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Gatos

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Claudio Hernández

Primera edición eBook: diciembre, 2018. Título: Gatos © 2018 Claudio Hernández © 2018 Higinia María © 2018 Diseño de cubierta: Sean Lowery

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Obra registrada SafeCreative. Código de registro: 2003053237841 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna y por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor. Todos los derechos reservados.

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¿Cuántos libros llevo escritos ya? ¿Y a quién se lo dedico? Este libro se lo dedico, una vez más, a mi esposa Mary, quien aguanta cada día niñeces como esta. Y espero que nunca deje de hacerlo. Esta vez, me he embarcado en otra aventura que empecé en mi niñez y que, con tesón y apoyo, he terminado. Otro sueño hecho realidad. Ella dice que, a veces, brillo... A veces... Incluso a mí me da miedo... También se lo dedico a mi familia y, especialmente, a mi padre: Ángel... Ayúdame en este pantanoso terreno... Menos mal que tengo a Sheila...

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1 Las letras. A veces eran claras y decisivas y querían decir algo; otras veces, no hablaban nada. A Billy le gustaba escribir, sobre todo historias de hombres lobo. Con tan solo nueve años y pelo alborotado de un color castaño, casi se mordía la lengua cuando apretaba con fuerza el lápiz sobre el papel. Era su pasión. Y papá, el señor Gary Denkinger, un tipo de estatura alta y delgaducho, le recriminaba porque hacía esas tonterías. Y es que en el pasado él había sido un fracasado en el arte de escribir. Billy lo miraba atentamente y, después de un rato, bajaba la cabeza sin cerrar los ojos. «Algún día seré escritor», pensaba ociosamente. «Algún día, sí señor. Me da igual lo que digas. Ahora estás vendiendo aspiradoras, casa por casa». Kathy Denkinger, muy guapa ella, con el cabello rubio y los ojos celestes, le propinaba unas palmaditas en la espalda y le recordaba lo siguiente: —Déjalo. A lo mejor el crío triunfa, ya que tú no lo has hecho... Y se reía en toda su cara. Y no, en casa no tenían ni un maldito gato, ni un jodido perro de mascota. Solo las entrometidas ratas, que miraban desde las vigas del techo, con sus ojillos enrojecidos; y, en alguna ocasión, desde debajo de la mesa o la cama. Y, ese año, en uno de los veranos más calurosos de Boad Hill, y sin pandilla que sobarse a cuarenta grados a la sombra, sucedió algo que no podía ser olvidado jamás. La cosa empezó por un maullido. Corría el año 1979. Camilla ginecológica para partos. 2

Tuvo una pesadilla. ¿Y cuándo no la tenía? El calor y esa densa y pegajosa nube invisible, que se arrastraba por la habitación, le asfixiaba; y, de alguna manera, su cerebro cometería los mismos errores una y otra vez. Las imágenes sin sentido. Las más terribles; como caerse de un precipicio. Pero no. No era eso. En la pesadilla, que lo llevó al borde del infarto, sucedió algo muy peculiar: Ahí estaba Billy, con su baja estatura y con el cogote que apenas asomaba sobre el borde de la «burra»[1] en donde estaba recostada su madre, colocada con las piernas abiertas y el culo encajado en un retrete invisible, y sus pies hincados en una especie de pedales muy abiertos que hacían que todo su sexo se le abriera de manera absolutamente denigrante. Por supuesto, él no estaba delante de aquello, sino al lado. Respirando acompasadamente mientras la matrona se ponía unos guantes de látex. Al lado de ella, otra mujer preparaba las toallas y, por si fuera necesario, un artilugio llamado «Fórceps», por si el bebé venía con la cabeza demasiado grande o la pelvis era demasiado estrecha. Una ventosa lo succionaría por el cerebro y lo alargaría como un melón. Y si eso no funcionaba, siempre había una mesa de metal con cosas cortantes que brillaban bajo todas aquellas luces que parecían el aterrizaje de una nave espacial. Billy estaba allí presente, en medio de los gritos de su madre, quien gritaba con especial gana, al tiempo que ventoseaba. Su cara era como una réplica de cera que se iba derritiendo al lado del fuego. Sus ojos, dos grandes bolas de billar blancas. Y el cabello: deslavazado y apuntando a todas direcciones, como si una descarga eléctrica la hubiera atravesado. —¿Mamá, qué va a suceder ahora? —preguntaba el pequeño en un susurro que no fue escuchado ni por el perro del vecino. Sus manos se aferraban a borde de aquella tabla inclinada. —¡Sacarme lo que tengo dentro! —La voz aguda de mamá era ahora como una sirena, que crecía de volumen de forma proporcional a los dolores de parto. ¿Qué había querido decir con aquello? Billy había pensado en alto; y tampoco esta vez lo escucharon. En las pesadillas recurrentes, eso suele pasar muy a menudo. Nadie de los que aparecen en el maldito sueño te contesta. —Señora, cálmese. Todo irá bien —dijo la matrona con un bozal tapando su boca. Las palabras parecían no tener fuerza para traspasar aquella tela blanca.

—¡Quitádmelo! —¿Pero el qué, mamá? No hubo respuesta. En su lugar, un grito que ascendió hasta la estratosfera y rebotó en ella, respondiendo con un eco. A lo lejos, se escucharon los maullidos de centenares de gatos. Y, entonces, entró él. Su papá. Su sonrisa abierta de oreja a oreja, pero de repente había desaparecido. —Ya está dilatando y podemos ver su cabeza, señora —le informó aquella mujer bajita y regordeta. Sus dedos parecían salchichas y sus ojos estaban entrecerrados, mostrando una medialuna blanca en sus cuencas. Kathy Denkinger sopló, como si lo hiciera sobre un pastel con más de cien velas y empujó con su vientre, como cuando vas al retrete. Su sexo se dilató y sobresalió a la luz una cabeza ridícula, oscura y con la piel arrugada. Después salieron las orejas, y no eran tan pequeñas. Aquella mujer se había acercado hacia eso que salía de dentro de ella y Billy la estaba viendo. La cara tenía dos ojos descomunales que estaban cerrados, y un hocico en lugar de boca. Billy resopló más que su mamá y se echó para atrás en un impulso instintivo. Sus ojos se habían dilatado como dos gomas blanquecinas. —Mamá, el bebé es muy raro, ¿verdad? Pasó inadvertido. Era como si no estuviera en la pequeña sala, que apestaba a mierda por las ventosidades que su mamá expulsaba de tanto empujar. La mujer menuda acercó sus manos hacia aquella cabeza peculiar y la atrapó con delicadeza, al tiempo que susurraba: —Un empujón más y todo habrá acabado. El resto del cuerpo salió sin problemas en el siguiente grito que había hecho que su mamá se irguiera en aquella tabla como si un potente resorte la hubiera empujado desde la espalda.

Aquello tenía un rabo de un palmo de largo y sus cuatro eran alargados y tenía zarpas con unas uñas afiladas, pero muy finas. Incapaces de arañar nada. —¡Mamá es un gato! —Billy, alarmado y con el corazón en la punta de la lengua, palpitándole como la garganta de un sapo, se retiró hacia la pared y fue ahí cuando los vio a todos reírse, momento en el que sintió un fuerte calor pugnar por su garganta. Aquello era grisáceo. Y, entonces, se había despertado, sudando copiosamente. ¿Por qué siempre se dice copiosamente? Se despertó con el corazón en la tráquea y bañado en sudor. Su cabeza, de haber sido el techo más bajo, se habría golpeado contra una de las jodidas vigas de madera y la rata se habría caído de ella. Sus ojos buscaron un poco de luz y su garganta trató de tragar aire, saliva y todo lo que podía. Por suerte, era luna llena y los largos dedos de su brillo entraban por su ventana abierta como una lengua enferma. Se llevó las manos a las sienes y empezó a recordar la última parte de la pesadilla. Justo en ese momento en que dejas escapar un gritito de niña. Justo en ese momento en el que todo vuelve a la normalidad. Recordaba que sentía latir algo debajo de su piel, que se volvía oscura e hirsuta. Se miraba y parecían ampollas que caminaban sobre su piel. Sus huesos se retorcían de dolor. Los cartílagos y los jodidos dientes. Se había tocado el colmillo porque sentía un dolor insoportable y había descubierto lo largo que era y cómo era de afilado. Un colmillo muy fino, pero no era el único. Eran cuatro colmillos. Y su nariz se había replegado dentro de su cara. El cabello castaño se despegaba de su cabeza como una peluca pegada con pegamento que se había derretido por el calor, mientras todos —incluida su madre, que sostenía a aquel jodido gato en su regazo— le estaban observando con impaciencia. Se miró los dedos y vio cómo se alargaban; y, al final de ellos, las uñas crecían como púas. Su vientre plano era ahora un vientre rugoso; y el pecho, que había crecido en tamaño, parecía la carcasa de un gladiador.

Estaba descalzo y pudo comprobar cómo los dedos de sus pies también habían crecido hasta acabar en zarpas o pezuñas. Recordaba cómo toda la ropa se había resquebrajado y se había desprendido de su piel, que ahora era oscura, hirsuta y aterciopelada. Y las orejas. Eran considerablemente puntiagudas. Al recordar todo esto, el pequeño Billy se llevó la mano a su pecho y, después de escuchar su corazón, que igualmente retumbaba en sus sienes, se fijó en sus dedos, a la mortecina luz de la luna. Eran normales. Todo había sido una mala pesadilla. Pero era la primera vez que su mamá había parido un gato y él se había convertido en otro de ellos, en lugar de un hombre lobo. Se levantó en silencio y se dirigió hacia la ventana, donde estuvo apoyado con el hombro, mirando la luna hasta el cansancio. Hasta que esta dejó de brillar en lo alto del cielo. 3 Eso sucedió el 1 de agosto y, dos días después, es decir, el 3 de agosto, la familia al completo iría a visitar al tío de Billy. Cómo no, llamado tío Sam. El hermano de su mamá era un tipo alto y grueso, bueno, tenía los brazos grandes y las manos como palas. Tenía una granja al oeste de Maine, cerca de un pueblo que empezaba por »De» no sé qué. No, no era Detroit, eso no era un pueblo; y, no, no estaba en Maine. Derrios o Deryes o algo parecido. Billy nunca lograba recordarlo, pero sí recordaba que era un pueblo muy pequeño —o al menos eso creía él— y que su tío Sam ostentaba una granja a las afueras de «De» no sé qué, con grandes plantaciones de maizales y una cabaña de madera que había construido con sus propias manos el tío Sam. —Billy. Recoge todas tus camisetas y pantalones cortos, que nos vamos a la casa

de tu tío —le ordenó mamá con una sonrisa en los labios. Sabía que eso era lo mejor que podría decirle a su hijo. Al menos, allí tenía a Sam y a su cabaña. —¿De verdad, mamá? ¿Vamos a casa del tío Sam? —¿No lo has oído? —¡¡¡Biennn!!! —La alegría de Billy sudaba por los poros y fue tal el grito que se escuchó al otro extremo de Boad Hill—. ¡Vamos a casa del tío Sam! Allí hay un pequeño lago para poder bañarme... —Es un riachuelo —zanjó Kathy mientras le mesaba la cabeza. Billy estaba de pie sobre la cama, en calzoncillos. —Bueno. Eso da igual. Puedo bañarme, que es lo que vale. —Aquí tenemos lago, ¿o ya no lo recuerdas? Billy la miró a los ojos, ligeramente serio. —Pero es muy hondo y yo no sé nadar. Allí hago pie. Kathy sonrió de nuevo. De pronto, una voz cabalgó sobre los escalones de las escaleras hasta la habitación. Grave y seca a la vez. —Kathy, cariño. ¿Has visto dónde están mis calzoncillos? Era Gary, que ya estaba preparando las maletas en el salón. Además de eso, se había encargado de desenchufar el televisor de la corriente eléctrica y la nevera. Billy se echó a reír. —Tus calzoncillos están todos en el cajón de tu mesita —había contestado Kathy, con su voz aguda mientras volvía la cabeza hacia el pasillo, como si de repente él estuviera allí plantado. —Pero no el rojo —dijo Gary mientras su mirada buscaba en las cuerdas del patio. Allí no había más que un pájaro que oscilaba sobre una de aquellas cuerdas vacías.

Kathy ahora se unió a la risa contagiosa de su hijo, que seguía con la boca abierta y mostraba sus dientes y la campanilla. Una lágrima brotó de uno de sus ojos y se deslizó pómulo abajo. Le escocía. Y se preguntó por qué narices le escocían las lágrimas. Lo que no se había preguntado era lo que les pasaría en esas pequeñas vacaciones. Nunca pensaba en lo que vendría después. Hasta que ya era demasiado tarde. 4 La carretera se hacía cada vez más amplia y larga a medida que el Chevelle[2] de color azul avanzaba hacia su destino. Billy estaba en la parte de atrás recostado en el asiento de casi un metro y medio. El calor era insoportable allí dentro y su frente se asemejaba a un grifo abierto. Gary, aferrado al volante, no pasaba de las 70 millas por hora. Las ruedas del Chevrolet, más que avanzar, parecían patinar sobre el asfalto, que se figuraba cambiante, como si una nube de vapor saliera de la pista y este cambiara de forma, doblegándose como un plástico. Kathy, al lado del copiloto, había sacado su brazo por la ventanilla, con la esperanza de que el aire le secara los sobacos, al menos el derecho, que chorreaba como un trapo empapado. Eso, a ella, le daba asco. —¿Mamá, queda mucho para llegar? —Billy se había puesto de rodillas sobre el asiento y sus manos se habían apoyado en el reposacabezas de los dos asientos, viéndose su rostro en el espejo retrovisor. Ella se giró y sus ojos buscaron el sudoroso rostro de su hijo. —Solo han pasado diez minutos desde que salimos de casa y sabes muy bien que hay por delante más de tres horas de camino. —Hizo una pausa para mirar a Gary, quien mantenía la vista sobre la carretera, y añadió—: A este paso, creo que la luna saldrá antes de que lleguemos a punto para la cena. Billy se rió enérgicamente.

Gary soltó un graznido como un sapo. —¿Quieres conducir tú? —inquirió, con el labio torcido. —Cariño. Sabes perfectamente que yo no tengo permiso de conducir —alegó ella y se marcó una carcajada—. Me voy a morir de calor. —Pues es lo que hay —rezongó él. Su cabello estaba aplastado sobre su frente como un trapo húmedo. —¿Has avisado al tío Sam que vamos para allá? —prosiguió Billy para cambiar de tema—. —Claro que sí, hijo —contestó mamá. —¿Cómo? Si no tenemos teléfono. —Llamé desde la tienda de Moll. —¡Ah! —Billy se puso una mano en la frente. Y, durante toda una eternidad, el Chevrolet avanzaba hacia su destino, hacia el atardecer. Hacia un pequeño pueblo llamado Road Mill, muy cerca de «Derr» no sé qué. 5 El maullido era casi aterrador. Había muchos gatos por la zona. El tío Sam lo sabía, pero nunca había escuchado un maullido como ese, que parecía presagiar algo malo. Los maullidos en celo de estos felinos se quedaban cortos ante aquel gutural maullido. Sam, que vivía solo, en ausencia de sus hijos y de su mujer —una muerte repentina la alejó de su lado hacía ya dos años— se levantó de la mecedora que se balanceaba bajo el porche y se encaminó hacia el rellano que tenía frente a su casa. El maullido, o el grito desesperado, había procedido de entre los maizales, que ya alcanzaban la barbilla de Sam, a pesar de que era un hombre bastante alto a sus casi sesenta años de edad.

—¿Hay alguien ahí? —Su voz fue absorbida por el maíz y este respondió. Ni siquiera los gatos que pululaban por allí. Ni el jodido viento del este, que zumbaba en sus oídos como una mosca cojonera. Ni eso. Ahora era todo puro silencio. Como el agua de un gran pantano donde ni las ranas cantan. Como un cielo azul sin pájaros que lo cruzaran. El silencio fue roto casi repentinamente cuando comenzó a arrastrar los pies sobre la tierra. Sus ojos, expuestos a los dedos extenuados del sol que buscaba cobijo en las montañas rocosas, no divisaron nada entre el maizal. Surcaba por él en grandes pasillos bordeados por hojas verdes que caían como un moco hacia los lados. Quería decir algo, pero pensó que era mejor no hacerlo. En muchas ocasiones le daba por hablar solo y al final acababa emborrachándose y peleándose con la escoba. Las latas de cerveza arrugadas hacían verdaderas montañas alrededor del porche. Y, entonces, cuando su pie derecho pisó el umbral del sembrado, vio algo. Iban en tropel, y sus ojos se dilataron como el cuello de la matriz al parir un bebé. Eran muchos, y entre ellos había un... Sintió un fuerte dolor en el pecho. Estaba obeso; y eso lo sabía. El corazón ya le había dado algún que otro susto; pero, en esta ocasión, el dolor se irradió hasta la mandíbula y a su ojo izquierdo. Se llevó la mano al pecho con los dedos estrangulados mientras aquellos que vio iban casi volando, y su cuerpo se desmoronó como un árbol talado. El golpe no fue estrepitoso ni lo siguiente, sino un simple plaf. Sus dientes se hincaron en la tierra y se quedó bocabajo. Inerte, con los ojos abiertos, con un brillo como queriendo decir: «venid aquí todos, que os estoy esperando, cabrones». Pero se murió de un infarto. 6 Como si de una gigantesca rata se tratara, un niño cruzó la carretera de un lado a otro. Iba caminando y trotando, al mismo tiempo, con su indumentaria negra. Quizá era una chaqueta de un adulto, pero era negra como la noche sin luna. Llevaba sombrero y no giró la cara cuando los neumáticos del Chevelle empezaron a chillar sobre el asfalto.

El frenazo fue tan brusco que Kathy se golpeó la cabeza contra el cristal delantero, aunque este no se rajó: como debería haber sido. Gary tuvo más suerte porque el volante le detuvo contra su pecho; pero, aun así, un lacerante dolor lo rajó de arriba abajo. Billy, simplemente, salió rodando hacia la parte delantera. Todos llevaban, qué curioso, los cinturones de seguridad puestos, excepto el pequeño de la familia, que vio cómo todo aquello, el salpicadero, se agrandaba a medida que se acercaba hacia el impacto. Por suerte, fue de culo. Al levantar la vista y justo al final de que el claxon dejara de berrear como un cordero asustado, aquel niño ya había desaparecido en la parte izquierda, adentrándose en los maizales. Billy, que no lo vio, se puso a llorar de inmediato al tiempo que el tubo de escape del coche soltaba el último bufido de color azulado. —¡Dios santo! ¡¿De dónde ha salido?! —gritó Gary con los labios contraídos. Sus ojos se habían adelantado cerca de un milímetro por delante de sus cuencas. Su cabeza rebotó hacia el reposa cabezas del asiento, como una pelota de baloncesto. En cambio, el grito de Kathy había sido: —¡¡¡Ooouuaahhh!!! Acto seguido, Gary cerró su mano en un puño que se apoderó del borde del volante, en un golpe sordo. Kathy se había llevado las manos a la cara y la frente, y comprobó que no había ningún líquido sedoso y rojo entre sus dedos. Eso la alivió. Billy, que seguía llorando, estuvo a punto de parar y empezar a reírse, ya que había dado una carambola, pero no lo hizo. Su mirada era de puro miedo. Y, cuando su papá había dejado de golpear el volante, advirtió que había algo más que cruzaba la carretera. Un jodido gato de color negro y una raya blanca en la cabeza, como un maldito punki. Su elegancia al caminar era, cuanto menos, desesperante. —¿Estás bien, Billy? —preguntó Kathy mientras sus manos agarraban al pequeño y tiraban hacia ella.

—¿Pues no te jode que ahora pasa un gato negro delante de nosotros? —Gary estaba mordiéndose los labios. Billy dejó de llorar y, en su lugar, solo se escuchaban sollozos. —Sí, mamá. Estoy bien. He dado la voltereta y me he golpeado el trasero —y sus tímidos dientes se mostraron en una sonrisa, poniendo fin al sollozo. —Tu culo es duro —acució ella. Había cambiado su semblante serio a una sonrisa agradable. El gato se detuvo en medio del arcén. Se sentó y ladeó la cabeza hacia ellos. Era un gato de gran pelaje, y lo tenía deslavazado. Como si lo hubieran peinado con las púas de un erizo. Sus ojos eran de un verde oscuro. Casi tan penetrantes como los rayos del sol de aquel atardecer. El astro rey todavía destellaba en el cielo y estaba en la posición perfecta para joder la visibilidad en la carretera, pero habían visto al niño de negro; y, ahora, al jodido gatazo. —¡Será hijo de puta! Ese gato es un estúpido, quedándose ahí parado. Si no se mueve, voy a pasar por encima de él. Seguro que su dueño es el maldito crío de negro. Pero ¿los gatos no siguen a sus amos, verdad? —Gary ladeó la cabeza buscando la mirada de su mujer. —No. No son como los perros —contestó ella, toda serena. Billy volvió la vista hacia el cristal y lo vio con algo de inquietud. —Apuesto a que ese gato huele como una rata —dijo. Su padre lo miró de soslayo y la comisura de sus labios se enarcó de forma tímida. Ahora el minino pareció acercarse más al coche, como desafiante, y se sentó de nuevo, mostrando su cara atípica. Era un gato desgreñado. Místico y casi aterrado, al mismo tiempo. Su mirada se clavaba en sus rostros. Y el sol empezaba a buscar su lugar al final del día de intenso trabajo. —Será cabrón. Nos está plantando cara. Ahora verás, minino. —Los dedos de la

mano de Gary giraron la llave de o y el motor refunfuñó bajo el capó. Dio unas sacudidas y despertó con otro vapor azul elevándose al aire. —¿Qué vas a hacer, Gary? —preguntó Kathy, con los ojos muy abiertos y la cara inexpresiva. —Lo vas a ver en un momento. —¿No irás a atropellarlo, verdad? —Eso está por ver. Engranó la primera y apretó el pedal del gas mientras soltaba el del embrague. Los neumáticos dieron vueltas sobre la calzada y escupían humo hacia atrás; y el Chevelle tomó velocidad en un empuje inicial que parecía un bisonte que hincaba sus pezuñas en la tierra. —¡Papá, es solo un gato! Lo de la rata lo decía en broma —vociferó Billy con cara de asombro. Las ruedas despegaron del suelo y el Chevelle avanzó a todo trapo, a escasos metros del gato, que seguía impasible, mirándolos. Pero, cuando solo faltaban unos cuantos centímetros para el impacto, aquel enorme gato dio un salto — como si lo hubiera empujado un muelle oculto en su culo— y desapareció en alguna parte. —¡Joder! ¿Dónde está? —Los ojos de Gary buscaban por toda la calzada y el morro del coche; y no vio nada más. Frenó, el motor casi se para y puso punto muerto. Se restregó la frente sudorosa y respiró hondamente—. ¿Qué coño me está pasando hoy? Su hijo Billy lo estaba mirando con unos ojos muy brillantes. 7 Cuando el sol se hubo escondido tras las montañas y sus largos dedos rojos se retiraron del maizal, el tío Sam estaba bocabajo y con una rata siniestra sobre su espalda. Esta gritaba de forma ululante y aguda, pues alrededor del cadáver había muchos gatos cuyos colmillos brillaban a la luz de una escandalosa luna llena.

8 —Creo que era por esta salida —dijo Gary con cierta incertidumbre. No, no recordaba qué salida tomar. En los últimos cinco años, habían visitado al tío Sam dos veces; y esta era la tercera vez. Ladeó la cabeza en la dirección del volante, como si realmente fuera su cabeza la que hacía girar al vehículo; y escuchó el rechinar de los neumáticos, al entrar en o con el camino de tierra. —Espero que no te equivoques —espetó Kathy, muy seria—. No me gustaría pasar toda la noche dando vueltas por el bosque, bueno, por estas plantaciones y los largos y eternos campos trillados. Billy estaba dando cabezazos en la parte de atrás, donde siempre tuvo que estar. El sonido del motor era como tener un gran gatazo —y su ronroneo hasta la saciedad— encima de las piernas. Un sonido grave, sutil y aterciopelado a la vez. Una especie de mantra para coger el sueño. Las luces de los faros proyectaron dos largas lenguas mezquinas sobre el camino. A un lado, los maizales parecían sonreír; al otro lado, también. Entonces, redujo la marcha hasta casi detenerse. «Bienvenido a mi casa. El tío Sam. Si no estás invitado, no vengas», leyó Gary, en un gran letrero manchado por el tiempo. A juzgar por las manchas roñosas, aquello era de chapa, con fondo blanco. Las letras eran marrones, y curvadas hacia un lado. Desiguales. —¿Qué? —Kathy se quedó desconcertada. Aquello fue instintivo. —Leo lo que pone en ese letrero. Eso es lo que pone. Ella ladeó la cabeza hacia el punto de luz. Efectivamente. Eso era lo que ponía. —Pues no recordaba que fuera tan bromista —dijo, cansada. Gary le enseñó los dientes —poco brillantes—, en una vaga sonrisa. —Cariño. Seguro que ha estado ahí siempre. Quizá no lo recuerdes o quizá no lo hayamos visto nunca... —Para —le cortó ella extendiendo una mano abierta. Sus uñas, que eran largas y

perfectamente cuidadas, apuntaban a su marido como los filos de una espátula —. Estoy agotada del viaje. ¿Podrías ser un poco más rápido? —Sus ojos estaban llenos de oscuridad. Gary sonrió de nuevo y aceleró. 9 Y el espantapájaros lo miraba con cierta tristeza en sus ojos de botón. Los cuervos, que eran muy listos, ya habían advertido de que aquello no era un hombre, porque, una vez, uno de ellos se posó sobre su hipotético hombro y soltó una cagada sin que aquel hombre se moviera. Y en su lenguaje comunicó a los demás cuervos que aquello estaba muerto, pero ahora parecía haber recobrado un poco de vida. Solo un poco. 10 La entrada al rellano fue devorada por la luz de los mezquinos faros. Esas luces parecía que se arrastraban por el suelo de mala gana, y gran parte de los detalles pasaban desapercibidos: excepto el Chevrolet azul del tío Sam, que estaba aparcado justo delante del porche. —Bueno. Parece que por fin hemos llegado —dijo Gary. Giró el volante y aparcó justo al lado del auto de Sam. —¡Por fin! —exclamó Kathy mientras se llevaba una mano a la frente húmeda por el sudor—. Estoy agotada y necesito una ducha ahora mismo. Gary la miró de reojo. Él también la necesitaba. Su culo aplastado era ahora una esponja vacía. Su trasero se había hundido tanto que parecía que a su vez le habían crecido las hemorroides. El dolor era insoportable. —Todo tiene un fin, cariño —acució él sin haberse parado a pensar en la frase. Absurda. Billy despertó en la parte de atrás, y dijo:

—Bien. Ya estamos en la casa del tío Sam. Por fin hemos llegado. Me estaba aburriendo. Gary y Kathy compartieron una mirada de complicidad. Sus rostros se habían iluminado por un momento en aquel tenso viaje “no exento de curiosidades”. Como la de aquel gato con los pelos encrespados que les desafiaba en medio de la calzada. —Sí. Ya hemos llegado. Ahora podrás jugar en tu cabaña preferida, pero eso será mañana. Cuando despiertes del todo —explicó su madre, que le observaba con ojos brillantes. Su cuello se había convertido en una goma, por la forma en que lo tenía retorcido. —Está bien, mamá —contestó el crío y, cambiando de tercio, añadió—: ¿El tío Sam no tiene perro, verdad? Su madre cabeceó en contra de lo que quería hacer. —No. Creo que no. Desde que Tom se murió de rabia y le había destrozado el gallinero, no creo que haya pisado un perro más estas baldías tierras. —¿Le destrozó el gallinero? No sabía que eso fuera tan malo. La mano de Kathy le mesó el cabello húmedo, y dijo: —Se comió las gallinas, hijo. Las mató. Billy no contestó de inmediato, sorprendido. —¡Pues vaya faena! —había exclamado unos segundos después, justo cuando su madre abría la portezuela del Chevelle, en un insidioso chirrido. Gary apagó el motor del coche con una simple vuelta de llave y salió a respirar aire fresco, que, para su sorpresa, no era precisamente eso, sino una densa nube pegajosa y caliente. —Aquí hace más calor que en Boad Hill —rezongó. —Cariño, Boad Hill está más al norte —explicó Kathy mientras estiraba los brazos. Su falda de flores rosas se subió por encima de las rodillas, quizá por el

muslo, casi enseñando las bragas. —Ni que esto fuese Colorado —espetó Gary haciendo lo mismo con sus brazos. Billy se había quedado mirándoles a los dos desde el interior del coche. Sus ojos, bien grandes. —Mamá, ¿cuándo salgo yo? El Chevelle era de dos puertas y debías mover el asiento del copiloto para que el crío pudiese salir. —¡Ah! Lo siento, cariño —Kathy se dio la vuelta, ya que estaba de espaldas, y se encorvó dentro del hueco de la portezuela para doblar parte del sillón y moverlo hacia adelante. Aquel jodido sillón iba sobre unos pequeños raíles, como un tren sobre las vías. —Gracias, mamá. —Billy salió disparado como una bala hacia el exterior, para quejarse de lo mismo que papá: del calor que hacía. Pero vio algo más, algo que ninguno de los dos observaron. Las luces. 11 La rata había sido devorada. Una mancha de sangre y líquido viscoso reposaba sobre la espalda hinchada del tío Sam. Los cuervos se habían acercado de forma considerable, aun siendo ya noche cerrada. Por el cuerpo —que hedía a horrores — trepaba una fila de cucarachas que parecían brillar en mitad de la noche. Silenciosas, avanzaban sobre el cadáver —que empezaba a emitir gases—, para acariciarle el cogote y la piel purpúrea que había debajo de la camiseta amarillenta. Mientras, la luna brillaba, como un ojo acuoso, en el cielo negro. 12 —No hay ninguna luz encendida en casa. ¿Estará el tío Sam durmiendo ya? — preguntó Billy con voz de pito.

Su madre enarcó las cejas y su sonrisa se desdibujó de su rostro alumbrado por los faros del coche. —A lo mejor tiene una avería —dijo ella—. No me extrañaría. En estos lugares remotos, uno se queda olvidado. El tío Sam no se acuesta tan temprano. —Son las nueve y media, bueno, casi las diez —acució Gary mientras bordeaba el coche. —No se acuesta a esta hora Gary. —Claro. Se dedica a emborracharse hasta las doce, más o menos —aseguró Gary, ya cerca de ella. —¡Gary! No hables así de mi hermano —bramó Kathy. Billy estaba en medio de los dos, mirando hacia arriba aquellas caras agrias que ponían cuando discutían. Algo que hacían muy a menudo. —El tío Sam es muy bueno —dijo el pequeño, a la altura de sus caderas. Su voz se volvió trémula. Ya no era de pito. Y su mirada era seria. Muy seria. —Y eso qué tiene que ver para que sea un borracho... —¡¡¡Gary!!! —gritó Kathy, que cortó de cuajo aquellas palabras que serraban su cerebro. Billy se llevó sus pequeñas manos a las orejas. Tapándoselas. El grito —ya finalizado— se había convertido en una suave brisa en la lejanía. —¡Está bien! ¡Está bien! —exclamó Gary mientras levantaba las manos como si le apuntaran con un revólver—. El tío Sam solo bebe agua de grifo. Ella le dio la espalda y, por la forma en cómo lo hizo, pareció que se había descoyuntado por un momento. —Recuerda que estamos delante de la casa de mi hermano —dijo Kathy. De haber estado enfrente, habría visto cómo apretaba los dientes—. Vayamos dentro.

Billy, que daba extraños altos como una rana coja, la adelantó y se puso delante de ella. Los faros del coche, que todavía estaban encendidos, iluminaban el porche, la mecedora y las latas de cerveza vacías. —Está bien. De momento, dejaré las luces del coche encendidas —explicó Gary. Lo que no sabía era que las luces posteriores, que eran rojas, iluminaban vagamente el culo del tío Sam. Estaba tendido justo ahí, bocabajo. —¡Vamos a jugar con el tío Sam! —vitoreaba Billy. Se dio la vuelta de nuevo y dio un salto hacia el escalón del porche. La puerta estaba abierta. —Billy, ten cuidado. No quiero que tropieces con algo. Esta casa es muy vieja y puede tener algunos tablones fuera de sitio. —Querrás decir que puede haber algún agujero, ¿verdad? —inquirió el pequeño, con un pie sobre el primer escalón, Este no pareció crujir bajo su peso. —Sí, hijo. Quería decir agujeros. Gary se encaminó hacia ellos, ajeno a que, a sus espaldas ciegas, el cuerpo laxo del tío Sam yacía sobre la tierra. Evidentemente, porque no lo había visto. Sin embargo, percibió distinto bajo el influjo de las luces del coche. —¿No os parece que la puerta está abierta? Kathy se detuvo en seco. Billy subió un peldaño de los tres que había. Su rostro, al girarse, parecía una bombilla opaca. —Es verdad. La puerta está abierta —dijo Kathy, con el corazón acelerado como una motosierra. Se llevó la mano al cuello y fijó sus ojos en el hueco oscuro de la puerta abierta. —Se habrá emborrachado y estará dando vueltas alrededor de la casa —dijo Gary cínicamente. —¡Gary! ¡Basta ya!

—¡Está bien! No voy a decir nada más —determinó Gary en un levantamiento de manos de forma instintiva. Estaba tambaleándose como un borracho que trata de guiarse sobre una línea recta. —Mamá. A lo mejor está durmiendo y se ha olvidado de cerrar la puerta — explicó el pequeño con toda naturalidad—. Además, aquí no hay nadie que pueda hacerle algo malo, ¿verdad? Kathy se acercó lo suficiente como para cogerle del brazo. —Sí, claro. Tienes razón. Este es un lugar muy tranquilo. —Ella había entonado cada una de las palabras con plena convicción porque se sentía segura de ello. Sin embargo, Gary no lo tenía tan claro. Había escuchado una historia fatal sobre un perro enorme que había contraído la rabia y había... Sí, eso ya lo había pensado..., ya lo habían hablado, pero... Dejó de pensar en cosas absurdas. Se acercó a Billy y le pasó la mano por el cabello. Ya estaban delante del hueco de la puerta y a su derecha estaba la mecedora. Se balanceaba, como si el tío Sam estuviera despatarrado sobre ella. —Bueno. Démosle una sorpresa al tío Sam —dijo Gary con una sonrisa en los labios. Al estar de espaldas a la luz de los faros del coche, esta no se pudo ver en la negrura del hueco de la puerta. Entraron los tres en fila india a la casa. Gary, en contra de lo que podría predecirse, fue el primero en entrar, y su mano se había estirado hacia el lado derecho de la jamba de la puerta, en busca de un posible interruptor de la luz. Lo encontró. Dio un suave impulso y la luz se hizo en el salón, que estaba nada más entrar. Era una cabaña construida al gusto del tío Sam. Él tenía la teoría de que los pasillos de entrada eran absurdos. Ni tan siquiera un espacio cuadrado le parecía útil. El tío Sam tenía sus manías; como poner la puerta enfrente de su plantación de maíz.

Y así lo hizo. El silencio fue devorado por el débil zumbido del filamento de wolframio de la bombilla, que no escuchaban pero que creaba una atmósfera extraña. —Parece que, efectivamente, está durmiendo en su habitación —aseguró Billy mientras trotaba en el salón. Su madre le guiñó el ojo y Billy se dejó caer en el sofá. El ruido fue tan sordo que pareció solo una parte del zumbido de una mosca. —¡Tío Sam! —voceó Gary con malicia. Kathy levantó la mano para decir algo: —¡Calla! Vas a despertarlo. Seguramente está durmiendo. —Oh, vaya. Lo siento, señora Kathy. —Menos tonterías, Gary, que no es el momento de discutir. Hemos venido a visitar a mi hermano y a pasar unos buenos y tranquilos días de vacaciones — explicó. Sus pies habían rebasado el pasillo que llevaba a la cocina. Ahí sí había pasillo. Un jodido pasillo. —Espero que así sea —dijo de forma sarcástica Gary al tiempo que se encaminaba hacia el sofá. Al darse la vuelta, advirtió de que todavía estaban encendidos los focos del Chevelle. Quiso levantarse para apagarlo, pero no lo hizo. Sencillamente, se había quedado sentado en el sofá, junto a su hijo, mientras le revolvía el cabello; cosa que le daba rabia a Billy. —Papá, ¿por qué siempre estáis discutiendo? —Le preguntó el pequeño mientras lo miraba con unos ojos apagados. —Porque tiene el mismo carácter que tu tío Sam —Y Gary esbozó una sonrisa que podría haber desencadenado en una sonora carcajada, pero no fue así. —No lo entiendo.

—Yo tampoco. —¿Queréis algo de leche? —La voz de Kathy sonaba como un resuello de una garganta obstruida. Llegaba amortiguada. De lejos, como si estuviera al otro lado de la autopista. Estaba en la cocina; delante de la nevera abierta. «Qué sed tengo», pensó. Gary ladeó la cabeza. Sus ojos se entornaron. Era como si pudiera ver aquella voz, de forma física, y la arrastrara el aire. Para completar la gracia, iba a pedir un par de cervezas, si es que no se las había bebido ya el tío Sam, pero no lo hizo. —Vas a despertar a tu hermano —dijo Gary. —Eso, mamá. Vas a despertar el tío Sam —recriminó Billy con un rictus de travieso. De pronto, en lo alto del techo, en una de las vigas de madera —pues Sam lo había elegido así, tener un techo con vigas, a pesar de que, sobre ellas, había otra planta—, una rata gritó de forma aguda. Billy levantó la cabeza para buscar el techo y vio unos ojillos rojos. A la vez que Gary hacía lo mismo, se escuchó un ruido. Era un ruido seco, como si algo estuviera arañando el suelo de la primera planta, es decir, donde se encontraban las habitaciones. —Uuhhh, eso debe ser grande —dijo Gary con una mueca de asombro. —¿El qué, papá? —La rata que hay más arriba de esta. —Su dedo estaba señalando a una rata arrinconada en el hueco de la viga, claramente asustada. —¿Más grande que esta? —Puede ser. ¿No has escuchado el ruido? —Sí. —Pues eso.

—¿Y ya está? —¿Qué más quieres que te diga? —El por qué sabes que hay una rata más grande más arriba. Se comerá al tío Sam, bueno, le podría morder uno de los dedos de los pies o de las manos, porque esta rata ya es grande. ¿Cómo de grande crees que es, papá? Gary abrió sus largos brazos. —Más grande que un perro. —¡Qué exagerado! —exclamó Billy volviendo la mirada al rostro de su padre. Gary sonrió. 13 Mientras las cucarachas resbalaban de la calva de Sam, no muy lejos de su cuerpo, el maizal era un torbellino. Sacudiéndose como si se agitaran por un fuerte viento. Unos ruidos guturales que procedían de unos maullidos rasgados y graves, se elevaban en la noche, y se podía escuchar el llanto de algo. Eran gatos, enzarzados en una pelea, con sus lomos arqueados y bufados como un peluche, mientras sus ojos brillaban bajo la pálida luz de la luna. Y las sombras. Se acercaba él. 14 Se bebió la leche acariciando el borde del vaso de cristal con sus labios, como si lo besara. Después, había cerrado la puerta de la nevera y el resplandor emitido por la bombilla de esta despareció de su rostro. Decidió subir a la habitación de su hermano Sam y comprobar que estaba durmiendo. Lo taparía con la sábana y lo dejaría así el resto de la noche. Sin hacer el más mínimo ruido. Después de todo, siempre seguía el día después de la noche y, entonces, cuando él bajara en calzoncillos largos, con una buena

mancha de meada grisácea como los irlandeses, le daría una sorpresa. Pero la sorpresa se la dio a ella. Su marido y su hijo habían decidido reposar en el sofá, y no subir las escaleras que les llevaban a la primera planta. Como si no hubiera sido suficiente estar sentados durante varias horas, en las que levantaron el culo, en contadas ocasiones, para echar una meada tras un arbusto o en los lavabos de la gasolinera, la única en la que repostaron; ahora seguían sentados y cansados. El sueño les arrebataba las energías, cuando, de repente, Kathy bajó algo inquieta. Sus ojos no eran los mismos. —Gary. Mi hermano no está durmiendo en su habitación —aseguró. Su semblante estaba más serio que nunca. El corazón le palpitaba en las sienes. Podía escuchar retumbar toda aquella maquinaria en su cabeza, y le dolía. —Estará durmiendo la borrachera en otra habitación. ¿Lo has comprobado? — Gary era muy duro con su esposa. Su mirada brillaba como cristalina. —Te he dicho que no hables así de mi hermano y... no... No he mirado en las otras habitaciones. —Sus manos temblaban y no sabía por qué. Billy estaba absorto en el mundo de los sueños que te arrebatan de repente todo control de ti mismo. Estaba dando cabezazos. —Pues compruébalo. Si quieres, te acompaño. Voy a apagar las luces del coche y subo contigo... —No. No hace falta que me acompañes. Es solo subir de nuevo y... mirar. —Está bien, cariño. Será lo que tú digas. —Gary había abierto los brazos, como si quisiera abrazarla, pero estaban distanciados por un metro: hueco, oscuro, y vacío. 15 Los tallos de los maizales se hicieron a un lado y aquello avanzó, casi arrancándolos de raíz, mientras los demás gatos se ponían cada vez más furiosos.

Y las ratas. Las ratas se escondían en sus madrigueras, chillando. 16 Descubrieron que no estaba en ninguna de las habitaciones de la casa, si es que ese andrajoso lugar se merecía llamarse así. Estaba descuidada y había muchas latas de cervezas en el suelo. Evidentemente, previo cierre de sus dedos alrededor de estas. Billy tropezó con dos de ellas y casi se cae al suelo. Kathy había deseado que aquellas jodidas latas no estuvieran allí, porque le daban la razón a su marido. «Cariño, sabes que tu hermano es un maldito borracho. Y siembra latas de cerveza arrugadas por todas partes, como si estuviera dejando una cagada en cada esquina», rememoró Kathy, como si fueran las palabras de su marido. Pero Kathy quería mucho a su hermano. Sobre todo desde que Danny murió. Aquel accidente fue de lo más absurdo del mundo. Había muerto por la picadura de una avispa dentro de su garganta y se había asfixiado ante la fulgurante inflamación de su gaznate. De modo que amaba a Sam. —Cariño. Te lo he estado diciendo todo el rato. Seguro que está durmiendo la mona en cualquier sitio de este lugar. En el granero, supongo —explicó Gary, como si de repente se le hubiera encendido esa bombilla que todos tenemos en la cabeza. Ella se limitó a clavar su mirada en sus ojos. —Mamá. Es verdad. No hemos mirado en el granero —dijo Billy, todo entusiasmado. Estaba tirando del brazo de mamá como si quisiera una golosina. Antes de salir de casa, Kathy revisó por segunda vez las tres habitaciones. Después, se había adentrado en la penumbra del pasillo y se había deslizado por ese túnel como si estuviera patinando en una pista de hielo. Gary y Billy la estaban siguiendo. Trotó sobre las escaleras. Las bajaba con toda la prisa que sus piernas le permitían, pero no tan rápido como las pulsaciones de su corazón. Ahora tenía

que itir que probablemente su hermano era un borracho incomprendido y que al final podría haberle sucedido algo malo. Quizá fuese eso lo que la llevó a bajar todos los escalones —había veinte— en menos de dos segundos. —Espero que esté en el granero —susurró temiendo que el aire cortante como una sierra dividiera las palabras. —Mamá, ¿estás preocupada? —No exactamente. —¿Qué quiere decir eso, mamá? —No lo sé. Me ha salido de repente. Tu tío Sam es muy cuidadoso con todo y nunca está fuera de casa a estas horas de la noche. Solo que me extraña que no esté aquí dentro... y bueno... es posible que... —¡Esté borracho! —escupió Gary todo sonrisa. —Gary. Hay un problema contigo y mi hermano, ¿verdad? —Ya habían llegado al salón, ya que las escaleras estaban al borde de este. Ahora su taconeo había desaparecido de entre la multitud de sonidos de la noche. Su marido seguía con esa estúpida sonrisa grabada en su rostro, y ella lo vio cuando se giró hacia él. —No. Sabes que no tenemos ningún problema. Somos familia, ¿no? —En apariencia, sí. Billy llegó hasta la puerta y se apoyó en la jamba de esta. Se dio la vuelta y miró a sus padres con semblante serio, aunque aquello parecía una mueca de un payaso. —Hijo, no estamos discutiendo —dijo Kathy mientras su mirada se desvió hacia otro punto más lejano. Billy se dio cuenta y se giró. Y, entonces, los vio a casi todos.

Había una decena de gatos sobre el Chevelle. 17 Las ratas emergieron de sus madrigueras, chillando en medio de la noche, y de unas zarpas descomunales para ellas. La tierra se arañaba, destruía y escupía hacia todos lados mientras las pobres ratas se movían enérgicamente de un lado para otro. Algunas escapaban y otras eran pasto de ellos. De los gatos. 18 —¡Joder! Nunca había visto tantos gatos juntos —vociferó Gary desde detrás de Kathy. Sus ojos se habían dilatado como neumáticos. Su boca era una O mayúscula. —¿El tío Sam tiene tantos gatos, mamá? —preguntó con toda la inocencia del mundo el pequeño mientras buscaba el rostro de su madre. Esta estaba desconcertada. Había recordado, o pensaba, que a su hermano no le gustaban los animales domésticos, y menos los gatos, ya que era alérgico a su pelo. Ahora salían más gatos, con el rabo apuntando a la luna de los ríos flanqueados del maizal. Caminaban con la cabeza gacha y, en algunos momentos, sus ojos parecían brillar de un color rojo; como las ascuas. Algunos bordeaban el Chevelle, se sentaban delante del vehículo; y otros, de un salto, se subían al capó, ante la estupefacción de la familia. —No. El tío Sam no tiene gatos. Eso te lo puedo asegurar —explicó Kathy cogiendo del brazo a Billy y trayéndolo hacia ella de forma instintiva. Gary se relajó y dijo: —Bueno. Está claro que ahora sí tiene gatos. De todas formas estos felinos son muy cariñosos y nada peligrosos. A Kathy no le convenció en absoluto. —Siempre y cuando no tengan mucha hambre —espetó.

Billy estaba empezando a preocuparse, lejos de la poca habilidad de Gary para amansar las fieras. —Mamá, ¿crees que estos gatos tienen hambre? ¿Pueden hacerme algo malo? Kathy lo apretó contra su cuerpo y esbozó una sonrisa. —No. No son más que gatos. Pero la cosa no tardó en empeorar. 19 No daban saltos hacia atrás, ni movían sus patitas entre las hojas de los maizales. No eran alegres. No jugaban. No maullaban de forma sutil, sino que gruñían como una bestia. Sus ojos brillaban como el fuego. Y él era el que caminaba delante de ellos. El que decidía. El que influía en sus actos. El más grande y espantoso. 20 —Bueno. Ahora que ya sabemos que hay gatos aquí, y bastantes por cierto, ¿por qué no seguimos buscando a tu hermano? —Gary había bajado los peldaños del porche, colocándose muy cerca de aquellos gatos. Los ojos de Gary se habían contraído ahora, pero hacia aspavientos. —Sí, claro. Vayamos al granero —acució ella. Billy miró fijamente cómo salían más gatos del maizal. Un lugar ahora, casi en la oscuridad, donde el espantapájaros había sido abordado por los jodidos gatos. Su dedo índice se dirigió a ellos. —Mamá. —Pero su voz fue rota con una sierra dentada y arrastrada por el repentino aire que se había levantado. Un calor insoportable que creaba una densa nube pegajosa. El sudor empezó a asomar en sus frentes. Gary bordeó la casa hacia su derecha. En la esquina, a unos diez metros de allí, se vislumbraba el granero. La gran puerta estaba cerrada. Y allí no había gatos,

al menos que brillaran o se movieran bajo la mezquina luz de la luna llena. Kathy y Billy le habían seguido. —La puerta está cerrada —observó Gary apoyando su espalda en la esquina. No sabía por qué lo había hecho. Suponía que eso había sido un acto instintivo—. Mucho me temo que no esté allí. —Solo podemos saberlo si lo comprobamos. Eso no nos cuesta nada. Es muy extraño que mi hermano no esté en casa, y más extraño resultaría encontrarlo en el granero. No sé si pensar que le ha sucedido algo. Quizá se haya puesto enfermo. Gary la miró con una sonrisa socarrona. Quería decir: «claro, está enfermo por culpa de la maldita cerveza. Se ha tomado una docena de ellas y una estaba infectada con una espuma gris en lugar de blanca». Pero no dijo nada. —Se puede haber quedado encerrado en el granero —dijo Billy agarrado ahora a la pierna de su padre. Sus ojillos ahora escrutaban todo lo que se podía ver alrededor de ellos. Los gatos, bueno, el número de gatos que aparecieron, no lo tranquilizaba en absoluto y eso que a él sí le gustaban los mininos. Pero estos parecían diferentes. —Podría ser —argumentó Kathy y le mesó el cabello. Billy notó que su mano temblaba. Sabía que ella estaba preocupada. Después de esto, se encaminaron hacia el granero, aplastando las piedrecillas bajo sus zapatos. Sus cuerpos emitían una sombra raída gracias a la luz de la luna. Estas los seguían en camino recto, pero a veces parecía que se movían demasiado. Se acercaron a la doble puerta del granero y comprobaron que la madera estaba situada de forma horizontal entre las dos hojas de la puerta, como si fuera un pestillo de grandes dimensiones. Eso corroboró la teoría de Gary. Sus dedos tocaron la madera. Estaba caliente y, al levantarla como una palanca, no chirrió, porque no estaba oxidada y porque no había bisagra. La madera no se oxida, se astilla, y tampoco tiene por qué ir sujeta por una bisagra chillona. La mano de Gary buscó a tientas un interruptor de luz. Esta vez le costó algo más de tiempo encontrarla. Sí, el granero tenía una bombilla colgada en lo alto

del techo. A unos tres metros de altura, quizá cinco metros. La luz amarillenta mostró el rostro de un gatazo subido en la rueda del tractor rojo. Estaba quieto, pero con el lomo arqueado y la cabeza gacha. Mostraba sus feos colmillos, que parecían amarillentos. Justo lo contrario que se podía ver en un gato normal. Kathy, ausente de este hecho, dijo: —Sam. ¿Estás aquí? Sus palabras fueron atrapadas por las paredes de madera astillada, las herramientas que colgaban de ellas y montones de hojas de maíz. El gato emitió un suspiro que sonó a amenaza. Billy sí lo vio y sus ojos estaban fijos en los del gato. Eran verdosos. Como un sapo. —Vaya gatazo —dijo Gary sorprendido—. Parece que tu hermano tiene muy buenos gustos para los gatos. ¿Tantas ratas hay aquí para necesitar tantos gatos? —Su cara se arrugó como una sábana empuñada en unas manos cerradas. —Mamá. Ese gato no me gusta —añadió Billy, de pie en el marco de la puerta, que parecía que estaba colgada en el cielo. —Mi hermano no está en casa, ni aquí. Eso es lo que me preocupa —explicó Kathy, haciendo oídos sordos a los comentarios de su marido y su hijo—. Creo que deberíamos visitar el hospital de este lugar para comprobar que no esté ingresado por algo. Él vive solo aquí, y podría haber sufrido una caída... —Y él solo se ha ido al hospital sin subirse a su Chevrolet y sin tener la ayuda de ningún vecino cercano. Porque tengo entendido que esto es un lugar tranquilo. Tan tranquilo que si te rompes la crisma te quedas solo, porque el vecino más cercano está a casi un kilómetro. ¿Estoy en lo cierto? —Gary había modulado su voz en un tono más grave. La estaba mirando a los ojos. Los tres, parados en la entrada. —Sí. Por una sola vez, tengo que darte la razón. Esto es todo muy extraño... —ítelo. Tu hermano se ha emborrachado y ahora estará dormitando quién sabe dónde. Quizá, entre su puñetero maíz, en un pozo con la cabeza abierta o detrás de este jodido tractor. Por eso no te ha respondido.

—Gary, no sigas por ahí. Lo de la bebida lo dejó atrás hace mucho tiempo. — Kathy estaba apretando sus dientes. Sin embargo, Billy sentía cómo se le aceleraba el corazón. 21 Con sus afilados colmillos, lo arrastró sobre el seco suelo lleno de hojas. Era tal su fuerza que pudo moverlo como si hubiera sido arrastrado por un perro furioso de cuarenta kilos. Uno de esos que tienes que usar las dos manos para rodearle el cuello. De esos que sus colmillos son como los de un tiburón. Con patas hincadas en el suelo, como los zancos de una grúa. Era bestial. Y los demás gatos maullaron de forma endiablada a la luna. Se sentían capaces de enfrentarse a una manada de perros. 22 —Mamá, ¿Has escuchado eso? —Billy tenía ahora el corazón en la punta de la lengua. Era como un grano que hubiera cobrado vida allí mismo, dilatándose y contrayéndose. El gatazo que había en lo alto de la rueda del tractor saltó al suelo y se pudo escuchar un ruido carnoso. En el golpe levantó una pequeña nube de polvo y la rueda del tractor pareció descansar de repente. Gary se quedó asombrado de ello. —Sí. Lo he escuchado. Seguramente serán animales salvajes. Por estas tierras hay muchos. Bueno, qué digo. En todas partes hay animales que hacen ruido por la noche... —Eso no era un ruido, mamá —le atajó Billy, que la contemplaba con los ojos bien abiertos. Desde que había llegado a la casa del tío Sam, todo eran sorpresas —. A mí me parece que son los gatos de ahí fuera. Es como si llorasen o algo parecido. Su padre lo miró de reojo.

—Billy. Esto no son gatos. Son gatazos. De ahí que tengan el maullido más grave. Se nota que están bien alimentados. Serán muy viejos, supongo. —A Gary le estaba temblando la voz. Su esposa lo notó y buscó su rostro. —¿Y quién los alimenta? —preguntó ella—. Mi hermano es alérgico a los... —Gatos —le cortó Gary, y dio una cabezada como un crío enfadado. En realidad, no tenía por qué. Bueno, la cosa no tenía más importancia que el número de gatos y, en este caso, el tamaño. Lo curioso es que, siendo Sam alérgico a los gatos, estuviera rodeado de tantos. Quizá ya no era alérgico, quizá estaba vacunado o quizá se habían equivocado de lugar. Pero no. Estaban en el lugar adecuado. Si, en lugar de gatos, hubiesen sido perros de presa, quizá sus caras estarían amoratadas. Eso sería otro cantar, pero unos gatos, por muchos que fueran, ¿qué podrían hacer? Nada. Dar por saco y soltar pelo. Quizá estuviesen todos en celo y habrían venido de todos los alrededores, o vete tú a saber qué. Quizá estaban hambrientos y en las plantaciones de Sam, o incluso en el granero, había más ratas que en el resto del condado. Quizá... Gary dejó de pensar. Billy se llevó la mano al pecho y su madre lo cogió de la otra mano. No conocían su destino. Pero seguía sin aparecer el tío Sam de los cojones. 23 Tenían hambre. Sus mordiscos sobre la piel purpúrea eran constantes. Cuatro de ellos estaban sobre la espalda de Sam, con sus uñas clavadas en la carne y las cabezas gachas mientras sus afilados colmillos atravesaban la carne corrupta del cuerpo hediondo. Él había pasado sobre el cadáver con sus lentos pasos, después de haberle arrancado el pie derecho. La sangre no había salido de inmediato, ya que estaba coagulada, pero en su pelaje, que bordeaba su boca, había sangre. La que brillaba por obra de la luz de la luna. Sus dientes producían extraños ruidos cuando rozaban el hueso. Los rayaba y destrozaba. Y, Amo, que así se podría llamar a aquel enorme gatazo supremo, era él. Como si fuera un hombre con una motosierra en las manos. Él.

24 Regresaron a la casa casi corriendo. Aquel gatazo parecía seguirles, pero no fue así. Rodeó la casa. Detrás de ese gato oscuro había más. Sobre el Chevelle habría ahora más de cien gatos. Había gatos en la puerta. En la mecedora. En el rellano. Y algo gutural salió disparado, como el sonido de un potente altavoz, desde el maizal, que se perfilaba oscuro, como siniestras sombras encorvadas. Y había algo más. Algo como dos faros de coche, endiabladamente rojos. Billy fue el primero en verlo. Sus pupilas se dilataron como si hubiese recibido el impacto directo de los rayos del sol. Su corazón, lejos de estar acompasado, elevó su ritmo cardiaco, y en la frente seguían las motitas de sudor. —Mamá, ¿qué ha sido eso? —No lo sé, hijo. Quizá algún perro que anda suelto. Gary, lejos de mostrar sonrisa alguna, por la poca gracia que le hacía ya estar allí, dijo: —Pues debe de ser un perro enorme. Billy se asustó todavía más. Al pequeño le asustaban los perros. De hecho, les tenía pánico. Dos años atrás, un perro cerró su dentadura alrededor de su tobillo; y lo peor no había sido el dolor lacerante, sino que el cabrón no se soltaba. Él lloraba y lloraba; y nadie acudía en su ayuda. Hasta que llegó mamá. Se había despistado un poquito y lo había perdido de vista, pero no al perro, que se mostraba antinatural, es decir, como si en su hocico hubiera baba y se le descolgara la lengua, que no era precisamente rosada. Lo peor había sido la infección. —¿Cómo de enorme, papá? —Billy había abierto sus pequeños brazos. Su padre cabeceó. —Será mejor que entremos dentro a esperar al tío Sam. Quizá haya salido a alguna parte y regrese pronto. Kathy lo miró de reojo y dijo:

—Eso es imposible. Su Chevrolet está justo debajo de esa montaña de gatos. Su dedo índice miraba hacia ellos. Gary cabeceó una vez más. —¡Ops! Vayamos dentro. —Gary se sintió especialmente preocupado y su tez le pareció pálida a su esposa. Incluso hasta para Billy, quien entró el primero dentro de casa, traspasando el umbral de la puerta, pero se detuvo en seco. —¿Qué sucede ahí...? —Kathy se quedó pasmada. Su corazón dio un salto sobre sus pechos erectos y pareció que, por un momento, había acariciado el aire. Se había quedado sin palabras. —¡Joder! —exclamó Gary, más cercano a un grito que a una simple expresión —. ¿De dónde están saliendo tantos gatos? En el interior de la casa, en el salón, en las escaleras y en el pasillo; es decir, todo lo que se podía ver desde ese ángulo estaba repleto de gatos que ronroneaban mientras caminaban de un lado para otro. Sus ojos brillaban como la locura de un asesino. Se detenían y observaban, con sus ojos verdes, marones o grises, a la pequeña familia de los Denkinger. —Mamá. No me gustan estos gatos —susurró el pequeño agarrándose al vestido de ella. —Esto empieza a preocuparme. Tienen la mirada extraña y son muchos — acució Kathy mientras parecía sostener su propio corazón en la mano. Miró en derredor y no pudo contener un gritito. 25 Entonces, mientras el tío Sam se estaba pudriendo, comenzó todo. Y fue espantoso desde el principio. Un par de gatos, uno de color ceniza y otro blanco, saltaron a la espalda de Gary cuan largos eran. Sus uñas, afiladas como cuchillos, primero se hincaron en su piel rosada, atravesando la camisa de cuadros y, después, dibujaron unas grietas

en su carne. La sangre brotó de inmediato y los gatos cayeron al suelo en un golpe sordo. El dolor se irradió desde la espalda hasta la cabeza y soltó, o escupió, un grito como un lobo que aúlla. Kathy y Billy retrocedieron o entraron dentro de la casa, totalmente desconcertados. Desde el principio les pareció mala idea ver tantos gatos y, de alguna manera, se esperaban algo así. Un ataque en manada. —¡¡¡Dios!!! ¡¡¡Me han arañado toda la espalda!!! —La voz de Gary quebrantó el silencio de la noche y trepó por las paredes de madera y por el mismísimo aire, hasta el cielo oscuro. —¡Gary! ¡Los gatos vienen corriendo hacia nosotros! —exclamó Kathy apretujándose contra su hijo. Sus ojos se habían abierto como el fondo de un retrete, profundo y oscuro. Empezó a sentir miedo. Su corazón estalló en lujuria allá dentro de su pecho, que sudaba como si estuviera bajo la ducha, bueno, no tanto, pero tenía el vestido húmedo. Billy quiso chillar, correr hacia el salón y salir hacia afuera. No estaba decidido porque había gatos por todas partes con sus jodidos rabos izados como una bandera al viento. Sus zarpas visibles y sus colmillos mostrándose de una forma obscena. Finalmente, se despegó de los brazos de su madre. —¡Mamá, no tenemos donde escondernos! —voceó con la voz de un pito. En ese momento, un gato pardo voló por encima de su hombro dejándole una buena marca en el mismo. La sangre brotó como el agua de una manguera pinchada. Billy apretó los dientes y soltó un gritito. Kathy, al ver aquello, se asustó y lo cogió del brazo, tirando con fuerza hacia ella. Se dirigió hacia el sofá y, haciendo aspavientos, ahuyentó a cinco gatos que estaban recostados en el mismo. Enfurecidos, saltaron al suelo, y unos ojos verdosos los miraron con odio. Algo no comprensible para el ser humano. Gary estaba ahora tratando de quitarse uno de los felinos de su cabeza, que empezaba a dibujar ríos de color rojo en su frente y rostro.

Su grito fue aterrador. 26 Él caminaba lentamente hacia el Chevelle. Sus ojos emitían destellos rojos. Una espuma sólida bordeaba sus labios y los colmillos brillaban bajo la luz de la luna. Y, ahora, gracias a la luz amarillenta que se escapaba del hueco de la entrada de la casa del tío Sam. Atrás dejó a muchos de ellos, que estaban mordisqueando el cuerpo hediondo de Sam. Él, el que caminaba marcando cada huella en la tierra, todavía tenía entre sus dientes el trozo del pie de Sam, que ya estaba casi totalmente triturado. Casi. Sus ojos escrutaron a aquella desgraciada familia que trataba de luchar con sus aliados, porque él era el rey. Su resuello se podía escuchar a varios metros. 27 El gato salió disparado como un proyectil contra la pared. Sus ojos se habían abierto desmesuradamente; la boca, abierta; y las zarpas, arañando al aire. Hasta que se estrelló contra la pared, en un ruido seco. El felino cayó al suelo y se retorció de dolor. Gary lo miró con odio, mientras que otros gatos le estaban mordiendo los brazos y el cuello. La sangre fluía como el sudor, mezclándose y haciendo que la escena fuera más escandalosa. Billy tenía un gato enganchado, literalmente hablando, sobre su pierna desnuda, pues vestía unos pantalones cortos. El crío gritó y Kathy golpeó al gato dándole un puntapié. La sangre corría por sus cuerpos como el agua sucia, y el olor dulce se mezclaba con el aliento de aquellos felinos, que parecían emitir algo extraño. Quizá halitosis. Pero parecía improbable, aunque así era. Los maullidos desgarrados llenaron el espacio del salón conforme iban siendo lanzados a través del aire como balas. Siempre caían de pie, algo habitual en ellos, pero se estrellaban contra el suelo y las paredes en muchas ocasiones y aunque no se partieran la crisma, si mostraban maullidos de dolor.

Evidentemente, en los felinos no había más sangre que en sus uñas afiladas. Eso era todo. Y tan rápido fue todo, que de la defensa se pasó a la supervivencia. Matando a todo cuanto se cruzara en su camino. Algo que sucedía entre ambos bandos. Gary, debilitado por el dolor y por culpa de dos gatos, que se anidaron en su pie derecho, tropezó y cayó al suelo, dándose un fuerte golpe en la cara que sonó como un tortazo de los grandes. Dos de sus dientes se partieron y su boca se llenó de sangre, mientras que aquellos jodidos gatos seguían mordisqueándole y arañándole la espalda, los brazos y los pies. Pero ahora tenía la cara pegada en el suelo. Cerca del hocico de un gato negro. 28 Él se acercaba. Sus pasos casi podían escucharse cómo retumbaban en la distancia, pero ya estaba a la altura del Chevelle. Su gruesa y larga cola se arrastraba sobre la tierra como una Boa. Las ratas escapaban de sus madrigueras, que tenían bajo el porche y alguna salió corriendo de debajo del coche. La mirada verdosa de él los miró de soslayo, como si no le importaran en absoluto. Los demás gatos lo miraban atentos. Relamiéndose sus patitas y mostrándole, en agradecimiento, aquellos destellantes ojos rojos, que parecían sacados desde el mismo infierno. Cuando vio la silueta de Gary tirada en el suelo, él se detuvo y esperó. Esperó. 29 —¡¡¡Dios!!! ¡Todos estos jodidos gatos me están atacando! —gritó Gary pataleando en el suelo—. ¡Dios! ¡No puedo con tantos gatos! Kathy escuchaba la voz ululante de su marido, pero, mientras quería proteger a su hijo, tres gatos saltaron sobre ella con las zarpas abiertas como espátulas. Sus ojos se dilataron como el culo de un vaso y profirió un grito.

Un zarpazo le dibujó una fea línea muy cerca del ojo derecho. La sangre brotó de inmediato y en ese ojo la visión se nubló con una cortina roja. —¡Gary! ¡Ayúdame! Billy empezó a llorar y el gato le soltó el tobillo. Uno de ellos. Ya no sabía si era el mismo gato pardo o si era el blanco. O quizá el gris. Solo sabía que ahora tenía uno clavándole las uñas en el cuello y que aquella sangre resbalaba muy deprisa sobre el sudor, y que era dulce. Y también sabía que por primera vez había visto una mirada felina totalmente enrojecida. Como si tuviera los ojos inyectados en sangre. Mientras se debatían en el sofá y en el suelo, su padre recibió un zarpazo en la cara a la altura de los labios, que empezaron a sangrar. Gary se sorprendió de lo dulce que era su sangre. Y caliente. —¡Maldito seas! —gritó y con su mano derecha cogió al gato por una pata, lo elevó y lo lanzó con fuerza contra la pared. Se escuchó el crujir de los huesecillos y el gato abrió la boca en un lamento de dolor. Sus ojos se apagaron. —¡¡¡Papá!!! —gritaba Billy al ver tanta sangre en sus dedos. —¡Hijo! ¡Pisotéalos con fuerza! ¡Mátalos! —¡Me están mordiendo! Kathy se derrumbó sobre el sofá, quedándose de rodillas hincada al borde de este. Sus lágrimas se mezclaron con la sangre. Ahora tenía uno de aquellos jodidos gatos haciéndole la permanente en el cabello. Toda su frente se inundó de sangre. Estiró el brazo y abrió los dedos de la mano para agarrar la cola de uno de los gatos que mordisqueaba a su hijo. Lo atrapó y se lo arrancó del pecho. El felino maulló histéricamente. Gary se apoyó en sus delgados brazos para erguirse, y uno de aquellos cabrones le arañó un ojo. El dolor fue como una explosión de sensaciones. Primero, una punzada hasta detrás del ojo. Después, una pantalla roja y negra; y, finalmente, la oscuridad.

—¡Maldito hijo de puta! ¡Me ha sacado un ojo! Su mano se movió con rapidez hacia el ojo y se tambaleó hasta caerse de nuevo al suelo. Entre sus dedos, notó algo más sedoso que la sangre. Dos gatos más treparon por las piernas de Kathy, dejándole unas buenas carreteras rojas durante su trayecto. El dolor fue lacerante y elevó una de las piernas para mandar al gato al quinto carajo. Este siguió pegado como una lapa, o mejor dicho, como un tridente clavado en la carne. La sangre manchó con incesantes gotas el suelo. Billy cogió a uno de los gatos por el cuello mientras estaba sentado, y, mirándolo por última vez, decidió apretar los dedos con fuerza. Lo estranguló. Era la primera vez que había matado un gato, por eso sintió remordimientos y una profunda pena. Sin embargo, un mordisco en su oreja derecha le devolvió a la realidad y su palabra favorita era: matar. Sobre Gary saltaron más de diez gatos. Sus uñas se le clavaron por todo el cuerpo como clavos que se arrastraban sobre su piel, agrietándola. La sangre, escandalosa, se mezclaba con los gritos de desesperación de él. Lanzó otro gato al aire, pero aterrizó de pie. Le pegó un puñetazo a otro y este retrocedió. Pero saltaron más gatos hincando sus crueles uñas. Y sus colmillos. Todo era dolor y sangre. Trataba de levantarse, pero por un tiempo le pareció imposible. Ya tenía cerca de treinta gatos sobre el cuerpo y el peso era considerable. Apretando los dientes y armándose de valor y fuerza, se levantó, arrancándose los gatos como si estos fueran piojos, y los lanzaba contra la pared. Esta ya estaba pintada de rojo con tantas manchas de sangre y algo que parecía gris. Algunos de ellos estaban recostados en el suelo sin respirar. Otros —sí, otros muchos— saltaron ahora sobre su pecho, hombro y cara. El dolor y el peso lo derribaron, de nuevo, ante la atenta mirada de su esposa e hijo, aunque estaban debatiéndose entre los gatos y el miedo. Quizá, espanto.

Mientras Kathy se quitaba un gato de un pecho y Billy pisaba la cabeza de uno de ellos, sintiendo cómo crujía bajo su pie, Gary dejaba de chillar y de mover sus brazos. Fue apagándose lentamente y un ojo rodó por el suelo, entre las patitas de dos gatos. El resuello final fue: mierda. —¡¡¡Gary!!! —¡¡¡Papá!!! 30 Aquello no era un ronroneo, sino un gruñido. Una mezcla de ruido gutural y eructo que retumbaba. Sus ojos estaban fijos en la silueta de Gary. Solo veía rojo. Aunque nadie en este mundo podría afirmar como ve en realidad un jodido gato. Dicen que los perros ven en blanco y negro, pero él veía un charco de sangre rojo. Sí, rojo. Rojo del todo. Y se encaminó hacia el porche. Hacia la puerta. El escalón crujió debajo de su peso. 31 Era feo de cojones. Esa era la frase que le vino a Billy a la mente cuando lo vio entrar en el salón. Parecía un hombre lobo con una metamorfosis de gato. —Mamá. ¡Mira eso! —Su dedo temblaba como una caña de pescar en la que había picado un pez enorme. Una barracuda, quizá. Kathy estaba lloriqueando y tratando de quitarse de encima aquellos malditos gatos a los que les olía el aliento. A los que sus ojos encandilaban porque parecían ascuas. A los que habían derrotado a Gary. Su piel hirsuta brilló a la luz de la bombilla. Se erigió sobre dos patas —había

entrado a cuatro patas— y extendió sus gigantescas zarpas como las de un oso enorme. Sus ojos, aunque verdes, brillaban como el fuego; y su boca era la prolongación de un morro anormal, para ser un gato. Sus dientes, amarillentos, rezumaban baba; y la lengua no era rosada sino purpúrea. Como si estuviese podrida. No tenía apenas pelo, salvo en el lomo y en la parte superior de la cabeza. El cuello era largo y repleto de arrugas, como si hubieran amontonado varios neumáticos grisáceos. Tenía una estatura superior a un metro y medio. —¿Qué es esto? —Kathy no supo decir nada más que esa pregunta absurda. Su corazón ahora estallaba como cuatro bombas dentro su pecho. —Un hombre lobo —aseguró Billy mientras daba un puntapié a otro de los mínimos demoniacos. —Es horrible. Señor, apiádate de nosotros —y empezó a lloriquear más mientras aquel monstruo se acercaba a ella, avanzando sobre sus patas traseras. Erguido. Y muy lento, con la respiración como si fuera un fuelle manejado por alguien que está hasta las pelotas de accionarlo. El sonido fue gutural. Espantoso. Parecía que el suelo se había roto bajo sus patas. Y, con las zarpas abiertas como una mano que sostiene cinco cuchillos, se echó sobre Kathy, que había quedado inmovilizada por el pánico. La yugular de ella se abrió como una manguera cortada, y la sangre salpicó a Billy. El cuello se dobló a un lado y mostró la tráquea. El cuello se separó de la cabeza. Y la cabeza cayó al suelo en un golpe seco. Billy se quedó ciego de inmediato. —¡¡¡Mamá!!! Pero ya no servía de nada.

La cabeza, que se quedó con los ojos abiertos y vidriosos, no respondió. Ahora la bestia miró fijamente a Billy. Este empezó a temblar como una hoja delante de un ventilador, sin importarle los arañazos de los gatos. Ya no sentía dolor. Ni acariciaba con sus dedos aquel líquido suave y de color rojo que era su propia sangre. Ahora no rompía las vértebras de uno de esos cabrones. Ahora era el momento de morir o vivir. Cuando la zarpa de la bestia volaba hacia el rostro de Billy, este salió corriendo: como si de su culo hubiera prendido un cohete y lo hubiera impulsado en un lanzamiento. Se escapó atravesando el umbral de la puerta y pisando gatos, tambaleándose, pero avanzando, como un rayo, hacia el maizal. Hacia donde estaba su tío Sam. 32 Sus pies levantaban verdaderas nubes de polvo en su carrera y las hojas de los maizales le flagelaban la cara como si se diera correazos él mismo. El corazón estuvo a punto de salírsele por la boca y las ratas volaron hacia ninguna parte. Esos cabrones estaban por todas partes y los esquivaba o los pisaba directamente. Hasta que tropezó con el cuerpo de su tío Sam. 33 Inocente de él, preguntó: —Tío Sam, ¿estás bien? No respondió. Con las manos, Billy ahuyentó aquellos cabrones que se habían apoderado de su espalda. Cuando había caído al suelo, su cara había topado con la barriga hedionda pero suave. Había escuchado toda una suerte de líquidos moverse dentro, o quizá un aire expulsado por el ano; y, por qué no, por la boca. Apestaba. Todavía en el suelo, su corazón se rompió como un viejo carburador y solo hizo

más que llorar y esperar a que aquella bestia estuviera frente a él. Las pisadas se escuchaban como si varias apisonadoras se acercaran hundiéndose en la tierra. La luz de la luna era suficiente para ver la silueta de aquella bestia y, cómo no, el cuerpo de Sam. No se movía. Billy sabía que estaba muerto. Como su papá. Como su mamá. Aún recordaba los ojos abiertos como si lo siguiera viendo tras perder la cabeza. Y, mientras lloriqueaba, aquello ya se había acercado a él y estaba de pie de nuevo. Babeando y con los ojos inyectados en sangre. Los colmillos preparados para romper unos huesos tan débiles como los de Billy, quien se levantó entre sollozos. Una vez de pie y frente a él, dijo: —No te tengo miedo. Sin embargo, sí lo tenía. Vaya si lo tenía. Se había defecado encima y, por la parte de delante de su pantalón, había una gran mancha húmeda. Entonces, la zarpa dibujó un arco entre las hojas del maizal y los rayos plateados de la luna. Billy absorbió los mocos y olió la pestilencia de aquella boca monstruosa. El dolor fue como una espina que sale de una herida, y sintió un cálido líquido en su cuello, bajándole por el pecho y el brazo. Sintió hormigueo y debilidad, al mismo tiempo. Estaba tan aterrado que su cuerpo se desplomó de nuevo al lado de su tío Sam. La bestia se puso a cuatro patas y emitió un gutural gruñido de victoria. Billy cerró los ojos.

––––––––

FIN

Nota del autor

Esta es una novela corta de ficción y el autor no acepta ningún tipo de maltrato animal. Al contrario; el autor tiene dos gatos y viven como reyes. Tampoco es buena idea el final, pero el autor ha decidido dicho final por la aparente supremacía de la bestia.

Biografía del autor

Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además, he escrito una antología basada en la caja que encontró la cual pertenecía a su padre que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers. Ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "El hombre que caminaba solo", "La casa de Bonmati", "El vigilante del Castillo", "El Sanatorio de Murcia", "El maldito callejón de Anglés", "El frío invierno", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "Muerte en invierno", "El juego de Azarus", "Ojos que no se abren", "La mujer del secreto", "Crímenes en verano", "Una sombra sobre Madrid", y "Tú morirás". Pero no serán las únicas que pretendo publicar. Hay más. Mucho más.

[1] Camilla ginecológica para partos. [2] Chevelle es como nombran en Maine al Chevrolet.

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Sobre el autor: Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el thriller, Algunos libros míos son: "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "La casa de Bonmati", "El Sanatorio de Murcia", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "El hombre que caminaba solo", "Tú morirás", "Muerte en invierno", "El club de los tres", "El callejón de Anglés", "El vigilante del Castillo" y "El frío invierno" Read more at Claudio Hernández’s site.

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