmente, se levantó a las seis para proceder a las prolijidades de sus arreglos y maquillajes, pues no iba, según le explicó, a llegar a Madrid de cualquier manera. Se siente satisfecho de recuperar ahora esas imágenes, que buscaba antes por un camino equivocado, como cuando se le ha borrado algún texto en el ordenador y es Carlos, que sabe más de esas cosas, quien se lo encuentra. Pero la neurología no es tan simple como la informática:
llegará el momento en que ya no pueda recuperar los fragmentos perdidos de su memoria, en que el deterioro celular sea irreversible. Se pierde Madrid en la lejanía y piensa que ya nunca más volverá, que todo su pasado se le irá esfumando como se le desvanecen ahora, tras la ventanilla, los paisajes de los que se aleja el tren. Su vida, lo que le quede de ella, va a ser como este viaje, a contramarcha, avanzando hacia la muerte de espaldas, perdiendo de vista las luces del pasado, cada vez más borroso y evanescente, hasta irse enredando en una madeja de confusiones, hasta irse sumiendo en una niebla densa e incolora, sin horizontes, sin pasado ni futuro. Ha cerrado los ojos para evitar encontrarse con los de Trini y que ella, cansada ya del papel que representa y que la obliga al silencio, retome la palabra y le vaya enjaretando la trivial retahíla de sus reproches o la cháchara estúpida de sus comentarios. Intentará hacerse el dormido, por lo menos durante un rato. «De espaldas hacia la muerte», vuelve a pensar. Y una idea que no es la primera vez que lo asalta le sobreviene de nuevo. Le cabe todavía irse hacia la muerte de frente y por derecho: tiene el recurso del suicidio, mientras le quede lucidez. Se imagina a sí mismo fuera de este tren, esperando su paso, al lado de la vía, y arrojándose a ella cuando lo siente llegar. Y, en el mismo instante de esa escena imaginaria, el talgo que lo lleva transita por un cambio de agujas y él oye como un triturar de huesos y siente como un escalofrío en el alma. No, no se va a suicidar; él es creyente y su catolicismo lo tiene tan arraigado que no le permite esa huida. Si las cosas son así, serán así. No piensa en lo justo o injusto de la situación, en el calvario que va a representar para su familia, en lo que pueda ser para él ese tránsito prolongado por la oscuridad. La vida humana es incomprensible y hay que aceptarla tal como es y, sobre todo, respetarla. Todo esto puede tener un sentido, aunque él sea incapaz de vérselo. Siempre ha creído, en su larga carrera profesional, en su prolongado o con las miserias humanas, que todos los azares están gobernados por designios más altos, que escapan a nuestro entendimiento. No cree en el milagro ni lo espera; pero sí confía en llegar a otra luz. Sigue con los ojos cerrados y respira acompasadamente, como en el sueño. Oye la voz del revisor, que solicita los billetes: tendrá que seguir fingiendo y esperar que lo despierten para mostrar el suyo. Carlos ha debido sacar los otros tres y alargárselos. —¿Tres?
—¡Ah!, el otro lo tiene mi padre. Lo despertaré para pedírselo. —No, déjelo dormir; luego pasaré a picárselo —dice el revisor amablemente. Tras esto, acentúa la representación de su sueño y deja escapar algún leve ronquido. —Me tiene preocupada papá —le oye decir a Carmen—. ¿No lo habéis notado muy raro estos últimos meses? ¡Y cómo ha llegado antes!, con la mirada perdida y como asustada. —¡Bah! —dice Trini—, a tu padre le ha gustado siempre hacerse el interesante. La verdad, piensa su marido, es que quizá no sea tan malo olvidar. Y, acunado por el monótono y acompasado sonido de las ruedas del tren, se va deslizando, suave e inconscientemente, al sueño real desde el sueño fingido.
(1997)
CARTOMANCIA
Para Silverio Grajera ha sido un día de intensas emociones, de gratas remembranzas. Ha vuelto muchísimas veces a Tenerife, después de su estancia de cuatro cursos en la Universidad de La Laguna, con la cátedra recién ganada, allá por los primeros setenta: siempre con gusto; pero lo de hoy ha tenido un sabor muy diferente, menos convencional, mucho más íntimo. Una de las promociones de químicos que él ayudó a alumbrar, la primera, a la que pertenece el actual decano, cumple sus bodas de plata y se han empeñado en que viniera desde la Península a acompañarlos en la celebración. Han almorzado en el mismo restorán que lo hicieron hace veinticinco años para festejar el fin de la carrera. Por Guamasa. Ha cambiado de propietario y de nombre, pero era el mismo. Entonces habían sido cuarenta y ocho personas las presentes, los treinta y siete que acababan y once profesores. Hoy han sido solo treinta y dos los comensales: cuatro los profesores, incluido él, y veintiocho los de la promoción. De los nueve alumnos restantes, uno murió hace ya seis años, de cáncer, y una chica —tan guapa la recuerda, tan airosa, con aquella voz tan dulce —, poco después de concluir la carrera, en un accidente de automóvil: Silverio estaba todavía en la isla. Seis viven en la Península: ganaron cátedras o agregaciones de institutos y se quedaron por allá; solo dos han podido acudir a la convocatoria —estas fechas de final de curso son especialmente complicadas— y los otros han escrito cartas nostálgicas, excusándose, alguno ha telefoneado incluso al restorán durante la comida. Una de las grancanarias no ha podido venir a última hora por la inesperada enfermedad de su marido, ingresado urgentemente en una clínica, según explicaron dos de sus compañeras que también residen en Las Palmas. Hay uno que está en los Estados Unidos y ha enviado un fax y hay otro del que solo existen noticias contradictorias y de hecho nadie sabe muy bien por dónde anda. De los once profesores de entonces tres ya han muerto, alguno anda muy delicado de salud, otros, que se trasladaron como él a la Península, han alegado diversas razones para excusar su ausencia o acaso no les insistieron tanto como a Grajera, que dirigió siete tesinas a los de esa promoción y cuatro tesis doctorales, que ha tenido en ella discípulos muy directos y muy fieles, entre ellos el propio decano. ¡Veinticinco años! Ahora tienen ellos como diez o doce años más de los que él tenía entonces. A algunos no los había vuelto a ver y la edad los ha hecho casi
irreconocibles, los ha deformado generalmente, aunque en algún que otro caso pueda decirse más bien que los ha pulido, que les ha dado una presencia y una prestancia de la que en su juventud carecían. La mayor parte son profesores, universitarios o de enseñanza media, tres o cuatro están colocados en la industria y más de uno se ha dedicado a la política: hay un diputado autonómico y dos concejales. Pero no se ha hablado apenas de política y bastante poco de asuntos profesionales, de enseñanza o de investigación; tienen más bien gana de hablar de sus vidas, de la vida, de establecer balance de logros y desengaños, de contrastar las ilusiones de entonces con lo que efectivamente han conseguido, que no siempre ha sido menos, aunque no fuera exactamente lo que imaginaban. Aquel almuerzo de fin de carrera, recuerda Silverio, fue alborotado y ruidoso, desenfadado y festivo, en un día caluroso y despejado, decididamente veraniego. El de hoy en cambio ha sido más mesurado, más íntimo, de conversaciones menos generalizadas, en las que han predominado los recuerdos nostálgicos, y afuera, tras los ventanales, ha caído persistente la llovizna, dándole un tono gris y melancólico a la jornada. La sobremesa se ha prolongado hasta las siete de la tarde, aunque algunos se han despedido antes para alcanzar su vuelo de regreso a alguna de las otras islas. Cuando, al fin, se han levantado todos, solo quedaban veintitrés, pero la despedida se ha alargado en la explanada que se usa como aparcamiento, porque salvo tres o cuatro que se han ido enseguida, solicitados al parecer por compromisos familiares, los demás no parecen tener deseo de separarse, de dar por concluida la reunión y rebuscan en su memoria y sacan nuevos temas de charla y la van haciendo interminable. Son, pues, más de las ocho cuando se acomoda en el coche de Hernández, el decano, y salen a la carretera. En los asientos de atrás van Leticia, la mujer de Hernández, que también era de ese curso, y la que era su amiga íntima, Emma Brito, la morena y la rubia, siempre tan alegres, tan dicharacheras, así las recuerda Silverio, con quien también hicieron la tesina de licenciatura y a las que ha seguido viendo en cada viaje a Tenerife. Emma ha enviudado hace poco, pero se muestra entera y mantiene su donaire y esa sonrisa que nunca se le apaga. Es la que habla. —Si no le importa, vamos a ir ahora hasta mi casa de Tegueste, ya vino usted alguna vez. Allí está mi hija mayor, que ha terminado ahora Derecho. Hemos preparado una cena informal, para acabar plácidamente el día, sin tanto barullo. Aparte de Pepe y Leticia solo vendrán Juan Perdomo y su mujer y Nati García con su marido, sus fieles de siempre, don Silverio, en total nueve personas, para
que no se fragmente la charla y podamos escucharlo todos a usted, que es lo que nos gusta y nos interesa. —Gracias, Emma; usted siempre sabe acertar con lo que me pueda resultar más agradable. Por lo demás, yo estoy a lo que ustedes manden, y la cena, por muy informal que la haya concebido, acabará siendo cosa seria, que bien que conozco sus habilidades culinarias. Encantado, pues.
A la una de la madrugada todo ha ocurrido como estaba previsto. La cena ha sido exquisita, sabrosa en todo momento la conversación: han hablado de muchas cosas, de los viejos tiempos, sobre todo de personas, de amigos, de compañeros, especialmente de algunos de los que han asistido al almuerzo y cuya situación personal ha suscitado la curiosidad de Silverio, a partir de algunas frases que haya intercambiado con ellos. Como todos se conocen —Juan Perdomo y su mujer, Candela, también son de la promoción, y Nati García de la siguiente, pero su marido, Eladio Acevedo, que es catedrático de Literatura en la Facultad de Letras, estudió el Bachillerato con varios de ellos— le cuentan los avatares por los que han ido pasando unos y otros y, finalmente, en una pausa de la conversación, mientras su hija, Rosa, sirve unas tisanas —unas «agüitas», dicen ellos—, Emma lo ha mirado fijamente y le ha dicho: —La que debe de haberle contado a usted toda su vida es Rosalía Betancor. Me echó prácticamente a mí del sitio para sentarse a su lado y luego no ha parado de hablar durante toda la comida. Siempre fue un poco loca, pero ahora, desde que se divorció, anda completamente desquiciada. Hará cosa de un mes me llamó para preguntarme si conocía yo a alguien, en Tenerife, que le pudiera echar las cartas, que en Las Palmas había una alemana que adivinaba el porvenir con el tarot, pero que no le había dicho nada más que simplezas y vaguedades y que una amiga suya, peninsular, le había dicho que lo seguro era la baraja española y que a ella le había leído las cartas en Madrid una señora que vivía por Lavapiés, que le había cobrado mucho menos que cobraba la alemana y que se lo había acertado todo. Le dije que cómo podía creer en tales cosas, pero nada: insistió en que ella necesitaba orientación después de su fracaso matrimonial. —Sí, algo de eso me ha contado, de su desorientación actual y de la echadora de cartas. Por cierto, Emma, que tengo que agradecerle a usted que, cuando estaba en ello, reclamara mi atención para aquel brindis, porque estaba a punto de
confesarle que yo, en mis verdes años, había aprendido a echar las cartas y tuve un increíble éxito precisamente con otra Rosalía. Gracias a su interrupción me contuve y me dio tiempo a advertir que, si se lo contaba, se iba a empeñar en que se las echara a ella e iba a resultar enredoso explicarle que hace ya muchos años que me dejé yo de tales bromas. —¿Que sabe usted echar las cartas, don Silverio? De eso no nos ha hablado nunca. Cuente, cuente. Se ha creado una silenciosa expectación alrededor. Todos lo miran aguardando. No va a tener más remedio que repetir la historia una vez más. Y no le gusta demasiado. La eludió esta tarde, con Rosalía Brito, como acaba de explicar, pero ha caído ahora en el error de mencionarlo y estos otros no iban a parar de insistirle, si se negara. No le queda, pues, otro remedio, y luego va a aparecer una baraja e insistir alguna de ellas, seguro, en que se las eche. Pero no, de ninguna manera; lo cierto es que ya ni sabe: se le ha olvidado la significación de muchos naipes o de sus combinaciones. Cerró la tienda en Santiago de Chile, aquella vez. «Vamos allá con la historia, una vez más», piensa. —Aprendí cuando era estudiante de bachillerato, en Granada. Vivía en una pensión de la calle San Matías, donde había también unos cuantos estudiantes universitarios, estables como yo, y gente de paso: era precisamente donde se hospedaba mi padre cuando iba a la capital. Él prefirió para mí aquel ambiente que el de un internado. Eran los años cuarenta y ya había bastante gente encarcelada como para condenar a un hijo adolescente a la prisión frailuna de un colegio. Quería además que yo estudiara en el instituto. Una cosa más entre tantas otras que tengo que agradecerle. La pensión era de la viuda de un lejano pariente suyo que había muerto en un accidente poco antes de la Guerra Civil, doña Lola Quevedo. Era una mujer curiosa doña Lola. Fumaba, lo que entonces era insólito en una mujer. Fumaba unos cigarrillos rubios, con boquilla, que no sujetaba con los dedos sino con una especie de tenacillas de plata que sostenía con el corazón y el pulgar de la mano derecha, mientras hacía solitarios con la izquierda sobre el tapete de su mesa camilla. Siempre tenía una baraja a mano y se distraía con ella. Porque también echaba las cartas y tenía su clientela al respecto. No sé la edad que tendría. A mí me parecía muy mayor, pero cuando uno tiene esos años le parece mayor todo el mundo. Si lo pienso bien, no debería de estar muy por encima de los cincuenta, suponiendo que los alcanzara. Como no tenía hijos y yo era el niño de la casa y los inviernos de Granada fríos, como usted sabe muy bien, Pepe, que pasó allí dos cuando ganó la agregación, doña
Lola me acogía en su mesa camilla, al amor del brasero, las tardes y las noches en que yo tenía que estudiar. Y salvo casos muy especiales en que me pedía que la dejara sola con el consultante, yo solía asistir a sus sesiones cartománticas, haciendo como que estudiaba, pero más pendiente de las historias de pasado, presente y futuro que ella iba hilvanando con su lectura de los naipes que descubría sucesivamente, uno a uno, sobre la mesa. Poco a poco fui relacionando sus diversos significados según sus proximidades y posiciones, me fui haciendo, como si dijéramos, con el léxico y la gramática de aquel idioma adivinatorio que doña Lola interpretaba. Iba yo por delante, conforme descubría las cartas, adivinando lo que ella iba a decir, y por eso, una tarde me quedé desconcertado porque lo que yo leía en los naipes desplegados no fue lo que ella manifestó a la consultante, una mujer algo ajada, que a mí entonces me parecía mayor pero que no debía tener mucho más de treinta años. Cuando se marchó, le mostré mi extrañeza y se quedó pasmada de que yo hubiese aprendido tanto del lenguaje de las cartas, nada más que mirando de soslayo cuando parecía que estudiaba, que a ver si me iban a suspender mis asignaturas por perder el tiempo entreteniéndome de ese modo. Pero, en el fondo, se sintió halagada y hasta orgullosa de mi aprendizaje subrepticio y me explicó que, efectivamente, yo había leído bien, pero que aquella muchacha (ella la llamó «muchacha») ya era bastante desgraciada en su matrimonio y lo iba a ser más y cruelmente, como yo había sabido interpretar, pero que ella le había dorado la píldora, había atenuado la sentencia de los naipes y le había dado alguna esperanza, «porque demasiada desdicha tiene con lo que tiene y, además, nunca se sabe: la baraja no es el Evangelio», concluyó. Luego me pidió que se las echara yo a ella, para ver cómo lo hacía. Me puse y las fui desvelando: salían favorables hacia el futuro. «Sobresaliente», me dijo al acabar. Tres o cuatro meses después, durante las vacaciones de verano, en mi pueblo, se me presentó la ocasión de ejercitar esas habilidades. En mi casa había dos criadas, cocinera y cuerpo de casa, que le decíamos allí, doncella, si se quiere recurrir a un término más extendido y literario. La cocinera era una viuda cincuentona y enlutada, que se llamaba Consuelo, y la doncella una muchacha de diecinueve o veinte años, esbelta, bien parecida, morena de piel muy blanca, cabello negrísimo, ojos rasgados y risueños, habitualmente alegre y decidora. Se llamaba Rosalía y tenía un novio, del pueblo, al que acababan de licenciar de la mili. Yo solía levantarme tarde, hacia las once, pues nunca me he acostado temprano y tenía mucho sueño atrasado de los finales de curso. A esa hora la cocinera solía hacer la compra y era Rosalía la que me preparaba el desayuno y me daba conversación mientras me lo tomaba. Una mañana, casi recién vuelto su
novio, me narró sus cuitas y me expuso sus preocupaciones. Tenía una prima, de la poca familia que le quedaba, pues sus padres habían muerto y no tenía hermanos, que se había marchado a Barcelona con su marido, trabajaban los dos y les iba muy bien. Le había escrito un par de veces insistiéndole en que se fuera, que ella le encontraba colocación allí. Había estado esperando que licenciaran a Paco para convencerlo y marcharse los dos; pero él no quiere; están sus padres aquí y el par de bancales que tienen en la vega; lo que quiere es casarse y que ella se vaya a vivir con ellos, con los suegros y con él y con una hermana soltera que queda en casa. Y ese panorama no la atrae. En el pueblo no hay porvenir, eso se lo dice constantemente Consuelo y ella sí que lo sabe muy bien y lo ha padecido; y que lo de irse a vivir con suegros y cuñada, ni se le ocurra, a eso no hay matrimonio que sobreviva. También tiene Consuelo a sus dos hijos mayores, con sus mujeres y sus hijos, en Barcelona y aquello es otra cosa; ella fue a visitarlos hace un año y volvió encantada; igual se va también cualquier día, pero tendría que ser a casa de alguno de ellos y no quiere complicarles la vida. Paco es muy bueno, desde luego, pero se ha cerrado en banda y no hay modo de que acepte la idea de marcharse del pueblo. Ella no sabe qué hacer, entre el cariño que le tiene, porque se lo tiene, y su deseo de mejorar, de ampliar sus horizontes, de buscar otra clase de vida. La incertidumbre puede con ella y la está amargando. Consuelo dice que en el Cortijo Perdido, a una legua del pueblo, vive la tía Eduvigis, que estuvo siete años en Orán y sabe echar las cartas y que, por un duro, le adivina a una el porvenir. «En cuanto tenga un duro, voy a ir a que me saque de dudas», concluyó su monólogo Rosalía. Yo había terminado, entre tanto, mi trozo de torta y mi café con leche. Cinco pesetas de entonces eran, desde luego, una cantidad todavía respetable y, para la economía de una criada de servir, casi un capital. Le dije entonces: «Si lo que quieres es que te echen las cartas, yo sé, y por supuesto te las voy a echar gratis». Imaginó que bromeaba, pero le expliqué cómo había aprendido y que, al fin y al cabo, era como aprender a leer, y ella que había aprendido tarde, tres o cuatro años antes, como a mi me constaba, leía de corrido y escribía y sabía muy bien que no era tan difícil. Cuando comprendió que hablaba en serio, se entusiasmó y quedamos en que aquella noche, después de la cena y sus derivaciones, cuando Consuelo se hubiera acostado y la familia se hubiera sentado en la plaza a disfrutar del frescor veraniego, yo le leería su porvenir. Busqué una baraja completa, con ochos y nueves, y aquella noche, sosegada y desierta la casa, me dispuse a ejercer de adivino, con los cuarenta y ocho naipes reglamentarios sobre la mesa del comedor, y descubrirle a Rosalía el futuro que la estaba aguardando. Le eché las cartas al modo en que lo hacía doña Lola cuando sus consultantes lo
que buscaban era una respuesta concreta para tomar una decisión con respecto al camino que les convenía seguir, en la indecisión ante dos opciones que se les presentaban, puesto que era el caso de Rosalía y el más abundante entre los clientes de mi patrona, método que consistía en poner una carta boca arriba en el centro, la que represente a la persona cuya suerte se pretende conocer, y luego quince naipes ocultos con los que se construye una especie de cruz: tres a la izquierda, a partir de la carta visible, tres encima, también horizontales, tres a la derecha y dos filas de tres debajo, que luego se van descubriendo por ese orden y siempre de izquierda a derecha, leyendo cada grupo de tres como una unidad. El primer grupo, el de la izquierda, manifiesta lo que esa persona tiene en su entorno, el de arriba lo que desearía tener, el de la derecha lo que se opone a sus deseos y los dos de abajo el futuro que la aguarda, si se cumplen sus anhelos. A Rosalía le brillaban los ojos negros mientras yo barajaba esmeradamente y le ponía el mazo delante para que le diera dos cortes con la mano izquierda e iba, luego, poniendo cada naipe, todavía oculto, en su sitio correspondiente. Cuando los fui volteando y comencé su lectura, casi le oía latir el corazón. En el primer grupo no había nada que decirle que no supiéramos los dos: las cartas eran anodinas. Incertidumbre, descontento y trabajo rutinario. En el segundo grupo, el primer naipe descubierto, fue el seis de espadas, que es el que expresa más directamente viaje, lo que no dejó de asombrarme, puesto que su deseo mayor era irse a Barcelona y eso ya me lo había contado, y la acompañaban el siete y el cinco de oros, que añadían al viaje la esperanza de mejorar su fortuna y de afianzar su vida sentimental. En el grupo de los obstáculos, lo primero que salió fue el caballo de espadas al revés, que era signo claro, con las cartas que lo acompañaban, ya no recuerdo cuáles, de incompetencia y pusilanimidad masculina, bien intencionada pero rechazable. El pobre novio quedaba en evidencia. Y recuerdo que, cuando descubrí las tres primeras cartas del futuro, casi no me lo podía creer: rey de copas, cinco de oros y siete de espadas —acaso la conjunción ideal, me había comentado alguna vez doña Lola—, matrimonio con hombre maduro y bien situado, y una vida asentada en el bienestar y la felicidad. «¿Qué más quieres, Rosalía?», le pregunté. Le brillaba la alegría en los ojos y se le hacían hoyuelos al sonreír. Pero quedaban todavía boca abajo tres naipes de futuro. El primero al que le di vuelta resultó ser el tres de oros, que allí solo podía interpretarse como elevación de nivel social, de la dignidad personal, del estatus, que diríamos ahora. Y descubrí el siguiente: el as de oros. Doña Lola me había aclarado, en una ocasión en que a ella le ocurrió, que cuando sale el as de oros, en una serie de futuro, ahí se concluye, porque ya está todo descubierto: es la mejor carta de la baraja, presagia triunfos y prosperidades, grandes alegrías y venturas, riqueza y felicidad. Sobra cualquier otro pronóstico.
Se lo expliqué a Rosalía, que estaba exultante y me dio las gracias apretándome las manos cariñosamente —los besos no se habían generalizado, como ahora, que todos nos besamos a la menor ocasión— y se marchó a su cuarto, nerviosa y me pareció que decidida. No me equivocaba, porque a la mañana siguiente, cuando fui a desayunar, quien me estaba esperando era Consuelo, la cocinera: «Anda, desayuna pronto que me tengo que ir al mercado». «¿Y Rosalía?», le pregunté. «Tú le echaste las cartas anoche, ¿verdad?» «Sí, ¿cómo lo sabes?» «Porque me lo dijo ella, que se lo habías puesto tan bien, que se iba hoy mismo, al amanecer, para llegar a coger el tren y largarse a Barcelona. Que si no lo hacía así, le iba a ser difícil enfrentarse con Paco y contárselo. Pero tú no se lo digas a nadie, porque nadie lo sabe. Y más te vale que no se sepa lo de las cartas. ¿Qué iban a pensar tu tía y tu abuela? Porque ni se despidió. Como había cobrado la mesada hace un par de días, ni se despidió. No quería problemas. Ellas se creen que se ha ido con el novio. Y cuando venga Paco a verla esta noche, ya habrá pasado un día. Lo va a pasar mal el muchacho, pero le está bien por pasmado. ¿Qué le espera aquí en el pueblo?» A los pocos días una Rosaura había venido a sustituir a Rosalía, menos agraciada que ella, más adusta, pero igual de eficiente. No se habló más del asunto. En Navidades le pregunté a Consuelo. Sí, sabía algo por sus hijos. Se había colocado en una fábrica de tejidos y le iba bien. Cuando volví en el verano, era Consuelo la que se había marchado a Barcelona. Uno de sus hijos, que trabajaba de camarero, le había buscado un puesto de cocinera. No volví a tener noticias de Rosalía hasta nueve años después, porque fue en el cincuenta y tres, cuando yo estaba terminando mi tesis doctoral, mecanografiándola cuidadosamente, con todas aquellas copias que teníamos que hacer con papel carbón, ahora ya todo eso, con fotocopias, con ordenadores, resulta inimaginable. Como también estaban ya en Granada, estudiando, mis hermanos menores, teníamos un piso alquilado en la calle de la Isleta de San Felipe, muy cerca de la universidad, paralela de la calle Colegios, entre el convento de las Esclavas del Sagrado Corazón y el de los redentoristas, enfrente de la vieja Facultad de Farmacia. Era una calle mínima, sin tráfico, pues la cerraba al final la de Caballerizas. Solo había tres casas, de tres plantas, y la nuestra era la última. Vivíamos en el primer piso, con tres balcones a la calle, el del centro volado; enfrente la alta tapia del jardín de los frailes sobre la que asomaban las copas de sus árboles, que nos proporcionaban en verano algo de frescor y rumores de pájaros. A mediados de septiembre de ese año que digo, estaba yo solo allí, pues el curso aún no había comenzado para mis hermanos y yo tenía que concluir la tesis. Una tarde, puesto ya el sol, cansado de tanto teclear todo el día, salí al
balcón a refrescarme un poco y, al poco rato, vi que un gran automóvil negro embocaba la calle y avanzaba lentamente por ella, lo que era absolutamente inusual. Era un coche potente y lujoso, lo que entonces llamábamos un haiga, porque era, se decía, el que se compraban los estraperlistas enriquecidos. «¿Qué clase de coche quiere usted?», les preguntaba el vendedor. «El mejor que haiga», respondía el advenedizo. Lo vi avanzar hasta que se detuvo, finalmente, ante mi casa. Salió de él un hombre alto, bien trajeado, como de cuarenta años, que comprobó el número de la vivienda y dijo «Aquí es». Bajó entonces, por el lado opuesto, una mujer joven, elegantísima, con aire distinguido, y ambos entraron en el portal. Me pregunté, con cierta curiosidad, para cuáles de mis vecinos sería tan sorprendente visita y, casi enseguida, oí abrirse la puerta del entresuelo, que era un interior a un nivel más bajo que el nuestro, en un recodo de la escalera, y una breve conversación entre la vecina y los visitantes antes de oír el ruido de aquella puerta al cerrarse. Ya sabía, pues, a quienes venían a ver los del haiga, y me dispuse a continuar el trabajo, pero en el mismo instante sonó el timbre de mi puerta. Salí a abrir extrañado, porque no esperaba a nadie, y me los encontré allí: a ella la reconocí de inmediato. Como ustedes habrán supuesto, porque todo esto estaba cantado, era Rosalía. Rosalía con su marido, aquel rey de copas de mi baraja, aquel presagiado hombre maduro —debía de llevarle diez o doce años, calculé— con fortuna, seguridad y amor. Todo había salido, pues, tal cual, y venían a mostrarme su gratitud. Los dos, porque ambos se consideraban afortunados y yo los había situado en el camino de la fortuna. A él lo tenía ella encandilado y la miraba sin descanso y con arrobo. Se habían conocido nada más llegar Rosalía a Cataluña, pues fue él quien la empleó en la fábrica de tejidos de su padre, en Manresa, que él dirigía. Eficiente ella, tan firme, tan segura, tan alegre y tan guapa: se enamoró enseguida, como un colegial. Llevan casi siete años casados y tienen dos hijos, niño y niña, que se han quedado ahora con los abuelos, en la playa, porque ella tenía mucho interés en hacer este viaje, en que viniera él a conocer su tierra y a conocerme a mí, que le anuncié todo lo que le iba a pasar y no me he equivocado. Habían pasado por el pueblo, habían visitado a mi familia y se habían enterado de que yo estaba en Granada, en esta casa. Me cuentan cosas del viaje, de su vida, de sus niños, de lo bien que le van a él sus negocios, permanecen más de una hora conmigo y me invitan a que el día siguiente almuerce con ellos, en el Hotel Alhambra Palace, que es donde se hospedan. Compruebo, sobre todo en ese segundo encuentro, que ella se ha refinado extraordinariamente, se ha aseñorado, ha aprendido mucho en estos años y domina totalmente su nueva situación. A mí me abruman los dos con sus muestras de agradecimiento, porque parece claro que aquella especie de cuento de hadas, que yo le leí a mi insatisfecha cenicienta en la baraja casera, se ha
convertido, asombrosamente, en realidad y ha sido el fabricante manresano el que ha encontrado el perdido zapato de cristal. —Y esta es la historia feliz de mi incursión en la cartomancia, que ustedes querían conocer —concluye Silverio. —¿Y qué fue de ellos después? ¿Cómo les ha ido? —pregunta Candela. —Pues no lo sé. No los he vuelto a ver jamás. —¡No me diga! ¿No ha tenido curiosidad por saber algo de Rosalía, si todo le iba viento en popa, como usted le pronosticó? —es ahora Emma la que interviene. —No digo que no haya sentido alguna vez curiosidad y haya pensado en ello. Pero en el pueblo, como no le quedaba familia, nadie se preocupó por ella y yo tardé quince años en tener que ir a Barcelona. —¿Y el novio que se había dejado en el pueblo? ¿Qué fue de él? —se interesa Nati. —Se casó con Rosaura, la que previamente la había sustituido en mi casa: se fue quedando esta con lo que la otra dejó. Y lo cierto es que, a lo que parece, dentro de su modestia, no les ha ido mal. Conozco a un nieto que está ahora estudiando Química en la Universidad de Murcia. Me saludó una vez que fui a formar parte de un tribunal de tesis. —Pero a Barcelona ha ido usted luego con bastante frecuencia —dice Leticia—, ¿no ha hecho nunca nada por ver o hablar con Rosalía? —Bueno, en principio donde el matrimonio vivía era en Manresa, no en Barcelona. Y usted sabe bien, por su marido, que en esos viajes profesionales, por razones universitarias, no queda tiempo para nada. He de reconocer que la primera vez que fui, pasados, ya digo, quince años, anduve buscando la tarjeta que me habían dejado con dirección y teléfono, pero no la encontré. La hallé meses más tarde, cuando buscaba otra cosa, y hasta apunté esos datos en una agenda y estuve a punto de llamar a su número en vísperas de otro viaje a Barcelona, pero me contuve a tiempo. Pensé que, por mi parte, esa era ya una historia concluida. Como habían anunciado los naipes, Rosalía había encontrado a su príncipe azul, se habían casado, fueron felices y comieron perdices. O no las
comieron. En el almuerzo del Alhambra Palace, yo pedí perdiz estofada, que la carta ofrecía, pero ellos se inclinaron por el solomillo de ternera. —Yo no hubiera resistido la tentación de hacer averiguaciones —interviene Eladio Acevedo. —Usted es profesor de Literatura y detrás de este cuento tan simple puede haber una novela muy compleja. Ya sabe que yo soy lector asiduo y las novelas me han ido ayudando a comprender la vida y a que las propias amarguras y aflicciones no me hayan resultado absolutamente insoportables por inesperadas o insólitas. Podemos imaginarle diversas vidas a Rosalía. Como a cualquiera. Seguramente vivirá aún: tenía cuatro o cinco años más que yo. Será probablemente una anciana y respetable señora de la alta burguesía catalana, que hablará catalán con sus nietos y castellano con la servidumbre, que votará a Convergencia i Unió y pertenecerá a algunas asociaciones benéficas. Pero aun siendo así y suponiendo que yo me hubiera encontrado con ella y su marido alguna vez, en este casi medio siglo que ha pasado, lo más probable es que me hubiera quedado en la apariencia y siguiéramos sin saber nada de su vida real. Pese a aquel as de oros que, según las claves de la cartomancia, le redondeaba un futuro repleto de venturas y pleno de felicidad, quién sabe las desventuras, las tribulaciones, las congojas y los desencantos que haya podido sufrir. En mayor o menor medida, nadie se libra; a todos nos llegan alguna vez malos tiempos, nadie escapa a las desilusiones y no digamos a los inevitables y atroces hachazos que nos da la vida. Todo el asunto de Rosalía y mis acertados augurios es simplemente una anécdota de mi biografía y seguramente también de la suya, un cuento que les acabo de contar y que para mí concluyó comiendo perdiz estofada en el Alhambra Palace. Seguir luego la novela de su vida, no digo que no hubiera sido interesante; pero yo no soy literato, soy químico, aunque desde luego también lector y las novelas las compro en las librerías. —¿Sabe que yo había invitado a Rosalía Betancor a que se quedara esta noche en Tenerife, aquí en mi casa, para asistir a esta cena? —dice Emma—. Hasta hizo gestiones, ilusionada, para cambiar su vuelo, pero no había plaza en los aviones de la mañana y tenía obligaciones ineludibles en Las Palmas a partir de las doce. Si se hubiera quedado, le iba a tener usted que echar las cartas ahora, con la manía que tiene y después de lo que nos ha contado. —Pues no —niega Silverio—; ya no juego a eso, creo que hasta se me ha olvidado.
—¿Y a mí tampoco me las va a echar? —es Rosa, la hija de Emma, que se ha ausentado hace un momento y vuelve ahora con una baraja precintada en la mano—. Tengo esta baraja sin estrenar; la compré para llevármela a Londres, cuando fui en Semana Santa, por si se presentaba tener que hacer un regalo, y me volví con ella. Me las tiene usted que echar, don Silverio, a ver qué va a ser de mí en la vida. —Lo siento, Rosita, guapa, pero ni a Rosalía Betancor, que hubiera estado aquí, ni a ti. Hace veintitantos años ya que no he tocado una baraja. Lo decidí una madrugada en Santiago de Chile, hace veintitantos años, y me he mantenido en ello. Se me ha olvidado todo lo que sabía de la baraja. A lo mejor sería capaz de jugar a las siete y media, pero hasta el tute y la brisca los he olvidado. Y no digamos los significados cartománticos de cada naipe. Me acuerdo de algunos, de los que he mencionado en esa historia que les he contado y pocos más. —Lo de la madrugada de Santiago de Chile me ha puesto sobre ascuas, don Silverio —dice Emma—. ¿Otra historia? —Pues sí, otra historia, Emma. —No nos irá usted a dejar intrigados —exclama Leticia. —Si no les parece que es demasiado tarde y están ustedes dispuestos, de perdidos al río, la cuento también. —Faltaría más —se oye decir, amén de otros asentimientos y expectantes conformidades. —Usted dice que solo es químico, no literato, pero se le da muy bien el suspense, doctor Grajera —apostilla Acevedo. —Lo que pasa es que, ya puestos, prefiero completar el relato, no de la vida de Rosalía, que ese asunto quedó terminado, sino de mi faceta de echador de cartas. He de reconocer que, después de lo de Rosalía, que comenté más de una vez, me presté en ocasiones, en reuniones y veladas, a echarle las cartas a quien me lo pedía. Un juego de sociedad, un pasatiempo más, que solía desarrollarse entre risas y comentarios jocosos. A veces, también como entretenimiento, me las echaba yo mismo, con ánimo de encontrar apoyo en momentos de incertidumbre o adivinar la posible solución que iba a tener algún problema que se me presentaba. Sin ninguna fe, por supuesto. Cuando la respuesta me desagradaba,
barajaba y repetía y, normalmente, salía algo por completo diferente. Eso lo había aprendido igualmente de doña Lola, a la que veía muchas tardes echárselas a sí misma cinco o seis veces hasta que encontraba la respuesta que le resultaba conveniente. En fin, una diversión sin trascendencia, una impensada habilidad social, como la prestidigitación o los juegos malabares. Creo que incluso aquí en La Laguna, una noche en casa del Rector, le eché las cartas a su mujer y a otras dos señoras, entre el asombro y el regocijo de todos los presentes. «Que eras granadino ya lo sabíamos, pero que fueses también gitano, no». Por entonces estuvo aquí el profesor Valdivieso, de la Universidad de Chile, que dio un cursillo de cinco lecciones, no sé si ustedes lo recordarán. —Por supuesto que sí —dice Juan Perdomo—; fueron extraordinarias. ¡Qué precisión y qué claridad! —¡Y qué buena planta tenía aquel hombre! —añade su mujer, Candela—. Con aquel acento tan deslizante. ¿Qué ha sido de él? —Más viejo, como todos, pero se conserva, se conserva. El caso es que intimamos mucho en aquella ocasión y me invitó a ir a Santiago durante las vacaciones de verano, que allí es invierno, naturalmente, y por lo tanto periodo lectivo, a impartir un curso de doctorado de treinta horas. Pasé allí unos cuarenta días, entre julio y agosto, inolvidables. Había una cierta crispación política, que podía advertirse, pues fue durante la presidencia de Allende, empeñado en transformar el país con una minoría parlamentaria, lo que terminaría, poco después, como todos ustedes saben, tan lamentablemente, pero eso ya es historia. Lo cierto es que a mí me trataron todos, colegas, alumnos, nuevos amigos, cordialísimamente, con afecto, con múltiples atenciones, sin hacerme partícipe de sus propias preocupaciones, de sus temores y sus inquietudes personales ante la situación. La víspera de mi regreso, que era sábado, Valdivieso organizó una cena de despedida con los amigos más próximos, una cena íntima en un restorán típico muy afamado, a quince o veinte kilómetros, en la ruta de Valparaíso, del que me habían hablado repetidas veces y que no querían que me marchase sin conocer. Éramos once personas: Valdivieso y su mujer, el decano y la suya, González Nieto, español, que fue compañero mío de curso, se casó con una historiadora chilena y se ha afincado allí, profesor de la Universidad Católica, y ella, por supuesto; otro matrimonio, el de una ayudante de Valdivieso que había seguido mi curso, que me había consultado muchas cosas acerca de la tesis que elaboraba, que me había llevado y traído en su coche a sitios que me interesaba visitar, que se llamaba Rita, tenía apellido alemán y aspecto germánico; era una
rubia dorada, alta y maciza, de ojos azules muy claros, joven, veinticinco o veintiséis años, y estaba casada con un ingeniero, López Eguiguren se apellidaba, cinco o seis años más que ella y mucho prestigio ya; pertenecía a una familia muy adinerada, según me habían contado, y era asesor del Gobierno en no se qué ministerio, al parecer. Luego estaba la doctora Ríos Corripio, que yo había tratado en Madrid, cuando hacía su doctorado en la Complutense; usted, Pepe, conoce muy bien su tesis, que tuvo que leer muy a fondo cuando se planteó la suya, y su marido, jurista, catedrático de la Facultad de Derecho. Fue una cena gratísima, en mesa redonda y sala reservada sin conversaciones divididas. Con buen humor, diálogos ingeniosos y, desde luego, excelente la comida. Cuando ya nos íbamos a levantar, hacia las doce y media, el ingeniero López Eguiguren dijo que todavía quedaba noche y que él y Rita tendrían mucho gusto en invitarnos a todos a su casa, que nos venía de camino, a tomar una copa y concluir la velada. Rita, además, que había estado tan amable en todo momento durante mi estancia, añadió que no quería que yo me fuese sin haberme acogido siquiera un rato en su propia casa. Yo tenía más bien gana de volver al hotel, pues aunque había dejado casi hecho el equipaje aquella tarde, todavía me quedaban cosas por acomodar y quería dormir suficientes horas. Pero todo el mundo estaba de acuerdo y no quise parecer descortés: me mostré tan encantado como todos y nos acomodamos en los coches para emprender el retorno. González Nieto, que tenía una amplia limusina de siete plazas, nos había traído y nos volvía a llevar a Valdivieso y su mujer, la doctora Ríos Corripio y su marido y yo, pues todos le quedábamos de camino y el tráfico era tan endemoniado que no habían querido utilizar demasiados carros, como ellos dicen. Seguía estando mal a la vuelta y se reanudaron conversaciones para entretener el trayecto y, no sé cómo, se fue a parar a la proliferación de astrólogos y quirománticos que estaban haciendo su agosto con la credulidad de la gente y las incertidumbres del futuro. Eran Valdivieso y el jurista y la mujer de González Nieto quienes habían entrado en ese asunto. Yo estaba callado y González Nieto, que conducía con esmero y atención y no había abierto la boca desde que arrancamos, dijo: «Tú sabías echar las cartas, Silverio, que me acuerdo yo de cuando éramos estudiantes, y hasta habías tenido un éxito deslumbrante, adivinándole el futuro a una sirvienta que teníais en tu casa». Y, naturalmente, tuve que volver a contar lo de Rosalía. »Era ya la una y veinte cuando llegamos a la casa de López Eguiguren, una casa de dos plantas, rodeada de un cuidado jardín. Ellos, con el decano, Hostos y su mujer, que eran casi vecinos, habían salido cinco minutos antes que nosotros, pero habían sabido eludir los atascos mejor que nosotros y habían llegado
minutos antes de la una, lo cual le había permitido a Rita tenerlo todo dispuesto: té, bebidas, chocolates, pastelillos. Nos sentamos, pues, y enseguida hubo quien volvió a sacar el tema e hizo alusión a mi habilidad cartomántica. «Supongo que tendréis por ahí alguna baraja española completa, Rita, porque yo ardo en deseos de que me averigüe un poco el porvenir y ya se nos va mañana», dijo Etelvina Ríos, muy sonriente, «porque un químico dedicado al ocultismo no se encuentra todos los días». «No creo que tengamos ninguna», respondió Rita. Pero su marido salió sin decir nada y volvió a poco con una baraja precintada y sin estrenar, como esa tuya, Rosita, fabricada en Vitoria, de Heraclio Fournier. Alguien se la había regalado, según dijo. Le eché, pues, las cartas a Etelvina Ríos, como quería, por el método más simple, el que había utilizado con Rosalía, el que les expliqué hace un rato: entorno, deseos, inconvenientes y futuro. Hay un procedimiento más completo, el que usan los profesionales ante un cliente que no inquiere sobre una cuestión precisa sino sobre toda su vida y al que se le lee la baraja completa, distribuida previamente en doce montones de cuatro naipes cada uno, los doce apartados establecidos en que se distribuye el contenido de una existencia humana. »Yo sabía bastantes cosas de la doctora Ríos Corripio y de su familia, hemos sido bastante amigos y utilicé un tono humorístico y simplista para ir leyendo los naipes que descubría: todo amable y en un ambiente relajado. «Ahora échaselas a mi mujer», dijo González Peña, siguiendo la broma, «a ver si yo me entero de algo que no sepa». «Nos conoce demasiado bien, a ti, a mi y a nuestros seis hijos, y no necesita baraja para pergeñar nuestra historia, con pasado convivido, presente frecuentado y porvenir previsible. Yo paso», dijo ella. No rehuyó, sin embargo, la esposa de Valdivieso, aunque también conocía bastante bien sus circunstancias y las cartas fueron fáciles de lectura y complacientes, y también quiso probar la señora del decano, de quien yo sabía poco y me tuve que atener a banalidades y repetidos lugares comunes y presagios venturosos, sin traicionar demasiado lo que se leía, pero ella quedó muy satisfecha y yo me sentía cansado ya de aquella historia y con ganas de acabar la reunión. Por eso me alegré cuando la anfitriona, Rita, se negó rotundamente a entrar en el juego mientras las otras la instaban a que se las dejara echar, porque ella, decían, era la más joven, y por consiguiente la que tenía más porvenir. Se pusieron pesadas con su insistencia e intervino también su marido para intentar convencerla. Pero a ella la advertí tensa, se le endureció el rostro y se afirmó en su negativa. Expliqué yo que a nadie se le podían echar las cartas si no se mostraba favorable a ello, que la voluntad y aceptación del sujeto es, según los expertos, condición sine qua non para que funcione el sistema, así es que lo mejor era dar la función por terminada
y nos íbamos despidiendo, que era muy tarde y mi avión salía al mediodía. Pero entonces López Eguiguren se dirigió a mí y me dijo: «Bueno, si ella no quiere, échemelas usted a mí. Van a ser unos cuantos minutos más y no creo que por eso vaya usted a perder el avión». Se había puesto repentinamente serio y se le notaba un tono grave en la voz. Sonreí yo y le contesté: «Por supuesto que no lo voy a perder», mientras barajaba de nuevo concienzudamente. «Corte usted. Con la izquierda, que es lo preceptivo». »Se había hecho el silencio y se percibía la expectación mientras yo distribuía los naipes en las cinco filas que formaban aquella especie de cruz de la que antes les hablé. Y cuando descubrí los tres primeros, los del primer grupo, me quedé, durante varios segundos, sin saber qué decir. Porque lo que claramente se leía era que su mujer le era infiel. Y yo tuve que improvisar una versión difusa y atenuada de lo que aquellas cartas precisaban: le hablé de que era excesivamente confiado y se apreciaba que había gente a su alrededor en la que no debía confiar. Luego seguí con las dos series siguientes: deseos y dificultades para lograrlos. Lo que más deseaba era tener hijos y proporcionarles un mundo mejor para el futuro, pero esos deseos chocaban con otras voluntades no fáciles de doblegar. Lo que yo veía en las cartas descubiertas, crudamente, era que su esposa y el amante de ella se habían confabulado contra él. Había conseguido irle dando un tono impersonal a mi discurso y confiaba en que las dos filas inferiores, las del futuro, me permitieran una interpretación más grata y favorable, más esperanzada y halagüeña. Pero al darles la vuelta, me quedé anonadado: nunca había visto una conjunción de naipes que augurasen tantos males. Lucha, traición, sufrimiento y muerte inminente, pero muerte sangrienta, con violencia. Como, por muy poco convencido que uno esté de que vaya a ser verdad lo que puede deducirse de la coincidencia y la colocación sobre la mesa de seis cartas de la baraja, a nadie se le puede espetar, así sin mas, al final de una placentera y amistosa velada: «Aquí dice que a usted lo van a asesinar dentro de unas pocas semanas». Y lo que yo dije fue más o menos esto otro: «Lo que se ve son contiendas, enfrentamientos, tribulaciones y quizá alguna desgracia. A usted le han salido las cartas malas, pero esto es una baraja y es como cuando se juega al póquer y no se consigue ligar ni un trío en toda una noche». Y mientras hablaba deshice con una mano aquella composición en cruz de los dieciséis naipes utilizados, los revolví y los reuní para devolverlos al resto del mazo. Alberto López Eguiguren se me quedó mirando con fijeza y me contestó, no sin reproche: «Usted no me ha dicho, doctor Grajera, todo lo que ha visto en esas cartas». Me quedé cortado y, finalmente, procurando quitarle hierro al asunto, le respondí: «Hombre, siempre se puede hacer una lectura más detallada, más
literaria, diría yo, y minuciosa; forma parte del juego; pero ya les advertí que estaba especialmente cansado: cuatro sesiones de cartomancia son demasiadas para una noche. Lo siento. Otra vez será. En mi próximo viaje a Chile». »Nos despedimos con cortesía y amabilidad, pero una cierta sombra había caído sobre la reunión. Luego, en la limusina de González Nieto, apenas se habló y nadie mencionó nada relativo a las cartas; solo convinimos en que me recogerían Valdivieso y González Nieto, en el hotel, a las once, para llevarme al aeropuerto, como así fue. Y tampoco ninguno entonces hizo referencia a lo de la noche anterior. »Volví a España y tres semanas más tarde fue el golpe militar de Pinochet. Las circunstancias redujeron mi comunicación con los amigos chilenos. Solo tres años después encontré a González Nieto en Madrid, a donde había venido para enterrar a su padre. Todos, me dijo, habían ido sorteando la situación y los problemas derivados y ahora ya se había entrado en una cierta normalidad rutinaria. De los conocidos, la única víctima el ingeniero López Eguiguren. Lo asesinaron en los primeros días. No en grupo, solo. Su cadáver apareció con seis balazos en la cuneta de una carretera secundaria. «Siento que nadie me lo dijera hasta ahora. Le tendré que escribir a Rita». «Más vale que no —repuso mi antiguo condiscípulo—: ella se volvió a casar, apenas un año más tarde; tú viste algo aquella noche en la baraja desplegada, ¿o no?» «La vida es algo muy serio —reflexioné en voz alta— y lo de las cartas un pasatiempo. No le fueron favorables, casualmente, aquella noche; pero lo malo es que existían fuerzas reales malignas actuando contra él y el golpe de Estado las disfrazó y las desencadenó impunemente, eso es lo que pienso ahora, recordando aquella velada». Juan González Nieto me había estado escuchando en silencio y siguió luego callado y fumando un rato. «Seguramente —dijo, por fin—, pero todo es muy triste». »Yo me propuse —ya me lo había planteado aquella misma madrugada de Santiago, mientras ultimaba mi equipaje— no volverle a echar las cartas a nadie nunca más, bajo ningún pretexto; y lo he cumplido rigurosamente. Es que creo que ni siquiera sabría, como antes les confesé —Silverio Grajera parecía ya estar también cansado esta noche de Tegueste, después de tantas rememoraciones y relatos. —¿No ha vuelto usted a Chile en tantos años? —le pregunta Emma.
—He estado hace poco, a principios de marzo. Como ustedes saben, el país ha prosperado. En este momento es la república de economía más sólida en toda la América latina; pero han pasado por tantas cosas en los últimos treinta años que sienten un cierto pudor para hablar de ellas ante los forasteros y luego los españoles estamos particularmente señalados por la diligencia y las diligencias de nuestro juez Garzón. Yo estuve tan solo cinco días y procuré que mis conversaciones no rozaran ningún tema incómodo. No pregunté por nadie ni por nada que tuviera algo que ver, o que yo lo imaginara, con las vicisitudes políticas sufridas. Nos centramos en temas profesionales y ellos, los colegas, los amigos, me hablaron de lo que me quisieron hablar. Pero hay un epílogo, incómodo para mí, desagradable, hasta, si me apuran, un poco truculento, que quiero contarles, para acabar con esta historia mía de cartomántico, que además me voy a hacer el propósito de no contarla nunca más, porque al final siempre me deja soliviantado y descontento. También ocurrió la víspera de mi regreso y también iba a cenar con Valdivieso y su señora, esta vez en casa de González Nieto, que pasaría a las ocho por el hotel a recogerme. Habíamos trabajado intensamente toda la mañana y, a las doce y media, se había servido un vino de despedida, un aperitivo abundoso, de los que lo dejan a uno ahíto. Yo preferí luego dormir un poco y renuncié al almuerzo programado en el hotel. A las cuatro y media decidí salir a dar una vuelta por las calles comerciales del centro, por si se me ocurría comprar algo, y acercarme hasta el palacio presidencial, la Casa de la Moneda, y alrededores, una especie de recordatorio turístico. Tras la paseata, a las seis de la tarde y ya de vuelta hacia el hotel, sentí un poco de hambre y pensé que lo mejor era entrar en un salón de té con pastelería alemana, que recordaba alguno muy conocido por aquella zona, y tomar un té con kuchen, que así, en crudo alemán, lo dicen los chilenos. Mi recuerdo era exacto y di con el local enseguida. Entré y aprecié de un vistazo que iba a ser difícil dar con una mesa libre, pues era la hora de la merienda y estaba repleto. No obstante penetré hacia el interior, oteando la extensión de mesas con ese aire entre contrariado y voluntariosamente esperanzado con que, en ocasiones semejantes, se obstina uno en hallar lo que no existe o en confiar en que alguien se levante y se marche. Y en esa inspección estaba cuando oí una voz a mi derecha, con cierto tono interrogativo: «¿Doctor Grajera?». Volví la cabeza y allí mismo, a dos metros, sentada en una mesa junto la pared, vi a Rita, con veintitantos años más, que siempre se notan, pero perfectamente reconocible, con su duro aire germánico, con el mismo trazo en sus facciones, con sus ojos clarísimos y su cabello rubio, más rubio que antes posiblemente, porque sería tono elegido en la peluquería para ocultar las canas que le hubiera traído la edad. Me acerqué y se levantó para besarme. «¿Cómo está usted, doctor Grajera? Leí en El Mercurio que estaba usted aquí y cuánto me
alegro de haberlo encontrado». Se volvió hacia el hombre que la acompañaba y que también se había puesto de pie: un militar uniformado, con medallas y condecoraciones, muy alto, pues le llevaba a ella la cabeza y a mí algo más. «Mi marido», dijo. «Coronel Heraclio Soubrier», se presentó él. «Vi que estaba usted buscando mesa, pero está todo lleno —explicó ella—; háganos el honor de sentarse con nosotros». Acepté y enseguida vino un camarero. Pedí lo que tenía pensado, que era lo mismo que estaban tomando ellos: té con kuchen, y les dije que había frecuentado esta pastelería en mi ya lejana anterior estancia en Santiago y que la había buscado expresamente después de un largo paseo por esta zona central de la ciudad. «Creo que fui yo quien lo traje aquí por primera vez», recordó Rita. «Rita me habló de que fue su guía en algunos recorridos turísticos, durante aquel curso de doctorado que usted les dictó, y de sus proclamados entusiasmos por todo lo chileno —contó el coronel—y también me informó de que es usted un temible echador de cartas, que lo adivina todo». La alusión me agarró tan de improviso que quedé callado unos segundos, no sé cuántos, que se me hicieron muy largos contemplando la sonrisa provocadora del militar. «Esa fue una simple diversión juvenil ya por entero olvidada; hace casi treinta años que no he tocado una baraja», logré decir finalmente. «Cuando me presentan a un español, es frecuente que me diga, al oír mi nombre, que le suena vagamente de algo. Y llegamos luego a la conclusión de que lo que le suena es la semejanza con el de mi tocayo Heraclio Fournier, el fabricante de esas barajas suyas, que aparece impreso siempre en una de ellas. Y usted lo debe, en cualquier caso, mantener grabado en la memoria, pero sin confundirlo». «Sí, lleva razón; todas nuestras barajas lo tienen impreso, como marca de fábrica, en el cinco de espadas —me jugué el resto—, y ese es el naipe que, en la cartomancia, significa muerte. Aquella noche, a la que usted parece referirse, salió invertido, expresando muerte sangrienta, que es la muerte peor». Al coronel se le endureció el rostro y se le inyectaron los ojos de sangre, acusando el golpe; a Rita la vi palidecer y llamar, a continuación, a un camarero que pasaba para pedirle la cuenta. «Tenemos que irnos —me dijo—; ahora vivimos en Viña del Mar: yo enseño en la Universidad de Valparaíso». «Venga a visitarnos, si vuelve por aquí», dijo él alargándome una tarjeta, en la que se leía su nombre completo: Heraclio Soubrier Aldasoro, Coronel de Estado Mayor, la dirección de Viña del Mar y el teléfono. Hice ademán de pagar, cuando volvió el camarero con la nota, pero me la arrebató él. «De ningún modo. Usted es de fuera». Y lo dijo con un tono que a mí se me antojó despectivo. Se despidieron apresurada y fríamente, sin palabras apenas. Ella simplemente me alargó la mano y él me la estrujó brutalmente, como si quisiera hacerme crujir los huesos. No hice referencia al encuentro en la cena de aquella noche y, salvo a mi mujer y a mis hijas, no se lo
había contado a nadie hasta ahora y me parece que no voy a volver a hablar de ello nunca más. —¡Qué cosas le pasan, don Silverio! ¡Y qué bien las cuenta! —rompe Pepe Hernández el silencio en que los ha dejado sumidos. —Por lo pronto, yo guardo la baraja. Respeto su decisión. También yo me retiraría después de una cosa así —habla Rosa, que ha escuchado atenta como todos, quizá incluso un punto más, la narración del viejo profesor de su madre. Se va abriendo la conversación, con algunos comentarios y apostillas. —Ahí sí que hay una novela. Casi es una novela lo que nos ha contado —dice Eladio Acevedo—. Debería usted escribirla. Tiene madera de narrador. —Le cedo esa oportunidad, Eladio. Cambie personas y lugares, incluso tiempos, y a ello, que es lo suyo. Me conformo con que me la dedique luego. —¡Venga, Eladio! No dirás que no es generoso don Silverio —se ríe Juan Perdomo—; lo que pasa es que vosotros, los de letras, tenéis mucho cuento pero poco que contar. —Que contar siempre hay —corta la broma Silverio—. Con volver la mirada hacia dentro, cualquiera halla su propia mina de recuerdos y de gozos y de padecimientos. Pero solo hay unos pocos, esos escritores que nos entusiasman, que son capaces de sacar oro de esa mina y hacernos creer que están excavando en la propia nuestra. —Hay un detalle que me ha sorprendido —dice ahora Nati—; cuando nos hizo el relato de Rosalía, nos especificó las cartas que le habían salido y que le auguraban matrimonio, felicidad y fortuna. En cambio, cuando nos ha contado lo del pobre ingeniero no ha mencionado en concreto ni una sola de las que le salieron. ¿Por qué? Usted dice que se le han olvidado ya muchos significados, y es natural, si no lo practica. Pero ¿por qué recuerda con tanta precisión las cartas de Rosalía, que son de hace el doble de tiempo que las otras? —Sí las recuerdo las otras. Con toda nitidez. E incluso he mencionado una, ya al final: el cinco de espadas, el naipe de la muerte, pero las he eludido, porque tampoco era el caso de completar una lección de cartomancia y más que cartas estrictamente nefastas lo que sí existe son combinaciones siniestras que auguran
el infortunio. —Pero ha mencionado usted el cinco de espadas y ya, si a alguien de nosotros se las echan o las ve echar, va a estar sobre aviso — dice Candela. —Sobre aviso estamos todos. Esa es una carta ineludible e inexorable, pero en un despliegue cartomántico puede leerse de muchas maneras y la inminencia con que se presentaba aquella noche venía dada por su situación. Aparte de que también puede entenderse como muerte de otro y la muerte de los otros la podemos recibir con sentimientos muy encontrados y diversos, a veces, aunque sea duro decirlo, hasta con alborozo. ¿Quién no le desea la muerte a alguien? —Sí —dice Emma, pensativa. —En cualquier caso —continúa Silverio Grajera—, en la cartomancia hay más cartas y combinaciones de significado favorable que desfavorable. La gente que va a que se las echen, busca buenos augurios, no que le anuncien desgracias y calamidades, y el negocio es el negocio. Es más rentable y más grato predecir dichas que desgracias y además más fácil, porque dan más juego y, aunque parezca mentira, son más variadas y abundantes, puesto que, esencialmente, son perecederas y transitorias, mientras que lo siniestro suele ser permanente. —Pero vamos a ver, don Silverio —Emma aguardaba la más mínima pausa para hablar ella, se le estaba notando—; usted nos ha contado dos historias asombrosas, una feliz y otra terrible, dos historias, el destino de dos personas, que usted adivinó, anticipó, con la baraja delante. Ahora, concluidas las historias, las anécdotas, dijo usted en algún momento, ha entrado en disquisiciones sobre la cartomancia y su práctica. Yo solo le voy a hacer una pregunta: ¿Usted cree de verdad en que se puede entrever, al menos, el futuro observando la disposición de unos naipes sobre una mesa, después de haber llevado a cabo determinados ritos? —No, Emma, no lo creo ni de verdad ni de mentira, en realidad no creo en nada que choque con la razón. No soy creyente, en una palabra, no transfiero mis dudas, mis deseos, mis desilusiones ni mis esperanzas a ningún mundo mágico, a ninguno, pero comprendo que se haga, que mucha gente se instale en pensamientos fantásticos que le ayuden a vivir. Porque la vida es dura, hermosamente dura en ocasiones, pero inaguantablemente dura las más. E incierta siempre.
—¿Y cómo explica esas coincidencias entre lo que fue de Rosalía y lo que le ocurrió a López Eguiguren con lo que usted había adivinado en la previa lectura de unos naipes? —No lo explico ni me lo explico. Solo cabe atribuirlo a la casualidad. El azar de unos naipes bien barajados que coincide casualmente con las entreveradas circunstancias vitales, igualmente azarosas, que constituyen en un momento dado la existencia de una persona. —Usted no cree, pues, en el destino —dice Candela. —No, desde luego. Nada está escrito sobre el futuro de una persona. Independientemente de esfuerzos, de logros, de proyectos, de firmezas, de anticipaciones, de apoyos, de seguridades, todos nos enfrentamos solos, cada día, a la vida y al azar. Y pienso que es hora ya de que descansemos esta noche para estar bien dispuestos mañana a vivir, de ese modo, azarosamente, otro día más. (2002)
HORÓSCOPO
–¿Dónde está el periódico de hoy? —pregunta Marisa, la hija, que ha salido resuelta de la casa, hacia la piscina, ya en bañador, y se ha detenido en el porche, donde todavía desayunan los rezagados: su padre, sus dos hermanos, la tía Carmen, la prima Leonor y yo mismo—. Quiero ver lo que me anuncia para hoy mi horóscopo. —Lo está leyendo tu abuelo— responde Marisa, la madre, que tiene una cafetera en la mano y nos está sirviendo café—. No sé cómo podéis creer en esa estupidez de los horóscopos. —Aquí está, Piscis —dice don Isacio, el abuelo, que está sentado en un sillón de lona, un poco apartado de la mesa, pues él madrugó como suele, desayunó el primero y está repasando el diario, en segunda vuelta ya, y lee—: «A gusto consigo y con los demás, flexible y afable, conquista corazones y posiciones. Jornada de mimos y halagos». ¡Vaya con mi niña, qué buen día le aguarda! —Eso, anímela usted —protesta Marisa madre, que no se ha decidido nunca a tutear a su suegro, por más que le hayan insistido; fue alumna suya, de latín, en el instituto, y la suspendió dos veces. En aquel tiempo le producía pánico; ahora la irritan, a veces, sus condescendencias con los nietos o sus comentarios sarcásticos. —¿El tuyo es Escorpio, no? —replica sonriente el viejo—, pues aquí lo tienes: «Pésimo humor. Su temple deja hoy mucho que desear. Modere sus impulsos para no tener luego que arrepentirse». —¡Qué panorama! —exclama Paco, el mayor de los nietos—. ¡A ver quién te aguanta hoy, mamá! —Tu padre, que nació el seis de julio y mira lo que les dice a los cáncer: «No se altere; tenga paciencia con quienes le rodean que no hay mal que cien años dure» —don Isacio se ríe: se ve que está disfrutando. —Mi padre es un entusiasta del horóscopo diario. Es una de sus lecturas obligadas y le gusta informarnos a los demás —nos explica Miguel a Carmen, a
Leonor y a mí, que somos los extraños en esta ocasión y no estamos al tanto de las, al parecer, consabidas bromas familiares—. Papá, explícales a estos tus teorías sobre los horóscopos y cuéntales la historia aquella del cura Barrantes. —Hombre, tanto como tener una teoría sobre los horóscopos no es que la tenga, pero me divierte leerlos y creo que son útiles —se ve que don Isacio se halla en sus glorias—. Si la predicción es favorable, uno intentará hacerla efectiva y, si no lo es, tratará de evitarla. De hecho, más que presagios son consejos y, generalmente, buenos. No tenéis más que ver lo que acaba de ocurrir. Sale mi nieta preguntando por el suyo, se lo leo y ya le he animado el día. ¿O no, Marisa? Tratarás de sentirte contenta contigo misma y con los demás, flexible y afable, conquistadora, encantadora en una palabra, y eso es estupendo. Y tú —se vuelve hacia su nuera— procurarás mejorar tu humor para contradecir el augurio y controlarás mejor tus impulsos, lo que siempre es bueno. Y en cuanto a lo de recomendar paciencia es una simpleza que casi nunca está de más. —Desde luego —le digo—. Yo también soy cáncer, como Miguel, y aunque lo de los cien años no sirva de mucho consuelo, lo de la paciencia, efectivamente, nunca está de más; pero ¿qué historia es esa del cura Barrantes a la que aludió Miguel? —Fue allá por los primeros sesenta. Yo oposité a cátedras de Latín de institutos, pero ya era funcionario del Ministerio de Información y Turismo, con destino en la delegación de esta ciudad, que era la nuestra, siempre ha sido la nuestra, donde yo había nacido, donde me había casado, donde habían ido naciendo mis hijos, donde teníamos la vida organizada. Pero yo era licenciado en Clásicas, mi ilusión era enseñar latín y la cátedra del instituto masculino (entonces solo había dos) estaba vacante y era una de las plazas que salían a oposición. Por eso me presenté, aunque no disponía de tiempo para prepararme a fondo. Había muchos jóvenes licenciados recientes con los conocimientos frescos y yo, con mis obligaciones de funcionario, apenas sí las había podido preparar, pero mal que bien fui manteniendo un tono discreto, con carencias pero sin cometer errores, mientras iban cayendo muchos de los jóvenes que a mí, al principio, me asustaban y, al final, obtuve una de las catorce plazas a las que se opositaba. Eso sí, con el número trece, el penúltimo, con lo cual solo tenía opción a Santa Cruz de la Palma y a esa ciudad episcopal de la que os estuve hablando anoche, donde fuimos a parar y donde vivimos durante cinco años. La pobre Adora, que en paz descanse, no quería dejar todo lo que teníamos aquí, la proximidad familiar y el mar y la playa y los amigos, para trasladarnos a la meseta, a una ciudad
pequeñísima y levítica, donde íbamos a encontrar, seguramente, un ambiente muy distinto al que había sido el nuestro de toda la vida. «¿Qué se nos ha perdido a nosotros allí?», me preguntaba. Yo intentaba convencerla con mis argumentos. Mi vocación era la enseñanza, el latín me apasionaba, no podía renunciar a esa cátedra y además había sabido que en la delegación de Información y Turismo de la capital de aquella provincia se iba a jubilar muy pronto un funcionario de mi misma categoría, con lo cual podría reingresar en ese otro trabajo, perfectamente compatible, y aumentar considerablemente mis ingresos que falta nos hacía. Al fin y al cabo, yo había sido interino en el instituto masculino y había podido compaginar mis clases con el horario de la delegación y me había decidido a opositar, cuando sacaron la cátedra, con ánimo de seguir compatibilizando ambas funciones. La había escogido el número dos, Rosendo Victorio, que era oriundo de esta región y se ha pasado aquí toda la vida: ahora se ha jubilado, este año pasado. Pues bien, en aquella provincia interior se me ofrecía la oportunidad de hacer otro tanto y duplicar mis ingresos, que ya empezábamos a ser familia numerosa y ese pluriempleo era esencial. Y allá que nos fuimos. Don Isacio hace una pausa, mientras carga y enciende su pipa, con la que ha estado jugueteando y mordisqueándola mientras hablaba. Se ve que es una pausa retórica, que pretende acrecentar la expectación. —La verdad es que fueron unos años agradables aquellos y todo resultó, igual para Adora que para mí, mucho mejor de lo que esperábamos. Había gente de calidad y amable entre los compañeros del instituto e hicimos buenos amigos. Los alumnos, por lo general, eran estudiosos y se tomaban en serio las asignaturas. Seriedad, disciplina, emulación. Nada que ver con lo que ahora impera, con esas cosas que nos contabas ayer, Leonor, tú que has empezado este año tu carrera docente. Allí daba gusto. Sentía uno que su esfuerzo era aprovechado y que la semilla caía en tierra fértil y predispuesta. Pero vuelvo a mi cuento. Si a mí me había pisado Rosendo la cátedra del masculino, yo había ocupado una a la que aspiraba uno de mis coopositores, un cura que era profesor adjunto en aquel instituto: don José Barrantes. —Yo lo conocí años más tarde, en Madrid —interrumpe Carmen—, en una comida en casa de los González Asensio, que estaban tan vinculados a la ciudad episcopal y cuya hija menor, Elena, fue compañera mía y muy amiga en nuestro años de licenciatura. Nunca te lo había dicho, Isacio, y se me había extraviado en la memoria. Era entonces ya director del instituto y viajaba con frecuencia a
Madrid y siempre lo invitaban a comer. A mí también, todo hay que decirlo: en cuanto llegaba con Elena, me ponían cubierto en la mesa. Pero a don José Barrantes le llamaban todos don Pepe, lo sentaban en la cabecera y le pedían que bendijera los alimentos. Coincidí con él un par de veces y todo tomaba, con su presencia, un aire solemne y falso. Yo siempre supuse que era el director espiritual de las dos tías ancianas y que las visitaba con ánimo de orientarles el testamento. —No me extrañaría —apostilla don Isacio. —Yo le hablé de ti, le dije que era tu cuñada más joven y que vosotros, tú y Adora, recordabais siempre con agrado y con cierta nostalgia los años que habíais pasado allí y él se deshizo en elogios de ti, utilizó todos los tópicos laudatorios propios de su sagrado ministerio y se repitió tanto y se excedió de tal manera que a mí me estaba produciendo alipori su exhibición oratoria, con tantos adjetivos manidos y blandengues en los que tú no me encajabas de ningún modo. Sonaba todo a hueco y convencional y, para colmo, cuantitativamente desmesurado. Bueno, perdona la interrupción y sigue tú con la anécdota que ibas a contar, que soy yo la primera interesada en oírla, ahora que le he puesto cara y figura al personaje. —Y que lo has captado muy bien, Carmen, no cabe duda. Cuando yo llegué, me recibió afectuosísimamente, casi con empalago; de hecho, yo no le había pisado la plaza, pues a él lo habían eliminado en el tercer ejercicio: de no haber ido yo, hubiera ido otro. En cualquier caso, lo cierto es que no me puso trabas ni me creó dificultades, nos repartimos cursos y horarios de buen acuerdo, probablemente porque yo cedí a algunas de sus pretensiones. Él se esforzaba en todo momento por hacerse el simpático, el generoso; me prometió su ayuda para resolver mis problemas familiares de acomodación y adaptación, pero si lo pienso bien, fueron el director, que era catedrático de Lengua y Literatura, y otros compañeros los que luego me orientaron en la búsqueda de vivienda y de colegio para los niños y me introdujeron en los ámbitos y en las costumbres locales. Lo cierto es que Barrantes estaba siempre muy ocupado en el palacio episcopal, era uno de los colaboradores más íntimos del obispo y eso le daba poder, que él asumía con orgullo y una pizca de soberbia. Se le notaba en el trato con los otros clérigos, que había varios en el instituto, no lo disimulaba nunca y producía la impresión de que se sentía revestido de él y que lo proclamaba desde la elegante severidad y atildamiento de su propia sotana.
—¿Pero llevaba sotana? ¿Tan anticuado era? —ahora es Leonor la que interrumpe. —Por entonces —le aclara don Isacio— la sotana era lo normal: en aquella diócesis, que yo recuerde, la llevaban, sin excepción, todos los curas. Y se notaban mucho las diferencias en la calidad de las telas o en la pulcritud o el desaliño con que la vestían unos y otros. En fin, volvieron a convocarse oposiciones a cátedras, dieciséis esta vez, y Barrantes las firmó de nuevo. Yo me ofrecí, solícito, a ayudarle en lo que pudiera y él me manifestó pomposamente su agradecimiento por lo que denominaba mi magnanimidad. Siempre me parecía excesivo en sus actuaciones. Le presté algunos libros, le pasé información bibliográfica y le trasmití algunos consejos que a mí me habían dado los experimentados y que me habían sido útiles. Llegado el momento, se presentó y esta vez sí que las sacó. Con el último número («Una cura de humildad», repetía él), pero ya era catedrático. Aunque no estaba lejos su destino, tendría que pedir la excedencia y optar por su actual plaza de adjunto, me dijo, puesto que no podía abandonar sus tareas en el obispado y el señor obispo le ayudaría, con su influencia, a que le facilitaran todos los trámites istrativos de la excedencia y demás. Bueno, no os he dicho que, desde el mes de mayo anterior, yo había conseguido el reingreso como funcionario en la plaza que, como estaba previsto, había quedado vacante en la delegación de la capital. Tenía en ella horario de mañana, de nueve a dos, y la hora y media o algo más que, entre unas cosas y otras se me iban en la carretera, con mi Volkswagen escarabajo, que era el coche que yo tenía entonces, muy baqueteado ya. En el nuevo curso, tuve que ceñirme, en el instituto, a los horarios de tarde, los de los grupos femeninos, que eran los que daba antes Barrantes, y dar clases en el nocturno para completar las dieciocho horas exigidas. Se veía que en el fondo estaba contrariado, pero lo disimulaba con risas y aspavientos. «Va a trabajar usted demasiado, Isacio, con tantas idas y venidas le espera una vida bastante aperreada». «¡Qué le vamos a hacer, don José, yo no soy célibe como usted, que no tiene familia que alimentar!» «Mi familia es universal y mis hijos son innumerables», contestaba engoladamente y elevando la mirada hacia el cielo, «y es otro tipo de alimento, más sutil, el que requieren». Los otros curas del instituto no lo podían tragar. «Qué: ya le ha ido Barrantes con sus arrebatos místicos. ¡Menudo pájaro!», me comentaba alguno que había entreoído la conversación. Pero, en fin, todo parecía ir bien. «Llámeme don Pepe, que es como me llaman mis amigos y el señor obispo incluso». No descendía al tuteo, que era lo habitual entre compañeros, ni renunciaba al «don», aunque él a mí me llamaba Isacio, pero me instaba, condescendiente, a que utilizara el hipocorístico, ascendiéndome así a las
familiaridades del uso episcopal. ¡Menudo pájaro!, decía yo también para mis adentros. Pero sin mayor problema. En definitiva, yo creo haber sido siempre hombre de buena pasta. —¡Ni lo dudes! —dice Carmen con ímpetu: siempre ha sabido valorar a su cuñado. —Gracias, Carmen. El caso es que hacia mediados de diciembre, el lunes de la semana anterior a las vacaciones navideñas, llego al instituto a dar mi primera clase, a las cuatro de la tarde, y me dice el bedel que el director quiere verme con urgencia, que me está esperando en su despacho. ¿Qué querrá?, me pregunto, y paso a verlo. Casi sin preámbulo me tiende un papel, un oficio que le ha llegado esa mañana del Ministerio, al tiempo que me dice «Estoy indignado». Se le dice en él que mi situación en el instituto es ilegal, puesto que desempeño a la par un cargo en la delegación provincial equis de la capital de la provincia y, de acuerdo con la legislación vigente, ningún funcionario podrá residir en lugar que diste más de treinta kilómetros (creo que eran treinta) del lugar de su destino, que se me comunique la infracción y que dispongo de un plazo de quince días para regular mi situación o solicitar mi excedencia en la cátedra. Me quedé sin habla. El que se lanzó fue el director, que solía ser vehemente y muy directo: «No te preocupes, Isacio, esto es un puro disparate. Tú resides aquí, eso es estrictamente demostrable, tus hijos están escolarizados en esta ciudad, el mayor incluso en este mismo instituto. Si alguien te puede sacar a relucir esa norma legal, que ya con mucha frecuencia se incumple, porque ciertas distancias han dejado de serlo, será tu otro ministerio, pero no el de Educación. He llamado esta mañana, en cuanto leí el oficio, al Director General pero no estaba; me ha dicho su secretaria que está de viaje y que no se incorpora al despacho hasta el jueves a primera hora. Te he conseguido una entrevista con él a las doce y media. Le llevarás todos los documentos acreditativos de tu residencia, no a muchos ni pocos kilómetros sino a trescientos metros de este centro. En última instancia sería el otro ministerio al que sirves, no el de Educación, el que podría pedirte cuentas. Si puedo iré contigo a esa entrevista, aunque tiendo a exaltarme ante intrigas de este jaez y quizá sea mejor que lo llame yo ese día, a primera hora, y le explique sosegadamente todo el asunto y a ver si le saco por qué vía se lo han colado». Le mostré mi extrañeza por este conflicto inesperado, mi malestar, mi preocupación, quieras que no; me parecía todo absurdo, pero uno ya estaba acostumbrado a que algunos absurdos prosperasen, en fin, qué les iba ni les venía en el ministerio con que yo prolongase mi jornada de trabajo si cumplía con mis deberes y cómo les habría llegado el soplo de mi doble actividad. «No seas cándido, Isacio; por ahí
anda esa víbora consagrada que tienes de adjunto, pero que ya es catedrático y le urge tu vacante y se halla amparado por el amplísimo vuelo de las faldas episcopales. Si no andamos listos, se consuma el desafuero, pero andaremos listos, no te preocupes. Yo le voy a escribir esta misma tarde al Director General, con todos los pormenores y detalles y además explicándole lo que yo haría si se consumara el atropello. Así, cuando le hable el jueves, ya tiene los antecedentes y será más fácil, y luego llegas tú, con tus papeles y tus razones, y todo se arreglará». En el instituto, al día siguiente, no se hablaba de otra cosa y se notaba que el personal, en su conjunto, docente y no docente, estaba claramente a mi favor. Los curas se mostraban indignados y vinieron a manifestarme su vergüenza de que intrigas así se pudieran fraguar en determinados ambientes. «No me extraña nada en ese hijo de la gran puta», me dijo alguno. Era la delicada manera habitual que tenían, en confianza, para referirse al Pastor de la diócesis. Me imagino que a Barrantes lo veían simplemente como un nieto aprovechado. —Me parece que se está desviando, don Isacio —dije yo—. Lo que nos iba a contar era algo de un horóscopo relacionado con el tal Barrantes. —Y en eso estoy, tenga paciencia —continuó don Isacio—. Aquella noche, cuando terminé mi clase del nocturno y salí del aula, vi que me estaba esperando en el pasillo. La verdad es que me sorprendió, porque nunca lo había visto por el instituto a aquellas horas. «¿Puedo acompañarlo hasta su casa?», me preguntó. «Faltaría más», le contesté y me manifestó que necesitaba hablar conmigo, que quería expresarme su adhesión ante esa disyuntiva en que se me ponía, que estaba dispuesto a cooperar en su solución, que se había enterado de que viajaría el jueves a Madrid para entrevistarme con el Director General y que se ofrecía a acompañarme y a hablarle en mi favor, pues ya sabía yo que tenía una cierta relación con él: un sobrino y ahijado suyo, muy querido, se había casado con una prima de Barrantes, «una prima de mucho trato, una prima como si fuera hermana», insistió, y eso creaba entre ellos una cierta vinculación familiar. Le agradecí el ofrecimiento, al tiempo que lo rechazaba, pero él insistió y, ante mi reiterada negativa, me lo pidió como un favor. Andaba circulando por ahí, insidiosamente, me explicó, la especie de que él era el culpable del ultimátum que me había cursado el ministerio, que él había intrigado y denunciado la anomalía de mi situación dúplice, que a quién si no a él le iba a interesar que me viese obligado a dejar la cátedra, cui prodest?, que decimos en latín, toda la retahíla; por eso me pedía que lo dejara acompañarme y que me ayudara a resolver el asunto con su posible influencia, para acabar con las maledicencias y
las sospechas gratuitas y restituir su buen nombre y, sobre todo, que yo pudiera comprobar su completa inocencia. Habíamos llegado a la puerta de mi casa e insistía tanto que, si me cerraba en la negativa, iba a aceptar la invitación a que subiera, que cortésmente tendría que hacerle, y temía que Adora, bastante alterada ya con aquel asunto y convencida de que era suya la maquinación, no le fuera a decir cuatro frescas. «Si usted cree que me puede ser útil su compañía y eso lo deja más tranquilo, don José, pues bien, venga». «Don Pepe, don Pepe, llámeme don Pepe», insistía ahora. Quedamos en que saldríamos el jueves a las siete de la mañana, noche todavía por aquellas fechas, en mi sufrido escarabajo. No antes, porque tenía él que decir misa en un convento de monjas y luego le tenían preparado el desayuno; me invitó a las dos cosas, a la misa y a la repostería monjil. Ambas cosas, argüía, me dejarían reconfortado, espiritual y corporalmente, para la dura y azorante jornada que nos aguardaba. «Se lo agradezco, don José, pero una hora más de sueño puede serme muy útil para aguantar conduciendo los cientos de kilómetros que nos esperan». «Usted manda, Isacio. Yo rezaré por los dos», Cuando se lo conté al día siguiente al director, se quedó sorprendido. Pero bien mirado, me dijo, a un tipo así más valía tenerlo a la vista que no suelto por ahí, intrigando a su aire; él se sentía muy satisfecho de la carta que había escrito al Director General, de su argumentación incontestable, y ya sabía que había llegado al ministerio, pues había hablado con la secretaria particular, que era paisana suya y con la que tenía amistad antigua. Le había prometido, además, que se la tendría colocada encima de todo el montón de papeles que debía mirar a su llegada y que le llamaría la atención sobre ella y le recordaría que, a las doce y media, tendría la visita del catedrático emplazado. —Es usted un maestro, don Isacio, en prolongar el relato, crear expectación y alimentar el suspense —le digo—. Se lo aseguro yo, como profesor de Literatura que soy. Pero en este momento vuelve usted a convertirse en un catedrático emplazado. Emplazado a hablarnos de ese horóscopo que no aparece por ninguna parte. —Calma, hombre, calma— sonríe el viejo—. Ya estamos llegando. Omito el viaje y los discursos morales con que me abrumó. A las once y media ya habíamos llegado, había conseguido aparcar el coche y entramos a tomar café y reponer fuerzas en una cafetería de la calle Alcalá, cerca de Sevilla, a un paso del ministerio. Yo había comprado Pueblo, que era el diario que habitualmente leía. Cuando despaché mi café y un pincho de tortilla, me dispuse a darle un vistazo; él estaba terminando su cruasán, que mojaba en el café con leche largo que había
pedido y saboreaba luego con delectación. «A ver qué me dice el horóscopo: siempre da alguna idea», comenté. «No me diga, Isacio, que usted lee esas cosas y da crédito a tales supersticiones», me recriminó con tono severo, que casi era de agradecer después de la monotonía meliflua con que me había obsequiado durante toda la mañana. Yo había encontrado la página de los horóscopos y leí el que me correspondía. Levanté la vista y lo vi muy serio y concentrado, preparándome el oportuno sermón. No resistí la tentación de leérselo en voz alta: «Sagitario: bien encaminada la solución del problema que lo inquieta, pero no se fíe de la persona próxima que quiere ayudarlo, pues son torcidas y malévolas sus intenciones». Le alargué el periódico para que lo comprobara y le temblaba la mano al cogerlo. Enrojeció hasta la raíz, no sé si de ira o de vergüenza. Me lo devolvió balbuciente: «Tenga, tenga», y entonces le pregunté: «¿Ha leído usted el suyo?». «Dios me libre». «¿En qué fecha cumple años?», le pregunté. «El seis de junio». «Pues aquí lo tiene», y leí en voz alta, sin mirarlo previamente, pensando que diría algo baladí, alguna simpleza desconectada que le quitara hierro a lo anterior: «Géminis: Deseche la hipocresía y evite las malas artes en su trato con los demás. No se empeñe en llegar pronto, que la prisa es mala consejera». Creo que tal casualidad, que parecía de encargo, me sorprendió a mí más que a él. Le volví a alargar el periódico y esta vez había palidecido y se puso lívido mientras lo leía, silencioso y sin levantar la vista de él durante un rato. Fui yo quien tuve que recordarle que nos quedaba el tiempo casi justo para estar en la antesala del Director General a la hora de la cita. Nos recibió enseguida y declinó ver las certificaciones que yo le ofrecía. No era necesario, nos dijo, porque tenía una pormenorizada carta del director del instituto y había hablado con él por teléfono hacía un rato y todo estaba bastante claro: cual era el lugar de mi residencia y mi puntualidad en el cumplimiento de las obligaciones docentes. «Puede volver tranquilo y dar por no recibido el oficio que se envió, con ligereza y excesiva prontitud. Alguien quiso darnos a entender que usted estaba en situación ilegal, sin decirlo taxativamente, solo insinuándolo, y se inició el procedimiento sin comprobar la veracidad de la denuncia. Le presento mis excusas, señor Hornedo. Tengo entendido que es usted un incansable trabajador». Se había levantado mientras decía la última frase. «Dele usted un abrazo de mi parte a su director y, de paso, otro personal, que bien se lo merece». Nos estábamos acercando a la puerta, estrechaba manos y, cuando se la dio a Barrantes, que no había despegado el pico en todo el rato, le dijo: «Y usted, don Pepe, paciencia, mucha paciencia, que es virtud cristiana». Y aquí acaba el cuento. —Pero bueno, ¿no dijo nada luego?, ¿no dio explicaciones?, ¿no se excusó? —
es Leonor ahora la que desea alargar la historia, completar los detalles. Don Isacio, que disfruta contando los avatares de su vida, buceando en el mar de sus recuerdos, que se van disolviendo en el lejano horizonte de los años pretéritos, que va reviviendo así su vida en fragmentos, en anécdotas memorables como la que acaban de oírle, que la ha narrado ya tantas veces que su nuera, por ejemplo, hace rato que cogió la cafetera vacía, se fue hacia la cocina y no ha vuelto, que su nieta y el mayor de sus nietos se fueron enseguida a la piscina y sus chapoteos y gritos natatorios han servido de fondo a buena parte de la narración, que su hijo, que lo había instado a repetirla esta mañana, ha aprovechado una llamada telefónica para perderse en el interior de la casa, que ya solo quedan los invitados, que la han seguido evidentemente con interés, y su otro nieto, que ira a su abuelo incondicionalmente y se deleita oyéndolo, pues bien, don Isacio Hornedo, que recuerda lo que ha contado muy bien, porque tal vez lo que recuerda no es tanto lo que pasó como lo que ha ido, sucesivamente, relatando tantas veces, y en ocasiones se pregunta qué fue lo que estricta y exactamente ocurrió y cuáles los toques literarios, las notas de color que él ha ido añadiendo con los años a la historia, pues ya se le han difuminado los límites entre lo vivido y lo reelaborado en su memoria, se plantea contestarle a Leonor en este momento y se da cuenta de que no recuerda en absoluto lo que pasó a continuación, que tiene borrado en la mente el viaje de regreso, lo que el cura pudiera alegar, las conversaciones y comentarios subsiguientes. Solo rememora que se vieron poco, dada la disparidad de sus horarios, y que Barrantes lo rehuyó siempre que pudo. Nadie le había pedido nunca que continuara la historia, pero no se arredra y fantasea, acaso con algún retazo de recuerdo, una contestación para Leonor: —No, no dijo nada. ¿Qué iba a decir? Emprendimos el viaje de regreso y yo saqué conversaciones distintas, anodinas, para que no se sintiera violento, pero él se mantuvo callado, apenas si intercalaba alguna observación o asentía brevemente a lo que yo expresaba. Paramos a almorzar en un mesón de carretera. Él comió con apetito y se fue animando. «¿Sabe usted, Isacio?», se arrancó, por fin, cuando tomábamos el café, «pienso que ha podido ser el señor obispo, que es un alma de Dios y me tiene en mucha estima, impremeditadamente, sin pararse a medir las consecuencias». «Bueno, bueno, don Pepe», esta vez sí le dije don Pepe, ya con reticencia, «el señor obispo no da un paso en materias de enseñanza y educación sin consultárselo a usted. ¿Cuándo cumple años? En el coche tenemos el Pueblo: podemos mirar su horóscopo, a ver si lo aclara». Se lo dije con tono jovial, pretendiendo echarlo
todo a broma, pero él se ve que no estaba para bromas y puso de nuevo cara de mártir. Cuando volvimos al coche, se hizo muy pronto el dormido, para evitar toda conversación, y así hasta que llegamos. —A lo mejor dormía de verdad y hasta se sentía tranquilo de conciencia— apunta Leonor—. ¡Vaya con el cura irresponsable! —Suelo distinguir entre el sueño real y el fingido, pero todo es posible. Más que irresponsable yo diría que zorrastrón. —Pues algo tengo yo que añadir todavía— nos sorprende Carmen—. Recordaréis que os dije que coincidí un par veces con él, almorzando en la casa de los González Asensio. La segunda vez, mi amiga Elena hizo algún comentario acerca de un examen parcial que teníamos el fin de semana y que era el que me tenía a mí allí estudiando con ella. «¿Cómo lo lleváis?», preguntó alguna de sus tías. «Ah, muy bien», respondió Elena, «y además las dos somos virgo y todos los horóscopos de las distintas revistas nos auguran mucha suerte y éxitos esta semana». Al tal don Pepe su afectada sonrisa se le convirtió en una mueca airada: «No me digas, Elenita, que tú lees esa basura pagana y supersticiosa». «Es un puro entretenimiento, don Pepe, no exagere usted, y cuando el augurio es favorable, como en este caso, ayuda al esfuerzo y sosiega los nervios». «Yo leo también los horóscopos», confesó una de las dos ancianas, doña Eduvigis, «y me distraen mucho; yo no les veo nada de malo, al contrario, suelen aconsejar bien». «Artimañas del demonio para embaucar a las almas inocentes», proclamó el cura. «No me defraude, doña Eduvigis, que usted tiene el alma limpia». «Me parece que se pasa usted, don Pepe, a no ser que esté de chirigota y nos quiera tomar el pelo», intervino Elena, riendo a carcajadas. «Dios me libre de jugar con las cosas serias», a Barrantes se le traslucía la ira en la mirada y en el ademán; «esas frases pueden resultar inocuas o incluso aparentemente beneficiosas, como ustedes aseguran, pero yo estoy convencido de que la mano que las redacta, aunque no sea consciente de ello, está guiada por el Maligno y puedo afirmar, pues, que todos esos textos que ustedes leen como entretenimiento o diversión, independientemente del matiz supersticioso que pueda encerrar su lectura, son esencialmente diabólicos», y pronunció la última frase casi gritando y en tono frenético. Nos dejó a todos estupefactos y nadie supo qué decir. —¿Tú de qué signo eres, Carmen? —pregunta don Isacio.
—Virgo, ya lo he dicho hace un momento. —Pues mira lo que dice hoy el ABC para ti: «Jornada de reposo y convivencia. Dará muestras de buen juicio y lucirá su memoria. Será suya, como siempre, la última palabra» —hizo una pausa—. Todo está ya dicho y, mira por donde, hasta estaba anunciado. Y don Isacio se enfrascó de nuevo en la lectura del periódico, con simulada atención y algún que otro comentario, no fuera a ser que alguno de los presentes quisiera comprobar la cita del último horóscopo, que era, desde luego, exacta, pero que no correspondía a Virgo sino a Aries. Y se sonreía hacia dentro, maliciosamente, de su pequeña trampa.
(2003)
PABLO JUAN
Osea, tú eres hijo de Dulce García Juan, la hija más pequeña de Emilio y Lola, nieto por lo tanto de Emilio García y bisnieto de Pablo Juan. Claro que nos habían presentado: nos presentó el alcalde el día aquel en que le pusieron mi nombre a la calle donde nací. Y donde vivieron luego tus bisabuelos. Pero yo no te ligaba con ellos. «Emilio Azor, licenciado en Historia y que pronto se va a doctorar», me dijo, bien lo recuerdas, y yo te pregunté sobre la tesis, sobre quién te la dirigía, una conversación banal, entre todo aquel barullo de gente que quería saludarme y recordarme cosas. Lo de Azor no me decía nada, aunque era, como sabes, el segundo apellido de tu bisabuelo, Pablo Juan Azor, si bien todo el mundo creía que era el primero, pues los Azor abundan en la comarca, mientras que Juan como apellido solo lo tenía él: su padre era un forastero, de la parte de Murcia, creo, que se casó con una Azor. Todos pensaban que Juan era nombre de bautismo, que se llamaba Pablo Juan, nombre compuesto, como Juan José o José María o Juan Pedro o José Luis, que de todos estos había muestra en el pueblo, y nadie lo llamaba Pablo a secas, excepto mi padre, ni siquiera su mujer, Tomasa, tu bisabuela: Pablo Juan para aquí, Pablo Juan para allá. En fin, como ves, ya te estoy contando cosas de ellos.
Sí, he de reconocer que tu carta me sorprendió. Me explicabas quién eras y que te había dado corte completar tu presentación y preguntarme por tus bisabuelos y tus abuelos, a los que yo había conocido y de los que recordaba bastantes cosas, pues habíamos sido vecinos, y algunos de nuestros paisanos te contaron que me habían oído algunas anécdotas de tu bisabuelo Pablo Juan y referencias al conflicto que hubo siempre entre él y su yerno, es decir, tu abuelo Emilio, y me pedías venia para visitarme en la primera ocasión en que viajaras a Madrid. Lo que más me impresionó fue el argumento: no se trataba de una simple curiosidad familiar, sino de que te estabas especializando en historia social del siglo veinte y habías pensado que lo primero que tendrías que hacer era bucear en la de tu propia familia.
Hombre, yo he sido esencialmente un profesor universitario y he investigado en
mi campo, como sabes, y el razonamiento me gustó. Por otra parte, aunque sea ya un jubilado, tengo todavía muchos requerimientos y obligaciones ineludibles, como escritor, y complicada casi siempre mi agenda; por eso pensé que era mejor decirte que vinieras a verme en vacaciones a este descansadero campesino que me he agenciado, un terreno lo suficientemente amplio como para poder hacer en él mis caminatas terapéuticas de cardíaco, una refrescante piscina para completar el tratamiento y una casa holgada y cómoda, donde acoger hijos y nietos, cuando les place, y a los pocos amigos de verdad cuya visita no estorba. Como además este lugar no es de los elegidos por las multitudes para sus vacaciones y queda fuera de las rutas turísticas, me resulta ideal para el alejamiento de esclavitudes y horarios, de solicitaciones ocasionales y agobios amistosos, y me permite escribir seguido textos de mayor extensión y acaso también de mayor enjundia. Confío en que tu viaje hasta aquí, desde luego mucho más corto que a Madrid, no te haya causado demasiado trastorno, y aquí me tienes, sin apremio de reloj, dispuesto a contarte todo lo que quieras que te cuente y yo sepa, que no será mucho más de lo que tú ya conoces por otros conductos.
Naturalmente todo lo que yo pueda contarte responde a mi percepción de entonces, a los juicios y valoraciones del adolescente que yo era, un adolescente, desde luego, atento a lo que ocurría a su alrededor, y rememorado ahora, con la perspectiva que pueda darme mi ya larga vida y las propias experiencias acumuladas. Te hablaré de tus antepasados, yo también empiezo a ser un antepasado, tal como yo los vi y los juzgué, sin ocultar mis simpatías y antipatías, que las hubo, y en algún caso mis pareceres chocarán con otros que te hayan llegado o con lo que tú hayas averiguado en tus indagaciones. Este es un testimonio más y las conclusiones tendrás que sacarlas tú. La indagación hacia arriba en cualquier árbol genealógico ofrece inevitablemente sorpresas y algunas no muy gratas. No va a ser tu caso, porque no te vas a remontar demasiado, pero yo estoy convencido de que todos, sin excepción, si nos remontamos en el nuestro, cada vez más amplio y de copa más extendida, acabamos inexorablemente por encontrar alguna abuela puta, o sea, que uno puede librarse de ser hijo de puta, pero de ser nieto de puta no se libra nadie, o chozno de puta si queremos situarlo en un pasado más remoto con una palabra que casi nadie usa. ¡Y no te digo nada si nos vamos a los varones! La colección de malvados y criminales de toda índole podría sumirnos en el desconsuelo. Porque, digámoslo claramente, lo peor no es descender de una puta sino de esa nutrida patulea de
hijos de puta entreverados, con toda seguridad, en nuestro árbol genealógico. La condición humana, que se suele decir. Tú eres historiador y bien lo sabes.
Es evidente. Perdona mi divagación. Me centraré ya en lo que te interesa y te ha traído hasta aquí esta tarde. Te hablaré de tu bisabuelo Pablo Juan. Era un hombre íntegro: yo le tenía mucha consideración y le fui tomando afecto. Te hablaré también de tu abuelo Emilio García, que a mí me pareció siempre un chisgarabís y un sinvergüenza. Y del resto de la familia. Uno se va haciendo siempre una idea de la gente con la que se cruza en la vida, que puede ser acertada o no. Nadie conoce enteramente a nadie. A Pablo Juan y a su mujer, Tomasa, los conocí cuando yo tenía catorce años, una vez que me llevó mi padre con él al cortijo de Las Jaras, a ver si me aficionaba a la caza, que a él lo apasionaba. Pasamos allí tres días, de jueves a domingo, que bastaron para que yo me hiciera cargo de que ni la caza con reclamo, de los amaneceres, paciente, tensa y silenciosa, ni la ajetreada y agotadora del ojeo, entrado el día, iban a constituir nunca para mí afición irrenunciable ni entretenimiento oportuno. No lograba entender la delectación con que mi padre y Pablo Juan se entregaban a aquellos azares y trajines. «Se ve que el muchacho no encuentra gusto en esto», le dijo Pablo Juan a mi padre el segundo día, cuando iban a lanzarse al monte, a ver si enmendaban con el ojeo la estéril espera de la madrugada en el puesto, «más vale que se quede en la casa, leyendo esos libros que se ha traído a la sombra del emparrado; quién sabe si no se topará él ahí con mejores piezas que las que nosotros podamos levantar». Mi padre se dio por vencido y no puso obstáculos. Siempre había irado el buen juicio de su amigo.
Sí, estás bien informado: fueron muy amigos. Coincidieron en el servicio militar. Fueron los dos únicos quintos del municipio que destinaron a un regimiento de infantería de guarnición en Valencia. No se habían visto nunca antes: Pablo Juan era un cortijero, que vivía allá lejos, en Las Jaras, y mi padre era el hijo del médico, vivía en la villa y se pasaba el curso en Granada, donde había terminado el bachillerato y estaba, por entonces, estudiando Derecho. El paisanaje y el alfabeto los unieron en el cuartel. Su extraviado apellido Juan y el Jurado de mi padre los emparejaron en las listas, en las formaciones, en las guardias; durmieron en literas contiguas; sufrieron codo con codo las diversas vicisitudes que conllevaba su situación: arbitrariedades y esfuerzos baldíos, contratiempos y
reprensiones, reveses y calamidades; se ayudaron y se apoyaron siempre, y se consolaron mutuamente cuando fue menester. También disfrutaron a la par de los momentos buenos, de los ratos de asueto, de las incidencias jocosas, de los escarceos domingueros con modistillas y mozas de servir. Se crearon así una memoria común de aquellos años, que recordaban luego, regocijados, siempre que había lugar, a veces incluso con melancolía. Algo les aprovechó aquel periodo. Mi padre se asentó, se disciplinó y se hizo la firme decisión de tomarse en serio los estudios y terminar sin retrasos los tres años de carrera que le faltaban; aseguraba que su maduración no era producto de la disciplina militar, no siempre comprensible, sino de la amistad con Pablo Juan, que fue un ejemplo para él de seriedad, de necesidad de proyectar la propia vida, de ir avanzando con firmeza, paso a paso, sin perder nunca el tiempo. Tu bisabuelo se dio cuenta de que, de toda aquella rutinaria formación militar, lo que más le podía convenir era perfeccionarse como tirador, afinar su puntería y aprender todo lo que, en ese terreno, le proporcionasen. Se convirtió en el mejor tirador del regimiento, se ganó el aprecio de sus superiores y fue, incluso, ascendido a cabo; él siempre decía que sus éxitos posteriores como cazador se habían fraguado en los años de mili, aparte su buen pulso y su agudeza visual, que esos eran dones que Dios le había concedido. Pero de lo que te estaba hablando era de cómo supo ver enseguida que mis inclinaciones y mis posibles aptitudes no iban por ese camino en el que mi padre me quería introducir sino por el apego a la lectura y por los conocimientos que los libros proporcionan, unos conocimientos que él iraba y que hubiese deseado poseer. El caso es que me eximió, con su buen criterio, del asendereo cinegético y pude quedarme, a la sombra del emparrado, leyendo a solas Fortunata y Jacinta, que era la novela que me había llevado. A solas poco rato, porque pronto vino a sentarse a mi lado, en la otra mecedora que allí había, Lola, la que habría de ser tu abuela y que tú, naturalmente, has conocido, porque no hace tanto que murió. ¿Cuánto? ¿Cinco, seis años?
Pierde uno la medida del tiempo reciente. Ocho ya. Cuatro eran los que me llevaba ella a mí. Habíamos nacido en la misma fecha, dieciséis de marzo, pero con cuatro años de diferencia. ¡Qué lamentable desajuste cronológico! Porque yo me enamoré de ella aquella mañana perdidamente. Tu abuela Lola fue mi primer amor. Yo era un chiquillo, ya te he dicho, tenía solo catorce años y ella era ya una mujer esplendorosa con sus dieciocho. Pero el caso es que vino y se sentó a leer a mi lado. «A mí también me gusta leer —me dijo—, es lo que más me gusta, como a ti», y yo me sentí transportado a su mundo, amistosamente
comprendido, en comunión con ella, embelesado, radiante. Ella estaba leyendo una novela rosa, de Pérez y Pérez, y mostró interés por la que yo leía y dijo que esas eran cosas más serias y más difíciles para ella, que yo estaba más preparado y sabía mucho más, que a ella le habría gustado hacer el bachillerato, como lo hacían otras chicas del colegio donde había estado interna, pero que a ella solo la habían mandado a que aprendiera labores y cultura general, que cuánto daría por haber seguido estudiando y hacer una carrera. Yo le dije que le prestaría libros cuando fuera al pueblo, libros más interesantes que esa novela que leía, y ella me contó que estaba, con su madre, tratando de convencer a su padre de irse a vivir al pueblo; pues ahora él, con la moto que se había comprado, podría venir cada día al cortijo para estar al tanto de todo y no perder de vista su hacienda y sus negocios; que en vez de ir a la villa con la moto, raro era el día que no, para resolver esto o aquello, que podrían vivir allí, con más agrado y horizonte para ellas, y que él hiciera los viajes a la inversa, sin tener que descuidar la finca. Recuerdo aquella mañana como si la estuviera viviendo. Me llené de su voz, de su aire, de la luz de sus ojos y lo de ese posible traslado al pueblo me dejó prendido a una ilusión y a una esperanza, porque tenía plena conciencia de haberme enamorado perdidamente. Me hubiera gustado tener, al menos, tres años más, uno menos que ella, porque uno menos que mi madre tenía mi padre y eso me parecía lo normal. Cuatro le llevaba mi tía Laura al pretendiente que tenía entonces, ella tenía treinta y dos y él veintiocho, y yo había oído comentar en la familia que era demasiado joven para ella. En eso estuve pensando, completamente turbado por su confianza, por su aire, por sus gestos, por su mirada.
Sí, era muy guapa entonces, como tú has podido ver en esas fotos de que me hablas, qué quieres que te diga. Me dejó traspasado. Mi primer amor, como te dije, que me proporcionó, desde mi timidez y mi silencio, momentos emocionantísimos, dulcísimas imaginaciones y sufrimiento, cómo no, mucho sufrimiento. Porque seis meses después se trasladaron al pueblo, como tu bisabuela Tomasa y ella deseaban. Había muerto doña Rosa Hernández y sus herederos pusieron en venta su casa, que estaba frente a la nuestra. Pablo Juan se apresuró a comprarla, hizo obra para adaptarla a sus gustos y comodidades y, en noviembre, se instalaron ya en ella. Cuando fui al pueblo, en las vacaciones de Navidad, me encontré con esa sorpresa y lo que había sido para mí, durante unos meses, el recuerdo recurrente de un encuentro ocasional, materia de fantasías y lucubraciones, se trocó en una proximidad continuada, en una presencia casi
constante, porque yo la visitaba para prestarle libros, Pepita Jiménez, Los pazos de Ulloa, Tormento, Pequeñeces, Las cerezas del cementerio, cosas así, y hablaba con ella de sus lecturas, vigilaba sus salidas desde el balcón de mi cuarto, preparado para salir yo enseguida y hacerme el encontradizo. Ese año estudiaba yo quinto de bachillerato y creo que desde enero me apliqué decidido, porque quería llegar triunfante al pueblo y declararle mi amor. Además, en esos meses ocurrió que estuve unos días enfermo, con fiebre, con unas anginas muy dolorosas, uno de esos momentos de la adolescencia en que se da el estirón y crecí, por lo menos, seis o siete centímetros. Como en Navidad yo estaba a la par que ella, de estatura, este aumento me daba mucha seguridad y me parecía que podría compensar la diferencia de años. Cuando volví a casa, en junio, aunque me dominaba la timidez y el temor de lo que pudiera resultar de mi proyectada osadía, no veía el momento de encontrarme con ella y, para mi sorpresa, fue ella la que vino a saludarme a la media hora de haber yo llegado. Y yo me quedé aturullado, sin saber qué decir, y ella explicó que me había visto llegar, desde su casa, y que ya hablaríamos, ya me contaría, que ahora la estaba esperando Emilio para ir a dar una vuelta por el río, con otros amigos. ¿Qué Emilio?, le pregunté. El hijo del Chilindrinas, contestó ella. Porque a tu otro bisabuelo le llamaban Chilindrinas en el pueblo, Pepe el Chilindrinas, como ya sabrás, porque andaba siempre con chilindrinas, con bromas triviales, con chistes fáciles. No era mal hombre.
Sí, es muy posible que el apodo viniera de atrás, de su padre o de su abuelo, yo a eso no alcanzo, y desde luego se lo trasmitió a su hijo, que fue siempre Emilio el Chilindrinas; pero lo cierto es que él, tu bisabuelo, hacía honor a ese sobrenombre y se tenía por gracioso, no escatimaba las chilindrinas. Por lo demás, como sabes, era escribiente del Ayuntamiento, entonces los llamábamos todavía así, no oficiales ni auxiliares ni nada de eso, sino escribientes, y aunque había alguna máquina de escribir, la mayor parte de las cosas se escribían a mano y él era un excelente pendolista, que tenía una letra no exenta de adornos pero clara y muy bien trazada. ¿Qué más sabía yo de él? Que tenía fama de servicial y buena persona, aunque cargaba un poco con sus chilindrinas, que había enviudado al año de casarse, pues su mujer había muerto de sobreparto, y que había vivido desde entonces con su suegra, que le había criado al único hijo, Emilio, o más bien malcriado, como su abuela que era, dándole todos los caprichos y sometiéndose a todos sus antojos e imposiciones. «Así ha salido él», decían. Bueno, quede claro que ni él tenía buena fama ni yo le tenía ninguna
simpatía, por lo que puedes imaginar el efecto que me produjo que Lola, la mujer de mis ilusiones, viniera a saludarme, eso sí, muy cariñosa, pero a contarme también, ajena a mis sentimientos, que se iba a pasear con él por las alamedas del río. Mi madre, que debió advertir mi desolación, me dijo que andaban tonteando desde hacía un par de meses pero que eso sería pasajero, que no era partido para ella, por supuesto, y que Pablo Juan y Tomasa estaban muy preocupados, aunque no querían intervenir para no enconar la cuestión, pues Lola era muy suya y bastante testaruda. A Emilio, me dijo, no se le conocía oficio ni beneficio y era solo un cantamañanas bien agraciado que les hacía tilín a las jovencitas.
Hombre, claro, yo pasé un verano amargo, desencantado, aunque a veces hablaba con ella, le llevaba algún libro y cambiábamos impresiones sobre el que ella acabara de leer, pero estaba, naturalmente, en otra órbita y hasta llegó a confiarme algunos de sus sentimientos y temores. Ella estaba deslumbrada por Emilio, sentía por él una atracción irresistible, pero advertía que su padre se mostraba tenso y no lo veía con buenos ojos. «¿Tú qué piensas?», me preguntaba. «Yo te quiero muchísimo, Lola», me atreví a decirle. «Ya lo sé; pues por eso debes querer lo mejor para mí y aconsejarme, que tú sabes mucho, con tantos libros como has leído». «Si yo tuviera más años y fuera ya algo en la vida, lo que haría sería casarme contigo, que no creo que nadie te quiera tanto», me lancé, con pasión. Ella se rió a carcajadas: «No seas loco», me dijo, «no digas tonterías; tú eres solo un chiquillo». «Pero él tampoco es nada ni está en camino de ser algo». A ella se le cortó la risa, se le endureció la mirada, miró por el balcón y dijo: «Me está esperando».
Sí, así fue, creo que te he relatado con toda precisión la escena. La he contemplado yo, en la memoria, como si fuera de una película vista ya muchas veces. Sin participación. Entonces sufrí mucho, pues está claro que el amor es siempre, en gran parte, sufrimiento y el del primer amor duele a rabiar porque no está uno acostumbrado. Lo que ocurre, a mi juicio, es que se pasa pronto, cuando uno entra ya en otras experiencias más felices, más controlables; pero, en fin, eso corresponde al ámbito personal de la propia historia y hay tantas historias como vidas y no todas son iguales ni siquiera parecidas en muchos casos. Yo seguí sufriendo y preocupándome con la historia de tu familia pero no dentro de ella
ya. A los dos o tres años, aquel amor se me había pasado por completo pero las cosas que iba sabiendo de Lola me podían hacer sufrir solidariamente con ella, con sus posibles sufrimientos, porque cariño le mantuve siempre, y desde luego con los evidentes, con los comunicados de Tomasa y de Pablo Juan, con quienes hablaba cada vez que iba por el pueblo y a quienes siempre tuve un afecto muy especial.
Sí, es verdad lo que te han contado: yo aplacé, no cancelé, un viaje a Nueva York para poder asistir al entierro de Pablo Juan y fue su muerte una de las que más me han impresionado y dolido a lo largo de mi vida. Pero te iré hablando poco a poco de la historia que ya tú conoces y de la que sabrás, incluso, cosas que yo desconozco, pero desde mi perspectiva, desde mi testimonio presencial o muy inmediato. Aquel mismo año, pero ya otro curso, un día de finales de noviembre, me encontré en Granada con alguien del pueblo que me comentó: «Tu vecina Lola, la de Pablo Juan, se fue el domingo con el novio, con el Chilindrinas». Aquello sí que me dolió en carne propia, fue como un puñetazo en la herida todavía no cicatrizada, y me parece que hasta me lo notó el paisano, que siguió con su cuento: «Pablo Juan está hecho polvo y Tomasa no para de llorar. Valiente sinvergüenza el hijo del Chilindrinas: ese se propuso no dar golpe en su vida y parece que lo va a conseguir con el braguetazo. Vaya regalo que le ha caído al pobre Pablo Juan».
Las costumbres han cambiado mucho. Los jóvenes ni lo podéis imaginar. Ahora los novios se van juntos a pasar el fin de semana en un hotel o en una tienda de campaña o en la casa de alguno de ellos y nadie le da importancia; pero entonces «llevarse la novia», que era lo que se decía de ellos, o «irse con el novio», que era lo que se decía de ellas, es decir, pasar una noche o dos juntos en cualquier lugar, solo se reparaba con boda inmediata, una boda sin boato, casi clandestina, generalmente en misa de alba. Había veces que se hacía con beneplácito familiar, casi por acuerdo, porque era la manera de ahorrarse el gasto de la celebración, pero otras era el modo de resolver, por la vía rápida, la posible oposición familiar, como es el caso del que estamos hablando. Oposición de una de las familias, casi nunca de las dos. En esta ocasión, según se comentaba, tu bisabuelo García y su suegra, tu tatarabuela Mercedes Espinar, estaban encantados y él habría facilitado y costeado la operación, pues el taxi que
condujo a los novios a Murcia era el de Santos Martínez, íntimo amigo del Chilindrinas padre. Menudo chollo el braguetazo de Emilito, que así lo llamaba él siempre, tan inútil y tan exigente, sin oficio ni beneficio, como había comentado el paisano, que había sido incapaz de labrarse un futuro y ahora se lo aseguraba, tan gustosamente, con guapa y rica heredera, hija única además.
Sí, sí, sí, era muy frecuente eso de llevarse la novia o irse con el novio. Quizá más de la mitad de los casamientos que entonces se hacían eran por ese procedimiento. Es interesante para ti, que podrás afinar los datos de tus estudios al respecto. Tengo curiosidad por conocer los resultados de tus indagaciones sobre esa costumbre. No era desde luego nacional, ni siquiera regional, sí de nuestra comarca y algunas vecinas, no tengo idea de cuál pudiera ser el área exacta que abarcaba. Una seña de identidad que dirían ahora. Una seña de identidad que le amargó la vida a tu bisabuelo Pablo Juan y que se la complicó mucho a tu bisabuela Tomasa.
Sí, eso fue así, eso lo viví yo de cerca. Cuando volví al pueblo, en Navidad, todavía no se habían casado. Lola estaba depositada en casa de su tía Remedios, la hermana de Tomasa, que vivía por la parte alta del pueblo. Ya sabes que eso era lo establecido. Una vez regresados los novios de su fuga, la novia quedaba depositada en el domicilio de algún familiar mientras se corrían las amonestaciones y se tramitaban los papeles para el desposorio. La boda se celebró el cuatro de enero, casi de madrugada, en la misa de alba. Pablo Juan se negó a asistir y le rogó a mi padre que fuera y apadrinara a su hija, con la abuela del novio. Yo quise ir también y mi padre accedió; nos acompañó Tomasa: todo el camino hasta la iglesia llorando. Allí estaban la tía Remedios y su marido y Chilindrinas el padre. No había más cortejo. Unas cuantas beatas del pueblo que asistían a la misa y que cuchicheaban y se miraban entre sí. Al terminar la ceremonia, Tomasa abrazó a su hija, entre lágrimas y besos, y luego, con gesto adusto, a Emilio. Yo me acerqué y les di, estúpida y convencionalmente, la enhorabuena. Aquella misma tarde Pablo Juan vino a mi casa y estuvo mucho rato hablando con mi padre, conmigo presente. Era muy duro tener que renunciar a su hija de aquella manera, pero las cosas ocurren como ocurren y no hay quien las mueva. De momento, para él, como si no existiera; Tomasa era libre de hacer lo que le pareciera bien. Dudaba mucho de las capacidades del yerno que le
había caído, pero quizá con una mujer y, acaso pronto, hijos que mantener se le despertaba la responsabilidad y se estrenaba en algún trabajo. Lo veía sin empuje ni decisión, un fililí, un gandul en definitiva, pero no sería el primero que se transforma cuando las circunstancias se lo exigen. Ojalá, por el bien de su hija. Él no pensaba ayudarles por el momento, que supiera ella, por mucho que a sus padres les doliera, lo que se había buscado y si más adelante, él comprobara que al yerno se le había despertado la voluntad y se había incorporado al tajo, el que fuera, y era capaz de sacar adelante una familia, entonces reconsideraría su posición y les prestaría ayuda, si era menester, para que se desenvolvieran mejor. ¿Qué podía él querer para su hija? Y se le saltaban las lágrimas cuando la mencionaba. Ya al final se dirigió a mí. «Un hombre como tú es el que yo hubiera deseado para Lola, con aplicación, con talento y con voluntad. Qué pena que no fueras mayor. Porque yo pienso que tú le has tenido siempre mucha ley y que ella a ti te ha estimado siempre harto». Quien lloró aquella noche, en la cama, con desconsuelo y con rabia fui yo, por todo lo que había pasado y por todo lo que imaginaba que estaría pasando en casa del Chilindrinas, pues era allí donde se habían ido a vivir por el momento. El padre les había cedido su alcoba, con la cama matrimonial, y él se había trasladado al cuarto del hijo, según nos había comentado por la mañana la tía Remedios.
Yo me volví a Granada cuatro días después, a seguir el curso, y no fui de nuevo al pueblo hasta Semana Santa, que caería por abril. No supe nada ni quise saber: estaba demasiado dolido, afectado por todo aquello. Pensé mucho en todo y, muy especialmente, en los personajes del drama. Al fin y al cabo, tú has venido a que te hable de ellos, a que te diga cómo los veía yo a cada uno, mi opinión acerca de sus actitudes en el conflicto que se había iniciado. Vamos a ello. Tomasa me había conmovido la mañana de la boda y los días que siguieron, las dos o tres veces que habló con mi madre, conmigo acechante. La vi tremendamente dolorida, pero más entera y más flexible. «Yo no voy a dejar de ver a mi hija; tendré que asistirla y apoyarla; a todas se nos va la cabeza alguna vez». «No esperaba yo eso de mi hija, que se dejara embaucar de esa manera y nos hiciera esto a su padre y a mí; pero no todo será malo, digo yo. ¿No dicen que no hay mal que por bien no venga? Siempre se pueden imaginar cosas peores». Yo, personalmente, no podía imaginar nada peor en aquella situación. Los celos me comían, si quieres que te lo diga claramente. Sin embargo, tu bisabuela llevaba razón. Toda acción humana genera un futuro impredecible a la larga en el que habrá de todo, bueno o malo. Por lo pronto tú existes gracias a
aquello y este día tan grato que estamos viviendo, esta conversación que estamos sosteniendo, allí se generaron.
Naturalmente todos somos producto de una serie de azares enlazados y no es cuestión de ponerse a pensar en ello. Lo que hay es lo que hay y lo que hubo fue lo que hubo. Y desde luego en el enjuiciamiento de aquel conflicto yo no puedo ser absolutamente imparcial, ya te lo advertí, pero tú me oyes y vas poniendo cada cosa en su sitio. Indudablemente Pablo Juan fue para mí un personaje ejemplar. Un campesino sólido, sin cultivo intelectual pero con una mente privilegiada y una entereza moral irable. Tenía conciencia de su rusticidad y se sentía más cómodo en su cortijo que en la villa. «Nunca debimos venirnos al pueblo», me dijo alguna vez después de todo aquello. Había leído algunos libros antiguos que había hallado en la casa de Las Jaras, entre el mobiliario, cuando compró la finca, y que me mostró alguna vez: Menosprecio de corte y alabanza de aldea, el Guzmán de Alfarache, la Vida del escudero Marcos de Obregón y el Quijote, que era su favorito y que había leído completo hasta tres veces y capítulos sueltos muchas más, según me confesó. Yo le presté, luego, algunos de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós. Había aprendido a leer de niño, con un maestro ambulante que, al parecer, iba por las cortijadas y montaba su escuela debajo de algún sombrajo, en verano, o al amor de la lumbre de alguna casa hospitalaria, en invierno. Y él, que poseía muchísimos saberes que le había proporcionado la experiencia y gran discernimiento para valorar la realidad, le tenía un profundo respeto a los saberes escritos, a lo que está en los libros, y trataba, en la vida urbana, de mejorar su lenguaje campesino con giros, voces o expresiones adquiridas en los que había leído, lo cual convertía en pintorescas, curiosas y, ¿por qué no decirlo?, hasta risibles, algunas de sus parrafadas, generalmente sentenciosas, que tampoco, en cualquier caso, prodigaba. Eso lo caracterizaba para alguna gente, digamos los exquisitos de la población, que nunca faltan, y hasta les servía de chacota, a sus espaldas. Uno de esos, o del coro de esos, era precisamente tu abuelo García, a quien yo le había oído una vez bromear, repitiendo y deformando una frase de Pablo Juan que le habían contado, pues daba la casualidad de que, en la ocasión a que se refería, quien sí había estado presente era yo y no era como él lo decía. Se lo corregí y él se me quedó mirando, despectivo, y me dijo: «Cállate tú, sabiondo». Como irás comprendiendo, mi antipatía hacia él, mi inquina, no procedía de que me hubiera birlado la que yo creía mujer de mi vida, sino que venía de más atrás, yo lo tenía ya enjuiciado para entonces. Tú habrás visto fotografías de él. Era un poquito
más alto de la que entonces se consideraba la estatura media y muy delgado, con la piel muy blanca, casi excesivamente blanca, como exangüe; se había librado de la mili por estrecho de pecho, aunque él alardeaba de que había sido por amistades que tenía y que habían buscado aquel pretexto. Siempre muy atildado y bien vestido, con un bigotito y un peinado que recordaba a Clark Gable, actor entonces muy en boga, a quien visiblemente pretendía imitar. Su padre había intentado que estudiara el bachillerato, haciendo por su parte un gran sacrificio económico, con la esperanza de que se aplicara y le pudiera conseguir una beca, pero fue un desastre, no aprobó nada al parecer: los libros se le hacían muy cuesta arriba y era incapaz de fijar la vista y la memoria. Yo le oí decir a su padre que era una calamidad para el estudio, pero que el mundo no se terminaba ahí, que podría hacer otras cosas. Bueno, te aclararé que yo fui un niño que estaba siempre entre los mayores o con un libro en la mano, muy atento siempre a todo lo que pasaba o se decía. Fui bastante raro, lo reconozco: los de mi edad me resultaban muy infantiles, como de otra especie. Pegado a mi padre o a mi madre, yo oía y archivaba lo que hablaban unos y otros y a veces me decían: «Niño, vete a jugar por ahí un rato», lo que me suscitaba aún mayor curiosidad, porque pensaba que algo querían decir sin que yo me enterase, y entonces buscaba un libro y me ponía aparentemente a leer en algún lugar desde donde pudiera seguir la conversación y lo cierto es que me dieron muy pronto cancha en ellas y adquirí cierta fama de muchacho con quien se podía hablar. Por eso te puedo contar todas estas cosas. Pues bien, bastante después de oír a tu bisabuelo Pepe García las quejas sobre el fracaso estudiantil de su hijo, tres o cuatro años después, le oí contestar a alguien que le había preguntado por los posibles proyectos laborales de su vástago, que no parecía dispuesto a buscar colocación: «A mi hijo lo que se le da bien son las mujeres; con suerte ya dará un braguetazo y, tal vez, acabe viviendo mejor que con un buen empleo o una carrera. Cada cual se busca la vida como puede y, de momento, no le debe nada a nadie, lo mantengo yo». Quizá pienses ahora que te empecé diciendo que tu bisabuelo Chilindrinas no era un mal hombre y que lo que acabo de contar y lo que dije antes acerca de que favoreció y financió la fuga parecen contradecir el aserto pero no es así. De hecho, a él le preocupaba su hijo como es natural y quería hallarle acomodo. Estaba convencido de que era un completo inútil, un vago sin remedio, y que su único porvenir estaba en hacer casamiento de provecho. ¿A qué padre no le inquieta el porvenir de sus hijos? Lo que ocurría en este caso es que la solución del Chilindrinas era a costa de la infelicidad de Pablo Juan; pero los dos querían lo mismo: el bien para sus hijos. Mantengo, pues, lo de que tu bisabuelo García, banal, corto de alcances, aprovechado, débil, no era una mala persona. Sí lo era, en cambio, su hijo, tu abuelo. Presuntuoso, frío, desaprensivo,
envidioso, malintencionado. Meloso con las mujeres, eso sí, acaramelado. A mí por entonces, con quince años y muy dispuesto a juzgar a la gente, me parecía simplemente un tipejo indeseable. Yo le había oído un día, en respuesta a alguien que amistosamente le reprochaba su nulo interés por hacer algo, por buscarse una ocupación, que lo de centrar su objetivo en casarse con mujer rica no era asunto fácil, que las ricas eran pocas y solían estar bien cuidadas, decirle: «No es fácil, no, pero alguna caerá; si no es de la villa, ya habrá alguna cortijera, que son más simples y tienen la guardia baja». Cuando yo pensaba en esa frase luego y en que la cortijera de la guardia baja había venido a ser Lola, la que habría de ser tu abuela y que era entonces tanto para mí, nada más llegada a la villa, inocente y deslumbrada, la indignación me corroía. Por lo demás, todo lo que le oía decir, todas las gracias que pretendía, todas las cosas que hacía para llamar la atención me parecían vanas e insustanciales, chilindrinas como las de su padre. En fin, creo que me estoy pasando, que no está bien que te diga todas estas cosas de quien fue tu abuelo, aunque muriera muchísimo antes de nacer tú.
Bueno, me alivia un poco que mi retrato coincida en parte con otras informaciones tuyas, aunque mi adjetivación resulte más incisiva, como has dicho. Bien, eso me confirma que no eran solo apreciaciones mías, producto de un resentimiento personal. Tomaré de nuevo el hilo de los sucesos, tal como fueron pasando y yo los fui conociendo, cuando volvía en vacaciones: Semana Santa, verano y Navidad. Cuando volví aquel año, el que había comenzado con la boda, la situación era más o menos la siguiente: Lola seguía en casa del Chilindrinas y no salía, salvo los domingos a misa; su madre iba a verla una vez por semana y se pasaba dos o tres horas con ella; Pablo Juan, apesadumbrado y taciturno, se había cerrado en banda y había renunciado a todo trato con su hija y con su yerno. A él se lo encontraba alguna vez, pero no le dirigía la palabra. Porque Emilio, transcurrido apenas un mes de la boda, había vuelto a sus hábitos de soltero y pasaba el día ya en el casino, ya en el café de la plaza, ya en uno u otro bar, alternando con sus amigos, tomándose sus copas y fumando sin parar sus cigarrillos rubios emboquillados, que era su detalle de distinción entre fumadores de negro, los que liaban su picadura y ensalivaban el borde del papel de fumar para cerrar el pitillo que se habían fabricado. Si se acercaba alguna moza, tu abuelo le soplaba el humo aromático y le decía alguna picardía. Tan simpático como siempre. Según supe por mi madre, a quien se confiaba Tomasa, a Lola se la veía mustia y entristecida. La convivencia continua con tu tatarabuela Mercedes, que todo le parecía poco e inferior para su nieto del alma,
inclusive la espléndida mujer a la que había seducido, que debería estar dando gracias al cielo por el inmerecido favor de tener un marido así, y el mantenido desvío de su padre, a quien ella realmente adoraba, la tenían desasosegada y melancólica, desorientada y contrita. Además, no se quedaba embarazada y era en eso, en la promesa del hijo, para ella, o en la presencia, luego, del nieto para Pablo Juan en lo que confiaba Tomasa para que Lola se tranquilizase y Pablo Juan aceptase lo irremediable. Cuando volví otra vez, en el verano, las cosas seguían igual, según me contó mi madre. En agosto, con siete meses transcurridos ya de lecho compartido, el embarazo seguía sin producirse y Tomasa empezaba a dudar de la capacidad procreadora del indeseado yerno. «Lo que faltaba, que tenga floja la semilla y ni siquiera nos dé nietos. Sin hija y sin nietos, porque sin nietos no puedo yo convencer a Pablo Juan para que se avenga», le oí decirle una tarde a mi madre, en la salita de costura cuando yo me acercaba para preguntarle no sé qué. Me pareció tan interesante lo que oía que me aparté y me quedé a un lado de la puerta entreabierta. «A lo mejor es ella la que no puede; tendría que ir a Granada, a que la viera un ginecólogo, por si hay algún problema que se pueda resolver y la saque de dudas», matizó mi madre. «Mi hija está muy bien; no ha tenido nunca molestias y la regla como un reloj. Es él, seguro, mucha apariencia y poca consistencia». Hubo un corto silencio, pero enseguida mi madre, con la voz más baja, le hizo una pregunta y siguió una conversación, no cuchicheada pero sin elevar la voz, que yo percibía con dificultad, aunque puse en ello mis cinco sentidos. Supe así que pasados los miramientos iniciales, el yerno se había convertido en el marido egoísta, que va a lo suyo cada noche, que utiliza a la esposa para desahogarse rápidamente, sin esperar a que ella acabe, y luego da media vuelta y se duerme. Esa era la vida de Lola, todo el día aguantando las impertinencias y chinchorrerías de la vieja, el marido de paseante en villa, y por la noche la misma función. «¡Pobre hija mía!» Y ya sí había recuperado el tono de voz. Debió ser por octubre cuando Lola se quedó, al fin, embarazada, porque tu tío Pablo nació en julio. Cuando llegué, en Navidad, vi a Tomasa mucho más animada y supe que ya iba todos los días a ver su hija y que empezaba a hacer planes para el futuro. A Pablo Juan lo continuaba viendo abatido y pesaroso. En julio, cuando Lola dio a luz, yo estaba en el pueblo, de vacaciones, y viví muy de cerca todo lo que pasó. Tomasa y Pablo Juan venían mucho a mi casa, cada uno por su cuenta, a hablar con mis padres, a oír su opinión, e incluso los dos juntos, alguna vez, para dilucidar, con la presencia y el parecer de ellos, sus discrepancias. Pasó una semana, pasó un mes y Pablo Juan seguía sin conocer a su nieto, sin querer claudicar. Tomasa se sentía fuerte en su decisión de apechugar con la realidad y traer a su casa hija, nieto y, por supuesto, yerno, porque las familias no se deshacen. No había vuelta atrás.
Lo que ellos tenían en el mundo era una sola hija, Lola, ahora un nieto y luego los que pudieran venir y a eso no se podía renunciar. Que en el paquete venía también ese desgraciado haragán, pues se alimenta, que falta le hace, y a ver si espabila el mozo. Pablo Juan se mantenía en sus trece. No podía ver a ese tipo ni en pintura. Meterlo en casa era agriarse uno la vida para siempre y de continuo, día y noche, sin hora ni minuto de respiro. Tomasa aseguraba que serían más las satisfacciones que les habrían de proporcionar la hija y los nietos que la penitencia de aguantar a ese yerno deshonrible. Mi madre abundaba en el parecer de Tomasa, mi padre callaba. Una noche, sentados todos al fresco en nuestro patio, seguía el matrimonio amigo con su controversia, reiterando razones y pronosticando detalles de uno u otro de los dos futuros imaginables, cuando de pronto Pablo Juan se volvió hacia mi padre y dijo: «¿Y tú qué opinas, José?». «A mí no me gusta meterme en la vida de los demás ni opinar sobre ella. Cada cual tiene sus razones y todas son válidas, por contrapuestas que resulten. Y lo son porque habitualmente nada es enteramente bueno ni enteramente malo. La vida es difícil e irla encajando siempre cuesta y no solo energía sino también concesiones. Tú sabes que yo te respeto mucho, Pablo Juan, y iro tu tesón y valoro tu juicio». «Sí, pero ¿tú que harías?» «Yo no renunciaría a mi hija». Y ya se cambió de conversación, se habló de otras cosas y se terminó serenamente la velada. Pocos días después, anunció mi madre durante la cena que Pablo Juan le había dicho a Tomasa que tomara las riendas del asunto, que hiciera su voluntad pero poco a poco, que podía venir Lola a casa siempre que quisiera, con el niño, que él quería conocer a su nieto, cómo no iba a querer, pero que de itir en su casa al mequetrefe del yerno nada y que ella ya se lo había comunicado a Lola e iba a venir a ver a su padre y a traerle el niño al día siguiente. Yo la vi llegar. Tan solo la había visto una vez desde su boda: un domingo en misa, a la que fui sin otro objeto que ese, porque no solía. La saludé con reserva, dándole la mano, pues lo de los besos en la mejilla de ahora era entonces impensable fuera de la familia. La encontré apagada y ajena. La tarde de su regreso la vi avanzar por la calle, desde mi balcón, con el niño en brazos y con resolución. La encontré guapísima, con la grandeza y la fuerza que les da a las mujeres la maternidad. Supe luego que el encuentro con su padre había sido emocionante. Sin palabras casi. Pablo Juan estuvo sobrio y contenido, se le saltaron las lágrimas y solo supo decir «Hija mía».
O sea, que no sabías tú que hubo un intervalo entre la isión de la hija y la del yerno, entre el momento en que ella volvió a abrazarse con su padre y vino ya
casi cotidianamente a pasar las tardes con su madre, a veces por la mañana y almorzaba con ellos o se quedaba a cenar y la acompañaba luego, incluso, su padre hasta la puerta del Chilindrinas. Eso duró hasta diciembre, hasta las vísperas de Navidad. Tomasa se puso brava con Pablo Juan, que fue la palabra que él usó cuando nos lo contaba, y le dijo que ya estaba bien de tanta tozudez, que no podía estar encastillado toda su vida en esa posición de rechazo, de negación de lo evidente, que Lola estaba embarazada otra vez y que ella quería cuidarla y tenerla en casa y mirar por ella, no un rato cada día sino en todo momento, poder disponer de todas las comodidades y ventajas que la casa de sus padres le ofrecía y no de las limitaciones y penurias de la de su suegro y de las manías y desplantes y recelos de la vieja, que cada día estaba peor de la cabeza, y que si ella tenía un marido, tendría que vivir con él, qué remedio, y que la única solución era que él se viniera a vivir con ella, no que ella se pasara el día aquí y se la sirviéramos cada noche, a domicilio, al hijo del Chilindrinas para su refocilo. «¡No digas eso!», había exclamado Pablo Juan en ese instante, pero se dio por vencido: «Bueno, que se vengan pero yo pondré a cada uno en su sitio y diré lo que tenga que decir». La instalación fue el veintidós de diciembre, casi dos años después de la boda; me acuerdo de la fecha porque fue el día del sorteo de la lotería y hubo muchas bromas, lo mismo al suegro que al yerno, acerca del premio que les había tocado. Al suegro con ironía, naturalmente. Al yerno en serio, porque menudo chollo: la aspiración de su vida. Pablo Juan le dijo lo que le tenía decir, con una frase que repitió en el casino, a los que le gastaban la broma del premio o quisieron saber de su recibimiento al nuevo miembro de la familia, y que se hizo por aquel tiempo muy famosa, que seguramente alguien te la habrá ya contado.
Sí, más o menos. La tradición oral aumenta, inventa, mutila, cambia, pero yo entonces apuntaba todas las frases, todos los sucesos que me parecían interesantes, porque de una manera vaga yo imaginaba que podría ser escritor y no escritor de relatos fantásticos ni de aventuras imaginarias sino de la sorprendente, viva, feliz o dolorosa, inimaginable realidad. Y aquello lo tengo escrito por ahí, en un cuaderno, que he releído varias veces y lo recuerdo con toda precisión. Porque aquella misma noche vino tu bisabuelo a contarnos lo que había pasado, antes de que lo repitiera en otros lugares y a otras personas. Había vuelto, al oscurecer, de Las Jaras, pues aparte de que tenía tareas que hacer allí, no deseaba estar presente en el momento de la llegada. El tiempo estaba muy frío y se barruntaba nieve. Tomasa le dijo que Lola le acababa de dar un biberón
al niño y que lo estaba durmiendo en su cuarto. «¿Y el individuo?», preguntó él. «Volvió hace poco, con sus últimos enseres, y se está calentando al fuego, en la chimenea de la cocina». Se fue resuelto hacia allá y Tomasa lo siguió, recelosa, unos pasos atrás. La cocina era una estancia vasta, con la chimenea al fondo, entre dos alacenas; poyos, hornillas y fregadero a la derecha, un gran aparador a la izquierda, una amplísima mesa alargada, con un hule, en el centro, pues era allí donde solían comer, y un almanaque y cacerolas y peroles de cobre colgados de las paredes, parece que la estoy viendo. Supongo que habrá cambiado, que ya no será así, que habrán hecho reformas y estará llena de electrodomésticos, tú sabrás, porque quien vive allí ahora es tu tío Pablo, ¿no?, que entonces era el niño de teta a quien estaba durmiendo su madre. Pues bien, su padre, Emilio, tu abuelo, estaba sentado al fuego en una silla baja, calentándose y jugueteando en las brasas y la ceniza con una tenazas, cuando entró su suegro, Pablo Juan, tu bisabuelo, e hizo ademán de levantarse. «¡Quieto!, quédate sentado. Ya estás en mi casa, como querías. Aquí no falta nada, tendrás de todo. Hay siempre caldo en el puchero y chorizos para asar en las brasas y jamones y pollos y conejos y perdices y gloria divina. Puedes disfrutar de todo, come hasta que te hartes, tórrate los cojones en la lumbre, pero mi amor no lo tendrás». Y dio media vuelta y se fue. Bueno, creo que lo que hizo de inmediato fue venir a contárselo a mi padre. A mí me dejó fascinado el relato. Veía a Pablo Juan, en la escena, como un héroe clemente y justiciero y al Chilindrinas apabullado, humillado, como un pelanas degradado y sonrojante que producía vergüenza ajena.
Hombre, ya te dije que yo no podía ser imparcial en este asunto, porque yo coincidía con Pablo Juan en el desprecio a los vagos, a los que pretenden de un modo u otro vivir a costa de los demás. Eso me lo inculcó bien mi padre. A Pablo Juan le había costado mucho esfuerzo hacerse una posición, alcanzar el grado de bienestar al que había llegado y continuaba trabajando incansable para mantenerlo. A su padre, el murciano, se lo había traído el marqués a Las Jaras, para que le vigilara la finca, y se convirtió en su hombre de confianza, el que le preparaba las cacerías cuando venía, de tarde en tarde, con sus amigos. Le había dado como vivienda un cortijillo abandonado que se alzaba en un extremo de la propiedad, donde terminaban los jarales y comenzaba el monte de esparto. Había un pozo medio seco, que el murciano, tu tatarabuelo, ahondó y convirtió en abundante. Tanto que le permitió hacerse un huerto en las paratas que allanó en la pendiente que descendía hacia los jarales, donde cultivaba las hortalizas que necesitaban para el avío, porque se había casado ya para entonces y allí nació
Pablo Juan. No tuvo hermanos. El viejo marqués, que era hombre agradecido y le había mostrado su aprecio al murciano, se acordó de él en su testamento y le dejó todo lo que había arreglado y mejorado, es decir, el cortijillo con el pozo y el huerto, pero también lo que sobraba de la finca hacia poniente, o sea, el monte de esparto, que en aquel momento tan solo era tierra estéril sin ninguna utilidad. Y eso fue lo que heredó su padre y luego él: un espartizal en el que él se había acostumbrado al duro trabajo campesino y del que había recibido sus primeras compensaciones. Porque el esparto, si se sabía coger y se llevaba luego, a cuestas, a determinado lugar donde se recibía, se pesaba con romana y se pagaba, no es que diera mucho pero algo sí que daba. Bueno, no te voy a contar lo que fue luego el bum del esparto, las subastas para quedarse con tales y tales montes, los precios que alcanzó, lo bien que se pagaba la recogida, la importancia no solo económica sino también social que tuvo para nuestra tierra, porque todo eso lo tienes que saber tú con más precisión que yo, pero sí puedo decirte que ese fue el principio de su fortuna, una fortuna muy duramente adquirida, muy tenazmente trabajada, muy sabiamente ahorrada. Así cuando el nuevo marqués, más dado al póquer que a la caza, un ludópata que dirían ahora, apurado por una deuda de juego, le encargó que le buscara un comprador para la finca, a la que solo había venido un par de veces en tiempos de su padre y de la que debía tener muy pobre opinión, y le dijo la cifra en la que podría dejarse, ni la mitad de lo que realmente valía, se dio cuenta, maravillado, de que a él le llegaban sus ahorros y se quedó con ella sin pensarlo. Y se puso luego a trabajarla, con cabeza y seriedad y tiempo y sacrificio, y triplicó su rendimiento en pocos años. Como no tenía más hijos que Lola, se había ilusionado con la idea de un posible yerno activo, serio y trabajador que le ayudase a aumentar el patrimonio que pudiera dejar a sus esperados nietos y, acunado en sus esperanzas, le había caído en suerte este zascandil sin redaños, este gandul sin remedio. Entonces estaba vigente la llamada Ley de Vagos y Maleantes, muy discutida, porque se usaba políticamente, sectariamente, que es lo peor que le puede ocurrir a una ley, pero yo, con diecisiete años, estaba todavía muy ajeno a lo que aquella ley podía representar y lo que pensaba es que los vagos eran siempre, de un modo u otro maleantes, porque pretendían vivir sin esfuerzo, a costa del trabajo de los demás, y que si había una Ley de Vagos y Maleantes a quien habría que aplicársela, sin duda, era a sujetos como aquel. Porque una cosa era ser vago ocasional, retrasar el comienzo de un trabajo hasta que no queda otro remedio que ponerse a él o no ponerse a estudiar para un examen hasta que se piense que ya no queda tiempo que perder y entonces darse el atracón, y otra el plantearse una vida sin dar golpe, con cualquier sistema de parasitismo social, que en aquel tiempo era fundamentalmente el braguetazo y ahora han proliferado
los recursos y procedimientos para lograrlo. ¿Tú te das cuenta de la cantidad de gente que vive sin trabajar? Esos son los maleantes y una ley que los metiera en vereda tampoco estaría tan mal.
Bien, riámonos un poco con todo eso que me cuentas, muy ilustrador de mi última divagación, y perdona mis desvíos discursivos de lo que a ti te interesa. Sí, te interesa todo, ya me lo has dicho; digamos de lo que has venido a buscar. A esta edad mía ha vivido uno varias épocas y no se resiste a la posibilidad de comparar, aunque de un modo u otro todo venga a ser lo mismo. La condición humana no cambia. Habíamos dejado la historia en la mencionada y conocida frase de Pablo Juan, que a mí se me antojaba un héroe generoso y justiciero frente a un pelanas apabullado y despreciable. Pero ¿cuál era exactamente la realidad?, ¿cuál iba a ser el futuro ya ineludible? Ni más ni menos que el que se expresaba en la famosa frase. Había un vencedor, Emilio, el aparentemente pero solo aparentemente humillado, al que se daba todo lo que había pretendido, todo aquello por lo que se había movido y se le negaba únicamente lo que le tenía sin cuidado, el afecto y la consideración del suegro, y este era el vencido, aunque la representación hubiese sido heroica, porque lo entregaba todo, hija, bienes, placeres, lo que podría haber sido satisfactorio, para un hombre desprendido como él, pero no lo era porque lo que negaba y al otro no le importaba, a él le iba a amargar la vida, la imposibilidad de darse, de confiar, de querer a un individuo con el que tendría que convivir cada día y aguantar su incómoda y desagradable presencia. «Del mal, el menos», le oí decir a Tomasa, que también se disponía a sufrir lo suyo. Y así era. Así son las cosas.
Lo cierto es que, a partir de entonces, yo ya volví con menos regularidad al pueblo, porque empecé mis estudios universitarios y tuve que ir dos veranos al campamento de Montejaque, para ir cumpliendo con el servicio militar, y tuve novia que visitar y esas cosas; pero, curiosamente, en esos años, cuando iba algunos días en verano o en Navidad, Pablo Juan, que me tenía mucha consideración y hasta iración, los aprovechaba para hablar conmigo a solas y hacerme confidencias, explicarme lo que estaba siendo su particular calvario. Aquello tenía su lógica: él no era hombre de andarse quejando, de andar comentando por ahí sus tribulaciones, de darle la matraca a mi padre, por ejemplo, tan amigo suyo, con sus sinsabores de cada jornada, con su malestar
continuo por el hecho de tener que encontrarse cada día en su propia casa, sentado a la mesa familiar, presente en su vida privada, al tipo más distante de su manera de ser y de vivir, más opuesto a sus propias convicciones morales, a sus propios valores e iba quedándose con todas sus irritaciones disimuladas, con todas sus cóleras sofocadas, con todas sus indignaciones, con toda la bilis tragada y, cuando llegaba yo, veía una excelente ocasión para el desahogo, porque ya no se trataba del enojo recién padecido sino de sumarlos todos y trasmitirme, en síntesis, la dimensión y el peso de su desagradable situación. Sabía que yo comprendía sus sentimientos, compartía sus rechazos y me identificaba con él y tenía una extraordinaria fe en mis conocimientos, en lo que yo había aprendido en los libros y se sentía fortalecido con mis aquiescencias y asentimientos. Yo hasta me sentía importante por merecer la confianza de un hombre tan cabal.
Naturalmente que sí, con Tomasa sí hablaba del asunto, cómo no si lo estaban sufriendo a la par, digamos incluso que ella de modo más continuo, más sin escapatoria, pues su vida era más hogareña y Pablo Juan, al fin y al cabo, iba y venía. Todo lo que ella conocía o advertía en solitario, procuraba quedárselo para sí, no hablarle de ello a su marido, para aliviarlo un poco de los motivos de pesadumbre, es decir, que para ella resultaba más ancho y continuo el frente de disconformidades y desacuerdos, pero lo llevaba mejor, era más capaz que Pablo Juan de separar las alegrías de las tristezas y consolarse con las unas de las otras. Por su parte, Emilio andaba tan alegre y desenvuelto como antes, fumaba sin cesar, fantaseaba en las barras de los bares, en las mesas del café o en las salas del casino y se dejaba invitar o tiraba él de cartera, porque a Lola le pasaba su padre una cantidad mensual para sus gastos, que iba entera al maromo, pues si ella necesitaba algo, un perfume, una barra de labios, un pañuelo, se lo compraba su madre. «Me está chuleando a través de mi hija», me decía Pablo Juan con cara de profunda desolación. A Tomasa le contaba el yerno de supuestas amistades importantes que le iban a proporcionar una buena colocación, de relaciones influyentes que le iban a buscar un enchufe, de proyectos de grandeza. Naturalmente, todo era cuento: ni tenía tales amistades ni nadie le había prometido nada ni, de haberle buscado alguien una colocación, la hubiera él aceptado. Menuda colocación la que él tenía: levantarse cada día con la mesa puesta y con veinte duros en el bolsillo. Y así fueron pasando años. Y llegando niños. Nació tu tía Pilar y tu tío Pepe y, finalmente, tu madre, como once años después de que se hubieran casado, creo, ¿no?, sí. La cronología de aquel tiempo
la recuerdo mucho mejor de lo que suelo recordar la reciente, que pienso que de tal sucedido hace dos o tres años y luego resulta que ya hace cinco. Los antiguos los tiene uno relacionados unos con otros y eso asegura la fecha. Yo supe, por mi madre, que Lola había tenido otra niña en un parto complicado con una operación posterior que le impediría tener más hijos y lo supe cuando acababa de doctorarme. «A ella ya la ha pillado con cuatro, no como su madre, que solo la tuvo a ella». Y me dijo también que le habían puesto Dulcenombre de María, Dulce, porque ese había sido el nombre de la madre de Tomasa y a ella el suyo, como quería el yerno, por adularla, no le gustaba. Y pocos meses después, no sé exactamente cuántos, fue también mi madre la que me dijo que Emilio llevaba en cama dos semanas y que lo que tenía era una tisis galopante. Que no fue tan galopante, porque duró tres años, en los que añadió problemas de otra índole a la ya incómoda situación y modificó las circunstancias y hasta los sentimientos. Pablo Juan mezcló la irritación y el menosprecio que antes le suscitaba con ciertas dosis de conmiseración y piedad. La tuberculosis en aquel tiempo era una enfermedad muy temida, difícilmente combatible, casi siempre mortal. Había bastantes sanatorios antituberculosos, en lugares de montaña, y los que podían costeárselos, esperaban allí la muerte o la salud, en un ambiente natural, aireado, fresco y sano, con buena alimentación y mucho reposo pero con un ambientación psicológica y humana enrarecida, morbosa, perturbadora y, de por sí, inquietante y enfermiza. La literatura nos dejó testimonio; recuerda, por ejemplo, La montaña mágica de Mann o Pabellón de reposo de Cela. Pablo Juan envió al yerno a uno de ellos, el que había en la provincia, pues los cinco meses que había pasado en casa, desde que se diagnosticó la enfermedad, habían sido un suplicio para todos, dado que Emilio resultó un enfermo impaciente, díscolo y caprichoso, quejumbroso y protestón, que era además consciente de la gravedad de su mal y estaba muerto de miedo ante la posibilidad de morir pero no ponía nada de su parte para evitarlo: desoía las prohibiciones de los médicos e incumplía sus recomendaciones, fumaba a escondidas y derramaba los vasos de leche que debía beberse en el excusado. Empeoró visiblemente y el médico aconsejó su envío, ya inaplazable, al sanatorio, donde siempre había aconsejado que debiera ir, donde acaso todavía pudiera reponerse y evitar o retrasar lo que parecía inevitable, amén de que así se protegía a los niños y a los demás de un posible contagio. Aceptó él, que venía negándose sistemáticamente, que se sentía más seguro en casa, tiranizando a Lola, a Tomasa y a quien se le pusiera a tiro pero que ya se sentía tan mal que no desechaba la idea de que el sanatorio pudiese hacer el milagro. Fue un alivio para todos pero creo que muy especialmente para Pablo Juan que, aunque había estado más al margen de las vicisitudes diarias de la enfermedad, sentía liberado su espacio vital y más
serenas a su mujer y su hija, menos cohibidos a los niños. Me contó mi padre años después, cuando ya había pasado todo lo que pasó, que por aquellos días, con Emilio ya en el sanatorio, Pablo Juan le confesó que había recuperado la alegría de volver a casa, de encontrarse la mesa puesta, de hablar con Tomasa de cualquier cosa, de darle un beso a su hija o de bromear con los nietos y que además, aparte la satisfacción de no tenerlo allí presente, veía sin ningún pesar la posibilidad, casi seguridad, de que se iba a morir muy pronto de todos modos y que eso le producía, a veces, como un ramalazo de mala conciencia y le hacía sentirse culpable no sabía de qué, pues lo cierto es que había transigido mucho más de lo que debiera y había hecho, ahora, todo lo que estaba en su mano para que recuperara la salud. «No sé si le deseo la muerte; uno tiene a veces malos pensamientos», dijo al fin. Y mi padre lo tranquilizó. «Hay personas que nos estorban, sin que podamos remediarlo, que nos complican la vida, que nos la dificultan, que nos la amargan, y cuya desaparición nos liberaría, nos abriría horizontes. Ahí tienes el que nos gobierna; más de media España desea su muerte». «Pues llevas razón».
No, no he querido entrar en ningún momento en detalles políticos, eso está claro. Eran los tiempos de la dictadura, no habían pasado muchos años de la guerra civil, pero no hay nada, en las posiciones que pudiera tener cada cual, que afecte a la historia y no vamos a entrar en ello. Si he contado esa conversación de Pablo Juan y mi padre es porque venía a pelo y resulta muy ilustrativa. En aquel entonces, salvo en la intimidad de los muy amigos, las ideas políticas estaban muy interiorizadas; la gente o estaba con la situación o procuraba mantenerse al margen, pasar desapercibida. Tu bisabuelo García se debió apuntar a Falange cuando entraron en el pueblo las tropas de Franco, para preservar su puesto de escribiente en el Ayuntamiento, pero no creo que sintiera desmedido entusiasmo y puedo añadirte que jamás lo vi vestido con camisa azul, y su hijo, Emilio, creo que fue flecha, que perteneció al Frente de Juventudes, pero me parece que lo acabaron echando por indisciplina.
O sea, que estaba yo en lo cierto y que ya tienes tú esos datos. Se ve que todas aquellas historias de los campamentos, las fogatas y los desfiles no le iban a Emilio. Sabrás, igualmente, que en el sanatorio tampoco se sentía a gusto, que le escribía a Lola cartas quejumbrosas y maldicientes, que las dos o tres veces que
ella fue a verlo, con Pablo Juan, él pretendió volverse con ellos, pero que los médicos dijeron que tal cosa era un disparate, que había mejorado y seguía mejorando, que el reposo y el aire serrano le habían devuelto buena parte de sus energías, que había engordado hasta el punto de alcanzar un peso superior al que tenía antes de la enfermedad y que un año completo de sanatorio quizá le pudiera devolver la salud. Eso lo convencía de que desistiera de abandonarlo, le devolvía los ánimos a Lola y acaso a Pablo Juan le acrecentaba sus problemas morales. Pero continuaba lamentándose de la monotonía de la vida allí, de su aburrimiento, de que no tenía otra distracción que el parchís y no siempre hallaba con quien jugarlo, porque allí lo que había era gente desganada y tediosa, que prefería tomar el sol en la terraza o leer o escribir. Tan fastidioso le debía resultar aquello y tan recuperado y fuerte se sintió, en aquel principio del verano, que el día en que se cumplían los once meses de estancia, la víspera de San Pedro y San Pablo, se marchó por las buenas del sanatorio, alquiló un taxi y se presentó en el pueblo, acaso para fastidiarle, a su vez, la onomástica a su suegro. Reemprendió su vida anterior, volvió a sus dos cajetillas diarias de tabaco rubio, a sus copas, a sus diversiones, a sus amigachos, pero en el otoño, según supe, le retornaron con intensidad la tos, los ahogos, los esputos sanguinolentos, el desmadejamiento, la fiebre y ya tuvo que guardar cama y volvió a ser el enfermo tiránico que no dejaba de incordiar y les dio a Lola, a Tomasa, a todos, un invierno de veneno. El médico insistía en que debía volver al sanatorio, que tan bien le había sentado, pero él se negaba. «No quiero morirme tan lejos», le dijo, al parecer, entre temblores y escalofríos, con los ojos espantados. Habló el médico con Pablo Juan y le dijo que no debía seguir allí por el bien de todos, y puesto que se negaba a volver al sanatorio, una solución intermedia sería que él y Lola se fuesen a Las Jaras, donde podría estar más tranquilo y reposar lo necesario y disfrutar de aires más saludables, porque el cortijo estaba a doscientos y pico metros más alto que la villa. Así empezó la última parte de aquel calvario, que debió de ser muy dura para Lola y también, por supuesto, para Pablo Juan, que subía hasta allá todos los días en la moto, como era su costumbre, y aparte sus ocupaciones en la finca, tenía que darle alientos a su hija, soportar no pocas impertinencias del yerno y ver y oír, calladamente, cosas que lo desazonan todavía más de lo que ya estaba. De todos modos, solo era ya cuestión de paciencia, pues la recaída parecía irreversible y los médicos no ofrecían ni la menor esperanza. Sin embargo, cuando llegó el verano, se produjo una ligera mejoría, que permitió al enfermo animarse y pasear por la finca, aunque con un bastón, y exigir que invitaran a sus amigos más habituales a visitarlo allí. Subieron algunos de ellos un par de veces y les organizó francachelas que duraron hasta las dos o las tres de la madrugada, con grave
quebranto para él, que quedaba exhausto y veía subir la fiebre al siguiente día. En agosto empeoró visiblemente: a partir del día de la Virgen ya no se levantó más y el veintitantos se lo llevaron al pueblo para atenderlo mejor en sus últimos días y que muriera en su cama. Todo esto ya lo sabes tú, seguramente. Murió a principios de septiembre, el primer domingo de septiembre.
Te he hecho el relato de ese proceso de la enfermedad tal como yo lo tengo recibido en mi memoria, no convivido, pues yo en ese tiempo apenas iba al pueblo y, cuando iba, tres o cuatro días a lo sumo. Durante ese verano no había ido ni una sola vez, porque estaba preparando mi primer viaje a América. Fui finalmente el siguiente domingo para asistir al entierro de Pablo Juan, como ya te dije antes.
Comprendo que ese es el punto esencial de toda esa historia de tu familia materna, que tú has hecho indagaciones, que te han contado que se habló mucho de ello y que quieres saber cómo lo percibí yo y cuál es mi parecer al respecto. Te cuento. La noche del viernes hablé bastante rato con mi padre por teléfono. Me llamó él, porque comprendía mi nerviosismo por la inminencia de mi viaje, pues era el lunes cuando volaría a Nueva York, y quería darme ánimos. Le pregunté por Pablo Juan. Me dijo que había estado esa misma tarde allí con él, en nuestra casa y lo había encontrado sereno y, según él mismo le había dicho, liberado. Alegría no podía tener, añadió, porque una muerte nunca debe producirla y él tenía además muy presentes los sentimientos de su hija y de aquellos niños, sus nietos, que se habían quedado sin padre, y que, como sábado y domingo iban a ser dos días muy apretados, con muchas visitas de pésame, que le serían muy difíciles de sobrellevar con sosiego y con tino, había decidido irse a Las Jaras, donde no había estado en los últimos doce días, esa misma tarde del viernes, y pasarse el fin de semana revisando lo hecho y cazando, que eso a él lo centraba mucho y hacía ocho o nueve meses que no cogía una escopeta. El sábado, al final de la mañana, me volvió a llamar mi padre para comunicarme la noticia. Recuerdo como la titulaba el periódico del día siguiente: «Un hombre de 56 años muere en accidente de caza». Y te adelanto que eso es lo único que me parece razonable: fue un accidente. Lo que pasa es que resultaba todo tan extraño: la escopeta cargada sujeta al hombro y sin seguro con los cañones hacia abajo, inexplicable en un cazador tan avezado y tan prudente como él, el mismo
tropezón, en aquel paso estrecho entre las jaras hacia la entrada del puesto, con caída tan violenta, cuando menos sorprendente en persona tan sosegada, que tan bien conocía el terreno y que había de entrar sigilosamente a su posición de tiro, que todo ocurriera, además, seis días después del fallecimiento del yerno, cuando se suponía que habría recuperado la tranquilidad. Y la gente empezó a hacer suposiciones, a trasmitir como verdades lo que eran simples imaginaciones, «se dice que», «me han dicho», «lo sé de buena tinta» y hasta se formaron tres grupos de opinión: los que pensaban que había sido un accidente, por raro que pareciera, pues todos los accidentes son raros, son insólitos y sorprendentes, como corresponde a su propio carácter accidental, y siempre hay algún fallo detrás de ellos, por extraños que puedan resultar; los que se apuntaban a la tesis del suicidio, inventándose un Pablo Juan con la conciencia remordida por su comportamiento con el yerno, por el desprecio constante que le había mostrado, por no haberlo mandado de nuevo al sanatorio donde ya lo habían curado una vez, que rehuía los pésames porque se sentía culpable; y un tercer grupo, de fantasía desbocada, que lo creía una venganza de ultratumba, un asesinato proyectado por el yerno, durante su última estancia en Las Jaras, que habría dejado la escopeta cargada y le habría preparado una trampa a la entrada del puesto para que tropezara la primera madrugada que se dirigiera a él. De todo eso quedó como una leyenda: tengo entendido que todavía persisten relatos en un sentido o en otro.
Está claro que yo tampoco viví esto directamente ni pude participar en la controversia popular establecida al respecto. Tras el entierro, pude abrazar a Tomasa y a Lola, que agradecieron con lágrimas, emocionadas, mi presencia y al otro día me marché a Madrid para volar a Nueva York. Todo eso último me lo contó mi padre en una carta que tengo guardada por ahí, no sé dónde. Vamos a revisar los hechos y las hipótesis. Pablo Juan se levanta antes del amanecer, toma una taza de café que le ha preparado Amanda, la mujer de su casero, Eulogio Ordóñez, coge la escopeta del armero y se la cuelga al hombro, en el derecho, agarra con la mano izquierda la jaula del reclamo y se dirige hacia el puesto de caza más próximo, a unos doscientos cincuenta metros, más o menos, del cortijo. Recorre el camino, sin otra luz todavía que el resplandor de las estrellas, y sigue la rutina establecida: pone la jaula del reclamo sobre el pulpitillo, luego se encamina al puesto dando un rodeo por detrás, por donde se accede, desde el ribazo de las jaras que lo ocultan, y cuando va a descender por el senderillo, se le engancha el pie derecho, trastabilla y cae, se le vuelve la escopeta y se dispara,
recibe el impacto, brutal, en el vientre y grita mientras empieza a desangrarse. En la casa, Amanda y Eulogio oyen los disparos, porque han sido los dos, consecutivos, y enseguida los gritos. Eulogio corre a ver qué ha ocurrido y se lo encuentra caído de bruces, en un charco de sangre que le empapa las alpargatas cuando se acerca y trata de darle la vuelta, de ayudarlo; le oye decir: «He tropezado, ¿cómo he podido?», y luego «la escopeta», antes de perder el conocimiento, con la primera luz del alba. Han llegado, también a la carrera, Amanda y su hija, una muchacha de trece o catorce años, a la que ordena que traiga sábanas limpias y tijeras para hacer vendas que puedan contener la hemorragia. Acuden un par de pastores y otros cortijeros de alrededor. Alguien coge una moto y va a avisar a la villa, pero cuando al fin llega el médico, al que trae, en su moto, el practicante, Pablo Juan ha muerto y ya al que hay que avisar es al juez. Vayamos a las hipótesis. Descartada la disparatada del suicidio que no merece ni consideración. Más que hipótesis fue una patraña que difundieron los amigos de Emilio y que repitieron aquellos a los que Emilio y sus chilindrinas les caían bien, que claro está que los había, y encima tenían atravesado al suegro, por lo que fuera, que nunca faltan motivos de antipatía en una población. Demostraban, sobre todo, que no lo conocían, que desconocían su fuerte personalidad. Pablo Juan no tenía ni muchísimo menos madera de suicida, ni remordimientos de conciencia, si acaso algún escrúpulo y, por supuesto, no había tratado mal al yerno ni le había escatimado nada sino, más bien, todo lo contrario. Aparte de que, puesto a suicidarse, hubiera sabido hacerlo, y no se hubiera disparado a la barriga sino que se hubiera metido los cañones en la boca para levantarse la tapa de los sesos. Lo curioso es que persistió esa hipótesis y todavía, hace cuatro o cinco años, vino alguien del pueblo a visitarme, aquí donde estamos, alguien que debía ser muy joven por aquella época y, de una en otra conversación, recordó lo de mi vecindad y amistad con Pablo Juan y de pronto dijo: «Hay que ver: nunca se supo de cierto si se había suicidado o accidentado». «¡Cómo que no!», me airé yo y le solté todo ese discurso que acabo de soltarte a ti.
Gracias por tus palabras y porque lo veas con claridad. Y gracias por haberme confirmado que todavía hay gente allí que trasmite esa incertidumbre. La opinión pública, el conocimiento histórico de lo reciente, ¡vaya por Dios, cómo estamos! En fin, dejémoslo estar, no divaguemos, que no es el momento. Tratemos de la fantástica hipótesis del asesinato póstumo, que posiblemente no esté tan falta de base como la del suicidio pero que precisó de una mente
bastante retorcida para imaginarla y de muchas otras proclives al mundo del misterio y de la intriga para sustentarla. Un enigma de novela policíaca en la que el asesino muere una semana antes que la víctima. ¿Cuáles son las pistas? Pablo Juan llevaba la escopeta cargada y sin seguro, lo que en él, cazador experimentado, ordenado y consciente, resulta absolutamente impensable. ¿Qué ha ocurrido, pues? Que Emilio, convencido ya de que le queda poca vida, de que va a morirse muy pronto decide llevarse por delante, o por detrás, al suegro que lo desdeña, carga la escopeta y la deja en el armero, previendo que él la va a coger sin mirarla, se la va a colgar y se va a dirigir al puesto, como suele, noche cerrada aún. Y ¿qué más?, eso no basta. Emilio se dirige hacia el puesto y, en el senderillo de entrada desgaja y dobla una rama de jara que sujeta por su otro extremo a la jara del otro lado y monta así, con la vara atravesada, una trampa mortal. Se supo además que Emilio, dos o tres días antes de caer definitivamente en cama, para ya no levantarse, había salido a pasear con la escopeta. «A ver si cazo alguna perdiz o alguna liebre», había dicho, él que no había cazado nunca y al que nunca le había interesado la caza, y anduvo por aquellos andurriales no lejanos al cortijo y un pastor lo había visto sentado entre las jaras próximas al puesto. La hipótesis es fantástica, pero se apoya en unos datos objetivos y, si no se conoce bien al personaje, hasta convincentes. Por lo demás, una historia así encanta al personal, al público potencial del Don Juan Tenorio, matar después de morir, prolongar de algún modo la existencia para lo bueno o para lo malo. ¿De hecho, cuál es la opinión mayoritaria en nuestro pueblo? Que Pablo Juan murió en un desdichado accidente, pero que la muerte le venía de ultratumba, el accidente se lo había preparado minuciosamente su yerno tuberculoso poco antes de morir. Esa es la leyenda pero tú eres historiador y bisnieto del uno y nieto del otro y quieres saber lo que yo pienso, cómo lo veo yo, porque los hechos de nuestros antepasados nos llegan a desazonar y yo los conocí a ambos y además soy escritor y mi oficio es fijarme. ¿Sí o no?
Pues bien, te diré cómo lo veo yo, cómo lo vi siempre. Ya te dije que para mí fue un accidente, sin duda. Un accidente en el cual intervinieron, como ocurre siempre, una serie concatenada de azares, en un par de los cuales aparece Emilio al fondo. Es evidente que fue él quien se dejó cargada la escopeta pero por mero descuido, por la irresponsabilidad con que lo hacía todo. Salió aquel día con ánimo de cazar, ni se sabe por qué, suponiendo acaso que liebres y perdices andaban por la finca como las gallinas por el corral; metió dos cartuchos en la recámara, no echó el seguro porque ni tendría idea de su existencia y, cuando
volvió, la dejó tal cual. Pudo haber tenido él el accidente más fácilmente que su suegro, con su desmaña y su debilidad corporal. Y el ajetreo lo cansó pronto, como es lógico, y se sentó a descansar a la entrada del puesto, donde lo vio el pastor, buscando un poco de sombra entre las jaras. O por casualidad o jugueteando, desgajó una rama y se le ocurrió sujetarla a la del otro lado y vio que se convertía en una buena trampa donde podría tropezar Pablo Juan cuando llegara al puesto de madrugada y probablemente se rió. ¿Pensando en su muerte? ¿Cómo iba a imaginar tal cosa? Imaginando su caída, que las caídas siempre tienen algo de cómico. No podía suponer que se iba a convertir en una trampa mortal. Era simplemente una de sus chilindrinas. Bien mirado, no daba para más.
Me alegro de que hayas venido, de que mi relato te haya sido útil, de que mi conversación te haya ayudado, de que hayas logrado poner algunas cosas en su sitio. En cualquier caso, quiero repetirte lo que te he venido diciendo desde el principio: quizá yo no sea de fiar, porque esa historia, lo mismo cuando ocurrió que ahora en el recuerdo, yo no la veo con imparcialidad, yo fui adicto desde el principio a la causa de Pablo Juan y se me nota la antipatía y el resquemor que sentía hacia Emilio: al fin y al cabo, yo también estaba implicado sentimentalmente en el caso. Me temo, pues, que lo que te he contado parece más bien una simple y convencional historia de bueno y malo, el buen suegro y el mal yerno, y quizá no sea esa la imagen que te debas llevar, acaso yo no haya sido todo lo justo que debiera. Te puedo decir que he pensado más de una vez en utilizar esa historia para un cuento y he desistido siempre, porque para hacerlo más real, menos simple, tendría que añadirle ciertas virtudes a Emilio y descubrirle algunas maldades a Pablo Juan, para que resultaran más creíbles sus retratos y no me sentía dispuesto. Hoy me ha salido el cuento de un tirón, oralmente, sin concesiones, pero es que lo que a ti te interesaba no era tanto saber, que ya lo sabías, sino mi perspectiva, mis pareceres, mi juicio. Ya los tienes y los podrás contrastar con otros, entreverarlos, mezclarlos, para obtener unos retratos más veraces, mejor iluminados, y un conocimiento de los hechos más ajustado, más comprensible, que nunca es fácil cuando volvemos la vista atrás desde el único mirador de la propia memoria. Ha sido un placer para mí conocerte y un excelente ejercicio mental el de ir recordando. Vuelve por aquí, cuando quieras y yo esté, si es que se te ofrecen nuevos asuntos sobre los que yo pueda informarte. Que tengas buen viaje de regreso. Y dale recuerdos míos a tu madre, a la que hace tantísimos años que no veo, desde antes de que se casara. Se parecía muchísimo a tu abuela, a Lola, y yo le decía que era la bien nombrada
por ser una dulce, dulcísima criatura.
(2004-2005)
Nocturno londinense y otros relatos Gregorio Salvador
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© Gregorio Salvador Caja, 2006
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