Aulagnier Piera - El Aprendiz De Historiador Y El Maestro - Brujo.pdf 1v195o

El aprendiz de historiador y el maestro-brujo Del discurso identificante al discurso delirante

Piera Aulagnier Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

Biblioteca de psicología y psicoanálisis Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky L’apprenti-historien et le mattre-sorcier. Du discours identifiant au discours délirant, Piera Aulagnier © Presses Universitairés de , 1984 Prim era edición en castellano, 1986; primera reimpresión, 1992; segunda reimpresión, 1997; tercera reimpresión, 2003 'Traducción, José Luis Etcheveny

© 'Ibdos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S. A., Paraguay 1225, 7° piso (1057) Buenos Aires www.amorrortueditores.com Amorrortu editores España SL C/Velázquez, 117 - 6° izqda. - 28006 Madrid - España Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723 Industria argentina. Made in Argentina ISBN 950-518-481-6 ISBN 2-13-038600-8, París, edición original

150.195 AXIL

Aulagnier, Piera El aprendiz de historiador y el maestro-brujo.- 1“ ed. 3° reimp. - Buenos Aires : Amorrortu, 2003. 272 p . ; 23x14 cm.- (Biblioteca de psicología y psicoanálisis) Traducción de: José Luis Etcheveny ISBN 950-518-481-6 I. Título. - 1. Psicoanálisis

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en octubre de 2003. Tirada de esta edición: 1.500 ejemplares.

A todos los que me han demandado y permitido oír su historia.

Indice general

11

Agradecimientos

13

Introducción

49

Primera parte. Historias lle?ias de silencio y de furor

51

1. Philippe o una infancia sin

historia

51 56 95 107 136

A. El marco de los primeros encuentros B. Las cuatro versiones de la historia de Philippe C. A la escucha de Philippe D. Hacia urna nueva versión E.' Una respuesta provisional

149

2. Odette y su memoria

149 157

A. La demanda de Odette B. La historia de la infa?ma

168

3. Las entrevistas preliminares y los movimientos de apertura

168 178

A. Las entrevista;s preliminares B. La apertura de la partida en la psicosis

187 Segunda parte. Una historia llena de interrogantes 189

1. Historiadores en busca de pruebas

194

Dos notas de pie de página

196

2.' Un discurso en el lugar del «infans» (Tn - Tj)

205

3. El concepto de potencialidad y el efecto de encuentro

225

Conclusión. Cuando la ficción anticipa a. la teoría

227

1. Un precursor del double-bind: Orwell y el mecanismo del pensamiento doble 2. El peor de los mundos

244

Agradecimientos

•- En el curso de los meses que dediqué a escribir este libro, tuve muy presentes algunas lecturas, recientes y no tanto. Sobre todo, el último libro de Joyce McDougall, Théatres du Je (Gallimard, 1982), y los cambios de ideas tan amistosos que hemos tenido; el libro de Eugéne Enriquez, De la horde a l’Etat (Gallimard, 1983), y su análisis del espacio social; los tra­ bajos de Maurice Dayan, que alcanzaron expresión en su tesis de doctorado Inconscient et réalité (de próxima publicación); la obra de Serge Viderman, confirmación anticipada del análisis como construcción de una historia nueva (La construction de l’espace anulytique, Denoél, 1970; Le céleste et le sublunaire, PUF, 1977). Quiero agregar por último, para los participantes del grupo de investigación de los lunes por la noche, cuán vivificantes me resultan sus aportes, y ello desde hace ya muchos años. Desde luego que la lista es incompleta, pero es lo propio de toda enumeración de este tipo.

Introducción

Los aprendices de historiador y el maestro-brujo Más pasa el tiempo, y más me convenzo de que las cuestio­ nes que privilegiamos por veces en nuestro itinerario teórico, si de buena fe creemos que nos vienen determinadas por la importancia que ha cobrado cierto fenómeno clínico, cierta lec­ tura nueva, en realidad con ellas no hacemos más que retomar, en otras formas, lo que yo llamaría las «cuestiones fundamen­ tales» propias de cada analista. Puede que ellas designen el punto conjugado de resistencia y de fascinación que singulariza la relación de eBe analista con la teoría analítica. No menos convencida estoy de la importancia de las lecciones que la clíni­ ca nos dicta, muchas veces en forma de fracaso, así como de la necesidad de mantenernos receptivos a lo que otros descubren y ofrecen a nuestro pensamiento. Sin embargo, cada analista —lo prueban los escritos— privilegiará en sus aportes teóricos y en su experiencia clínica los elementos que puedan permitirle profundizar en sus «cuestiones fundamentales». El propio Freud, a quien empero se debe el descubrimiento de la totali­ dad de nuestros conceptos, no es una excepción a esto. Una lectura de sus escritos clínicos no deja duda alguna Bobre el papel privilegiado que otorga a la cuestión del padre y a la problemática de la angustia de castración. La insistencia repe­ titiva de las mismas interrogaciones no vuelve al analista, al nienos así lo espero, sordo y ciego a la complejidad del campo teórico y clínico, pero sí explica por qué la problemática del narcisismo, del duelo, de la relación con el cuerpo, del complejo de Edipo, de la relación oral, perseguidora. . . habrá de ocupar un puesto de predilección en la reflexión teórica de los autores y sobre todo en su escucha e interpretación del hecho clínico. De ahí la exigencia de estudiar solícitamente la obra de los demás a fin de protegernos en parte de un interés selectivo que pudiera amputar el capital teórico de que dispusiéramos, y en esa misma medida menoscabar la pertinencia de nuestro itinerario clínico.

Por lo que a mí toca, tengo la impresión de que, desde mis primeros escritos a esté texto, dos cuestiones aparecen siempre en filigrana: a. La función del yo \J¿\* como constructor que jamás des­ cansa, e inventor, si es necesario, de una historia libidinal de la que extrae las causas que le hacen parecer razonables y acep­ tables las exigencias de las duras realidades con las que le es. preciso cohabitar: el mundo exterior y ese mundo psíquico que, en buena parte, permanece ignoto para él. b. La relación entre esta fianción de historiador, propia del yo, su pesquisa causal (o ese «afán de causalidad», para reto­ mar una expresión de Cassirer que cito con frecuencia) y una teoría y un método, los nuestros, que privilegian la busca y el develamiento de un nuevo tipo de causalidad y los «beneficios primarios» que de esto puede esperar el yo. Mi esperanza de hallar respuestas puede que tenga alguna relación con la de imponer límites a mi tendencia «natural» arelativizar todo discurso que pretenda decirme en qué consisten la realidad y la verdad, tendencia que explica mi entusiasmo ju­ venil y persistente por Pirandello. La fórmula A cada cual su verdad es hermosísimo título para una pieza teatral igualmen­ te bella. Pero desde mi posición de analista no podría conver­ tirla en mi divisa sin tener la sensación de incurrir en un abuso de poder, que no puedo ni quiero aceptar, sobre el pensamien­ to de los demás. Pero si este deseo de alcanzar certidumbres trabaja en todo «pensante», si puede llevar al sujeto a ese ase­ sinato de su pensamiento perpetrado por su alienación a un dogma inmutable e intocable, el sujeto puede obtener ese mismo fin escogiendo una vía en apariencia antinómica: afirmar que la verdad no es otra cosa que un error todavía no reconocido co­ mo tal, al que habrá de remplazar un error nuevo, y esto en una repetición sin término. Aceptado ello, los conceptos de teoría, de fábula, de mito, de ilusión, de verdad se vuelven equi­ valentes. Trátese del análisis o de cualquier otra disciplina, no hay verdad definitiva, como tampoco puede existir una histo­ ria del conocimiento que permitiera predecir hacia qué descu­ brimientos, benéficos o catastróficos, nos lleva ese movimien­ to. Pero a la invérsa, existen construcciones teóricas que los autores han aceptado Bometer a la prueba de la «dura realidad» ■ [Con minúscula en todo este libro; en cambio, con mayúscula el Yo ins­ tancia en el sentido de la segunda tópica freudiana (Afoí). (JV. del T.)]

de los hechos, y otras que se parecen mucho a esos frágiles decorados de teatro que se cambian según la escena represen­ tada y, todavía más, según las presunciones acerca de los gus­ tos de los espectadores de quienes depende el éxito de la pieza. Me indinaría a comparar nuestra teoría con una historia de la ontogénesis del deseo, y la reladón analítica, con un encuen­ tro entre un analista historiador, que posee su versión de esa ontogénesis, e historiadores profanos que defienden cada uno la suya: estos se consideran dueños de una versión exhaustiva merced a su creencia en una identidad espacial y temporal en­ tre el yo y la totalidad de la psique. J3n biología, la ontogéne­ sis trata del desarrollo del individuo desde la fecundadón del huevo hasta el estadio final de su desarrollo. En análisis, la ontogénesis trata de los deseosKde las causas) por los que un huevo pudo ser fecundado, y de las consecuencias que traen en el entero devenir de ese «huevo». Si el yo puede ignorarlo todo sobre la ontogénesis en la acepdón biológica del término, y desempeñarse Bin desmedro algu­ no, en cambio no puede prescindir de un saber sobre su «onto­ génesis psíquica» o, para dejar de lado las metáforas, sobre su propia historia libidinal e identificatoria. Es una necesidad de su funcionamiento situarse y anclar en una historia que susti­ tuye un tiempo vivido-perdido por la versión que el sujeto se procura merced a su reconstrucdón de las causas que lo hirie­ ron ser, que dan razón de su presente y hacen pensable e investible un eventual futuro. Malgrado la diferencia de los co­ nocimientos, del léxico empleado, de la significadón que uno y otro historiador confieren a dertos términos de su capital se­ mántico, ninguno ignora la existencia y los efectos de esas «co­ sas» que le es preciso volver dedbles y, por eso, pensables. Daré un ejemplo extremo: en la historia escrita por el analista, el concepto de «reprimido» ocupa una posidón princeps en la eluddadón causal que propone del curso de esa historia. En la versión que de ella se da el historiador profano, este concepto es lo ausente, lo ignorado por excelencia. Pero ¿qué designa ese mismo profano cuando habla de sus «síntomas» como de un cuerpo extraño, cuando reconoce la presenda en él mismo de una fuerza que lo obliga a pensamientos, actos, comportamien­ tos de que se rehúsa a reconocer que es el agente? Si el profano ignora el concepto de «reprimido», no ignora el influjo y las consecuencias de algo incognosdble a lo que imputa el sufri­ miento de que padece: ignora el término «reprimido», pero no ignora que vive los efectos de la «cosa» cuya nominadón le falta.

Si esto es así, ¿cabe el intento de mostrar los puntos de simi­ litud y los puntos de divergencia entre el relato del teórico y los relatos de los aprendices profanos, entre el manejo que res­ pectivamente hacen de esos conceptos-eje dél pensamiento y del obrar humanos que son el deseo, la demanda, el tiempo, la muerte, lo posible, lo imposible? ¿Se puede pedir al discurso del teórico que dé razón de la diversidad de las versiones que cada yo se crea, y pedir a esas versiones que eluciden lo que los teóricos les han tomado en préstamo a fin de escribir una his­ toria que reúna los puntos comunes a ellas? ¿ Es posible leer esas historias, incluida la escrita por Freud, como el remate del trabajo de ese eterno aprendiz que es el yo, quien sin cesar opone sus construcciones, más o menos frágiles, a ese maestro-brujo que es el ello, quien con toda tranquilidad repite una historia sin palabras que ningún discurso podrá mo­ dificar? Maestro-brujo o metahistoriador ajeno a cualquier re­ ferencia a la ontogénesis porque sus construcciones inaugura­ les desde el comienzo presentan una forma acabada, perfecta, adecuada enteramente a las miras del constructor. Al ruido y al furor de una historia narrada por un yo que no es un idiota y que contra toda expectativa ha conseguido dotar de significatividad a su versión, utilizarla para trasformar una realidad «natural» en una realidad humana, se opone esta otra historia que, por su parte, cuenta y encuentra un mundo interior tanto más conforme al texto cuanto que, en este caso, texto y mundo están en una relación de engendramiento recíproco. A ese tex­ to sin palabras, justamente, opone el yo su discurso; y fue la relación del yo con ese mismo texto lo que intentó Freud modi­ ficar descifrando sus jeroglíficos. Los dos discursos concurren a un mismo propósito que sólo la alianza de ambos y su complementariedad en la experiencia analítica pueden permitir alcan­ zar: volver pensable, y por eso modifícable parcialmente, la relación del yo con esa «cosa» ignota que al cabo del trayecto los dos locutores llamarán el ello.

Historia teórica, historias clínicas Es conocida la fortuna que ha sonreído a la fórmula de Lacan que designa al analista como sujeto-supuesto-saber, donde «supuesto» denuncia el lugar que ocupa la ilusión en el saber que el analizado nos imputa, con la esperanza de apropiarse, a fin de trayecto, de un omni-saber trasformable en un omni-

poder sobre los deseos (el suyo, y el del otro). Fortuna justi­ ficada, porque la concisión de la fórmula destaca inmejorable­ mente uno de los motores de la dinámica trasferencial. Pero igualmente justificado es denunciar la extraña peripecia que ha sufrido. Si se presta oídos a lo que se dice en nuestros am­ bientes, se tiene la impresión de que para algunos la definición nueva del analista debería formularse en estos términos: un «sujeto-supuesto-ignorante», donde «supuesto» designaría es­ ta vez la condición necesaria para ejercer la fundón analítica. E sta función implicaría una separadón entre una teoría cuyo conocimiento es oficialmente valorizado y exigido (ofidosamente, no es tan seguro) y una práctica que por fuerza sufriría menoscabo en caso, de recurrir el analista a ese mismo conodmiento. Hasta el día de hoy por lo menos, ningún analista ha afirmado abiertamente que la teoría de Freud, o de cualquier otro jefe de escuela, no valiera el esfuerzo que haría falta para conocerla. Pero cuando se trata de mostrar, y en primer lugar de mostrarse a sí mismo, las condiciones que permitirían la aplicadón de esta teoría en la práctica, sucede que oímos un diferente repique de campana. La práctica analítica de manera inesperada se convierte en la prueba de una imposible alianza entre el pensamiento teórico y el acto práctico. En el mejor de los casos, merced a un mal uso de la máxima socrática, la teoría se reduce a la fundón de probar al analista no sólo que no sabe, sino que le es forzoso no saber nada si es que quiere poder oír. Por una extraña metamorfosis, es el conocimiento d que se trasforma en un peligroso «brujo» al que se le antoja impedir­ nos todo al incondente convertido en dueño exclusivo de la única y total verdad. En los casos en que la buena fe del analista no está en tela de juido, todo sucede como si el peligro real representado por un saber teórico al que se quiere prote­ ger de todo cuestionamiento, aunque fuera a costa de exduir de la escucha y de la mirada todo fenómeno embarazoso, sólo se pudiera evitar separando el tiempo y el espado del trabajo del pensamiento del tiempo y el espado de la escucha. Sola­ mente a este predo recuperaría la escucha no se sabe qué es­ tado de virginidad, de libertad frente a lo oído. Desde la época de Freud comprobamos, es derto, un movimiento pendular en­ tre fases de entusiasmo por la teoría, que coindden siempre con sus momentos más creadores, y fases «depresivas», reacdonales ante los resultados clínicos que se cosecharon en vir­ tud de esas mismas progresiones teóricas. Resultados que, por importantes que sean, decepdonarán siempre porque nunca

son conformes a lo que parecía prometer la renovación teórica. De ahí la fascinación enteramente comprensible que suscitaron esas aperturas teórico-clínicas del pos-Freud, las que debemos a Melanie Klein, a Lacany a algunos otros. En cada ocasión el ana­ lista parece haber esperado que los nuevos elementos aportados al edificio teórico conseguirían.un día poner fin a toda divergen­ cia entre las promesas de la teoría y los resultados de su aplica­ ción en el campo clínico. De ahí también esa oscilación entre dos posiciones extremas: o bien una negación de la decepción experi­ mentada, merced a la valorización megalomaníaca de la teoría, que convierte a los eventuales escollos con que se tropieza en la clínica en otras tantas pruebas del valor de un saber que los anunciaba a prióri, o bien una desvalorización de todo conoci­ miento teórico en aras de un sedicente don (¿innato?), que se­ ría lo único necesario y siempre suficiente, para conducir y lle­ var a buen término una experiencia analítica. Son esas, sin duda, posiciones extremas, pero no estoy segura de que sean en verdad excepcionales. Justo es agregar, si lo juzgo por mi propia experiencia, que hay siempre momentos en que nos acercamos a una de las dos. Sea esto porque focalicemos nues­ tro investimiento, nuestra procura de una prima de placer, in­ dispensable para nuestro funcionamiento y para nuestra fun­ ción, del lado de la teoría, del brillo de una demostración que deje satisfecha a nuestra lógica o que nos lleve a formular una hipótesis nueva; o a la inversa, porque descubramos del lado de la clínica una respuesta que de repente trueca la posición de los peones en el tablero, sin que (o antes que) la teoría haya podido sugerírnosla, o anticipamos sus elementos metapsicológicos. Momento de corte entre pensamiento teórico y escu­ cha clínica, pero un corte que es sólo aparente. En este segun­ do caso permanece escondido para nosotros el subterráneo tra­ bajo de ligazón, que pone en relación lo que oímos en el hic et nunc de nuestros encuentros clínicos y las adquisiciones sedi­ mentadas merced a un trabajo de teorización flotante, hasta latente, que nos han permitido oír lo novedoso y oírlo de ésa manera. Y en el primer caso se nos vela la ligazón presente entre la reflexión teórica, proseguida en la posterioridad de las sesiones, y las interrogaciones, las dudas que en nosotros ha instalado, de lo cual no siempre nos percatamos, lo oído en lo cotidiano de nuestra experiencia. De ahí mi pregunta: ¿cómo se produce, en el ejercicio de nuestra arte, esta ligazón entre lo ya-conacido de una teoría y lo todavía-no-conocido a que nos enfrenta el discurso que escuchamos? No tengo la pretensión,

ni creo que la lectura de este libro llame a engaño sobre esto, de proponer un modelo y un modo de empleo de Iob conceptos que fueran los más aptos para promover esa ligazón. Sí esptero, en cambio, demostrar que a todo analista le es indispensable preservar esta alianza entre conocido e ignorado, entre lo yasabido y los conocimientos nuevos que deberemos a nuestros partenaires y que nos dejarán siempre insaciados, entre lo s. constreñimientos que la reflexión teórica impone y la libertad que nos es forzoso dejar a unas, asociaciones y a unos pensa­ mientos imprevistos e imprevisibles, hasta incomprensibles. El informe de un caso clínico expone al analista, a su teoría y a su práctica, mucho más que pudiera un texto teórico. Si he aceptado ese riesgo es también para recusar ciertos discursos místico-esotéricos sobre los efectos inefables del encuentro en­ tre dos inconcientes, sobre los tormentos del analista, sobre la comunión, en el sentido religioso del término, de vivencias y de intuiciones y de afectos. Postulo en efecto demostrable este sumario de los hechos: si todo analista tiene el derecho de privilegiar esta o estotra op­ ción teórica, y atenerse a las consecuencias que ella trae en su práctica, todo análisis exige que la haya puesto a la prueba de los hechos, que sea capaz de modificarla, que pueda apoyarse confiadamente en lo que debe conocer y dejar sitio a lo que sabe no conocer. Afirmar que lo indecible, lo no comunicable, tiene presencia en lo que nosotros y nuestro partenaire vivimos, trabajamos, experimentamos, en el tiempo de nuestro encuentro, no es un subterfugio inventado por el analista para evitar todo cuestionamiento de su acción en su campo de experiencia. Es cierto que uno nó puede traducir en palabras, sin deformación, lá cualidad de ciertas emociones, el color de ciertos dichos, el «mensaje» de ciertos silencios. Pero no empece ello que lo de­ cible y comunicable en efecto forme parte integrante de nues­ tra experiencia, y uno pueda y deba declararlo.1 El encuentro entre el sujeto y el analista no es el equivalente a no sé qué experiencia de goce inefable, ni la repetición de un encuentro inaugural entre el yo y el otro; y de igual modo, la emoción que eri nosotros puede producir lo que se nos da a oír, a pensar, a ver, no es, salvo momentos particulares, equivalente a la que podemos vivenciar con la lectura o la escucha de una obra poé1 En el primer capítulo de la Segunda parte retomo el problema de lo veri­ ficable y lo no verificable en nuestras interpretacionéa.

tica. E n el ejercicio de nuestra arte no somos poetas en pro cura de inspiración, y tampoco experimentadores puros que ob servaran y decodificaran el discurso de unos cobayos humanos

La necesidad del intercambio E n la perspectiva aquí privilegiada, me inclinaría a compa­ r a r el encuentro analítico con el encuentro entre un sujeto que se considera analista y un sujeto que entiende dirigirse a un terapeuta. Si escojo este término «obsoleto» no es sólo porque una intencionalidad terapéutica forma parte de los objetivos que me fijo en mi trabajo, sino porque merece ser revalorizada. Las motivaciones que llevan a nuestro encuentro con un «de­ mandador» de análisis rara vez son la consecuencia exclusiva de la intensidad de su deseo de saber y de su afán de conoci­ mientos. No subestimo la importancia de ese deseo y de ese afán, pero digo que por lo general ocupan en la demanda una posición real, pero secundaria, salvo en un pequeñísimo núme­ ro de sujetos a quienes excluyo, no del análisis, pero de la lec­ tu ra que en estas páginas propongo. Si el «saber» no es el obje­ to primero de la demanda, si el analista tiene que rehusarse a toda demanda que, cualquiera que sea su formulación mani­ fiesta, revele que el «saber» esperado por el sujeto habrá de ser puesto al servicio de su intención de dominar a los demás, al servicio del poder, motivaciones que por principio perverti­ rían el proyecto analítico; si esto es así, digo, hemos de concluir que nos encontramos con sujetos que «padecen» de una rela­ ción (con su propio mundo pulsional, con las exigencias de la realidad, consigo mismos y con los demás) que acabó en un conflicto declarado en que uno de los combatientes, el yo, fue quedando más y más desarmado, más y más cerca de la derro­ ta. Al contrario del médico, no tenemos la posibilidad de re­ currir a un «buen medicamento» que pudiera reforzar las de­ fensas «inmunológicas» del yo; sólo le podemos prescribir un itinerario que le permita modificar los términos del conflicto. Itinerario, es cierto, que correrá parejo al conocimiento que el sujeto pueda adquirir sobre el enigma de las formas y del ros­ tro que para él cobra el deseo. Conocimiento este, empero, asaz particular: el sujeto ni demanda ni ha de obtener una nue­ va concepción metafísica del hombre; vive, en su cuerpo, en su corazón, en su espíritu, una relación ora de amor, ora de odio, o de confianza, o de ir a . . . Esto vivido (que llamamos trasfe-

ren d a ); sólo esto vivido puede aportarle y le aportará un cono­

cimiento no sobre E l Deseo, E l Tiempo, L a Realidad, pero sí, ciertamente, sobre la singularidad de su propia historia libidi­ nal, de su propia relación con el deseo, el pasado, el futuro, la realidad. El conocimiento del analista sobre el itinerario a re­ correr y sobre la teoría que lo funda no conlleva el conocimien­ to antidpado de las causas que han hecho que este sujeto se haya encontrado con este conflicto, haya movilizado estas de­ fensas y no haya podido evitar su fracaso. A este conodmiento, el analista sólo lo puede adquirir con el sujeto, que es el único que posee una memoria de su historia, que conoce la versión que de ella se ha creado. El analista, por su parté, pondrá al servido de su escucha y, así, de su partenaire, una versión universal de una historia infantil (hasta puede creer, fiel en esto al fundador de la teoría, ser dueño de una versión sobre la historia de la socializadón). Universal porque cree en la presencia y en las consecuencias, en todo sujeto, de un mismo conjunto de experiendas: el encuentro con ese objeto primordial que es el pe­ cho; su pérdida; el reconocimiento de un padre que es quien tiene el exclusivo derecho de goce sobre la madre; la confrontadón con exigencias culturales y una ley que en todos los casos prohibirán el incesto y d e rta s satisfacciones pulsionales; el descubrimiento de que el cuerpo es mortal, de que no se puede ser hombre y mujer, de que no basta desear para tener, ni aun para vivir o morir.2 La experiencia analítica, por su supuesto mismo, instala las condidones que permiten que los conodmientos respectivos de los dos sujetos en presencia se trasformen en un conocimiento nuevo, compartido, que no será ni la pura reasundón del saber teórico del analista, ni lareasundón, por éste último, de una versión singular que él trasformaría en ' 2 E n la Segunda parte se verá la importancia que atribuyo a la historia de este tiempo vivido por la psique antes que advenga ese historiador que es el yo, historiador de un infans y de un cuerpo que se presta, mucho más que pudiera el niño, a ser hablado por los enunciados matemos, y conjuntamente opone a ese discurso el máximo de resistencias: por su anatomía ante todo (por otra parte, cabria preguntarse por las consecuencias que ha de traer a la preBente generación la posibilidad que la madre tiene de conocer de antemano el sexo' de su hijo: ¿posibilidad de superar antes del nacimiento del hijo una even­ tual decepción? ¿rechazo precoz?), por su salud, por su funcionamiento fisioló­ gico (alimentación, dormir, enfermedad); resistencias «actuadas» por un cuer­ po que rem ite a la madre al no-poder i», su discurso, la enfrenta a lo que tiene de ilusoria su convicción de conocer las necesidades del infans, de adivinar los objetos que espera. Ilusión, sin embargo, indispensable para desempeñar el papel que le incumbe en la organización de la psique del infans.

una teoría universal de la que se pretendiera el inventor. A este intercambio de los «conocimientos» es preciso agregar el que se produce en el registro de los afectos y de su complem entariedad. Sería falso pretender que la famosa «neutrali­ dad» del analista debería tender a eliminar todo intercambio en este registro, para convertirlo únicamente en el soporte si­ lencioso de las proyecciones, de los afectos removilizados en el analizado. El conocimiento de la versión que este último se crea de su historia, los recuerdos que de ella guarda, son indis­ pensables al analista para pasar de lo universal a lo singular, pero este «pasaje» sólo llega a destino merced al «suplemento necesario» que uno debe a los afectos que sirven de puente, de ligazón, de puntos de capitonado entre esos dos relatos históri­ cos.3 La trasformación de un texto teórico en un discurso sin­ gular y viviente exige que este último, es decir, nuestras inter­ pretaciones, nuestras palabras, esté dotado del potencial afec­ tivo que debemos a la relación trasfereñcial. E sta relación re­ vela al analista no solamente uno de los posibles del texto teó­ rico, sino uno de los posibles de su propio vivenciar afectivo, de su capital relacional. La trasferencia desempeña en la expe­ riencia analítica el papel de un catalizador que permite a dos discursos, dos historias, dos experiencias, dar cima a una ter­ cera y nueva construcción, de que cada tino de los constructo­ res, terminado el análisis, extraerá las consecuencias, los be-, neñcios, las enseñanzas más conformes a la prosecución de un trayecto que continuará él solo, pero cuyas metas habrán sido modificadas. E sta construcción nueva, según se supone, no ha de contradecir la que ya poseía el analista (cuando así sucede, es su construcción teórica lo que está obligado a modificar); más compleja es su relación con la construcción que el sujeto había edificado de su historia antes del análisis. Al analista le aporta la prueba de la función que lo «ya-conocido» cumple en la elaboración de una historia que si no había sido ya escrita, lo ya-conocido hizo posible. Al analizado, coautor de esta nueva construcción histórica, m ostrará que un sujeto no se puede preservar, no puede desear ni amar si no es reconociéndose en ése ser compuesto que liga lo singular y lo universal. Desde luego, a la singularidad-de u n vivenciar (el vivenciar del analis­ ta) hará correspondencia la diversidad de vivenciares de cada uno de aquellos a quienes analizará; y para estos es asaz peli­ 3 Retomaré algunos de estos temas en la parte clínica: repetición quizá molesta, pero que se justifica por la importancia que les atribuyo.

groso encontrarse con un analista que en sus discursos sólo pudiera oír el. eco, la reproducción, de uno de szts «ya-vivido». Pero a esta diversidad necesaria, y que por otra parte pro­ mueve el intercambio, hace contrapeso la experiencia afectiva común a los dos sujetos porque está presente en todo sujeto,4 suerte de capital experimental, compartido, universal e indispensable para que el sujeto encuentre en el otro, en los otros, ese mínimo de familiaridad que relativice la inquietud, de la que se sabe a qué extremos puede llegar, provocada por lo diferente. Mi anhelo es que las «historias llenas de silencio y de furor* que en estás páginas se leen, convenzan al lector de la importancia que es preciso otorgar a esta interdependencia de los conocimientos, de las emociones, de las historias, sin la cual el analista y su partenaire se hundirían en las arenas mo­ vedizas de un «hacer como si». Pondré término a esta introduc­ ción con el análisis de dos mecanismos psíquicos que merecen una atención particular: el primero porque su presencia basta para imposibilitar todo trabstjo analítico; el segundo, parque puede oponer una resistencia particular a nuestras interpre­ taciones y damos una primera impresión del «efecto de reali­ dad» que señala, en ocasiones, de manera indeleble, ciertos acontecimientos psíquicos.

Del mal uso de la identificación proyectiva Escuchando a ciertos analistas hablar de su experiencia «contratrasferencial», sobre todo cuando pude prestarles oído atento porque habían retomado un análisis o porque se encon­ traban en situación de control, en muchos casos me impresionó la confusión presente entre su problemática y la de sus pacien­ tes, e n tre lo que oyen de las fuerzas eficaces en el inconciente de estos, de la angustia que las atestigua, y lo que no oyen de su propia problemática inconciente y su angustia. Sordera que permanece para ellos totalmente desconocida merced al desvío de sentido que imponen al concepto de identificación. Sería su sedicente capacidad de identificarse con el vivenciar del anali­ * H e ahí otra confirmación de lo indispensable que es para el analista ha­ b er hecho ya la experiencia de una relación trasferendal, haber experimenta­ do en su pensamiento, en su cuerpo,, en los trabajos padecidos, lo que ella supone; haber podido comprender sus consecuencias y sus trampas, y haberse liberado en lo esencial.

zado lo que les permitiría comprenderlo tan bien; de lo cual tendrían la prueba por los afectos, las emociones, las asociacio­ nes que dentro de su espacio psíquico provocan el discurso y el comportamiento de su partenaire. La importancia así acordada a la capacidad del analista para m overse en el tablero de las identificaciones, la valorización que hacen de sus dones de introspección, de b u mantenerse abiertos a sus propios afectos y asociaciones sin verse forzados a recurrir a un escudo de teoría; son todos aspectos que esta­ rían más que justificados si uno no descubriera qué otro meca­ nismo psíquico puede esa valorización-racionalización llegar a ocultar. En los casos que tengo en mente, los afectos que cier­ tas manifestaciones trasferencialeB movilizan sólo son tolera­ bles para el analista si puede recurrir a una defensa muy cer­ cana al concepto kleiniano de identificación proyectiva. Laplanche y Pontalis, en su Vocabuiaire, la definen así: «un me­ canismo que se traduce en fantasmas en que el sujeto introduce su propia persona (his self) en totalidad o en parte en el inte­ rior del objeto para hacerle daño, poseerlo y controlarlo». E n la teoría de Melanie Klein, esas «partes» introducidas en el interior del objetó son las más de las veces «partes malas» clivadas de su propia psique y proyectadas por el infans al interior de la psique materna. En esto la meta es doble: la posi­ bilidad de controlar, de dominar a la madre desde el interior, y la posibilidad de proyectar al exterior de sí el objeto perseguí dor. Si la m adre puede soportar esta proyección y enviar al infans una representación de esas «partes» que las metabolice en imágenes de «objetos buenos», y si las pulsiones hostiles y el ansia operantes en el infans no son demasiado intensas, la psique podrá reparar su propia representación, recuperar esas partes de.que se había mutilado. En los demás casos, esas par­ tes proyectadas sufren una desintegración, un despedazamien­ to que hará imposible llegado el caso su reunificación y reapro­ piación; imposible, entonces, el trabajo de reparación en el mo­ m ento de la fase depresiva que sigue a la fase paranoide. (No necesito indicar que simplifico y resumo enormemente este con­ cepto de Melanie Klein.) El resultado es en este caso que no sólo el Yo [Moi\ queda definitivamente desposeído de partes de él mismo, sino que no podrá reencontrarlas si no es como objetos malos, perseguidores, mutilantes. Hecho más impor­ tante, en que ha insistido particularmente Bion: experimen­ ta rá igualmente peligroso y perseguidor todo pensamiento que le dé ocasión y/o lo obligue a reconocer la presencia y la acción

de uno dé estos «objetos malos». Todo objeto que se perciba como un continente de lo que Bion llama «objeto bizarro» (es decir, un fragmento excesivamente peligroso del Yo" propio, que posee sobre este un poder mortífero y perseguidor), desen­ cadenará la puesta en acto de un trabajo de destrucción de todo «lazo» entre la actividad pensante del sujeto y el objeto pensado. Obrando de este modo, el sujeto en esa misma medi­ da automutilará sü propia capacidad de pensar, de percibir, de experimentar. Tras este panorama a vuelo de pájaro de la concepción kleiniana dé identificación proyectiva, retomemos la problemática que a mi parecer especifica ciertas formas, poco frecuentes, lo espero,' de la relación analítica. El analista proyecta al interior de la psique del analizado algunos de sus propios pensamien­ tos, algunas de sus representaciones fantasmáticas, desde lue­ go que con la carga afectiva que les es propia; pensamientos, fantasmas, afectos cuya eventual elucidación ha sido sentida siempre por su yo como peligro inasumible, en proporción a la resistencia desplegada en el curso de su propio análisis y que explica la exclusión de aquellos del espacio analítico.6 Pero una vez convértido en analista, los afectos y las proyecciones trasferenciales de que deviene soporte movilizarán aquellas repre­ sentaciones pulsionales excluidas hasta entonces del espacio del yo, y abrirán una brecha .en la fortaleza que este último había edificado para guardarse de ellas. E ste (el yo) correría en ese caso el riesgo de verse constreñido a «pensarlas», es decir: si no encontrara una defensa eficaz, a reconocer la pre­ sencia de un lazo entre él mismo, su actividad de pensamiento, sus posibilidades de percepción y sus «objetos bizarros», de los cuales esta vez estaría forzado a aceptar que le pertenecen; pero este reconocimiento y está aceptación no son compatibles con el funcionamiento de su pensamiento. En estos casos, el analista tiene dos soluciones: o se preserva en un estado de «sordera absoluta».—siempre que consiga operar una suerte de anestesia afectiva para sus reacciones al discurso del otro—7 o no podrá dejar de «percibir» en él mismo la acción de sus afectos, de «pensar» lo que lo trabaja. Su defensa consistirá eñ este caso en «analizar» (dos veces entre comillas habría que poner el término) las razones de su vivenciar, de süs pensa­ mientos, de sus afectos, para lo cual apelará a causalidades, a 5 E stos «objetos psíquicos», justam ente, constituyen lo no-analizable (véase más adelante).

deseos atribuidos a la problemática psíquica del analizado ex­ clusivamente. Según los casos, su reacción afectiva puede to­ m ar la forma de un vado del pensamiento (que imputará, para explicarlo y soportarlo, al deseo del otro de imponérle a uno ese vacío), o manifestarse en la irrupdón de un estado de an­ gustia (que imputará al exceso de las manifestadones trasferenciales). Angustia no dominable; desencadena un actuar que, en este caso, se tiene el derecho de calificar de acting out (lo justificará por la particularidad de la problemática psíquica de su partenaire, de quien dirá que lo ha obligado, para su «bien» —quiero decir, el bien del analizado—, a elegir esa res­ puesta). Dos reacciones que atestiguan una misma experien­ cia: la del yo del analista enfrentado al «horror de pensamien­ tos para él m ism o impensables». Horror provocado por la pre­ sencia, eh su escena, de lo inasumible, de lo no-analizable, calificativo que es predso diferenciar de «no-analizado». Un residuo no analizado acompaña a todo final de análisis, por más acorde a no sé qué modelo ideal. Este «residuo» es testi­ monio de la infiltradón ineluctable, en el trabajo de nuestro pensamiento, aun él más elaborado, de esa parte de los deseos inconcientes que aspiran a una meta ignorada por él yo, pero que es parte integrante de los deseos que están en la base de toda actividad humana (incluido el análisis). Ahora bien, ese resto, consecuenda de los inevitables puntos ciegos que toda reladón trasferendal preserva; a ese resto, pues, la reanudadón de un análisis y la singularidad del trabajo psíquico a que nos obliga nuestra función, permitirán elucidarlo en parte. De todo punto diferente es el caso de eso «inasumible», eso «noanalizable» que encontramos en ciertos sujetos a quienes el análisis puede resultar útil, pero el hecho de convertirse en analistas representa un peligro seguro para su fimdonamiento psíquico. No-analizable porque el analista se enfrenta aquí con m utiladones del capital y del potencial psíquicos que no está en su poder «reparar» y que no tiene cómo develar al analizado. Sin creer que por eso estaríamos reduddos a producir un sim­ ple rellenado, sino por lo contrario aceptando una de las tareas más difíciles, el análisis podrá habilitar a esos sujetos para reinvestir soportes, objetos, proyectos capaces de oponerse a la continuada acción ¡Je Tánatos, responsable de esas mutilado­ nes definitivas. Trabajo de reinvestimiento, aun de investi­ miento primero, único que puede aportar al sujeto los medios para poner freno a las aspiradones de las pulsiones de muerte. Pero para eso es predso que el analista pueda —y asaz a me­

nudo fracasará, cualesquiera que sean su competencia y su cla­ rividencia— preservar al sujeto de elegir una actividad que de manera repetitiva ha de enfrentarlo a proyecciones trasferenciales que lo obligarían a «pensar» una mutilación que para él forma parte de lo no-pensable. Esto «no-pensable» que atañe a un «objeto», bizarro quizá, perseguidor siempre, que la relación analítica puede reintroducir en el espacio psíquico del analista, explica el desvío que sufren los conceptos de identificación y de contratrasferencia, porque entonces el primero recubre un fenómeno de proyec­ ción masiva, y el segundo el enceguecimiento que permite no ver nada de eso ni saber nada. En este caso ya no hay complementariedad de conocimien­ tos, ni intercambio. Del lado del analista, la relación es vivida como una situación de indivisión de los espacios psíquicos, co­ mo una relación de osmosis. El analizado pasa a ser el conti­ nente de la psique de aquel, o el agente de una trasfúsión en virtud de la cual el analista «cree» llenar un «agujero» fantasmático e ideico. Creencia ilusoria, porqué está obligado a atri­ buir a otro la causa y la fuente exclusivas de sus fantasmas y de sus ideas. En cuanto al analizado, bien a su pesar descubre que está en una situación muy próxima a la realizada en sus fantasmas más arcaicos: dos psiques fusionadas, el hijo como reparador y protector de la psique parental, una relación de osmosis en el flujo libidinal. Pero porque esos fantasmas en­ cuentran en la relación analítica una realización parcial; porque es preciso sobre todo que nada revele al analista su papel in­ ductor, quedarán al resguardo de toda elucidación. En ciertos discursos se justificará esa peripecia de la relación aduciendo el papel terapéutico del analizado para el analista; se procla­ m ará que es el único qué posee un conocimiento, que sólo por su boca se hace oír una verdad, y entonces el buen fundamento de la acción del analista se medirá por su capacidad de aprove­ char las riquezas poseídas por éste otro, por su capacidad de ponerlas al servicio de su curación, de sus intereses libidinales. Por razones que ño dejan de ser enigmáticas, nunca se ha lle­ gado hasta pretender que en ese caso sería justo que el analis­ ta fuera quien pagara a sus pacientes el precio de las sesiones. No querría que esta reflexión fácil y un poco maligna hiciera olvidar la gravedad de la cuestión: los riesgos que el ejercicio de su función hace correr al analista, riesgos que inevitable­ mente repercutirán en el funcionamiento psíquico de aquellos a quienes analiza. Confieso que no atino a comprender cómo se

ha producido en ciertos discursos teóricos, sobre todo cuando se refieren a la clínica de la psicosis, una inversión tan comple­ ta del rol terapéutico. Estoy más que convencida de los enri­ quecimientos que debemos no solamente en el plano teórico, sino también en el plano de nuestro propio funcionamiento psíquico y afectivo, a lo que nos aporta el discurso de nuestros pacientes, a lo que nos enseñan las experiencias relaciónales que ellos posibilitan. Pero esto en. modo alguno justifica seme­ jante concepción de la relación analítica. Hay veces que me pregunto si no tenemos que ver en esto la forma extrema y paradójica que ha cobrado un trabajo de desidealización del análisis, consecuencia de una primera sobre-idealización de sus poderes y de sus conocimientos- Por mi parte sigo creyendo que la relación analítica sólo es posible dentro de una situación de intercambio, y que este intercambio, como lo indica el tér­ mino mismo, exige que haya de una parte y déla otra «obje­ tos», «conocimientos», «fines»' para intercambiar y compartir.

Interpenetración y develamiento Acerca del concepto de potencialidad psicótica,6 yo había conjeturado que una de las señales que podían revelar su pre­ sencia a la escucha del analista era a menudo la presencia, en el discurso del analizado, de una convicción más o menos puntual, pero totalm ente extraña, atinente a su funcionamiento somá­ tico, en ocasiones a su sistema de parentesco, y menos a me­ nudo a las leyes que se supone rigen la realidad natural. Lo sigo creyendo, pero, así como el concepto de potencialidad to­ m a en este libro una acepción más amplia, de igual modo me parece que estas «convicciones» son el corolario de fenómenos psíquicos más diversificados. Fuera del registro de la psicosis, el sujeto en general no otorga a esas concepciones «extrañas» un valor universal: parece poco curioso, en verdad, por saber por qué su funcionamiento somático goza o padece de esas par­ ticularidades. De esta manera se instala un mecanismo que, a prim era vista, haría pensar en un clivaje entre una teoría, com­ partida por el conjunto de los sujetos y a todos ellos aplicable,

6 Cf. Piera Castoriadis-Aulagnier, La violence de l'interprétation, PU F, 1975, pág. 262 y sig. [La violencia de la interpretación, Amorrortu editores, 1977, pág. 224.]

y tina concepción1 que sólo concierne a la singularidad de cier­ tos rasgos del funcionamiento somato-psíquico del sujeto, y de él exclusivamente. Sucede a veces que el sujeto da en hablar libremente de sus «certidumbres singulares», pero a menudo constituyen.« na suerte de partida secreta del capital ideico de un yo qué ha sobrepasado hace mucho el tiempo de la infancia. Partida se­ creta, que ciertamente tiene una relación con esa «reserva» donde sé guarda, protegida de las «luces», la parte del capital fantasmático en la que el yo se puede abastecer para poner en escena sus sueños, sus ensoñaciones diurnas, y cuyos elemen­ tos, en grados diversos, habrán de infiltrar siempre sus pensa­ mientos, aun los más elaborados. Pero ese parentesco o proxi­ midad no alcanza para explicar el estatuto particular de que gozan sus «ideas», ni la resistencia que llegado el caso oponen a todo cuestionamiento por el análisis. Es seguro que si yo pu­ diera rememorar la totalidad de lo oído en el curso de nú trabajo de analista, hallaría casos en los cuales esas «certidum­ bres singulares» no conciernen ni al funcionamiento somático, ni al ■sistema de parentesco. Esa rememoración no está en mi poder, pero por otra parte debo decir que es peligroso que en nuestras hipótesis desdeñemos todo factor «estadístico». He puesto las comillas para destacar cuán pobre es, por compara­ ción a otras disciplinas, el auxilio que podríamos requerir dé esta ram a del saber. Antes de emitir úna hipótesis teórica, sin embargo, uno no puede menos que interesarse en considerar la frecuencia o la rareza del fenómeno que pudiera elucidar. Des­ de luego, y de esto Freud nos da el ejemplo, el efecto de develamiento que llegado el caso un análisis nos ofrece de repente, sobrepasa este análisis singular. Nos enfrenta a un «posible» del funcionamiento psíquico, y por eso a un posible que, en forma latente,, puede estar obrando en otras problemáticas. Freud, para referirnos sólo a él, si pudo construir su teoría fue porque era capaz de articular, o de reunir en su memoria, lo que un caso particular, estoy casi por decir una «lección parti­ cular», aportaba de novedoso, de enriquecedor, a las «leccio­ nes» ya aprendidas. Pero un caso solo no hace una teoría, como la imagen de una agente de policía no permite afirmar que to-

'

7 Digo concepción, no teoría. En efecto, este segundo término, aun—y di­ ría: sobre todo— cuando uno se refiere a las teorías sexuales infantiles, sólo tiene derecho de ciudadanía porque los teóricos acuerdan valor universal a los postulados sustentados.

das las sas se representen como policías en su inconcien­ te. Cuando lo oído nos enfrenta a lo excepcional, a lo ño-todavíaencontrado, tenemos que bendecir nuestra suerte, pero tam­ bién refrenar nuestras tendencias a crear nuevas entidades nosográficas o nuevos conceptos de valor universal. Bendecir n uestra suerte porque, justamente, relacionar lo excepcional con lo cotidiano de nuestra práctica es lo que puede permitir­ nos enriquecer conocimientos ya «familiares»; y refrenar una ámbición teórica que se anticipara a una correcta toma de co­ nocimiento del fenómeno encontrado. Por eso en el análisis que propongo del papel que desempeñan esas «concepciones secre­ tas» he privilegiado aquellas cuya frecuencia y similitud más me han impresionado: las concepciones que se refieren al cuer­ po, a menudo de manera privilegiada al fiincionamiento sexual y a la reproducción (lo que puede desembocar en una convic­ ción igualmente particular atinente a veces a la filiación en el sentido amplio del término, a veces a la razón de tal o cual parecido y a la significación que habría que atribuirle). ¿Qué se puede decir de las fuentes y de la función de esas certidum bres «extrañas»? E n ciertos casos remiten a algo ya-oído en el discurso man­ tenido por los padres. Uno tiene la sensación de la existencia de una «concepción familiar» sobre el funcionamiento psicosomático, propia de los que componen esta familia y aun de sus ascendientes directos. El niño ha hecho suyos, sin la. menor crítica, ciertos enunciados del discurso mantenido sobre las condiciones necesarias para la vida del cuerpo. Se comprue­ ba también que esos enunciados privilegian a menudo expre­ siones metafóricas (tener el corazón lento, comerse el hígado, quebrarse la cab eza...) , y que la dimensión metafórica desa­ parece cuando el niño hace suyo el enunciado, aunque tal vez ya estaba ausente del discurso parental. Daré un primer ejem­ plo. Había quedado yo más que sorprendida oyendo a uno de mis pacientes, médico de reputación internacional y que no presen­ taba el menor trastorno psicótico, explicarme la relación que existía entre su sistema digestivo, su sistema circulatorio, su sexualidad y la presencia o la ausencia de su capacidad de fe­ cundación. Asombro que había reforzado una hipótesis presen­ te en mi espíritu desde hacía cierto tiempo. Cada vez que un contratiempo profesional, sexual, relacional surgía en su vida, este señor me lo comunicaba recurriendo infaltablemente a la fórmula: «No soportaré el golpe si sigo haciéndome tanta mala

sangre» [sang d’encre; palabra por palabra: sangre de tinta], «Ellos quieren que yo me haga mala sangre, esto se vuelveintolerable», «Si esto continúa, les haré hacer una mala sangre de la que no se olvidarán». Ante la repetición de esa frase, yo me había formulado esta hipótesis: un prim er y olvidado «me haces hacer mala sangre» había debido de ser pronunciado por la madre8 a raíz de una vivencia particularmente cargada de afecto para este niño. Lo que en el discurso materno acaso sólo era una metáfora, pudo ser oído por el niño como una acusación tan definida cuanto realizada: por causa de él, la sangre de su madre se había trasformado en un líquido negro y mortífero. La comunicación de esta hipótesis a mi paciente no aportó verificación alguna: su madre había muerto cuando él tenía unos doce años, y no con­ servaba recuerdo alguno preciso del contenido de los repro­ ches que ella pudo hacerle. Pero, a la inversa, su eficacia inter­ pretativa fue indudable: inauguró un discurso sobre su relación con el cuerpo y con la «sangre mala» (en el sentido no metafó­ rico) que le había legado su padre; y el hecho de poder hablar de esa «sangre mala» heredada, lazo de vida y de muerte entre él y el padre, señaló un giro decisivo en su análisis. Los dos ejemplos clínicos con que remataré esta introduc­ ción ilustrarán otras consecuencias del mecanismo de interpe­ netración entre un fantasma inconciente y un enunciado identi­ ficante, consecuencias que rebasan la simple preservación de una «concepción» extraña que, por su parte, puede coexistir con una actividad psíquica y una economía libidinal no más difi­ cultadas que las observables en cualquier neurosis, y aun qui­ zás en todo sujeto. Mi paciente no cree, cultura obliga, que los contratiempos trasformen la sangre en tinta, pero en cambio sabe que todo contratiempo tiene una repercusión sobre el exceso o la ausen­ cia de apetito: comer demasiado o demasiado poco determinará una mala digestión, la mala digestión tiene un efecto peligroso sobre la circulación cerebral y periférica; la consecuencia será un desequilibrio de su hematopoyesis, una «sangre mala» que amenaza volverlo estéril y, a plazo más largo, poner en peligro su vida. El trabajo analítico le permitirá comprender qué «san­ gre mala» amenazaba prohibirle la función paterna, a qué pa­ dre temía haberla robado.

8 A causa de la guerra había vivido solo con su madre sus primeros años.

A partir del análisis de algunos fenómenos aparentemente afines al que acabo de referir, aunque menos anodinos en sus efectos, he llegado a entenderlos como la consecuencia de un acontecimiento psíquico particular: un efecto de interpenetra­ ción entre un enunciado de valor identificante, pronunciado por una voz particularmente investida, y la vivencia emocional del niño en el momento en que lo oye; en el momento en que, yo diría, «queda impresionado». E l fantasma inconciente, soporte y causa del exceso de emoción que experimenta el niño, puede form ar parte de algo ya-reprimido que retom a, o de un fan­ tasm a que acaso, fue reprimido secundariamente. Creo como Freud que el mecanismo de la represión se termina con la «de­ clinación» de la vida infantil, pero antes de esa declinación el retorno de una representadón reprimida no implica que el yo no pueda reexduirla de su espado. En nuestro último capítulo se verá que la organizadón de un espacio de lo reprimido, como la organización de un espado de pensamiento separado, son el resultado de una larga négociadón entre la instancia represora y las aspiradones pulsionales, entre lo reprimido, lo que de ahí periódicamente retorna, su reexdusión. . . E n los fenómenos que aquí analizamos nos enfrentamos a la acdón de algo particularmente no-reprimible. La representa­ ción fantasmática ha encontrado, en un enunciado que devela al yo una posidón identificatoria acorde a la ocupada por el deseante en el fantasma, un identificado* sobre el cual se des­ plaza, sin resto, sin modificadón, el afecto que acompaña a la representadón fantasmática. E l enunciado identificatorio hace reflexión en la representadón fantasmática y vuelve inoperan­ te el trabajo de modificadón, de relativizadón, inherente al paso dél afecto, que es propio del fantasma, al sentimiento, que es resultado de ese trabajo de dadón de sentido, de «pues­ ta en sentido», operado por el yo. Desde ese momento el enun­ ciado como soporte del afecto preserva a este su intensidad y su cualidad. Además la representadón ideica hace suya la le­ yenda «corporal» del fantasma; dentro de esta hipótesis que sugerimos, la fórmula de la mala sangre, «sangre de tinta», no habría sido oída por el yo como una metáfora, sino como la descripdón de algo visto. Un cuerpo pasa a ser el continente de un líquido negro, mortífero, un yo se identifica en el tiempo de la enunciadón con un deseante responsable de esa metamorfo­ sis, experiencias puntuales dertam ente muy frecuentes. * [Sustantivado a semejanza, por ej., de «significado»-. (N. del T.)]

En ciertos casos la particularidad de una problemática psí­ quica será responsable de los efectos dúraderoB, aun de bola de nieve, de esa interpenetración entre un fantasma y un enun­ ciado identificatorio; en otros, lo será sobre todo la particulari­ dad de la experiencia vivida por el niño en el momento del encuentro fantasma-enunciado. E n ciertos sujetos, los eféctos persistentes y nefastos de estos fenómenos dependen del yaahí de heridas mal cicatrizadas, de trabas en el funcionamiento del pensamiento, presentes antes que apareciera este fenóme­ no de colusión, y cuya acción se asemeja entonces a. la del apréscoup [posterioridad]. En otros casos todavía, este fenómeno no obedece a o tra razón que al exceso de afecto presente en el momento del encuentro entre el vivenciar del niño y la formu­ lación del enunciado. Exceso que atañe por igual a la reacción del niño frente a un acontecimiento y al exceso de violencia, de ira, de amenaza que ha oído (aun proyectado) en la voz que comenta su rol o su reacción ante el acontecimiento.9 Cualquie­ ra que sea la causa responsable de este fenómeno, las conse9 En el registro de la psicosis, yo había insistido en. la función pBicotizante de un medio familiar que impone al niño trabajos psíquicos de manera muy precoz o en condiciones que exceden de b u s capacidades de respuesta y de defensa. Había discernido en esas experiencias «traumáticas» las condiciones necesarias, pero no suficientes, para la instalación de una potencialidad psicótica o el estallido de una psicosis infantil. Mi posterior reflexión me ha hecho más prudente: es indudable que ciertos acontecimientos tienen un poder/aciiitador y obran como inductores de esos dos destinos del funcionamiento psí­ quico, pero ya no diría hoy que su presencia es necesaria. EBtá en el poder de la psique infantil interpretar ciertos acontecimientos de manera de dotarlos de una acción psicotizante que «en sí» no tenían, y religar otros acontecimientos a interpretaciones causales que le permiten desactivar el poder psicotizante que poseían. Posición esta que, a mi parecer, no relega el interés que es preciso conceder a la realidad histórica y a las consecuencias que trae para la organi­ zación de nuestra economía psíquica. A raíz del proceso originario y de sus representaciones pictográficas, que signan el nacimiento de la vida psíquica, yo había insistido en el préstamo que se toma del modelo somático (del modelo sensorial) en la figuración del objetozona complementario. Habida cuenta de las indispensables modificaciones, uno puede extrapolar la presencia y las consecuencias de este préstamo al conjunto de la actividad de representación (pictográfica, fantasmática e tdeica), y sost tener que es de la realidad de los acontecimientos encontrados, siempre que se revelan fuente y causa de afectos, de donde la psique toma prestados los mate­ riales que Be supone dan razón de la historia que ella vive y que el yo escribe. La tarea del escritor lo obligará a hacerse capaz de reflexionar sobre el buen fundamento o el error del préstamo, de reconsiderar la ligazón que él esta­ blece entre el acontecimiento y su vivenciar psíquico, de reservarse, en la elección de sus causalidades, cierta movilidad, la posibilidad de dudar, de reform ular el juicio. Sólo con eBa condición podrá modificar la causa a que

cuencias que produce no son idénticas. En la mayoría de los; sujetos, lá posición identificatoria que han pasado a ocupar en: el tiempo de la enunciación persistirá en estado de «quiste¿ entre el conjunto de identificados a disposición del yo, de la* historia que el yo construye de su pasado, de la que imagina; para su futuro. Salvo momentos o situaciones excepcionales, el¡ yo podrá dejar fuera de campo la posición identificatoria enque el enunciado lo había estampado, apoyarse en un conjunto; de otros indicadores para llevar a buen término su proceso' identificatorio y la «gestión» de su capital libidinal. Muy diferentes son las cosas para el sujeto y para su itinera­ rio analítico cuando esa interpenetración se produce entre un; enunciado, un acontecimiento y una representación fantasmática que ocupa una función particular. E l exceso de afecto que inunda al sujeto nos remite en ese caso a los poderes de imantación hacia el exterior, ejercida por un acontecimiento sobre una representación para la cual me inclinaría a emplear el término de «cristalización faniasJ ' m ític a ». Habría podido apelar a la expresión de fantasma fun^ daméntal, que conoció su hora de gloria en la teoría de Lacan,.; quien en su posible ser traído a la. luz discernía el final (logra-: do) del análisis. Si me valiera de esta expresión, la emplearía en plural para definir estas representaciones que nos procurahj una figuración cristalizada, conclusiva de la problemática libi| dinal propia de las diferentes fases libidinales y relaciónales*; E stas representaciones concluyen una fase libidinal y fijan] en un fantasma, al que también podríamos calificar de «conduj sivo», la relación que én el curso de esa fase religó al deseante imputaba el encuentro de un fenómeno fuente de afecto, y por eso mismo modití ficar su respuesta afectiva a ese encuentro. ;j Y es aquí donde la realidad tiene su papel: más el acontecimiento es objei tivamente responsable de la intensidad y de la cualidad del afecto que él provo; ca, más la representación ideicaque el yo se crea de él se mantendrá próxima ^ su representación pictográfica y fantasmática, y más difícil le resultará al ya establecer un distancianüento entre sus causalidades respectivas. E n la vida cotidiana descubrimos la prueba de ello en el goce y en el dueloj, por eso Freud describe el trabajo del duelo no sólo como un mecanismo nor¿ mal, sino como uno cuya ausencia o imposibilidad cobran valor de síntoma, jf designa como un a de las causas del goce la confirmación efímera que ésttf aporta a la realización de un deseo primero de reunificación total con el objeté E n la clínica, la frecuencia de acontecimientos objetivamente dramáticos en lá infancia de I o b que se volcarán a la psicosis nos proporciona una prueba igualj m ente indiscutible de esto. Cf. Piera Ciastoriadis-Aulagmer, op. cit., pág. 23$ y sig. [De la mencionada versión castellana, véase la pág. 206 y sig.]

con un objeto que ha sido por veces, y por excelencia, el desea­ do y el odiado. Precisamente porque el duelo de este objeto se insinúa en el horizonte de la psique, esta se verá llevada a ope­ rar el cambio de objeto y de forma relacional que signa su acce­ so a otra fase libidinal. El tiempo de concluir la fase oral se aunará a la instalación de un fantasma de fusión-incorporacióndestrucción entre el lactante y el pecho,10 cuya leyenda se apli­ cará a la totalidad de las experiencias vividas por el niño en el curso de esa fase. La «conclusión» de la dialéctica anal se auna­ rá a lfi representación fantasmática de una relación de dominación-posesión-desposesión entre el niño, su cuerpo propio y el cuerpo de ese otro, reconocido, separado y diferente de él. También aquí esa misma leyenda se aplicará a la totalidad de los trabajos ya pasados en el. curso de esa fase. Si ahora consi­ deramos la dialéctica edípica y la reladón del niño con el proge­ nitor objeto de su deseo incestuoso y con el progenitor que le prohíbe realizarlo, el tiempo de concluir se aunará a la instala­ ción de un fantasma en que goce y castración designarán, al­ ternadamente, lo que está en juego en la relación presente en­ tre tres deseos o tres deseantes escenificados en ese fantasma. Y otra vez tendremos aquí la retroyección de la leyenda a la totalidad del vivenciar de esta fase. Pero en lo que toca a esta retroyección, es preciso destacar un rasgo particular del fan­ tasma edípico: la proximidad entre su leyenda y lo que el niño ha deseado y formulado concientemente en sus demandas de amor dirigidas al progenitor antes que la represión hiciera su obra. Por esto, a partir de cierto momento, el niño no sólo oye la amenaza, sino que la cree realizable, porque esta creencia es el corolario de lo que ha devenido capaz de conocer acerca de la relación de la pareja parental, acerca de la posición identificatoria y de los placeres pulsionales que se tiene que prohibir si quiere conservar el amor de ellos. Desde ese momento extrapolará la prohibición masturbato­ ria a otros placeres pulsionales. Pero esta interiorización del interdicto está precedida por la función «explicativa» que el niño le asigna: la prohibición del incesto, puesto que de eso se trata ciertamente, pasa a conferir sentido a la totalidad de los trabajos, de los duelos, de las experiencias que ha hecho en su pasado. Lo que desde luego no empece que, enfrentado el niño 10 Como el lactante se convierte en el representante del conjunto de las zonas erógenas que participan en la reladón oral, será el representante del conjunto de los objetos auto-engendradós durante esa misma fase relacional.

a ciertas situaciones y a la irrupción de una representación fan-, tasm ática y de un afecto hasta entonces reprimidos, podamos asistir a un fenómeno inverso: una leyenda fantasmática ante* rior re-ocupa el primer plano de la escena psíquica, re-impone! al yo su interpretación de las causas del conflicto y de sus ríes* gos.

Dos ejemplos clínicos Dos breves ejemplos clínicos ilustrarán el mecanismo que intento apresar con el término de interpenetración: la función que en los dos casos toma un «acontecimiento real» anticipará lo que he de proponer, en las historias de Philippe y de Odettej acerca del papel de su realidad infantil. Llamaré Elísabeth y Serge a los protagonistas de estas dos historias de las que me reduciré a narrar los elementos que dan razón de las consecuencias identificatorias que pueden resultad de una interpenetración entre un fantasma «fundamental» (eij el sentido que acabo de definir), un acontecimiento y un enun­ ciado. Elisabeth y Serge me formulan una m ism a demanda, en uno y otro caso bien precisa: si los puedo ayudar a liberarse de un sentimiento que los invade más y más. No importa lo que ha-: gan; cualesquiera que sean los éxitos alcanzados en su vidá profesional, que por otra parte ellos desvalorizan; a despechó de lo positivo que pudieron experimentar en su vida afectiva,; tienen la certidumbre de que libran una lucha inútil, de qué cualquier esfuerzo, cualquier proyecto no puede tener otrtí desenlace que un fracaso futuro. Los dos desde el comienzo me confiesan que si el análisis let parece un último recurso, están casi seguros de que fracasará también. ¡ Y los dos dan testimonio de una misma certidumbre acercó de la causa de esa vivencia: la actitud negativa de su padre eií el curso de su infancia. ¿J Serge presenta a su padre como un hombre deprimido, sileri-^ cioso, distante; dice que tuvo siempre una marcada preferencia por su hermana, dieciocho meses mayor; además se atreglabtl! para que toda la atención de su mujer se concentrará en él.i Nunca se interesó por lo que Serge hacía; lo desvalorizó siemj pre, y la m adre tenía que aprovechar sus ausencias para ayu^

dar a Serge en sus tareas escolares o a superar sus inhibicio­ nes. El discurso de Elisabeth no es muy diferente por lo que toca al padre: también ella le reprocha haber mostrado siempre des­ pués de la m uerte de su madre una neta preferencia por /sus hermanas (ella es la menor de tres hijas), no haberla compren? dido nunca, haber desvalorizado siempre sus éxitos escolares y criticado todo cuanto hacía, pero sobre todo no haber deseado a esta tercera hija y no haber soportado que no muriera con .—¿en lugar de?— su madre. Con respecto a la madre las cosas son diferentes. Serge, en su discurso manifiesto, se refiere a ella én términos muy elo­ giosos y muy «respetuosos»; sólo ella supo comprenderlo, tuvo la voluntad de ayudarlo, no hacía diferencias entre los dos hi­ jos, ocultaba al padre sus malas notas escolares. . . Pero todas estas evocaciones de la imagen de la madre se acompañan de muy escaso afecto. Uno tiene la impresión de que Serge se cuenta una historia sin preguntarse mucho si verdaderamente cree en ella. No ocurre lo mismo con Elisabeth, quien evoca siempre con enorme emoción los recuerdos que conserva de su madre, re­ cuerdos a veces felices, con frecuencia muy tristes. Los lazos presentes entre las versiones de su infancia y la problemática edípica parecían y eran, agregaría yo, evidentes. No obstante, en uno y otro caso un hecho me impresionó desde la primera entrevista: de manera totalmente explícita el padre no era presentado como un rival que te prohibiera el a la madre, o como alguien a quien seducir con tu feminidad nacien­ te, sino como un prohibidor de todo deBeo. Sólo la muerte (la de él o la tuya) te podría liberar de semejante yugo. La conse­ cuencia es que tanto Elisabeth como Serge reconocen, sin nin­ guna culpabilidad eonciente, el odio justificado que guardan a su padre. No es la primera vez que quedo asombrada por el destino diferente que pueden experimentar estos dos compo­ nentes del deseo incestuoso que son el amor hacia uno de los progenitores y el deseo de muerte hacia el otro. Me sitúo en el plano de lo conciente, de los sentimientos vividos par el yo: cuando es en verdad muy raro que uno tenga conocimiento de su deseo incestuoso hacia la madre o el padre o lo revivencie, el sentimiento de odio, en estos casos que expongo, está presen­ te, es confesado y justificado. Sin convertirlo yo, por nada del mundo, en una regla general, muy a menudo he verificado en estos sujetos una relación muy particular con el cuerpo y sus

sufrimientos: la menor enfermedad, el menor disfuncionamien-l to trasform aba el cuerpo en una suerte de enemigo «odiado» á| quien uno habría querido destruir si no supiera que haciéndola el «destructor» encontraría su propia muerte. Pero volvamos í | Elisabeth y a Serge y al giro que aparece en el mismo momen-í to de su historia infantil, con consecuencias identificatoriáál muy afines, no obstante todo lo que separa a sus dos problema^ ticas psíquicas. .

La catástrofe corporal

. De la época anterior a sus cinco años, Serge no tiene ni máál ni menos recuerdos que cualquiera de nosotros: un árbol dé| Navidad; la prim era vez, teniendo él tres años, que lo dejaroiit en el jardín de infantes; el recuerdo muy vago de que su hér^ mana lo hacía rabiar a menudo pero que les gustaba much$s ju g ar juntos al trencito eléctrico; la primera bicicleta que el| padre le regaló, el primer pantalón largo que le presentó siií m adre, una prim ita que venía a visitarlos y cuyas trenzas n ij| bias. lo fascinaban. . . Ni más ni menos recuerdos que cualquiéís ra, pero la m anera en que tra ta el retomo de esos recuerdos eil| el curso de su análisis es particular: sólo los evoca y sólo sfij interesa en ellos si consigue interpretarlos como una pruebáf anticipada, las máB de las veces, y asaz alambicada, de un selii| timiento negativo del padre hacia él, que deBde ese momentbj habría estado ya presente y que él, Serge sólo habría desctx^ bierto a los cinco años. E n efecto, cinco años tenía cuando só|j brevino un accidente automovilístico: viajaba solo con su padre| este salió ileso, pero Serge fue proyectado a la calzada y sufrió;? fracturas múltiples. Én los tres años que siguieron, a raíz déj una prim era operación mal hecha, sufrirá toda una serie d |j intervenciones muy dolorosas. E l primer recuerdo que conserlj va de este accidente se sitúa en un momento inmediatamente posterior a la prim era intervención: por primera vez oye a sü| m adre hacer una escena a su padre y acusarlo de ser responsali ble de lo sucedido a Serge. Le reprochó haber manejado sien® pre muy rápido y haber dejado que Serge viajara a su lado, effi lugar de hacerlo sentar en el asiento trasero. ¿Ocurrió está] escena en el momento de despertar de la anestesia? ¿Pasad® algún tiempo? ¿Ya de regreso en su casa? Serge no lo sabel Tiene certeza, por el contrario, de lo que oye en las palabra! maternas: el padre es designado como el asesino potencial del]

hijo. Ahora bien, la imagen que el discurso de Serge envía so­ bre la pareja de sus padres da la impresión de haber sido ellos muy unidos, de haberse entendido relativamente bien (hasta diría, mejor que el término medio). Que en un momento,. de ansiedad por su hijo la madre pudiera reprochar al padre ma­ nejar con excesiva velocidad, haber sido imprudente, no pare­ ce dudoso, pero no.estoy tan segurá de que la madre haya for­ mulado ese reproche con el tono de odio que Serge dice haber percibido. Y aun si así hubiera sido, uno se puede preguntar por qué ese reproche único bastó para anular todo lo positivo que Serge pudo oír en el discurso de la madre sobre el padre. En este sentido, los elementos que me aporta sobre su vida anterior a los cinco años, comunican toda la impresión de que Serge, niño pequeño, había logrado encontrar soluciones a los conflictos de la fase oral y de la fase anal. Aunque no se puede indicar fecha fija, la edad de cinco años coincide generalmente con una suerte de acmé del conflicto edípieo, de la angustia de. castración, en el momento en que se insinúa en el horizonte él tiempo en que será preciso concluir esta fase relacional. Cuan­ do sobreviene el accidente, se puede pensar que Serge estaba enfrentado, desde su despertar de la anestesia, con la realiza­ ción de una amenaza (pero ¿cuál?), que se manifestaba en muti­ laciones de la totalidád de su cuerpo, sobre todo porque era bastante grande para comprender el pronóstico muy grave, y felizmente erróneo, que le habían hecho. Durante mucho tiem­ po se temió priihero por su vida, después por una recuperación correcta de sus funciones renales. E ste riesgo de muerte for­ mulado por quienes lo rodeaban pudo reforzar la proyección sobre el padre de la imagen no del agente de una posible cas­ tración, sino de la imagen mucho más arcaica de uno que «ame­ naza de muerte»^ Fue el padre, médico él mismo, quien, des­ oyendo el consejo del médico de familia, eligió al primer ciru-, jano que cometió un grave error. E l padre entonces, en el espí­ ritu del hijo, era el responsable de los sufrimientos de un cuer­ po entregado periódicamente a manos de los cirujanos, del re­ tomo de esa angustia de muerte que experimentaba cada vez que lo dormían, de las.dolorosísimas manipulaciones que debió sufrir en el curso de su reeducación. El recuerdo que Serge conserva de su padre, desde sus cinco años hasta el día de hoy, es el de un hombre silencioso, austero, a menudo deprimido. Para el niño, ese silencio, esa ausencia de toda sonrisa, era la prueba de que su padre no lo amaba, de que ese hijo siempre enfermo hería su orgullo, de que había renunciado a todo pro-

yecto en que él participara. Si uno comprende bien que esta: interpretación armonizaba mucho con lo que vivía el niño, com- l prende menos que, superada la infancia y emprendido el aná-; lisis, Serge nunca se hubiera preguntado si la tristeza y el s i| lencio del padre acaso no se relacionaban con los trabajos por! los que pasaba su hijo, con la gravedad del pronóstico y hasta,| con su culpabilidad. Uno tiene la sensación de que la realidad del sufrimiento vivido por el cuerpo, el deseo de muerte del hijo hacia el padre, movilizado por ese padecer, han trasfor-í mado algo «oído» (la acusación de la madre) en la leyenda únicaj conforme al trabajo psíquico que acompañó a los trabajos pa­ sados por este niño. Haciendo suyo un enunciado identificato-í rio que designaba al padre como asesino, Serge queda prendí-J do en la posición de un hijo que no podría satisfacer el deseo def un padre fuertemente investido, como no fuera muriendo. Y co-s mo este hijo vive, sólo puede vivir contra el padre y atrapándo-J se en el lazo de una paradoja de la que no ha salido: o bien acep­ ta la m uerte, con lo que satisface el deseo del padre, o bien acepta la vida, pero entonces tiene que librar una lufcha sin fin; y con armas desiguales contra la omnipotencia que imputa al I deseo paterno. Aquí ya no se trata de una posición identificatoria «enquistada» entre otras posiciones disponibles para Ser-J ge; o por mejor decir, sus otras posiciones sólo le son asequi­ bles si no queda envuelto en una relación con otro —se trate de una relación afectiva o de una relación profesional—■, fuerte­ s m ente investida y xjue por esto restituye efectivamente a suj partenaire un poder de placer y de sufrimiento sobre él. Desdé'] luego, nadie puede decir qué habría sido de la vida psíquica de i Serge en caso de no producirse el accidente. Pudiera ser que. su trayecto identificatorio quedara igualmente trabado, pudie-í' r a ser que no. Ni qué decir que en este fenómeno de interpe-4 netración no se puede excluir lo que corresponde a efectos de reactivación de una relación mucho más arcaica con los dos a progenitores. A raíz de la interiorización de la prohibición del incesto y dej la «conclusión» de un primer tiempo de la infancia, he insistí-^ do en la función de aquel «eso era, entonces» que dota, con* posterioridad, de una significación nueva a esas pruebas que;] fueron el destete y la superación de la problemática anal. En el] momento en que sobrevienen los fenómenos de interpenetra-M ción aquí considerados, se asiste también a una retroyección de ; un «eso era, entonces» sobre la totalidad de los trabajos vivi-j dos. Pero en este caso el «eso era, entonces» no remite ya al

f

una amenaza de castración que se pudiera evitar renunciando a ciertas satisfacciones pulsionales, autoprohibiéndose ciertos deseos, sino al develamiento de una amenaza ya actualizada. Esta actualización tra e el riesgo permanente de sustituir el fantasma de castración por un fantasma más arcaico:, el que pone en escena un anhelo de muerte. El sujeto entonces puede creer que encuentra la prueba de la realización de la amenaza, o del anhelo, en un hecho objetivo, (el accidente para Serge, la m uerte de la madre, como vere­ mos para Elisabeth; y en otro caso que tengo en mente, la deportación del padre) o aun en el mero enunciado de un iden­ tificado que cobra para él valor de veredicto indeleble. Desde ese momento, cada vez que el sujeto se enfrenta con e l deseo, el suyo y el del otro, se realinea con el identificado a que está prendido, fijado, y descubre también que en el registro del deseo no dispone más que de un solo modo relacional. Esta fijación en Serge ha aislado una de las interpretaciones po­ sibles del deseo y de los sentimientos del padre hacia el hijo y del hijo hacia el padre; ha hecho coincidir una representación fantasmática del padre con el padre real, le ha hecho excluir cualquier otra información que la actitud de este hubiera podi­ do enviarle, y dejar fuera de su memoria (lo que no quiere decir que estén reprimidos) otros comportamientos paternos, que lo habrían obligado o, para mejor decir, lo habrían autori­ zado a abandonar su causalidad monolítica acerca de su sufri­ miento. Pero esta sombra del padre asesino no sólo recubre a otras representaciones del padre que acaso existían antes del accidente: se proyecta sobre la totalidad de las relaciones afec­ tivas vividas por Serge en sus primeros años. El «eBo era, en­ tonces», sin que el sujeto lo sepa, marcará su interpretación del conjuntó de los trábqjos de las decepciones, que jalonan la relación del niño pequeño con su madre-11 Retroyección tanto más fácil cuanto que todo niño se ha formado a su tiempo una representación del pecho que lo convertía en un pecho rehu­ sado, una representación de una madre ausente que la conver­ tía en una m adre rechazadora, una representación de una es­ cena primitiva que hacía de ti el excluido. ¿Podemos suponer que en Serge, así como en otros, habría que conceder un papel predominante a lo que pudo volver particularmente dramático 11 Tanto Serge como Elisabeth tratarán de proteger la imagen materna de esta interpretación «maléfica»; lo contrario les produciría una gran culpa­ bilidad.

ese pasado lejano, a fin de comprender las consecuencias psí­ quicas de los trabajos pasados a los cinco años? Dejaría abierta la cuestión. Tras dos años de análisis, nada ha cambiado en la versión que Serge se crea del papel del padre o, por mejor decir, del deseo del padre, en el accidente y sus consecuencias. Cada vez que creí poder sugerirle, a raíz de un sueño, de un movimiento trasferencial, de un recuerdo que retomaba, que su convicción descansaba en una interpretación fantasmática que merecía ser interrogada, tropecé con la misma negativa. O Serge me acusaba abiertam ente de ensayar, como lo había hecho su pa­ dre, culpabilizarlo, criticar y desvalorizar el trabajo de su pen­ samiento, o de lo contrario callaba y, cualquiera que hubiera sido el movimiento trasferencial presénte en el momento en que yo formulaba mi interpretación, la sombra del perseguidor se proyectaba inmediatamente sobre mí. A veces la tonalidad positiva de la trasferencia se preservaba y Serge evocaba tal o cual episodio de su calvario infantil para convencerme del error de mi interpretación y hacerme compartir su convicción. Durante estos dos años, mi tarea ha consistido en hacerle to­ m ar conciencia de que continuaba viviendo todo obstáculo, to­ do conflicto relacional, el menor fracaso amoroso o profesional, como equivalentes de aquel accidente que había quebrantado su cuerpo y enfrentado su psique a una angustia de muerte y a una realidad perseguidora contra la cual era preciso luchar de continuo. Sólo la continuación del análisis dirá si Serge conse­ guirá considerar el accidente como un trabajo, una desgracia que se puede abatir sobre cualquier viviente, y no como la rea­ lización de la malevolencia del padre. «Padre malo» que empe­ ro perm ite a Serge, aun si el precio pagado es de envergadura, seguir reprimiendo la imagen de una madre que ha sabido evi­ ta r ál hijo semejante prueba; esta imagen comienza, sin em­ bargo, a esbozarse en el horizonte de su discurso. E s sobre todo merced al relato de Serge sobre su relación in­ fantil con su hermana como ha ido saliendo a la luz, poco a poco, la cara escondida de su relación con la imagen materna. Su hermana, mayor en dieciocho meses, había nacido prematu­ ra y la gente tomaba a Serge por el hermano mayor; en este mismo sentido, su madre le pedía que. hiciera el papel de un hermano protector: papel que, narra él, lo halagaba y que po­ nía én práctica a conciencia y con gusto. Todo cambió después del accidente: no sólo su hermana lo alcanzó y sobrepasó en estatura y escolaridad, sino que enseguida de lá primera hospi­

talización de Serge aparecieron bruscamente en ella fenóme­ nos alérgicos que removilizaron en su favor el interés de la inadre, no obstante el estado mucho más grave de Serge. Esté asegura que comprendió siempre, aun de niño, el comporta­ miento de su madre, y que no tiene ra d a que reprocharle;-'En cambio, se refiere a esta hermana con un desprecio y una rabia intensas y que irán acentuándose en el curso de su análisis. La acusa de haber hecho siempre comedia, de estar interesada sólo por el dinero de su padre, de haber deseado siempre ser un hombre y de haberse arreglado para manejar al padre y tomar cada vez más poder dentro del medio familiar. . . A la hermana anterior al accidente, imagen frágil a quien uno protege y que a uno lo narcisiza, sigue la imagen de aque­ lla que «finge»: finge estar en peligro para beneficiarse con la atención de los demás, finge amar al padre cuando sólo su di­ nero le interesa, finge aceptar su condición de mujer cuando quisiera ser un hombre y ejercer el poder. Otro elemento muestra con evidencia el papel encubridor y, conjuntamente, de sustituto que esta hermana cumplía respec­ to de una imagen m aterna que, por eso mismo, no se podría dejar fuera del cuadro: en su aspecto físico és enormemente parecida a la madre y, al decir de Serge, el parecido se ha ido acentuando con la edad. Ahora bien, él es el primer sorprendi­ do por los sentimientos de molestia y de irritación fortíáima que experimenta cada vez que en las visitas, muy raras, que hace a sus padres, ún gesto, una actitud de su hermana realzan ese parecido hasta el punto, dice, que «por momentos tengo la extraña sensación de estar frente a mi madre y no a mi her­ mana». Durante mucho tiempo Serge rechazó toda interpretación que amenazara traer a la luz la proyección materna de que su hermana era el soporte: a raíz de un sueño, enteramente esdarecedor, él mismo pudo empezar a llevar adelante un trabajo de aproximación entre esas dos imágenes y esas dos relaciones de su vida infantil.

Duelo y persecución Paso áhorá a Elisabeth y a las consecuencias identificatorias que siguieron a la m uerte de su madre, ocurrida cuando ella tenía entre cinco y seis años. Si también en este caso un acon­ tecimiento cumple la misma función causal monolítica, muy di-

ferentes son la relación de Elisabeth con el mundo y, por Id; tanto, su relación trasfereñcial. Diferencia que se manifiesta’ desde la prim era entrevista, cuando oímos a Elisabeth hablar de su madre. Si el discurso de Serge daba la impresión de una: construcción defensiva, que dejaba muy poco sitio a los afectos de amor, de deseo, de decepción que habían acompañado su relación infantil con la madre, cualquier alusión a la madre pro-’ voca en Elisabeth una emoción muy grande. ; Igual diferencia descubrimos en la relación de Elisabeth con; su cuerpo, lo que prueba cuán extraño alquimista es la psique^ Desde el momento en que se repuso por completo de las secue­ las de su accidente, Serge nunca presentó el menor problema en su cuerpo. Desde la primera entrevista, Elisabeth me habla de sus «somatizaciones» (ella es quien espontáneamente em­ plea el término): siempre que se encuentra en una situación de conflicto, a la noche le sobrevienen unos cólicos fortísimos o, en el curso del día, unas migrañas igualmente intensas. El análi­ sis de la problemática de Elisabeth y de su relación trasferen-, eial no tienen sitio en estas páginas; sólo se trata de delinear las circunstancias en que se produjo el «acontecimiento» que tan1 profundamente marcó su trayecto identificatorio. Su naci­ miento coincidió con la aparición en la madre de una «fatiga» (es así como la designan en el medio familiar) que le hizo perder todo interés por su marido y los demás hijos, y la movió a dedi­ carse con exclusividad a su bebé recién nacido. Esa fatiga se habría de trasform ar, cuando Elisabeth tenía tres años, en una «anemia» que exigió una hospitalización de aproximadamente un año.12 Durante ese período, según los dichos de Elisabeth confirmados por el recuerdo que conservan sus hermanas ma­ yores, el padre se convirtió en el objeto de un investimiento masivo: estallaba en sollozos cuando él se iba, se negaba a co­ m er hasta que él volviera a la casa, le hacía pequeños dibujos que le dejaba sobre la mesita de noche. Elisabeth no conserva ningún recuerdo de lo ocurrido cuando la madre regresó al ho­ gar: sólo le acude una imagen, ella y su madre en un jardín, la m adre recoge m argaritas para hacerle un ramillete. Cinco años y medio tiene, más o menos, cuando su madre muere repenti- i namente una noche: el diagnóstico es infarto. Sin que Elisa- ; beth sea capaz de-precisar si «alguien» habló del asunto en e l: ^ Elisabeth no tiene una idea clara sobre lo que motivé la hospitalización ' de su madre. El discurso del padre sobre esto es muy vago, no le gusta hablar del asunto y siempre ha recibido mal la menor pregunta. ■

medio familiar, desde ese momento y todavía hoy se ha pre­ guntado y se pregunta si la.madre no se suicidó. Pero ¿por qué causa? No atina a averiguarlo y reconoce fácilmente que el re­ cuerdo que ella y sus hermanas conservan de lá pareja paren­ tal no justifica en nada semejante hipótesis. Ningún draipa, ni particular preocupación, ni tensión alguna habían singulariza­ do el período trascurrido entre el regreso de la madre y su muerte. Paso ahora al episodio ocurrido inmediatamente después de la m uerte de la madre y que imposibilitó a Elisabeth lograr su trabajo de duelo, pero en el entendimiento de que tampoco en este caso yo puedo afirmar que en ausencia de ese aconteci­ miento las cosas habrían sido diferentes. En ese duelo que se abatió sobre ella tan bruscamente, Eli­ sabeth niña ve la prueba de que toda muerte es un asesinato, sí, pero ¿quién es el asesino? ¿la madre que se mata? ¿otro? Asiste al sepelio con sus dos hermanas; de regreso a casa, se enzarzan en una disputa. El padre no soporta sus gritos, viene al cuarto para hacer que se .'callen y las hermanas acusan a Elisabeth de ya no sabe qué desaguisado. El padre furioso le ' da una bofetada y le grita: «Has matado a tu madre desde tu nacimiento, desde que has nacido le has impedido vivir, ya no se ocupó más ni de mí ni de sus otras hijas, sólo existías tú, tus . mamadas, tus pañales, tu sueño, tú no quieres a nadie». Elisabeth escucha alelada esta parrafada y se desvanece. Cuando recobra el sentido, su padre había salido del cuarto y es su hermana mayor la que tra ta de consolarla. Todavía hoy, Elisabeth reformula palabra por palabra esta parrafada del pa­ dre, respetando su sintaxis y su entonación, como si repitiera en eco unas palabras que estuviera en vías de comprender. E n el momento en que Elisabeth se debate con el duelo que la priva de su madre, en que sin duda se reactivan en su incon­ ciente todo un conjunto de representaciones y de afectos liga­ dos a su madre (la agresividad- que debió de experimentar cuando ella la primera vez desapareció para internarse en el hospital, la cúlpa que debió de producirle la «traición» que la llevó a trasferir sobre el padre el amor que testimoniaba a la madre, a esperar de él la protección, los cuidados que la madre ya no le prodigaba); en ese momento, pues, fue cuando el dis­ curso del padre la prendió en la posición de matadora de la madre: identificado no asumible, que pone al yo frente a la imposibilidad de seguir siendo, como lo prueba el desvaneci­ miento. Cuando Elisabeth vuelve en sí, en la organización de

sus indicadores identificatorios se produce un movimiento que creo tan brusco como el que lo precedió, y que los había hecho vacilar en su totalidad: la acusación pronunciada por el padre se convierte en la prueba evidente de que se la puede acusar de un «asesinato» que sin duda se ha producido (el suicidio), pero del que ella es inocente, cuando al mismo tiempo le prohíben interrogarse sobre quién pudo ser su autor. El padre pasa a ocupar el puesto del que sólo tolera la vida de sus hijas a condi­ ción de que respeten ese silencio impuesto: lo que ella traduce, por lo que a ella toca, como una orden que recae sobre cual­ quier demanda de amor que pudiera formular. Cada vez que ese silencio es roto, el prohibidor se trasforma en perseguidor; se convierte en el que te acusa, sin dejarte la menor posibilidad de disculpa ni de demanda, salvo que des­ truyeras a aquel a quien se dirigen tus quejas, tus demandas y tus amores. A aquella acusación, Elisabeth la vuelve a oír cada vez que estalla un conflicto, en una relación particularmente investida, entre ella y otro, hombre o mujer, amante o colega de trabajo. Todo conflicto agudo es vivido por ella como una situación que la pone frente a la injusticia, a la hostilidad, y aun al odio de que la hacen objeto; entonces las manifestacio­ nes somáticas que aparecen son, conjugadamente, el castigo que ella se inflige, la prueba del poder de ese deseo mortífero del otro. Pero cuando cuida su cuerpo, cuando lo preserva de todo o con el exterior y pasa las noches con una bolsa de agua caliente sobre su vientre y horas enteras poniéndose com­ presas en la frente cuando sufre las migrañas, intenta al mismo tiempo volver a ser para su cuerpo esa madre «cuidadora» que tuvo hasta los tres años. Ni Serge ni Elisabeth se han volcado a una problemática psicótica: cada vez que la sombra del perseguidor se proyecta sobre el destinatario de sus demandas, sobre el apoyo de su investimiento, no se identifican con la imagen del perseguido según la encontramos en la psicosis. Ha quedado a su alcance otra respuesta, una respuesta doble: a. E nfrentar al otro con un sufrimiento psíquico o físico, que les ha de probar el carácter ilegal y condenable que ejerce en detrim ento de ellos; b. dem andar de mecanismos depresivos reparar la repre­ sentación que el otro les envía del niño que fueron, lo que les perm ite justificar por medio de «acontecimientos» cuyarealidad no puede ser discutida los sentimientos de agresividad, de

odio, que signaron de manera conciente su relación con el pa­ dre (esto, en los dos casos a que me he referido; en otros casos, con otros soportes proyectivos). Si de un salto pasamos de la infancia a la' edad adulta, y sin tener que recurrir al menor fenómeno patológico, comproba­ mos que a todo sujeto enfrentado a ciertas situaciones le puede suceder que se esboce en el horizonte de su vivenciar el miedo —irracional, podrá agregar él mismo con posterioridad— no de ser devorado en el sentido canibálico del término, sino de ser desposeído de un «bien» que considera vital, de ser perse­ guido por la violencia, la avidez, el vampirismo del enemigo, conocido o anónimo, con que ha tenido la desgracia de trope­ zar. Vivenciar que atestigua el retom o puntual de una angustia orál, perseguidora, que, como el análisis lo prueba, es parte integrante de las experiencias de cada quien. Pero vivenciar puntual porque, salvo experiencias límites o perturbaciones psicopatológicas, el yo conserva la posibilidad de re-flexionar ese vivenciar, de tomar el mínimo de distancia que le permita llevar a cabo el trabajo de diferenciación que habrá de separar a las dos situaciones y a los dos vivenciares emocionales (lo experimentado en un pasado lejano y lo experimentado actual). E n el curso de un análisis nos sucede encontramos con reac­ ciones afectivas que nos inquietan tanto por el exceso de an­ gustia, de agresión o de pasión que expresan, cuanto por nues­ tra dificultad en comprender las causas de su desencadena­ miento imprevisto. Las más de las veces el analista, en sus interpretaciones, apelará a lo que pudo conocer o imaginar so­ bre los fantasmas soterrados. Apelación justificada e interpre­ taciones pertinentes, salvo cuando esas reacciones dependen de la excesiva similitud presente entre una experiencia relaeional (trasfereñcial o no) que el sujeto vive actualmente, y aque­ lla experiencia del pasado, responsable de la interpenetración en que había acabado. En este caso sería vano creer que traer a la luz un fantasma que se supone reprimido habrá de permitir al sujeto modificar su vivencia. Aquí no es ya lo reprimido lo que está en juego, sino la presencia de una representación fántasmática que se ha vuelto no reprimible a causa de su íntimo entretejimiento con un enunciado identificatorio. Nuestra ta­ rea consistirá, cuando es posible, en reencontrar ese «acciden­ te» que golpeó a la psique infantil, y cuando no lo es, en propo­ ner una hipótesis. Con este proceder el analista confirma a su asociado que efectivamente ese vivenciar que él padece, que ló

invade, que pone en peligro el funcionamiento de su yo no es reductible, como a menudo se lo han reprochado, a las solas consecuencias de una proyección fantasmática. Porque ese re­ proche confirmaba la escasa confianza que podía conceder a su pensamiento y aun, en el límite, a los testimonios de su propia sensorialidad y de su memoria. Si en el caso de Elisabeth y de Serge dos acontecimientos objetivos dan razón del exceso de emoción, de afecto, operante en el sujeto en el momento de su encuentro con el enunciado identificante; si la elección de estos dos ejemplos me ha permitido ilustrar mejor mi hipótesis, otros «acontecimientos psíquicos» —de que el sujeto acaso no conserva recuerdo alguno— pueden estar en la Siente.de una misma irrupción de afecto y desembocar en idéntica fijación de un enunciado identificante. Philippe y Odette mostrarán las consecuencias extremas que pueden producir ciertos encuentros entre la representación fantasmática de la realidad y los trabajos que esta nos impone.

Primera parte. Historias llenas de silencio y de furor

1. Philippe, o una infancia sin historia

A. E l marco de los primeros encuentros Exponer la relación en que he entrado desde hace más o menos un año con aquel a quien llamo Philippe constituye lo esencial de la Primera parte de este libro. E sta relación se de­ senvolvió en dos tiempos y en dos lugares, que obedecían a dos perspectivas terapéuticas. Los últimos siete meses he visto a Philippe en mi domicilio, en un marco elegido con la esperanza de instalar las condicio­ nes necesarias para un trabajo analítico y para que la interpre­ tación pueda alcanzar sus objetivos. Los primeros tres meses entrevisté a Philippe en el servicio hospitalario, en presencia de un grupo de terapeutas. Antes de abordar su historia y mis interrogantes, quiero exponer la par­ ticularidad del marco en que se desarrollaron los primeros en­ cuentros y la perspectiva desde la cual se lo eligió. Veinticinco años de trabajo en instituciones psiquiátricas me han proporcionado el tiempo necesario para tomar conciencia de la complejidad de los problemas planteados por la relación análisis-institución, de la dificultad de encontrar respuestas que resistan la prueba del tiempo. Convencida yo de que siem­ pre conviene elegir la tarea más conforme a la propia forma­ ción e inclinación, durante muchos años dediqué la mayor par­ te de mi tiempo a un trabajo analítico en el sentido clásico del término. Los pacientes a quienes asistía en entrevistas indi­ viduales estaban hospitalizados, o bien después de haber sido dados de alta venían a visitarme a las horas previstas-para su sesión. Las modificaciones metodológicas no eran diferentes de las que impone el análisis de la psicosis, se atienda al sujeto en una institución o en el consultorio particular. Sin ignorar ni subestimar las especiales dificultades que suscita el hecho de que el sujeto en análisis resida en una institución, sigo creyen­ do posible esta forma de trabajo analítico, pero sólo si el analis­ ta es capaz de respetar estas tres condiciones.

1. No hacer suyo el error del profano para quien general­ m ente la etiqueta de «loco» abarca un conjunto de sujetos in­ tercambiables, lo que lleva a entender los términos de «esqui­ zofrenia», «paranoia» o «delirante» como definiciones exhaus­ tivas que se pudieran aplicar a conjuntos cuyos elementos ha­ brían perdido todo carácter singular. Ni el sujeto, ni los even­ tuales resultados del itinerario terapéutico que se le propone son reductibles a su sintomatología. 2. Saber que tomar a su cargo una relación analítica en el marco institucional sólo es posible si el analista le puede dedi­ car una parte considerable de su tiempo. 3. No olvidar que uno de los más graves problemas que trae la institución —con analista o sin él— es la repercusión de todo conflicto institucional sobre el vivenciar de los sujetos que en ella se asisten. Inevitable repetición de un papel que ellos conocen a las mil maravillas porque fue el que tuvieron du­ rante toda su infancia. El trabajo analítico no se puede lle­ var adelante contra el resto del equipo asistencial (sea ese «contra» manifiesto o latente), y tampoco con él, si por esto se. entiende, como a veces sucede, que el analista podría propor­ cionar a los del equipo los medios de tpásformarse en intérpretes de la institución, de los que se asisten, así como de los que trabajan en ella (incluidos estos intérpretes nuevos). E l secreto de lo dicho en sesión se impone en una institución, como afuera. Por experiencia sé que hay casos en que es impo­ sible no comunicar nada al equipo de un peligró que uno pre­ siente, o del que uno ha sido informado expresamente: esta trasgresión de nuestro código deontológico sólo se justifica en circunstancias particulares, en verdad no tan frecuentes como se dice. Pero el analista no puede tampoco, a nombre de su saber y de su deontología, encerrarse en una torre de marfil. Aun es al contrario: tiene que conseguir situarse en una posi­ ción que le perm ita participar en los problemas con que se en­ cuentra el conjunto del equipo asistencial y en los proyectos terapéuticos que este procura llevar a cabo; encontrar esa po­ sición es uná tarea muy ardua. E s ta preocupación nunca estuvo ausente de mi ánimo. Pero desde el mismo momento eri que, por diversas razones, debí reducir mi presencia en la institución, renuncié también a se­ guir pacientes en análisis y me interrogué de manera cada vez más acuciante sobre la forma que podía cobrar una colabora­ ción. Pregunta que habría quedado sin respuesta si no hubiera

tenido el privilegio de intercambiar experiencias, conocimien­ tos, opciones, con los que tuvieron la buena disposición de inte­ rrogarse conmigo; la diversidad de su formación y de sus funcio­ nes en el servicio asistencial demostró ser casi siempre un fac­ tor positivo. Nada diré de las etapas que en el curso de un largo camino llevaron a privilegiar sucesivamente tal o. (Sikl forma de colaboración entre el analista (yo misma, para el ca­ so), los demás asistentes (analizados o no analizados) y el pa­ ciente: nada diré, aunque tengo el convencimiento de que sería muy enriquecedór para mí, y acaso para otros, traer a la luz las modificaciones que esa posibilidad de intercambios aportó al pequeño fragmento del espacio institucional que es el servicio donde trabajo, y al ínfimo fragmento del campo analítico que es mi propio campo de experiencia. Me circunscribiré a describir el marco en que se desarrolló mi trabajo en el servicio durante un tiempo, y a exponer las perspectivas terapéuticas que lo justifican. En ese marco, pre­ cisamente, traté a Philippe durante tres meses. El analista no apelará nunca a un modelo metodológico que considera contradictorio con el que preside el conjunto de su práctica. Las hipótesis teóricas que en tal o. cual situación pue­ den llevarlo a privilegiar un abordaje terapéutico nuevo debe­ rán ser parte, o deducirse, de las que a sus ojos confieren jus­ tificación al método analítico en su totalidad. El papel que me toca en la opción adoptada de común acuer­ do con los demás del equipo es una consecuencia di­ recta de la importancia que concedo a lo que dice, a lo que enseña y a lo que oculta el discurso parental en los primeros años de la vida; a la interpretación que de él se habrá de dar el niño, y a las gravísimas consecuencias que puede traer una prohibición masiva que afecte al trabajo y la búsqueda del pe­ queño intérprete. De ahí el interés para el sujeto, para los que en papeles diversos se ocupan de él más particularmente en el servido asistendal, y para mí misma, de tener la posibilidad de volver a oír ese discurso, m u y modificado desde luego; de ser testigos de una re-presentación viva y hablada de lo que el sujeto repite y proyecta sobre el espacio institucional y sobre quienes ahí lo frecuentan. Desde luego que no hay que subestimar lo que puede apor­ ta r el conocimiento analítico, pero tampoco lo que la experien­ cia aporta a los que durante años se han ocupado de psicóticos: es evidente que mi escucha, las preguntas que h^go al sujeto y

a los padres reflejan mis presupuestos teóricos, pero nunea sentí el afán de entregarm e a un ejercicio de vulgarización ana­ lítica para hacer patente a los médicos no analistas y a los asis­ tentes el esclarecimiento que podían aportarles esas reunio­ nes, acerca de los conflictos operantes en el sujeto. Promover en el personal asistencial una mejor comprensión de la proble­ mática de aquellos a quienes toman a su cargo forma parte, en mi caso, de un proyecto terapéutico en que el afán didáctico tiene muy poca cabida. Pero la presencia de los padres én esos encuentros persigue además un segundo objetivo. La escucha que se les propone, el interés que perciben hacen que en ciertos casos, si bien es cier­ to que son los menos, una limitada cantidad de entrevistas les perm itan no desde luego modificar en lo esencial su relación con el hijo, pero sí hacerles entender el papel que desempeña un real sufrimiento psíquico allí donde sólo veían lá manifesta­ ción de una agresividad, de un deseo de angustiarlos, de un rehusamiento de todo acuerdo. De igual modo creo posible, en otros casos, llevarlos si no a que superen, al menos pongan en duda su convicción sobre el carácter orgánico, hereditario y por lo tanto eterno de la patología de su hijo o hija. Sucede también que en el curso de esas entrevistas un acon­ tecimiento acuda de repente a la memoria de los padres; la resp u e sta del sujeto y la sorpresa de ellos al enterarse de cómo lo vivió pueden permitir, siquiera por un instante, que una verdad circule por su recíproca relación afectiva. Esos logros, harto magros, tienen empero su valor cuando uno sabe que buena parte de los sujetos hospitalizados habrán de volver al seno de su familia al egresar. Por conflictual que sea esta relación, los dé su fahiilia son en muchos casos para el psicótico los únicos apoyos relaciónales de que dispone. Las posibilidades que el sujeto tiene de no hacerse rehospitalizar a menudo son función de los vínculos que pudo conservar con cierto médico, enfermero, analista, a quien ha­ brá de volver a ver, sea para liberarse de un exceso de angus­ tia, o para asegurarse de que toda la relación no está condena­ da a desaparecer. Y la relación positiva o negativa que el me­ dio familiar establezca con el servicio asistencial desempeñará un papel, aunque lio sea el esencial, en la posibilidad o la inte­ rrupción de aquel vínculo. Me parece útil, cuando es posible (lo que desdichadamente no siempre ocurre), valorizar la función «terapéutica» que puede tener la comprensión de ellos, su to­ lerancia, su posibilidad de ser menos angustiados, menos pesi­

mistas. Si en el caso de ciertas parejas, entre ellas los padres de Philippe, estoy convencida de que lo mejor para el sujeto sería romper toda relación, y que es vano esperar que renun­ cien a su obra de demolición, en otros casos es posible una suerte de «alianza terapéutica», a condición, desde luego, que incluya el acuerdo y la participación del propio siyeto. E n la exposición del historial de Philippe se advertirá mejor lo que pueden ofrecer esos encuentros, pero también se podrán sopesar todos sus límites. Y en primer lugar porque, al menos en mi espíritu, es inconcebible ejercer en público un trabajo de psicotérapeuta. Desempeñar esta función exige la presencia de una relación (se la llame, según las escuelas, trasferendal u objetal; poco importa) privilegiada, cuya condición es que uno se proponga como soporte de un investimiento igualmente pri­ vilegiado y garantice al interlocutor una libertad de palabra que sólo es posible si uno está liberado de todo rol de poder, de decisión frente al resto del servido asistendal y de la is­ tración. Además, interpretar conlleva traer a la luz ciertos fan­ tasmas, deseos inconcientes, que (si itimos, lo que me pa­ rece muy dudoso, que esas condidones de encuentro nos dejen los medios de hacerlo) uno no tiene derecho de exponer delante de otros. E l respeto por la vida psíquica es lo menos que se nos puede exigir. Me abstengo entonces de toda actividad in­ terpretativa en el sentido propio del término, en los encuen­ tros de este tipo. Y si creo sin embargo que pueden tener para el sujeto un efecto positivo, desempeñar un papel en un pro­ yecto terapéutico, es porque me permiten proponer una escu­ cha que prueba al sujeto (y a los demás participantes) que su discurso merece ser oído y que si sus construcdones delirantes no pueden ser compartidas no es porque carezcan de sentido, sino porque ese sentido permanece oculto para los interlocuto, res. Quiero decir expresamente que si en ciertos encuentros con los padres la presenda fugitiva de palabras que por una vez son conformes al vivendar afectivo puede hacer esperar que su relación se movilice, este tipo de abordaje no es, ni pretende ser, un subproducto ni —menos todavía— un equiva­ lente del conjunto de métodos que son designados con los tér­ minos de psicoterapia familiar o psicoterapia sistémica. Por reducidos que sean los benefidos terapéuticos que se pueden esperar de estos encuentros, estoy convencida de su utilidad, tanto más porque sabemos cuán desarmados estamos frente a la psicosis. Pero es honesto agregar que en esa opdón también intervino mi interés teórico.

Lo que pude oír, ver, comprender en el discurso y el com­ portam iento de ciertas parejas en presencia de su hijo no sola­ m ente me ha enseñado mucho acerca de la problemática de este niño, Bino que, en otras ocasiones, me ha esclarecido sobre esoí otros «niños» con cuyos progenitores'nunca habré de reunirme. Escuchemos ahora a Philippe y su historia.

B. Las cuatro versiones de la historia de Philippe Cuatro versiones: o. La de Philippe, quien es su protagonista y su autor. Ver­ sión que reconstruye una historia con arreglo a una causalidad delirante, que liga la totalidad de los acontecimientos pasados, presentes, y los de un futuro ya previsto por Philippe, con una causa situada fuera del tiempo y fuera de la realidad. Merced a lo cual se produce esa indiferendadón temporal que es propia del delirio. E n el caso de Philippe, como es frecuente en la esquizofrenia, esta versión está al servido de un segundó obje­ tivo: hacer inocentes a los dos progenitores de toda responsa­ bilidad por su destino psíquico; b. la que me propordonaron los padres en las dnco entre­ vistas que con ellos tuve. Versión que pretende ser conforme a la que propondría cualquier testigo objetivo de la infancia de Philippe, versión que ignora y niega el papel que ellos desem­ peñaron; c. la mía, que se elabora y se modifica al hilo de mi escucha. Resultado «espontáneo» de esa actividad de teorización flotan­ te que es propia del pensamiento del analista, versión para «uso personal» que articula una serie de hipótesis interpreta­ tivas que parten de los acontecimientos de que hablan los rela­ to s de Philippe y de sus padres; d. por último, la cuarta, que apenas se esboza: la que Phi­ lippe y yo empezamos a escribir juntos. Si las versiones de Philippe y de b u s padres fuexpn escritas mucho antes de nuestras reuniones, en el momento de su formuladón serán modificadas pardalmente por las respuestas y

las reacciones que cada uno de los «narradores» teme y espera suscitar en el otro, y en ese tercer oyente que soy yo. E n cuanto a la tercera versión, la mía, su composición es más singular: el primer eBbozo, que acompaña a mi escucha de las otras dos, se irá corrigiendo a lo largo de eBaB entrevistas en razón de los elementos nuevos que sus autores me habrán de aportar. La forma definitiva de esta versión diferirá según la continuación que tengan o no las reuniones. Si no desembo­ can en el establecimiento de una relación analítica, la última coincidirá con la construcción definitiva de una versión hipoté­ tica acerca de las consecuencias de una historia infantil sobre el vivenciar actual de un sujeto. Versión hipotética que pasará a situarse entre otras, permanecerá en mi memoria para consti­ tu ir ese «capital» de relatos oídos y de hipótesis deducidas del que me abasteceré para encontrar los materiales que me per­ mitan hacer avanzar mis interrogaciones teóricas y facilitar mi escucha. Si las reuniones se trasforman en sesiones, aquella versión que las había precedido servirá a un objetivo particu­ lar. El trabajo de redacción de una historia nueva habrá, de encontrar sus máteriales en lo que se diga en las sesiones, de la prim era a la última. E sta elaboración nueva no puede que­ dar sujeta a párrafos ya escritos, que sólo coartarían la libertad que es imprescindible a los dos autores. Más no por ello la pri­ m era versión será excluida de mi memoria. No me proporcio­ nará directamente los materiales de lo que se escriba, párrafo por párrafo, con tachaduras y agregados que se sucederán has­ ta el final de la relación, pero me aportará elementos que me ayudarán a formular interpretaciones en virtud de las cuales se pueda hacer, entre el discurso del sujeto y el mío, ese tra­ bajo de ligazón, ese compartir conocimientos cuyo resultado habrá de ser la cuarta versión, que es la obra y el objetivo del trabajo analítico.

La versión de Philippe Una ambulancia espera a Philippe al descenso del avión: el consulado francés de Lima había solicitado su repatriación sa­ nitaria por razones psiquiátricas. Lo veo en el servicio asisten­ cia! dos días después que ingresó. E s un joven de veintiocho años, muy bien parecido y, en contraposición al descalabro físi­ co y de vestimenta de que habla el informe del consulado, pre­

senta un aspecto muy cuidado. Visiblemente está contento con la entrevista que le han propuesto. Desde que entra y me lo presentan, me estrecha la mano agraciándome con una cálida sonrisa. D urante toda la entrevista, de ima hora y cuarto más o menos, soy su interlocutor privilegiádo. Al revés de lo co­ rriente, no aprovecha la presencia de los otros terapeutas para plantear problemas de servido, solicitar permisos 6 que lo den de alta. Desde el comienzo instaura un clima de confianza y de sim patía al que soy sensible. Tiene la mirada vivaz, un rostro muy expresivo. E s evidente que no se siente en la situación de un cobayo de quien yo explorara las reacdones, ni tampoco en la de un actor de quien yo irara, junto con los demás, el desempeño, sino en la de un sujeto que, con padencia y convic­ ción, tra ta de explicar y de hacer que se comprenda su versión de los hechos. Si no tiene la seguridad de que yo consiga en­ tenderlo, no pone en duda mi buena fe ni mi buena voluntad. No me es fácil —todo analista que trabaje en una institución lo comprenderá— explicar, dertas reacciones inmediatas que ex­ perimento frente a la mirada dé los pacientes que entrevisto. C iertas miradas me dejan con la sensación de que tras la forta­ leza delirante se oculta un pequeño personaje separado del car­ celero que custodia la fortaleza, carcelero cuyas órdenes res­ peta a la espera de encontrar en el exterior un cómplice que lo ayude a escapar. En otros casos no leo en la mirada más que la aflicción, el dramático silencio de un sujeto condenado a ser por el resto de sus días su propio carcelero. Pero es honesto agregar que en los casos en que estas reuniones desembocan en una relación terapéutica, la experienda me ha enseñado que no siem pre se confirman mis primeras impresiones. Habrá comprendido el lector que la mirada de Philippe forma parte de estas. Aunque su discurso sé centra casi enteramente en su expériencia delirante, y sin que se manifieste ningún asomo de crí­ tica, toda la entrevista hace pensar (o me hace pensar) en la reunión de dos sujetos que juntos se empeñarán en descubrir las causas enigmáticas de la experienda catastrófica vivida por uno de ellos. La analogía que acudió a mi espíritu fue el com­ portamiento de un enfermo presa de un fuerte sufrimiento fí­ sico: en ciertos casos el enfermo no es más que ese grito, esa queja que da voz a su sufrimiento. En otros casos, con ún sufri­ miento no menos intenso, el sujeto conserva la capaddad de hablar sobre este, de explicar sus efectos y de interrogarse sobre las causas a que obedece. Tras estrecharme la mano,

Philippe se sienta frente a mi y, antes que le haga pregunta alguna, toma la palabra:1 E l: P artí al Perú como para asistir a una cita con la muerte. La m uerte tiene una relación muy-íntima con el amor, en las dos lenguas, el francés y el español, y por eso han creído que yo estaba loco, me han hecho pasar por loco. Yo: ¿Quién creyó que usted estaba loco? El: Todo el mundo. Cuando dije que era víctima de aconteci­ mientos sobrenaturales relacionados con la magia negra. Ade­ más, m e dejé robar mi pasaporte, y ella (se trata de la respon­ sable del consulado de Francia en Lim a)z hacía pasar a todo el mundo antes que a m í. . . Yo dormía en los bancos, frente al consulado. Ella no quería, yo no tenía qué comer. Todo eso a causa de la magia negra. Yo: ¿A qué llama usted magia negra? E l: E s una magia que es utilizada de manera mala. Pero, sabe usted, durante mucho tiempo ha sido utilizada de manera bue­ na por los ses (queda'silencioso). La Segunda Guerra Mundial no ha term inado. . . La magia utiliza los cabellos y ciertos hechizos. . . La alquimia es la cocina de los dioses. Ellos creen que hacen eso para hacer el bien. Yo he pasado por situa­ ciones que me han quebrado la cabeza. Me advirtieron telepá­ ticamente de ello por medio de somdos tan agudos que nadie más los. podía oír. E n Perú viví momentos que mi padre ya me había contado. Creía que mi padre sabía, pero eso no es ver­ dad, no sabe nada. Los alemanes capturaron el libro durante la Segunda Guerra Mundial en la Ciudad de los Dioses. (Silen­ cio.) Lo que he vivido allá. . . luces, dibujos en el cielo, los bos­ ques hablaban por medio de esós somdos, era mi lenguaje rudi­ mentario, pero yo no lo podía comprender porque soy bretón. Los bretones brotan del árbol de vida, además, es bien sabido, tienen cabeza de madera, son cabeza dura. Usted sabe, no se les puede hacer creer cualquier cosa. La realidad . .. Hay otra, muy diferente, se dice que es sobrenatural. Eso nó es verdad, élla es la realidad del mundo, siempre lo supe. 1 E n el curso de la entrevista uno dé los participantes tomó notas, forzo­ samente parciales, pero que respetaban la literalidad del discurso de Philippe. Por mi parte, despuéB de algunas entrevistas dicté al magnetófono pasajes que me habían impresionado'én particular, cuya sintaxis he respetado. 2 E s muy raro que yo.lea el contenido de los historiales de los sujetos a quienes atiendo: m e informé del .de Philippe en el momento de escribir este texto, más para mis lectores que para mí.

Yo: ¿Desde qué edad se ha interrogado usted sobre la realidad del mundo? E l: Muy pronto; he estudiado mucho el tiempo, el tiempo como toda cosa es circular, la luna gira en tom ó de la tierra, la tierra en tom o del sol, Pero tiene que haber un medio de ir más lejos, de obtener otro mundo, de obtener otro cuerpo. Allá me pidie­ ron la brújula de mi padre. A mi prim era pregunta sobre los recuerdos que conserva de su infancia, responde: E l: He tenido una infancia maravillosa, maravillosa. Quizás era demasiado soñador. Yo tenía muchos recuerdos de infan­ cia, pero me los retiraron de la cabeza en Pucallpa. A llá ... me abrieron la cabeza. Querían quitarme un secreto que esta­ ba adentro. Yo no tengo secretos, quizá porque soy un rey bretón. No me acuerdo de nada, he sido desintegrado. Se detiene un instante y, visiblemente muy conmovido, agrega: E l: Hay una foto de mis padres cuando estaban en Africa, don­ de yo nací. Mi padre, en esa foto, tiene por el hombro a un mo­ no llamado uistití, que murió un año después. Mi padre quería mucho a ese mono. Murió cuando yo tenía un año. Sorprendida por su emoción, le pregunto cuándo vio por pri­ m era vez esa foto. Su respuesta es muy confusa: fechas, imá­ genes, recuerdos se embrollan. Desfilan la foto de un «loro verde», una brújula y un faro que dice haber visto en Bretaña, también negros de Africa, gente que ha conocido en Lima y aconterimiéntos qué habrían ocurrido en una comarca del Perú adonde en realidad nunca ha ido, pero adonde habría debido ir en lugar de dirigirse a Pucallpa, cuando las voces exigieron que fuera a Pucallpa. . . Escuchándolo no logro aprehender ni el tiempo ni el lugar en que a su entender se habrían desa­ rrollado esos acontecimientos, ni por otra parte comprender el hilo asociativo seguido por su pensamiento. Philippe se da cuenta, y señala: «Todo eso es demasiado complicado para ex­ plicarlo, aun para mí. E n tre el pensamiento y la palabra...» (aquí sigue un discurso muy enredado sobre un tema que des­ pués retom aría a menudo: la no concordancia entre la veloci­ dad del pensamiento y la velocidad de la palabra).

Reanuda con un tiempo mítico que ha sido perturbado por un cataclismo universal; es una suerte de explosión planetaria de la que parece haber nacido nuestro mundo, pero mientras habla ya no se conoce si esta catástrofe se produjo en el origen de nuestro planeta, si fue lo que vivió en Pucallpa o, aun, sería algo a suceder en el futuro. En el curso de lá entrevistó se hablará también de un extraño panteón de los dioses en que se codean Jesucristo, Yahvé, dioses aztecas y santos del paraíso cristiano. Y eB justamente en ese momento cuando por prime­ ra vez habla de un «cacto llamado San Pedro», nombre que asocia con el Banto que posee las llaves del Paraíso, y cacto al que hace responsable de b u experiencia de desintegración de sus huesos y de sus pensamientos: E l: E stá Satán, y está San Pedro. San Pedro posee las llaves del Paraíso. Satán es el que espera. Yo también esperaba, ya no tenía llaves. Pero entonces.comí de un cacto y me encontré en un centró de desintegración dé los huesos humanos. Nada de eso es explicable por la ciencia; nada es explicable. El tiem­ po, que es circular, yo, que soy e l primer hom bre. . . Sabe us­ ted, mi padre se interesa enormemente por las leyes, pero es demasiado tarde para que las estudie verdaderamente. Pero tenía un interés particular por las le y e B . Le voy a dar la prue­ ba: cuando tenía escrita una carta, era necesario que la despa­ chara. Un rey bretón nunca debe quebrarse la cabeza, nunca debe tener un accidente. F rente a ese discurso qüe me resulta harto misterioso, apro­ vecho un momento de silencio para preguntarle si ha tenido ün accidente. Me informa entonces que un año antes de su partida al Perú tuvo un gravísimo accidente de automóvil (volveré so­ bre esto), y con estos términos describe el momento en que salió de un coma que había durado tres m e s e B : E l: Experim enté sobre todo un sentimiento de asombro. Cuan­ do abrí los ojos mis padres estaban ahí, yo estaba así (abre ojos y manos para expresar un sentimiento de sorpresa total, pero también, yo diría, de total desposeimiento). Y enseguida agrega: E l: E se accidente no fiie importante; cuando digo que un rey bretón no debe tener accidentes me refiero al que viví en Perú,

en Pucallpa he sido desintegrado. . . Dios es alguien muy ex­ traño, sabe usted. E n realidad, a veces es un hombre, a veces no, pero otras fuerzas obran contra él, ahora no puede actuar más, no puede hacerme hacer progresos. Allá, en el Perú, tuve un agujero en el tobillo, un agujero que se agrandaba, se agran­ daba, como el agujero de adentro de mi cabeza, alguien me desarticulaba los huesos de la muñeca, querían quitarme algo, un secreto que yo tenía en el interior. E n el curso de esta entrevista, Philippe suspende a veces la descripción de lo que ha vivido para tra tar de explicarme, pero en realidad de explicarse, qué propósito acaso pudieron perse­ guir esas «voces» que constantemente exigían que se matara dando «un salto hacia atrás con mi cabeza, no, con mi cuerpo, que ningún hombre podría dar». E l propósito atribuido a esas voces permanece para él, y durante todas las entrevistas que mantuvimos en el servicio asistencial lo seguiría siendo, visiblemente enigmático: ¿Ro­ barle un secreto oculto en su cabeza? Pero no tiene la menor idea sobre lo que pudiera ser ese secreto. El sacrificio de su vida, pero ¿para salvar a quién? ¿al mundo? Esto no es seguro. ¿A la unidad de su familia? Quizá. Pero mundo y familia no parecen destinados a un fin glorioso en virtud de ese sacrificio. E n el mundo nuevo al que hace breves referencias, sólo habrá vegetales y minerales. E sta visión del final de la especie hu­ mana es remplazada a veces por la de una especie nueva cuya descripción recurre a ideas confusas acerca de las civilizaciones americanas destruidas por la europea. Contrariamente a lo que se suele observar en la paranoia, Philippe busca con deses­ peración una finalidad que dé sentido a su sufrimiento y a las pruebas por las que ha debido pasar, pero habrá que esperar el comienzo de su psicoterapia para que se esboce una respuesta. Ahora citaré las réplicas con que terminó la primera entre­ vista. Philippe, para demostrarme la extensión de las persecu­ ciones padecidas, me describió todos los obstáculos opuestos a su repatriación; le pregunté entonces cómo había sido su reen­ cuentro con los padres, de regreso en París. E l: Mis padres me dijeron que pronto se mudarían de París, que ya no podrían ocuparse de mí y que yo debía olvidarme de todo eso. Ya lo quisiera, pero nunca podré olvidar. Haría falta que yo fuera allá, que muriera allá. Quizá después he de escri­

bir un libro. Me han hecho éncefalogramas, es un lástima que los encefalogramas sólo s e a n ... (Permanece silencioso.) Yo: Sólo sean ¿qué? El: Que sólo sean líneas, signos, gráficas, que no revelen lo que uno piensa. ' 1f Yo: ¿Qué diría el encefalograma si pudiera dar a conocer lo que usted piensa? El: M ostraría cómo reacciona mi cerebro. Ando a un metro cincuenta de la realidad, pero tengo conciencia de que todo lo que nos rodea es sólo una fabricación. Somos todos marione­ tas, entidades electro-biológicas creadas inútilmente. Por eso yo soy también Adán, y soy también Satán, el que no tiene padre. Le hago notar que Adán tuvo un creador. Philippe me agra­ d a con una sonrisa cómplice y agrega: «¿Usted cree7 Pero yo creo que Adán fue puesto en una maqueta microscópica para que se moviera, pero debajo de la maqueta hay imanes y él tiene que seguir sus movimientos: Por otra parte, somos todos robots». Se detiene, me mira y conduye en un tono de gran convencimiento: «Yo no he visto mi nacimiento, siempre he querido ver mi nacimiento, quiero ver mi muerte». Al término de la entrevista, el asistente del servido le pre­ gunta si está de acuerdo en que la semana próxima partidpen sus padres de la reunión. Philippe acepta ¡a condidón de que se tenga la seguridad de que esa visita no los ha de fatigar! E n la cita de estos pocos extractos de la primera entrevista he tratado sobre todo de exponer la imposibilidad, en el curso mismo de la reunión, de tomar la distanda indispensable para decodificar un discurso cuya riqueza y oscuridad, para mí que lo escuchaba, respondían a la diversidad de registros, de ele­ mentos, de asociadones, de recuerdos a que se refería. Tuve que esperar a la tercera entrevista para conocer, por ejemplo, que efectivamente había visto una foto del padre que tema por los hombros a un uistití, y para comprender la importanda dé esta foto y la carga emotiva que tenía para Philippe, mientras que en cambio nunca existió una foto del padre con un loro verde. Para ceñimos a este ejemplo, es muy posible que en el curso del análisis, si es que hay análisis, se descubra que no por azar fantaseó 2a presenda de un «loro verde» en una foto­ grafía que nunca existió; pero el hecho de haber percibido bas­ tan te pronto por qué produda tanta emoción en Philippe la foto del padre con el mono fue un elemento importante para mi

comprensión. E n mis primeras reuniones con un sujeto prisión: ñero de una problemática psicótica, mi átendón, por un entero período, es sobre todo el apoyo de la voz que habla: ignoro por,; completo cuál pueda sér mi expresión, lo que el sujeto perdbéj de ella, pero tengo en cambio concienda —casi diría que lo siento— de mi deseo de que el sujeto tenga la palabra, que: pueda hablar de lo que tan a menudo calla, y haga—no encuen­ tro otra expresión— la experienda de una relación de confían-j za. Cuando tengo el sentimiento de que ésta se ha estableado, el contenido de su discurso moviliza mis interrogaciones y me invita a retomarlo de manera reflexiva una vez terminada la entrevista. De este modo se van ordenando en mi pensamiento algunas primeras hipótesis. Desde esta primera entrevista, dertos temas que Philippe retom ará con la misma convicdón y sin la menor modificadón en los meses siguientes ilustran su construcción de la historia: historia de su infanda, historia de la especie humana, historia de su dram a actual. Con exclusión de mis hipótesis interpreta­ tivas, que expondré aparte, podemos resumir en tres párrafos los postulados de su versión histórica: 1. Su infanda ha sido maravillosa, sus padres lo hideron to­ do por él, pero de esa infancia no conserva recuerdo alguno, los que tenía se los retiraron de la cabeza en Pucallpa. Unica ex­ cepción: tre s acontecimientos que datan de sus tres-cuatrodnco años, dos de los cuales se refieren a experiencias de muer­ te (los términos son de Philippe). Philippe se rehúsa a itir la contradicción presente entre esas dos experiendas que em­ pero ha conservado en su memoria y la «felicidad, maravillosa» que habría signado su infanda. 2. Philippe, como miembro de la espede humana, comparte su destino. A este destino lo resume en una frase que, a modo de un leitmotiv, puntuará a todas las entrevistas: «Somos to­ dos robots». Más allá de los hombres y de los seres vivos en general, una fuerza, un dios, uno de los dioses, ha creado, sin que se sepa la razón, y probablemente si que él mismo lo sepa, un mundo de marionetas o de robots a los que ha instilado la ilusión de ser humanos. 3. Con respecto a su drama actual, todo se explica por la experienda vivida en Pucallpa y todo lleva a ella, por veces experienda sacrificial y por veces combate eontra las voces que lo condenaban a muerte, que exigían el sacrifído de su

vida. Philippe, según los momentos, o bien se acusa con vehe­ mencia de no haber aceptado ese sacrificio y descubre en ese acto de desobediencia las razones que justifican el hecho de que su vida no tenga ya sentido, que sólo pueda desembocar en prisión perpetua, en el hospital psiquiátrico o en otra p a r te o bien describe esta experiencia como una lucha contra ía muer­ te, combate que él habría querido ganar pero que ha perdido, aun si aparentemente ha quedado con vida. Si nos atenemos con exclusividad al discurso de Philippe du­ rante los primeros tres meses, lo veremos recurrir a esta mis­ ma construcción histórica y causal cada vez que quiere expli­ car y explicarse las «razones» que justifican su vivenciar pasa­ do, su presente y la inmutabilidad de su destino futuro.

La versión de los padres A los padres, cuando la primera reunión que tenemos, se los ve tensos y poco entusiastas del encuentro. Estoy convencida de que si aceptaron venir fue porque su próxima mudanza les daba la seguridad de que esas entrevistas no se podrían prolongar. Intento distender la atmósfera repitiéndoles lo que se les dijo cuando se los convocó: el deseo de que discutiendo juntos y en presencia de Philippe sus dificultades, se lo pudiera ayudar a salir de ellas. La madre se sienta frente a Philippe, el padre junto a ella, y coloca sobre sus rodillas un enorme cartapacio, de donde extraerá, cada vez que lo juzgue necesario, documen­ tos que confirman los dichos de su mujer (certificado médico, comprobante del servicio de seguridad social, certificado de invalidez, cartas de Philippe. . . ) . La madre tiene casi la exclu­ sividad de la palabra durante toda la entrevista. He aquí el comienzo: E l padre: Philippe es muy' bueno, es el accidente el que lo dejó así. La madre: EÍ cónsul nos trató de padres indignos. É s escan­ daloso. (E l consulado de L im a les había solicitado que remitieran u n pasaje de avión para el regreso de Philippe. Se rehusaron,

*

y el precio del pasaje se reunió en úna colecta entre los resi dentes ses.) Philippe: Mis padres no tienen nada que reprocharse. (Durante toda esta entrevista, con excepción de un recuerdo de infancia que más adelante retomaré, Philippe guarda si­ lencio y se lim ita aconfirm ar con enérgicos «Sí, es verdad» el discurso de sus padres.) L a madre: Nosotros no somos responsables de lo que le ocurre a Philippe. Mi marido es inválido de guerra, inválido total. El desdoblamiento de la personalidad (de Philippe) es responsa­ ble de todo. E s un disminuido grave. Hay que conocerlo como lo conocemos nosotros para comprenderlo. Destruye todo lo que él mismo hace bien. Cuando tuvo su gravísimo accidente, sufrió lesiones. Algo le ha quedado. Hace estupideces, ha ro­ bado automóviles.3 En cuanto a nosotros, se ha hecho todo lo que se pudo. Philippe: Mis padres tienen razón, ellos no son responsables del accidente, no les corresponde a ellos hacerse cargo de las secuelas. Yo: Nadie está aquí para juzgar nada; estamos tratando de comprender lo que ha ocurrido y lo que se puede hacer en in­ terés de Philippe y de ustedes. L a madre: Cuando se nos escribió del Perú, se nos dijo que él terna perturbaciones mentales, que estaba en un hospital psi­ quiátrico. Se recibió un télex solicitando su repatriación. Phi­ lippe ya no es beneficiario del seguro social, se supo cuando fíiimos convocados a consecuencia del robo del automóvil. E l padre: Philippe es un disminuido grave, no se puede desem­ peñar solo, necesita vigilancia permanente a causa de su doble personalidad que le juega malas pasadas. Provoca complicacio­ nes que después recaen sobre los demás, como el accidente de automóvil. L a madre: E s verdad. Hay que entender que Philippe no es beneficiario del seguro social. No se podía enviarle dinero a Lima, se lo habría dado a sus amigos. Además, a su regreso 3 Philippe nunca ha robado automóvil alguno, y elloB lo saben. Simple­ m ente dio alojamiento en b u cuarto a jóvenes marginales que «tomaron presta­ do* durante dos días el automóvil con que tuvieron el accidente.

tendría que responder por los cheques sin fondos que había librado antes de partir. Y Philippe no tiene dinero. Los dos insisten en el contratiempo que representa páraeÚos la pérdida por Philippe de su cobertura social y se empeñan en asegurar que no les corresponde pagar nada por los gastos de hospitalización de Philippe en el servicio. Pregunto después a los padres qué nos pueden decir sobre la infancia de Philippe. L a madre: Todo empezó cuando Philippe ingresó en la empre­ sa de correos y telecomunicaciones y tuvo malas compañías. Pidió una licencia de dos días a la que no tenía derecho. (No dicen que Philippe había tomado esa licencia para visitarlos a ellos.) Estaba al volante de un automóvil robado. (Philippe afirma que no era él quien conducía4 y que menos aún había robado ese automóvil.) Y fíie entonces cuando tuvo el acciden­ te. Hizo septicemia tras septicemia. Los médicos me dijeron: «Su hijo no puede ser salvado. Si vive quedará sordo, paralí­ tico, ciego». Por eso nos solicitaron que donáramos sus riño­ nes. No creían poder sacarlo del coma. En cuanto a nosotros, no lo podíamos decidir solos. Hubo reunión de familia para dis­ cutirlo con sus hermanas. (Hablan del asunto como si se trata­ ra de la venta de un automóvil.) Se decidió aceptar. Al día siguiente Philippe salió del coma. Pero, sabe usted, era como un nene de tres años. Hablaba como un bebé. Atrapaba todo con sus dedos. E ra muy, pero muy difícil. En cuanto a noso­ tros, se hacía lo que se podía. Después del trabajo se lo iba a ver al hospital. Después de eso, se lo envió a X, donde lo cui­ daron del punto de vista físico, pero no psíquicamente. Des­ pués nos lo enviaron a casa. Todo lo que padece son secuelas de ese accidente. Es un disminuido grave. Para comprender el efecto de este discurso, habría que po­ der comunicar el tono y la expresión de la madre. No contiene la menor referencia al sufrimiento padecido por su hijo, a lo que debió representar para él semejante prueba somática y psíquica. Ella describe bu comportamiento, a la salida del 4 Hay todas laB razones para creerle. Sin embargo, el padre, én contradic­ ción con b u comportamiento leguleyo, nunca puso en duda la acusación inter­ puesta por los otros dos compinches que evidentemente tenían todo el interés en aprovechar el coma de Philippe para librarse de cargos ellos. 5 E sto aparece escrito con todas las letras en el historial de aquella hos­ pitalización.

ma, como el de un niño caprichoso, indócil e incapaz de com prender lo fatigoso que es para los padres, después de su tra bajo, tener que pasarse dos o tres horas en el hospital par; ocuparse de él, para ayudarlo a comer, a orinar, a vestirse. Todavía más significativas son las cosas con respecto al añ< de reeducación que emprende Philippe una vez en casa: de est< no conservan pero ningún recuerdo, son incapaces dé decir s Philippe empezó a caminar solo o lo ayudaron, de explicar pct qué durante todo un año nunca exigieron un solo examen di control, tanto que en la segunda entrevista la propia madri preguntó a Philippe si de regreso a casa ya caminaba con mu letas o todavía se desplazaba en sillón de ruedas, si era capa: de comer solo o lo tenían que ayudar. Pero más elocuente to davía es la historia o, por mejor decir, la no historia que cuentai sobre el tiempo que precedió al accidente. El único acontecí miento a que se refieren (agrego que no hablaron espontánea m ente del asunto, sino después que uno de los participantes 1< mencionó) es a una fuga que hizo Philippe cuando tenía catorci años. Fuga que son incapaces de justificar y que trivializan a extremo, en contradicción patente con su ideología educativa («Cuando tenía catorce años fugó a . . . No se sabe por qué pero estábamos seguros de que regresaría, son cosas que leí pasan a los adolescentes, pusimos un aviso de búsqueda y Phi lippe volvió poco tiempo después».)6 Sobre lo ocurrido antes di esta fuga, no saben decir absolutamente nada. Yo habría di asistir estupefacta al hecho siguiente: en dos ocasiones pre gunté a la m adre y al padre por los recuerdos que conservaba! de Philippe niño. Me respondieron que Philippe había sid< siempre un niño muy juicioso, que nunca generó problemas que era encantador y todo lo ocurrido era la consecuencia de accidente. Retomé mi pregunta asegurándoles que no ponía er duda su versión, pero que me gustaría conocer qué pequeñ< episodio (dicho de niño, cólera, juego, enfermedad. . . ) les ha bía quedado grabado en su espíritu: me respondieron, y poa dos veces, que no comprendían mi pregunta. Y efectivamente, no la comprenden. Por dos Veces tuve reu nión con la pareja parental, una vez con la madre sola, y dof con el padre solo. Y en todos los casos me encontré con el mis

6 Por lo que me dirá Philippe, y a pesar de la vaguedad de sua recuerdos parece cierto que hizo una prim era fiiga de dos o tres dias sin salir de la región y poco después una segunda, que duró un mes o más, tiempo en el que trabígi como aprendiz de pescador en un puerto muy distante de su domicilió.

dio blanco: hasta los catorce años, Philippe fue un niño muy amable, muy juicioso, los verdaderos contratiempos empeza­ ron después del accidente automovilístico que trasformó defi­ nitivamente a Philippe en un disminuido psíquico. Desde ese momento ya no tuvo voluntad* nq sabía gobernarse solo, de* masiado confiado con los demás, sus padres lo hicieron todo por él, ahora ya no pueden hacer más. E l padre, a consecuen­ cia de una serie de depresiones tiene una pensión de invalidez total, la madre una arteritis. Por otra parte, están en vía de obtener su retiro jubilatorio y de abandonar París definitiva­ mente: es por lo tanto imposible que sigan ocupándose de Phi­ lippe.. .. Y el discurso se retom a en los mismos términos a cada entrevista. En la última, que precedió en poco tiempo a su partida* su tono se hizo más cortante h ad a Philippe no menos que hada los demás partidpantes. Advirtieron al primero que ya no debía contar más con la ayuda de ellos porque estarían demasiado lejos para viajar, y a nosotros con el mismo argu­ mento nos hirieron saber que era muy difícil que nos volvié­ ramos a ver. Con respecto a la versión «ofidal» de los padres sobre la infanda de Philippe y su negativa á hallar en ella la menor reladón con su presente y con el futuro que le espera, no vale la pena incluir informe alguno: los fragmentos dtados son elo­ cuentes por sí mismos. A continuadón expongo mis versiones hipotéticas sobre la problemática de los padres y sobre los conflictos psíquicos que lleVáron a la experienda delirante de Philippe, hipótesis que se basan en las cinco entrevistas que tuve con los padres y en las primeras doce con Philippe.

Mis versiones hipotéticas La historia infantil de la madre de Philippe, o él asesinato de u n nacimiento Cuando en la segunda entrevista pregunté a la madre de Phijippe por los recuerdos que conservaba de su propia infan­ cia, retomó palabra por palabra la respuesta que Philippe me había dado a esa misma pregunta, cuando nuestra primera reunión: «He tenido una infancia maravillosa».

Pero el relato de ese vivenciar infantil es tan vado como él! que ella hace de la infanda de su hijo. Remite a una misma mié historia: sus padres eran muy buenos, todo el mundo se qifa ría, gozaba de buena salud, no había problemas ni conflictos Dos versiones idénticas sobre dos historias de vivenciar iii§ fantil, pero muy semejantes también en sus consecuendas. J | una reladón sin historia, no se puede decir menos, entre ella# Philippe niño, sigue esa historia llena de reproches, de recrimj| naciones, de cuidados, que narra su reladón con Philippe degf de que él tuvo diedocho años. Y de igual manera, a su historiif tan maravillosa como vada de su propia infanda, sigue la his| toria de una: vida llena de cuidados, de esfuerzo, de sacrifidos| que no contiene la menor referencia a un placer. iáf Ella no puede, ni para sí ni para su hijo, imaginar la existen?! cia de un nexo entre el tiempo de la infancia, el tiempo de lé adolescencia y el de la edad adulta. Una vez trascurrida la in| fanda, cuanto le pudo ocurrir a Philippe o a ella misma quedÉ explicado de manera total y repetitiva, en el caso de Philippl por el accidente y las «malas compañías» que lo provocaron,|| en lo que a ella toca, por las preocupaciones económicas que lfí impuso la «dura realidad». Asistimos a un mecanismo de desf conexión causal entre ese tiempo del cual uno ha borrado de 11 memoria la historia que a uno mismo se pudiera contar, par® dejar subsistir solamente una versión ideológica cuyo autol anónimo es «la opinión»,7 y este otro tiempo vivido despué’Ji de la infanda. La historia que trata de este segundo tiemp|j sólo tiene espado para los acontecimientos que dicen de b á| tallas injustam ente perdidas, de trabajos que te fueron ini| puestos, de hechos que prueban la inocencia de un acusad! siem pre falsamente sospechado. J Más adelante retomaré las reflexiones que sugiere esta v er| sión «selectiva» de la segunda parte de la historia; primero lí|¡ de considerar el extraño mecanismo de desconexión entre eso| dos tiempos de la vida de un mismo sujeto, desconexión eg virtud de la cual en su versión de su historia el punto de partí! da coincide con el momento que puso fin, y acaso habría q u | decir «que dio muerte», al tiempo de la primera infancia. Philippe y su madre nos aportan dos ilustradones de las doÍ

7 Con esto quiero decir que la historia de la relación padres-hijo ya guarda relación con esta in&ncia y estos padres: eB remplazada por lo que «1 opinión» enuncia acerca de los beneficios de la éducación, el sacrificio que i exige de todos los padres, el respeto que se les debe. . . y no sigo.

formas de deconstrucción que el adulto puede imponer a su t r a b a j o de historización y de rememoración del pasado infantil, para que pueda escribir los capítulos posteriores a la infancia, e] autor está obligado a dejar fuera del texto un capítulo pri­ mero que el niño-historiador sin duda habría bosquejado. Tam­ bién se puede ver llevado a reintegrarlo, pero en ese caso al precio de una reconstrucción delirante de la totalidad del libro. La m adre de Philippe pudo elegir la primera solución, más lo­ grada económicamente; Philippe se vio. reducido a aceptar la segunda. Volvamos a la autobiografía que la madre nos propone y a la ú n i c a «Confesión» que permite entrever —harto vagamente— las razones de todos los blancos que signan a su relato y a su historia. En el curso de la segunda entrevista, después de aquella respuesta suya, tan sucinta como tajante acerca del vivenciar «maravilloso» de su infancia, le sugerí que por maravillosa que haya sido la infancia, ya adultos por lo general nos damos cuen­ ta de que todo no era tan de color de rosa ni tan simple como se lo creía en el círculo familiar. Me miró sorprendida, y no estoy segura de que siquiera esta vez haya comprendido lo que yo trataba de darle a entender. Empezó por repetirme que en su familia todo el mundo era feliz, no obstante lo cual agregó una precisión que señalaba la única sombra presente en el cielo ra­ diante de su paraíso infantil: Ella: Mis padres trabajaban mucho, eso es verdad, pero yo los adoraba y todos éramos felices. Eramos una familia nume­ rosa, mis padres eran de avanzada edad cuando yo nad, mi madre tenía la edad de la menopausia, nunca creyó que corría el riesgo de quedar endnta: yo nad veinte años después de la hermana que me precede. Yo: ¿Creó problemas a su madre ese niento? Ella: Mamá era una persona muy bien, muy normal. (E n el curso de la entrevista la afirmación de la «normalidad» de la madre se repetirá por tres veces sin razón aparente.) Mis pa­ dres eran gente muy tranquila, mi nacimiento no podía causar­ les placer, e r a . .. (Se calla, y prosigue:) Mi madre segura­ mente tuvo vergüenza por estar encinta, por tener que ocupar­ se de un bebé cuando su hija menor tenía veinte años y habría podido ser madre. Yo: ¿Su propia m adre le habló de ese. sentimiento de ver­ güenza?

Ella: Fui muy mimada, viví algún tiempo con mi herman; después muy temprano entré a trabajar en una fábrica. Mi nu dre murió hace quince años. Yo la amaba mucho y siempr siento su falta. (Es uno dé los raros momentos en que se ac vierte una emoción intensa en la madre de Philippe.) Yo: ¿Su madre le hablaba a veces de su embarazo o de la ii fancia de usted? Ella: Mi madre nos amaba mucho a todos, también a su yemi Y sin responder, otra vez, a mi pregunta, reanudó direct: m ente con la madre mala por excelencia, es decir, la madre d su maridó. Cinco entrevistas para formular hipótesis acerca de una prc blemática psíquica son harto insuficientes, pero en ciertos ci sos se puede apelar a lo que nos han enseñado otras historia semejantes, y tanto que acuden inmediatamente a nuestra m< moría. En virtud, justamente, de ese retom o espontáneo d o t r o s r e la to B oídos, me formé una h i p ó t e s i s acerca de la Iigazó presente entre la versión de ese vivenciar infantil que narr una no-historia desposeída de toda función causal y un «m cíente» que se encontró con ún deseo de muerte ahí dond habría debido encontrar un deseo de vida. Según enseña e análisis, lo que en el plano conciente se formula como el «dese de t e n e r un hijo» puede rem itir a motivaciones i n c o n c i e n t e muy dispares. Lo propio sucede cuando una mujer nos comuni ca su deseo conciente, y aun su decisión, de no tener hijos E n tre las racionalizaciones que se da de ese deseo, una se tien que oír como la expresión de una motivación inconciente; m refiero a cierta concepción del embarazo como una experiencii qué inexorablemente pondría en peligro su vida somática y/1 su vida psíqiiica. Creo que en efecto, en ciertas mujeres, em barazo y alumbramiento amenazan m ovilizar un «deseo de da muerte» que forma parte de lo impensable, riesgo que ella tienen razón en evitar. Un prolongado análisis acaso habríi permitido elucidar qué se ocultaba en la madre de Philippe trai ese sentimiento de vergüenza que descubría en su propia ma dre. En la entrevista apareció, por su modo de referirlo, que si había dejado sorprender por un recuerdo que habría debidi callar, que la perturbaba. Y cabe observar que esa «confesión) de una sombra en su relación con la madre fue inmediatamente seguida por la imagen de una madre «no maravillosa» por ex celentia.

¿Qué pudo oír en esa «vergüenza», única nota discordante en su relato de la relación de su madre con la niñita que ella fue? ¿Vergüenza de ese vientre, vergüenza de hacer vivir a un ¡ bebé por la satisfacción de sus necesidades, vergüenza de «mantener con vida» lo que no habría debido ni ser .ni nacer?f Desde luego que se puede pensar en la vergüenza dé mostrar . ]os signos de una actividad sexual, en la vergüenza de ocupar un puesto y una función que acaso tenía el sentimiento de ha­ ber robado a unas higas en edad de ocuparlos, en la vergüenza de no haber sabido respetar un cierto orden en la genealogía. Coryunto de hipótesis «de inspiración edípica», no más verificables en este caso que la hipótesis que quiero proponer acerca del «riesgo» de dar a luz que amenaza a ciertas mujeres.8 La clínica analítica muestra que la espera de un hijo, y aun el simple tem or de estar embarazada, pueden movilizar un «de­ seo de dar muerte» que es la forma que cobra un veredicto de autodestrucdón, de autoaniquiladón, cuyo blanco no es la per­ sona entera, sino esa parte «viviente» que una lleva en sí. El sujeto pudo aceptar preservarsé con vida, a condición de ase­ gurarse de no ser responsable de la preservadón del mundo de los vivos, de que su m uerte pondrá fin definitivamente a este error, a esta infracdón que es su propia vida. Y sólo merced al respeto de ése pacto firmado con Tánatos, puede Eros defen­ der la vida del cuerpo y el mínimo —¡y cuán mínimo!— de pla­ cer necesario para que esa vida se preserve. En la reladón de esas mujeres con sus hijos en el período en que la vida de estos depende por completo de los cuidados que les prodiguen, no se puede hablar de rechazo o de odio en el sentido que estos tér­ minos adquieren de ordinario en nuestros análisis. En muchos casos tenemos que considerar el rechazo como el resultado de una lucha feroz contra un deseo fusional, demasiado intenso para que ese fantasma encontrara un sitio en el espado de pen0 Cuando oí a la madre de Philippe hablar de la «vergüenza» de su propia madre, único recuerdo negativo que no había conseguido borrar de b u memo. ría, acudió a mi espíritu lo que una mujer en análisis me había comunicado casi al mismo tiempo sobre las razones de la «vergüenza» que le causaba la idea de estar encinta: «No podría soportar esa vergüenza, me tendría que matar. A la sexualidad la puedo vivir, hasta encontrarla placentera, pero no a la vergüenia de dar forma a lo que uno odia: todo eso que se agita, que grita. E s como los intestinos: mientras no se agitan, va bien. Pero bí uno tiene un cólico. . . Es como. . . yo no s é . . . un movimiento que te mata de adentro». E n el caso de esta m ujer, las sesiones que siguieron confirmaron que la vergüenza remitía a, un crimen de leso-Tdnatos: en el caso de la abuela de Philippe, esta no es más que una hipótesis «para uso personal».

samiento de la madre, para que pudiera alimentar las ensoñáfj dones que su yo hubiere de expresar en amor, en protecdóij| en u n ió n ... Condidón previa para que el lactante se puedÉ representar la fusión, la no-separadón como la realización d i un pictograma de unión y de un fantasma de fusión dispensa! dor de una experienda de placer total y compartido. En cuantfjj al odio, hacia otro y contra otro, las más de las veces conllevIS una prim era tentativa de hacer resistenda a las metas «natiifj rales» de las pulsiones de m uerte por medio de una primeré intrincación con las pulsiones sádicas. Por eso el odio consigue! por lo general, hallar en lo exterior objetos sustitutivos, qué] perm iten al yo expresarlo dentro de (y por medio de) un dis| curso sobre el sufrimiento, que lo hace «racional», «pensable»| discurso al servicio de una aspiradón sádica cuya realización:] pretende estar al servicio del «bien» del otro. El odio se fundá^ casi siempre en una razón. No se odia gratuitamente. El sujetó puede con verdad reconocer que no sabe por qué ama, perdí siempre pretende saber por qué odia: lo odiado (proyectad® casi siempre al exterior, más raramente tal o cual parte o funf ción del cuerpo propio o del propio fundonamiento psíquico) e|l designado como la causa de un sufrimiento que uno anhela antes todo conseguir imponerle a su vez. Uno puede desear la m uer| te del «odiado» si llega a la convicción de que sólo ella pued$j liberarte del poder que ejerce sobre ti, pero las más de ícts| veces lo que uno desea es una inversión del poder de hacet-J sufrir, que te traslade del papel de víctima al de verdugo, y u || verdugo que está cierto de su buen derecho. Lo que explic^| por qué el odio (piénsese en la relación perseguido-perseguidor! puede en la misma medida que el amor, si no más que estei? dm entar reladones protegidas de todo riesgo de ruptura. E | odio es, si no siempre, las más de las veces, la manifestadón d® una pulsión de muerte que pudo ser puesta por Eros al servidi§ de una m eta que no solamente exige que el odiante se preservé! vivo, sino que lo propio le suceda al odiado.9 Odiar a su propi<| hijo no es un sentimiento frecuente: en los casos en que se 1¡3| observa, por lo general se está frente a la expresión y a 1¡¡ acción de pulsiones sádicas que prueban la importanda puesto que el hijo ocupa en la economía libidinal de los padresi la imagen de ellos mismos que él ha venido a reencarnar, é l fantasma que imputado a sus propios padres está en la base d || su comportamiento. 9 Intrincación pulsional asimétrica, siempre frágil, pero intrincación al fin

Cuando escuchamos a los hijos de esos padres, la versión que ellos dan de la historia infantil está llena de ruido, que no de silencio: que se trate de uná versión reconstruida* que ha­ yan ellos trasformado totalmente las interpretaciones que ha­ bían podido darse de ese tiempo pasado, no empece que no sólo este ha sido «historizado», sino que los sujetos consideran ese pasado como parte integrante del destino que después tuvie­ ron. A la inversa, en los casos que yo pongo en comparación con la historia de la madre de Philippe, no se puede hablar ni de rechazo ni de odio, sino de una tentativa de desinvestimien­ to10 que ha trasformado la relación de la madre y el hijo en una relación entre dos robots: un robot que alimenta-un robot que traga, un robot que educa-un robot que es educado. Si la vida se ha preservado, es preciso conjeturar que el segundo robot ha de haber encontrado en el contorno algunos vivientes no robotizados que le ofrecieron puntos donde echar anclas. Pero frente a la catástrofe psíquica que para el niño representa esa relación, sólo se puede guiar por esas boyas a condición de no percibir nunca, ni saber, ni recordar las razones del naufragio en que estuvo a pique de perecer. Entre esos ancladeros, se tiene que atribuir una posición particular a lo que pudo ocurrir en la relación hijo-padre. En la mayoría de los casos esta rela­ ción es muy diferente de la idealización contenida en el recuer­ do que el sujeto a menudo dice conservar, recuerdo que es una construcción forjada por él en un tiempo posterior a aquel a que pretende referirse su recuerdo. E sta idealización de una relación vivida en la infancia permite al sujeto reparar y col­ mar parcialmente un vado: en la reladón padre-hijo, el padre ocupa el puesto que habría debido ocupar el concepto mixto «padres». E l infáns estuvo cotejado con una psique materna que no pudo enviarle en la forma elaborada de un fantasma de fiisión su propia representadón pictográfica de la reladón boca-pezón. Por falta del retom o a su psique, en uña forma ya metabolizada, de esa representadón .pictográfica, la actividad fantasmática del niño no podrá adherir a su fantasma de fusión una leyenda que garantizare al fantasmante una.fusión lícita y aceptada entre su placer y su deseo, y los de la madre. La consecuencia es que el proceso secundario ya no podrá meta­ bolizar ese fantasma para pensarlo y comunicarlo en términos que pudieran «hablar» una reladón de amor entre la madre y 10 Sólo parcialmente lograda, salvo en los casos en que la muerte de la madre o del hijo, si no de los dos, signa él triunfo de Tánatos.

el hijo, una relación en que se compartieran deseos y placerá comunes. Queda al niño la posibilidad, en un segundo tiemp|j de tra ta r de recuperar un a un lenguaje en que los téW minos amor, placer, compartir, recibieran un m ínim o de sena] do por recurso a la imagen idealizada de un padre, no en condición de representante de la ley, sino de representan^ mixto de esa «pareja» que se perfila en el horizonte de la imagf m aterna desde el origen. ,^ Porque el fantasmante no se pudo dar una representación di esa «pareja» que escenifica un amor, un deseo, un placer cowg partidos, el yo infantil se construirá enteramente la idea de uli padre soporte de una relación que garantiza la reciprocidad, li similitud de los sentimientos que circulan, entre sus dos poloáj E sto explica también la frecuencia con que encontramos en li esquizofrenia el mismo mecanismo que en Philippe: un padrt colocado en posición de hermano. Si en la neurosis una sustitüi ción asi puede llevar a considerar, con razón, el deseo del hijt; de ten er sobre la madre los mismos derechos que un padrej hermano, en el registro de la esquizofrenia es preciso ver ei ello primeramente una tentativa de identificarse con un «padre hijo», que habría podido, es verdad que parcialmente, no déj jarse capturar en lo que Philippe llama uña tela de araña. A ll imagen de un padre cogido en esa tela, Philippe puede oponeí la de un hombre que ha hecho la guerra, que en ocasiones eil capaz de expresar a la madre su agresividad, y sin duda otra¡ imágenes del padre de su infancia, ausentes de su discursi actual. Si yo no creo que la relación entre Philippe y su padrtj durante la infancia se haya desarrollado bajo el signo de la adül ración (tenemos ahí una construcción de Philippe), creo que siii duda hubo momentos en los que entre Philippe y su padre pasaba lo que se llama una «corriente». J Como lo he dicho, y quiero destacarlo, el deseo de no teneí un hijo, la vergüenza de m ostrarse encinta pueden ser la coiiü secuencia de problemas de identificación neurótica entre unH m ujer y su madre, pueden rem itir a la culpa de exhibir esfi embarazo que tanto se habría querido que fuera un don dei padre. Pero hay que saber que no son así las cosas cuandí salimos del campo de la neurosis. J Quiero abrir aijui un paréntesis acerca de un personaje m u| alejado del drama de Philippe: el marqués dé Sade. Mucho s | ha valorizado su defensa encarnizada del derecho de decirl| todo, para retom ar una expresión de Blanchot; forma extremf y escandalosa de una defensa de la libertad de pensar. C o|

razón se ha insistido también en su obra de revelación de las fuerzas ciegas que conducen el deseo, ciego en el sentido de que sólo al precio de su ceguera puede el sujeto ignorarlas. Pero en esa extraña actitud de Sade que se arregla,, y hay que decir que puso mucho de su parte, para que todos los po­ deres lo encarcelen con buenas razones; en esa extraña cláúsüla de su testamento que demanda que ninguna huella, aun des­ pués de su m uerte, persista de su vida fÍBica; en esa certidum­ bre salvaje de que la destrucción de lo que ella misma ha crea­ do es el único objetivo que busca la naturaleza, que en su siste­ ma ocupa el lugar de Dios, ¿cómo no oír un rechazo radical de todo cuanto pudiera probar no sólo que la vida es deseable, como este hijo vive, sólo puede vivir contra el padre y atra­ pándose en el lazo de una paradoja de la que no ha salido: o tem idad en ese padre, tan conformista en los consejos que da a su m ujer para la educación de sus hijos. Cartas escritas a esa m arquesa a la que permitió tener tres hijos, pero a la que im­ puso también —¿cómo expiación?— que hiciera suya y valori­ zara una forma de sexualidad en que la reproducción era un riesgo excluido. ¿Qué crimen expía él en esas prisiones? ¿Qué crimen expían las víctimas, pero también esos libertinos que tan a menudo se verán a su vez condenados a muerte al menor signo de simpatía que pudieran sentir hacia otro viviente? Es el discurso que el yo se dirige para creer en su supervivencia, por interpósito hijo; para exorcizar victoriosamente un deseo de dar m uerte, que toma por blanco al «ser vivo» en sí, es ese discurso el que ha dotado de un valor narcisista tan grande .al poder de «dar vida». Que el discurso social y el discurso reli­ gioso se hayan arreglado para trasformar esa aspiración narci­ sista en un mandato al servicio del orden establecido es otro asunto. Lo cierto es que todo el discurso de Sade remplaza ese m andato por este otro: un «dar la muerte* mucho más im­ perioso. De ninguna m anera pretendo excluir la acción de las pulsiones sádicas en el autor de Cent vingt journées, ni olvidar lo que m uestra sin el menor velo acerca de la indisociabilidad, la circularidad de las pulsiones sado-masoquistas en las famosas posturas de bus ballets eróticos. Si Sade es Sade, es decir sobre todo un escritor, es porque pudo trasformar lo impensable en algo fantasmable; porque pudo disponer, en su propio funcionamiento psíquico, de mecanismos que le permi­ tían erotizar el sufrimiento, soñar el incesto en todas sus for­ mas, pensar la m uerte de un cuerpo como causa del goce de un cuerpo vivo. Pero esta trasformación sólo se realizó plenamen-

te desde el momento en que, encerrado en un calabozo, estaba, protegido del riesgo de «servir» a lo vivo y aun de ser sii parte integrante. Si ahora volvemos la mirada a Gilíes de Rais, el discurso es asaz diferente y no sólo porque no ha imaginado, sino vivido, la m uerte de los cuerpos. La imagen de Gilíes de Rais que abraza la cabeza decapitada de los niños a quienes acaba de sacrificar,: que los conserva en la repisa de su chimenea o hasta goza en el cuerpo de un niño ya asesinado nos remite a un registro muy diferente. Y cuando Gilíes de Rais tome la palabra en su proce-, so, no será para defender su libertad de gran señor, su derecho divino a gozar como le plazca, sino para solicitar, con una insis­ tencia que asombra a sus jueces, que condenándolo a muerte le hagan expiar haber sido ese «monstruo viviente». Tras este desvío por la historia, volvamos a escuchar a la m adre de Philippe, partiendo de la hipótesis inverificable de que su propio nacimiento ocurrió en un momento en que su m adre, convencida de que su edad la protegía del riesgo de dar a luz, no pudo movilizar defensas que le permitieran relativizar ese peligro y su «deseo de dar muerte». Con esta hipótesis como punto de partida podemos enunciar otras tres, menos gratuitas, que atañen a la problemática de la m adre de Philippe. Si el rechazo es la forma negativa que toma un fantasma de fusión; si sirve de escudo contra un deseo de reincorporación psíquica de esta parte que ha sido arrancada de tu cuerpo; y si el odio se acompaña de una intrincación pulBional, por frágil que sea, que preserva al deseo de mantener con vida a odiante y odiado, se puede esperar que un análisis consiga modificar esa economía permitiendo que el yo recupere las fuentes fantasmáticas donde se enraízan sus sentimientos de odio y de rechazo. Pero si la relación madre-infans se ha acompañado en la m adre de la prohibición de ligar con un deseo, aunque fuera de fusión, su «ser-con-el-lactante», y entonces yive toda esta fase relacionar sólo como la consecuencia de su obediencia a uri diktat enunciado por la omnipotente «opinión», diktat cuya fi­ nalidad a uno se le escapa, ¿cómo serán las cosas para el infansl Desde luego, si queda con vida, es forzoso deducir que la auto­ nomía de su actividad originaria ha llevado a la figuración de un pictograma del objeto-zona complementario, capaz de sa­ ciar el hambre de su psique. Pero ¿qué sucederá cuando su relación con el mundo tenga que prestarse al trabajo de meta-

bolización y de interpretación operado por el proceso secun­ dario? E ste trabajo sólo se podrá llevar a cabo excluyendo ese «antes», por falta de haber podido trasformar el pictograma del objeto-zona complementario en un fantasma de fusión con el que se pudiera soñar en estado de vigilia; por no haber podi­ do trasform ar el pictograma del rechazo en un fantasma sadomasoquista. Imposibilidad, porque, contrariamente a lo que sucede con la actividad originaria, ya la actividad fantasmáüca,.y todavía más la que corresponde al orden de lo secundario, durante todo un período permanecen tributarias de la activi­ dad fantasmática y de la actividad ideica de la madre. Así las cosa8, .el yo quedará condenado a una deconstrucción continúa de todo cuanto pueda recordarle el tiempo vivido por el infans. En el momento en que él deba construirse'una teoría causal y sexual que le permita pensar su origen, se verá reducido a reconducir este a un «antes» universal y atemporal, o bien a posdatarlo. La fecha que signa el nacimiento del infans será • sustituida por una fecha que signa el nacimiento de la activi­ dad de u n yo: el descubrimiento de una melodía, la primera fábula que uno solía leer o que a uno le contaron (más adelante veremos el papel que desempeñaban en Philippe las aventuras dé una abejita, historia que leía hacia los diez años), tal o cual experiencia vivida por un niño que dé todas maneras ha sobre­ pasado con largueza la edad de lactante. Si las más de las veces el objetivo de las teorías sexuales in­ fantiles es negar la sexualidad de los padres, el goce de ellos, su complicidad a expensas del espectador involuntario que uno ha sido, en otros casos esas construcciones teóricas del niño vienen a reforzar una negación no menos necesaria y vital: un deseo de m uerte como causa del nacimiento de una vida. Nega­ ción vital porque un enunciado así forma parte de lo impensa­ ble. Diría más: en ningún «reprimido» se encontrará la repre­ sentación de un deseo semejante. Cualquier representación de una aspiración que pertenece sólo a Tánatos es el primer blanco de ese movimiento de desmvestimiento-destrucción definitivo, que es el objetivo de las pulsiones que Tánatos gobierna. De aquel «dar muerte» no quedará huella alguna, como no sea u n vacío, en el capital fantasmático e ideico. Retomemos el discurso de la madre de Philippe: una infancia maravillosa, y literalmente una infancia sin historia, se trate de la suya o de la de su hijo. En ella, como en su hijo, una total -ausencia de curiosidad sexual durante su infancia. Unicas som­ bras en el cuadro: la vergüenza de la madre por un lado, el

silencio del hijo por el otro. La vergüenza de la madre será explicada «racionalmente» por su edad, por su relación con hi­ ja s m adres ya, o que podían serlo; el silencio del hijo se con­ vierte en eso «no-oído», prueba de la ausencia de problemas; de conflictos en este hijo. (Más adelante citaré literalmente algunos pasajes de la madre, que describen la infancia de Phi­ lippe.) Antes de continuar, quiero dejar bien en diaro que en ningún momento he pensado que unas pocas entrevistas apor­ taran una verificación cualquiera a las construcciones interpre­ tativas que pudieron sugerir. Es sólo en los casos en que esas entrevistas llevan a una relación terapéutica; sólo en esos ca­ sos es cuando las informaciones recibidas y las hipótesis pensa­ das pueden ayudar al analista, como espero poder mostrarlo merced a Philippe, a establecer una ligazón entre ciertos temas de un delirio, el vivenciar infantil y la prohibición impuesta al niño de deducir de ese vivenciar ciertas informaciones y/o de memorizarlas; informaciones o interpretaciones libidinales. M ientras escuchaba a la madre de Philippe, dos construccio­ nes-interpretaciones acudieron a mi espíritu: la primera atañe a su concepción de. «dar vida», y la segunda a la función de develamiento que para ella adquirió el accidente sobrevenido a Philippe cuando tenía dieciocho años.

Dar vida o reproducir lo mismo Cuando la m adre de Philippe habla de su familia, uno tiene primero la sensación de estar frente a un burócrata encargado de velar por el buen orden de la «institución familiar». Ahora bien, ese buen orden tiene como condición reproducir sólo lo inmutado y lo inmutable. La reproducción sólo puede repetir lo mismo y lo indiferenciable. Me parece confirmado esto por su elección de marido. Habida cuenta de la diferencia de los se­ xos, presenta la diferencia mínima: es nacido en la misma al­ dea, lo conocía de siempre, además su separación de su propia familia hubo de facilitar su integración en ese grupo indiferenciado cuyo orden es regido, no obstante, por su mujer. Las más de las veces ella habla de su marido como de una «parte» frágil de ese grupo que ella tiene a su cargo proteger para que no se desagregue, riesgo que Philippe ya ha hecho correr. E n esta misma perspectiva es significativo comprobar que cuando se refiere a una de sus tres hijas, nunca la individua­ liza. Las designa siempre en plural, y casi siempre empleando

un «ellas»: «sus hijas piensan q u e ...», «ellas han sido niñas muy dóciles», «ellas han trabajado...» , «ellas son de la misma o p in ió n .. y así. Veremos el lugar que tomará este «ellas» en el delirio de Philippe. y las razones de su imposibilidad de situar a su padre en un lugar que no sea el de un hermano. ,^1 discurso de la madre de Philippe en defensa de sú concepción del «conjunto familia», la necesidad de preservar unidas todas las «partes» del conjunto, me indujeron a pensar en un fantas­ ma en el que la reproducción se hace por fisiparidad. Un fan­ tasma así excluye toda creación de algo nuevo, toda posibilidad de un agregado (también este es un tema que cobrará gran importancia en el delirio de Philippe) al conjunto de los vivos: partes de un primer todo se separan, recuperan una cuota de su energía vital, pero, una vez hecha la suma, se comprobaría que no ha sido creada ninguna entidad nueva. Fantasma que acaso consigue establecer un compromiso entre un «dar vida», alcanzado por la prohibición de su propia madre, y un «dar muerte» prohibido, que se creyó o esperó oír del lado del pa­ dre. Pero me pregunté también si ese fantasma de fisiparidad (itido que existiera) no respondía en igual medida a la or­ den de desposeerse, de mutilarse de una parte de ella misma, parte sacrificada11 y que se metamorfosearía en el cuerpo de este hijo cuyo nacimiento le fiie impuesto a la madre. De ahí esta hipótesis: el nacimiento de un varón —verse así enfrenta­ da a la diferencia de los sexos o, más radicalmente, a algo dife­ rente de ese «ellas» destinado a englobar a la madre y a las tres hijas— acaso impuso a esta m ujer una desmentida de su propio fantasma, desmentida que pudo excluir a Philippe de una representación fantasmática de la relación madre-hijo, quizá la única que lé era asequible, y a falta de la cual ella no podía asumir e investir una posición materna. Pasemos ahora a lo que uno puede oír en su relato del acci­ dente de Philippe. 11 L a madre de Philippe no tuvo mayores problemas en s u b partos. En cambio, no pudo amamantar a ninguno de sus h^jos. Guando le pregunté b í lo había lamentado, me miró sorprendida (¡decididamente yo no terminaba de tener ideas absurdas!) y me respondió: «¿Por qué lo lamentaría, si yo no tenía leche y ellos nunca tuvieron problemas de alimentación?». Pero, a la inversa, insiste mucho en el trabajo y el «envejecimiento» que trae consigo la «responsabilidad» de criar hijos. P ara prueba: sus flebitis, b u arteritis. Gracias a Dios, pronto obtendría b u retiro y podría por fin descansar. El retiro, que señala oficialmente el abandono de la vida activa, es el único derecho que e8 capaz de reivindicar: ¡habla de su retiro jubilaiorio como única forma de vida esperada y anhelada durante todo el tiempo que lo precedió!

Philippe tiene unos dieciocho años cuando por primera vez conoce a una chica con quien tendría relaciones sexuales. Esta; chica le presentará a dos de sus amigos; son estos los que roba-, ron un automóvil con el propósito de dar el paseo que tan trágil camente terminó para Philippe. Ahora bien, cuando la madre habla de este accidente y, sobre todo, del coma de Philippe y de su despertar, lo que impresiona no es sólo, como lo mostró el pasaje que antes citamos, su silencio y hasta su ignorancia so4 bre él sufrimiento vivido por su hijo, sino, más todavía, el he­ cho de que se refiera a ello como a un acontecimiento que oscila entre lo monstruoso y lo impensable: un estado de muerte (de coma), seguido por el renacimiento de u n hombre de dieciocho años que se comportaba, y ella insiste, a poco más como un lactante: no hablaba, no podía incorporarse, tampoco comer solo, hacía caprichos, había que ocuparse de él, cambiarlo... Cuando los padres llegaron al hospital, Philippe estaba en un coma profundo. Durante tres meses ella se vio obligada a tra­ ta r con lo que no se puede menos que llamar un muerto-viviente. Y es en el preciso momento en que ella acepta la donación de órganos, que habría de convertirlo en un muerto definitivo, cuando Philippe «da en abrir los ojos». En su relato sobre lo vivenciado durante esos tres meses dé coma, ella vuelve con insistencia sobre el veredicto de muerte pronunciado por el saber médico: «Su hijo no vivirá; y si vive, quedará sordo, cie­ go, paralítico». Discurso que se prestaba, a las mil maravillas, para racionalizar el deseo de que muriera. .En otros términos: dieciocho años después, las circunstancias exteriores le impo­ nen enfrentar de nuevo la orden que había debido excluir cuan­ do el nacimiento de Philippe; porque «dar muerte» a Philippe, asum ir la responsabilidad de ello (la donación de órganos no se puede llevar a efecto sin el consentimiento de los padres), se convierte en una opción racional (es preciso reconocer, en bue­ na fe, que es asaz difícil decidir que siga viviendo un sujeto ciego, sordo, paralítico). Sólo que Philippe, él, da en vivir, y desde ese momento aquella elección (de la muerte), pensada y formulada al médico, enfrenta a la madre con lo que habría sucedido si Philippe abría los ojos apenas un día después. En ciertos casos, el azar combina muy mal las cosas: Philippe re­ nace efectivamente como consecuencia paradójica de un «de­ seo de muerte». S í digo esto es porque la madre establece con claridad una relación, que para ella por otra parte permanece totalm ente enigmática, entre la respuesta afirmativa dada a los médicos y el despertar de Philippe veinticuatro horas des­

pués. La sexualidad de Philippe, que evoca directamente la diferencia de los sexos, su tentativa de alejarse del medio fami­ liar (según la madre, si Philippe conoció a aquella chica fue porque había ido por primera vez a vivir solo en una habita­ ción), el accidente, el coma, el nacimiento de un disminuídsela muerte del niño que lo precedió y de quien se guarda como único recuerdo el silencio, todo ello concurre a revelar «salva­ jemente» a la mirada m aterna una representación primera de las causas del nacimiento, que devela el más-acá de su fantas­ ma de fisiparidad, barrera necesaria para lo impensable de un origen asesino. «Impensable» por igual para la madre, que no se puede reconocer signada, activa y pasivamente, por seme­ jante deseo, y para aquel que, naciendo, lo trasgredió. Así como el coma vuelve harto difícil diferenciar lo que está del lado de la vida y lo que está del lado de la muerte, así el segun­ do nacimiento de Philippe vuelve harto difícil saber qué deseo es su fuente. E s la realidad la que ha de imponer a la madre de Philippe la representación o, mejor, la realización inasumible de un fantasma que ella no podría «pensar» sin recurrir al deli­ rio. Fantasm a que no podrá ella excluir de su espacio de pensa­ miento, como no sea reforzando el trabajo continuo de deses­ tructuración de todo recuerdo que pudiera haber guardado del tiempo que acompañó al primer nacimiento. E lla trasformará entonces el despertar de Philippe en el comienzo de una histo­ ria, pero esta vez de una historia llena de furor. Historia muy corta, por lo demás; si están ausentes de la memoria de la ma­ dre la mayoría de los recuerdos que habría podido conservar de antes de ese momento, de igual modo es. muy poco lo que puede decir sobre lo ocurrido en los años que separan el egreso de Philippe del hospital y su partida para el Perú. El relato de la madre está centrado enteramente en los meses que Philippe pasó en el hospital, y durante los cuales ella se vio obligada a restablecer una relación de dependencia, de cuidados, de edu­ cación de este «recién nacido». No hay un antes, no hay un después: pasado y futuro están cristalizados,, petrificados, en esta relación entre una madre y este lactante nacido de un «cuasi cadáver», lactante monstruoso que habita el cuerpo de un hombre de dieciocho años. En el discurso de los dos padres, por lo demás, las mismas afirmaciones se reiterarán como in­ sistente leitmotiv: «todo eso es por causa del accidente», «el. accidente ha hecho de Philippe un disminuido para siempre», «no había problemas antes del accidente, ahora eso ya no tiene rem edio...».

Philippe habla abiertamente delante de sus padres de sus te mas delirantes. Cuando yo intento hacer que se expresen so bre los sufrimientos vividos por Philippe en su errancia lejol de ellos, no tienen más que una respuesta: «es a causa de si accidente». E n la introducción, recordé la importancia que ha bía acordado Lacan al concepto de fantasm a fundamental prim era presentación que la psique se crea de una escena origi naria que asigna al representante su posición primera en e registro de la identificación y en su relación con la sexualidad ¡y bien! diría que el accidente de Philippe inscribe en la reali dad, para la mirada de su madre, la presentación de un fantas m a que es conjuntamente fantasm a de una escena originario y fa n ta sm a de una escena final. Antes del accidente, está e silencio: la m adre de Philippe estuvo sin duda forzada a «ver» la soledad en que ha vivido su hijo, pero esa soledad sólo le propone problemas desde sus quince a dieciséis años, es decir desde el momento en que puede hacer responsable de ella í Philippe, ver en ella la prueba de su rehusamiento a respeta) el modelo familiar, a participar en los problemas de dinero de la familia o en los achaques de salud de sus padres. Antes de esto, la soledad del hijo sigue siendo para ella, como se ha vis­ to, la prueba de que el hijo de ellos era un niño tranquilo, sir problemas, un niño feliz. Después del accidente, no puede ha­ b er ni podrá haber nunca otra cosa que la repetición inmodificada de lo que se ha vivido durante los primeros meses de te re-vida de Philippe a la salida del coma. Al tiempo que el acci­ dente es presentado como causa de todo cuanto pudo ocurrirle a Philippe después, su madre no solamente desconoce, pero ee efectivamente incapaz de concebir una relación cualquiera en­ tre la infancia de Philippe y los problemas con que este ha tro­ pezado en el curso de una adolescencia que precedió al acci­ dente. A estos problemas, ella los conoce; pero como no los puede ligar con el accidente, los considera la consecuencia de una crisis de Philippe adolescente con relación al modelo acep­ tado durante la infancia. Durante la infancia, todo era idílico; después. . . desconexión del tiempo, desconexión de los capítu? los de una historia, que tiene una de sus razones, pero que no es la única, en una represión masiva de toda representación pulsional de su propia relación infantil con los padres. E l a la función parental parece haber ido aunado en los padres de Philippe con una prohibición de todo placer de fuente pulsional, lo que prueba los alcances y la potencia del trabajo de represión operado en el curso de la infancia de elloá

mismos. En sus discursos, lo mismo que en el muy preciso re­ cuerdo que Philippe conserva de ellos, impresiona la ausencia de todo sueño narcisista, de todo proyecto, que pudieran pro­ bar que el niño tiene un puesto dentro de lo imaginario paren­ tal. Su futuro es pensado en términos prácticos que toman en cuenta ¡y cuánto! a la dura realidad: Philippe podía llegar a. ser electricista, plomero, operador en informática, preceptor, y ninguna otra cosa. Tener un salario que le permitiera llegar a fin de mes, y nada más; fundar una familia, pero a condición de no olvidar que tener hijos, eso cuesta caro y exige un gran sentido de la responsabilidad. . . y no sigo. Lo imaginario parrental no está tampoco, como, corresponde, limitado por lo sim­ bólico, sino aplastado por una realidad constrictiva que de an­ temano decide sobre los posibles; estos posibles deben garanti­ zar la repetición de un «destino genealógico» o de un «destino socioeconómico» que no podrían cambiar. Salvo si me dejara llevar por un ejercicio de pura imagina­ ción, no puedo agregar otras hipótesis sobre la problemática de la madre de Philippe. Pasemos al padre.

La infancia del padre y su versión La historia del padre es muy diferente. E s hijo de una pare­ ja violenta, y narra con verídicos trazos una adolescencia que recuerda a ciertas novelas de Dickens. Ningún conflicto en el curso de la infancia, asegura, entre el padre y la madre. .En cambio, desde la adolescencia, los dos se ponen de acuerdo pa­ ra infligirle castigos de severidad extrema, en el afán de acen­ d rar su educación militar. A los trece años lo enviaron a una escuela militar, en una época en que reinaba allí una disciplina sem ejante a la de un presidio. El padre y la madre nunca en­ contraban suficientemente duros los castigos que le imponían. Cuando.regresaba a casa, muy de tiempo en tiempo, lejos de hacer causa común con él, el padre se sumaba a aquellos, azo­ tándolo con un cinturón. Tan pronto como le fue posible se enganchó en el ejército profesional y dejó a sus padres para vivir lejos de ellos. A raíz de úna licencia, en que regresó a su villorrio, volvió a tratar a una amiga de la infancia, que sería su esposa. Recién casado, ella se enfadó con su suegra y le exigió interrumpir todo con­ tacto, razón por la cual, entre otras cosas, Philippe y su her­ mana, la menor, nunca han visto a sus abuelos paternos, que

empero todavía vivían. Pero, puesto el padre én situación de enunciar las conclusiones que podía extraer de su educación, se comprueba que su versión de la relación infantil con los padres se debe m antener, también para él, no contradictoria con un modelo de la función parental que se ampara en la opinión. No hay idealización de las imagos parentales, es cierto. Pero por todos los medios tratará de valorizar esa educación, su aspecto formador, su acción positiva sobre el sentimiento de responsa­ bilidad; en otros términos: un happy end debe concluir su rela­ ción infantil con los padres. En cüanto a sus depresiones, gra­ ves al punto de exigir una serie de hospitalizaciones y de dar motivo para un certificado de invalidez total, a sus ojos ellas • quedan explicadas siempre por los problemas con que tropezó: a raíz de su reinserción profesional tras su licénciamiento del ejército y su regreso a Francia.12 En su caso, como en el de su esposa, por diferentes que pudieron haber sido su niñez y los recuerdos que de ella conservan, se niega todo nexo entre los acontecimientos de la infancia13 y los acontecimientos que les sobrevinieron en su vida adulta. Resumiendo lo poco de que me pude enterar, adelantaré que su versión cuenta la historia de una relación llena de silencio y de furor, pero de unos trabajos que no tenían otro propósito que •su bien». «Sabe usted, todas esas experiencias han formado mi carác­ te r. Mis padres hicieron de mí un hombre. Le suelo decir a Philippe que para ser adulto y para poder vivir en el mundo hace falta un gran sentido de la responsabilidad. He intentado inculcárselo. Pero quizá no he sido lo bastante severo, no actué como mi padre».

Cuando le pregunto por qué nunca hizo que Philippe y sú herm ana conocieran a sus abuelos, me responde que hace mu­ 12 Su certidumbre vacilaría una sola vez, en una entrevista que he citar. 18 El- padre de Philippe fue enviado a la escuela militar a los trece años: si critica «ese adiestramiento», me asegura que tiene muy p o c o b recuerdos ante­ riores a esa edad. Sin embargo, no parece tan cierta esta exclusión de todo recuerdo de la infancia, como lo confirma otra sesión de que informaré. Tengo la sensación de que, si nuestras entrevistas hubieran continuado, habríamos podido oír un discurso muy diferente sobre sus padres. 0 quizás, hipótesis más verosímil, habríamos asistido a una descompensación en la forma de una depre-i sión grave, o bien, ai.también esta defensa fracasaba, en la forma de temas persecutorios.

cho no los ve, que no se llevan bien con su mujer, y en ese momento és ella quien le quita la palabra para quejarse de la rigidez, Iá frialdad, el egoísmo de su suegra. También será ella la que me informe que el padre de Philippe tiene un hermano seminarista. En cuanto al discurso que el padre mantiene so­ bre Philippe, es un poco diferente según hable delante de su esposa o en su ausencia: en presencia de ella, retoma palabra por palabra sus formulaciones. Aprueba lo que ella dice y, cuando lo juzga necesario, busca en su voluminoso cartapacio para aportar los documentos probatorios. No ocurre lo mismo cuando está a solas con Philippe: se advierte su deseo de com­ prender lo que Philippe dice, y cierta fascinación por la aventu­ ra que ha vivido. Llegué a preguntarme si el discurso de este le parecía tan delirante como se pudiera creer.14 Así, me dirá que él, a buen seguro, no cree en la magia negra, pero que después de todo en Bretaña la gente tiene sus supersticiones. H asta tuve la sensación de que entre Philippe y su padre había una suerte de «tristeza compartida», lo que no empece al padre estar convencido de que nada sucedió en la infancia de Philippe o en la suya propia, hasta los trece años, que no hubiera sido para los padres y para el hijo conforme a un modelo ¡de aprendi­ zaje no criticable, del que ningún padre es responsable, ningún padre singular es el inventor. Sólo entrevisté dos veces al. pa­ dre en ausencia de su esposa: en su presencia, ya lo he dicho, el padre sólo hace de comparsa. No obstante, tres puntos llama­ ron mi atención: el uso que hacía del término «despersonaliza­ ción», lo que decía de sus depresiones y su reticencia evidente a hablar de ciertos acontecimientos que había vivido durante su permanencia en Indochina.

Las depresiones del padre Según los dichos del señor. . . como de su esposa, esas de­ presiones comenzaron después de su licénciamiento del ejérci­ to y con las dificultades que se le presentaron en Francia para encontrar trabajo. Parecen haber sido bastante seguidas, en todos los casos imponían una hospitalización y llevaron a la de­ claración de invalidez total. Escuchándolo es difícil formarse una idea exacta del cuadro clínico. El padre se conforma con 14 Retomaré esto a raíz de otra sesión.

decir que se deprime, y lo mismo dice la madre. Pero Philippe guarda el claro recuerdo de que esas «depresiones» eran las más de las veces precedidas por grandes cóleras, escenas vio­ lentas que hacía a su esposa, manifestaciones agresivas. • Por lo demás, si entendí bien, sigue en tratamiento ansiolítico o antidepresivo, no lo sé a ciencia cierta.

La despersonalización E n la prim era entrevista que tuve con él, el padre me decla­ ró desde el comienzo que todos los problemas de Philippe, a raíz del accidente, desde luego, eran las consecuencias de un fenómeno de «despersonalización». Retomo ahora, literalmen­ te, el comienzo de mi entrevista con Philippe y su padre. Philippe: Estoy convencido de que cuando volví del Perú era necesario hacerme internar, hacer de mí un alienado. E l padre: La embajadora sabía que hacía falta un motivo grave para hacerte repatriar, entonces tú buscaste una solución y te hiciste hospitalizar en un hospital de Lima. Philippe: Ningún texto preveía que uno pudiera regresar si estaba desprovisto de dinero. Me hicieron pasar por loco. E l padre: Su partida para el Perú fue para Philippe una rup­ tu ra de la afectividad, con el medio familiar. No era capaz de hacerse cargo de sí mismo, tenía una doble personalidad. Padece de despersonalización. %o: ¿Qué entiende usted por despersonalización? E l padre: E n ciertos momentos se produce una ruptura de su personalidad, es entonces cuando hace locuras, estupideces, bajo el imperio de su otra personalidad. Cuando. Philippe era chico, era muy bueno, muy afectuoso, nunca fue castigado. Quizás era el contragolpe de la manera en que me habían cria­ do mis padres. Yo: ¿Usted cree que hay una relación entre sus fenómenos depresivos y su infancia? E l padre: No tanto mientras estuve con mis padres, quizá después cuando fui a la escuela militar, era muy duro, draco­ niano. Pasaban la revista dé détail, si perdías un dedal de cos­ tu ra te suprimían cuatro días de licencia. Eso marca el psiquismo, acontecimientos así en la adolescencia. Eso trasforma a hombres en espíritus rebeldes. Yo: ¿Cómo pudo soportarlo usted?

: E l padre: ¡Oh! E stuve ahí sólo de los trece a los dieciocho años. Después me enganché por cinco años. Pero fue muy duro en 1a escuela militar, eso crea otra personalidad. Eso, hasta te despersonaliza. Terminas por pensar lo contrario de lo que te dicen. E n ese momento intervino Philippe; y comparó esa expe­ riencia del padre con lo que le había ocurrido en Pucallpa, con los malos tratos que sufrió y el agujero en la cabeza que le habían hecho para «desagregar su pensamiento» y «arrancarle su secreto». Me volví hacia el padre para recibir su opinión. E l padre: E s difícil decirlo. (Se vuelve hacia Philippe.) Cuan­ do te hicieron ese agujero en la cabeza,15 ¿de verdad que fue sin motivo serio? ¿No habías hecho nada? Philippe: Ya te lo he dicho, eran las voces las que lo exigían, es poique soy bretón, como tú. Philippe, para explicar esas pruebas por las que debió pasar, vuelve sobre sus temas de lo «irracional», las fuerzas «extrareales» que gobiernan a los hombres, los «dioses invisibles». El padre escucha visiblemente interesado; le pregunto en­ tonces qué piensa de las tesis de su hijo: E l padre: Puede ser que él tenga ascendencias en este asun­ to: en mi familia se es cura o militar, mi prima hermana es monja, puede haber una relación genética con este tipo de mi­ to, una herencia. Yo: ¿La herencia entre qué y qué? E l padre: La herencia entre la magia negra, el más allá y la génesis de lais cosas. La religión y la magia negra. (Se detiene u n instante.) No es la misma cosa, pero en fin. . . las depre­ siones, también eso es terrible. Cuando sobrevienen, tengo el sentimiento de comparecer ante la muerte;16 y nada más. No 15 Philippe pretendía que le habían abierto la cabeza sin que él lo supiera, y adujo como prueba una cicatriz dei cuero cabelludo, que no se debía al acci­ dente automovilístico. Ahora bien, la descripción que Philippe hizo en eBe momento de esta «abertura de su cabeza» era francamente delirante: ly este carácter visible­ mente se le escapó al padre, quien preguntó a Philippe si no fue un castigo por no se sabe qué falta! 16 «Comparecer ante la muerte» es una expresión que aparece a mentido, con estas mismas palabras, en el discurso de Philippe.

pienso en otra cosa; es lo que las hace tan terribles. La menor contradicción me deja completamente aplastado. Es que los nervios ya no responden. Me quedo completamente vaciado de toda sustancia, enfermo de guardar cama, no tengo voluntad de levantarme, de hacer cosa alguna, pierdo todas mis ilusio­ nes. ¡Y me recuerda que siempre ocultaron sus depresiones a los hijos! E ste pasaje m uestra que si también el padre de Philippe intenta hacer inocentes a sus padres, de negar todo vínculo causal entre sus primeros años de infancia y las depresiones, no ocurre lo propio en lo que toca a su adolescencia pasada en la escuela militar. Muy pocas cosas son las que puede decir sobre «sus depresiones», y me asegura—en un pasaje que no he citado— no recordar él momentos de ira que pudieron opo­ nerlo a su esposa antes de caer én la depresión, como lo afirma Philippe. Pero establece una relación de similitud entre su «en­ fermedad», su sufrimiento en el momento del vivenciar depre­ sivo y el vivenciar de su hijo. Acaso como si, por ese medio, pudiera m antener un lazo con Philippe, sin por eso contradecir la convicción de su esposa, -y la suya propia, de que la única causa responsable era el accidente. ito que pudo tomar el térm ino .«despersonalización» del discurso médico, pero no es térm ino de uso frecuente, y aquí se repite con una insistencia extraña. Llegué a preguntarme si la imagen que este término le enviaba no era la de un sujeto a quien habían robado su propio cuerpo, más aún que su personalidad. Y frente al inte­ rés no crítico con el cual escuchaba a su hijo describir sus expe­ riencias delirantes, también me pregunté si no estaría más dis­ puesto de lo que parecía a compartir algunos temas de aquellas, si no estuviera ahí su esposa para estorbar todo acercamiento entre el padre y el hijo.

Una cuestión: ¿Indochina? Si el padre de Philippe habla con facilidad de sus períodos de residencia en Africa-como militar, hará, una sola referencia a Indochina, que lo obligó a presenciar, según en cierto momen­ to me dice, el «ciclo infernal de la violencia y las atrocidades». Lo cual es bien cierto, como lo prueba el acontecimiento que narra:

«He visto camaradas después que habían caído en manos de los viets. Les habían arrancado los ojos y les habían puesto las partes genitales en la boca. Eso, eso ha marcado mi psiquismo. Contrariam ente a mis padres, yo soy de una sensibilidad ex­ trem a, yo no tenía vocación para hacer una guerra cotoio'esa. Ella ha provocado un desdoblamiento de mi personalidad, que quizás es hereditario, y que ha repercutido en Philippe». Dominado por la emoción que suscita en él ese recuerdo de la escena de horror, por la primera vez se ve al padre establecer una relación de filiación directa entre su «desdoblamiento de la personalidad» y la «despersonalización» de su hijo. Lo que no le impedirá term inar la entrevista con estas palabras: «Usted sabe, lo quiero mucho a Philippe, pero es un disminuido defini­ tivo a causa de su accidente, no se puede hacer nada». Impresionada por el horror de la escena que él me había con­ tado y por su emoción, le pregunté si otros acontecimientos igualmente trágicos signaron su estada en ese país y ese in­ fierno. La respuesta file haberlo olvidado todo, que las depre*siones habían borrado17 todos sus recuerdos, que creía sin em­ bargo . . . nunca sabré adonde enviaba ese «sin embargo» por­ que el padre cambió bruscamente de teama. Al final de la entre­ vista me enteraría de que fue mientras estaba él en Indochina cuando su propio padre murió. E n ese momento adoptó un tono muy diferente del que tenía en las otras entrevistas cuando se trataba de sus padres; y dijo: «Mi padre era teniente de infantería, era muy duro,- la me­ nor carta que recibía de la escuela, en que se leyera “su hijo se ha hecho culpable d e . . le provocaba una cólera terrible, me daba una paliza a golpes de cinturón, mi madre era tan dura como él». E s muy posible que a despecho de esta confesión quiera se­ guir creyendo que era.por .su bien, pero esta creencia está to­ talm ente desmentida por la agresividad presente en su breve comentario sobre la actitud parental, en el momento mismo en que se hablaba de la muerte de su padre. Mi interés por lo que pudo haber sucedido en Indochina se reavivó y mantuvo por lo que Philippe dice de ello. . ■17 E sta borradura de los recuerdos por la «depresión» recuerda mucho a Ib borradura de sus propios recuerdos, que Philippe imputa a las voces.

E n el curso de su psicoterapia, siempre que se habla de su padre Philippe vuelve sobre la «adoración» que habrían séntido uno por el otro durante su infancia (pero se ha visto que siendo aBÍ no puede encontrar un solo recuerdo que fuera su manifestación objetiva, con excepción del apelativo afectuoso que él le daba: «conejito»)-, y vuelve a referirse a aquella foto­ grafía cuyo recuerdo lo conmueve todavía, del padre con su uistití. En una entrevista en que de nuevo se hablaba de esa foto­ grafía tomada en Africa, y en que Philippe me explicó lo que para él representa todo país «extranjero», le hube de pregun­ ta r por lo que se decía en la familia acerca de los diferentes destinos militares de su padre. . . Philippe me recordó ¡y con razón! que en su familia no hablaban mucho. Pero tras un mo­ mento de reflexión, agregó que sin embargo hubo «algo» que oyó decir sobre un acontecimiento que habría ocurrido en In­ dochina. Ese «algo», dijo parecerle qué se refería a una misión del padre, que tuvo que i r . . . ¿a llevar una comunicación? ¿a dar una orden? ¿a auxiliar a-soldados en peligro? Ño puede precisarlo, y agrega: «Todo eso forma parte de los recuerdos que extrajeron de mi cabeza cuando estaba en Pucallpa». Pero lo cierto es que eso «oído-olvidado» acerca del acontecimiento hubo de haber impresionado a Philippe, tanto que al comienzo de su psicoterapia, contrariamente a su hábito, es visible que tra ta de hacer un esfuerzo, sin éxito hasta el día de hoy, por tra ta r de recuperar lo que había oído sobre eso. Ahora bien, en los relatos delirantes de Philippe sobre su vivendar en Pucall­ pa, un conjunto de imágenes lleva irresistiblemente a pensar en la descripdón de escenas de torturas. No sé en qué año el padre de Philippe abandonó Indochina; por la madre me enteré de que en el curso de una licencia, y siendo que debía volver a presentarse en su puesto, fue cuando se casó con ella. También file la madre quien me hubo de contar las circunstandas dra­ máticas del nacimiento de su marido: los padres de este (el padre era, también él, militar) viajan en una pequeña embar­ cación por el «mar de la China» cuando se desencadena un tifón terrible. Todo el mundo ya cree que de esa no se salvan, el barco sin embargo consigue llegar a Saigón, donde la madre en catástrofe de tragedia dio a luz un prematuro de siete meses. En China, y en esa época, no debió ser fácil hacer sobrevivir al padre de Philippe. No he tenido ocasión de preguntar al padre lo que pudieron haberle contado sobre ese nacimiento dramá­ tico; comoquiera que fuere, los «mares de la China» aparecen

ya como anunciadores de un peligro de muerte en su nacimien­ to. La prim era hospitalización del padre, por depresión, data de 1959, pero, según los dichos de su esposa, tres o cuatro años antes había habido una primera «crisis». La descripción poco clara que da de esta hace pensar en un episodio confuBipnaLjsi ese es el caso, este episodio es muy poco posterior al nacimien­ to de Philippe. La experiencia vivida en Indochina, ¿habrá representado para el padre una suerte de equivalente, no delirante, de la experiencia vivida por Philippe en Pucallpa? ¿Se habrá visto obligado a presenciar una «escena» de tortura y de muerte que pudo desempeñar el mismo papel que habría de tener para la madre el accidente de Philippe: la aparición en la escena de la realidad de un fantasma de nacimiento signado por la mutila­ ción del sexo y la muerte? Uno también se puede preguntar si el espectáculo de los ca­ maradas a los que les han arrancado los ojos y que tienen en la boca sus partes genitales no fue tanto más horrible y traumáti­ co porque lo ponía frente a lo qué no quería ni ver ni saber de las pulsiones sádicas que, a expensas de él, satisfacían sus pa­ dres so capa de Ja «buena educación» que es preciso inculcar a los niños. Simple hipótesis, si bien fue justamente después de recordar esta escena cuando el padre estableció una relación directa entre las perturbaciones de su hijo, lo ocurrido en In­ dochina y sus propias depresiones.18 Antes de dejar al padre para volver a Philippe, haré una úl­ tim a hipótesis sobre la relación de la pareja antes del comienzo de las depresiones y después. Creo probable que desde que se casaron el padre delegó en su esposa una parte de la autoridad que hasta entonces ejercía su propia madre: su esposa no tuvo que desvelarse mucho para convencerlo de que rompiera toda relación con sus padres, ni para estorbarle que les hiciera cono­ cer a sus dos últimos hijos. Pero lo que uno puede adivinar del carácter del padre sugiere también que en su comportamiento cotidiano este hombre, hasta el momento de caer «enfermo», ha debido de ejercer, en las decisiones de la pareja, la autori­ dad conforme a su concepción del papel del jefe de familia. Oyéndolo hablar, reparando en algunas de sus expresiones, to­ mando conocimiento de la cantidad de procesos que fue capaz 18 Cuando en las demás entrevistas, y en el discurso de la madre, reto­ mado por Philippe y sus hermanas, se atribuye siempre la depresión a las dificultades- económicas.

de llevar adelante en los servidos de la seguridad social, en la inistradón pública, en las diversas institudones que tienen com petenda en m ateria de pensiones de invalidez... llegué a preguntarm e si las depresiones y el tratamiento quimioterapéu* tico que sigue con continuidad desde hace años no concurren á amordazar una agresividad, y aun unos rasgos paranoicos, que deben de existir sin duda. Cuando.la señ o ra... habla de su pareja y cuando el padre se refiere a ella, uno tiene el nítido sentimiento de un corte entre el «antes» de las depresiones y el' «después». L a imagen queenvía el «antes» es la de un hombre autoritario al que la madre sin duda sabía, manejar, pero con las temerosas precaudones que uno toma cuando tiene entre manos una m ateria explosiva. Al decir de la madre, él era quien decidía los castigos que se debían aplicar a los hijos, él quien controlaba los boletines escolares, él quien deddía sobre los gastos domésticos. D espués. . . Y bien, después, el padre es para la madre y para él m ism o «u n enfermo grave, fatigado tan pronto como cambia el viento o la estación del año; es todavía peor en in-. viem o. E s incapaz de decidir nada, es preciso que ella sé ocu­ pe de todo». La imagen del «disminuido» no está lejos, aunque no aparezca. La ausenda de recuerdos infantiles en el discurso de Philippe ofrece pocos indidos sobre las reladones de la pa­ reja. No obstante, a menudo vuelve sobre su aflicción a raíz de las escenas que estallaban entre sus padres, y frente a la reac­ ción de su madre: «Ella no le respondía, sino que le explicaba que era su enfermedad que volvía, y que urgentemente tenía que retom ar sus medicamentos, recomenzar su tratamiento». Toda forma de agresividad, de oposidón, era el signo de una enfermedad mental, que ni siquiera fnereda que ella respon­ diera, y la autorizaba a tra ta r al marido como a un «niño capri­ choso» (piénsese en el despertar de Philippe tras él coma) a quien los medicamentos calmarían. Paso ahora a las hipótesis interpretativas que he elaborado sobre Philippe al cabo de nuestros primeros tres meses de reu­ niones en el servicio asistendal.

C. A la escucha de Philippe19 1. Los recuerdos de Philippe Philippe, ae ha visto,, casi no guarda recuerdos de su vida infantil; de ahí la importancia de los cuatro que conserva, y que evoca con una precisión, una luminosidad totalmente ex­ traordinarias.20 a. Hacia los cuatro o cinco años le gustaba mucho ir a un granero y acurrucarse entre las dos mitades del colchón de un catre plegado. Quedaba ahí metido, dice, como en un túnel o una gruta; a veces llevaba consigo un libro de imágenes, que se ponía a mirar. Ahora bien, un día: «Me acuerdo de que un día tuve una angustia espantosa ante la m uerte. Tenía entre cinco y seis años, no, menos, cuatro años, supe qué era la m uerte, el final de todo, la hada. Por eso después me convertí en Satán, el que espera, el que espera el fin de los tiempos. Todavía hoy siento exactamente la misma angustia que experimenté entonces». . (Philippe cuenta este recuerdo en él curso de la primera entrevista que tuve con los padres, en la cual la madre tomó casi continuamente la palabra para quejarse de todas las des­ dichas que Philippe había causado después de su accidente y convencerme de la supuesta felicidad del mismo Philippe du­ rante su infancia. Versión que Philippe puntuaba con incli­ naciones afirmativas de cabeza, y aun con frases «mi madre tiene toda la razón, ellos lo han hecho todo por mí, todo eso es por mi culpa». Fue en u n momento en que, aprovechando u n breve silencio de la madre, me dirigí a Philippe para pedirle que hablara sobre los recuerdos que él mismo conservaba de su infancia, cuando él refirió el que acabo de citar. Recuerdo que en la madre no suscitó m ás que esta respuesta: «¿Un catre 19 He escrito' esta «versión» al final de los tres primeros meBes de mis entrevistas con Philippe en el servicio hospitalario, con miras a un texto que no ' escribí y que se trasformó en este libro. L a reproduzco fielmente: más adelante se leerán los agregados que me permitió introducir la continuación' de mi relación con Philippe. 20 L a precisión, el realce de una parte de los detalles, recuerdan lo que F reud escribe acerca de dertos sueños.

plegadizo en el granero? N o veo dónde podía estar. ¡Ah! a¡¡$ puede ser, en Bretaña, había un granero y creo que se hábtijt[ comprado u n a cama de m ás, qué se la había puesto alié| arriba».) b. E l segundo recuerdo de Philippe es muy semejante. Tie¿ ne de cinco a seis años, un poco más o un poco menos, está etí su cama, quizás enfermo: «Me acuerdo que yo alucinaba (El término es de él.) olas enormes que venían del fondo de la cama y sumergían mi roa-' tro. Yo tenía la certidumbre de que iba a morir, y esperaba eii silencio que ocurriera». c. Los otros dos recuerdos se sitúan también en esoB añóÉ de la infancia que precedieron a su ingreso a la escuela. Pasaba sus días solo en el jardín de la casa paterna. Tenía dos grandes placeres y dos juegos privilegiados. Se había convertido en ten do un experto en descubrir en la tierra pequeños agujeros qué atestiguaban la presencia de un nido de grillos; con una ramiti «tentaba» el agujero hasta el momento en que veía aparecer ál pequeño grillo. Y cada vez lo contemplaba con alegría y mará1; villa. Ahora bien, un día que estaba ocupado en esto, en lugai1 del grillo, vio salir del agujero «una enorme araña, negra y peluda. Tuve un miedo enormé; y todavía ahora, cuando se lo cuento a usted, siento que mé pongo a tem blar y experimento el mismo sentimiento de horror.* de terror». d. Por fin, produce una última imagen que ha de recurrí* con insistencia durante estos tres meses y que permaneceríá para mí totalm ente enigmática hasta el momento en que hubo de aparecer un sentido posible, en el curso de una entrevista muy posterior: él, que perseguía en el jardín unas mariposas blancas, absolutamente fascinado por el vuelo «en quincunce#. de sus alas, y que trataba de im itar esos movimientos con sus brazos y de trazar el mismo itinerario en zig-zag. Su vuelo lo asombraba y lo fascinaba, agrega. [Aunque ya no se trate de la infancia, recuerdo en este mo­ m ento la respuesta que dio Philippe a mi pregunta relaciona-r da con los recuerdos que conserva acerca de su salida del coma:

«Cuando yo estaba en coma yo no estaba muerto; sentía un jío terrible, un frío intenso. Cuando abrí los ojos quédé asom­ brado. Se me había prohibido ver mi nacimiento, siempre ha­ bía querido verminacimiento; entonces cuando abrílosojós...». y mima con el rostro la expresión de una «enorme sorpresa¿. Agrego, a raiz de esto, un detalle que no di en el resumen de mi prim era entrevista con la madre. Cuando ella me comunicó que fue veinticuatro horas después que habían decidido dar su asentimiento a la donación de órganos cuando Philippe salió dél coma, precisó que la primera vez que Philippe entreabrió los ojos, y una vaga luz apareció en su mirada, coincidió con el momento preciso en que su padre se inclinó sobre él llamándolo «conejito». Todo esto sucedía, nótese bien, en presencia de Philippe, quien en ese momento interrumpió a sus padíes para dSrmsr:. «Cuando abrí los ojos, vi m i nacimiento».']

2. Los temas y las teorías delirantes de Philippe Exceptuados esos cuatro recuerdos, el discurso de Philippe privilegia por veces dos temas: o bien habla de su experiencia delirante y de las teorías que ha deducido sobre su propia iden­ tidad y sobre las leyes que gobiernan a los hombres y al mun­ do, o bien habla de su vivenciar actual, del vado y la desespe­ ranza presentes en su vida, de su deseo de «autólisis» (Philippe nunca emplea el término suiddio, sino autólisis, escogido, su­ pongo, en fundón de la imagen de disoludón de la materia que comunica), de su imposibilidad de investir un proyecto cualquie­ ra para un tiempo futuro que le parece tan tétrico como su pre­ sente, que no le ofrece objetivo alguno que pudiera justificar los esfuerzos necesarios para alcanzarlo. En la serie de sus en­ trevistas se produce a menudo una altemanda: ora habla casi exdusivamente de lo sucedido en Pucallpa, y por dramáticas que sean las experiencias que narra no está deprimido, ora el delirio está casi ausente de su discurso y sólo están presentes los tem as depresivos. Paso a considerar ahora los postulados esendales de su delirio. a. E l sistema de parentesco según Philippe . Todo sujeto tiene dos padres: un padre biológico y un padre espiritual. Philippe repetirá con frecuencia que nunca pudo

considerar a su padre como un padre, sino que lo vio siempre como a un hermano. El padre espiritual es una fuerza trascen­ dente, un creador universal, el Padre de todos los humanos. Pero este «padre», á quien por veces llama Dios, Yahvé, uno de los dioses, una Fuerza, sólo ha creado robots. En el origen de la especie humana hay un creador de robots, de entidades electro-biológicas, construidas sin deseo, sin finalidad y ni si­ quiera con un propósito lúdico. El origen remite a una suerte de a-causalidad en estado puro, a una a-racionalidad total. Cuando Philippe habla de su padre «biológico», uno siente que se ha empeñado vanamente en dotar a esta imagen de un poder simbólico; de ahí su insistencia en afirmar el conocimiento que su padre poseería, contrariamente a él, de todo cuanto atañe a la ley. Pero cuando uno intenta hacerle decir qué en­ tiende por esto, como prueba de su afirmación sólo encuen­ tra la tendencia chicanera del padre hacia la seguridad so­ cial, hacia la istración de correos y telecomunicaciones. . . El concepto de Ley remite aquí a su acepción más pedestre, más operatoria; lo que el padre de Philippe demanda de la Ley es hacer reconocer a la istración, ella misma represen­ tan te de la Organización social, el buen derecho de sus reivin­ dicaciones económicas, los prejuicios que le habían causado el ejército, su no responsabilidad por las estupideces que pudo ' hacer su hijo. Cuando pregunto a Philippe si para su madre también existe una duplicación entre lo biológico y lo espiritual, llevado por un p rurito lógico me responde primero afirmativamente. Pero tra s un momento de reflexión, agrega: «No, no es lo mismo. A mi m adre nunca la consideré como a una hermana. Siempre la he visto como perteneciente a la fam ilia...»; sigue el nombre de la familia de la madre. A su madre la percibe como la repre­ sentante de los elementos que componen el conjunto «entidad familiar», la suya incluida. En cuanto a su concepción de la familia, es monolítica: la familia es un todo indivisible que debe permanecer siempre unido; cada uno tiene una- obligación irrestricta hacia los de­ más; un elemento solo no se debe separar de ese todo, ni entrar en conflicto con él. El no lo tolera, lo siente como la amenaza de un estallido, de una desintegración de esta totalidad «conjuntofamilia». E s probable que este miedo fuera reforzado por el hecho de que desde que tuvo seis años, el padre periódicamen­ te se excluía de la familia a causa de sus hospitalizaciones psi­ quiátricas. E sta exclusión debía de ser tanto más amenazadora.

para Philippe cuanto que la madre nunca dijo a los niños dónde estaba el padre (cuando pregunté a la madre qué explicación les daba de la ausencia de su marido, respondió: «Yo no sé lo que les deda, de todas maneras ellos no preguntaban y de to­ das maneras yo no les habría dicho dónde estaba su padre, eran muy pequeños»). ¿Ha percibido Philippe la presencia de «una locura» o de una afección mental en el padre, ha oído a su madre decirlo? No se lo puede probar, pero se lo puede su­ poner. Cuando Philippe habla de la necesidad de que el grupo fami­ liar permanezca indiviso, retoma a su manera una concepción presente en el discurso de la madre: su insistencia es tanto más sorprendente cuanto que, desde su regreso a Francia, sabe que sus padres recibirán su pensión de retiro, abandonarán definitivamente París y dejarán casi totalmente de verlo. Ade­ más, fue Philippe el primero en romper ese pacto de indivisión cuando partió para el Perú: cosa harto asombrosa, este autorreproche nunca aparece en su discurso. ¿El sufrimiento vivido allá le habrá permitido expiar su falta? Puede ser, pero la «expiación» no impide que Philippe pase fines de semana en casa de sus pa­ dres, y todas las veces su comportamiento depresivo se acen­ túa: no cambian una sola palabra (pero a menos que Philippe fuera hipomaníaco, no veo qué otra relación sería posible. Para que haya intercambio, desde luego que hace falta encontrar un interlocutor), y deja correr lo más claro de su tiempo sea dur­ miendo, sea silencioso en una silla a la espera del momento en que deba reintegrarse al servicio asistencial, lugar que empero ardientemente desea abandonar. Uno puede pensar que es só­ lo en condición de cuerpo-muerto, re-sacrificado y re-expiante, como puede reencontrar un lugar en el conjunto familia; «cuer­ po-muerto» que no tendría otra función que asegurar la pre­ servación del volumen y del peso inicial del conjunto. b. L a energía del mundo E sto nos lleva al segundo tema delirante de Philippe sobre la homeostasis energética del mundo. Para Philippe hay una suerte de homeostasis (y/o a veces de conflicto) entre la ener­ gía de los tres elementos que componen el mundo: los huma­ nos, los vegetales, los minerales. Todo elemento que se agre­ gue a uno de esos conjuntos lo hará a expensas de un elemen­ to destruido en uno de los otros dos. Lo mineral sin embargo, en su teoría, tiene un estatuto particular que no deja de recor­

darm e a la teoría freüdiana sobre la pulsión de muerte. Reprep senta conjuntamente á la muerte y a la eternidad, el comienza! y el fin de lo vivo, el estado á que uno aspira y un mundo fno| que mete miedo (mis fórmulas reproducen casi literalmente lá || de Philippe: de haber leído Más allá del principio de placer, néfj podría expresar más fielmente su acuerdo con el texto). SÉ Philippe, «mineralizándose» los días que pasa junto a sti§| padres, espera quizá pagar la deuda del conjunto de los vivogi que forman su familia, con el mundo «mineral» dél que haii^ ■tomado una parte de energía. En efecto, si Philippe no se ré*J procha su partida, si no parece vivirla como una deserción una traición, se reprocha con vehemencia haberse rehusado dí sufrir. Cuando le hago notar que el sufrimiento psíquico estáiü lejos de haber sido excluido de su vivenciar; que, a mi pareceres aun ha llegado al límite de lo posible, lo ite, pero enseguidtó agrega que habría debido ser capaz de sufrir todavía más. De'| lo que sobre todo se acusa es de no haber dado el famoso saltaj hacia atrás, que habría tenido por consecuencia su muerte^| Ahora bien, en una entrevista en que de nuevo se hablaba dáj ese «salto hacia atrás», Philippe hubo de precisar que eso qué3 le pedían «solamente u n mono habría sido capaz,de hacerlo^: pero ruó u n ser humano». En ese momento me acudió por aso^j ciación la fotografía del padre con aquel uistití cuya muerte! coincidió, poco más o menos, con el nacimiento de Philippe.i! ¿Representa este pequeño mono amado por el padre, para Phi-'J lippe, el único «hijo» que el padre habría podido concebir sirt'j ten er necesidad de una mujer? ¿El «hijo» que su llegada álí| mundo condenó a muerte? ¿El que él quisiera reencarnar? «Hi¿1 jo mono» que se habría visto dispensado dem orar en el vientre-!] .de la m adre, de quien el padre habría sido único procreador^! que habría podido recibir toda su afección sin que la madrej pudiera estorbarlo. Llamar a un niño pequeño «conejito» no ea-l raro en el lenguaje parental, ¿pero no está la importancia que| este apelativo cobra para Philippe en el hecho de que lo desigí | na como un animalito tan encantador como el pequeño uistití?^ De este pequeño mono muerto ha visto una fotografía,- cuandó| . ninguna ha visto de él mismo niño. Agrego que, cuando P hií| lippe se refiere a esta fotografía delante del padre, casi treintó| años después, visiblemente el padre se emociona tanto como élg con el recuerdo de este pequeño mono «que era encantado#! como no hay, al que yo quería y que me quería mucho». Dentrd^ de esta perspectiva adquiere un valor particular lo que la m&?| dre me había dicho en el curso de la primera entrevista: eíi

primer destello de vida anunciador de la salida del coma había aparecida en el momento en que el padre de Philippe se había inclinado sobre él y lo había llamado conejito. 1 A la duplicación de los padres en el sistema de parentesco de philippe (el padre biológico y el padre espiritual),: un padrehermano humano y prójimo opuesto a un padre-dios que sólo crea robots de quienes se burla, Dios al que en la secuencia de las entrevistas las mas de las veces llamará Yahvé y al que en ese caso describe como una inmensa araña que construye inde­ finidamente su tela —imagen de una madre arcaica, si las hay—; a esa duplicación, entonces, parece oponerse otra entre un hijo biológico nacido del padre solo, pero que no puede ser más que un pequeño conejo o un pequeño mono, y un hijo «ma­ terno» bajo el dominio de la araña, encerrado para siempre dentro de su tela, y no más libre que una marioneta de quien manejará los hilos. E ntre esas dos imágenes identi&catorias, una y otra imposibles, se esboza una tercera que no es más regocijante: la de un elegido, un sacrificado, pero para un fin que permanece asaz enigmático. Será sólo en las sesiones fina­ les cuándo Philippe intentará estructurar mejor esta idea de sacrificio ligándola con su ideal infantil de una omnipotencia ál servicio del bienestar de su familia. c. Las teorías de Philippe sobre el origen Comencemos por el origen del mundo: el mundo como lo co­ nocemos es el resultado dé un estallido atómico entre diferen­ tes planetas y, más particularmente, entre dos soles mucho más grandes que el nuestro.. Hay una relación de identidad entre lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande; del mismo modo como el tiempo es circular y como no se puede separar el pasado del futuro, no se puede separar el todo de la hada. No solamente existe, se ha visto, una circulación energé­ tica entre el mundo vegetal, el mundo animal y el mundo mine­ ral, sino que a fin de trayecto el mundo vegetal y el mundo mineral prevalecerán sobre el mundo humano, que en el espí­ ritu de Philippe parece haber venido a romper el equilibrio a-conflictual que existía anteriormente entre los minerales y las plantas. En el momento en que Philippe contó el episodio de la araña que salió del agujero del grillo, y el terror sentido, que revivía . en el acto mismo de narrármelo, por mi parte pensé, como todo

a? 1

analista supongo, en un fantasma de escena primitiva. La fas:i cinación de Philippe por el «encantador pequeño grillo», al qué| hacía salir del agujero en que hundía un «bastón pequemto>|¡ evocaba la imagen de un pequeño pene que se hundía en uii| pequeño agujero de la tierra-madre y daba nacimiento a un j pequeño grillo. Todos esos, «pequeño», que por otra part$J acompañan a una de las raras vivencias de la infancia de quej Philippe se acuerda con placer, me parece que tienen por obla jetivo exorcisar a otro fantasma de nacimiento muy angustian^ te. Reéuerdo que uno de los temas insistentes del delirio dé Philippe es ese lamento, esa queja.de que «le han prohibido veri su nacimiento». ¿Prohibición de ver la sexualidad parental?; Puede ser. Pero más esencialmente prohibición de oír y de in-í terp retar lo que en el discurso parental se manifestaba ora por? el silencio, ora por mentiras. Silencio sobre las razones de la í ausencia del padre, mentira en ese discurso que pretendía qué| la familia debe formar un todo, que cada uno debe ser solidario!; de los demás, al tiempo que las escenas «incomprensibles» aá que el niño asistía importaban una desmentida evidente a ese,:! discurso. Pero imposibilidad y prohibición de pensar sobre to-'J do el deseo de la madre: imposibilidad, si se acepta la hipór“ tesis que antes propuse, porque la madre nunca pudo investir* a ese «diferente» que es Philippe; prohibición porque era pre-:¡ ciso sobre todo no traer a la luz ese no-deseo de vida que élj trasgredió naciendo. El pequeño grillo inofensivo que sale del| agujero es el representante de un niño pequeño al que se pue-| dé am ar y en el que Philippe se puede reconocer, como se po-jl drá reconocer después en el coñejito y el uistití del padre. Tent/ tativa de dominio, de mantener fuera de la escena a otro fan41 tasm a primero de nacimiento, al que de repente viene a hacer| visualizable la araña peluda que aparece en lugar del pequeño * grillo esperado. El cuerpo materno puede engendrar sólo lpj miBmo, y. esto mismo es un monstruo peludo que, como Yahvé/ •: dios de los robots, desde el comienzo mismo encerrará en sugí telas a los objetos que crea. En el curso de la entrevista final ; que yo habría de tener con Philippe en el servicio asistencialjj en el momento en que sus padres se disponen a partir para siií retiro, y que se produjo dos días después de una tentativa de| suicidio, él comparará abiertamente a su madre con una arañaf que ha tejido una tela en la que su padre ha quedado defínitiá vamente enredado.

d. E l orden del mundo según Philippe Si Philippe, sobre su primera infancia, no posee más que los cuatro récuerdos que hemos consignado, en cambio recuerda hasta en los detalles su fascinación, desde los ocho o los diez' años, por una serie de tiras de dibujos y de series televisadas que narraban las aventuras heroicas de una pequeña abeja. El muy precisó relato que de ellas da, devela el préstamo que Philippe, pasada la infancia, hará de ese recuerdo de algo vistooído para construirse su teoría del orden del mundo, de la or­ ganización del campo social y de sus causas originarias. Lo primero que impresiona en su teoría es que en realidad no hay origen, sino un espacio ya organizado y que debe per­ manecer idéntico: el espacio geométrico y ordenado de la col­ mena. Para Philippe, las abejas son los defensores preciosos del orden. Su tarea es captar, según un programa preestableci­ do, un conjunto de informaciones que trasmitirán a sus compa­ ñeras de equipo. Por una doble razón la colmena es un espacio y un mundo ordenados: las abejas trabajan en cooperación, no se querellan nunca, siguen con alegría un programa inscripto de una vez para siempre en sus células y, además, una colmena sólo podrá dar nacimiento a otra colmena, igualmente ordena­ da, que repetirá la misma organización del espacio, del tiempo y de las relaciones entre sus elementos. Cuando pregunté a Philippe por lo que sabía, de niño, sobre la reproducción de las abejas, me respondió que nunca se había interesado por esas cuestiones (sexuales, agrega), pero que piensa hoy que lo único, importante es que dentro de su mundo toda diferencia es anu­ lada y compensada por la identidad de las funciones, por la ausencia de toda jerarquía. Si uno tiene en mente lo que PhiHppe dice sobre el lugar de hermano que da al padre, es evi­ dente que dentro de este mundo de la colmena el padre forma parte del conjunto de las abejas obreras. En cuanto a la reina, Philippe le concede poca importancia;21 desde luego, sabe que en una colmena hay una reina y sabe también que corresponde a las obreras alimentarla, pero agrega: «ere los dibujos que yo miraba nunca se hablaba de ella, para m í era como si no exis­ tiera. E l héroe era Una pequeña abeja llamada Joe, y sólo se narraban las historias que ella tenía con las otras pequeñas abejas y ei combate que libraba contra las avispas». 21 Sin duda es el precio a pagar para que él pueda construirse una teoría Bobre un mundo posible, que sería razonáble e investible.

En efecto, al mundo ordenado de las abejas se opone el iñjjjj do de la anarquía propio de las avispas. Su único propósito! una picadura gratuita y que hace mal. No sirven para nadá^l pueden hacer otra cosa que ejercer un poder de hacer sufritíl además, «ni siquiera es seguro que eso les cause placer». ( y | de las expresiones frecuentes en sus padres, al decir de su hm es «Philippe se mete siempre en avisperos de los que despili hay que sacarlo porque él es incapaz de librarse solo».) Deál luego que uno no puede saber qué sueño perseguía el Philipj| de diez años leyendo con pasión las aventuras de la pequéfi abeja, pero la teoría del Philippe a quien yo encuentro pone J relación por una parte las pequeñas abejas y los pequeños manos, y por la otra el objetivo de las avispas y el de los diose| A las abejas, pequeños robots contentos, opone esos humatía que no saben que son sólo robots, pero robots sometidos a li «programa» que, contrariamente al de las abejas, no responf a ninguna finalidad racional, a ningún orden que pudiera llegá a ser fuente de placer, y sobre todo que fuera capaz de abolir^ conflicto.22 Al mundo de la anarquía de las avispas hace corré| pondencia el proyecto absurdo de esos dioses cuyo acto cread! está privado de todo sentido, de todo fin aceptable. El suiÉ miento que la picadura de la avispa produce es tan gratui|i como el sufrimiento impuesto por las «voces» que le ordenabp m atarse, dar un salto peligroso que sólo un mono habría podiíft consumar, que lo metieron en una máquina destinada a «deáfij teg ra r sus huesos», y todo ello sin que él pudiera comprenda el porqué y sin que ni siquiera estuviera seguro de que.4| dioses de quienes las «voces» manifestaban sus intenciones e | perim entaban al menos un poco de placer. .| Pero como Philippe es un hombre y no una abeja, intente^ infundir un poco de sentido en esta locura de los dioses denii| ciando la absurdidad de su proyecto y tratando de hallar til propósito que justificara ese sacrificio de la vida, que le pidtí|

B. Tres cuestiones en suspenso E n las notas que yo había tomado, en momentos en que tetí| la intención de poner fin a esas entrevistas, destaqué tres ciiSl tiones que me parecían tan importantes como enigmáticas: !:! 22 Aunque fuera al precio de una robotización aceptada.

. a. La extrañeza del rompecabezas identifícatorio a que re­ mite el discurso de Philippe: él es por veces, y a menudo con­ juntamente, Satán, Adán, el primer hombre, el primer robot, ^ origen de la especie humana, aquel por gracia de quien po­ drá nacer un mundo nuevo, pero también el responsable del, final de toda vida. A lo cual es preciso agregar el conjunto de ésas imágenes en las que Philippe parece contemplarse: el conejito, el uistití, el pequeño grillo, la mariposa blanca que vue­ la «en quincunce» y de quien intenta reproducir el movimiento de las alas, el héroe de las aventuras dé las abejas y quizás uno de los habitantes del mundo de las avispas. Satán parece sin embargo tener una posición preferencia!: víctima inocente de no se sabe qué falte que injustamente le reprochantes al mis­ mo tiempo una duplicación de San Pedro y de sus poderes. Si este último posee las llaves del Paraíso, Dios ha encargado a Satán guardar en el infierno a los que él ha metido allí. En la descripción que de Satán hace Philippe, sigue teniendo alas, prueba, dice él, de su naturaleza mixta de ángel y diablo. Mien­ tras que la ironía y hasta la agresividad están presentes cuan­ do Philippe habla de Dios, se refiere a Satán siempre con una ternura que no deja de recordarme a su expresión cuando evo­ caba al «encantador pequeño grillo». b. La intensidad del afecto movilizado en Philippe por el re­ cuerdo del gusto «infame», «incalificable» de ese cacto que ha comido, ingestión a sus ojos responsable de la catástrofe psí­ quica que siguió. Cada vez qué Philippe hablaba de esto, apa­ recía en su rostro una expresión de disgusto, de repulsión, tan intensa como rara vez la he encontrado. El término «infame» \infame\ me había impresionado tanto más cuanto que había aparecido dentro de un contexto muy particular en el curso de la primera entrevista. Philippe nos comunicaba su fascinación por la lengua sa y nos hablaba del tiempo que dedicaba, antes de su partida para Perú, en in­ vestigar en el diccionario el sentido exacto dé las palabras: «El francés ha sido ciertamente la primera lengua que los hombres lian hablado y por eso es la más rica y la más exacta». Sólo que, había precisado, «se ha cometido un error en el diccionario, se habría debido escribir u n ferróme y une homme [un mujer y ina hombre]». En ese punto recapacitó y agregó sonriendo: «Se podría ¡reer que hago un juego de palabras entre unfem m e e infám e; íio es el caso. Estoy seguro de que en el francés antiguo —el

verdadero— (¿la lengua fundamental de Schreber?) se deqíf únferrrvme y une homme». c. Las circunstancias que provocaron su partida. Philip^ nunca había considerado la posibilidad de abandonar Franctí| un día se encontró por la calle con un joven peruano que'tj detuvo para preguntarle por una determinada calle. CamirÉ ron un trecho juntos y se sentaron en un café. Desde el n i| m entó mismo eri que Philippe se encuentra con la mirada di este hombre, se le impone «la certidumbre absoluta» de qüf debe abandonarlo todo e irse al Perú. En los días que sigueif comienza a vender los objetos que posee, libra algunos chequé| sin fondos, adquiere dos pasajes de avión y parte con ese jovef dos o tre s semanas después que se conocieron. | Para Philippe, su decisión está enteramente justificada: sf «amigo» (desaparecerá de su horizonte muy poco después di su llegada al Perú) le había afirmado que «una chica lo espéj raba desde siempre en Lima»; además le había asegurado qüf una vez allá, nada le sería más fácil que «establecer un puentf comercial entre el Perú y Francia». Pero sobre todo estaba ¡| atractivo de la «mirada». ^ Philippe no critica ninguna de las dos predicciones, no obs| tante que le resultaron bien falsas. En el relato que hace dí este encuentro, la fascinación ejercida por la mirada del pei ruano es presentada como la razón esencial de su partidáj Cuando uno intenta hacerlo hablar de su vida anterior a eáí viaje patológico, Philippe afirma que nada especial había suca dido. Su trabajo lo aburría, pero era un buen empleado a entá ra satisfacción de sus superiores (lo que sus padres confirmad! una golondrina no hace verano). Es verdad que siempre vivíí solo, pero estaba acostumbrado, se consolaba escuchando miij cha música. E s sobre ese fondo de grisura, que hace pensar et una depresión a la sordina, donde irrumpen el encuentro, e: efecto de fascinación que produce en Philippe, y su certidunij bre absoluta (delirante) e inmediata del destino que lo espetl en él Perú. Hay que recordar que al decir de Philippe y de siil padres, no hay huellas de elemento alguno delirante hasta es| momento de su vida.23 23 En el historial de Philippe existen diversos informes, h e c h o B en el curat de los años que van del accidente a su partida a Perú, por médicos que lo ateri; dieron por razones médicas: ninguno contiene la menor alusión a un trastoriií psíquico, aunque fuera mínimo.

Desde luego el significante «Perú» me hizo pensar en la con­ notación mágico-mítica del nombre de ese país: la tierra del oro, de la riqueza, de la realización de los sueños infantiles, pero esto no es suficiente para explicar la función desencade­ nante de aquel encuentro. E s sobre todo la mirada, insiste, la5 que lo fascinó; ¿qué vio en esa mirada? Philippe ya no sabe decirlo, «el rostro de ese hombre, su mirada, su voz. . . todo ello forma parte de los recuerdos que retiraron de mi cabeza cuando estaba en Pucallpa». Me inclinaría por la hipótesis de que esa «mirada» (y sin du­ da también lo que Philippe oyó en las promesas-predicciones enunciadas por la voz de este hombre, suerte de delegado, de embajador de lo ignoto) ha provocado el fenómeno de interpene­ tración, que ya analizamos, y desembocó en el develamiento, tan imprevisto como violento, de lo que Philippe no sabía sobre su propia busca identificatoria, sobre el precio que hasta en­ tonces había pagado por preservar esta ignorancia. Devela­ miento que explica ese sentimiento de certidumbre absoluta de que da constancia Philippe.

D. H a d a una nueva versión La última entrevista eri el servicio asistencial Para fines de enero, había tenido con Philippe una docena de reuniones: desde hacía m ás o menos un mes, lo que se podía esperar de esas reuniones tocaba a su fin. Los temas delirantes estaban las más de las veces ausentes del discurso de Philippe, quien parecía no encontrar ya el menor interés en proseguir esta tentativa de infundir un sentido nuevo a su experiencia; la nota depresiva ocupaba el primer plano de la escena: que esta­ ba harto, que no aguantaba más los constreñimientos que lleva consigo la vida en un servicio hospitalario, que de todas mane­ ras no se escaparía, que no veía qué cosa nueva le quedaba por decir, que el veredicto pronunciado en Pucallpa era defini­ tivo . . . Me parecía que las reuniones se habían convertido para él en parte integrante de una rutina asistencial que aceptaba, como aceptaba tomar sus medicamentos, pero con la convicción de que eran inútiles.

Por mi parte, sobre todo después de mi última entrevisté con los padres, yo no estaba lejos de compartir el sentimiento^ de Philippe: sin duda que esas entrevistas habían permitido a> las personas que lo asistían comprenderlo mejor, aceptar cdÉ más tolerancia los conflictos que, periódicamente, enfrentaban H Philippe con los demás hospitalizados, y conservar la espéi ranza de ayudarlo a encontrar una salida. Dar nuevo impulso s i investimiento de Philippe, yo sólo lo podía ensayar si optab|| por una escucha acompañada de un propósito interpretativo^ incompatible, a mis ojos, con el marco de las reuniones. Como: los padres de Philippe abandonarían definitivamente la regióii parisina a comienzos de febrero, habíamos decidido, con eí equipo, seguir viéndolo durante el mes siguiente a fin de que la! partida de aquellos no coincidiera con la ruptura de una relaí ción de la que uno nunca podía saber si, no obstante las apa¿riendas, era para el sujeto más importante de lo que deda y dé lo que se creía. Un m artes, día de mi consulta, en el momento de llegar yo al, servicio me comunican que Philippe, tras haber pasado uív: domingo con sus padres, estada que habría de ser la última, antes de la partida de ellos, había hecho una tentativa de suiddio ingiriendo la totalidad de los medicamentos que le sumi-; rastraban siempre que partía para pasar afuera el fin de sema­ na, y que él había acumulado durante una buena cantidad de semanas. Felizmente la medicación era muy suave, y no bastó para poner su vida en peligro. No obstante, debió pasar veinti­ cuatro horas en un servido de reanimación, y sólo regresaría a: media tarde. Decidí que iría a verlo al día siguiente, y pedí qué se lo anundaran. Llegué al servido a las ocho de la noche, y por primera vez entrevistaría a Philippe en encuentro personal. Comenzó excu­ sándose por haberme hecho esperar unos minutos, y agregó: «Me habían dicho que usted vendría a media tarde. La esperé hasta las siete y media, después creí que ya no iría a venir. Estoy muy contento de verla». Me sonrió y agregó: «Ve usted ¡otro proyecto fracasado! Lo intenté, pero no lo conseguí, y sin embargo estoy convenddo de que la autólisis es la única solu­ ción que me queda. Pero no sé qué habría que hacer para con­ seguirla realmente». Con entrar así en materia, sin embargo Philippe parece visi­ blemente distendido: vuelvo a encontrar la misma calidez que en nuestras primeras reuniones. Para explicar su gesto retoma lo que tantas veces ha dicho: el veredicto de las voces pronun­

ciado en Pucallpa, la falta que él ha cometido rehusándose a sacrificarse, a dar ese «salto mortal», la inutilidad de toda es­ peranza, la autólisis com única solución. . . Lo escucho y le pregunto si no cree que puede haber una relación entre el momento elegido y la partida de sus padres, philippe me recuerda primero que la autólisis siempre formó parte de sus proyectos y que su «crimen fu e premeditado», para prueba, la acumulación de los medicamentos; pero, para mi gran asombro, tras un momento de silencio, se lanza a un ataque en regla contra su madre. E l: Me da igual que mi madre parta; lo que me pone triste es que mi padre se vaya. Mi madre es como una inmensa araña, teje su tela y enreda a todo el mundo dentro. Ella lo regentea todo, ella ha obligado a mi padre a partir, a abandonar esa casi­ ta por él querida, y a sus amigos. Ella lo obligó a venderla, a cau­ sa, dice, de mi locura. Ella teme que las autoridades de la segu­ ridad social le reclamen cuentas, que les hagan pagar por mí. Yo: ¿Su padre no quería abandonar París? E l: No. E s mi madre. Ella captura a todo el mundo en su te­ la, ella lo ha obligado a regresar a las raíces de ella. Vivirán sus años de retiro donde ella pasó su infancia, ella se reencon­ tra rá con sus amigos de entonces, mi padre estará totalmente solo. . . El no quería abandonarme. Le habría gustado perma­ necer cerca de mí. Usted sabe, entre mi padre y yo no se habla mucho, no se habla casi nunca, pero a veces, cuando estamos juntos, los dos silenciosos (¿los dos deprimidos?), nos miramos y entonces pasa una corriente. Y eso, eso es fantástico. Nunca me atreví a decir a mi padre que para mí no puede ser un padre, para mí es como un hermano, uno como yo, semejante. Pero mi madre, ella, sólo sabe hablar de mi locura, de las estu­ pideces, que yo hago. Para ella, lo que acabo de hacer nunca será otra cosa que una estupidez más; estupideces, estupide­ ces, todo se reduce a eso. Con mi padre obra igual desde siem­ pre: cuando él se enojaba, ella le replicaba: «Toma tus medi­ camentos, tú estás enfermo». Yo: Las depresiones de su padre comenzaron cuando usted te­ nía de cuatro a cinco años. ¿Qué cree que representaron para usted esas ausencias, esas depresiones? E l: No sé. Nunca se hablaba de eso en casa. De repente él partía y yo no lo va'a más, eso era todo. Pero quizá me equivo­ co. La palabra depresión. . . (Se interrumpe.) Para mí, eso re­ presentaba una gran bestia negra que se abatía sobre mi pa­

dre, lo capturaba y se lo llevaba, yo no sabía adonde, y yo no sabía si volvería. Yo: ¿Una gran bestia negra, como la araña peluda que una vez encontró de niño? E l: Puede ser, usted sabe que tuve un miedo horrible esa vez. E stá siempre presente en mi espíritu ese horror. Yo no sabía qué era esa gran bestia negra, algo que me quitaba a mi padre, se lo llevaba lejos. (Philippe establece aquí una equi­ valencia entre la «araña peluda» y la «bestia-depresión».) Yo: Sus ausencias, sus partidas para lo desconocido debieron de ser difíciles pruebas para un niño tan pequeño. E l: Yo no comprendía. E ra la misma cosa cuando mis padres discutían. Yo no comprendía, no sabía de qué lado debía poner­ me, a quién debía dar la razón. No debían discutir, en una familia no se debe discutir, de lo contrario eso estalla. Yo: ¿Temía usted que esas discusiones terminaran en el ale­ jam iento de su padre? E l: Yo no podía perm itirm e abrum ar a mi padre. Cuando estuve en el Perú les escribí. Mi padre le ha leído mi carta. (E n efecto, cuando m i primera entrevista con los padres, el padre, para confirmar cuán buenos padres habían sido con Philippe, había extraído de su cartapacio una carta de este escrita desde L im a [por lo tanto, antes del viaje a Pucallpa] y m e había leído el siguiente pasaje: «Papá, ¿no crees que el consejo de tú propio hijo de preocuparse sólo de ustedes dos es el mejor? Ustedes m e han dado lo mejor de su amor, no pueden hacer m ás. Alejen de su espíritu hasta la idea de protección. No se tienen que sacrificar por mí».) Yo: Puede s e r 24 que llegara usted a pensar que sólo su sa­ crificio podía salvar a su padre, pero ¿de qué peligro? E l: La familia debe ser un todo, y o . . . Yo: ¿Se sentía usted excluido de ese todo? E l: Para mí, mi padre siempre fue un hermano, con mis her­ manas no había problema, a veces me peleaba con la menor, pero no era grave, yo la quería mucho. Yo: Unas pequeñas abejas, encantadoras, que trabajan en cooperación, pero ¿la reina madre y la reina araña, ahí dentro? E l: Las abejas son encantadoras, habría debido identificar­ m e 26 con Joe (la pequeña abeja héroe de las aventuras). Nun­ 24 L a repetición de los «puede ser» no es un tic verbal, sino que expresa la forma interrogativa en que se suele presentar a mi espíritu la interpretación. 25 E s un término que Philippe emplea a menudo. En una entrevista ulte-

ca he podido identificarme con nadie. Mi madre pretende que me parezco a su hermano, eso no es verdad. (E n el curso de una-entrevista la madre dirá que Philippe no se parece a su padre, contrariamente a la opinión de este, sino a uno de sus hermanos que, como Philippe, nunca atinaba a tom ar'una decisión, no asumía ninguna responsabilidad, Jumaba dema­ siado y m urió de u n cáncer a la garganta. Agrego que una de las prohibiciones pronunciadas por las voces era la prohibi­ ción de fu m a r.) Yo: ¿Le habría gustado ser una pequeña abeja en una colmena donde todo el mundo trabaja y se quiere? El: Sí, cuando era niño, pero después supe la verdad. Todos somos robots, nadie lo sabe, salvo yo. Cuando creemos encami­ namos a la derecha, en realidad vamos a la izquierda porque nos hacen ir a la izquierda. Nada de esto es muy comprensible, pero es seguro que somos entidades electro-biológicas, en Pucallpa lo he descubierto: allá he visto el rostro de la muerte. Yo: Lo que prueba que no es usted un robot; únicamente los hombres pueden pensar en la muerte. El: ¿Cree en el tiempo, usted? Un poco asombrada por esta pregunta, le pido que me diga lo que él mismo piensa del tiempo. El: Yo no creo que se pueda separar el presente, el pasado y el futuro, todo se reduce a lo mismo. Es demasiado compli­ cado para explicarlo. Yo: Creo que para separar el pasado, el presente y el futuro hay que estar seguro de que uno tiene el derecho de cambiar de objeto, de deseo, de amar a otras personas, de recordar pruebas pasadas .26 Philippe interrum pe mi frase para decirme que yo tengo ra­ zón, ciertamente, pero que yo sé bien que cuando le abrieron la cabeza en Pucallpa le retiraron todos los recuerdos que poseía. Por mi parte le. indico que a veces uno puede preferir no acorñ o r definirá la identificación como el encuentro de un sujeto con «una imagen que llena todo el espacio de una fotografía, que no deja todos esos vacios que la hacen vaga». ■ 26 E s la prim era interpretación que apela directamente a mi concepción teórica sobre la relación del sujeto con la temporalidad. En una sesión poste­ rior tendría la agradabilísima sorpresa de oír a Philippe desarrollar una teoría del tiempo muy afín a la que tengo escrita desde hace años.

darse porque uno teme que eso sea demasiado doloroso o por­ que uno cree que eso está prohibido. E l: Las voces en Pucallpa querían quitarme un secreto que estaba en mi cabeza, pero yo no sé qué secreto. Yo: Puede ser, unos, secretos que sé relacionan con su in­ fancia, con todo lo que usted no podía comprender cuando es­ taba en su cama con olas que lo sumergían, incapaz de solicitar ayuda, de llamar a su lado a su madre. NI: Siempre he sido un niño muy solitario, me encerraba en mí mismo. Yo: ¿E stá usted seguro de que era una elección? Philippe me sonríe, y no responde nada. Fue al final de esta entrevista cuando me sorprendí a mí misma proponiendo a Phi­ lippe verlo en lo sucesivo en mi propio consultorio, lo que él aceptó inmediatamente y con un placer evidente. E sa tarde, en el momento de reunirme con Philippe, yo no había previsto cosa semejante. Dentro del marco en que lo ha­ bía atendido hasta entonces, la continuación de esas entrevis­ ta s durante tres meses sólo se justificaba en mi intención por­ que no tenía el proyecto de convertirlas en el prólogo de una psicoterapia. Y aun itiendo, lo que después de todo es po­ sible, que mi interés por Philippe me hubiera llevado a hacerle la misma propuesta, es seguro que habría dado los indispensa­ bles pasos para concederle, y concederme, el tiempo de refle­ xionar Bobre lo que importaría esa trasformación de nuestra relación, para discutir con él sus ventajás, sus inconvenientes y, sobre tbdo, sus particularidades. ¿Qué motivó esta decisión apresurada1 He ahí una pregunta que hube de plantearme a menudo en el cutsd de la psicoterapia de Philippe, cuya iniciación había res­ pondido bien poco a la idea que me había propuesto. No es fácil evocar con posterioridad el propio vivenciar afec­ tivo y el desenvolvimiento del propio.pensamiento en el curso de unía sesión determinada. Durante la sesión misma perma­ nece latente todo un trabajo de asociaciones, de memorización, de miramiento por el propio vivenciar afectivo (o por la contratrasferencia, si se prefiere): escuchar como analista induce una presencia total en lo que sucede en ese fragmento de tiem­ po que uno comparte con el otro, presencia tanto más intensa cuando se está frente a sujetos, psicóticos o no, cuya palabra

exige esa suerte de osmosis, como me gustaría poder decir, con la escucha de su interlocutor. Si intento recordar y quizás, hay que decirlo, reconstruir lo que sucedió en mí en el curso de esta sesión, ciertos elementos de respuesta son posibles. En toda esa entrevista, en que por vez prim era estaba a. sdlas frente a Philippe, espontáneamente había ocupado mi lugar de analista. La calidez imprevista de la acogida de Philippe me ofrecía la posición de un objeto investido en el momento preci­ so en que yo, por mi parte, y sin habérmelo propuesto, me situaba en la de analista. Movimiento trasfereñcial por parte de Philippe, que percibí como un signo dirigido no sólo a mi persona, sino a esa función familiar con que me reencontraba. Un poco com^ si Philippe.me invitara a valorizar una función analítica que, con toda evidencia, yp investía más que la desem­ peñada hasta entonces en mi relación con él. Forzando un po­ co, y aun mucho, las cosas, podría decir que la actitud de Phi­ lippe vino a revelarme lo que yo sabía, agregaría yo empero en este caso, sobre las posibilidades que abre un análisis y sobre los límites de un abordaje diferente. Prima narcisista a la que por mi parte respondió una valorización de su discurso, que sin ninguna duda le fue a él perceptible. A estas motivaciones contratrasferenciales es preciso agre­ gar mi reacción al contenido particularmente rico del discurso de Philippe durante esta sesión. La manifestación de su agresi­ vidad hacia su madre, el recuerdo de la «bestia-depresión», la referencia que hizo a su relación con el tiempo, no sólo me per­ mitieron, como se ha visto, abordar el campo de la interpreta­ ción: es probable también, aunque no me lo formulara explíci­ tam ente en el curso de la reunión, que haya discernido en ello un prim er resultado, confirmatorio para mí de que ya había­ mos recorrido juntos un tramo de camino. Philippe, debí de pensar en ese momento, acaso no habría podido reconocer y expresar su agresividad si no hubiera entrevisto en mi persona una posible «imagen buena» que lo poma parcialmente a cu­ bierto de un riesgo de retorsión. Todavía hoy sigo creyendo que esa deducción era exacta, pero también me parece que subestimé lo que esta liberación fugitiva de su agresividad de­ bía a su tentativa de suicidio, que no podía menos que infundir­ le el sentimiento de haber pagado de antemano el precio de su rebelión, pprque si había «obedecido» a un «deseo de muerte» imputado a la madre, su sobrevivencia le probaba la posibili­ dad de oponerse a él, de ser más fuerte: prueba y triunfo efí­ meros, como lo demostrará lo que sigue.

Seis meses de psicoterapia Escribo estas páginas durante las vacaciones siguientes a los;i primeros seis meses de la psicoterapia de Philippe en mi domi-f cilio. E n modo alguno soy capaz de prever si Philippe ha de< volver o no para recomenzar. Fue visible que aceptaba mal laT| prolongada ausencia que le impuse, la consideró un signo de.¿ desinterés de mi parte, lo que explica que no acudiera a sus dos-;' últimas sesiones. En su prim era visita a mi consultorio, Philippe me informó que problemas notariales habían demorado la venta de la casa de sus padres y en consecuencia, su partida. Sigue pasando en casa de ellos sus fines de semana, y está de nuevo muy depri­ mido. De m anera repetitiva se tiene que enfrentar al silencio de ellos, a sus preparativos de viaje, a la misma incomprensión : y al mismo discurso: que debe trabajar, no contar más con ellos, hacerse responsable. . . No hay duda de que Philippe es- v tá deprimido, y hay que confesar que la «dura realidad» le.! aporta todo lo que es menester para justificar su estado: la i: crisis económica y su muy modesta calificación profesional ha- í cen muy aleatoria la esperanza de encontrar trabajo; sus pa- •; dres sólo piensan en partir, y la mayor de sus hermanas, que ' se entiende ha de recibirlo tras la partida de aquellos, en sus : días de permiso, parece dispuesta a hacerlo más por deber que ? por gusto; y es bien difícil sobrellevar la vida en un servicio í psiquiátrico, por más liberal y comprensivo que este sea. Pero ; no es menos cierto que estos elementos de realidad no alcanzan l para explicar la depresión de Philippe y la manera en que vive, el comienzo de nuestra nueva relación. Seis meses es lapso hartó breve, comparado con el que de- : manda un trabajo analítico, y sobre todo cuando se está frente ■ a una problemática psicótica. Pero tener que considerar sólo : un trayecto tan breve ofrece una ventaja: uno puede evocar lo v que se dijo (en este caso bastarán simples notas, cualquiera ' que sea el momento del trayecto que uno interrogue), pero ; además, su propia reacción en una forma mucho más verídica que pudieran procurarla simples notas. Es que en el curso de un ¿ análisis lo dicho en-cierta sesión, la interpretación que uno formuló, suelen permitimos datar y explicar la aparición de u n | giro brusco en el trayecto seguido hasta entonces: nada de estos en el caso de Philippe; sólo el trabajo subterráneo de los movi-| mientos trasferenciales, en buena parte velado para nosotros; J

podría dar razón del giro que se insinúa en las sesiones que precedieron a la interrupción por las vacaciones. Antes de ese momento, me parece que dos fórmulas ilustran bien mi viven­ ciar y, creo, el de Philippe: por mi parte, un sentimiento de de­ cepción; en Philippe, un sentimiento de desconfianza y un riiovimiento de retirada. Ya critiqué el carácter apresurado de mi propuesta: por el hecho de hacerla, me privé de todo conoció miento acerca de lo que podía imaginar Philippe acerca del nuevo marco, de la nueva relación que le proponía, lo que acaso conllevaba para él tener que diferenciarme de ese conjunto «asistencial» al que yo había pertenecido hasta entonces, por más qúe ocupara una posición especial en él; y en la misma medida, de lo que para él representaba el hecho de encontrarse conmigo en un marco que ya no compartiría con los demás «asis­ tidos». H asta ese momento, su relación con los terapeutas es­ taba mediada por esos objetos mixtos que son los medicamen­ tos, los consejos, los permisos, las prohibiciones. La relación que yo le proponía no tenía más mediación que la palabra. Si Philippe ha construido todo su sistema defensivo a fin de evitar acordarse, es decir, trasgredir la prohibición que pesa sobre todo un sector de sus pensamientos, hete ahí que yo lo invito a recuperar, á poner en palabras, a repensar ese pasado vivido: le propongo ese trabajo de búsqueda como el único que puede prom eter una solución para los conflictos que vive y padece. Formulaciones que no pueden menos que parecer muy extra­ ñas a Philippe¡ Pero otro factor ha desempeñado un papel más importante en ese comienzo relacional. Cuando nuestras reu­ niones en el servicio, y sobre todo en el curso de las entrevistas que se desarrollaron en presencia de sus padres, Philippe sin duda entrevio lo que separaba a mis concepciones y pensa­ mientos de los sustentados por aquellos. Aun si concientemente no se formuló las cosas en esos términos, una posible alianza conmigo se aproximaba a una traición hada los padres y su ideología, a una amenaza a la integridad de ellos. Ahora bien, visitarme en mi domidlio y no ya en el hospital implicaba una diversa forma de compromiso por parte de Philippe: de ahí que tomara distanda de mí, y acaso de ahí también el deseo de ase­ gurarse de que yo era impotente para cambiar el menor aspec­ to de su existencia. Y en efecto, un sentimiento de impotenda experimenté a menudo durante esos meses ante Philippe: no me sentía coartada por la ausencia de elementos que permitie­ ran interpretar, que es común en las aperturas de análisis, sino por la repetición de un discurso que no dejaba entrever puerta

alguna de salida.. Tenía la impresión de que Philippe pagaba^ me hacía pagar muy caro aquella breve «rebelión» que se habíá permitido. E staba prohibido pensar a la madre-araña, estabij prohibido aceptar que otro te diera el derecho de hacerlo j estuviera dispuesto a compartir contigo esos pensamientos) estaba prohibido re-nacer, prohibido que otro aprovechara de] re-nacimiento para proponerte que lo convirtieras en el coi mienzo de una relación nueva, de una nueva forana de vida. SÍ Philippe no me hace directamente responsable de esas trasgre« siones, sí me atribuye haberlas favorecido. Entonces tratará de dem ostrarse y demostrarme que la trasgresión no se produ­ cirá. Y hasta cierto punto lo ha conseguido casi. Philippe nc podía aceptar una interpretación referida a una de esas prohi; biciones: habría sido para él la trasgresión inaceptable pol excelencia, y probablemente habría llevado a la ruptura de nuestra relación; en cuanto a mí, me empezaba a resultar difí­ cil sostener mi investimiento durante unas sesiones que a me­ nudo me parecían muy largas. Contrariamente a lo que pude creer o esperar después de la última entrevista, Philippe no había retomado ninguno de sus temas, se había negado coi cortesía; pero con firmeza, a toda sugerencia mía que fuera ei ese sentido. Cada vez más evidente me parecía el aspecto apre­ surado de mi decisión, y rae contentaba con ofrecer a Philippe un lugar que lo obligara a salir del hospital, a hacer, para él y para un interlocutor, un esfuerzo que le permitiera expresa* sus sentimientos sin tem er, en respuesta, el discurso morali­ zadla- de los padres, un cambio en su tratamiento quimioterapéutico o el silencio disgustado —y hay que comprenderlo— de quienes durante toda la jom ada lo oían rehusarse a la menoi participación en las actividades que le proponían, repetir in­ cansablemente que estaba harto y que «todo eso no sirve para nada». Mis intervenciones se orientaban sobre todo a no dejai que se instalara un silencio que Philippe no habría soportadoy que me habría pésado en igual medida. Intervenciones repeti­ tivas empeñadas en asegurarle que yo compartía su juicio so­ b re la tristeza y el vacío de su vida, en darle a entender que ye seguía creyendo que una parte de su sufrimiento estaba ligada a conflictos vividos en un pasado lejano, que juntos podíamos tra ta r de recuperar; que lo ocurrido en nuestro pasado no deci­ de irrevocablemente el futuro. No confío mucho en la eficacia del contenido de mis formu­ laciones, pero más creo en lo que Philippe pudo percibir y acep­ ta r del interés que yo le testimoniaba, y sobre todo de un estado

de dependencia aceptada: quiero decir que Philippe pudo com­ probar de visu lo que yo había dado en formularle, con todas las letras, a saber, que mi escucha y mis intervenciones depen­ dían de lo que él quisiera decirme. No sólo que no era yo omni­ potente, sino que parecía aceptar reconocerlo sin hacerle cargo alguno. Nada, lo repito, en el discurso de Philippe durarítélos primeros meses, me había permitido volver sobre el conteni­ do de la entrevista que había culminado con mi propuesta. Los temas delirantes estaban poco presentes, toda crítica a los pa­ dres había desaparecido. Cuando se refería al aburrimiento de los fines de semana que pasaba en casa de ellos, ya no era para separar a un padre cálido de una madre rechazadora, sino que ambos eran designados con el término genérico «los padres». Padres ocupados en preparar su partida, que sólo sabían («ellos tienen razón», agregaba invariablemente) recordarle que en lo sucesivo debía ocuparse solo de él mismo. Pero poco a poco la actitud de Philippe cambió; empezó a hablar con más facilidad, se lo veía menos deprimido, en ocasiones me contaba divertido algún episodio ocurrido en el servicio, una excursión que pudo hacer, o me hablaba de un libro «que podía tener ganas de leer». Cambios estos que yo formularía en términos trasferenciales, retomando una expresión que ya he empleado: Philippe parece capaz de restablecer conmigo una relación de confianza. E sta confianza le perm itirá dejar sitio en su discurso a imáge­ nes, pensamientos, problemas que, como fogonazos súbitos y violentos, iluminan facetas de su rompecabezas identificatorio. Toda interpretación, cualquiera que sea el objeto sobre que recaiga, brota en nuestro espíritu, y llegado el caso es formu­ lada, en esos precisos momentos en que un sueño, una vivencia afectiva, la calidad de un silencio señalan a nuestra escucha que el sujeto, aun sin saberlo él mismo, se interroga, pone én entredicho los indicadores, las imágenes, los emblemas que ba­ lizan y constituyen su campo identificatorio. En los períodos en que el sujeto y ^el analista permanecen fuera de ese campo, de igual manera están en una situación de espera: espera de las palabras, los afectos, los recuerdos, los sueños que pudieren perm itir a uno y otro recuperar esos identificados perdidos, reprimidos, hasta nunca poseídos, y que empero representan momentos y partes de la vida y del ser del yo, que debe poder recuperarlos para no vivir como un mutilado, un «disminuido» definitivo. Las cuatro sesiones de que he de ofrecer extractos signaron un prim er giro en el trayecto analítico.

Trascurridos unos cinco meses de «espera-resistencia», Phi­ lippe podrá abordar su cuestión identifícatoria (y de hecho su «cuestión fundamental»), y su discurso dejará entrever qué so­ luciones y posiciones extremas tuvo que ocupar y aceptar para hallar una respuesta que no lo llevara a la muerte. [Antes de informar sobre la primera de estas cuatro sesiones consecutivas, abro un paréntesis para señalar un hecho que Philippe me había contado en la segunda entrevista que tuvi­ mos ep el servicio (nunca, más se hablará de ello, al punto de que yo misma lo había olvidado hasta el momento en que hubede retom ar mis notas para escribir este texto). Philippe siem­ pre pretendió que su partida de Lima para Pucallpa le había sido impuesta por las voces. Pero en aquel segundo encuentro que tuvimos, me habría de enterar de que durante los prime­ ros meses de su residencia en Lima había conseguido vivir en­ contrando aquí y allí «pequeños trabajos ocasionales» y com­ partiendo un cuarto con una joven que le había cobrado apego. Le cedo la palabra: «Todo iba bien hasta el momento en que ella me dijo que me encontraba angustiado y me dio un libro de psicología que trataba de la angustia, los sueños, y no sé de qué cosas más. Ella creía que eso me haría bien, que eso me haría reír. (Se detiene.) Quizás ella creía que eso me podía enseñar de nuevo a sonreír. Fue lo contrario. Lo leí y todo se embrolló en mi cabeza. F ue como una tempestad». No sabe absolutamente de qué hablaba ese libro, salvo que en él se trataba de la relación entre los sueños y la angustia, que eso embrolló su pensamiento y que huyó de la joven y de Lima precipitadamente.]

Un pecho de piedra Philippe inició su sesión con un prólogo que le es familiar: que tiene voluntad de venir a verme, que eso no lo molesta, pero que no ve para qué puede servir. ¿Qué más me puede decir? Todo lo ocurrido en Pucallpa, ya me lo ha contado; en cuanto a su infancia (Philippe no ha dejado de reparar en la importancia'que le atribuyo), no sólo que no puede decir nada más, sino que sus padres me han «dicho todo, todo» sobre su historia. Le recuerdo una intervención que hice unas sesiones antes:

a todos esos pensamientos que le habían quitado de la cabeza, podíamos juntos tra tar de recuperarlos, al menos en parte. Philippe me dio una respuesta inesperada: «Creo eomprender lo que usted dice, se trataría de recuperar mi verdadero yo, pero ¿qué haría con eso una vez que lo hubiera descubierto? ¿Qué quiere usted que él pase a ser en mi vida?». Sorprendida por la expresión su «verdadero yo»,, creí posi­ ble darle a entender que una vez recuperado, él quizá nos ense­ ñaría que el futuro nunca está decidido de antemano, que en él puede haber sitio para lo imprevisible, para el cambio. Frente a la idea de un «fiituro», Philippe produjo un movimiento de retirada. Me replicó que esas eran «ideas» que él no podía com­ prender. Y prosiguió: «Usted querría cambiar lo que yo espe­ ro. Eso no es posible. El tiempo es un movimiento falso, uno cree que anda, pero eso no es cierto. Se lo he dicho ya, para mí el tiempo es circular, yo no puedo hacer diferencia entre el pasado y el fiituro. Tampoco puedo hacer diferencia entre la vida y la muerte. No comprendo nada de todas esas dualida­ des: pasado/presente, vida/muerte, presente/futuro, hombre y m u je r. . . Si hay algo diferente de la vida, no es la muerte, sino otra cosa, yo no sé qué. Pero sabe usted, nada de eso habría ocurrido si no hubiera habido Pucallpa; antes no había proble­ m as . . . Sí, me aburría en mi trabajo. Pero antes, cuando era niño, era feliz, no había historias. E ra un niño contento, silen­ cioso, soñador, mis padres se lo han dicho. Mis padres, ellos no hablan más ahora, se ocupan de su partida. Yo por así decir ya no estoy más ahí para ellos». La amargura del testimonio de Philippe sobre sus relaciones actuales con los padres, sobre su silencio, era una abierta des­ mentida de ese «silencio feliz» que supuestamente había acom­ pañado a su infancia; eso fue lo que le señalé en mi interven­ ción: Yo: Un niño feliz, silencioso, pero ¿qué hay del niño deses­ perado? E l: ¿Qué niño desesperado? Yo: El que enfermo en su cama «alucinaba» olas que lo su­ mergían, que lo sofocarían; y el otro, el que escondido en el colchón esperaba en silencio la muerte sin atreverse a llamar a su m adre para que viniera a consolarlo, reconfortarlo. ¿No cree usted que hay una contradicción entre lo que sus padres y usted mismo dicen sobre su infancia y esos recuerdos? E l: No, los padres tienen razón. (Se interrumpe un instante

y agrega:) Puede ser que tenga razón usted. Puede ser que las cosas no sean como yo me las cuento. Tuve muchísimo miedo de la m uerte cuando esas dos experiencias, yo no podía hacer nada, no tenía el hábito de llamar. Yo: Hay lactantes que lloran desde que su madre ya no está presente, y otros que callan, puede ser porque creen que llorar de nada serviría. E l: Mi madre dice que fui un bebé siempre juicioso. (Enuncia esta frase con u n tono medio triste, medio burlón.) El hecho de haber podido confesarse que las «cosas de la infancia» podían desmentir el relato sustentado por sus padres y por él mismo, mi referencia a la imagen de un bebé que era tan juicioso porque no tenía esperanza, ponen a Philippe frente a la amenaza de encontrarse doblemente en una situación de aflicción: 1. Aflicción por el peligro actual que le hacen correr sus «pensamientos prohibidos» que retornan y amenazarían con llevarlo a interpretar de muy diversa manera su vivenciar in­ fantil-, 2. aflicción por la idea de que semejante trasgresión llevaría a la misma consecuencia: volver a encontrarse tan solo como el niñito que, en la cama y el granero, esperaba la muerte. Philippe intentará huir de la angustia de muerte que des­ punta, privilegiando bruscamente una muy diversa ilación dé pensamientos, centrados estos en imágenes tranquilizadoras ,de omnipotencia: lo que uno puede experimentar bajo los efec­ tos de la droga. De este modo me enteraría de algo que ignoraba, que duran­ te los meses que precedieron al desencadenamiento del delirio había dado, de manera esporádica, asegura, en tomar ácido lisérgico y ciertos hongos aludnógenos. Describe así lo que vi­ vió: «Sabe usted, desde que uno los toma, uno se siente seguro de sí, más grande, más liviano, pero sobre todo uno ve las co­ sas de otro modo, uno ve las cosas en su verdad. Y después eso le demuestra que nadie puede estar seguro de que haya una sola realidad. Cuando yo veo esta silla (y señala una silla que está en la sala), no puedo estar seguro de que es la misma silla que usted ve, y si yo digo que es marrón, no puedo estar seguro de que la palabra marrón quiera decir la misma cosa para usted. Pero también usted está en idéntica situación. La gente cree

que hay una sola realidad, eso no es verdad. Yo sé que hay otra realidad, la que la gente no quiere ver». Le pregunté entonces si ese «cacto llamado San Pedro», de que tan a menudo había hablado y cuya ingestión había desen­ cadenado, según él, la «desintegración de sus huesos y de sus pensamientos», si ese cacto, entonces, poseía un póder alucinógeno. Ya le había hecho la misma pregunta en nuestra segunda •ientrevista, y había respondido por la negativa. Esta vez las cosas fueron diferentes. Parece que fue muy al comienzo de su residencia en Pucallpa cuando, en una reunión (ya no sabe quién estaba presente) le hablaron de un cacto que los perua­ nos llaman San Pedro (esta vez lo nombró en lengua castellana) que, dijeron, tem a poderes alucinógenos extraordinarios, pero del que no se debía comer la parte central, absolutamente nó. Y prosiguió: «Yo no sé qué me pasó. Cuando salí de esa reu­ nión me precipité a buscar uno de esos cactos, cogí y abrí su finito y me unté la totalidad del cuerpo con su jugo. Después de eso comí todo lo que quedaba, incluida la parte central. E ra un gusto infame. (La m ism a expresión de repulsión aparece en su rostro.) Algo incalificable, uno no puede expresarlo, no hay palabras para decirlo, era infame, infame, el líquido también, un líquido blanquecino, pringoso.. Mientras Philippe habla, yo «veo», no puedo expresarlo con otro verbo, un cuerpo recubierto por una sustancia lechosa, una boca que traga «lo incalificable», y acude a mi espíritu lo , que había dicho Philippe sobre «un mujer», lo que yo sabía sobre la imposibilidad en que estuvo su madre para amaman­ ta r a ninguno de sus hijos, mi propia intervención al comienzo de la sesión, cuando evoqué un lactante privado de pecho y más todavía de esperanza, y le propuse estas dos interpre­ taciones: Yo: San Pedro me hace pensar en un pecho de piedra y en lo que me (fijo usted una vez sobre el mundo mineral, ese mundo duro de la m uerte, que atrae y mete miedo. Puede ser que un pecho sin leche sea para un niño pequeño el equivalente de un pecho muerto, el testigo de una madre que no te quiere nutrir, no quiere hacerte vivir. E l: No, no; Saint Pierre se dice San Pedro en español, eso quiere decir S aint Pierre, el que posee las llaves del Paraíso, el que puede abrirte o cerrarte las puertas. Yo: Puede ser que para usted, comer de ese cacto, cuyo po­ der milagroso le habían descripto, fuera una manera de ocupar

el lugar del santo a quien Dios Padre ha dado las llaves del Paraíso. Pero cuando usted se untó el cuerpo con la leche que no le habían dado, puede que se tratara de demostrarse a us­ ted mismo que tenía el poder de auto-nutrirse. E l: E l núcleo era infame, incalificable, él fue el que desintegró mis pensamientos. Yo: Puede ser que usted creyera que se le debía castigar por haber destruido el pezón de su madre, el núcleo más duro, más central. E l: Yo no sé, ya no sé, usted cree que. . . Nunca sabré qué quería agregar Philippe porque en ese pre­ ciso momento se vio otra vez arrastrado por un mecanismo de que a menudo me había hablado: sus pensamientos marchan demasiado rápido para que consiga verbalizarlos. «Eso desfila, eso desfila, en mi pensamiento, pero yo no puedo formular mis ideas, la conexión no se forma, no hay puente de paso». Por prim era vez advierto claramente que Philippe sólo tro­ pieza con esa imposibilidad de verbalizar lo que piensa en mo­ mentos particularmente investidos en nuestra relación, por uno y otro participante. Espera que sus pensamientos «se cal­ men» y vuelve sobre la ingestión del cacto. E l: E s verdad, en el momento en que decidí comer el cacto yo esperaba no sé bien qué, algo que me volviera más grande, más fuerte, que me diera un poder parecido a Dios. Eso sí, no debí comer la parte central, no debí untarme con su sustancia la totalidad del cuerpo. Philippe permanece un momento silencioso, yo no digo nada, considerando haber hecho suficiente para una sola sesión. Sus­ pira, exprésa su deseo de regresar al Perú; imagina lo que po­ dría hacer allí. Pero por primera vez la idea de ese retomo no es formulada en términos delirantes: el Perú es una tierra ex­ trem adam ente fértil, sin ninguna duda más rica en minerales de lo que se cree, y además es un país que quiere industriali­ zarse. Si tuviera dinero para pagarse el viaje podría regresar y encontrar un trabajo, crearse verdaderamente una nueva vi­ da. (Philippe parece ignorar lo que me ha informado su histo­ rial, que de hecho tiene prohibida la residencia en Perú.) Cuán­ do la sesión termina, Philippe sale del consultorio y, contraria­ m ente a lo que a menudo le sucede, se encamina por el lado

correcto para dirigirse a la puerta. Me mira sonriendo y me dice: «Ve usted, ya no equivoco el camino». La formulación de mis interpretaciones muestra claramente las hipótesis que las sustentan. Creo que efectivamente la ab­ sorción por Philippe del famoso cacto señaló el momento fecun­ do de su ingreso en el episodio delirante. No se sabe nada so­ bre otras cosas que se pudieron decir ni sobre lo que sucedió en la reunión en que le habían descripto en términos miríficos el poder alucinógeno de ese cacto, su poder de dominio sobre el vivenciar psíquico (en el momento de escribir estas líneas me pregunto si lo que oyó no pudo traerle a la memoria lo que había leído en el libro que le había prestado la muchacha de Lima, lectura que había provocado la crisis de angustia res­ ponsable de su fuga precipitada). Uno de los temas del delirio de Philippe, tema que permanece muy confuso, atañe a la exis­ tencia de un «famoso libro» que dice ha estado en posesión del padre, a quien habría dado no se sabe qué saber secreto que trasmitió a Philippe. Ni él ni el padre saben de qué se pue­ de tra tar, dice Philippe, pero es ese secreto el que las voces es­ peraban arrancarle luego de su muerte. Cualquiera que haya, sido la experiencia vivida por Philippe en el curso de esa vela­ da que culminó con su huida precipitada a buscar el «cacto», todo lleva a creer, si el recuerdo de Philippe es exacto, que una violenta ola de angustia (de muerte) rompe su frágil equilibrio y lo hace volcarse bruscamente al delirio. Encontrar ese cacto, comerlo, ha sido ciertamente, como él lo había dado a entender desde el comienzo, la realización de un fantasma de incorpora­ ción del poder de un padre, la ingestión de «algo que me volvía más fuerte, que me daba un poder parecido al de Dios». No hay que olvidar esta duplicación de la imagen paterna entre un padre real que es para é l equivalente a un hermano, y un padre espiritual al que atribuye el poder y los atributos de Dios Pa­ dre. Pero la irrupción de esta representación faíitasmática abrirá el camino a una segunda: ese objeto cuya forma se ase­ meja a un pecho-pene se impone como la encamación de un pecho materno donador de una vida-muerte indiferenciable. Untándose el cuerpo con esa sustancia, exprimiendo hasta la destrucción ese «núcleo infame y prohibido», Philippe actúa un pictograma merced al cual conjuntamente incorpora y «autoliza» un pecho de piedra que uno nunca pudo ni poseer ni des­ truir. E se pecho sólo se vuelve incorporable y destructible una vez recogido en una representación pictográfica que lo metaboliza en un objeto auto-engendrado por un representante que,

obrando así, sé auto-incorpora, se auto-engendra, se autodestruye por el mismo movimiento y dentro de este. Si uno retom a el desarrollo de la iesión, descubre con facili­ dad, lo que en modo alguno es frecuente, los puntos de ligazón que se han producido. Philippe había empezado expresando su am argura frente al silencio actual de los padres^ El temor a las conclusiones que podía extraer de ello en el registro afectivo lo había llevado a atenerse a aquella versión de una infanda en que el siléndo era prueba de felicidad: mi interpretadón sobre la desespéradóri que ese siléndo escondía, la imagen del bebé afligido, lo había movido a huir hada el recuerdo del hiperpoder que puede aportar la ingestión de la droga. Pero Philippe no había podido, sin embargo, excluir la representación de «aquella» cuyo omni-poder era tan incuestionable como mor­ tífero: de ahí su verbalización de la irrupdón fantasmática que hubo de inclinarlo hacia el delirio. A esta verbalizadón vino a responder mi interpretadón sobre el pecho de piedra, inter­ pretadón aceptada'por Philippe. La conclusión será su tenta­ tiva de repensar el en-otro-lugar (el Perú), la huida lejos de sus padres como un proyecto que le permite no hacer coinddir más, aunque esto sólo fuera momentáneamente, la experiencia del en-otro-lugar con la experienda de una desintegradón. En cuanto al camino que mis propias asodaciones-interpretadones siguieron, m uestra y retoma los elementos que en cada ocasión uno podría discernir: la partidpadón de un conjunto de datos de la historia teórica de la psique, narrada por Freud Oos fantasmas de incorporadón, de fusión, de destrucdón del pe­ cho, universales de la reladón del infans con el pezón), junto con lo que yo pude conocer de la historia infantil de Philippe en la versión que de ella se dan sus padres y él mismo, lo que sucede en el hic et nunc de esta sesión, los efectos ahí presen­ tes y que me hacen, para tomar b ó I o un ejemplo, «ver» un cuer­ po recubierto de una sustanda lechosa. Paso a la sesión que siguió. Philippe se sienta frente de mí y me hace comprobar que se está dejando el bigote. Lo llevaba antes de su partida para Perú. El tono no es el mismo que en las ocasiones anteriores; es más esténico, más afirmado. Ante mi invitadón para que hable, me mira y dice: «En el fondo, si comprendo bien lo que ocurre aquí, a mí me toca hacer el tra­ bajo». Le repito otra vez que es un trabajo que hacemos jun­ tos, pero que efectivamente es muy poco lo que yo puedo hacer sin su colaboradón.. Asiente, pero se dedara muy preocupado por sus tentativas de encontrar trabajo; no ve cómo podría con­

seguirlo. Además, si trabaja tendrá que dejar el hospital, y su situación económica es demasiado precaria. Calla un instante y agrega —lo que señalará un nuevo giro en su trabajo de elabo­ ración—: «Paso mi tiempo combatiendo para tra tar de no oír y de no obedecer lo que me dice mi voz interior». Es la primera vez que Philippe atribuye a una voz interior lo que hasta éfttonces ha atribuido a las voces de los perseguidores. Lo inte­ rrogo sobre lo que le dice esa voz interior: El: Ella expresa el hecho de que yo debería destruirme. A veces lucho contra eso, a veces me digo que es la única solu­ ción. Pero es difícil, haría falta una muerte violenta y no me gusta eso; las otras, los medicamentos, nada de eso anda. Du­ rante mucho tiempo me había dicho que quería verle él rostro a la m uerte porque siempre me habían prohibido ver mi naci­ miento. Ahora sé que he tenido todo el tiempo de ver el rostro de la m uerte, verdaderamente le he visto el rostro. Yo: ¿Se refiere usted a su coma? É l: No. Me refiero a lo que me sucedió en Pucallpa, es ahí donde supe qué era la muerte. Todo el tiempo que ahí estuve fue un cara a cara con ella, yo era una especie de cobayo, me sentía como una especie de cobayo al que unas fuerzas querían destruir o como un cobayo al que pedían que se destruyera. Si volvemos a encontrar aquí algunos de sus temas delirantes, el modo en que Philippe habla de ellos en esta sesión no es delirante. Expresa de manera tan simple como verídica lo que ha vivido, en ese cara a cara con la muerte, su sentimiento de impotencia ante unas fuerzas interiores destructivas a las que no se puede oponer. Cambia de tema, y vuelve sóbrela prime­ ra parte de la entrevista insistiendo en lo deprimente de su vi­ da en el servicio; tiene el nítido sentimiento de que su vida no causa placer estrictamente a nadie. Me acordé entonces de que ya al comienzo de su psicoterapia Philippe me había advertido firmemente que cada vez que trababa una relación con alguien le traía desgracia, que bien a su pesar eso terminaba mal, y como ejemplo me había citado lo que hábía ocurrido a la pri­ m era m ujer que conoció, relación que desembocó en el acciden­ te automovilístico; al amigo peruano, que tan rápido había . desaparecido de su horizonte; a la chica con la que había vivido en Lima y a quien había abandonado. Para Philippe, toda rela­ ción por fuerza terminaba en una destrucción; nadie se puede vincular con él. Por eso le aseguré en ese momento que per­

sonalmente estaba müy contenta de que estuviera con vida. A lo cual me respondió textualmente: «Efectivamente, para usted es diferente, yo le sirvo de algo». Un poco asombrada por esa respuesta, le pregunté en qué creía que me servía: me explicó entonces que era evidente que si mi trabajo me interesaba, yo trabajaba también para ganar dinero, y que cuando él venía a verme, el servido sin duda me pagaba mis consultas. Me guardé bien de sacarlo de su error, tanto más que por primera vez —aunque fuera por la mediadón de. una instanda anónima que regulaba sus sesiones— Philippe se reconoda el derecho de estar en mi consultorio y sobre todo de ser alguien que podría pedirme que le rindiera cuentas. Sin embargo agregué que acaso no era la única razón que me hacía desear que siguiera con vida. Dyo creerme y, tra s un momento de silendo, volvió sobre su experiencia de Pucallpa. Insistió de nuevo en el sacrificio de su vida, que le pedían, y sobre no sabía qué experimentación a que querían someterlo. Quizá que habría debido aceptar, como Jesucristo, ser sacrificado o también —y aquí los temas delirantes se ale­ jaban— habría debido aceptar no ser más que un robot, pero de igual modo a esto se ha rehusado. Le pregunto si tiene una idea, una hipótesis, sobre las razo­ nes de esa malquerencia de los dioses hada él. E l: No, verdaderamente no sé. Creo que la única razón es que yo soy hijo de mi padre. En el fondo, lo que las voces querían es que hiciera con mi cuerpo los mismos movimientos que mi padre es capaz de hacer con el suyo. Le hago p redsar si se tra ta de su padre real o de su padre espiritual. E l: No, hablo de mi padre real. El era un hombre muy de­ portivo. Yo me he rehusado a sacrificarme, como ya se lo he dicho, pero también me he rehusado a la vida de robot que habría debido llevar. Desde ese momento, Philippe abandona su discurso sobre d Perú y discute proyectos de futuro que sus padres le propo­ nían, su imposibilidad de compartirlos y su tentativa, fracasa­ da, de labrarse uno él mismo. De este modo me entéro de que en Lima, antes de su partida para Pucallpa, había inidado los trám ites indispensables para adquirir la nadonalidad peruana.

(Lo que esclarece de otra manera la respuesta que él ha produ­ cido antes: los dioses lo querían m atar porque «yo soy el hijo de mi padre».) Interrogo a Philippe sobre lo que significaba para él abandonar la nacionalidad de su padre para adquirir la na­ cionalidad peruana: por primera vez en esta ocasión tuVe* la sensación de que Philippe, en quien nunca había percibido la menor reticencia, podría decir más que ese «no sé, ya no me acuerdo» que enuncia. Entonces le propuse una hipótesis: Yo: Puede ser que hacerse peruano fuera para usted hacerse hijo de otro país, romper con su pasado, con su familia, y eso no debía de ser fácil. A menudo me ha dicho usted que la fami­ lia, en su opinión debe permanecer como un todo indiviso so pena de estallido. E l: E s verdad, yo lo he creído. Pero ahora ya no sé, no sé dónde está mi sitio. Hace un rato yo le hablaba de una voz interior, pero, después de todo, lo que ella dice es efectiva­ m ente lo que yo pienso sobre la autólisis. No es verdaderamen­ te tentador vivir como vivo, en el hospital, sin nada. . . Yo: ¿Sin familia? E l: No sé. Resistir a esa voz no es fácil, pero támpoco lo es obedecerle (y agrega en sordina:) demasiada violencia, dema­ siada violencia. Calla, mira su reloj, comprueba que el tiempo de la sesión ha trascurrido, se levanta por propia iniciativa y me dice adiós.

Ella-él Philippe retoma la sesión en el punto en que había quedado la vez anterior: «Siento en mí un deseo de autodestrucción, estoy en una prisión, no conseguiré salir de ella, tampoco usted conseguirá hacerme salir. Vea usted, yo no estoy seguro de tener ganas de salir de este infierno. En el servicio por ejem­ plo hay una cantidad de actividades que ellos proponen, pa­ seos, excursiones. Cada vez que me piden que participe yo me rehúso y sin embargo muchas veces querría decir que sí. Sien­ to que podría tener ganas, pero algo en mí es más fuerte y me tengo que rehusar». No solamente Philippe reconoce en él mismo la presencia de un deseo de muerte que esta vez no imputa a un veredicto

pronunciado por los dioses, sino que se pone y se reconoce coül mo guardián de su propia prisión. Cuando le hago notar queeftf cierto modo me está diciendo que «existe en él mismo una partí te que se rehúsa el derecho de vivir y una parte que quisierfflj aceptar ese derecho», lo ite, aunque insiste en el hecho dfig que «la parte autodestructiva es mucho más fuerte». Despuéal de esta confesión, vuelve con gran emoción al horror de la periencia vivida en Pucallpa, a los trabajos que los dioses lg| impusieron. En toda esta parte de la sesión, una imagen aeíi reitera y ocupa una posición absolutamente central: la de tán, lo cual no es nuevo, pero se trata de un Satán alado, córt­ alas, especifica cada vez. Relaciona este Satán alado con una,: imagen que dice haber visto en un libro de magia negra leídd: en el Perú. Anuda con esta asociación: si Satán es el guardiáli ; del infierno, esto significa que de hecho es un aliado y que há sido puesto ahí por Dios para castigar a los malos. La prueba son las alas de Satán, unas alas como tienen los ángeles. El tér- '■ mino «alas» se reiterará con insistencia, hasta desembocar en esta afirmación: E l: Si hubiera aceptado dar el salto hacia atrás que me pe­ dían, habría tenido alas como Satán, habría sido el primer hombre alado. Yo: ¿Dar una vuelta hacia atrás, hada qué? E l: Si hubiera podido acordarme, volver a . . . (Calla.) Si hu­ biera aceptado ese salto hada atrás, esa muerte, habría tenidd alas. A nte la insistencia de la palabra «ala», le pregunto a qué lo rem ite fonéticamente esa palabra. (Debo confesar que me ha­ bía preguntado si ese fonema estaba presente en los nombres de pila de su madre o de sus hermanas, que yo no conoda.) E l: Cuando hablo de alas, quiero decir alas, esas con que uno vuela. (Se interrumpe.) Desde luego, eso me hace pensar tam­ bién en el pronombre femenino «elle» y en el pronombre «él»,* en español, que es masculino. Yo: Puede ser que hubiera querido usted convertirse en un personaje que hubiera podido ser conjuntamente hombre y mujer. * [Repárese en que ailes (alas), tiene en francés una pronundadón pareada a elle (ella), y próxima a «él», en castellano. (N. del T.)]

El: Ciertamente. Cuando estuve en el Perú, me solían decir que yo tenía un aspecto más femenino que masculino. Habría sido más feliz dentro de mi cuerpo si hubiera sido mujen. Ha­ bría debido ser mujer; por otra parte, no hay tanta diferencia entre una m ujer y un hombre. Todo eso es puramente cultural, lingüístico. Yo: Hay por lo menos una diferencia sexual. El: Desde luego, pero no es lo importante. Lo importante es la diferencia en la manera de pensar, y uno siempre la puede cambiar. Yo: ¿Ha creído usted que se podía ser conjuntamente hombre y mujer? El: He pensado que me podría convertir en un Satán con alas. Y en ese momento me recitó una poesía que había escrito en el Perú, sobre un extrañísimo Satán que se parece a un pe­ queño conejo. R ed ta esa poesía, bastante bella por lo demás, con una emoción evidente. Yo: ¿Y quién podría ser ese pequeño conejo? El: Yo, desde luego. Mi padre me llamaba siempre su coneji­ to. Pero eso cuando era pequeño, ahora me siento en la cárcel; me siento sobre todo como alguien que no puede hacer otro papel que el papel de Satán; el papel de alguien que está conde­ nado a m uerte, que debe matarse. Siempre experimenté hacia la m uerte una fascinación y al mismo tiempo un gran miedo, aun cuando era niño, usted lo sabe. Cuando niño me decía que como no había visto mi nacimiento era preciso que pudiera ver mi m uerte. Ahora que he visto la muerte, creo que ese es mi destino, pero tengo miedo. Querría morir de una muerte sin sufrimiento, sin violencia. Yo: Usted tiene el sentimiento de poder hacer sólo un papel, pero ¿no cree que nunca se ha dado el derecho de elegir un papel, que sólq ha podido tomar el que le impusieron? El: E s verdad que eso me ha sido impuesto, pero no obsta para que ya no tenga otro papel, me he vuelto incapaz de cam­ biarlo. Además, tengo el sentimiento de que eso me está prohi­ bido. H aría falta que volviera atrás. No puedo. He olvidado demasiado. Sigo sumergido en el sopor. Volver atrás es im­ posible. Todo sucede como si mi cerebro se hubiera movido dentro de mi cráneo, lo que estaba adelánte ocupó el lugar del cerebelo y a la inversa. Cuando partí para Perú, tenía una po­ sibilidad de librarme, de crear úna nueva vida, de cambiar de

nacionalidad, de comenzar de nuevo. No supe aprovecharla. La experiencia de Pucallp^ fue térrible. No consigo reponer­ me. Ya no puedo esperar, no puedo soñar. Yo: ¿Soñar ser un hombre y una mujer? E l: No, esperar ser una mujer. Cuando estaba en Perú, a veces las voces (y se corrige enseguida: «o quizá lo que me pa­ saba por la cabeza») me decían que yo era mucho más parecido a una m ujer que a un hombre, que tenía una identidad femeni­ na, que primero había sido una niñita y que después me con­ vertí en un muchacho. Yo: ¿Por qué desea usted tanto ser una niñita? E l: Siempre supe que las mujeres eran más fuertes que los hombres. Por lo demás, de niño pequeño, no se hacía diferen­ cia entre mi padre, y mi madre, se decía «los padres». Si hay una diferencia, habría que decir una hombre y un mujer. Ade­ más, sabe usted, me he criado entre niñas, tenía tres herma­ nas. Siempre esperé parecerme a las mujeres. Sólo después, cuando crecía, me sentí más semejante a mi padre que a nú m adre, sobre todo del punto de vista del carácter. Yo: l Cree usted que su madre habría preferido tener otra hija? E l: No lo sé, puede ser. Mi padre sin duda se sintió contento por tener un varón; en fin, es lo que él afirma. Dije a Philippe lo importante que me parecía poder com­ prender mejor su deseo infantil de ser una mujer, y puse fin a la sesión. En el punto en que estaba de mi relación terapéutica con Philippe, no tenía elementos, a menos de echar mano de no sé qué consigna teórica, para interpretarle a qué podía remitirlo ese deseo de feminidad. La hipótesis que me había formado, y que enunciaré al final de la historia de Philippe, sólo podía ser una hipótesis «para uso personal». E s verdad ál menos que esa «confesión» de su deseo infantil de ser una mujer indicaba una apertura en el análisis del deBeo inconciente. Otro.punto igualmente saliente en esta sesión fue el hecho de que Philippe reconociera a esta voz interior, a este deseo, como propio: el deseo de permanecer en la cárcel o de poner fin a sus días. Reconocimiento que, en el momento en que lo expresó, no dejó de inquietarme: el delirio tiene una fun­ ción defensiva que no se debe subestimar. E s verdad que el reconocimiento de que es en uno mismo donde vida y m uerte combaten es tina de las metas del trabajo analítico, a condición de saber ser prudente. Con respecto a

Philippe, esta sesión pareció haber tenido un efecto positivo, como lo m uestra el comienzo de la que sigue. Philippe entró, se sentó y me dijo: E l: Vuelvo a ocupar mi lugar cotidiano. No, quiero decir, mi lugar hebdomadario. Yo: ¿Qué representa para usted estar aquí, en su sitio? E l: No lo sé decir, pero me siento bien. Tengo el espíritu menos sellado. En realidad mi problema no es tanto la imposi­ bilidad de pensar como la imposibilidad de decidir. Hasta si tengo que tomar un cigarrillo, me pregunto si debo o no fumar; si me tengo que poner una camisa, me pregunto si debo elegir esa u otra. Ahora van mejor las cosas en el servicio. Me levan­ to más temprano y puedo hacer algunas de las cosas que me solicitan. Soy muy cuidadoso en mi trabajo (Philippe parece apelar a defensas obsesivas),2,1 pero siempre me resulta difí­ cil saber qué debo hacer. Hay muchas cosas que no llego a saber. Nó sé por qué. Yo: ¿Es que usted se acuerda de lo que sabía, de niño, sobre el nacimiento y sobre la sexualidad? E l: No, yo no sabía nada y eso nunca me interesó. Nunca hice preguntas sobre eso ni a mis padres ni a mis hermanas; la sexualidad no ha tenido importancia para mí. (Y de repente, por prim era vez, recupera u n recuerdo que data de sus seis años.) La m ujer que nos enseñaba el catecismo nos habló un día de Jesús que caminaba sobre las aguas; en ese momento me puse de pie y salí de la clase sin decir nada y nunca quise vol­ ver. E ra una mentira. Querían hacerme creer lo que no era, y entonces me fui. A mis padres, por otra parte, les daba igual porque no eran muy practicantes. Sólo después, cuando estuve en Pucallpa, me di cuenta de que quizá yo era mucho más cre­ yente que los otros. Mientras Philippe me contaba este episodio, yo recordaba lo que él mismo y sus padres me habían dicho: nunca hizo la me­ nor pregunta sobre la sexualidad o el nacimiento, eso no le interesaba. En el silencio en que vivía no corría el riesgo de 27 No-considero ni por un'solo instante que se haya producido una «neurotización» de la psicosis de Philippe; creo que momentáneamente han pasado a ocupar un lugar más importante unas defensas obsesivas y, más general, neuróticas, siempre presentes y siempre fallidas en la psicosis.

que se les ocurriera contarle la fábula de la cigüeña o algún® otra. Su descubrimiento de la mentira presente en el discursi' de los padres y de sus sustitutos, lo debe a lo que le quisierorá hacer creer sobre el poder milagroso atribuido a un hijo, aunqufj fuera hijo de un dios. g Después de relatar ese recuerdo, vuelve sobre Pucallpa sobre el sacrificio a que habría debido someterse como lo hiz$j Jesucristo. Le evoco lo que dos sesiones antes habíamos dich&l sobre el pecho de piedra, y reanuda así: E l: Yo siempre creí que el nombre San Pedro sólo se podía referir al santo que posee las llaves, el que decide si uno entrá o no entra en el Paraíso, pero es muy posible que usted tenga razón. Le explicaré por qué: de hecho, a la verdad (Insiste cotí fuerza.) uno la descubre siempre una vez que pudo dislocar él lenguaje. Le voy a dar la prueba. Hay una frase que mi padre decía y sigue diciendo: «Un punto es todo»; mi padre ha sido muy autoritario. Ahora bien, escuche bien esta frase, está quiere decir que todo, t-o-d-o, es igual a nada, n-a-d-a. O tam­ bién esto quiere decir que el todo es reductible a un punto, y ¿qué es un punto? E s nada, ni siquiera es un trazo, ni tampoco una palabra^ es siempre la misma cosa. Yo: Puede se r que un punto es lo que asegura que nuncá habrá diferencia con el punto que seguirá. Usted me ha dicho que p ara usted no hay diferencia entre las m ujeres y lodhombres. E l: (Me corrige, con razón.) Lo que yo le he dicho es que lá única diferencia consistía en que las mujeres y los hombres pueden pensar diferentemente. (Se interrumpe, reflexiona y agrega, como s i lo acabara de descubrir.) Pero si pueden pen-: sar diferentemente, puede que eso quiera decir que las muje­ res pueden llegar a no pensar todas la misma cosa. Puede que si yo tuviera una relación, no terminara tan mal como las dos primeras. Desde ese punto, Philippe retoma los temas de la sesión an­ terior: de niño pequeño, siempre creyó que las mujeres eran más fuertes, superiores, y por eso siempre había deseado ha­ cerse mujer. Y llegaría a la finalización de la entrevista tratan­ do de explicarme y de explicarse lo que ocurría en su cabeza (el mecanismo proyectivo) cuando su residencia en Pucallpa.

El: Había cosas extrañas que sucedían. Sabe usted, en Pudurante mucho tiempo viví junto a un mercado, y a me­ nudo me ocurría oír a los trujamanes, cosá muy frecuente en el perú. Están para divertir a la gente, y yo oía a la gente reír. En ese instante yo sabía perfectamente.que el trujamán exigtía y que decía cosas que divertían al público. Pero si no termina­ ba rápido, yo no podía seguir oyendo esos sonidos de voz sin identificarme (Este término es m u y frecuente en él.) con el trujamán, con la voz que hablaba, sin creer que yo mismo era quien hablaba, quien trataba de contar un cuento, y que los otros no me comprendían y reían. E ra preciso que yo tradujera lo que decían esas voces. (A quí ya no se sabe si habla del tru­ jam án o de las voces que oía dentro de su cabeza.) En un senti­ do era incomprensible y, no obstante, lógico. Yo: ¿Se refiere usted a lo que decía el trujamán o a lo que pasaba dentro de su cabeza? El: No, hablo de las voces que yo tenía dentro de mi cabeza. Lo que ellas decían era incomprensible y, no obstante, lógico. Pero en otro sentido había una condena al sufrimiento, a la muerte. Me pregunto si hay una relación entre esas voces y Yahvé. Usted sabe, desde que estuve en Pucallpa estoy con- i vencido de que hay varios dioses, uno de ellos podría haber hablado a través de ellas. Yo: La sesión pasada usted me habló de un voz interior, de esa fuerza destructiva que percibe en usted mismo y contra la cual lucha. El: Pero, sabe usted, a esas voces yo las. oía realmente. Yo: No dudo de que las oía, pero a veces lo que creemos oír son nuestros propios pensamientos, que por eso medio trata­ mos de hacer más soportables; creyendo que nos llegan del exterior esperamos poder oponemos mejor a ellos, combatirlos mejor. c a llp a

Philippe comprende perfectamente el sentido de mi inter­ vención, me sonríe y responde: El: E s posible. H asta puede sér probable. También está el hecho de que yo he jugado con la lengua sa [frangaisé], con las dos palabras «franc» [franco] y «sait» [sabe]; desmem­ brando eBa palabra, me decía que era alguien honesto que dice lo que piensa, pero también alguien que sabe. Sólo que yo no sabía lo que yo sabía, como no fuera que me reprochaban ser franco y que me reprochaban saber.

Yo: ¿No cree usted, a ese reproche, haber tenido la sensá¿ ción de que se 16 hacían al niño que permanecía siempre sileri? cioso y que quizá veía más cosas de lo que decía? Philippe me iíiira, no dice nada,, y la sesión termina. Dos días después me llamaría por teléfono para informarme que había reconsiderado su negativa a partir para un viaje terapéutico de dos semanas, y que por lo tanto no volveríamos a vem os hasta su regreso. Ahora he de informar sobre la últi­ ma sesión. Philippe está visiblemente satisfecho con esas tres semanas de vacaciones. El y uno de sus compañeros fueron los únicos capaces de m ontar a caballo y dar largos paseos galopando. Me cuenta también, muy divertido, un hecho que lo entusiasmó. Paseaban un día por el campo, y pudo comprobar que, veinti­ cinco años después, seguía siendo perfectamente capaz de des­ cubrir los pequeños agujeros que señalan el nido del grillo. Le pregunté, sonriendo, si no se divirtió en hacer salir el grillo del nido: «No. Se me ha pasado la edad; los dejé tranquilos. Pero me puse muy contento, y casi orgulloso al comprobar que to­ davía era capaz». Tras este comienzo de sesión, por primera vez aporta el re­ lato de un sueño que tuvo la noche anterior: No sabe dónde está, pero muy probablemente se trata de Pucallpa. Su herma­ na (Ja mayor) lo va a buscar para traerlo a Francia. Ella abre la puerta del lugar donde están, y esa puerta da sobre un espado verde, medio jardín, medio bosque, en que cada brizna de hier­ ba, cada hoja, cada rama tienen en el extremo una lucecita; las luces son de diferentes colores magníficos. Su hermana se que­ da inmóvil, fascinada por ese espectáculo, y Philippe percibe en su mirada que ella sabe ahora que es él quien tiene razón, que el mundo es en efecto tal y como él lo ve. Lo que no impe­ dirá a su hermana hacerlo abandonar ese espado maravilloso para regresar con ella a Francia o, «por mejor decir, hacia la realidad». Le pregunté qué podría decir sobre este sueño: «Por la prim era vez mi hermana podía ver como yo mis aludnadones. En fin, no sé si hay que llamarlas así, pero ella podía ver que era esa mi realidad, que m ereda ser vista». E n ese momento se acuerda de otra imagen del sueño: recoge del suelo una suerte de objeto indeterminado en forma de S, que uno Be tiene que poner ante los ojos para ver las lucedtas que ilumi­ nan las briznas de hierba, y presta este pequeño instrumento a su hermana.

Le hago notar que en esta escena es él quien posee el peque­ ño instrumento que permite «ver-poseer» la belleza del mundo; nú sugerencia no encuentra eco. A raíz de ya no sé qué inciden­ te ocurrido por la mañana en el servicio, afirma con irritación que las demás personas que viven con él, que como él están hospitalizadas, no son locos, que no hay ninguna razón para plegarse a sus caprichos, que le imponen compartir su cuarto con X . . . que eB verdadéramente demasiado difícil y le ha ro­ bado un disco: nada de eso es excusable. Nada digo sobre sus recriminaciones, pero le pregunto qué representa en su opi­ nión el término «loco». E l: Debería designar a alguien cuyo pensamiento no tiene ninguna lógica: ahora bien, eso no es verdad en todos esos de quienes le acabo de hablar. Puede ser que se encierren ahí dentro porque no pueden hacer otra cosa, pero saben perfecta­ m ente lo que piensan y lo que dicen. Tras un momento de reflexión, agrega: «Nadie me hará creer nunca ni que soy un enfermo mental ni que soy un enfer­ mo físico». [Lo que contradice todo lo que siempre ha afirma­ do, a saber: que era un disminuido definitivo a causa de su accidente automovilístico (especifico que de este accidente no queda casi Bigno alguno, salvo, muy de tiempo en tiempo, mo­ vimientos clónicos de los , que sólo le sobrevienen cuando está nervioso) y que en igual medida era un disminuido psíquico a consecuencia de la desposesión de sus pensamientos sufrida en el Perú.] He aquí el final de la sesión: El: No sé qué tendría que hacer para salir de eso. Creo que tendrían que encerrarme en una caja, encerrarme como a un predestinado (No estoy segura de que ese fuera él término em­ pleado, hablaba en ese momento con voz. m uy baja.), puede ser que entonces yo pudiera salir de ahí como un faquir, mos­ tra r que puedo romper la caja y volver a ser libre. Puse fin a la sesión sugiriéndole que acaso no tenga necesi­ dad de hacerse encerrar en una cárcel para recuperar el dere­ cho de ser libre. Interrum po aquí la exposición de las sesiones. En la que si­ guió fue cuando advertí a Philippe sobre la fecha de mis vaca­ ciones: los dos últimos encuentros que tuve coh él antes de mi

partida, Philippe anticipa, si puedo decirlo así, el tiempo de una separación que ha aceptado muy mal. Los temas delirantes están ausentes y, con ellos, la búsqueda de sentido de Philippe. Habla repetitivam ente y a desgano de los pasos que está dando para encontrar una reinserción profesional, me informa que ha escrito a sus padres para pedirles pasar con ellos dos a tres semanas, pero que por el momento nó tiene respuesta; dice no saber verdaderamente si lo que hace conmigo puede ayudarlo. Philippe faltará a las dos sesiones que preceden alas vacaciones.

E. Una respuesta provisional Pondré fin a mi versión, provisional también ella, de la histo­ ria de Philippe aportando algunos elementos de respuesta al enigma que me proponía y me sigue proponiendo su rompe­ cabezas identificatorio. A un año más o menos de nuestra pri­ m era entrevista, y sin prejuzgar sobre lo que ha de seguir, enunciaré este esbozo de la busca identificatoria a que me pa­ rece que Philippe se ha entregado. H e señalado ya que en el discurso de nuestros analizados, la carga afectiva que acompaña a sus enunciados y a su vivenciar es tanto más perceptible e intensa cuando están presentes (o cuando uno se aproxima a ellos) sucesos, recuerdos, personajes que han tenido una acción determinante en su proceso identífí-: catorio, que han impuesto modificaciones, positivas o negati­ vas, en la elección de sus indicadores. Si escuchamos a Philippe en esta perspectiva, comprobamos que a pesar del aspecto dramático del relato que hace de la experiencia vivida en Pucallpa, a pesar de la desesperación de que dan testimonio esos dos recuerdos de su vida infantil que él mismo califica de «experiencia de muerte», sigue siendo ca­ paz de m antener a cierta distancia los sentimientos que efecti­ vam ente tuvieron que acompañar a esos sucesos. No sucede lo mismo, y desde la primera entrevista, cuando se refiere a la fotografía del padre que rodeaba con sus brazos al uistití, cuando se' acuerda de la araña negra y peluda y cuan­ do evoca el gusto infame, incalificable, del cacto. En el curso dé la última fase de su psicoterapia, nuevas imágenes acudie­ ron para señalar su pertenencia a las figuras que procuraron a; Philippe algunas posiciones de repliegue en un trayecto identi-:¡

fícatorio tan fragmentado como sembrado de emboscadas y callejones sin salida. Una madre araña, un padre que es arrebatado en las'fauces de la bestia-depresión, un pecho de piedra que -vuelve loco, un hijo mono y su reencarnación en un Satán alado y por eso bise-? xuado, Yahvé, imagen de la fem me-infáme [•mujer-infame], que como único proyecto te propone el destino de los robots: he ahí la cosecha de las principales figuras identificantes recogi­ das hasta el día de hoy. Como se ha podido comprobar, en mis interpretaciones evité toda referencia directa a las posiciones a que me proyectaba la relación trasferencial. ¿Qué llegué a representar para Philippe desde el momento en que dejé de ser simplemente «escuchan­ te»? Las proyecciones de Philippe me parecieron siempre al mismo tiempo fijas y móviles. Me explico: por veces tuve la sensación de ser para él, y a menudo en el curso de la misma sesión, el representante dé un «padre-hermano» en quien él esperaba encontrar un aliado que lo ayudara a liberarse de la tela de la araña, un Satán cuyo poder es una ilusión y al que uno logra hacer confesar su estado de impotencia, o ese padre con quien «una corriente, pasa». ¿Necesito agregar que esta lectura de las proyecciones trasferenciales de Philippe resulta de una «lectura» de mis propias reacciones afectivas en el cur­ so de la .sesión? Pero esta movilidad relacional evolucionaba, sin embargo, sobre una tela de fondo en la que de manera cons­ tan te se esbozaban las dos representaciones fundamentales de «lo engendrante». Esas dos sombras éran, según los momen­ tos, la de una araña hablante que amenazaba capturarte en su tela (de ahí la desconfianza que periódicamente expresaba so­ b re la utilidad de nuestras reuniones, sus silencios, ese discur­ so repetitivo que aseguraba a la madre-araña, es decir, a la otra, que nadie tendría él poder de destruir su tela) o la de una reina de las abejas a quien uno debe alimentar con palabras, con el miedo empero de que ella olvide que tu deseo de conver­ tirte en una pequeña abeja (ser femenino) no significa que es­ tés dispuesto a vaciarte de tu propia sustancia para alimentar­ la indefinidamente. En la última fase de nuestras reuniones, e l' influjo de eBas dos proyecciones se había atenuado. La ausen­ cia en mis palabras de todo juicio desvalorizador (contraria­ m ente a lo que Philippe probablemente temía) sobre sus pa­ dres; el hecho de haber aceptado su discurso depresivo, de ha­ berle dado el derecho de callar y sobre todo de haberle mostra­ do y formulado la interdependencia existente entre mi escucha

y su discurso, entre sus silencios y mi espera, le permitieron poner en duda el omni-poder que me atribuía, relativizar el riesgo de comprometerse en una relación que pudiera enfren­ tarlo a exigencias tan inasumibles como las enunciadas por el discurso parental. Ahora bien, este comienzo de análisis es enteram ente esclarecedor con respecto a un carácter especificó de la relación analítica en el campo de la psicosis: no sólo que Philippe no demandó hacer un análisis —se limitó a aceptar mi ofrecimiento—, sino que, conociendo uno la fundón de objeto^ sustitutivo (y privilegiado) conferida a nuestras palabras en la formulación explícita de las demandas dirigidas al analista, sorprende la ausencia de toda demanda, con muy raras excep­ ciones, en el discurso de Philippe. Ausencia tanto más paradó­ jica cuanto que justamente los sujetos de este tipo son los que pueden hacernos asaz difícil soportar nuestro propio silencio. Pero la paradoja se disipa si se tiene en cuenta la relación de ellos con la demanda: hace muchísimo tiempo que han aprendi‘do a no demandar nada. Cuando aceptan una relación terapéu­ tica y pueden comprometerse en ella, durante todo un lapso sólo pueden oscilar entre dos posiciones. Revivirán frente al otro un estado de «falta» total, no hay palabra a cambio del objeto que pudiera colmarlos si no es la que recubre el término genérico de «todo». Serán sus miradas, sus silencios, sus posturas, las que nos dejarán ver, mucho más que oír, la imagen de un sujeto en estado de falta: falta de aire, falta de amor, falta de palabras. No estamos más en el registro de la demanda, tan familiar a nosotros y a los neuróticos, sino en el de una necesidad cuya satisfacción cobra para nosotros la forma de una exigencia: pero ¿qué palabras podrían ser bas­ tan te plenas y bastante ricas para nutrirlo, apaciguarlo? A ve­ ces las encontramos, a menudo no nos queda más posibilidad que atestiguarles que percibimos lo que experimentan, aun si no sabemos qué ofrecimiento pudiera responder a su llamado. E n la segunda posición, el sujeto no demanda nada con la es­ peranza de evitar el riesgo de volver a encontrarse en el abis­ mo de la necesidad; para ello apela a un mecanismo diferente: recusar a cualquier otro sujeto destinatario de un llamado, y todavía más de una demanda. E n este último caso, hable él o calle, nosotros sufrimos una exclusión radical, un veredicto de no existencia. E n esas condiciones, hablar se convierte en un acto necesario para nuestra propia economía psíquica, para preservar nuestro investimiento en una relación muy amena­ zada. Hablar nos procura la prueba de que permanecemos vi­

vos, de que hemos podido seguir pensando y creyendo en el valor de las palabras. Cuando el sujeto puede elegir solamente entre esas dos posi­ ciones monolíticas, es impensable el establecimiento de una relación terapéutica, a menos que uno sea capaz de recurrir a métodos y formas de abordaje muy diferentes. En un buen número de casos, como el de Philippe, el sujeto, además de estas dos posiciones que de todas maneras habrá de ocupar por momentos, ha podido asegurarse algunas otras merced a una solución de compromiso que yo expresaría en estos términos: poner al analista en el lugar del demandador. Merced a ese subterfugio podrá aproximarse prudentemente, siempre listo para emprender la huida, a una relación de demanda cuya res­ ponsabilidad nos atribuye. E s solo aceptando reconocerse de­ mandador de sus palabras, de su presencia, de las modificacio­ nes que se puedan producir, como el analista puede llegar a crear las condiciones que hagan posible la interpretación. Pero además es preciso que maneje con prudencia extrema ese pa­ pel de demandador, que no demánde ni demasiado, ni demasia­ do pronto; que se mantenga en alerta constante a cualquier manifestación que pudiera ser interpretada como una manio­ bra de seducción, una demanda de amor, de reconocimiento. La dificultad que trae consigo semejante navegación con la costa a la vista explica la fuerza de nuestras propias reacciones afectivas desde el momento en que nos enfrentamos a ese tipo de problemática, se tra te de los sentimientos de desgana, de angustia, de agresividad que por momentos podemos experi­ m entar, o de los sentimientos positivos presentes en otros momentos. Dos razones explican por qué en esa apertura evité formular a Philippe interpretaciones que recurrieran de manera directa a sus proyecciones trasferenciales: algunas, porque su trabajo de introspección, de elaboración no había llegado al punto que le perm itieran entenderlas; otras, porque las habría entendido demasiado bien, demasiado al pie de la letra. En el registro de la psicosis, una interpretación trasferencial comunicada dema­ siado pronto (uno tiene que poder esperar la ocasión de formu­ larla en un tiempo posterior) arriesga siempre operar un fenó­ meno de coalescencia entre el interpretante y la representa­ ción fantasmática que pone en palabras. Durante todo un lap­ so, la relación terapéutica sólo puede continuar si se preserva ese distanciamiento de que antes hablaba: si Philippe dejaba de ten e r dudas sobre mi coincidencia con la diosa araña o con la

reina abeja, por fuerza huiría de la relación que yo le proponía, La reina abeja lo obligaría a enfrentarse a un fantasma de set tragado de nuevo por la boca materna, al horror de una fusióí que nunca pudo ser enlazada al trabajo de un placer-desef compartido; y la diosa araña, a la angustia persecutoria, des­ tructora, experimentada frente a un fantasma de mutilación 5 de incorporación «autolizante» imputado a la madre. Fantasf mas que explican la especificidad de ese deseo de feminización tan a menudo presente en la psicosis, y que se diferencia tantc de las identificaciones femeninas que podemos observar en la neurosis, cuanto de una posición perversa. La representación fantasmática de la madre no rem ite al psicótico, contrariamen: te al neurótico, a la imagen de una mujer fálica en el sentid? que se da a este término, es decir a la imagen de una mujer que no hubiera sufrido la castración y hubiera podido conservar ese pene que amenazan arrancarte. Para el psicótico, la imago ma­ terna es la encamación de una engendrante que tiene el poder de dar a luz o de rehusar la vida a la totalidad de los vivos. Su pecho es ni más ni menos el dispensador omnipotente que puede decidir mantener con vida o condenar a muerte a aque­ llos a quienes su vientre hizo ser y nacer. Muchas veces he insistido en un carácter que con frecuencia está presente eh padres de estructura paranoica: la equivalencia que establecen entre alimento espiritual y alimento puro y simple, merced a la cual su imperio sobre el pensamiento del hijo, su supuesta fun: ción de engendramiento de la vida psíquica, pasan a ser unos equivalentes de esas funciones que «faltan» a su vientre y a sus pechos. Paso a esbozar lo que he de proponer sobre la historia identifícatoria de Philippe: las reflexiones que preceden acerca de sU relación trasfereñcial y mis propias reacciones afectivas des­ empeñan en esto, desde luego, un papel esencial.

El esbozo de una historia Presentaré este esbozo como si se tratara de resumir una serie de capítulos de una historia (no terminada) de la que yo seré la autora y Philippe el héroe: 1. L a fuerza que ha engendrado a Philippe le prohibió pri­ mero «ver» que naciendo se «autonomízaba» y se separaba del «embrión-robot», cuyo desarrollo se programaba (uno se acuerj

da de la queja, tan a menudo presente en el discurso de Phi­ lippe: me han prohibido ver mi nacimiento); pero ella le ha pro­ hibido también saber que un padre contribuyó en algo en su nacimiento. 2. Philippe no ha podido proyectar sobre su madre una 'tépresentación fantasmática de la relación de ambos, que le ha­ bría permitido reconocerse al menos como uno de los atributos ansiados por la madre, y que él en rigor estaba listo a ofrecer­ le.- Para Philippe, «ser una mujer» es réalizar un fantasma dentro del cual el fantasmante se auto-presenta como reengendrador de «lo vivo» (puede que esta sea su respuesta al fantas­ ma de fisiparidad que yo imputaba a su madre, y al propio tiempo su recusación). 3. Cuando Philippe, en el jardín de su infancia, intenta trasformarse en mariposa, en formar parte de los vivos que perte­ necen a la categoría de las «elles» (ailes) [ellas (alas)], da vida a un fantasma en el que la crisálida a la que dejaron abandona­ da en el jardín se trasforma en úna mariposa libre en su vuelo. Pero ese sueño solitario de Philippe no se puede proseguir des­ de el momento en que él debe salir del jardín para ser retoma­ do por un discurso parental que le enuncia y le impone las ta ­ reas, las preocupaciones, las responsabilidades que incumben al pequeño escolar, así como después al adolescente y al adulto en que se convertirá. 4. Philippe entonces procurará socorro del lado del padre: pero ese padre deprimido, bajo la constante amenaza de una inmediata desaparición, no es muy tranquilizante. Le queda el recurso a la imagen de un padre sonriente, feliz, que tiene en sus brazos a un pequeño mono. Si el pequeño mono ha muerto, un conejito, a condición de contentarse con pastar tranquila­ m ente la hierba que le dan, tiene quizá posibilidades de quedar con vida. La imagen de este padre habrá de ser la que le per­ mita construir la representación de una relación de adoración hijo-padre. Sólo que el conejito muy pronto se encontrará en­ frentado a las modificaciones corporales que la pubertad le impone. 5. Philippe ha afirmado siempre, y se puede creerle, que antes de su encuentro con su primer amor, hacia los diecisiete o dieciocho años, las chicas y la sexualidad no le interesaban, que nunca se había formulado preguntas, y tampoco las había

hecho. ¿Qué representaron para él las modificaciones corporal les que le significaban su identidad masculina? Es difícil saber­ lo. Philippe trivializa al extremo lo que sucedió en ese tiempc de pasaje: «Cuando empecé a tener barba, me di cuenta de que me hacía adulto y era necesario que comenzara seriamente a trabajar, a hacerme cargo de mis responsabilidades como me lo repetían mis padres». No obstante, sabemos que hacia sus quince años hizo uiis fuga muy prolongada (¿preestreno de su partida para Perú?) según lo que dice Philippe, durante más o menos un mes vivic sobre una barca de pescadores, en un medio esencialmente masculino. En cuanto a las razones de esta fuga, ya lo he dicho, los padres no saben o no quieren decir nada. Philippe cree, aunque su recuerdo es muy vago,' que partió repentinamente de su casa después de haber asistido a una escena violenta en­ tre sus padres.

6. A su regreso, quizá merced a ese paréntesis que fue su vida con los pescadores, que parecen haberlo considerado come a uno de los suyos, Philippe se inscribirá en una escuela de publicidad y aprobará un examen bastante difícil. Sin embar­ go, no podrá aprovechar ese resultado. La razón que aduce, j que dice haber aducido desde ese momento, no es indiferente: «Hacer publicidad es penetrar en el espíritu de la gente, e£ violarla». E s posible que Philippe efectivamente se haya rehu­ sado a ejercer sobre el pensamiento de los otros un poder que lo refería al abuso de poder que sobre el suyo propio ejercíar sus padres. Comoquiera que fuere, intentaría hallar una salida aceptando una formación de técnico y obteniendo trabajo er una istración. Esto le permitió, con la bendición paren­ tal, alquilar un cuartito, adquirir cierta autonomía, aunque du­ rante todo ese año, excepción hecha de un amigo, vivió muy. pero muy solo. Al final de este año conoció a una muchacha que se enamoró de él y que logró seducirlo. Esa es mi formulaciói de lo que debió de suceder. En efecto, según imagino a Philippe. no lo veo para desempeñar un papel inductor en ese encuentro, y me inclinaría a creer que se dejó seducir, maravillado de en­ contrar a una mujer que le reconocía el derecho de agradar, 7. Durante algunos meses, Philippe vive con esta chica sil tropezar con problemas, ni sexuales ni relaciónales:28 es difíci 28 E s yerdad que Philippe es muy discreto en todo lo que se refiere a. lai pocas experiencias sexuales que ha tenido.

saber si este ingreso en su vida de otra mujer, diferente de su m adre, le habría permitido mantenerse en un estado de equili­ brio, aunque fuera frágil. Desdichadamente, esta relación ter­ minaría por obra del accidente automovilístico y un coma de tre s meses. El derecho al deseo,, al goce, a la libertad, sólo puede conducir a la muerte.

8. Cuando Philippe renace después de esa muerte, se en­ cuentra con las manos vacías (evoco el gesto de Philippe cuan­ do mima su salida del coma), habiendo regresado al estado de un bebé dependiente, frente a la pareja de los padres y a la letanía de sus reproches: que nunca habría debido frecuentar a esa chica, que nunca habría debido tomar dos días de licencia, que nunca habría debido viajar en un automóvil que él no había pagado. Pero más allá de esos reproches, Philippe oye el de haberse atrevido a vivir a despecho de sus faltas, y después que el «conjunto-familia» había decidido su muerte. Philippe tuvo su accidente automovilístico a fines de 1974. Su reeduca­ ción, en las condiciones que he descrito, debió de durar unos dieciocho meses. En 1976 encuentra un trabajo del nivel más modesto (estuvo empleado, dice, como «hombre de limpieza» en una istración). Según hemos visto, es m uy difícil ave­ riguar algo sobré lo vivido por Philippe durante los cuatro años que pasó en Francia antes de su partida para Perú. «Me aburría, mi trabajo no era interesante, pero yo lo hacía bien, me había comprado un electrófono y escuchaba mucha música a solas» Philippe nunca dirá más que eso. Uno puede suponer el co­ mienzo de una psicosis a la sordina, vivida en el modo depre­ sivo, y la brusca irrupción de un fantasma megalomaníaco, la certidum bre de un destino grandioso en el momento de cono­ cer al joven peruano. 9. Cuando Philippe llegó a Lima, durante los primeros me­ ses pudo subvenir pasablemente a sus necesidades. En el mo­ mento en que conoció a la «segunda mujer de su vida», con la que cohabitaría unos meses, esperaba cambiar de nacionalidad y encontrar un trabajo más estable. Philippe ha hecho, por lo tanto, una segunda tentativa de vivir con una mujer, de acep­ ta r su identidad masculina, de tener relaciones sexuales, de encontrar un trabajo interesante. Durante un tiempo parece haber podido abandonar su defensa psicótica, olvidar sus certi­ dumbres delirantes, pero, contrariamente a lo sucedido cuan­ do su prim era experiencia de vida en pareja, esta vez es abru­ mado muy pronto por la angustia.

10. Llegamos al episodio que lo hará huir precipitadamente de Lima y que prefigura el ingreso en su reconstrucción deli­ rante de la realidad: el libro que esta muchacha le hace leer con la esperanza de liberarlo de su angustia. Libro que trata dé «los sueños, la angustia y la psicología», y que recuerda a Phi­ lippe que es posible «violar» el espacio psíquico de los sujetos, conocer lo que desean. Mi suposición es que esto lectura acaso lo enfrentó también al develamiento inasumible de una de sus propias representaciones fantasmáticas. En lugar del acciden­ te somático, sobreviene el accidente psíquico. Según sus pro­ pias palabras, vive una experiencia de desintegración de sus huesos, de su cuerpo y de su pensamiento. D espués. . . tenemos la primera internación en un hospital psiquiátrico de Lima, la repatriación de cuyas costas se rehu­ saron a hacerse cargo sus padres (existe para mí, y puede ser que también para Philippe, una equivalencia entre esa negati­ va a enviarle un pasaje que le permitiera regresar a Francia para atenderse y para «curar», y lo que había sucedido siete años antes: la aceptación por los padres de la extracción de órganos); en fin, su ingreso en Sainte-Anne, nuestros encuen­ tros y la apertura de un diálogo que me ha sugerido este pri­ m er esbozo de su historia.

Interpretar el delirio Terminaré con unas palabras finales sobre uno de los múlti­ ples problemas que la interpretación del delirio plantea. Contrariam ente a lo que pudieran hacer creer ciertos textos analíticos, nada es más difícil que interpretar un delirio, a me­ nos de conformarse con decodificarlo refiriendo lo que el sujeto dice a unos conceptos universales y excluyendo nosotros mis­ mos de ese modo, a nuestra vez¡ su subjetividad y la singula­ ridad de su historia. Si queremos tranquilizamos en vista de nuestra ignorancia, siempre podremos referir lo que el deli­ rante nos dice —y en cierto sentido en todos los casos es posi­ ble encontrar tem as semejantes, del mismo modo como se hallarán escenas similares en la fantasmática de todo sujeto— sobre el alimento rehusado, la violación dé su pensamiento y de su cuerpo, el miedo de ser envenenado, el abuso de.poder de que es objeto, a lo que la teoría enseña sobre la representación de ese objeto primordial que es el pecho, sobre el deseo de la

madre, sobre la problemática de la fase anal. . . y no quiero seguir. E l recurso a esas causalidades teóricas y universales en nuestras interpretaciones puede ser útil a condición de que sea la excepción y no la regla, de que contribuya a reanudar el discurso ofreciendo al sujeto puntos de ligazón que le permitan superar un silencio, retom ar el hilo de su discurso, o aun ase 1 guram os —lo que a veces es necesario— de que hemos sido capaceB de m antener la posición de un «escuchante», de que en ese aparente caos de ün discurso que «impresiona» nuestro pensamiento hemos preservado algunos indicadores que nos hacen esperar que algo «oíble» puede ser compartido. Pero si este recurso a la teoría se convierte en la regla, enfrentaremos al sujeto con la misma prohibición de escribir en su propio nombre su historia: que la versión que le impongamos sea con­ forme a la teoría maternal o a la de Freud no cambia en nada las cosas. La interpretación sólo tiene alguna posibilidad de ser eficaz si podemos intercalar, entre la historia que el delirio cuenta y la historia de una infancia que la teoría nos ofrece, elementos que devuelvan un lugar y un derecho de ciudadanía a la singularidad de la historia psíquica de este sujeto. E n tre .el discurso delirante y las representaciones inconcien­ tes que habremos de tra e r a la luz, y nada, és más falso que creer que el psicótico nos las ofrece en bandeja, tendremos que interponer lo que yo llamaría «enunciados históricos» que de­ vuelven lugar y voz a ese tiempo de la infancia reducido al si­ lencio, o a la m uerte, tanto por obra del discurso parental como del discurso del propio sujeto úna vez pasada la infancia. Sólo esos enunciados permitirán instalar condiciones que hagan po­ sible la interpretación (¿hay que agregar que esta posibilidad corre pareja con la que adquiere el sujeto cuando se traen a la luz los movimientos trasferendales?). A ese «tiempo hablado» que permitimos al sujeto volver a oír y reinvestir, no solamen­ te lo vivió en su lejano pasado, sino que ha capturado perfecta­ m ente su mensaje; y aun fue para no acordarse más de él y para obedecer a la prohibición que le hicieron, si terminó por aceptar creer, o hacer creer a los demás, que toda historia no es más que una fábula «contada por un idiota y que no significa nada». Si en la neurosis invitamos al sujeto a reformular la historia del niño que ha sido, a reencontrar sus demandas infantiles, a reinvestirlas a fin de que pueda elucidar cuál ha sido el aporte de sus propias interpretaciones, de sus propias fantasmaüzadones, a su manera de entender el rehüsainiento con que tro­

pezaron, en la psicosis tendremos que tratar de que el sujetoformule demandas que nunca ha expresado, garantizarle los, derechos de un «niño demandador», declararlo inocente deí' crimen de que lo han acusado: lo que él afirmaba ver, experi-: m entar, comprender, era una pura creación de su espíritu (de-‘ finición profana del término fantasma). E l neurótico ha excluido de su pensamiento buena parte de sus «creaciones del espíritu» reprimiéndolas a las cuevas de lo inconciente. Y cuando ellas retom aron, pudo seguir ignorando su mensaje por la vía de trasformarlas en «síntomas» que le perm iten preservar y justificar esa ignorancia. El psicótico ha sido obligado a excluir en un mismo, movimiento sus represen­ taciones fantasmáticas y el conjunto de los pensamientos que, en el espacio de un instante, las habían vuelto interpretables, metabolizables por su yo. De esa manera produce la automutilación de una parte de su función ideica, de igual modo como se impone una automutilación de su capital fantasmático. La fuerza de convicción que puede corresponder a nuestras inter­ pretaciones en el registro de la neurosis no tiene como única causa el investimiento trasferencial de que goza nuestra perso­ na. E sa trasferencia desempeña una función capital, como se le ha reprochado harto a nuestro método, en la apropiación «consentida» de una causalidad, que sin embargo exigirá vol­ ver a poner Bobre el yunque muchas certidumbres. . . Pero si la trasferencia no es reductible a la simple sugestión es porque el sujeto puede, al menos hasta cierto punto, verificar por lo que él vive, dentro de su experiencia de analizado adulto, la pertinencia de la reinterpretación que le proponemos de tal o cual acontecimiento de su historia infantil. A esta historia, el neurótico la había escrito. Si ha olvidado sus fi-agmentos, las grandes líneas del relato quedaron presentes en su memoria. Cuando se tra ta de la psicosis, nuestras interpretaciones debe­ rán primero obtener su «fuerza de convicción» dentro de esos fragmentos de historia que formulamos al sujeto y que le «ha­ blan» el tiempo de una experiencia vivida en su infancia. Frag­ mentos que le habían prohibido rememorar porque la interpre­ tación que él se había dado de las causas de la experiencia no era «oíble» por la madre. El neurótico encuentra su «prueba de verdad» dentro del retorno en él mismo, merced a la trasferencia, de un afecto ya vivido. El psicótico la encuentra en el re­ tom o a su memoria de algo ya-conocido o de algo ya-pensado, que había sido excluido de ella. Desde luego que en los dos casos el retom o de una de esas dos componentes del «aconte­

cimiento» arrastrará consigo a la segunda, pero para que el trabajo analítico pueda alcanzar ese resultado, es preciso que sepamos además a cuál de esas dos vías tiene que privilegiar n u e stra interpretación, según la problemática de nuestro partenaire. La neo-realidad que el delirio construye tiene una relación muy particular con lo que retom a dentro del espacio psíquico de algo ya-oído, ya-visto, ya-experimentado, que se acompaña, en el momento de ese retom o, de la misma interpretación que el niño se había dado. Porque esta interpretación, ayer como hoy, está prohibida, el psicótico sólo la podrá «pensar» aplicán­ dola a algo oído, algo visto, algo experimentado de que hace responsable al perseguidor. De ese modo se produce un clivaje entre la representación de la experiencia y su interpretación por el yo, que es la versión psicótica del clivaje representación/ afecto, producido por el obsesivo. He ahí la razón por la cual, para interpretar el delirio, tene­ mos que interponer, entre la interpretación que el sujeto se da de las experiencias que vive actualmente y la causalidad incon­ ciente, la única que podría dar razón de los afectos resultantes, el relé que nos ofrece lo que podemos conocer, o lo que nos vemos llevados a suponer, sobre la historia de su infancia. Si dentro de esta perspectiva consideramos algunos temas del delirio de Philippe, nos impresiona su similitud con ciertos enunciados del discurso parental. Cuando los padres de Phi­ lippe explican lo que debe ser la vida de un sujeto adulto, de su nacimiento a su muerte, describen exactamente el destino de los que él, con razón, llama robots. Cuando Philippe habla de aquella vuelta hacia atrás que las voces le imponían, de aquel salto mortal, única salvación posible para su familia de no se sabe qué catástrofe, en filigrana aparece la emoción del padre con el recuerdo de aquella fotografía del pequeño uistití, testi­ monio de una época que precedió al advenimiento de sus de­ presiones, que también él describe como una catástrofe psíqui­ ca, una desposesión de sus recuerdos, una dislocación de su persona. Y lo propio sucede respecto de ese acontecimiento entera­ m ente central que es la ingestión del cacto: incorporación y destrucción de un pecho, desde luego, pero destrucción que lleva irresistiblemente á pensar en la repetición, en una forma invertida, de la amputación de sus órganos que la madre había aceptado, decisión que Philippe siempre conoció. Por último, eso no-visto, no-oído, no-memorado por la madre con respecto

a la infancia de Philippe esclarece la prohibición de «ver» que lé imponen las voces. Las voces lo persiguen, lo condenan á m uerte a causa de un «saber secreto» que lleva en él mismo; de: m anera totalm ente explícita la madre le prohíbe poseer el me¿ ñor saber sobre la sexualidad, del mismo modo como le ha rehu­ sado toda respuesta que hubiera podido volver racionales, me­ nos angustiantes, las desapariciones periódicas del, padre. Terminan aquí estas reflexiones, cuestiones, hipótesis que. debo a Philippe; espero que lo que he narrado de su historia y de su psicoterapia permita al lector proseguirlas.

2. Odette y su memoria

A. La demanda de Odette E sta historia será mucho más breve. Odette terminó su aná­ lisis hace ya muchos años y, con excepción de algunas notas que tomé en el curso de una decena de sesiones a lo sumo, quedo librada a los recuerdos que conservo. Es verdad que su análisis exigió una atención muy grande de mi parte, lo que explica que esos recuerdos se hayan mantenido muy precisos. Porque atendí a Philippe al tiempo que proyectaba escribir un libro, después de cada sesión dictaba al magnetófono sus resú­ menes: al releerlos fui la primera asombrada por el provecho que se puede extraer de ese procedimiento, pero, aun dejando de lado toda consideración de tiempo, no preo que lo Vuelva a poner en práctica. Fijando por medio de la escritura esas hipó­ tesis de «uso personal» que me había formulado en la escucha de Philippe; anticipando la respuesta, aunque.fuera hipotética, a algunas de las preguntas que su caso me planteaba, tuve el sentimiento de haber «solidificado» una versión que debe per­ manecer muy flexible, en estado de iiiterrogación, para que sea maleable a las modificaciones que le aportará el futuro désarrollo. Espero que, con el paso dél tiempo, pueda recuperar un estado de cuestionamiento que es indispensable en un tra ­ bajo de construcción del que no me toca prever la forma que pudiere cobrar .1 La historia de Odette nos enfrenta a una versión de su tiem­ po infantil tan particular como diferente de la de Philippe, por más que ciertas experiencias se observen en los dos. 1 No me parece que únicamente pese aquí el carácter anticipado de mis deducciones. La ausencia de todo disfraz en el informe de la historia de Phi­ lippe, la exposición literal de buena parte del discurso de sus padres me dan la sensación de haber observado muy poco el respeto que tienen derecho a exigir de nosotros aquellos a quienes encontramos. Que haya sido para servir a una', «buena causa», sólo parcialmente me satisface.

Me llamó por teléfono una persona que se presentó como una colega y, con tono de gran urgencia, me pidió que la atendiera lo más pronto posible por una «cuestión de vida o muerte». La cité para el día siguiente. La joven con quien me encontré, y a quien llamaré Odette, tenía unos cuarenta años; su presenta­ ción era bastante esténica, aunque angustiada. Demandó mi asistencia para luchar contra lo que llamó sus «crisis de deshu­ manización». Las describió en estos términos: sin signo anun­ ciador alguno, la invadía un vivenciar incalificable (en el mo­ mento de leer las notas que yo había tomado sobre esa primera entrevista, creí volver a oír a Philippe), que la obligaba a po­ nerse a correr en redondo en su cuarto gritando sin parar y arrancándose mechones de cabello. Y me mostró las llagas, todavía visibles en su cuero cabelludo. Sus crisis duraban entre un cuarto de hora y una hora, y terminaban tan repentinamen­ te como habían llegado, pero la dejaban en un estado de pos­ tración acompañado de un vivenciar que se asemejaba al senti­ miento de despersonalización. Las crisis habían comenzado un mes y medio antes; al comienzo sólo se presentaban al atarde­ cer o durante la noche, cada cuatro o cinco días. Hacía dos semanas, y por primera vez, una de esas crisis le había sobre­ venido un sábado por la mañana: desde ese momento, Odette vivía con el miedo de que eso se repitiera estando élla en la calle o en la institución donde trabajaba. Había hablado del asunto a un amigo psiquiatra: «Ese cretino me dijo que eran crisis de histeria, que requerían Librium.. Me pone en un esta­ do de rabia furiosa que digan que soy una neurótica, eso es falso, archifalso. Nunca tuve problemas edípicos. Si a toda costa se quiere poner una etiqueta a mis problemas, hay que hablar de defensas paranoicas». Después cómprendería yo por qué se veía precisada a recusar toda pertenencia al campo de la neu­ rosis, y qué significación, muy particular, daba al concepto de paranoia. Dijo no saber qué hacer para evitar esas crisis, y que el te­ mor de que le sobrevinieran en público la obligaba a vivir re ­ cluida, le impedía tomar decisión alguna. Pero si no sabía cómo librarse, a la inversa no tema duda alguna acerca de su causa o de lo que debería hacer para eliminarla, pero antes:—explicó—, era preciso que recuperara la libertad de espíritu necesaria para llevar a término su proyecto. Aseguró que la causa era el deseo de m uerte presente y activo en el inconciente del que hasta h a d a unos dos meses había sido su analista. El único medio que pudiera hacer desaparecer para siempre esa amena­

za, dijo, era matarlo. Su certidumbre sobre el buen fundamen­ to de su decisión y sobre su derecho a ponerla en práctica, la manera en que describió el plan que había meditado, me in­ quietarían mucho durante las primeras semanas del análisis. Tenía la sensación de que muy poco hacía falta para que pasara al acto, pero que toda interpretación que pusiera en duda sus convicciones delirantes haría de mí un perseguidor, aliado de su analista, y de quien ella no podría menos que huir. A la espera de ver si se podría establecer una relación analítica, y de los medios que lo permitieran, me contenté, cada vez que ella hablaba, con destacar que la muerte de su analista iría acompañada de cárcel o de reclusión de oficio, y que más valía que reflexionáramos juntas sobre la posibilidad de otro camino que la liberara de sus «crisis».

El encuentro y la ruptura He aquí su relato de la sesión que puso fin a su primer análi­ sis. Se había despertado con mucha angustia después de un sueño: veía una cabeza de cadávér, levantaba la tapa del crá­ neo; en el interior había un revoltijo de gusanos de color marrón amarillento, que enseguida le recordó al de sus propios ojos.2. Esa m añana terna sesión a las 11 horas. Salió de su casa a las 9 con la intención de tomar su automóvil y dar un paseo por el Bois de Boulogne; esperaba calmarse así, porque manejar siempre la apaciguaba. De repente advirtió que en lugar de tomar el camino que la llevaba al Bois, maquinalmente se había dirigido hada el domidlio de su analista. Casi estaba llegando, cuando chocó con otro automóvil. Para los dos conductores los deterioros materiales fueron bastante serios, y el otro propie­ tario no quiso llenar los documentos del seguro hasta que no acudiera un agente de polida. Durante todo ese lapso, y siendo que su situación finandera difícilmente le permitiría reunir el dinero necesario para reparar su automóvil, una sola idea la preocupó: ¿encontraría un taxímetro, llegaría a tiempo a su sesión? E n realidad llegó a casa de su analista a las 11 menos 10, ' 2 El contenido de este sueño indica ya la dimensión perseguidora, terrorí­ fica que había cobrado la relación trasferendal: «aquel» que, por su mano, abre las cajas craneanas para descubrir lo que contienen enfrenta su mirada a los gusanos que la roen, que hacen de ella un cadáver. Y es la angustia provocada por este sueño, mucho más que la espera, lo que se expresará en un acto agre­ sivo que ha de poner fin a la relación analítica.

y este, como a menudo sucedía, la hizo esperar mucho tiemp'¿ij antes de recibirla. Durante la espera la invadió un sentimientdíf de rabia y el obsesivo retom o de la imagen del sueño. Cuanddjj la hizo pasar al consultorio, ella se negó a sentarse, se pusoMj «cantarle cuatro frescas»: que era intolerable tener que espi§l r a r de esa manera, que se burlaba de ella, que no comprendía^ nada de sus problemas. Se encaminó a la chimenea con la tifíl tención de arrojar al suelo un vaso que estaba sobre la repisa:® ese gesto le era indispensable, según ella, para recuperar lá'1.; calma y poder hacer su sesión. El analista no la oyó, si se mef! perm ite decirlo así, con ese oído, y antes que pudiera llegar á o la chimenea la tomó por los hombros y la puso violentamente ’ en la puerta. De regreso a su casa, se calmó y esa misma tarde le escribió una larga carta. En su espíritu, ese episodio no era ; m ás que «la expresión de un movimiento trasferencial» (son i sus palabras) y por lo tanto no podía traer consecuencia alguna p ara la prosecución de su análisis. Cuando acudió a la sesión.; siguiente, el analista le anunció, ya antes que traspusiera el umbral, que no tenía la intención de continuar la relación.,' Idéntico episodio se repitió una segunda vez, tras lo cual —hacía un mes y medio que esto había ocurrido— decidió no ir más. ’ F u e luego de una semana cuando apareció su primera «crisis». j Hube de saber que Odette había estado en análisis unos seis : años, y con mucha emoción describió las circunstancias del p ri-: m er encuentro. Ella trabajaba entonces —volveré sobre ese período— en una gran casa de costura y la habían invitado a ; pasar el fin de semana en la residencia ¿e descanso del direc­ tor. E n tre los invitados estaba el que sería su analista; visible­ m ente era el huésped distinguido en esa reunión. En cuanto lo vio quedó inmediatamente fascinada por su belleza, por el brillo de su demostración acerca del nexo existente entre la costura, el a rte y la sexualidad. El domingo, en el momento de regresar a París, le pidió que la llevara y así pasó tres horas en su auto­ móvil. Durante el viaje supo que él era analista, que dirigía además un centro especializado en la terapia de parejas aque­ jadas de problemas sexuales. Pero sobre todo oyó por primera vez un panegírico del análisis, de su poder, de un «saber» que : es el único valor cultural que nos queda: «para mí —agregó— fue como la revelación de un conocimiento escondido».3 Duran­ te unos días no pudo pensar más que en él, de manera obsesi­ 3 Odette no sólo nunca pone en duda la «verdad» de la teoría analítica, Bino que se refiere a ella como una mística que afirma su fe en la palabra de Dios.

va, y terminó por llamarlo por teléfono para pedirle una entre­ vista. No sabía demasiado qué buscaba: sin duda volver a ver­ lo, quizás entablar una relación sexual, quizá también comuni­ carle simplemente la fascinación que había ejercido sobre ella. Tres días después, se tendía en su diván. Durante todo un prim er y prolongado período de este análi­ sis, una relación de idealización y de pasión, que en cierto sen­ tido persistía en su forma persecutoria, señaló la relación «trasferencial» . Desde el comienzo, dijo, la había impresionado «su poder adivinatorio»: él no tenía necesidad de hablar, él adi­ vinaba lo que ocurría en el inconciente de ella; para prueba: a pesar de ese silencio, ella se sentía cada vez mejor. «Cada vez mejor» significaba estar más y más exultante, segura de sí, descubrir en ella misma poderes, dones que ignoraba poseer. El reconocimiento de esos dones por su analista le fiie confir­ mado por su propuesta: dos años después del comienzo del aná­ lisis, la invitó a.trabajar gratuitamente en el instituto que diri­ gía, y arregló las cosas para que además pudiera ingresar en grupos de trabajo. A raíz de esto hube de saber que, contraria­ m ente a lo que me había dicho por teléfono, ella no era analis­ ta, sino consejera conyugal: se ocupaba sobre todo de parejas sexualmente perturbadas a las que proponía una «terapia» ins­ pirada a la vez en la bioenergía, las teorías de Reich, el conductismo, vagamente salpimentado el todo con un freudismo mal digerido. Se engolfaría, literalmente, en esta actividad. Nada tenía ya importancia ni valor, salvo sus encuentros con otros «terapeutas» —que me parecieron harto singulares, por lo que me contó— , los diferentes discursos que se tragaba, el sedi­ cente saber del que se apropiaba. Hube de quedar muy asom­ brada cuando comprobé que de hecho, por así decir, nunca ha­ bía leído verdaderamente una sola obra analítica de Freud, de Reich o dé cualquier otro analista. Su «cultura» no tenía más fiiente que lo oído o textos brevísimos de los más diversos autores, a quienes leía sin crítica alguna, pero apropiándose, es verdad que desvirtuando las más de las veces su sentido, de tal o cual concepto o esquema aislados, y aun de tal o cual slogan. Uno de los resultados previsibles de esta nueva activi­ dad sería que perdiera todo interés por su oficio y la despidie­ ran. Entonces su analista le dio una carta de recomendación para otro centro de «terapia sexual» en el que obtuvo un em­ pleo remunerado. Vio en esa promoción el signo de que su ana­ lista la consideraba como a una «cabal psicoanalista de parejas».

Muy pronto se las arreglaría para reservarse las parejas más perturbadas en el plano psíquico. El entusiasmo por su trabajo sólo era comparable a su «entusiasmo trasferendal» y a la re­ lación pasional que vivía con su analista. E l viraje se produjo más o menos un año antes de la sesión que puso fin a esta reladón. He aquí el acontecimiento que determinó ese brusco cambio: en una de las institudones donde trabajaba, desde hada un año participaba en un grupo dirigido por su propio analista. Un buen día este le anunció que eso debía term inar. En efecto —agregó él, verdad o excusa cor­ tés— , como ella sabía, el grupo debía seguir siendo restringido y era m enester que sus partidpantes dejaran lugar a otros. En el momento aceptó sin resentimiento alguno la explicadón, y abandonó el grupo .4 Algún tiempo después se enteraría, por puro azar, en el curso de una comida, de que su analista acaba­ ba de divorciarse: este divorcio parece haber despertado la he­ rida del «divorcio» de su rd ad ó n y de su exdusión del grupo de trabajo, que en aparienda había tolerado tan bien. Desde ese momento se instauró en ella la certeza de que su analista había cambiado totalmente respecto de ella; y además poseía la explicadón: sin saberlo él, su divordo, que ella cree decidido por su esposa (¿se lo dijeron o es un efecto de su imaginación?), había reactivado en su incondente sentimientos mortíferos ha­ cia su esposa y hada las mujeres en general. Ahora bien, ella sabía que físicamente se pareda a la esposa del analista; de ahí los sentimientos mortíferos que este, sin saberlo, había pro­ yectado sobre ella. Desde el momento en que le brota esta cer­ tidumbre, habría de pasar sus sesiones tratando de hacer reco­ nocer al analista las intenciones nefastas que alimentaba hada ella, los efectos destructores que sus intenciones «ejercían so­ bre su actividad psíquica»; en convencerlo de que si tomaba conocimiento de su problemática incondente lapodría superar, y recuperar hacia Odette los sentimientos e influjos positivos de antaño. Es hacia el final de ese año donde se sitúa la sesión última ya referida. Según Odette, en el curso de ese último año, el analista había intentado repetitivamente interpretarle sus convicdones reconduciéndolas a sus deseos incondentes: pero era demasiado tarde. Una vez que el sujeto sólo puede hacerte ocupar la posidón del perseguidor, toda interpretadón será reinterpretada de manera de confirmar su convicdón deliA Uno tiene la impresión de una suerte de mecanismo de «anestesia afecti­ va» frente a la violencia del choque psíquico.

rante. E s lo que ocurrió en el caao de Odette. Interpretarle sus propios deseos inconcientes de muerte era, me explicó ella, la m anera en que él, el analista, podía seguir negándole la exis­ tencia de la pulsión de muerte en su propia psique, una manera de culpabilizarla y de destruir todavía más radicalmente su atetivídad de pensamiento. Durante el último año de su análisis, cada vez que en su actividad profesional se veía enfrentada a un conflicto agudo en las parejas a quienes atendía, ya no sabía si era el inconciente de su analista el que la «obligaba» a ver en el comportamiento de sus pacientes la obra de la pulsión de m uerte, si era su miedo al poder maléfico del analista el que le hacía proyectar un conflicto mortífero ahí donde no existía, o, tercera posibilidad, si su conocimiento de lo que sucedía en el inconciente de su analista la había vuelto particularmente sen­ sible a todo anhelo de muerte presente en el inconciente de aquellos con quienes se encontraba. Privilegió esta última hi­ pótesis, sobre la que entonces se apoyó durante cierto tiempo para seguir ejerciendo su actividad, hasta el momento en que la aparición de las «crisis» le hizo imposible continuar.

La versión de Odette Por contraposición a Philippe, Odette se ha construido una historia de su infancia que engloba una autoconstrucción de la vida del infans que ella ha sido. No puedo saber, desdé luego, lo que esta versión debe a lo ocurrido en el curso de sus pre­ cedentes años de análisis, o a lo que ella ha «oído» en las inter­ pretaciones de su analista. Según Odette, la versión que me da es estrictam ente conforme a la que poseía mucho antes de co­ m enzar su análisis; sin embargo, uno de los caracteres de toda construcción delirante es justamente esta retroyección al pa­ sado de lo que de hecho se construyó en el tiempo del delirio y por obra de este. Cuando sus recuerdos se refieren a aconteci­ mientos reales —veremos lo que por esto entiendo—, tengo la convicción de que no deben nada ni al trabajo que pudo hacer durante su análisis ni a la acción de ideas delirantes. A la in­ versa, cuando me aporta lo que llamo «recuerdos alucinados», me es imposible decidir si, como dice Odette, no han sido modi­ ficados por su análisis o si, por el. contrario, llevan su sello. Odette tenía unos treinta años cuando se encontró con el ana­ lista, objeto de su fascinación primero, de su pasión después y de su persecución por último. Antes de ese momento su vida se

puede separar en dos épocas: una que va de su nacimiento a sus dieciocho años, y el otro de los dieciocho a los treinta. Me parece que este decenio ha sido un período de calma durante el cual pudo establecer con la realidad un compromiso logrado.

Diez años de tregua Odette obtuvo su bachillerato a los dieciocho años. Hasta entonces vivía en casa de su madre y tenía la intención de ins­ cribirse en Bellas Artes. A raíz de una consulta médica de ruti­ na, B e le descubrió una mancha pulmonar; aunque no se dicta­ minó un diagnóstico preciso, tuvo que pasar seis meses en un sanatorio. Tras lo cual se reintegró al domicilio m aterno... pero quince días después tropezó con un escalón en el interior mismo del departamento, cayó y se descolocó una vértebra. Aunque no hubo lesión neurológica, permaneció seis ttieses en el hospital, inmóvil dentro de un corsé. A la salida, como tenía dificultades para caminar, decidió alquilar una habitación más próxima a Bellas Artes, donde se inscribiría. En el curso de su prim er año de estudios trabó amistad con otra estudiante y sobre todo con la hermana de esta, diez años mayor. E sta jo­ ven trabajaba con uno de los más famosos modistos de París, para el que creaba adornos de fantasía. Odette quedó «fascina­ da» (término que tanto se repite en su discurso) por esta joven y, visiblemente, suscitó en respuesta un sentimiento de gran simpatía porque, poco a poco, ella le iría enseñando su propio oficio. Oficio para el cual debe haber estado muy dotada; en efecto: cinco años después, cuando su amiga abandonó la casa de costura para instalarse por su cuenta, le ofrecieron ocupar su puesto. Durante unos ocho años evolucionaría en ese am­ biente con un éxito profesional indudable, tan cómoda como encantada de frecuentar ese mundo extraño en que la homose­ xualidad desempeñaba un gran papel, lo que le permitía vivir de m anera satisfactoria una sexualidad que yo calificaría de polimorfa. Su éxito profesional fue tan importante que unos m eses antes del famoso fin de semana en que encontró al «ana­ lista», el director le propuso una permanencia de dos meses en E stados Unidos para perfeccionarse y dirigir después el con­ junto de las filiales europeas de la casa. E n todos los años que la tuve en análisis, Odette nunca modificaría su versión acerca de esos diez años. Representaban sin duda para ella una época relativam ente feliz, exenta de mayores problemas afectivos,

en que gozaba de una situación económica que le permitía vivir con toda holgura. Otra ventaja de ese éxito era que la intensí­ sima actividad desplegada la obligaba a muy frecuentes viajes y, en consecuencia, a espadar mucho sus visitas a su madre, a quien, en esos diez años, a lo sumo veía una vez por mes. liada en el discurso de Odette me' permitió anudar a un aconteci­ miento particular —-conflicto, decepdón— el surgimiento in­ mediato de su pasión en su encuentro con el analista. N¡o puedo hacer más que rem itir a lo que ya he dejado escrito sobre ese «efecto de develamiento» que dertos encuentros —aun el de la droga— desencadenan: revelan al sujeto fascinado que era «eso» (sin que sea capaz de explicarse más) lo que desde siem­ pre esperaba. A] decir de Odette, conserva pocos recuerdos sobre esos dos días que anundán y engloban al «encuentro»; sí sabe haber sufrido un «hechizo», sobre todo la impresionó el discurso oído en el automóvil, que para ella era la expresión y la prueba de la existencia de un «saber mágico», tan fasdnante como aterra­ dor por sus poderes. .

B. La historia de la infancia L a versión que Odette comunica de su existenda, entre su nacimiento y el acódente somático que a los dietíocho años la alejó del domicilio materno, es.mucho más difícil de resumir. Aunque los acontecimientos de que informaré se entrelazan en su relato, y rem iten unos a los otros, los dividiré en tres con­ juntos: 1 ) los acontecimientos aludnados; 2) los elementos in­ terpretados, y 3). los acontecimientos reales. Comenzaré por lo que Odette cuenta del discurso de la ma­ d re sobre su nacimiento y sobre los primeros años de su vida. Con respecto al niento, ese discurso se resume en una sola frase lapidaría: es escandaloso que se exija que las mujeres den a luz. Según Odette, esto no significa que sea escandaloso ser m adre o tener hijos, sino que el nacimiento «ocurra como ocurre». Cuando le pregunté si, según su conocimiento, el par­ to file difícil o doloroso para su madre, Odette me respondió que no lo sabía, que su madre nunca habló de ello, salvo para afirm ar que es «increíble que una tenga que padecer semejan­ tes leyes naturales». Con respecto a los primeros años de la

vida de Odette, la madre no parece más locuaz que la madre de Philippe. Todo cuanto Odette ha podido conocer —y eso que en el curso de su prim er análisis hizo muchas preguntas a la ma­ dre— es que la pusieron en la bacinilla cuando tenía cuatro m eses y que a los ocho ya era totalmente limpia. Limpieza pre­ coz que la m adre presenta como la prueba de su competencia educativa. También le méndonó caprichos que hada para co­ mer. Cuando ella pretendió saber más, su madre le replicó que caprichos quería decir caprichos y que «todo eso» no tenía nin­ guna importancia. Sin ser anoréxica, Odette desde siempre co­ me demasiado poco. Pero, contrariamente a lo que ocurría con Philippe, ni Odette ni su madre calificarían de maravilloso el tiempo de la infanda. Ese tiempo estuvo signado por una his­ toria llena de furor. En efecto, si su madre decreta carente de interés todo acontecimiento referido directamente a la infanda de Odette, y si ella misma conserva sólo algunos recuerdos penosos y, me inclinaría a agregar, inscritos en su memoria bien a despecho de ella, la historia de su infancia es remplazadá, en el discurso de la madre y en el que Odette hace suyo, por la versión repetida y repetitiva de sus agravios contra el padre. A este padre, la madre dice haberlo despreciado siem­ pre, lo hace responsable de todos los males; y se divordaría de él cuando Odette tenía unos, quince años. Siempre que en el curso de su análisis Odette vuelve sobre la época que precedió al divordo de los padres, es para repetirme, incansablemente, todo lo que había de aberrante, de perverso, de malo en el comportamiento del padre, las consecuendas que de ello resul­ taron para su madre y para el conjunto del grupo familiar. El discurso de la madre, como Odette lo ha oído día por día, rem­ plaza la historia de una reladón madre-hija por la historia de una reládón madre-marido, padre-hija, llena de furor y de odio. Odette intentará entonces construir su historia infantil ausente del discurso de la madre, retomando el postulado esencial de la versión m aterna de la historia ño de Odette, sino de la pareja: una.causalidad única y exhaustiva, la abyección -del padre, explica lo que Odette ha vivido, visto, sufrido, expe­ rim entado en su infancia: Odette ha oído, realmente, la historia de esa pareja. Histo­ ria gritada, que trabajoso le habría sido no oír. Acaso, en fun­ ción de su piropia problemática, esto fuera menos catastrófico que si hubiera tenido que sufrir el silendo mortífero de dertos padres: yo no lo Be. Una cosa es segura: la necesidad en que se encontró de recurrir a un compromiso entre una historia que

h ad a del odio el único vínculo de la pareja que le dio la vida, y una versión que otorgara un sentido aceptable a su niento y a las pruebas que signaron su infanda. E s escandaloso sufrir las leyes naturales del parto; ella era limpia a los ocho meses; hada caprichos para comer: el aporte materno se reduce a esos tres enundados que difícilmente se acogerían como mensajes de amor. Odette consiguió, por ape­ lación a mecanismos interpretativos, recusar el rechazo de que eran la prueba, pero no pudo evitar, sin embargo, hacer la am arga experiencia de ellos. Lo repito: no puedo dedr nada sobre la acdón de su primer análisis sobre su construcción his­ tórica, pero he aquí la versión que ella da de los comienzos de su vida.

Los acontecimientos alucinados a. Tiene ocho días cuando su madre regresa de la clínica y enseguida pone la cuna de Odette en la habitación que le tenían destinada. Recuerda «perfectamente», dice, su aflicción cuan­ do abría los ojos por las noches y veía «la nada» (Odette des­ plaza h ad a el tiempo del origen experiencias que, como Phi­ lippe, ha debido de re-vivir hacia los tres, cuatro o cinco años. Antedatándolas, puede justificar por la ideología educativa de la madre la aflicdón vivida). b. E stá segura de que cuándo mamaba (¡le dieron el pecho óolo hasta los tres meses!) debía de amar tanto el pecho que querría tragar el máximo, y por eso «recuerda» que tragaba torcida. Puede recuperar el miedo de sofocación que la invadía (donde recuperar quiere decir, ella me lo explica, que «Zo revi­ ve como u n peligro actual»). c. Se acuerda de lo que experimentaba cuando mojaba sus pañales y la madre tardaba en cambiarla. Parece que su formu­ lación me interesó al punto de ponerla por escrito; por eso la puedo reproducir literalmente: «Cuando permaneda mojada, tenía la sensación del cuerpo de otro bebé pegado al mío, y me ponía a gritar porque tenía miedo de que cuando lo quitaran, mi piel quedara pegada a. la suya y ye, totalmente desollada». d. Se recuerda a sí misma, a los cuatro o dnco meses, en la bacinilla, las sensaciones «de su esfínter anal», su miedo a per­ der un pedazo de su cuerpo, el placer experimentado cuando el esfínter se volvía a cerrar y recobraba la seguridad de la uni­ dad de su cuerpo.

Ahora bien, la formulación de estos sedicentes recuerdos, que se podrían creer simples repeticiones de interpretaciones oídas o leídas en escritos analíticos, se acompañaba cada vez de un afecto intenso totalmente actual. E ra visible que Odette tratab a de dominarlo adhiriendo enseguida a su verbalizacióh una interpretación analítica sobre la relación boca-pecho, so­ bre la problemática de la fase anal, sobre lo que para un bebito representa el hecho de dar o retener sus heces. . . Aquí abro un paréntesis para referir una sesión de hace unas pocas semanas; la debo a una mujer a quien atiendo desde al­ gún tiempo, y que periódicamente es hospitalizada por episo­ dios calificados de «depresiones atípicas». Nada diré de su histo­ rial; me limito a reproducir la primera parte de una sesión, que se sitúa poco tiempo después del final de una hospitalización: E lla : N unca m e ha preguntado cómo empiezan mis crisis. Quiero hablarle de lo que sucedió la última vez. Una amiga había venido para hacer que me probara uno de sus vestidos; apenas me lo puse, tuve la sensación de otra piel sobre mi cuer­ po, sentí terror, un peligro me amenazaba, no podía hacer mo­ vimiento alguno, eso no era angustia. A la angustia la conozco bien, a menudo la experimento. E ra la certidumbre de un peli­ gro, la experiencia del terror. Yo: ¿Qué diferencia establece usted entre la angustia y ese sentimiento de peligro? Ella: La angustia se sitúa acá. (Señala el interior de su cuer­ po a la altura de sus pechos.) La angustia es un sentimien­ to de temor, el miedo a un fracaso, a no poder hacer nada. E sto de que hablo es muy diferente. Es algo que parte del ano, de ahí se difunde como por rayos a todo el cuerpo, es así como empiezan las hemorragias anales. (Su primera hospitalización coincidió con el suicidio de su hermana, aquejada de u n neo­ plasm a rectal.) Lo que me sucede tiene relación con mi cuer­ po, en ese momento dejo de pensar, eso ocurre dentro de m i! cuerpo; él se convierte en otra cosa, una cosa que yo no conoz­ co. Lo que experimento no se puede describir, pero eso se pa­ rece al terro r .5 6 Vemos que el «sentimiento de terror» remplaza al de sufrimiento: pero este «terror» es vivido tanto por su psique como por la experiencia del cuerpo y en el cuerpo.

/o.' ¿Terror por la idea de morir? Ella: No soy capaz de responder. No sé si en ese momento pienso en la muerte. Revivo dentro de mi cuerpo. . . No sé qué revivo dentro de mi cuerpo, pero ciertamente es algo horrible. Todo se vuelve ano, o quizá todo se vuelve simplemente rayos. Hay gente en el hospital que habla de alucinaciones, pero eso no es una alucinación; es otra cosa, yo no veo nada, es algo que siento. E s como si mi cuerpo viviera esa imagen, eso no es explicable. Difícilmente se pudiera explicar mejor el surgimiento de un momento de descompensación, ligado a la irrupción de un pictogram a que enfrenta al sujeto con una experiencia que Phi­ lippe y Odette dirían, con razón, incalificable.

Volvamos a Odette. En este primer capítulo de su versión histórica, los párrafos que habría debido poder tomar del dis­ curso materno son remplazados por percepciones corporales. Cuando se escucha a Odette, se comprueba que no ve las esce­ nas de que habla; pone en palabras percepciones y afectos actuales, afectos y percepciones reactivados por cualquier si­ tuación que tenga una carga emocional. Esos «recuerdos» son de condición muy afín a la que se atribuye a las alucinaciones. Para mí, que la escucho, es evidente que al hablar experimenta esos sentimientos de sofocación, de cuerpo hiante o cerrado, con creer ella que simplemente rememora recuerdos y expe­ riencias que pertenecen a un lejano pasado. Un cuerpo que sufre de su estado de «falta» ha enviado sus «delegados» a una psique que los ha metabolizado en sus representaciones picto­ gráficas y fantasmáticas, pero el yo no ha podido dar cabida a los «delegados» por no haber encontrado un «destinatario» que hubiera podido comprender y aceptar su puesta en palabras. La inscripción corporal reacciona a cualquier emoción que sobrepase cierto umbral, como una llaga abierta sobre la que se vertiera un ácido. Si no se puede hablar de alucinación en el sentido clásico, es porque Odette se defiende de ella consiguiendo que la teoría analítica desempeñe la función de «aporte de sentido» que én Philippe, como en otros, cumple el recurso a una construcción delirante: con anterioridad, el «discurso cultural» y sus ideolo­ gías han debido sufrir el mismo empréstito abusivo, la misma

tergiversación de sentido, a expensas de algunas dé sus signi­ ficaciones y afirmaciones. Una. vez que Odette tuyo a su disposición la teoría analítica, se construyó el equivalente de una teoría delirante sectoriza¿ da, compatible, en apariencia, con el discurso de su nue^o am­ biente: ya veremos por qué esta nueva construcción era mucho más frágil que su antecesora. Para construir su historia de in­ fancia ,6 tomó prestadas, de la versión freudiana de mía histo­ ria infantil universal, interpretaciones que le permitieron dar ün sentido a los efectos que la invadían, y sobre todo interpre­ ta r, de m anera de resguardarlas de toda modificación, la ima­ gen de una madre ideal que a toda costa era preciso preservar y la de un padre que téma que seguir siendo el único «asesinoviolador» posible, porque de lo contrario se asistiría al hundi­ miento de una construcción identificatoria que descansaba en esos solos pivotes.

Los acontecimientos interpretados L a niñita que era Odette no pudo prohibirse «pensar»7 la significación de cierta cantidad de informaciones que le envia­ ban los que se daban guerra en la escena de la realidad. Cual­ quier testigo ajeno, como lo habrán de probar los ejemplos que daré, juzgaría a la madre de Odette como m ujer sádica y muy probablemente psicópata. En cuanto a su padre, aunque me resulte más difícil formarme una idea clara, mi impresión es que se tra ta más bien de un pobre diablo que, como b u hija, ha sufrido la violencia y los excesos del carácter materno. Cuando. O dette habla de su vida entre su nacimiento y los dieciocho años, intenta convencerme de que era una niña que vivía junto a una madre absolutamente perfecta y un padre totalmente abyecto. Convicción que sin embargo no pudo evitarle «ver» 6 Si es verdad, como afirma Odette, que anteB de todo análisis conocía la historia de su vida de infan s y de niña pequeña, que esta siempre había per­ manecido presente en su m em oria, no se puede olvidar lo que debió de influir en ella y en está «historia» la posición que nueBtra teoría otorga al vivenciar y al deseo infantiles, y la q u e de esto acaso se dijo en el curso de su primer análisis. ' 7 E ste rehúsamiento a poner fin a la lucha contra una «prohibición de pen­ sar» enunciada por la madre es uno de los caracteres diferenciales entre eBqui-, zofrenia y paranoia. A menudo se lo paga, como en el caso de Odette, con una idealización delirante del progenitor cuyo diktai Be ha trasgredido.

ciertas escenas, extraer de ellas ciertas conclusiones y conser­ var recuerdos no reprimibles. Interpretaría siempre estos re ­ cuerdos de m anera de hacer inocente a la madre y de atribuir al padre, las más de las veces al inconciente supuesto de su padre (como procederá en el caso de su primer analbta), todo lo que en la actitud de su madre ha sido para ella fuente de sufrimiento, lo que ha amenazado develarle la contradicción entre su vivenciar y la versión que quería darse de su infancia, de la relación con su madre. Tres ejemplos ilustrarán este mecanismo: la madre de.Odette es la mayor de tres hijas. De sus dos hermanas, una es menor en ocho años, y la otra en diecisiete: como Odette nació tenien­ do su madre diecinueve años, su edad es aproximadamente la de su tía. E sta hermanita de la madre, a consecuencia de una fractura craneana que le sobrevino cuando tenía seis meses, es una disminuida psicomotriz grave. Cuando los abuelos de Odette murieron, teman organizadas las cosas para que esta hija, que en esa época tenía nueve años, percibiera una renta importante. Una cláusula del testamento especificaba que se pagaría a la institución o a la persona que aceptara tomarla a su cargo. La madre de Odette decidió que viviría con ella, de­ clarando, de manera franca y contradictoria, sin que Odette se confesara esta contradicción: 1 ) que la familia era mejor que cualquier institución, y 2) que la renta le era indispensable, en vista de la nulidad de su marido. P rim er ejemplo. Odette tiene un recuerdo muy preciso de la violencia que su madre ejercía sobre esta niñita, de su ne­ gativa a acordarle el tiempo que necesitaba para poder co­ m er, de los castigos físicos que le infligía. Pero cada vez que le acudía el recuerdo, agregaba enseguida que si su madre so­ lía estar tan tensa, era a causa de la presencia del padre, de quien la madre había adivinado sus intenciones mortíferas hacia esta hermanita, del mismo modo como había percibido sus intenciones incestuosas hacia Odette. Su comportamiento hacia su hermana no tenía otro objetivo que ofrecer al sadismo del padre, testigo de esas escenas, una satisfacción sustitutiva a fin de que no fuera él quien pusiera en acto una agresividad que habría matado a la hermana. Segunda ejemplo. Odette fue enviada á la escuela cuando tem a cuatro años. Debía levantarse cuando sonaba el desper­

tador, lavarse sola las manos y la cara, vestirse y estar a la, puerta de la casa a las 8.20 horas exactas, para que su madre la; acompañara a la escuela antes de acudir a su lección de gimna-, sia. El terro r de Odette ante la idea de hacer esperar a sti/j m adre (reforzado por el hecho de que, como no sabía leer lai hora, no podía conocer cuánto tiempo había pasado entre que: sonó el despertador y ella estaba lista) era tan grande que solía'; despertarse en mitad de la noche, se vestía en plena oscuridad^ y volvía a acostarse completamente vestida; o le sucedía pol­ las noches echarse un vestido sobre el cuerdo totalmente des­ nudo y descender a toda prisa para esperar en la puerta lai aparición de la madre. Explicación de Odette: su madre se defendía de su propio ’ deseo inconciente de seducirla, de tenerla siempre junto a sí¡ Sentía que se habría podido convertir en una niñita muy de-: pendiente, hasta homosexual. E n el fondo, dijo, tenía una in­ tuición muy justa, aunque no hubiera leído a Freud, de lo que ocurre en el inconciente. Su padre se había atrevido a propo-., nerle venir él mismo a vestirla: prueba, para Odette, de su! deseo de ser una mujer, de ocupar el lugar de su madre y sobre; todo de pervertirla. Su madre pilló una «rabia monumental» y ' le advirtió que si llegaba a hacerse vestir por su padre, ella la i pondría en un pensionado y no la vería más. Conclusión: gra-.^j cías a ella, Odette pudo evitar ser seducida8 por su padre, sus-; traerse de sús maniobras incestuosas. Tercer y últim o ejemplo. Odette tenía dieciséis años cuando 1 sus padres se divorciaron. Se puede sospechar que el matrimo-; nio nunca funcionó. Ella se acuerda muy bien de una serie d e ; escenas en el curso de las cuales la madre amenazaba al padre,: con abandonarlo si él no ponía a su nombre el departamento ! que ocupaban, y una casa de campo que había heredado hacía algunos años. Lo que el padre terminó por hacer: seis meses después se divorciaban. Agrego que cuando conocí a Odette, la madre seguía vivien­ do en un soberbio departamento del octavo distrito, había venK Cuando Odette habla.del «deseo de violarla», del padre, hay que tener en cuenta la consecuencia, inevitable según ella, de ese acto: la destrucción de su facultad de pensar. El concepto «violación» se asimila, en el espíritu de Odette al de asesinato psíquico. Lo que su padre «desea» no es la posesión de su cuerpo, y menos aún, como en una versión neurótica, seducirla, sino la pose­ sión, co n fin es de dar m uerte, del espacio y del funcionamiento de su pensa­ miento, de su yo.

dido la casa de campo a muy alto precio, mientras que el padre se alojaba en un descalabrado departamento de dos habitacio­ nes, por N anterre. Explicación de Odette: todo el mundo sabe que el deseo in­ cestuoso del padre se puede reactivar en el momento de alcan­ zar su hija la pubertad; y a raíz de esto ella se embarca en un largo desarrollo acerca de los efectos psicopatológicos de un incesto realizado. Dijo que su madre había interpretado per­ fectamente ciertas miradas que su padre dirigía a su pecho. Además, ella no ignoraba sus costumbres sexuales. Conclusión: era necesario que ella se divorciara, pero también era necesa­ rio, por el bien de su hija, naturalmente, que poseyera sufi­ ciente dinero para llevar a buen término su educación. E sta historia plantea una primera interrogación sin respues­ ta: ¿su primer análisis desencadenó una descompensación psicó­ tica, o bien coincidió con el comienzo de ese proceso? Me indi­ naría por la segunda hipótesis. Comoquiera que sea, la historia de Odette nos muestra una de las vías que puede tomar en préstamo un sujeto para susti­ tu ir una versión m aterna que develaría la presehda de un anhelo de m uerte hacia el hijo, por otra versión, aun si para conseguirlo el autor debe llegar a procurarse una interpreta­ ción delirante. Si yo no sé desde cuándo Odette ha «alucinado» sus recuerdos sobre la historia del infans que ha sido, estoy en cambio convendda de que esta construcción causal, que reduce todo cuanto pudo hacer la madre a una maniobra de protección de ella y de su hija frente al padre, estuvo ahí desde siempre .9 Construcdón que ayudó a Odette a encontrar un primer modus vivendi, y así vivir como lo hizo durante unos diez años. Odette, en el curso del trabajo que llevó adelante conmigo, intentaría encontrar un nuevo compromiso, por recurso al modo de de­ fensa que le era familiar: servirse de la teoría analítica para interpretar lo que le ocurría, y de ese modo hacerlo razonable y soportable. Un. primer ejemplo de ese mecanismo me lo dio en la prim era entrevista cuando expresó su indignación ante la idea de que la trataran de neurótica, y su preferentía por el 8 Que antes de b u encuentro con el análisis Odette remplazara el con­ cepto de inconciente por el de instinto, que el deseo del padre de pervertirla se explicara por sus malos instintos y no por los desaguisados del complejo de Edipo, en nada modifica b u construcción interpretativa.

calificativo de paranoica. £ sto me había asombrado un poco, en alguien que parecía tener ciertas nociones sobre la nosogra­ fía analítica y sus pronósticos. De hecho, para Odette, neuróti­ ca equivale a una «niña que habría experimentado un deseo iiicestuoso por su padre». Crimen que juzga totalmente ina­ ceptable, y que jamás pudo —aunque fuera en el fantasma— cometer. En cambio, el término «paranoia» cobra para ella una significación muy particular: «paranoia» es sinónimo de defen­ sa paranoica, y esta, sinónimo de toda defensa organizada por el sujeto frente a los responsables de un abuso de poder. De­ fensa, en consecuencia, totalmente justificada, valorizada, su­ blimada, dirá ella, frente al deseo de violación presente en un padre. No tengo la intención de informar sobre lo sucedido durante sus cinco años de análisis conmigo. Con trazos muy reduccio­ nistas, resum iré los objetivos perseguidos: a. Perm itir a Odette que renunciara a esta idealización apa­ sionada de su madre, modificara su relación con la imagen del padre, devolviera una significación no delirante a Ib que había podido ver, oír, comprender del comportamiento materno. b. Promover una convicción que poco a poco encontraba si­ tio en esas construcciones e interpretaciones: nadie es respon­ sable de las pulsiones presentes en su propio inconciente. To­ dos esos acontecimientos que habían signado ,su infancia y la habían hecho sufrir (la agresividad de su madre h ad a su propia herm ana, las sesiones de terro r al alba, cuando se tenía que vestir en lo oscuro.. . ) podían, de ese modo, interpretarse como la consecuenda de la reladón incondente de su madre con su propia madre. No era Odette misma su blanco ni el ob­ je to de su rechazo, sino qué «ella estaba (ella, la madre) obliga­ da a revivir conmigo lo que había vivido con su propia madre». M erced a esta interpretadón (puede que fuera exacta, en de­ finitiva), Odette fue capaz de reinidar reladones bastante . normales con su padre, alejarse de nuevo de su madre, a quien había tratado con asiduidad durante el último año de su primer análisis, procurarse una actividad mucho más redudda y mejor encuadrada en la institudón en que trabajaba. El final de su análisis (ella misma ine dijo que ya no necesitaba verme, que se sentía bien en su psique y en su cuerpo) no dejó de recordarme al final de otro análisis que tengo publicado desde hace muchos años: el de Thomas. E ste último había salido de su psicosis

construyéndose una teoría semidelirante y semianalítica sobre las causas de una homosexualidad que, por ése camino, pudo vivir y asumir. Odette mantiene intacta sii convicción sobre él omni-poder del inconciente en general, y sobre su capacidad de tra e r a la luz su propio inconciente. Convicción que se asemeja a lo que llamaré una certidumbre delirante; sólo que Odette consigue servirse de la artillería interpretativa para hacer que le resulten tolerantes sus relaciones con los demás y para dis­ poner, si me puedo expresar así, de una interpretación simul­ tánea de cualquier irrupción fantasmática. Merced a esto con­ sigue, de una manera que a menudo me asombra, adherir al retom o de tal o cual fantasma, por arcaica que sea su presen­ tación, un sentido que desactiva su poder angustiante y deses­ tructurante. Cuando Odette dejó de verme, había vuelto a tra ­ bajar en la misma institución a fin de recuperar una autonomía económica: yo le había dicho, sin embargo, que me parecía que enfrentarse a los problemas psíquicos de los demás era para todos fuente de una angustia que, en algunos casos, era mejor evitar. No había hallado otra fórmula para tra tar de darle a entender que le convenía elegir otra ocupación: su relación con el «saber» analítico, la ayuda que demandaba y encontraba en la interpretación me hacían difícil decir más. Me había en­ terado con satisfacción que desde hacía un año había vuelto a dibujar, la que había sido una actividad extremadamente in­ vestida por ella, y que había vuelto a tratar a antiguos amigos modistos. Como por otra parte se había alejado mucho de los diferentes medios «psi», es posible que haya podido encontrar y reinvestir una profesión más conforme a su problemática. Si bien la relación trasferendal entre Odette y yo fue a menudo tormentosa, el año que precedió al final de su análisis se desen­ volvió en un clima de confianza que me hizo pensar que Odette habría buscado reanudar el o en caso de pasar de nue­ vo por una situación de conflicto. Seis años han trascurrido sin que la haya vuelto a ver: quiero esperar qiie mi previsión fue correcta .10

10 E n las páginas 218 y siguientes retomo algunos elementos de la historia de Odette.

3. Las entrevistas preliminares y los movimientos de apertura

A. Las entrevistas preliminares Antes de cerrar estas historias llenas de silencio y de furor para abordar algunos párrafos de una historia llena de interna gantes, propondré estas consideraciones generales y, por esti mismo, parciales sobre los movimientos dé apertura más ade¿ cuados para que podamos oír las primeras y utilizar con discer­ nimiento la segunda. E n mi lectura de las sesiones de Philippe he insistido en la necesidad de preservar una relación de intercambio. Como creo haberlo mostrado con mi «exposición», es imposible en el curso de las reuniones separar los efectos de sentido de su cari ga afectiva, que decide tanto sobre su formulación como sobítí la suerte que les reservará su destinatario. Querer jerarquizajtj su influjo respectivo sería un error; en nuestra práctica, sentí* do y afecto, o sentido y fuerza, para retom ar una expresión dg Viderman, son con igual fundamento responsables de la orgáf nización del espaciotiempo que encuadra nuestros encuentros^ Intercambio de conocimientos, intercambio de afectos: eS; este doble movimiento el que está en la base y es el soporte dá; la relación analítica porque está en la base y es el soporte de lá. relación trasferencial. Pero ¿qué decir acerca de esos encuetó tros que preceden al surgimiento de la trasferencia, aun sí unos signos precursores muestran que ya está en gestación?Uno de los constreñimientos del análisis es el tiempo qué exige. Por eso se ha podido decir que no es una terapéutica déi la urgencia, aunque la urgencia ocupá su sitio én el registro; .psíquico lo mismo que en el registro somático. Saber si en esecaso podemos hacer algo o si debemos recurrir a otros es uná: cuestión que no he de considerar, salvo para recordar que en< todo análisis se pueden presentar situaciones a las que tendre-í mos que responder con urgencia, y es falso creer que se tratá; de un problema que uno podría silenciar o resolver por medias del silencio. Si en nuestra práctica no ignoramos los constreñid

mientos temporales —esperamos al menos que así sea—, tene­ mos la obligación de reservar una libertad muy grande al tiem­ po de la interpretación. No podemos prever cuándo esta se ‘ ' hará posible, ni qué trabajo de preparación, de elaboración . hará falta para que el sujeto pueda apropiarse de ella y utili­ zarla en provecho de su organización psíquica. A la inversa, el tiempo de que disponemos para hacer una indicación de análisis, para decidir (no es lo mismo) si acepta­ mos ocupar el puesto de analista con este sujeto y, por fin, para elegir nuestros movimientos de apertura; a este tiempo, digo, lo tenemos contado. No podemos acrecentar demasiado la cantidad de las entrevistas preliminares sin correr el riesgo de qüe nuestra negativa se produzca demasiado tarde, con menoscabo de la economía psíquica del sujeto. S i Imposibilidad de establecer una relación trasferendal es una condición ne­ cesaria para el desenvolvimiento de una experiencia analíti­ ca, lo inverso no es cierto. La problemática psíquica de un su­ jeto puede escapar de nuestro método, y aun puede este estar contraindicado, cuando sin embargo ese mismo sujeto está dis­ puesto a hacer muy rápido, demasiado rápido, de nuestra per­ sona el soporte de sus proyecciones con mayor carga afectiva. U na vez instalado ese mecanismo proyectivo, la ruptura —por nosotros decidida— de lá relación se vivirá, con toda probabilidad, como la repetición de un rechazo, la confirmación de la existencia de un perseguidor, la reapertura de una heri­ da ; . . reacciones que pueden tener un efecto désestructurante, provocar la descompensación de un frágil equilibrio. Cuando se consigue discutir con libertad y seriamente, entre colegas que sin embargo comparten en lo esencial una misma concepción teórica, los criterios en que cada uno se basa para concluir esas entrevistas, se comprueba cuán difícil es explicar claramente la singularidad de las opciones de cada quien. En­ tre nuestros indicadores teórico-clínicos, esos criterios han experimentado muchas modificaciones de Freud a nuestros días: explican y justifican esas modificaciones ciertos adelantos teóricos que debemos a los sucesores de Freud, el lugar que se ha asignado a la psicosis en la práctica analítica, la prosecución de experiencias clínicas que han mostrado que un juicio de «analizabilidad» no coincide con una etiqueta nosográfica., aun aplicada con buen discernimiento, y también la frecuencia de problemáticas que no entraban en los cuadros clínicos con que hasta ese momento estábamos familiarizados. E sta situación ha movido a muchos analistas a privilegiar otros criterios para

diferenciar lo analizable y lo no analizable, si se quiere alcanzar una clasificación generalizable de las problemáticas a que se aplican esos términos. La psicosis nos proporciona un notable testimonio de esto que venimos diciendo: la negativa o la reti­ cencia a darle derecho de ciudadanía en nuestra práctica cedie­ ron la plaza a una apertura y, a veces, a un entusiasmo que tampoco deja de plantear interrogantes. No obstante esos cambios en la elección de nuestros indica­ dores, cuando se tra ta de pronunciarse sobre la analizabilidad o la no analizabilidad de un sujeto «abstracto», quiero decir cuando sólo se toma en cuenta su pertenencia a tal o cual con­ junto de nuestra psicopatología —neurosis, psicosis, perver­ sión, caso ironterizo—, es posible recurrir a conceptos teóricos y generales sobre los que se puede llegar a un acuerdo. Pero cuando dejamos al sujeto abstracto para encontramos con un sujeto viviente, las cosas se complican: la experiencia analítica, mucho más que la experiencia psiquiátrica, enseña por sí mis­ ma cuán difícil es formarse una idea sobre lo que puede escon­ der el cuadro sintomático que ocupa el primer plano, y los ries­ gos que eso no visto y eso no oído pueden traer para el sujeto que se empeña en un itinerario analítico, y ello tanto más cuan­ to que es siempre difícil y aun peligroso en nuestra clínica «cambiar de tratamiento» (ya se trate de interrumpir el análi­ sis o de modificar su setting). De ahí la importancia que la mayoría de los analistas conce­ den, con razón, a esas entrevistas preliminares en las que es­ peran encontrar los elementos que les permitan establecer un «diagnóstico»; término que cobra, en este caso, una significa­ ción muy particular: ¿se debe o no se debe proponer al sujeto iniciar una relación analítica? Los hechos prueban que, por más experiencia que tenga­ mos, siempre nos podemos equivocar, pero sería una falta mu­ cho más grave despreciar esta pesquisa o negarle importancia. Sin embargo, una vez que el analista se ha dado una respuesta, y si ella es positiva, todavía tendrá que decidir si tiene o no interés en proponer-se a este sujeto como su eventual analista. E sta segunda opción es siempre en parte independiente de la etiqueta nosográfica. Apelará á lo que el analista, y sólo él, conoce sobre su problemática psíquica, sobre su posibilidad de transigir con la de su compañero, sobre sus propios puntos de resistencia o de alergia, sobre lo que puede prever de sus pro­ pias resistencias en respuesta a las que encontrará en el des- ; arrollo de la partida. Aquí el anSlista deberá hacer un «auto- .

diagnóstico» sobre su capacidad de investir y de preservar una relación trasferencial no con u n neurótico, u n psicótico, un fronterizo, sino con lo que llegado el caso entrevea., mas allá del síntoma, acerca de la singularidad del sujeto a quien se enfrenta. ■' Las entrevistas preliminares deberán entonces proporcio­ narle los elementos y el tiempo necesarios para llevar a buen puerto ese trabajo de autointerrogación, para lo cual es preciso que extraiga de ellas unas conclusiones que nadie más ni texto alguno le procurarían. E rttre aquellos criterios primeros, deducidos en lo esencial de la teoría, y estos segundos deducidos del trabajo dé autoin­ terrogación o de autoanálisis, un tercero, que participa de am­ bos registros, está destinado a desempeñar un importante papel en la respuesta del analista: es el corolario de su concep­ ción del objetivo que asigna a la experiencia analítica. Las di­ ferentes concepciones que uno privilegia dependen de factores 'ta n diversos como complejos: influyen en esto opciones teóri­ cas, posiciones ideológicas, la problemática inconciente del propio analista, su economía narcisista... Su análisis no cabe en. estas páginas. Me limitaré a proponer mi definición del calificativo «analizable». Contrariamente a lo que un profano pudiera creer, la significación que se atribuye a este calificativo deja de ser unívoca tan pronto se abandona el campo de la teoría pura para abordar el de la clínica.

El calificativo de analizable Una prim era definición será aceptada por todo analista: juz­ gar a un sujeto analizable es creer o esperar que la experiencia analítica ha de permitir traer a la luz el conflicto inconciente que está en la fuente del sufrimiento psíquico y de los síntomas que señalan el fracaso de las soluciones que él había elegido y creído eficaces. Condición necesaria para que propongamos a un sujeto comprometerse en una relación analítica, pero, por lo que a mí toca, no me parece suficiente sin la presencia de una segunda: es preciso que las deducciones que se puedan extraer de las entrevistas preliminares hagan esperar que el sujeto sea capaz de poner aquélla iluminación al servicio de modificacio­ nes orientadas de su funcionamiento psíquico. «Orientadas» es un calificativo del que ya me he valido en :

otros textos y que he defendido con las razones que ahora re­ produzco: si de mi posición de analista procuro, por la expe­ riencia que comparto con mi partenaire, una modificación de su funcionamiento psíquico, empero no busco una modificación en sí o una modificación por la modificación; y una vez que estoy en el ejercicio de mi función, exactamente lo mismo he de sostener en lo que atañe al conocimiento. Mi propósito o mi esperanza son que el sujeto, terminado su itinerario analítico, pueda poner lo que adquirió en la experiencia vivida, al servi­ cio de objetivos elegidos siempre en función de la singularidad de su problemática, de su alquimia psíquica, de su historia, desde luego, pero de objetivos que, por diferentes que sean de los míos, respondan a la misma finalidad: reforzar la acción de E ros a expensas de Tánatos, hacer más fácil el al dere­ cho y al placer de pensar, de disfrutar, de existir, en caso ne­ cesario habilitar a la psique para que movilice ciertos mecanis­ mos de elucidación, de puesta a distancia, de interpretación, frente a las pruebas que puedan sobrevenir en la posterioridad del análisis, facilitar un trabajo de sublimación que permita al sujeto renunciar, sin pagarlo demasiado caro, a ciertas satis­ facciones pulgionales. Si creo en el poder de modificación de todo conocimiento que llegue a revelar algo de la verdad; si entiendo la interpretación como un acto, fórmula que por lo demás retomo de Lacan; si sigo confiando en el poder de invención que todo descubrimien­ to fundamental vehicuüza, también he dado en pensar que una verdad aceptada, y sin que para ello tenga que ser falsificada n i olvidada, puede servir por igual a finalidades antinómicas. Verdad y conocimiento se pueden poner bajo el estandarte de E ros o de Tánatos, del placer o del sufrimiento, pueden liberar a ciertos deseos hasta entonces amordazados o reforzar a ese deseo de no deseo que desemboca en el desinvestimiento de toda busca. De ahí la importancia que en el curso de las entrevistas pre­ liminares tiendo a dar'a todo elemento que parezca idóneo para perm itirm e responder a esta pregunta, por mas que la expe­ riencia me ha enseñado cuán difícil es anticiparla: ¿me puedo form ar una idea del destino qué este sujeto reservará, en el curso de la experiencia y posteriormente, a los descubrimien­ tos, develamientos, construcciones que ha de aportarle el aná­ lisis? Se podría replicar que el sujeto tiene total libertad para uti­ lizar como mejor le parezca los resultados de esta experiencia..

Y es evidente que una vez iniciada ella, no puedo hacer otra cosa que respetar esa libertad; por otra parte, no advierto cómo me podría oponer. Pero me considero dueña de igual li­ bertad para no aceptar comprometerlo en ella, y comprome­ term e yo, si tengo la sensación de que los resultados pueden contrariar lo que él y yo esperamos. Toda demanda de análisis, salvo error dé destinatario, res­ ponde a una motivación al servicio de un deseo de vida, o de un deseo de deseo: ella es la que lleva al sujeto ante el analista. Las más de las veces sería mejor hablar de una motivación al servicio de lo que el sujeto pudo preservar de ese deseo, por frágil y conflictual que sea. En ninguna experiencia analítica se podrá evitar que el trabajo de desinvestimiento propio de la pulsión de muerte se ejerza por momentos contra lo que se ela­ bora y se construye dentro del espacio analítico. No sólo no se lo podrá evitar: hace falta que Tánatos encuentre en el seno de la experiencia algunos blancos que lo obliguen a desenmasca­ rarse para que el análisis de sus movimientos pulsionales haga posible un trabajo de reintrincación. Pero de igual modo puede suceder que la fuerza de la pulsión de muerte sea tanta que consiga utilizar todo movimiento de desinvestimiento, produ­ cido en la intención de un cambio de objeto al servicio de Eros, para reforzar su propio imperio, para realizar de manera más acabada sus propósitos. Si esta hipótesis se impone a mi es­ píritu, no puedo menos que rehusar una alianza con un yo a quién, aunque involuntariamente, por fuerza traicionaría. Nadie puedé certificar que el análisis ha de resguardar al suje­ to de una descompensación psicótica o de un suicidio; sin em­ bargo, si tenemos derecho a seguir defendiendo nuestro méto­ do es porque esos accidentes, como consecuencias directas de la experiencia analítica, son por fortuna relativamente raros. Raros, pero no inexistentes: la presencia de esos riesgos cobra para mí las más de las veces el valor de una contraindicación, salvo si tengo la impresión de que el Bujeto los correrá de todos modos y que el análisis le puede permitir organizar una defen­ sa antes que sea demasiado tarde. Llego entonces al tercer y último aporte esperado de las en­ trevistas, que a veces es el de decodificadón más difícil: ayudar al analista a elegir, con buen discernimiento, esos movimientos de apertura de los que nunca se dirá bastante, que tienen so­ bre el desarrollo de'la partida una acción mucho más determi­ nante que lo que se suele creer. Si nadie, y desde luego que no el analista, está libre de error, no es verdad que todo error se

\

podría reparar merced a la duración que es propia del trayecto analítico. De igual modo, no se puede extrapolar al análisis lo que se suele decir de ciertas prescripciones médicas: «Si ho hacen bien, tampoco son nocivas». Antes he mencionado el riesgo que la prolongación de las reuniones trae consigo: permitir que el sujeto haga en dema­ sía, prem aturam ente, de nuestra persona el soporte de algu­ nos de sus investimientos y de sus proyecciones, que empiece ya a hacer un papel en un drama en que seríamos sus coactorés, cuando por nuestra parte de buena fe habíamos creído que sabía y aceptaba que nos reducíamos al papel de espectador atento. Reconocer ese riesgo e insistir en la importancia que en ciertos casos tiene la prolongación de las entrevistas preli­ minares no son posiciones antinómicas. E s que puede llegar a ser todavía más grande el peligro de la apresurada decisión de iniciar una relación analítica, de fijar la frecuencia de las sesio­ nes, de proponer al sujeto que se tienda en el diván, de deman­ darle ser el cofirmante de un contrato cuyas cláusulas, según descubrirá después, no puede respetar. Peligro tanto para el analista como para el analizado, porque los dos por igual que­ dan prisioneros de una relación trasferencial que hace que el prim ero se hunda en la repetición sin salida de algo ya vivido (vivencia de pasión, de odio, dé rabia, de aflicción) y que pone al segundo (el analista) frente a unas reacciones trasferenciales y contratrasferenciales sobre las cuales la interpretación care­ ce de poder: en buen número de casos la consecuencia será la instalación de un vivendar persecutorio o depresivo comparti­ do por ambos, y para ambos inanalizable. E stas consideraciones sobre la importanda de las entrevis­ tas preliminares valen para la totalidad de nuestros encuen­ tros, cualquiera que sea la problemática del sujeto. Cuando el final de las entrevistas desemboca en la propuesta de una con­ tinuación, también es lo que uno ha podido o creído oír en ellas lo que nos ayuda a elegir nuestros movimientos de apertura.

Los movimientos de apertura P ara reflexionar sobre el abanico de opdones posibles, es preciso que primero distingamos los movimientos que nos pa­ rezcan más ftmdados, que en ocasiones son los únicos de que en efecto disponemos, según estemos frente a manifestadones psicóticas o tratemos una problemática que ha podido evitarlas.

Empezaré por considerar nuestros movimientos de inicia­ ción de partida fuera del registro de la psicosis. Si el puesto que se ofrece al sujeto —cara a cara o en diván—, la frecuencia de las sesiones y la fijación de los honorarios for­ man parte de la apertura, también tenemos que incluir en ella la m anera en que el analista entablará el diálogo. Si no está en su poder decidir el momento de la interpretación, en cambio puede elegir una actitud más o-menos silenciosa, más o menos alentadora, favorecer la palabra o, por el contrario, soportar el silencio, dar signos de su interés o mantenerse muy vigilante hacia cualquier manifestación que pudiera ser acogida e inter­ pretada por el sujeto como un movimiento positivo, una manio­ bra de seducción, una invitación a acelerar su movimiento de investimiento hacia nosotros. . . Cuando así obra, el analista persigue un objetivo bien preci­ so: elegir la apertura más idónea para reducir, en la trasferencia que se habrá de establecer, los efectos de los movimientos de resistencia, de huida, de precipitación en una relación pa­ sional que aquella siempre tiene la posibilidad de provocar, Freud decía que los movimientos de apertura, como los de final de partida, son los únicos codificables. Personalmente, agregaría: «a condición de saber que la codificación debe tomar en cuenta caracteres que especifiquen la problemática de los sujetos con los que uno juega, así como sus consecuencias so­ bre la forma que habrá de cobrar su trasferencia». Los movi­ mientos de apertura son función de lo que el analista prevé y anticipa sobre la relación trasferencial futura. Dentro de lo que oímos y percibimos en el curso de esas entrevistas, ¿qué elementos son susceptibles, para el caso, de sugerirnos esta previsión anticipada de la trasferencia? Todo analista convendrá en que tiene que privilegiar lo que ha podido aprehender de la intensidad y la cualidad de los afec­ tos movilizados en los dos partenaires en el curso de esos en­ cuentros, y lo que de ahí él deduce acerca de la relación del sujeto con esta demanda (de análisis) que cristaliza su relación con la demanda: la desafección de que hacen gala ciertos dis­ cursos es en no menor grado informativa. E sta captación acer­ ca del afecto es el primer signo que «pre-anuncia» las manifes­ taciones trasferenciales que ocuparán el primer plano de la escena en el curso de la experiencia. De igual modo, el vivenciar afectivo del propio analista en el curso del encuentro le proporcionará una primera indicación sobre sus reacciones fu­ turas a esa trasferencia. ¿Hay que conformarse con esto, o

dentro del contenido del discurso es posible aislar informacio­ nes que pudieran ayudarnos, en mayor medida que otras, a elegir nuestros movimientos de apertura, y por lo tanto a ele­ gir el cuadro más apto para el desarrollo de la partida? Cuadro elegido con la esperanza de no trabar la movilidad de la rela­ ción trasferendal, de favorecer la movilizadón y la reactivadón de la forma infantil del conflicto psíquico que desgarra a este sujeto que ya no es un niño. Pero, antes de responder a esta cuestión yo quisiera recordar que la presentía y d respeto del cuadro tienen también otra fundón:, ser garantes de la distan­ da. que separa a realidad psíquica y realidad, imponer a loa comportamientos de los dos jugadores los límites necesarios para que la realidad psíquica no sea obligada a un silendo que pudiera forzar al sujeto a actuar en la realidad exterior o den­ tro de su realidad corporal las tensiones resultantes. Límites indispensables, igualmente, para que la realidad no llegue a imponer al sujeto exigencias inaceptables y que llegado el caso lo obligaran a recurrir, para re-investirla, a la causalidad deli­ rante. Si lo propio del cuadro es construir y delimitar un espa­ cio reladonal que permita poner al servido del proyecto analí­ tico la reladón trasferendal, también le compete dar testimo­ nio de la presenda de una realidad que quiere ser y se muestra independiente de los movimientos trasferenciales que acompa­ ñan a la experienda analítica. E sta función del cuadro tiene su aliado en la duplicadón del personaje del analista, siempre ase­ quible al neurótico salvo particulares momentos de su trayec-, to: duplicadón que le permite encontrar en nuestra persona el soporte de las proyecdones trasferendales y el agente de una fundón al servido de un objetivo compartido por ambos partidpantes. E s también la presenda y el respeto de este cuadro lo que garantiza la distanda entre la causalidad de deseó* se­ gún funciona en el análisis y según fundona en la actividad delirante. Por eso quiero enunciar que la relación del sujeto con el cuadro es el calco de la form a que cobra dentro del espa­ cio analítico su relación con la realidad-1 1 Acerca de la.reladón trasferendal, yo había señalado los riesgos que el analista puede hacer correr al sujeto indudendo por su comportamiento m ani­ fie sto una fantasmatizadón forzada. E sta inducdón siempre corre pareja con una manipuladón del cuadro, un olvido de las condidones mínimas a respetar, . que dan testimonio de una reladón del analista con una realidad y con una ley que parece existir sólo para ser trasgredida: término más elegante que «bur­ lada», al que'equivocadamente remplaza. (Cf. Piera Aulagnier, Les destins du plaiair, P U F , 1979.)

A e B ta relación, d e s d e l u e g o , s ó lo l a p o d r e m o s c o n o c e r e n e l c u r s o d e l a r e l a c i ó n a n a l í t i c a , lo q u e a m e n u d o s u c e d e m u c h o d e s p u é s d e s u c o m ie n z o .

Retomo mi pregunta: ¿es posible aislar dentro del discurso del sujeto, durante las entrevistas, elementos que en xnayqr medida que otros permitieran entrever el despliegue futuro de la trasferencia? Diré que en ciertos casos obtendremos un fugi­ tivo vislumbramiento por el lugar y la importancia que el suje­ to acuerda o no a su historia infantil, por su relación con ese tiempo pasado, por la interpretación que espontáneamente proporciona sobre sucesos responsables, a juicio de él, de los callejones sin salida que lo llevaron ante el analista. Una escu­ cha ideal, por eso mismo inexistente, descubriría en las prime­ ra s entrevistas informaciones preciosas acerca de la relación del sujeto con la realidad y, por ese desvío, acerca del núcleo más duro dé resistencias con que corremos el riesgo de trope­ zar. Me ha sucedido recuperar, mucho después del comienzo de un análisis, cierta información o deducción obtenida desde la prim era entrevista, y percatarme de que, puesto que lareccordaba, por fuerza se debía concluir que había tomado noticia de ella, pero que me había apresurado a olvidarla enseguida. Olvido activo, si así puedo decir, que me había permitido no oír un interrogante que esas entrevistas me habían planteado, sin duda con el designio de no cuestionarme yo una respuesta posi­ tiva ya presente en mi espíritu. La r e l a c i ó n d e l s u j e t o c o n su h i s t o r i a i n f e h t i l y , s o b r e t o d o , el i n v e s t i m i e n t o o d e s i n v e s t i m i e n t o que s o b r e e s e p a s a d o re­ c a e s o n , a m i p a r e c e r , la s m a n if e s ta c io n e s m á s d e s u p e rfic ie , y h a s t a m á s d i r e c t a m e n t e p e r c e p t i b l e s , r e s p e c t o de o t r a s t r e s r e l a c i o n e s q u e s ó lo un p r o l o n g a d o t r a b a j o a n a l í ti c o p e r m i t e t r a e r ' á l a lu z : l a r e l a c i ó n d e l y o c o n su p r o p i o e llo , l a r e la c i ó n del y o c o n eB e « a n te s » d e é l m i s m o q u e lo h a p r e c e d i d o , s u r e ­ l a c i ó n c o n s u t i e m p o p r e s e n t e y c o n lo s o b j e t o s d e

su b

dem an­

d a s a c tu a le s .

Percibir desde el comienzo mismo esas manifestaciones, lo que no siempre es posible, habilitará al analista a sacar el me­ jo r partido de la cuota de libertad, limitada pero existente, que es compatible con su función. Cuota de libertad que le permite elegir entre diferentes aperturas del diálogo. N ada me parece más falBo que la concepción que en ocasio­ nes se tiene de las exigencias que todo analista está obligado a respetar en su encuentro con su nuevo partenaire: un compor­ tam iento, una presencia que se suponen inmutables, cualquie­

ra que sea el analista, y con quienquiera que se encuentre; el analista trasformado en robot, diría con razón Philippe. Sobre esto cabría preguntarse qué dios-teórico, ha decidido imponer á los analistas semejante robotización. Sostener, como lo han sugerido algunos, que el análisis literalmente desde la primera entrevista nos permitiría descubrir ya una muestra de la tota­ lidad de los elementos que especifican la problemática de un sujeto es ir demasiado lejos. Pero creo que ese prólogo, o esos prólogos, nos aportan siempre más datos, más informaciones que los que podemos retener. Es verdad que el entreveramiento de la información, a veces el estilo estenográfico, otras veces la falsa claridad de ciertas afirmaciones, hacen difícil su decodificación. Agregaré que la primera entrevista suele cum­ plir un papel privilegiado por su carácter espontáneo, sobre el cual nuestra manera de escuchar, las palabras que pudimos pronunciar, y aun nuestro silencio, no han obrado todavía; y tampoco han movilizado, ni siquiera mínimamente, las defen­ sas, las maniobras de seducción, el movimiento de retirada o de huida hacia adelante que provocan mucho antes de lo que creemos. A menos de hacer seguir estas pocas consideraciones generales por las que uno pudiera extraer del análisis del en­ cuentro con determinado sujeto, no es posible ir más lejos.

B. La apertura de la partida en la psicosis L a historia de la relación terapéutica con Philippe corrige lo que el término «opción» pudiera contener de abusivo. No sólo el abanico de las aperturas posibles está limitado por exigen­ cias metodológicas que sólo parcialmente son modifícables, si­ no que siempre nos veremos precisados a elegir una apertura compatible con la singularidad del otro jugador, con la particu­ laridad de sus propios movimientos de apertura. Así en la neurosis como en la psicosis, desde luego, la «buena apertura» siempre será la que más garantías me ofrezca de que el lugar que inicialmente he ocupado no quedará fijado de una vez para siempre, .ni por mis movimientos de apertura ni por los de mi compañero. Pero mientras que la movilidad trasferencial, del mismo modo como la movilidad de la demanda, re-r ducen en mucho el riesgo de esta «fijación» en el caso del neu­ rótico, el psicótico, por su parte, mucho antes.de encontrarse

con nosotros ha dejado de creer que en el juego de su vida pudiera encontrar jugadores diferentes de los ya conocidos. E stán primero los representantes que su propia psique se ha formado de los padres; y después, esos mismos representan­ tes, según el exterior se los envía en la forma de esas voces; de esas fuerzas, de esos perseguidores que le advierten que la partida está trampeada o perdida de antemano. No se puede evitar que el sujeto, en el curso de la partida, nos haga ocupar uno de esos lugares. Uno no puede ni debe oponerse a ese me­ canismo proyectivo, pero tenemos que intentar, con variables perspectivas de éxito, probarle al sujeto que en ciertos mo­ mentos, más o menos fugaces, podemos también estar «en otro lugar». A veces —esto ocurrió con Philippe— desde la primera entrevista la posición de escuchante que te adjudica el sujeto no coincide con la ocupada por los padres. Pero otras veces esta no coincidencia se tiene que conquistar, sin falta, a brazo partido, tras pactar primero con una proyección masiva que aprisiona a los dos sujetos dentro de una relación que repite la ya vivida por uno de ellos. En estos casos, la partida será mu­ cho más difícil. Se hace imposible cuando la proyección nos asigna el papel exclusivo del perseguidor, antes de habernos dado la posibilidad de ocupar otras posiciones relaciónales que perm itieran utilizar el caudal de lo ya tejido entré nosotros y el analizado, para que este pueda re-percibir lo que acaso separa al personaje proyectado del personaje que lo escucha. Uno puede a veces «aprovechar» la proyección inmediata de una imagen de objeto omnipotente, protector, idealizado, para fa­ vorecer el investimiento del comienzo de la relación, pero si uno quiere que esta prosiga será preciso, con prontitud, conse­ guir que la cuestione o la relativice. Si en la neurosis podemos te n e r interés en favorecer el mecanismo proyectivo, en apo­ yarnos en él para permitir al sujeto la reactualizadón de sus conflictos infantiles, su confrontación con un deseo incestuoso nunca realizado pero nunca «disuelto», ¡en el registro dé la psicosis toda facilitación es superflua! La apertura se tiene que dirigir a la exigencia inversa: hacer sensible al sujeto lo que dentro de esta relación no se repite, lo diferente que ella ofre­ ce, lo no experimentado todavía. Muy pocos analistas, o al menos es lo que supongo, siguen decretando no’analizable toda forma de psicosis y creyendo en la imposibilidad de producir, el psicótico, un investimiento trasferendal. Por el contrario, es indudable que si podemos hablar de neurosis de trasferenda, el término «psicosis de

trasferencia» es un contrasentido. No tengo la intención de abordar el concepto de trasferencia o de neurosis de trasferen­ cia: ni uno ni otro se pueden resumir en unas frases. Me reduciré a señalar que el concepto de «neurosis de trasferencia» sólo tiene sentido porque define un mecanismo bien particular: la removilización, merced a la trasferencia, de la forma infantil de una neurosis, que permitirá al sujeto recuperar el enlacia­ do de-demandas, la expresión de deseos, que el adulto en que ha devenido había ya reélaborado y disfrazado en la forma de síntomas. Las «demandas» trasferenríales, por importante que sea en ellas la participación de lo infantil, que recuperan y preservan, llevan la marca del tiempo que separa al demandador actual del niño que file. La neurosis, a pesar de la intensidad de sus conflictos, mantiene a su disposición medios de defensa, me­ dios de pensar, de reinterpretar su historia, que el niño no tenía. Por eso Freud pudo escribir que la neurosis de trasfe­ rencia, como consecuencia de la relación analítica, permite al analista dar una significación trasfereñcial nueva a los movi­ mientos afectivos de que es escenario, sustituir la neurosis in­ fantil por una neurosis de trasferencia que puede «ser curada por el trabajo terapéutico» (los términos son de Freud). El sueño del neurótico no es retornar a la infancia, sino recons­ tru ir una historia de ese pasado conforme a los deseos del niño que supuestamente lo ha vivido; lo mueve el propósito de aca­ b ar los primeros capítulos de su historia y habilitarse para in­ vestir los siguientes. En ese doble movimiento de retom o y de clausura del pasado infantil, justamente, nos apoyamos para ofrecerle vivir una nueva historia trasfereñcial cuya interpre­ tación le perm itirá modificar la versión que hasta entonces se daba de la historia de su infancia. Cualquiera que sea la impor­ tancia de los pasajes censurados y reprimidos, de los recuerdos falsos que se hayan interpuesto como pantalla de otros, de los perdidos para siempre, esta historia de una infancia que el neurótico nos aporta como objeto de nuestra interpretación nos es contada por un autor que sabe que no es ese hijo, ni esa m adre ni ese padre de que trata la historia, pero que en cambio no ha renunciado a hacer de ellos lo que deseaba que fueran, a obtener lo que habría querido que dieran o que recibieran. Lacan tenía toda la razón cuando escribía que no hay regresión, si no es la que se expresa por el retom o de demandas prete­ ridas. Si el neurótico no ha podido superar la problemática edípica, en cambio ha podido adquirir esos indicadores identifica-

torios que han permitido al niño, como al sujeto que de él nos . habla, garantizarse un puesto, cualquiera que sea el precio pagado, en el registro del ser, y situar en el registro del tener, de lo perdido, de lo demandado las causas de su sufrimiento. Cuando nos encuentra nos ofrece convertirnos en ese nuevo «contador», «supuesto-saber» llevar cuenta de lo ya pagado, de las deudas que te reclaman injustamente, y también absol­ verte de las irregularidades y los fraudes que uno se reprocha. Muy diferentes son las cosas en la psicosis: desde su surgi­ miento impusieron al yo que diera su acuerdo anticipado a un libro de cuentas llevado y cerrado por otro. Le han prohibido toda pregunta sobre las razones de los déficit, sobre los inte­ reses por pagar, sobre el escalonamiento de los pagos. . . Este «contador-progenitor», exclusivo tenedor del libro, no le ha permitido interponer la menor distancia entre la representa­ ción psíquica que de él se había dado y ese padre real que cuen­ ta las mamadas, como después contará las deposiciones, los pensamientos, las respuestas malas y las buenas. Ahora bien, esta representación psíquica, como toda representación, es siempre una representación relaciona!; y es contra esta repre­ sentación de él mismo como sujeto totalmente dependiente de las cuentas que lleva el deseo del otro, como esclavo de una ley cuya arbitrariedad se le hace patente: contra eso, precisamen­ te, el psicótico, superada la infancia, librará su combate con la esperanza de recusar toda relación de filiación entre él mismo y esta imagen inasumible de un niño responsable de una «es­ clavitud consentida». Como lo prueba Philippe, por terrorífico que sea el poder atribuido a las voces, todo es mejor que correr el riesgo de descubrir que es en tino mismo y contra uno mismo como se tiene ese deseo de muerte, ese odio, ese movimiento de desinvestimiento. Y no hay que olvidar (Philippe nos lo re­ cuerda también) lo que significa en el registro de la psicosis esta acusación tan a menudo presente en el discurso de los padres: el hijo como falta, las faltas, las enfermedades del hijo como causa del sufrimiento de ellos, de su fracaso, y particu­ larmente de todo el «mal» que le pueda sobrevenir; siendo así, no hay que olvidar que el campo social y su discurso explicará» a su vez al sujeto las causas de su «mal», remitiéndolo a su pro­ pia locura. Por tanto, poco importa que la causa de esta locura se atribuya al demonio que ha tomado posesión de su cuerpo o a un error de trasmisión en el código genético. Hasta me incli­ naría a creer que esta segunda causalidad es más desestructu­ rante que la primera.

P ara el psicótico, si el pasado es responsable.de su presente, lo es en la medida en que su presente ya ha sido decidido por su pasado; todo ha sido ya anunciado, previsto, predicho, escrito. Philippe nos ha mostrado cómo, apoyándose en esas causalidad des delirantes, el sujeto puede tra ta r de construir un pasado del que le habían prohibido interpretar los acontecimientos, y que hasta le habían prohibido rememorar. Veremos por qué la «elección» de lo reprimido2 en la psicosis responde a una de­ cisión arbitraria enunciada e impuesta por el discurso paren­ tal: a la historia no escrita de su infancia, el sujeto la constru­ ye, deconstruye, reconstruye en función de los postulados, de su delirio. Tomará prestado de las voces el contenido de los capítulos pasados, presentes y futuros, incluido el que supues­ tam ente trata de un encuentro y de una «historia trasferencial», de la que a menudo afirmará fue prédicha y anticipada por las voces o por sueños soñados en la infancia (aquí me viene a la memoria una joven esquizofrénica que no podía expresar el menor sentimiento hacia mí, la menor vivencia movilizada por la sesión, sin asegurarme que un sueño que había tenido de niña o unas voces oídas hacía mucho tiempo ya se lo habían anunciado). Concluiré.estas consideraciones sobre la apertura de la par­ tida en la psicosis con algunas puntualizaciones generalizables que de ellas se pueden extraer: Al «sujeto-supuesto-saber», el psicótico lo encontró primero en la persona de los padres que le prohibieron —y él aceptó la prohibición, pues de lo contrario no sería.psicótico— creer que otro pensamiento que el de ellos pudiera saber lo que se refiere al deseo, la ley, el bien, el mal. Si trascurrida la infancia no pudo seguir negando lo que la realidad le mostraba sobre las debilidades, los abusos, las falencias parentales, atribuirá ese omni-saber al perseguidor exterior que «muestra» (a él mismo, a los padres, al mundo) a qué precio él ha pagado lo que ha osado ver, aunque fuera fugitivamente. Por eso dentro del re­ gistro del saber no podremos ocupar la posición que tan fácil­ m ente nos ofrece el neurótico, salvo si no hemos podido evitar la tram pa de una proyección sin fisuras que dotará a ese saber proyectado sobre nosotros de idéntico poder mortífero para el pensamiento del sujeto. 2 Cf. mi «Conclusión».

¿Cómo se presentan las cosas en el registro del investimien­ to? También aquí el lugar ya está ocupado. En muchos casos, el psicótico preserva una relación de investimiento masivo, por conflictual que sea, con esos representantes encarnados del po­ der que son sus padres; es con ellos, y a veces con su sustituto, con quienes prosigue y repite su diálogo. Sus interlocutores, como lo prueban los padres de Philippe, saben mucho mejor que nosotros qué réplicas es. preciso dar para que nada ni nadie pueda poner fin a este diálogo o modificarlo. Pero nos queda una posibilidad. La descomposición psicótica signa el fracaso de ese falso diálogo. El recurso al delirio es en efecto la consecuencia del rehusamiento o de la imposibilidad en que está el sujeto de seguir creyendo en la presencia de la escucha del otro. O acaso la consecuencia de lo que él descubre: los conflictos que pudieron oponerlos, o el aparente entendi­ miento, o la sedicente concordancia de opiniones, nunca signifi­ caron la presencia de dos locutores, de dos discutidores. Una extraña sordera aquejaba la escucha de cada locutor, cada vez que el otro tomaba la palabra. Por eso mismo, en ciertos casos, que por desdicha no son la regla, aunque tampoco son excep­ cionales, el psicótico puede producir ese investimiento inme­ diato de una relación en que el «encontrado» (el ahalista) ocupa la posición del oído del que habla. Merced a lo cual, como Philippe me lo permitió, el analista, en el tiempo de la apertura, puede trasform ar un pensamiento sin destinatario en un dis­ curso que uno puede y que él puede oír. E s otro, indetermina­ do todavía, quien escucha un discurso cuyo destinatario legíti­ mo es sin duda el progenitor, el perseguidor, dios o el diablo, pero la presencia de una escucha nueva pasa a garantizar al sujeto que esto que dice forma de nuevo parte de lo oíble, investible por otro. El neurótico no nos demanda esta seguridad, puesto que nunca la ha perdido; en cambio, es ella la que funda la posibilidad de una relación de investimiento en el registro de la psicosis. E stá claro que el sujeto ya había dicho ese discurso a sus padres, a las personas que encontró en el hospital o afue­ ra, pero ser delirante nunca ha significado no percibir el rehu­ samiento de oír que a uno le oponen; hasta diría que más deli­ r a uno, más lo percibe; y más lo percibe, más delira. La rela­ ción trasfereñcial, que acompaña al encuentro entre dos suje­ tos que retoman un diálogo que ya se había sostenido y en el que cada uno había esperado—¡y cuánto!— las réplicas del otro, aunque fuera para recusarlas, m ostrar su error, es rem­ plazada en el registro de la psicosis por una relación de investi­

miento en favor, primero, de un «escuchante». Cuando dije que él analista parece ocupar en ciertos casos la posición de oído del sujeto que habla, no era una simple metáfora: creo que cualesquiera que fueren las proyecciones que por el camino se produzcan sobre nuestra persona, él investimiento del encuen­ tro y de.la relación por parte del psicótico tiene como condición prim era (en él orden temporal y en el jerárquico) su encuentro con una función de él mismo, recuperada, que es su función de escuchante de su propio discurso. El pensamiento forzoso, el robo del pensamiento, esos crímenes de que tan a menudo se queja, no le han degado más pensamientos expresables en su propio nombre que los que narran los efectos de ese robo, de esa expropiación; ahora bien, lo que los otros recusan es justa­ m ente y ante todo la verdad (de estos pensamientos. Desde luego que le queda la solución de pensarlos en silencio, pero, si obra asi, le resulta cada vez más trabajoso distinguir lo que él piensa sobre la acción del perseguidor, y los pensamientos que de esa acción resultan. De ahí su tentativa, fracasada siempre m ientras vive, de dejar por completo de pensar. P.ero de ahí tam bién lo que puede representar su encuentro con el analista: una escucha que le permite separar de nuevo lo que él piensa, de ío que lo fuerzan a pensar. Mi encuentro con Philippé ilustra bien este aspecto característico: como ya dije, desde la primera entrevista tuve la sensación de que Philippe hablaba desde la posición de un sujeto que intentaba hacerme comprender la experiencia vivida, y me otorgaba el papel de un «escuchante» dispuesto a investir su discurso. Pero aunque yo estuviera equivocada en e B to , sin embargo en esa posición de escuchanteinvistiente m e mantuve durante toda la entrevista. El interés «espontáneo» que experimenté, con igual espontaneidad traté de hacerlo sensible para Philippe. E sta prueba de investimien­ to por el «escuchante» es esencial para que el sujeto pueda tener, no diré la prueba, que sería ir demasiado lejos, sino una sospecha sobre la existencia de una relación que pudiera no ser la repetición idéntica de la ya vivida. Nada más extraño al psi­ cótico que los conceptos de «nuevo», de «cambio»; por eso no hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre lo que podemos esperar de ese prim er movimiento de investidura de la rela­ ción: la continuación.siempre nos hace sentir la fuerza de repe­ tición, tan operante en la problemática psicótica, y entonces corremos el riesgo de que nuestra investidura flaquee más y más. Ahora bien, si en el registro de la neurosis podemos per­ mitirnos dejar al sujeto, es verdad que por muy breves mo­

m entos, el cuidado de sostener afectivamente la relación, en la psicosis nuestro aporte de investimiento es necesario para que la relación se preserve. Desconectarse es dejar que el edificio se hunda por falta de uno de los dos sustentos que le son por igual indispensables. Ahora bien, las posibilidades de investi­ miento del analista obedecen a los mismos requisitos que rigen la economía psíquica de cada quien: para que se preserve, pa­ rece necesario que no nos veamos enfrentados duraderamente al fracaso del propósito perseguido. De ahí un segundo rasgo que a mi parecer especifica la relación analítica en el registro de la psicosis, pero esta vez del lado del analista exclusivamen­ te: la prima de placer que se demanda a la teoría. Frente a la espera prolongada de una modificación, aunque fuera mínima, nos queda el recurso de tra ta r de comprender las razones de la duración de esa espera. Quiero volver un momento sobre mi informe de las sesiones de Philippe: los fragmentos escogidos dejan en la sombra a otras muchas sesiones que no eran más que la repetición de las mismas quejas, del mismo deseo de ponerles fin, y también a sesiones que seguramente fui incapaz de resum ir una vez terminada la entrevista por no haber sabi­ do seguir el hilo del pensamiento y de las asociaciones de Phi­ lippe. Esto se comprende, porque se sabe que una de las conse­ cuencias de la psicosis es la reducción máxima, si no la aboli­ ción, de la distancia que debiera separar la realidad y la reali­ dad psíquica, las exigencias de la primera y las de la segunda. Cada vez que un fenómeno presente en una de estas dos esce­ nas es fuente de un afecto que jaquea sus defensas, el sujeto no puede limitar los riesgos que amenazan a la operación de su pensamiento, como no sea recurriendo a una única causalidad, siempre la misma. Por eso no conseguiremos nada si no logra­ mos primero convencer al sujeto de que este lugar del espacio y este fragmento de tiempo que le proponemos no están sig­ nados por esa mismidad que caracteriza a su relación con la categoría del tiempo y del espacio. Tarea difícil pero insoslaya­ ble para que la relación que se abre pueda devenir analítica. También en este punto tendríamos que abandonar las gene­ ralizaciones y evocar casos particulares para ir más lejos en la reflexión. Una comprobación, no obstante, se impone, se trate de lo «general» o de lo particular: si la apertura de nuestras partidas nos plantea hartos problemas, su desarrollo y su final no los plantean menores; verdaderamente no.

Segunda parte. Una historia llena de interrogantes Breves notas sobre la versión teórica

1. Historiadores en busca de pruebas

Si la clínica nos da a oír historias llenas de silencio y de furor, tanto más significantes porque su sentido se nos escapa, la his­ toria teórica tra ta de las causas responsables de este aparente no-sentido, de los blancos diseminados por ciertos capítulos, de las repeticiones, de la confusión de los tiempos y de los géne­ ros, que en grados diversos aquejan a esas autobiografías. Pero sea profano o teórico el autor, un mismo interrogante parece estar en el centro de su interés: ¿qué causa puede dar razón de ese combate que nunca se gana y nunca se pierde de m anera definitiva, y que el yo periódicamente debe librar para apropiarse de posiciones y defenderlas, posiciones sin las cua­ les no podría ni orientarse, ni auto-investir su propio espacio identificatorio, conquistado a brazo partido y nunca a salvo del riesgo de ser colonizado por un amo extranjero o reconquista­ do por un adversario interno que tratará de excluir al propie­ tario legítimo? Para precaverse de este doble peligro, él yo tendrá que conservar a su disposición títulos de propiedad que garanticen, a él y a los demás, el carácter inalienable de su espacio corporal y de su espacio psíquico. Pero sucede que el yo ha perdido la mayor parte de los documentos que demostra­ ran cómo, desde su advenimiento, ha desbrozado centímetro a centímetro una pequeña superficie del espacio psíquico para hacérsela habitable; cómo ha conseguido, en un combate con desiguales armas, desalojar a esos seres arcaicos y fantasmáticos que fiieron sus primeros y únicos habitantes; cómo ha debido aliarse, para conseguirlo, al yo de los que ya habían operado ese trabajo en su propia psique, al tiempo mismo que lograba rehusarles el derecho de ser los únicos en decidir sobre cultivos permitidos o prohibidos. Para dar testimonio de que este espado es en efecto el suyo, de que su pasado de propie­ tario atestigua a ojos de la «ley» que no es ni un usurpador ni un extranjero entrometido en un lugar del que no conocería ni la lengua, ni las prohibidones, ni los indicadores espadotemporales, el yo no encontrará en sus archivos más que relatos bre­ ves, más o menos verídicos, contratos más o menos preteridos,

partes de victoria o de derrota que sólo atañen a una pequeña p arte de las batallas determinantes de su historia y, además, privilegiadas por razones que hasta le resultan enigmáticas. La tarea del yo consistirá en trasformar esos documentos frag­ mentarios en una construcción histórica que aporte al autor y a sus interlocutores la sensación de una continuidad temporal. Sólo con esta condición podrá anudar lo que es a lo que ha sido y proyectar al futuro un devenir que conjugue la posibilidad y el deseo de un cambio con la preservación de esa parte de cosa «propia», «singular», «no trasformable», que le evite enntra r en su ser futuro la imagen de un desconocido, que imposi­ bilitaría al que la mira investirla como la suya propia. E l proceso identificatorio es la cara oculta de ese trabajo de historización que trasforma lo inaprehensible del tiempo físico en un tiempo humano, que remplaza un tiempo perdido defini­ tivam ente por un discurso que lo habla. Discurso muy selecti­ vo porque no sólo el historiador reconstruye siempre parcial­ m ente ese pasado en función del presente, sino porque tendrá que sustituir el relato del conflicto que ha opuesto el identifi­ cado al identificante, primero, y el yo a sus ideales, después, por el relato del conflicto que lo ha opuesto, y lo opone, a la respiiesta que le enviaron y le envían esos otros por él investí: dos. E s por la historia de la relación con sus objetos como el yo se construye la suya propia. Porque él no sabe que esta histo­ ria no es la de la psique en su totalidad, puede seguir ignoran­ do la atemporalidad y la inmutabilidad de los objetos-meta pulsionales, para conocer sólo, y sólo reconocerse, en el movi­ miento y el cambio propios de los objetos, por veces soportes de sus investimientos narcisistas y sexuales. Para tanto hace falta que unos objetos hayan podido desempeñar ese papel, y no uno solo y primero, y sobre todo que el yo haya conseguido hacer de sus demandas el camino que tiene que tomar el deseo inconciente para enviar, podríamos decir, «su delegado al yo». La demanda es al deseo inconciente lo que el representante pulsional es a la necesidad: si es verdad que el deseo tiene por único sustento la falta de su objeto, lo es de igual manera que el yo sólo puede sustentar su posición de deseante ocupando la de un demandador confiado en que nunca le faltarán objetos que demandar. Unicamente así puede preservarse el al mo­ vimiento, al cambio, a la busca de otra cosa, que son los carac­ teres y las condiciones de «estar vivo». Sólo que el yo ha olvidado-reprimido una parte de ésas de­ mandas y por eso la versión que en una posterioridad [aprés-

eoup] continua se construye de su propio pasado se parece mu­ cho a ciertas novelas de inspiración histórica: se encontrará en ellas el nombre de ciertos héroes, la fecha de algunas batallas memorables, la recordación de algún acontecimiento excepcio­ nal pero el autor ha remplazado lo que no puede saber acerca de la manera en que los protagonistas reales vivieron esos aconteci­ mientos por lo que de ese vivenciar imagina poniéndose en el lugar de ellos. Pero el novelista no ignora cuán arbitraria es esta sustitución, sabe que no puede abolir lo que su pensamien­ to, su juicio y hasta su sensorialidad deben a la acción del tiem­ po que ha trascurrido; en cambio, el yo que habla de su infancia ignora ese poder de trasformación que es propio del tiempo. E s verdad que la relación de aquel con el héroe cuya historia imagina no es la misma que la del sujeto con el niño que fue: el héroe de novela ha muerto hace tiempo; el niño o, por mejor decir, lo infantil, permanece eternamente vivo. No impide esto que el historiador-adulto, si ha de devolver voz al niño, sólo lo puede hacer valiéndose de. palabras que no tienen ya la misma significación, formulando en su lugar demandas que no sabe preteridas (para retom ar la expresión de Lacan), expresando en su nombre deseos, cuando es verdad que ya no coinciden el objeto según la expectativa infantil y el objeto según la expec­ tativa del deseante actual. Es esta historia de tiempos, de de­ seos, de demandas «mezcladas», esta historia «mestizada», la que oímos nosotros cuando ocupamos el puesto de los destina­ tarios a quienes se la supone dirigida. Trasferencia mediante, intentaremos con el sujeto aproxi­ mamos a ese punto de partida en que las primeras demandas de un yo concurrieron a metabolizar en el orden de lo formulable, lo cognoscible, las representaciones «incalificables» (para retom ar la expresión de Philippe) en que se escenifica­ ban las exigencias pulsionales. A ese punto no lo alcanzamos nunca: felizm ente, no está en el poder de ningún yo abolir por completo ese trabajo de trasformación, de elaboración, de mo­ dificación, coextensivo a su. vida, por el hecho mismo de haber­ se conservado vivo. Nuestra teoría nos aporta una certidumbre sobre la relación existente entre la psique del infans y del niño y la psique parental, Sobre la importancia que cobra para la del infans lo que él representa én la economía libidinal de la madre y del padre, pero no podemos pre-conocer qué forma de com­ promiso, de reorganización, de desorganización ha de resultar de ahí para cada uno de esos dos yo, que tienen la tarea de inistrar su respectivp capital libidinal. Eso indecidible per­

tenece a la parte de la problemática psíquica que escapará siempre a nuestro conocimiento. Tratamos de fenómenos ma­ croscópicos y no poseemos microscopio alguno capaz de hacer­ nos conocer el funcionamiento de las «moléculas» psíquicas; quiero agregar que sólo al precio de este renunciamiento es posible un análisis. E l sujeto de nuestro encuentro no es reductible a la suma de los caracteres de sus moléculas psíquicas u orgánicas. Producir esta reducción, que felizmente es imposi­ ble en nuestra disciplina, equivaldría a remplazar el análisis de un discurso (el ofrecido a nuestra escucha) por el estudio de la fisiología de la fonación o de la audición. Dentro de esta pers­ pectiva, el probléma de lo verificable y lo no verificable en nuestra teoría cobra una dimensión diferente: forma parte de lo verificable lo que la teoría nos enseña sobre las causas psí­ quicas responsables de los posibles del funcionamiento psíqui­ co. Y forman parte de lo inverificable las causas que, en ese sujeto singular, pudieran explicar de manera exhaustiva la «elección», hecha en un lejano pasado, de este posible de su funcionamiento psíquico. Recurrir al concepto de «constitu­ ción» no modifica en nada este sumario de los hechos: ella no es en mayor medida «explicable» o «verificable», a menos de re­ to m a r a una estricta concepción organicista que, por su parte, m antuviera la ilusión de una demostrabilidad total. E sta parte inverificable es la única que puede asegurar al trabajo analítico la movilidad necesaria para que la construcción que se elabore permanezca hasta la última sesión —y- en igual medida des­ pués, pero sin nosotros— abierta y asequible a las modificacio­ nes que ineluctablemente ha de exigir la. continuación de la his­ toria. Pero la garantía de la existencia de algo verificable es igualmente indispensable para que lo inverificable contemple en su cabal importancia esta realidad corporal, psíquica, social, que ha desempeñado su papel en aquella «elección», para que el analista, no olvide que su teoría es una historia «llena de interrogantes», para que la aceptación de algo inverificable no lo lleve a trasgredir los límites que lo verificable le impone, o para que no excluya una duda y una búsqueda saludables en favor de una certidumbre delirante o teorizante: aquí los dos calificativos se vuelven sinónimos por sus efectos. E sta advertencia que hacemos no puede hacer olvidar lo que los escritos de-todo analista, empezando por los míos, sin duda prueban: la importancia que el analista concede a una reverifícación periódica de sus datos teóricos, ciertamente, pero tam bién cuán tenaz es su esperanza, cuya dimensión ilusoria

no se le suele escapar, de hacer retroceder, en su práctica y en sus conocimientos, los límites de lo inverificable. Historiadores en busca de pruebas, eso es lo que somos, pe­ ro también historiadores cuya busca tropieza siempre con un «ya ahí» de nosotros mismos y del otro, que resiste a nuestra elucidación. Resistencia que me parece proporcionada al atrac­ tivo que ejerce sobre nuestro pensamiento. Lo que explica por qué voy a volver sobre mis «cuestiones fundamentales» acerca de la identificación.

Dos notas de pie de página Mi conceptualizadón del proceso identificatorio ha permane­ cido fiel, en lo esendal, a la que propuse en L a violencia de la interpretación. Ocho años después sólo puedo agregar estas dos notas, m agra cosecha, pero tenemos que tener tanta patíe n d a en nuestra investigadón teórica como en nuestro traba­ jo práctico, lo que no es poco decir. La prim era de estas notas tratará del trabajo del historiador en este tiempo de apertura del proceso identificatorio, en que uh niño pasa a sustituir al infans que ya no es. La segunda estará referida á lo que se instala en ese tiempo de dausura que pone fin a uñ primer modo.de identificación y da a un segundo, que deberá tomar en cuenta lo que llamaré efecto de encuentro. Es en ese tiempo de conclusión cuando el yo fir­ m ará un compromiso con la realidad, cuyas dáusulas decidirán sobre los posibles de su fundonamiento psíquico (es lo que de­ signa el término de potencialidad). H ablar de notas al pie de página no es un recurso de estilo: no retom aré los capítulos a que estas notas se agregan, y me perm ito rem itir allí al lector .1 E ste esquema muy simple, del que ya me he valido, obrará como elemento de unión para recordar e ilustrar los tres «mo­ mentos» que dedden sobre el trayecto identificatorio que ha de seguir el yo, trascurrida la infanda.

T 0 designa el momento del nacimiento del infans; T j, el advenimiento del yo, y T Zl un giro y una encrucijada en el movimiento identificatorio, que no se prestan a una definición unívoca.

En la nota donde trato de la potencialidad, privilegio uno de los acontecimientos psíquicos -responsables de ese giro: la ne­ cesidad en que está el yo de modificar su reladón de dependen­ cia con el pensamiento parental. E sta modificadón, más o me­ 1 Cf. Piera CaBtoriadis-Aulagnier, L a viólem e de l’interprétatUm, PU F, 1975, capítulo 4. [Lo violencia de la interpretación, Amorrortu editores, 1977. ]

nos lograda o fracasada, coincide con el final del mecanismo de la represión secundaria y-la instalación de una potenciaiiidad que podrá, en un tiempo más o menos cercano o lejano, cobrar la forma manifiesta de uiia neurosis, dé una psicosis ó de esas problemáticas polimorfas cuyos prototipos son la perversión, ciertas expresiones somáticas, ciertos comportamientos ac­ tuados.

2. Un discurso en el lugar del «infans» (T0 - Tj)

L a versión teórica que debemos a Freud nos muestra qué el tiempo de la vida somato-psíquica que va de Tq a Ti precede - al advenimiento del yo. Las representaciones pictográficas y fantasmáticas que acompañan a eso vivido preceden al surgi­ miento de una instancia (el yo) que llegado el caso las metabolizará en representaciones ideicas, algunas de las cuales se em­ plazarán en la memoria que el yo ha de guardar, de su pasado. Pero ¿cómo ese mismo yo podría representarse un antes de su propia actividad psíquica, un antes de su propia existencia? E n un sentido no lo puede hacer; en otro, para fundar su histo­ ria se verá precisado a encontrar una vía y una voz que le posi­ biliten pensar ese antes. Lo propio del yo es advenir a un espa­ cio y a un mundo cüya preexistencia se le impone'. Desde el comienzo el yo encuentra un antes de él mismo, un en-otrolugar, un diferente. Ya-ahí de las aspiraciones pulsionales cu­ yos efectos experimenta en sus propias experiencias de placer y de sufrimiento, cuya causa él ignora, pero frente a las cuales se percata de la inutilidad de la huida. Ya-ahí de su cuerpo y de sus necesidades, ya-ahí de la voz y del cuerpo de aquella cüya presencia es inmediatamente objeto de su demanda, soporte de sus investimientos. Guando adviene, el yo reconoce en un mismo movimiento su existencia y la de un mundo que no sola­ m ente lo precede, sino que es un mundo al que, enigmática­ m ente, descubre preinvestído por él mismo. Se trate de su mundo interior o del mundo exterior, la existencia de un antes se impone al yo y este antes se puede revelar por veces un aliado o un adversario. Las exigencias' los ofrecimientos, las demandas de otro, al que reconoce separado de sí, se presen­ tan al yo como causa de su vida y no como un efecto de esta, última. P ar eso no está en el poder del yo representarse como su propio auto-engendrado.1 Anticipado por el discurso del ■ portavoz, obligado, para ser, a apropiarse de los enunciados 1 Salvo, desde luego, que se vea reducido a buscar en una causalidad deli­ ran te el origen de su historia, a crear una neo-temporalidad.

identificantes pre-dichos y preinvestídos por ese mismo dis­ curso, precedido por construcciones, obras de su propia psique pero no de él mismo, el yo adviene dentro.de un espacio de discurso, un espacio de realidad, un espacio psíquico que no lo esperaron para existir y que sólo aceptan acogerlo si él puede pactar con esos preexistentes, «armonizar con» sus conminacio­ nes y sus contradicciones. Pero hay más: él yo no solamente se descubre como resultado de un deseo y de un discurso mante­ nido por unas voces que precedieron a la suya, sino que muy pronto se percata de que esos otros y ese discurso no pueden, sin hacerle correr un riesgo mortal, considerar su venida como puro accidente, un azar, un error, que no debieran nada a lo que ellos mismos han ya vivido, deseado, esperado. Conjunto de certificaciones que esclarecen su relación con la temporali­ dad, su acogimiento inmediato en una textura temporalizada, su «intuición» de esos conceptos que llamamos diferencia, cam­ bio, movimiento. Confusamente percibe que nunca es total­ m ente idéntico al que ha sido, pero que este que ha sido, y sólo este, le puede dar a determinado conocimiento de lo que él es y prometerle un devenir posible. Ahora bien, esta necesi­ dad de preservar la memoria de un pasado como garantía de la existencia de un presente no puede ir más allá de las huellas mnémicas dejadas por representaciones ideicas, es decir, más allá del momento en que el yo ha advenido a la escena psíquica. Pero su cuerpo y sus inscripciones, por una parte, su familia­ ridad inmediata con el cuerpo, la voz, la imagen materna, por la otra le afirman que lo ha precedido algo ya-trabajado, yainvestido, ya-experimentado. E ste «ya-ahí» de un tiempo vi­ vido: el yo tiene que poder pensarlo, tiene que creer que posee su historia, porque de lo contrario su posición se parecerá mu­ cho a la de un sujeto que estuviera siempre bajo la amenaza de descubrir, de repente, que el que ha sido desmiente radi­ calmente ál que cree ser. El discurso de la madre, cuando le cuenta la historia de su propia relación con el bebé que no es más —historia más o menos verídica, más o menos inventada—, le hará pensable ese antes que se convierte en la prueba de la expectativa de la madre, de su deseo. Así como le tomó presta­ dos sus primeros enunciados identificatorios, de igual modo el yo del niño tomará prestadas de su discurso las «informaciones» que le permitan esbozar el primer capítulo de su libro de his­ toria. E ste prim er capítulo, el más cercano temporal y afecti­ vamente a ese lenguaje en imágenes de cosas, que ignora el tiempo y el cambio, tiene que dar razón al pequeño historiador

de lo que sucedió entre To y T j. X)e los acontecimientos qué signaron este período, sólo la madre o sus sustitutos tienen la memoria; el sujeto, por su parte, puede conservar de ellos cica-, trices, heridas que padecerá no obstante ignorar en qué tiem-"' po, en qué lugar, por qué razón ha sido herido. La versión que el discurso materno le propone acerca de un tiempo que lo h a : precedido puede ser una fábula: es mejor esto que el silencio porque el yo infantil no puede auto-crear este primer capítulo ■ por el solo recurso a la extraña «escritura* y a la extraña «me­ moria» propias de su cuerpo. En la versión que de él le propo­ ne la madre, puede oír un relato que cuenta el pasado de un amante-amado, puede oír una historia dolorosa que lo identifi­ ca al que ha sido para los demás una causa de sufrimiento, puede creer oír las palabras del oráculo que le revela si hadas o brujas se inclinaron sobre su cuna. Nada de esto impide que siga siendo tributario, en este registro, de un supuesto conoci­ miento, de una supuesta memoria, de una supuesta verdad que pertenecen a otro. E l niño, el adolescente, el adulto podrán, con posterioridad, recusar lo que les pudieron contar sobre el tiempo del infans (acuden aquí a mi mente ciertas historias de adopción, el des­ cubrimiento de un duelo sobrevenido en esa época, de una en­ fermedad de la que nunca se había hablado). Pero durante una prim era etapa de la vida infantil, el niño no puede dar existen­ cia al infans que lo precedió como no sea apropiándose de una versión discursiva que cuenta, que le cuenta, la historia de su comienzo. E sta versión, destinada a sustituir las representa­ ciones pictográficas y fantasmáticas que acompañaron a ese vivenciar por la nominación y la significación de las experien­ cias más determinantes o, más precisamente, por la significa­ ción que la madre les atribuye y que ella supone conocida tam­ bién entonces por el infans, será decodificada siempre por el yo como un relato que le hace saber de qué deseo su nacimiento fue el resultado, qué proyectos esos «deseantes» esperaban realizar por su venida al mundo. Pero ¿qué ocurre si el discurso paren­ tal no dice nada sobre ese comienzo? ¿o si es reducido a un enunciado «conclusivo», un «eras un bebé tranquilo, difícil, sanito, enfermo», que achata el tiempo, condensa en una sola ^afirmación puntual, repetitiva y mutilante, y por añadidura siempre falsa,-, un vivenciar y un tiempo reducidos a un parte de salud, publicado de una vez y para siempre? ¿Qué respuesta podrá dar el yo a semejante desposesión del comienzo de su historia? En ciertos casos, el yo parece aceptar

que este prim er capítulo quede como un «secreto», un «silen­ cio», un «blanco» del que otro es el único en conocer lo que recubre, pero semejante «aceptación» se paga caro y es siem­ pre ilusoria. Ciertos sujetos dan la extraña sensación de que les han ro­ bado su infancia, que nunca han podido recuperar una realidad que hubieran podido poner de acuerdo con una expectativa, un pensamiento, una demanda infantil. En los casos a que me re­ fiero, esto va más lejos: han robado al yo su «representación de un bebé» que fuera semejante a los que ve en derredor, en los brazos de su madre o de otra madre; una forma relacional per­ manece impensable para esos sujetos. Entonces se asistirá a ese mecanismo de desconexión temporal y causal que hemos encontrado y analizado en la historia de Philippe. Mecanismo que se aúna con una auto-mutilación, una auto-desposesión de un «pensamiento» que habría debido formar parte de su caudal memorizable. E sta tentativa extrema de ahorrarse un recurso al delirio está casi siempre condenada al fracaso; en efecto, en la mayoría de los casos esa puesta fuera de circuito del origen de la propia historia no consigue conjurar la puesta en relación del tiempo presénte con un engendrante a-temporal, que a ve­ ces es uno mismo, pero en tal caso un «sí-mismo» dotado del poder de auto-engendrar nada menos que el tiempo. Este fan­ tasm a de auto-engendramiento que podemos encontrar en ciertas formas de psicosis ite las más de las veces ser decodificado, si lo examinamos con alguna atención, como un fan­ tasm a que atribuye al sujeto él poder de engendrar no sólo su propio pasado, sino todo pasado; no sólo su origen, sino todo origen. La leyenda de ese fantasma no reconstruye simple­ m ente el origen del infans que este yo ha sido, yo que por ese atajo intenta recuperar un a la temporalidad, sino el origen de u n viviente y de lo viviente. Viviente cuyo engen­ dramiento es atribuido a un yo que, en virtud de un extraño movimiento circular, regresaría indefinidamente a su punto de partida para engendrar unos «antes» de él mismo, alcanzaría el punto final de su carrera y recomenzaría. Por eso el sujeto fracasa en sus tentativas de pensar el tiempo. El fantasma de' fisiparidad, que he atribuido a la madre de Philippe, se aseme­ ja a esta construcción a-temporal: reproducir indefinidamente lo mismo es también una manera de négar el tiempo. Philippe, por su parte, se corrió francamente al otro polo para atribuir su origen a una catástrofe planetaria, o bien a un dios omni­ potente, pero que ¡ay! sólo sabe crear robots. Pero como lo

prueba su historia, el recurso al delirio no impedirá que el ni­ ño, y después el adulto, queden definitivamente desposeídos de toda representación ideica del infans que los precedió. Esta desposesión de una representación yo-mórfica de su vivenciar de infans, esta imposibilidad de «pensar», de reconstruir una prim era relación boca-pecho, llanto-respuesta, necesidad-placer, desposee al propio tiempo definitivamente al sujeto de cierto tipo de relación, de apertura hacia los contenidos de su propio ello. La proyección delirante, última tentativa de metábolizar ert algo «pensable» esos contenidos, muestra a las claras cuán re­ ducido es su campo de acción, los efectos desestructurantes, que acompañan a la irrupción del afecto, y frente a los cuales aquella es impotente. A su m anera y en su lenguaje, Philippe define correctamen­ te la causa responsable de su vuelco al delirio: la irrupción en la éscena del yo de una representación originaria que, durante el tiempo de su presencia, ejerce un poder paralizante sobre las funciones del yo, impone al sujeto, como experiencia actual, volver a enfrentar un pecho de piedra que ha rehusado respon­ der al grito de un cuerpo, ha rehusado ser para una boca el dis­ pensador de un placer erógeno. No es ya el niño nardsista, para retom ar una fórmula de Serge Leclaire, el que ha sido m uerto por el silencio parental, sino que han dado muerte a un infans, una m uerte tan perfecta que no ha quedado siquieía una estela funeraria sobre la cual llorar. La m adre lo hizo todo para excluir de su memoria todo re­ cuerdo de ese tiempo de necesidad, de ese tiempo de depen­ dencia total que efectivamente le dieron un poder de vida y de m uerte sobre el lactante, que la obligaron a elegir hacerlo vi­ vir, devenir objetivamente donadora de vida. Ese «deseo de dar muerte», al que me referí a raíz de la abuela y la madre de Philippe y con el que me he encontrado in vivo en otros análi­ sis, si pudo permanecer velado fue sólo porque su trasgresión no fue vivida como la victoria de un «deseo de vida». Uno ha dado «una vida» por azar, por un error de la naturaleza o, me­ jor, por deber. E n ciertos análisis uno comprueba que la rela­ ción con el infans es vivida por la madre en una suerte de estado sonambúlico merced aúna actividad «operatoria» que le perm ite deconstruir de manera continua el recuerdo que pu­ diera conservar de todo momento, movimiento, acto pasado: desinvestúniento activo de toda memorización de ese comienzo de su relación. E sta acaso cambie cuando el niño adquiera cier­

ta autonomía que permita a la madre hacerlo, si no el único responsable, al menos co-responsable de su existencia, aun si continúa siendo «un niño» más que su hijo. Pero este hijo ad­ vertirá muy pronto que un enigmático silencio lo mutila de las raíces, las únicas que pudieran anclar su tiempo en un suelo fírme y, al mismo tiempo, que el discurso que le hacen sobre sü «devenir» (hacerse grande, ser limpio, serio, aprender bien. . . ) no se acompaña de la esperanza narcisista que pudiera conver­ tirlo en un proyecto identificatorio. Lo que se demanda a esos niños no es que se hagan grandes, sino que pierdan lo más rápido posible todo carácter, todo rasgo, todo resto del infans que han sido. El xdño, como prueba de la existencia de un infans, envía a la madre la imagen de un testigo que pudo asistir a un crimen de leso-Tánatos y a quien es preciso acallar lo más pronto posible. Por eso para estos sujetos el riesgo de m uerte está presentificado por ese mandato de no nacer y de no ser, que estaba ahí desde el origen, y que se ha trasgredido puesto que se vive. Mandato y amenaza que persisten en la forma del silencio de muerte, que recubre ese tiempo durante el cual madre y lactante infringieron juntos el veredicto. Cuanto más el sujeto esté en riesgo de reencontrar signos de ese pasa­ do remoto, más se intensifica el peligro de enfrentarse de nue­ vo a aquel mandato. Por eso es tan frecuente que en el delirio el svy'eto, por un salto hacia atrás (recuerdo aquí el «salto mor­ tal» de que habla Philippe), intente sobrevolar el tiempo de su vida, el de la vida de los padres y aun de la estirpe para hacer coincidir su origen con el de la especie y hasta de lo vivo. Ori­ gen que a menudo se entiende como la consecuencia de una catástrofe grandiosa, de mal augurio para lo que vendrá des­ pués. Lo propio del trayecto identificatorio, mientras un iden­ tificante permanece vivo, es no quedar nunca cerrado, pero tiene que poder anclar en un punto de partida fijo para que el viajero se oriente por él, descubra el sentido de la trayectoria, y en la doble acepción del término, a saber: de dónde viene, dónde está detenido, hacia dónde va. A este sentido que trasforma el tiempo físico en un tiempo humano, la psique sólo lo puede aprehender en términos de deseo: ¿qué es nuestro pasa­ do próximo y lejano, si no la historia reconstruida del desfile de esos objetos que mantienen vivo en nuestra memoria el recuer­ do de los placeres perdidos? E sta intrincación entre los hilos del tiempo y los hilos del deseo, merced a la cual el yo puede tener a la temporalidad, sólo es posible si se produce desde el comienzo: el origen de la historia del tiempo debe coin­

cidir con el origen de la historia del deseo. En la psicosis, eí¿ suieto se enfrenta a un dilema insoluble: a. O bien «pensar» un tiempo sin deseo, un tiempo d e s a f ié tado, en virtud de lo cual podrá, sí, aprender a leer la hora, áS valerse de un calendario, pero esos conocimientos permanecía-,* rán para él exteriores, no estarán referidos a su historia afec-í tiva y subjetiva; b. o bien «pensar» un deseo o, mejor, un objeto de deseo, I a-temporal, lo que presupone la creencia en la existencia de un deseante no sometido a las leyes que rigen el tiempo, ni a las que deciden sobre lo posible y lo imposible con respecto a sil movimiento. La aparente dimensión «metafísica», tan a menudo presente en el delirio, encuentra aquí su razón. El neurótico ha llevado a.‘i cabo esta alianza tiempo-deseo; su «locura» es querer respetar , la movilidad temporal, pero rehusando la movilidad de los ob- \ jetos que son soporte de esos deseos. Por eso, con todo dere­ cho, puede formular su conflicto identificatorio como un con-: flicto entre dos deseantes, dos cuerpos en procura de goce, dos ? pensamientos: el conflicto neurótico encuentra su expresión en un lenguaje que tra ta del amor, de la sexualidad, del placer, i del sufrimiento, conjunto de términos que vehiculizan vm/pUci-i tam ente la idea de una relación. . | P ara el psicótico, toda experiencia relaciona!"—sexualidad.’; incluida, si a ella accede— es una tentativa de resolver un con-/J flicto identificatorio que se sitúa en un tiempo y en un nivel ¡ mucho m ás primeros; de esta resolución dependen su existen-) cia y su supervivencia. El único lenguaje que vuelve formula-;j ble y comprensible la problemática de la psicosis es el de laj identificación. Lo que el psicótico espera del otro es siempre'j una sola cosa, y la misma: una significación, una confirmación’, de la legitimidad de ciertas vivencias, de ciertos pensamientos, ; de ciertos testimonios de su propia sensorialidad, que habilitaiü al identificante para asegurarse de las señales necesarias paral distinguir el tiempo de la vida del tiempo de la muerte, el pa-'í sado del presente, y que por eso mismo le puedan garantizar '; un derecho de supervisión y de goce sobre sus propios ideritifi- i cados. Entonces podrá, en un segundo tiempo, pensar la se-; xualidad como un derecho y un deseo legítimos. . !¿ U na ilustración entre otras muchas, de ,esta diferencia dej lenguaje, la encontramos en las dos lecturas que uno puede ha^

cer de las leyendas que acompañan a ese fantasma de bisexualidad que forma parte de un capital fantasmático universal. Su di­ lucidación en el análisis de una neurosis nos muestra; en ciertos casós, el influjo que ha conservado, la dificultad que debe supe­ ra r el yo para no olvidar que es hombre o mujer, cuando des­ cubre que deseaba ser mujer u hombre, y aun ambas cosas: Pero cualquiera que sea la importancia de los conflictos identifícatorios y sexuales que el yo puede afrontar por obra de la pregnancia de un fantasma así, no se verá acorralado hasta tener que precipitarse, perderse como Philippe, en la repre­ sentación de él mismo en la forma de un Satán alado, conjunta­ m ente ángel y diablo, aliado y adversario de Dios, hombre y mujer, sobreviviente y ya muerto. Antes de term inar esta nota, retomemos por un instante la historia de Odette, que nos enfrenta a otra respuesta —en un sentido antinómico— a ese trabajo de desconexión temporal llevado a cabo por el discurso de la madre. Al silencio de la m adre sobre el infans que ella fue, Odette opondrá sus «re­ cuerdos alucinados»; que pretenden contarle y contar la histo­ ria del infans. Pero, como hemos visto, el silencio de la madre de Odette es muy singular: si un «parte de salud» tan conciso como lapidario pretende excluir al infans de su versión, no sucede lo.mismo con esa historia «gritada» que cuenta su rela­ ción con el padre de Odette. A esas escenas, en el sentido que da al término el lenguaje profano, Odette las ha oído: el afecto que acompañaba a su posición de testigo las convirtió para ella en equivalentes de una escena originaria en que-los gritos y el odio remplazan a palabras que pudieran dejar adivinar la pre­ sencia de un deseo, de un goce. Si es verdad qué la madre de Odette, como la de Philippe, desposeyeron a su hijo de un pri­ m er capítulo que contara la historia del infans, la madre de Odette remplazó ese capítulo (sustitución esta que consiguió, en parte, imponer a su hija) por una relación de odio, entre ella y su marido, que precede al nacimiento de Odette. De manera totalm ente explícita en el discurso materno, el padre ha sido siempre ese ser abyecto, responsable de los trabajos pasados, incluido sin duda ese «escándalo» que representan las condicio­ nes, en que se produce el parto. Contrariamente a lo sucedido con Philippe, ciertos fragmentos del discurso materno (que cla­ maban su odio hacia el padre) han «hablado» para Odette esas representaciones pictográficas y fantasmáticas que figuran el rechazo, el deseo de muerte, la destrucción. He ahí por qué Odette puede «hablar», diría yo, el negativo del fantasm a de

fu sió n , de incorporación, de posesión-re-tensión de los conti­ nentes de sil cuerpo', puede pensar la relación boca-pezón, pero sólo como el riesgo de morir sofocada en ella; puede pensar también la reunificación de los dos cuerpos, pero sólo como una situación que term inará en que la desuellen viva, y lo mismo sucede con la relación hacia su propio cuerpo: la defecación, como don ofrecido a la madre, es remplazada por la imagen de un esfínter que, dilatándose, dejaría perderse la totalidad de los contenidos del cuerpo. Semejantes pensamientos no son investibles en mayor medida que lo es el silencio por parte de Philippe. Sólo que, contrariamente a este, Odette consiguió operar una suerte de ensambladura secundaria entre sus re­ presentaciones ideicas y una interpretación que tiende a devol­ ver a esas situaciones vividas una significación aceptable. No sólo que su madre se las impuso por su bien, sino que Odette tiene la convicción de que habría sido efectivamente peligroso para ella «pensar» o soñar, despierta o no, un fantasma que presentara la fusión como un estado de placer y de deseo com­ partido entre un hijo y una madre. El discurso de la madre sobre el odio que tiene a su marido, su comportamiento hacia Odette y hacia su propia hermana, no le permitieron reprimir ciertas representaciones fentasmáticas, ciertos movimientos destructores. A eso no-reprimible, Odette, en un mismo mo­ vimiento lo trabajará, lo pensará y lo interpretará, anudándolo a una causa que remite a una pareja parental que ella ha conse­ guido clivar totalmente en una parte buena para siempre y una. parte para siempre mala. Merced a lo cual puede inventarse la historia de un infans, con la que remplaza la que falta en el discurso materno. Si Odette pudo salvar, bien que mal, su vida psíquica, fue sólo atribuyendo a su madre el único enunciado de deseo que consiguió rescatar del discurso oído. No había en él palabras que «hablaran» un deseo de vida hacia su hija, pero se podía interpretar «lo oído» como la expresión del deseo materno de m atar al asesino potencial de su hija. Solución peligrosa, como lo prueba la continuación de su historia, pero que era la única que estaba a su alcance. ■

3. E l concepto de potencialidad y el efecto de encuentro

No obstante ser tan diferentes las definiciones que los ana­ listas dan del yo, me parece posible el acuerdo en un punto: sólo el funcionamiento de esta instancia justifica el concepto de psicopatología, y le da sentido. Calificar a un fantasma de psicótico, perverso o neurótico es un abuso de lenguaje: las se­ cuencias pictográficas y fantasmáticas son las mismas para to­ dos, obedecen a un mismo postulado, repiten una organización figurativa sobre la que el yo no tiene poder. La acción del yo se manifiesta, en cambio, por su posibilidad de metabolizar la ma­ yor parte de aquellas, en representaciones relaciónales; y por su trabajo de sublimación y/o por su acción represora, sobre las demás. Por eso mismo, cada vez que el objeto de la deman­ da del yo despierta la «memoria» de su cuerpo; cada vez que sensibiliza estes cicatrices, que señalan sus diferentes duelos libidinales y narcisistas, se comprueba el mismo proceso en todo sujeto: una nueva distribución, inmediata, entre los hilos que teje el fantasma y los que teje el pensamiento, en que los primeros pasan a reforzar el movimiento de atracción o el mo­ vimiento de huida provocados por el encuentro, el rehusamiento o la espera del objeto. E ste movimiento, si sobrepasa ciertos límites, se convierte en el «organizador» de los cuadros que componen nuestra psicopatología y que forman, parte del aba­ nico de las respuestas que el yo puede dar a los conflictos que resultan de su encuentro con el yo de los otros, con sus deman­ das. Lo que conocemos de los mecanismos de la represión y de la sublimación podría en rigor sugerimos la forma de compro­ miso más apta para auxiliarse el yo en su relación con el ello; pero no podemos imaginar lo mismo para el compromiso que tendrá que alcanzar con «encuentros» que no se pueden pre­ conocer. Es en este punto, que en mi esquema está designado por T2 , donde se instala la potencialidad (neurótica, psicótica, polimorfa) que habrá de decidir sobre las formas de respuesta y de defensa (neurótica, psicótica, perversa, somática) de que dispondrá el yo enfrentado a un conflicto que puede surgir en diferentes puntos de su trayecto. E l concepto de potencialidad

engloba los «posibles» del funcionamiento del yo y de sus posi­ ciones identificatorins, una vez concluida la infancia. De ahí se puede deducir que está en el poder del yo, de su quehacer de investigación, de conocimiento, de previsión, ins ventar respuestas frente a los cambios del «medio» psíquico y físico que lo rodean, pero, que no está en su poder inventar defensas nuevas cuando faltan ciertas condiciones (externas o internas) necesarias para su funcionamiento. O bien el yo con­ sigue desposeer de su poder «desidentificante» al fenómeno encontrado, consigue descubrir una de sus propiedades, hasta entonces desconocida, y hallar una respuesta inédita, o bien fracasa y no puede inventar una nueva posición de repliegue, un nuevo mecanismo de defensa, una nueva estrategia. Quiero agregar, de pasada, que acaso esto explica una paradoja, a sa­ ber, que el analista a menudo tenga la sensación de compren­ der mejor el comportamiento de los que se sitúan abiertamen­ te del lado de la psicopatología, que no el de sus «semejantes» y, en particular, el suyo propio. E l poder «maléfico» o «benéfico» de un acontecimiento, de un encuentro, depende de razones múltiples, pero su impor­ tancia siempre será proporcional a sus repercusiones sobre la economía identificatoria del>yo y, más precisamente, a la gra­ vedad del riesgo que le hacen correr: volver ineficaz la primera solución que había podido aportar al conflicto identificatorio y que le había permitido, si no superarlo, al menos hacerlo «vivible».,

Los dos tiempos de la conjugación del verbo «identificar» Si uno considera el tiempo del proceso identificatorio que va de Ti a T2 , uno se enfrenta a los resultados sucesivos del en­ cuentro entre el yo identificante y esos dos identificados móvi­ les que uno debe, respectivamente, a la; acción identificante del propio yo, y a la mirada y la palabra del otro. Lo que particu­ lariza este tiempo, sobre todo en su primera fase, es la solución dada ál conflicto qué piiede llegar a oponer a esos dos identifi­ cados: en cada ocasión será resuelto a favor o a expensas del yo (de su placer o de su sufrimiento), pero dentro de la actualidad m ism a del encuentro. Desde luego que si estas diferentes so­ luciones hacen posible la continuidad del trayecto, es porque

ellas se siguen y no se superponen unas a otras. Una serie de identificados se van uniendo por veces al identificante, y están en la fuente de ese trabajo de automodificación qué opera el yo infantil, en favor o en contra del deseo del otro. Si se dejara «prender» alguna vez, o si se fijara él mismo, en una sola de; esas posiciones, el movimiento identificatorio se detendría. L a creencia del.yo en la existencia de un identificado, fuente de placer o de conflicto, pero que él cree el único posible en el momento en que lo encuentra, se aúna con su dependencia, por veces aceptada o rechazada, respecto de la imagen que de él mismo le envía este otro, objeto de un investimiento privile­ giado. Investimiento que, a sus ojos, es totalmente dependien­ te de su conformidad con ese identificado que el otro espera encontrar en su persona. A todo esto no hay que olvidar que. durante todo ese tiempo se asiste a un desfile de esos identi­ ficados, en la misma medida en que se asiste a un desfile de los objetos que son soporte de las demandas de ese mismo yo.

El efecto de encuentro A partir de cierto punto de su trayecto, las «informaciones» que los otros y la realidad envían a un yo que se ha vuelto capaz de decodificarlas, ya no le permiten, aunque lo quisiera, seguir creyendo en la unicidad de un identificado. Encuentra unos identificados de él, de los otros, de la realidad, diferentes, móviles. Su imagen, según la percibe en la mirada del padre, de la m adre, de un hermano mayor; de un amiguito, de un abuelo, le revela que ninguna mirada se puede pretender el único espejo, y qué el conjunto de las miradas de esos otros, por él investi­ dos, le propone las piezas de un rompecabezas que él es el úni­ co capaz de armar: él es quien tiene que elegir las que lo ayu­ den a proseguir y a consolidar su construcción identificatoria. Pero a fin de que el armado final del rompecabezas le ofrezca una imagen familiar e investible, se tiene que poder basar eñ un prim er número de piezas ya encajadas unas en las otras. He ahí un primer resultado de su propio trabajo de reunificación de esas dos'componentes del yo que son el identificante y algu­ nos de los primeros identificados ofrecidos por el portavoz. El del yo a una identificación simbólica se produce en dos tiempos: el identificado conforme a esta posición debe formar

parte ya de los enunciados que nombraban a este yo, anticipa­ do por la madre y por ella proyectado-sobre el infans; la apro­ piación y la interiorización por parte del yo de esta posición identifícatoria serán el resultado del trabajo de elaboración, de duelo, de apropiación, que el yo habrá de producir sobre sus propios identificados, en el curso de ese primer tiempo de su itinerario identificatorio que termina en T2. Si ha podido llevar a buen término ese trabajo, podrá después asegurar a su cons­ trucción identificatoria unos cimientos que le permitirán, a lo largo de su existencia, agregarle piezas nuevas y renunciar a otras. Por eso el edificio identificatorio es siempre mixto. A esas piezas primeras que garantizan al sujeto sus puntos de certi­ dum bre, o sus señales simbólicas, se agregarán las «piezas aplicadas», conformes a identificados cuyos emblemas tomarán en cuenta la imagen esperada e investida por la mirada de los destinatarios de sus demandas. E ste segundo conjunto, según los momentos, según la problemática y la expectativa de los destinatarios, se adaptará mejor.o peor a aquel primer arma­ do. La potencialidad conflictual, en el registro de la identifica­ ción, encuentra su razón en este carácter mixto del yo. Si lle­ vamos adelante esta metáfora, podemos agregar que para que un rompecabezas se sostenga hace falta un buen ajuste de las superficies de encastramiento de las piezas. Cualquiera que sea la historia del constructor, historia que decide sobre el pri­ m er armado, y cualquiera que sea el contorno de las piezas que tome de los demás, se presentarán siempre riesgos de desen­ castre, líneas de fragilidad, la potencialidad de una fisura. Esta fisura se puede situar en el interior del armado primero: esta­ remos en ese caso frente a la potencialidad psicótica, que se m anifestará en un conflicto entre las dos componentes del yo como tal. Se puede situar entre el primer armado y esas piezas agregadas que dan testimonio de lo que ha devenido y deviene el yo. Estam os entonces frente a la potencialidad neurótica, que amenaza a la relación del yo con sus ideales, los únicos capaces, según él cree, de atraerle el amor, la iración, el deseo. Pero un tercer riesgo es posible: las piezas del rompe­ cabezas parecen bien encastradas, pero el constructor no reco­ noce en el cuadro que de ellas resulta el modelo que se suponía habría de reproducir. Tenemos ahí una tercera potencialidad, que a la espera de hallar un término más adecuado llamo «po­ tencialidad polimorfa». El paso de esta potencialidad al estado manifiesto producirá esos cuadros sintomáticos que son la per-

versión, ciertas formas de somatización, la toxicomanía, lo que Joyce McDougall ha definido como relación adictiva, lo que yo he analizado como relación pasional o alienante. . . De estas manifestaciones, el denominador común se encuen­ tra en la relación de estos sujetos con la realidad (del cuerpo, de la necesidad, de los demás, del campo social). Relación quér culmina en una modificación de la realidad, que tiende a hacer­ la objetivamente responsable de las causas del sufiimiento que padece el yo; modificación, y no reconstrucción delirante, mer­ ced a la cual el yo justificará su negativa a plégarse a sus exi­ gencias, así como el calificativo de abusivo o tramposo con que rotula a todo poder, probándose a sí mismo, de este modo, el buen fundamento de su causalidad, de sus juicios, de sus exi­ gencias. En este caso, la relación entre el primer armado y el resto del rompecabezas es tal que cualquier cambio, aunque fuera de una pieza sola, es inaceptable porque traería consigo el desencastre de las piezas centrales. Pero como esos cambios son inevitables, al constructor le queda la posibilidad de decre­ ta r la equivalencia entre elementos diferentes, pero que en realidad, afirma él, son intercambiables. Su diferencia es una ilusión, un engaño, .un error de visión. El modelo (de la reali­ dad, del cuerpo, de la sexualidad, de la organización social) es el único responsable de esta distorsión; oculta a las miradas de los' demás aquello a que habría debido llevar la construcción final: el modelo propuesto e impuesto es voluntariamente en­ gañador. Una última observación pondrá fin a estas consideraciones sobre la potencialidad: hablar de potencialidad es postular que la psique mantiene la capacidad de firmar «un pacto de no agresión recíproca» entre su compromiso y el compromiso identificatorio a que se conforma el yo de los otros. Este pacto presenta escasos problemas cuando se tra ta de la potencialidád neurótica puesto que el primer armado respeta la misma orga­ nización en todo sujeto. Escasos problemas: en efecto, si se ite, como todo lo pruebá, que esta potencialidad neurótica es universal, el porcentaje de las formas manifiestas, o clíni­ cas, de la neurosis es efectivamente bajo. No sucede lo mismo con las otras dos potencialidades, que sólo se quedarán en tales si los conflictos, los trabajos por los que pasan estos sujetos no desembocan en el rehusamiento, de parte de los otros, a seguir respetando ese pacto de no agresión. Ahora bien, este rehusamiento aparecerá cada vez que el sujeto, enfrentado a un acon­ tecimiento que siente como un peligro para su frágil construc­

ción, tome la palabra para defender su construcción, con riesgo de poner en peligro la de sus partenaires. Pero el paso de lo potencial a lo manifiesto se puede deber también al poder «develante» de ciertos encuentros: es lo que le sucedió a Odette, de quien he de retom ar ciertos elementos de su análisis. Antes de considerar el «efecto encuentro», consideremos las modificaciones que traerá consigo la llegada del yo a T2, mo­ mento de giro en su trayecto identifícatorio.

T2 o el tiempo de concluir Retomemos la última parte del esquema antes propuesto. Si elegí la letra r fue para destacar que, entre los fenómenos que exigen una modificación en la relación yo-realidad y, en consecuencia, en la relación del yo con sus propios identifica­ dos, dos son determinantes;.. a. El encuentro con ese «enemigo-aliado» común a todos nosotros: el tiempo y lo que de nosotros mismos arrastra en su huida; b. el encuentro con otro sujeto qué no acepta compartir una relación de investimiento, salvo si el yo del primero está dis­ puesto a modificar su propio identificado y, por ello mismo, su proyecto relaciona! (e identifícatorio). E stas modificaciones sólo son posibles y deseadas si el yo conserva la seguridad de que eUas respetarán lo no-modificable a lo cual se unirán, para dar lugar y forma a ese nuevo m omento de su devenir. Salvo estallido de una psicosis infantil, de que el autismo es la forma extrema, todo yo alcanza el punto (T2) que le permite establecer una ligazón entré ese identificado que «concluye» y «estabiliza» las posiciones identificatorias ocupadas por el yo infantil en su relación con la pareja parental, y una posición fu tu r a modificadora de esa relación. Modificación que él espe­ ra ha de ser extrapolable a las que establecerá con el conjunto de aquellos a quienes encontrará e investirá en la continuación del trayecto.' A falta de esta ligazón entre el presente y u n después dife­ rente, el movimiento se detendría: el yo lucharía en vano con­ tra su estado de sumisión a los enunciados identificantes de lá .

m adre o de otro dotado del mismo poder, acerca del tiempo y el devenir. Un fracaso así supone un yo que ha sido desposeído definiti­ vamente de toda autonomía en el registro de sus pensamien­ tos, en la elección de sus indicadores identificatorios: un yo que ya no tiene la posibilidad de «pensar-desear» lo que traen con­ sigo los términos futuro y cambio. Por eso yo había insistido en el poder desestructurante de un deseo de la madre, que se' expresara en un «que nada cambie». Enunciado prototípico de esta violencia secundaria que queda enmascarada merced a su apuntalamiento en la violencia primaria, y que por fuerza indu­ cirá el recurso a defensas psicóticas o movilizará el deseo de auto-alienación del propio pensamiento, solución definitiva que abolirá todo riesgo de conflicto. ¿Qué nos enseña la manifestación de una potencialidad neu­ rótica, polimorfa o psicótica, sobre lo que ha «concluido» o no se ha podido concluir en ese tiempo T2? Del lado de la neurosis, T 2 coincide con la asunción por el yo de una posición simbólica que podrá preservar y respetar. El conflicto se sitúa en el registro de lo imaginario y de la. elección de las «piezas aplicadas»: el neurótico sigue proyectando sobre sus identificados sucesivos la sombra de aquel supuesto como el único que puede imantar en su favor un amor que «repitiera» el esperado y exigido en su tiempo por el niño. La posición del perverso, que me parece una de las manifes­ taciones más frecuentes de lo que he llamado potencialidad po­ limorfa, es más compleja: su inserción o su apariencia de inser­ ción en el orden simbólico sólo se preserva porque él ha creído y sigue creyendo que puede ir aunada a su recusación de una parte de las consecuencias que traería consigo. Entre él y el supuesto legislador de este orden, ha establecido una relación de complicidad (con la ayuda totalmente objetiva, muchas ve­ ces, de la madre), merced a la cual reconocerá conjuntamente la existencia de una ley, de un orden temporal que permite orientarse y aun, agregaría yo, de una diferencia sexual, para el conjunto de los seres humanos, y al mismo tiempo conserva­ rá la certeza de que él y el legislador, y nunca él solo, gozan de un estatuto privilegiado, de un saber secreto, que los habilita­ rían a exceptuarse. Pero ¿qué ocurre en la psicosis? La instalación de una poten­ cialidad nos señala la ausencia de una psicosis manifiesta en la infancia: el yo ha conseguido entonces alcanzar T2 . Esto supo­

ne que ha podido rellenar su primera fisura, correr el riesgo de cambiar, de auto-modificarse, sin tem er en demasía su propia dislocación. Pero como lo mostraron la historia de Philippe y la de Odette, la aparente reunificación de las dos componentes del yo siempre está bajo la amenaza de una desintrincación, de una «esquizis». Para tra ta r de protegerse de esto, el yo re ­ currirá a estas dos defensas que fundan la problemática psicótica: a. La idealización del poder, atribuida a una instancia exte­ rior y encam ada por lo general en la madre; instancia que es la única capaz de preservar esta reunificación, pero de igual mo­ do oponerse a ella; b. la auto-prohibición que el yo se impone acerca de cual­ quier información que pudiera demostrarle el abuso de poder que ejercen sobre su pensamiento, develarle que ningún sujeto tiene el exclusivo poder de garantizarle o rehusarle su puesto dentro del sistema de parentesco, ni el de decidir sobre el mo­ vimiento o la detención del tiempo. Si estos dos mecanismos fracasan, el sujeto deberá encon­ tra r en el exterior otro soporte para una instancia que no ha podido interiorizar: proyectará entonces en la escena de la realidad la imagen re-encarnada, aun si es invisible, de un legislador-perseguidor. Concluiré esta segunda nota con un esclarecimiento de la función de lo Imposible en los enunciados identificantes pre­ sentes en el discurso de la madre, retomado y reconstruido por el niño.

El estatuto de los enunciados y la trasgresión de lo posible Si uno considera sólo el discurso materno que «habla» el tiempo To — T i, buena parte de sus enunciados identificantes vehiculizan lo que Freud llamaba el aporte narcisista, necesa­ rio para la vida de «Su Msjestad el infans». ¡Pobre Majestad —puede uno agregar—, tan dependiente del otro! Estos enun­ ciados expresan las demandas maternas a un yo ausente, dan testimonio de esa parte del deseo inconciente que ha podido abrirse una vía para apuntalar y lastrar sus demandas. Expre­

san también, como igualmente lo señala Freud, la esperanza de realizar sus propios sueños por yo interpuesto. Estos sue­ ños tienen la libertad de englobar un abanico de devenires, por poco verosímiles que estos sean. Pero, a la inversa, como aca­ bamos de ver, de igual modo existirán enunciados que desde el comienzo den testimonio de un constreñimiento producido mficho antes del momento en que una madre los enuncie. La re­ presión y, en consecuencia, la interiorización de la prohibición, ya han excluido del discurso materno enunciados formulados por su yo infantil (de la madre), antes que llegara al tiempo de concluir la primera fase de su trayecto. Lo imaginario mater­ no, el yo anticipado que ella se crea como objeto-meta de sus investimientos, no tendrán a su disposición para alimentar su sueño más que esos «devenires» que respetan la categoría de la prohibición y la categoría de lo imposible. Prohibido e impo­ sible designan, de derecho, dos categorías diferentes y además dos categorías que el yo tiene la obligación de diferenciar. Ahora bien, en el registro del deseo esas dos categorías se redo­ blan y se refuerzan una a la otra. Desear, imaginar un yo anti­ cipado, que ignorara la categoría de lo imposible, que pudiera trasgredir las leyes naturales y temporales y, por ejemplo, que tuviera el poder de cambiar de sexo, de poseer dos sexos, de ser inmortal, de tomar el puesto del propio progenitor. . . he ahí algo que nos enfrenta a enunciados cuya simple formula­ ción devela a cada uno su fuente. Semejantes enunciados m uestran a cielo abierto la presencia en la madre de un deseo que niepa al yo, que, anticipando para este último u n impo­ sible, trasgrede no la ley que prohíbe el incesto, sino una ley igualmente fundamental que prohíbe matar. Matar a un yo fu­ turo, que no encontrará ningún identificado como punto de an­ claje, ningún ya-akí de él mismo, necesario para que él adven­ ga. Será este «identificado» imposible el que se develará al yó como una imagen extraña y ajena a su destino. Destino que por fuerza tendrá que rechazar, pero, ¿para remplazado por qué representación de su pasado-futuro? Y además, si a partir de T2 el yo puede, por momentos, ver quebrantarse su creen­ cia en la existencia de un después, es menester que este mis­ mo T 2 pase a garantizarle, a m ínim a, la seguridad de haber sido. No será, quizá, pero está seguro de que un pasado de él mismo ha existido. Ahora bien, ¿cómo podría tener esta segu­ ridad si se enfrenta a un pasado que lo anticipaba bajo la espe­ cie de un imposible? No obstante, aun en este caso sucede que el yo encuentre una escapatoria reorganizando el campo de lo

posible por recurso a un legislador, a un ordenador de la reali­ dad, al que nada sería imposible. E n el registro del deseo, la trasgresión de lo posible es la forma prim era y última que cobra la trasgresión de la prohibi­ ción. (La sustitución de la categoría de lo prohibido por la de lo imposible desempeña un papel importante en la problemática perversa.) E sta exclusión de lo imposible en los identificados ofrecidos al niño o soñados por él se produjo en los. dos padres, según suponemos, en el tiempo en que yo infantil alcanzó el punto T2. tin a vez que el yo del niño alcanza este punto a su turno, tendrá que «concluir» definitivamente ese trabajo que hasta entonces había proseguido con la colaboración del yo parental: preservar una separación entre los emblemas imaginarios y los indicadores simbólicos, entre los soportes de una esperanza narcisista a que el sujeto no renuncia nunca, y unos indicadores que le asignan y le aseguran su posición dentro del orden sim­ bólico, pero le prohíben ocupar otra .1

«Psicopatología»2 infantil y potencialidad E sta reanudación y esta repetición de elementos ya expues­ tos sobre el proceso identificatorio me parecieron útiles para precisar mejor lo que entiendo por «potencialidad». E ste concepto, en la acepción más amplia que toma aquí en comparación con lo que tengo escrito sobre la potencialidad psicótica, declara de otra manera lo que sucede en ese tiempo infantil en que se decide no el devenir del yo, siempre depen­ diente de los encuentros confiictuales que los otros y la reali­ dad le lleguen a imponer, sino de los «posibles» que tiene a su disposición para afrontar y, llegado el caso, superar el conflicto. Toda situación, todo encuentro futuro que reactiven el con­ flicto movilizarán las defensas de que el yo puede disponer pa­ ra hacerles frente. Defensas «polimorfas» que desembocarán 1 E n mi «Conclusión» retomo el análisis de la prohibición en s u b reladones con la represión. 2 L as comillas están para recordar que el polimorfismo de las defensas a que el yo infantil recurre no es, en si, signo de psicopatología, del mismo modó como su polimorfismo sexual no es signo de perversión. Lo que no significa que el niño esté a salvo de manifestaciones que con razón se podrán calificar dé psicopatológicas o de perversas.

en una «elección* defensiva, que será función de la frecuencia y de la «naturaleza* de los obstáculos encontrados antes de ese «momento encrucyada» representado por T2 . Éntre Ti y T2 el niño pequeño recurre, por veces, entre sus defensas, a la más apta para resolver en lo inm ediato el conflicto encontrado. Mecanismos de somatización, fóbicos, rituales obsesivos, re­ construcciones de un momento y de un fragmento de la reali­ dad, el privilegio acordado a tal o cual pulsión parcial, forman parte integrante del funcionamiento psíquico dé todo niño. Pero del mismo modo como las pulsiones deberán, o debieran, someterse al «primado de lo genital», devenir placeres preli­ minares al servicio de un placer que devienp goce, así también el abanico de las defensas se someterá al primado de una «elec­ ción defensiva». Defensa «elegida» según la elaboración que el yo haya conseguido imponer a las formas que toman para él los peligros que amenazan la prosecución de su quehacer identifi­ catorio. Uno puede extrapolar aquí lo que Freud escribe a raíz de la amenaza de castración y de las dos reacciones sucesivas del niño. Desde su advenimiento, el yb percibe, de manera pe­ riódica y oscura, el conflicto que amenaza oponerlo a la hege­ monía del deseo de los padres, a su esperanza de trasformar a este recién llegado en aquel que ha de realizar unos sueños que no son los suyos, a su deseo de hacer de él el testigo eterno del omni-poder de su amor, de su saber, de su ofrenda. Si por mo­ mentos está dispuesto a apropiarse de ese sueño narcisista, que magnifica por igual a los dos soñadores, no sucede lo mis­ mo cada vez que su sueño y el del otro no persiguen las mismas realizaciones. Durante un tiempo, el pequeño soñador tiene el recurso de mantenerse al resguardo dentro de su propio es­ pacio de sueño, de ignorar, parcialm ente, la resistencia que el otro y la realidad oponen a la realización y aun a la simple fonnulación de sus sueños. Philippe aislado en su jardín puede perseguir a la mariposa, convencido de que bus brazos se trasformarán en alas. Sólo que hay también, para todo niño, equi­ valentes de la experiencia que vive Philippe en la soledad del granero. E stas experiencias —que según los' sujetos serán, desde luego, más o menos intensas y frecuentes— se cristali­ zarán en la figura final que el niño imprimirá a los encuentros que ponen en peligro bu derecho al deseo o, más radicalmente, su derecho a ser. E l abandono de toda defensa psicótica presu­ pone que el yo haya podido, en el curso de bu vida infantil, asegurarse de que ese es para él un derecho adquirido, de que los otros han aceptado y aun deBeado reconocérselo. Es sólo'

con esta condición como el yo podrá renunciar parcialmente a los mecanismos proyectivos a. los cuales todo identificante, a comienzo de trayecto, había recurrido masivamente para darse un identificado con que unirse .3 Los peligros, pasados y supe­ rados, se reelaborarán como otros tantos equivalentes de esta amenaza que se dibuja en el horizonte de toda situación conflictual entre dos deseantes: ver que desvalorizan los atributos que te hacen deseable para el otro, verse rehusar el derecho de gozar del deseo de este otro (o, más simplemente, la amenaza de castración). Frente a esta «amenaza», el yo infantil había recurrido a los mecanismos que demostraron ser los más efica­ ces para pactar con las exigencias que, con razón o sin ella, atribuía al «amenazante». A partir del momento en que el niño no cree más en la actualización de la amenaza (momento que coincide con la declinación del complejo de Edipo), esos meca­ nismos constituirán una suerte de armadura que el sujeto de­ ja rá a un costado, pero que volverá a revestir si su futuro lo pone frente a parecido peligro. Si el yo, trascurrida la infancia, y salvo el caso de estar forzado a recurrir al delirio, ya no cree en la mutilación real de los atributos que hacen de su virilidad o de su feminidad los soportes del deseo del otro, en cambio cree (y en un sentido, con razón) que con que el otro los declare inaptos para sostener su deseo, basta para que ese pene, ese pecho, esos cuerpos, tengan que dejar de ser el objeto a-conflictuál de su propio investimiento nardsista. Antes de demandar a la historia de Odette una ilustración de estas enunciaciones, resumiré sus puntos esenciales. Las posiciones defensivas que se instalan en T2 son la «con­ clusión» que da el yo a una «psicopatología» infantil, polimorfa y de la que se reencontrarán siempre los signos. Estos «signos» darán testimonio de la singularidad de los trabaos pasados, de la interpretación causal que el yo se ha dado de ellos (por razo­ nes siempre en parte incognoscibles), del momento más o me­ nos precoz en que se le presentaron, de la diversidad de las fuerzas que se oponen en el conflicto. El descubrimiento por Freud de la sexualidad infantil fue paralelo al de una fase de «perversión» en la relación del niño con la sexualidad. E ste polimorfismo desembocará, en un tiempo ulterior, en una «.perversión forzada» o en una «normalidad polimorfa». Acerca de la problemática neurótica y psicótica diré, por 3 Desde luego, una dimensión proyectiva es parte integrante de todo fun­ cionamiento psíquico.

analogía, que sus forcnas infantiles nos enfrentan a cuadros «polimorfos», en el sentido de que las defensas «escogidas» pueden, durante el tiempo de la infancia, pactar con las exigen­ cias de una realidad que, en un tiempo ulterior, se revelarán inaceptables. E s verdad que el extraño aislamiento, de Philipge habría debido llamar la atención a quienes lo rodeaban, pero lo que puedo imaginar del comportamiento de Odette niña podía perfectamente tomar la forma de una obediencia de buena ley, conforme a la ideología educativa de muchas personas. El esta­ do infantil permite al yo diferir un conjunto de decisiones, de actos, de encuentros, que exigirían una modificación esencial de su relación con la temporalidad, la sexualidad, la realidad. M ientras se permanece en la infancia, las defensas instaladas, aun cuando señalan la presencia de una potencialidad psicótica, pueden ir aunadas a una relación con la realidad que deja en la sombra una parte de sus constreñimientos, de sus prohibicio­ nes, pero también una parte de sus ofrecimientos. M ientras se preserva ese estado de cosas, eí yo puede em­ plazar dos órdenes de causalidades en su construcción identificatoria: uno primero, que es el orden causal que funda y.orga­ niza las posiciones defensivas a que el sujeto recurrirá desde que esta construcción sea puesta en peligro; uno segundo, con­ forme a un orden causal y temporal compartido por el conjunto cultural a que pertenece el sujeto. La presencia de un doble principio de causalidad, lejos de ser exclusivo patrimonio de la psicosis, es una condición necesaria para el funcionamiento de todo yo. Sólo que fuera del registro de la psicosis, estos dos principios están en una relación de alianza, de intrincación. Junto a una causalidad de deseo, subjetiva, que el sujeto privilegiará en la puesta en sentido de su vivenciar afectivo, de su realidad psíquica, en su busca de deseante, uno descubre la causalidad compartida por el conjunto cultural, y que el sujeto privilegiará en su puesta en sentido de la realidad exterior, en su busca de conocimiento. Pero si cada una de ellas tiene su zona de influencia, sólo su alianza puede asegurar al yo la movilidad en su procura causal que va de la mano con su procura de verdad y con el poder de modificación que podrá ejercer sobre las causas y sobre sus efectos. E n el registro de la psicosis, estas dos causalidades son anti­ nóm icas, se excluyen una a la otra. Su coexistencia exige que el yo preserve una separación ri­ gurosa de sus dominios respectivos, que pueda oponerse a la

aspiración expansionista, totalitaria, de una causalidad inter­ pretada (o de una causalidad de deseo) que lo pondría en peli­ gro grave. Si fracasa, esta expansión y esta extrapolación cau­ sal señalarán el paso a la forma manifiesta de una psicosis: ve­ remos a la posición defensiva sistematizarse, reforzarse hasta convertirse en una fortaleza defendida por un sistema deliran­ te que reconstruirá, a nombre de su sola causalidad, la relación del sujeto consigo mismo, con el mundo, con los demás.4 E n L a violencia de la interpretación yo había ligado el paso de una psicosis potencial a una psicosis manifiesta, a la desapa­ rición en la escena de la realidad de un yo que aceptara encar­ nar para el sujeto a ese Otro que le garantiza la identidad de sus puntos de certidumbre en el registro de la identificación, de la causalidad, y por ello mismo la legitimidad de sus dos construcciones históricas. E n ciertos casos, en efecto, descubriremos esta causa desen­ cadenante, pero la experiencia clínica muestra la importancia que puede cobrar para el sujeto, para todo sujeto, un encuenr tro que llegue a develarle una falla identificatoria que él igno­ raba y que habría podido seguir ignorando. Retomemos, en esta perspectiva, la lectura de la historia de Odette. Lo que Odette refiere sobre su infancia (sus dificultades de alimentación, su sumisión a un adiestramiento esfinteriano que la desposee de toda autonomía en orden al placer de su cuerpo, sus terrores al alba, lo que me cuenta —y de lo que nunca he hablado por razones deontológicas evidentes— sobre otras es­ cenas a que la madre la ha confrontado) nos autoriza, sin hacer un empleo abusivo del arsenal teórico, a pensar que esta niñita sólo pudo sobrevivir por el recurso a mecanismos de idealiza­ ción, de negación, de reconstrucción, de las informaciones dis­ cursivas y sensoriales que le enviaban el discurso y la realidad, y que forman parte del arsenal de las defensas psicóticas. 4 E n el segundo capítulo de mis Destina du pluisir se puede leer el análisis que he expuesto allí de ese doble principio de causalidad operante en el trabajo de puesta en sentido del yo. . E n seminarios posteriores, y no publicados, volví sobre esta cuestión, pri­ vilegiando el análisis de la movilidad causal necesaria al yo, y la tripartición de las causas a las que debe poder recurrí?: el deseo del otro, el azar, su propia realidad psíquica. E sta continuación y reanudación de un mismo problema no contradicen, en lo esencial, las hipótesis que yo había propuesto. (Gf. Les destins du plaisir, capítulo 2, «Le Je et la causalité», PU F, 1979-).

En la medida misma en que esta niña se somete a los ditctats m atem os, en que su odio encuentra en el padre, merced al discurso que le dirige la madre, un sustituto y una justificación, puede preservar un conjunto de indicadores identificatoriosry una construcción de la realidad cuya solidez la madre, le garan­ tiza, puesto que, en lo esencial, su hija confirma la suya propia. No necesito agregar que otra característica de la infancia de O dette fue su soledad, porque la m adrele prohibía tanto ir de visita a casa de otros niños que pudieran «ejercer malas in­ fluencias» como recibirlos en su casa porque habrían desorde­ nado su modo de vida. Cuando, pasada la adolescencia, Odette busca una salida a su «esclavitud consentida» invistiendo un objetivo autónomo (inscribirse en Bellas Artes), se moviliza un mecanismo que frecuentemente se observa como lo que hace las veces de una actualización. de la potencialidad psicótica: la somatización. L a relación inconciente hijo-madre, su dimensión persecutoria y el odio que vehiculiza se introyectan en una relación yo-cuerpo que convierte a los dos polos de ésta relación en perseguidoresperseguidos. Incapaz de asumir el riesgo de conflicto que habría estallado en su espíritu desde el momento en que su vida universitaria exigiera que la dejaran libre en sus movimientos, sus amista­ des, su espíritu y su cuerpo, y enfrentada por eso a la «memo­ ria» de un cuerpo que re-siente angustias, aflicciones, sufri­ mientos ya padecidos, contra ese cuerpo y contra esa memoria se ejercerá el odio que anega al yo. Si lá «mancha pulmonar», de etiología dudosa, hace pensar ya en una causalidad psíquica, las circunstancias de la caída, que inmovilizarán a Odette du­ rante un año, no dejan duda alguna sobre esto. Durante dos años, Odette, y con buena conciencia, será se­ parada de la madre: además, la rareza de sus visitas la obliga­ ría, puede que a pesar de ella, á reconocer que su madre ya no tenía necesidad alguna ni deseo de su presencia. Pero otro factor desempeñó un papel más importante: si la permanencia en el sanatorio no se acompañó de ningún sufrimiento somático ni, al decir de Odette, de sentimientos de angustia o de temor por su vida, muy diferente fue el año pasado en el hospital. Corsé y manipulaciones fueron fuente de grandes sufrimien­ tos, a los. que durante todo un período se agregó el miedo an­ gustiante de. morir o de quedar con vida, pero paralítica. Creo que en ciertos casos, y el de Odette es uno de ellos, el sufri­ miento somático y el sufrimiento psíquico frente a la amenaza

real de la m uerte vienen a ofrecer una descarga y un apaci­ guamiento a Tin odio y a un deseo de dar muerte que han toma­ do al cuerpo propio como objeto. Fue sin duda la razón.por la cual, una vez curada, Odette pudo investir y realizar su pro­ yecto universitario, y sobre todo concederse el derecho de li­ garse a otra m ujer que ocupaba una posición límite entre un objeto sexual y un ideal identificatorio. E l azar quiso que esta m ujer respondiera a la expectativa de Odette, que le ofreciera un proyecto identificatorio al mismo tiempo que la reconocía como objeto deseable. Si entre Odette y esta joven mujer no hubo nunca relaciones homosexuales manifiestas, ciertamente que existió entre ellas una relación de fascinación recíproca. Además no solamente su amiga la invitó a compartir sin la me­ nor rivalidad la protección de un «padre» representado por el modisto, amo omnipotente en la casa en que trabajaba, sino que ese padre no hada correr a Odette el riesgo de verse en­ frentada al «deseo de violación» de que ella acusaba a su propio padre. Su homosexualidad lo llevaba a mantener con Odette reladones de poder, ambiguas, pero que no la ponían en peli­ gro. Y otro tanto sucedía con su medio profesional. Una suerte de indiferenciación sexual era itida y aun valorizada, lo que perm itía a Odette, inadvertidamente para ella desde lue­ go, aceptar cierta fluctuación en sus propios indicadores identificatorios, «divertirse» vistiéndose de hombre y haciéndose pasar por tal o, a la inversa, acentuando su presentación fe­ menina . . . pero para seducir a otras mujeres. Durante esos diez años de latencia, las exigencias de su profesión, y tam­ bién ahora con buena conciencia, la llevarían a mantenerse a prudente distancia de su madre. Cada vez que la visitaba, re­ novaba su acto de vasallaje asegurándole que estaba dispuesta a recurrir a sus protectores en caso de que el padre «osara» reaparecer. Promesa que prueba la ceguera en que estaba O dette sobre la pareja parental, la consolidación de la imagen de una madre ideal, que había vacilado por la ausencia de visi­ ta s cuando sus hospitalizaciones, y una suerte de inversión en los polos de la reladón madre-hija, merced a la cual Odette ocupaba la posición de una madre que protegiera a esta «madreniña» del «asesino» que podría volver. E sta relación, que reto­ maba y continuaba la idealización5 instalada por la potenciali­ dad psicótica corría pareja a las relaciones que mantenía Odette 6 Idealización del poder de la madre, ciertamente, pero también del poder asesino imputado al deseo del padre.

con sujetos pertenecientes a lo que yo llamaría un «conjunto herm anos-herm anas»: sus amigos privilegiados masculinos o femeninos tenían siempre más o menos su misma edad, com* partían, como vimos, los mismos intereses profesionales y pre­ sentaban idéntico «polimorfismo» en la elección de objetq, Merced a todo ello, Odette se movía y vivía eri una suerte de microcosmos cuya organización presentaba compatibilidad con la de su mundo interno. Odette había podido excluir de su pro­ blemática todo deseo de hijo o de maternidad; esto le permitía no correr el riesgo de verse enfrentada a ese «deseó de dar muerte» que pudiera probarle que el padre no era más. que el soporte sustitutivo de un odio contra un cuerpo y contra sus necesidades, y contra ese pecho que no había podido ni querido satisfacerlas. La «fundón paterna» permanecía para ella por­ tadora de un deseo maléfico que todo padre inevitablemente experimentaría por su hija. Su concepción del embarazo y del parto retom aba la concepción materna: es escandaloso imponer «eso» a un cuerpo. Ahora bien, sus convicciones,' «extravagantes» para muchos oídos, eran toleradas tanto mejor en su medio cuanto que, por razones diferentes, la homosexualidad de una parte de sus amigos, la preocupación narcisista por la belleza de su cuerpo, los llevaban a negarse también ellos a dar nacimiento a un hijo. A la inversa, ese mismo microcosmos ofrecía a Odette lá po­ sibilidad de investir y de valorizar una actividad creadora, un éxito profesional que exigía que uno se ganara un lugar en el terreno sólido y duro de la .realidad, que uno aceptara ciertos constreñimientos, que tomara en cuenta demandas, decisio­ nes, expectativas de los demás, que uno nó proyectara sobre toda situación conflictual la interpretación que el fentasmante se había dado de un primer conflicto, en que lo que estaba en juego era nada menos que la vida del fentasmante. Odette vería en esta tolerancia a sus convicciones la prueba de que los demás las compartían. Prueba ilusoria sin duda, pe­ ro que nó era abiertamente desmentida por su comportamien­ to. Segura entonces de que ellos no amenazaban hacer peligrar sus indicadores identificatorios y su sistema defensivo, acepta­ ría.las exigencias de una realidad a la que se podía avenir. D urante diez años Odette pudo preservar este equilibrio, frá­ gil sin duda, pero económicamente muy logrado. ¿«Quién» encuentra a Odette en el momento de su fámoso fin de semana7 ¿«Quién» encuentra a Odette cuando el analista la excluye del grupo de trabajo que él dirige?

Dos figuras, dos discursos que tendrán un mismo efecto de­ velante y que desencadenan el paso de lo potencial a lo mani­ fiesto. Sólo Odette podría recordar lo que pudo decir el que no era todavía su analista en el momento del primer encuentro, pero conserva de esto muy pocos recuerdos precisos. Un solo punto parece seguro: es en el curso del regreso en automóvil cuando sucede lo que Odette llama un develamiento. Develamiento, a sus ojos, de la magia del saber analítico sobre el de­ seo. Develamiento —diría yo— de un poder «adivinatorio» so­ bre algo «nunca pensado» que la enfrenta a un descubrimiento fugitivo pero insostenible. Ese discurso «sabio», como el libro que hojea Philippe y que tra ta de «psicología», impusieron al sujeto una representación inasumible e impensable, por y para su yo, removilizaron una angustia que ese mismo yo no podía dominar y sólo podía actuar: Philippe huyendo a Pucallpa, Odette precipitándose a casa del detentador de ese «saber» tan fascinante como terrorífico. Aun si es máB prudente, como lo hice en la exposición clínica, mantener la forma interrogativa, creo verosímil que fue lo que ella entrevio sobre una catástrofe identificatoria que ya había tenido lugar,6 lo que propulsó a Odette al consultorio del analista, y lo que explica, quizá, que este haya respondido inmediatamente a su demanda. D urante su primer análisis, Odette proyectará, durante to­ do un período, sobre su analista, y esta vez sin que subsista el menor distanciamiento entre lo proyectado y su soporte, la imagen de una madre idealizada, omnipotente, a la que uno obedece ciegamente, con la seguridad de que ella te ofrecerá a cambio un «identificado» que ella eligió por su propia cuenta, pero que no podrá menos que colmarte. Una vez producida esta proyección, Odette pacientemente y de nuevo trataría de recrearse un microcosmos cuyos ocupantes le confirmaran el buen fundamento de su proyección y de sus construcciones. Sólo que esta vez el suelo es mucho menos sólido: ya no se trata de. adivinar qué adornos podrían agradar, sino de llegar a ser capaz de adivinar lo que ocurre en el subsuelo de la psique. Ahora bien, lo que Odette cree «adivinar» puede cobrar el va­ lor de una certidumbre tanto más fácilmente cuanto que se apresura a interpretar toda desmentida como la manifestación de una resistencia inconciente del que desmiente. Pero este compromiso está muy amenazado: su actividad de consejera conyugal la enfrenta a lo que es para ella el objeto de angustia 6 Cf., sobre este punto, mi «Conclusión».

por excelencia, la sexualidad de los padres, su relación con el hijo, la diferencia sexual, deseos que son fuente de un conflicto a menudo trágico. Sin contar que el recurso a la inteiprétación analítica es un arma de doble filo: el sujeto Biempre podrá ser­ virse de ella para reforzar sus certidumbres, aun delirantes, denunciando lo que los demás, salvo él mismo, ignoran o recu­ san de su propio deseo inconciente. N ada se puede decir sobre las razones que llevaron a su ana­ lista a romper su relación profesional o lo que Odette vivía como tal. E sta exclusión es vivida por Odette como la venganza del padre odiado y, conjuntamente, como la manifestación de ese rechazo materno que su idealización, así como su pasión, aspi­ raban a ocultar .7 El encuentro con otro que te envía como identificado la imagen del rechazado, del excluido, del odiado, no solamente es recusado por el yo, sino que le hace correr el riesgo de recorrer a reculones las diferentes etapas de su tra­ yecto identificatorio, con la esperanza de reencontrar un identi­ ficado en que anclarse. Si no lo consigue, serán las dos consti­ tuyentes del yo (identificante e identificado) las que resultarán dislocadas. Desgarramiento del yo, experimentado a veces en una primerísima fase de la infancia, pero que no es «vivible» cuando el yo no puede entregar más todos sus poderes a la pró­ tesis que representó el yo materno o el yo de algunos otros. Prótesis necesaria, por menos adaptada que sea, para que las dos partes se repeguen, mal que bien. El único recurso que al sujeto le queda es, como lo m uestra Odette, recurrir á una pro­ yección y a una causalidad delirante que fijan al analista en la posición de un padre perseguidor. Proyección que le permitirá recusar al conjunto de los identificados que él es supuestoimponerle, descubrir una causa —lo inconciente para Odette, el goce de Dios para Schreber, una fuerza maléfica y absurda para Philippe—, que hace pensable la intención del persegui­ dor, que justifica y legaliza el combate que uno libra. E sta cau­ sa, que rem ite siempre a lo a-temporal, a lo sobrenatural, o tam bién a un en-otro-lugar del espacio y del tiempo, permite al sujeto guardarse enmascarados un odio y un deseo dé dar m uerte encontrados en un tiempo, un lugar, un cuerpo, res­ ponsables de una catástrofe que es preciso ignorar. Se com­ prueba, y esta será mi conclusión, que el paso del estado po­ tencial de un conflicto identificatorio al estado manifiesto pue­ 7 análisis.

Aquí ya no se trata de hipóteS i' Bino de lo que afloró en el curso de

bu

de se r el efecto de un encuentro que sobrevenga mucho des­ pués de la infancia: encuentro entre el sujeto y otro, al que se atribuye el mismo poder que, en la infancia, poseyeron los re ­ presentantes, en la escena de la realidad, de una instancia no interiorizada. Lo que hace que no pueda ni desinvestir ni des­ tru ir eso «encontrado», puesto que ya no puede, como había podido hacerlo el niño, pagar con su total sumisión al pensa­ miento de ese otro la seguridad de que la vida del cuerpo y la vida psíquica, o lo poco que dé ella persiste, serán preservadas. A gregaré que otros dos «encuentros» pueden tener el mis­ mo efecto: a. E l del yo, con enfermedades, mutilaciones, sufridas por su cuerpo, que lo enfrentan a un identificado que él atribuye al deseo mortífero de otro, y que movilizarán el odio sentido ha­ cia ese cuerpo considerado como responsable del puesto que te asignan; b. el del yo con un poder que lo obliga a ocupar la posición de un perseguido o de un verdugo, que él no sabía haber ocupado ya en una representación fantasmática que él había podido ex­ cluir de su memoria. Aunque menos frecuentes como causas desencadenantes, m erecerían atención por igual. Si he privilegiado lo que se puede poner en juego en el mo­ m ento del encuentro entre dos yo, no es sólo porque es el caso paradigmático con mucho el más frecuente, sino porque puede sucederle al análista, bien a pesar de él, ocupar esa fiinción develante-d esencadenante. In terp retar es también develar: pero es preciso estar adver­ tido del riesgo que esto lleva consigo, y de las condiciones que se tienen que respetar para resguardar al sujeto.

Conclusión. Cuando la ficción anticipa a la teoría

1. Un precursor del double-bind: . Orwell y el mecanismo del pensamiento doble

No puedo creer que un lector interesado por mis enunciacio­ nes pueda ignorar la obra de Orwell y, más particularmente, el libro que signó su terminación, 1984; huelga entonces dar un resumen. E l genio de que da prueba su visión sociopolítica ha sido re­ conocido hace mucho tiempo y comentado por autores que en este dominio poseen conocimientos mucho más extensos que los míos. Pero acaso se ha reparado menos en el genio de qüe da testimonio, en no menor medida, su visión metapsicológica. 1984 describe el funcionamiento de una sociedad totalmente conformada al modelo a que un Partido omnipotente aspira. Modelo que ha conseguido imponer como detentador de un po­ der absoluto: pero no nos engañemos, la diferencia entre su modelo y el que rige a otras sociedades no empece que Orwell traiga a la luz aquello con lo cual todo poder sueña, es cierto que a veces sin saberlo. E ste develamiento corre parejo, y es aquí donde el autor aborda el campo de la metapsieología, con el de los mecanismos psíquicos que es preciso hacer interiorizar por los sujetos para alcanzar ese objetivo. Un comentario que quisiera hacer justicia al aporté «metapsicológico» de Orwell* debería tomar en cuéntalo que él escri­ be sobre la relación del poder con la sexualidad y sobre el papel subversivo del deseo ,1 sobre la necesidad de ofrecer una catar­ sis al odio proponiendo-imponiendo un «enemigo ideal» al con­ junto de los sujetos. Y también habría que prestar atención a lo que Orwell nos enseña sobre los límites que el cuerpo no ‘/[Aquí traducimos del original inglés, Orwell, 198J¡. (Nueva York: New American Library), las citas que P. Aulagnier trascribe en francés. (N. del ¡T.)] 1 «El propósito del Partido, el real, no el declarado, era eliminar todo placer del acto sexual. No tanto el amor como el erotismo era el enemigo, tanto en el matrimonio como fuera de él. ( . . . ) El comercio sexual debía ser conside­ rado como una operación sin importancia, levemente desagradable, colno ád. m inistrarse una lavativa». [1984, pág. 57.]

puede sobrepasar en el registro del sufrimiento —lo que puede trasformarlo en el enemigo por excelencia—,2 sobre el horror absoluto que anega a la psique enfrentada a una situación que «en algunos casos puede ser algo totalmente trivial, ni siquiera fatal», pero que encama la experiencia de lo inasumible, la que devela lo que existía «del otro lado del muro», lo monstruoso, lo familiar «que uno sabía qué era, pero'no osaba traerlo a la luz». La «peor cosa del mundo», como se ló explica paciente­ mente O’Brien, varía según los individuos. Pero para todo su­ jeto existe una experiencia del horror que la psique no puede sóportar sin ser llevada a su propia muerte. Pero este comentario me llevaría muy lejos, demasiado lejos. . . Me circunscribiré a demandar a la «ficción» de Orvyell que ilustre ciertos rasgos del mecanismo de la'represión según ope­ ra en la psicosis. Oigamos hablar a Winston Smith, héroe de la novela. Nada lo predestinaba al destino heroico y trágico que le aguarda, salvo que, contrariamente a la mayoría de sus conciudadanos de pleno derecho (son diferentes las cosas para la subclase de los proletarios), conservaba un vago y confuso recuerdo de lo que eran la vida y el mundo «antes de la revolución». Winston sólo poseía de su infancia «una serie de cuadros brillantemente iluminados, sin fondo y absolutamente ininteligibles»; no obs­ tante, esos cuadros bastaban para alimentar sueños que poníari en escena el antes. A ntes de la m uerte de su madre que «de álgún modo, él no recordaba cómo, se había sacrificado a una concepción de lealtad, que era privada e inalterable», imagen cuyo recuerdo al despertar lo obligó a descubrir que semejantes cosas ya no for­ maban parte de lo pensable. A ntes que se concretaba también por la visión de un «paisaje que recurría tan a menudo en sus sueños que él no estaba completamente seguro si lo había visto 2 «Se le ocurrió que en momentos de crisis uno nunca lucha contra un migo externo, sino siempre contra el cuerpo propio. Aun ahora, a pesar del gin, el dolor sordo que sentía en el vientre le impedia todo pensamiento ilado. Y lo mismo sucede, concluyó, en todas las situaciones que parecen heroicas o trágicas. En el campo de batalla, en la cámara de tortura, en un barco que se hunde, las causas por las que luchas siempre se olvidan parque el cuerpo se hincha hasta llenar el universo, y aun cuando no estás paralizado por el horror, o gritando de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre o el frío o la falta de sueño, contra una acidez de estómago o un dolor de muelas». [im, pág. 86.]

ene- ■ , . '

o no en el mundo real. En sus pensamientos despiertos lo lla­ maba el País Dorado». \198U , pág. 29.]3 Y bastará que ese antes retom e, aunque sea en la forma de un sueño, para que Be hunda el «presente» tal como el Poder lo define y lo impone al pensamiento. De ahí estas tres primeras comprobaciones: a. Para que la historia de su propio pasado, según pretende escribirla para ti un único y omnipotente Maestro Historiador, se imponga como la exclusiva verdad, es menester que queden para siempre excluidos de lo pensable del sujeto esos «cuadros» percibidos y. vividos en ese antes; b. para que esta exclusión se preserve es preciso hacer im­ posible para el yo traducir esos «cuadros» en palabras, y para ello erradicar del lenguaje (de ahí la invención del «nuevohablar») toda palabra, toda significación, todo concepto nece­ sarios para una puesta en palabras; c. para que el nuevohablar remplace al lenguaje antiguo hay que imponer una extraña alquimia entre la duda y la certidum­ bre. Afirmar, probar que uno hace suya la verdad proclamada, pero también saber que esto no te resguarda ni del error, ni de la condena a muerte que te acecha. Pero a esta duda omnipresente se debe oponer la certidumbre de que no importa lo que diga el Poder, dice verdad; que él tiene el derecho de ignorar la contradicción, el tiempo, así co­ mo el de crear en una posterioridad continúa las pruebas de lo que afirma con respecto al pasado, el presente, el futuro. E l conjunto de estas exigencias se puede realizar merced al mecanismo mental que Orwell designa con el término de pen­ samiento doble. Antes de abordarlo, consideremos un instante otro concep­ to, posterior, que debemos a la escuela de Palo Alto: el doble vínculo [double-bind¡, traducido a menudo al francés como «double contrainte» [doble constreñimiento] y que prefiero v e rte r como conminación paradójica. E l double-bind se puede resumir como sigue: una afirmación y una conminación que enfrentan a aquel a quien se dirigen con la imposibilidad de dar una buena respuesta. 8 Los sueños de Winston se centran en dos temas: el País Dorado y la ' m uerte de su madre, la imagen de su «cuerpo escultural», sus sentimientos de culpa hacia ella y had a una hermana m uerta en el mismo momento.

Citaré como ejemplo lo que me decía una de mis pacientes sobre la reacción y el discurso de su madre acerca de su com­ portam iento alimentario durante su primera infancia: , aun si este ejemplo clínico no responde a la definición clásica qüe sus autores dieron del concepto de double-bind, sin duda que se sitúa en su campo. Cada vez que, durante cierto tiempo, ella conseguía alimen­ tarse sin problema, la madre la ponía en guardia contra el ries­ go de engordar, de ponerse obesa como su padre y, así, deve­ nir para ella (la madre) una imagen repugnante. Frente a ese riesgo, dice, perdía todo apetito, comía cada vez menos y en­ tonces la m adre la acusaba de hácerlo adrede para inquietarla, para ponerse enferma, y la trataba de «mala hija». Llegadas las cosas a este punto, ella trataba de superar la repugnancia a alimentarse, de recuperar su apetito y . . . se regresaba al pun­ to de partida. E sta joven mujer no se ha vuelto anoréxica, pero su relación con su cuerpo y su pensamiento la enfrenta repetitivamente a la misma imposibilidad interiorizada de encontrar una buena respuesta. O bien toma en consideración las necesidades de su cuerpo: se alimenta, duerme, cuida un eventual padecimiento físico, pero entonces debe renunciar a toda actividad de pensamiento porque, como muy bien lo expresa ella, «es menester que satis­ faga mi cuerpo prohibiéndome pensar lo que me dispongo a hacer, y para ello es menester que produzca el vado en mi cerebro, que actúe como una máquina». O bien se pone a pen­ sar, pero entonces corre el riesgo de atinencia del pensamien­ to, a su cuerpo: «Si pienso “tengo hambre” no. sé si debo confiar en lo que experimento, puede ser que mi pensamiento no ex­ prese lo que mi cuerpo siente, puede que sea él quien diga eso cuando el cuerpo está ahíto: entonces me interrogo, busco una prueba y eso puede continuar indefinidamente». Interiorización de un conflicto entre la confianza que uno de­ bería poder conceder a los testimonios de su propia sensorialidad y al pensamiento que pudiera tomar noticia de ella, y a la inversa, entre el pensamiento y la prueba de su fundamento, que uno tendría derecho a esperar de su sensorialidad. Aquí el enunciante, diga lo que dijere, no puede gozar de ninguna «presunción de inocencia». Yo había definido en estos térmi­ nos una condición necesaria para que entre locutores pudiera circular una comunicación, una información: a menos que por ra­ zones precisas el otro sospeche que lo quiero engañar, que vo­

luntariamente lo quiero inducir a error, cierta cantidad de mis propios enunciados me serán creídos, gozarán de una presun­ ción de verdad sin que yo deba aportar su prueba. Si digo —eran los ejemplos que yo había elegido— «hoy hace calor», no tengo necesidad, para que me crean, de pasearme con un ter­ mómetro en el bolsillo, que permita verificar la temperatura ambiente; lo mismo si digo «me duele la cabeza», se supone que me creerán sin que tenga que proporcionar las pruebas (¿y cuáles serían en este caso?) de mi mal. A falta de una cuota de confianza recíproca entre los locuto­ res, confianza tanto más segura si los enunciados no atañen directamente a la expresión de los sentimientos que albergan uno hacia el otro, el discurso sería imposible. Ahora bien, la relación de confianza experimenta un destino particularísimo cuando la relación entre los dos locutores se basa en una rela­ ción asim étrica de poder. Más grande esta asimetría, más nos aproximaremos a dos posiciones extremas y antinómicas: a. Las palabras del que es dueño del Poder,, así fueran ver­ daderas, estarán siempre bajo sospecha de procurar un fin que él quiere alcanzar y que es ignorado por aquel a quien se diri­ gen, y por lo tanto de querer engañarlo; b. diga lo que dijere esta voz —y aunque la mentira fuera evidente para cualquier testigo imparcial—, será creída como palabra enunciada por el poseedor de un saber ideal e idealizado. Retomemos el ejemplo clínico. En el curso de la infancia, esta niñita evidentemente ha creído en las dos amenazas enun­ ciadas por la madre: ponerse obesa, ser una mala hija. Creen­ cia de todo punto comprensible cuando uno conoce la asimetría que en efecto existe, en el curso de la infancia, dentro de la relación hijo-progenitor y, principalísimámente, en cuanto concierne al saber y a una previsión del futuro. Comprender la significación de lo que le dicen lleva justa­ m ente a la necesidad de formular una respuesta acorde con la demanda explícitamente presente en el enunciado: no te pongas obesa, no te conviertas en una mala hija. Sólo que en este caso no hay respuesta «justa», por la simple razón de que aquella que perm itiría efectivamente eliminar la primera amenaza es, al mismo tiempo, la que realiza la segunda, y a la inversa. Como se ve, no queda buena respuesta, y tampoco solución de compromiso. Haría falta que el sujeto consiguiera reducir a silencio el cuerpo, como lugar donde se siente la necesidad,

para trasformarlo en un puro instrumento de masticacióndeglución del que otro oprimiría el botón de arranque y deten­ ción, o alternativamente, reducir a silencio la actividad de pen­ samiento, que permite tener al concepto de devenir (él tiempo en que uno estará obeso), prever el afecto que entonces acompañaría al rechazo materno, evaluar el precio que uno pa­ garía por, satisfacer una necesidad o por no sobreponerse a una repulsión. Pero este dilema «cuerpo o pensamiento» invita también a otra lectura: la supuesta trasformación defínitiva.del cuerpo en una máquina programada por otro supondría que uno pudiera excluir a ese «delegado» que el cuerpo envía a la psique, para que esta, informada de sus necesidades, las trasforme en una representación pulsional que metabolice la necesidad del cuer­ po en necesidad libidinal. La ausencia de ese delegado traería consigo la exclusión de toda representación del afecto, es decir de toda fantasmatización que tomara en préstamo sus materia­ les de la imagen de cosa corporal. Ahora bien, a falta de esos materiales, simplemente no habría fantasma; sería entonces un funcionamiento mental en que sólo tendrían sitio construc­ ciones ideicas cuya carga afectiva dependería exclusivamente del juido que sobre ellas pronundara el que las oye y a quien están dirigidas. Si uno pudiera imaginar un sujeto que fimdonara de este modo, es evidente que no tendría representadón alguna que reprimir: sólo poseería pensamientos verdaderos y forzosos, porque así se lo aseveraran, y que por eso investiría, o pensamientos que serían decretados «crimen por el pensa­ miento» , que te condenarían a m uerte y que el sujeto en el acto repudiaría. Repudio que no implica un mecanismo de repre­ sión, sino la inversión instantánea de su significadón y de su estatuto. Una vez operada esta inversión, el mismo pensa­ miento investido un instante antes se convierte ipso facto en objeto de repulsión, objeto de odio, de rechazo, que contribui­ rá a asegurar el investimiento del que lo ha seguido y que ha impuesto ese estatuto al precedente. E l mecanismo de la represión es remplazado por un mecanis­ mo de sobre-investimiento-rechazo de un pensamiento. El re­ tom o del pensamiento rechazado sigue siendo posible y debe seguir siéndolo porque, lejos de poner en peligro las prohibidones a respetar, las refuerza: el recuerdo de lo «rechazado» sirve de onidón al sujeto no sólo de haber corrido riesgo m ortal pensando ese pensamiento, sino de que está sobreseído sólo provisionalmente por haberlo-pensado. Por eso deda que,

contrariamente a lo que sucede en caso de retom o de lo repri­ mido, el retorno del pensamiento rechazado está al servicio de los que deciden sobre la prohibición o el permiso; o por mejor decir, sobre.lo forzoso en el registro del pensamiento. Pero se tiene que respetar una condición: el recuerdo. de este pensamiento debe ir unido al olvido total por el sujeto del éstátuto de verdad que el Poder le había acordado en el momento en que él, el Poder, lo había hecho suyo. El «pensamiento» debe volver como un enunciado desde siempre condenado por el Poder y ausente de su discurso: «pensamiento enemigo» que ha hecho efracdón en tu espíritu, no se sabe en virtud de qué maleficio de la fortuna. £1 crimen más grande sería en efecto atreverse a creer que el Partido habría podido equivocarse, que la sombra del error habría podido deslizarse en sus pre­ visiones. De ahí la dificultad de la tarea que incumbe al legislador: no sólo imponer al sujeto que piense sólo lo «forzoso», sino hacerle olvidar que fue él, el legislador, quien ayer lo había forzado a pensar lo que hoy debe devenir impensable. E n este punto nos aproximamos al mecanismo de la repre­ sión: si él pensamiento prohibido se puede preservar como prueba del «crimen por el pensamiento» que uno ha cometido y que siempre podría cometer, como marca de infamia que puede trasform ar a todo pensamiento en un objeto de horror, es me­ nester, a la inversa, que la representadón del momento en que había sido enunciado por el propio legislador supremo sea eli­ minada. ¿Podemos decir reprimida? Sí, a condidón de invocar un mecanismo de represión que destruyera a la representadón, la quemara, no dejara subsistir huella alguna, en ningún lúgar de la psique, excluyendo de ese modo todo riesgo de que pu­ diera retom ar. E ste es el objetivo que se propone alcanzar el mecanismo del «doblepensar», que Winston Smith describe de la siguiente manera: •O lvidar todo lo que era necesario olvidar, después volver a traerlo a la m em oria en el momento preciso, y después repen­ tinam ente olvidarlo de nuevo, y sobre todo, aplicar idéntico proceso al proceso m ismo; este era el refinam iento últim o: candentem ente inducir inconciencia, y después, a su tum o,, volverse inconciente del acto de hipnosis que acababas de eje­ cutar. A u n comprender la palabra “doblepensarf>suponía el empleo de doblepensar». [1984, págs. 32-3.]

E s evidente que un mecanismo así sólo puede ser logrado si se impone a la totalidad de los sujetos: el olvido debe Ber gene­ ral; de nada valdría que un sujeto olvidara si otro pudiera apor­ tadle las pruebas de la existencia pasada de su «olvidado». De ahí la tarea que compete al «Departamento de Archivos», del que Winston es uno de los funcionarios. He aquí su descripción: «Este proceso de alteración continua se aplicaba no sólo a periódicos, sino a libros, revistas, panfletos, carteles anuncia­ dores, prospectos, film es, discos fonográficos, historietas, fo ­ tografías: a todo tipo de literatura o documentación imagina­ ble a que se pudiera atribuir alguna significación política o ideológica. D ía por día, y casi m inuto a m inuto, el pasado era puesto al día. De esta m anera, para cualquier predicción que el P artido hubiera hecho, se podían aducir pruebas documen­ tales que probaran su corrección; por otra parte, no se perm i­ tía que quedaran registradas noticias o expresiones cuales­ quiera de opinión que entraran en conflicto con las necesida­ des del m om ento. Toda la historia era u n palim psesto del que se rem ovían ¿as capas sobreimpuestas o que se volvía a reins­ cribir tantas veces cuantas fu era necesario. E n ningún caso habría sido posible, una vez consumada la hazaña, compro­ bar la existencia de una falsificación». [1984, págs. 36-7.] Aunque el trabajo de Winston consiste justamente en ope­ r a r esta falsificación de la falsificación —como la podríamos llamar—, a causa del brillo de esos «cuadros» que no ha conse­ guido «evaporar», en el sentido que el nuevohablar da a este térm ino,4 no puede abstenerse, aun conociendo el riesgo que corre, de reflexionar por momentos sobre el objetivo de esta obra de falsificación. «Lo espantoso, reflexionó W inston, era que todo podía ser verdad. S i el Partido podía alargar su mano hasta el pasado y decir, de este o aquel suceso, que nunca había acontecido, eso •\ con seguridad era m ás terrorífico que la mera tortura y la m uerte. ( . . . ) “Quien controla el pasado — rezaba el slogan 4 E vaporar no es simplemente m atar a un sujeto culpable de «crimen por el pensamiento» ni encerrarlo en un goulág perfeccionado, sino trásformarlo en un «noser» (en una Bola palabra), concepto que designa un vacío no pensable. ¡Si Philippe hubiese leído 198i , puede que hubiera remplazado el término autólisis por este de evaporación!

del Partido— controla el futuro: quien controla el, presente controla el pasada”. Y no obstante, el pasado, aunque altera­ ble por su m ism a naturaleza, nunca había sido alterado. To­ do cuanto era verdadero ahora, era verdadero desde la etem idad' y para toda la eternidad. ( . . . ) Lo llam aban “Controldé la Realidad”; ennuevóhablar, “doblepensar”». \198i, pág. 32.] Pero ¿cómo se lleva a cabo, en el seno del Departamento de Archivos, esta construcción de una historia verdadera de una eternidad a otra, de un infinito a otro? Merced al dispositivo de los agujeros de memoria. «Cuando uno sabía que un documento estaba destinado a la destrucción, o aun cuando uno veía una tira de papel inservi­ ble en las proxim idades, era una acción autom ática levantar la tapa del agujero de mem oria m ás cercano y arrojarlo den­ tro, tras lo cual sería arrastrado por una corriente de aire caliente hasta los enormes hornos que estaban escondidos en algún lugar de los sótanos del edificio». [198Í, pág. 35.] Pensamiento doble, agujero dé memoria, evaporación, po­ der de adivinar cuál es la «peor cosa» para cada psique: el con­ junto de esos medios no sería suficiente para realizar el modelo social que qúiere el Partido si este no hubiera conseguido im­ poner a los ciudadanos del Ingsoc la creencia absoluta en la existencia a-temporal de Big Brother [Hermano Grande]. Big B rother es el inventor único del Ingsoc. Jefe carismático si los hay, es el único que conoce y que decide las condiciones cuyo respeto es necesario para que se preserve semejante organiza­ ción social. Jefe carismático que empero tiene una caracterís­ tica particular: ninguno de sus súbditos lo ha visto en carne y hueso. E s una imagen —y sobre todo una mirada— reflejada al infinito, que recubre las paredes de la ciudad, como las inte­ riores de los departamentos; es la voz que la telepantalla difunde, el nombre que se invoca al comienzo y al final de todo párrafo, tra te el discurso de la vida sodal o de la vida privada. P o r lo demás, el término vida privada es un anacronismo que el nuevohablar hará desaparecer. ¿Por qué Big Brother debe seguir formando parte del mundo de los vivos? ¿Por qué no puede, a imagen de los dioses, residir en un Olimpo, lo que probaría su esencia divina, su pertenencia a un más allá de lo humano? La explicación que da Orwell tiene un indiscutible alcance clínico: muestra bago qué condición la voz del represen­

tante encamado del primer Otro (expresión que tomo de Lacan) puede ejercer sobre el pensamiento infantil ese abuso de dominación y de poder que acabará en su esclavizamiénto. M ientras el que se arroga el derecho exclusivo de legislar so­ bre la verdad y el «crimen por el pensamiento», sobre el bien y el mal, permanezca con vida, nada ni nadie podrá asegurar al sujeto que su sumisión, su fe en lo que decreta la voz es condi­ ción suficiente para garantizarle que Big Brother lo seguirá considerando uno de los suyos. Como ya señalé, debe perma­ necer omnipresente la duda sobre el juicio que el sujeto hace acerca de su propio pensamiento. Porque Big Brother puede siempre, en el momento que sigue, decir una cosa diferente y obligarte a que te descubras en el lugar del herético, del trai­ dor, bien a tu pesar, y aun contra tu propio deseo. Su «estado de viviente» es necesario para mutilar al ciudadano de toda confianza en la verdad de su pensamiento, de toda confianza en sus juicios, de toda confianza en un campo semántico en que cualquier término puede designar en cualquier instante, y de la m anera más imprevista, una significación antinómica. Si na­ die ha visto in vivo a Big Brother, nadie se puede plantear la cuestión de su posible muerte: este «crimen por el pensamien­ to» se ha vuelto simplemente no pensable, «la idea» ha dejado de form ar parte del capital ideico de los sujetos .5 E n un artículo dedicado a Orwell, publicado en el número 12 de L ’A n e, Marc Strauss describe a Big Brother como la réplica del superyó freudiano, «instancias de observación a las que nada escapa, lugares de exigencia absoluta». No parece discu­ tible qiie Big Brother ilustra la proyección al espacio exterior de un superyó tan poderoso cuanto perseguidor. Pero lo que m erece una atención particular es el poder que ejerce esta ins­ tancia, el Partido para alcanzar sus fines, sobre la represión. E s tá en el poder de Big Brother, y sólo en su poder, decidir qué.debe ser reprim ido. Ahora bien, como ya vimos, esto «re­ primido» tiene un carácter particularísimo: no hay clausura po­ sible del mecanismo de represión. El pasaje que cité, en que W inston describe la función que compete al «Departamento de Archivos», no puede ser más esclarecedor. E sta no-clausura de la represión explica por qué la instancia represora es y debe seguir siendo viviente y exterior: el sujeto interioriza un «me­ canismo», pero es otro el que decide sobre el objeto a que se debe aplicar. E l sujeto, por su-parte, está en la imposibilidad 6 Más adelante veremos que otra razón explica esta exclusión.

absoluta de prever lo «no-pensable» que puede surgir en el minuto siguiente. El sujeto entonces está enfrentado a dos conminaciones complementarias: destruir para siempre un fragmento de su propio conocimiento, de su propio pensamiento (Winston por fuerza debió leerr porque a ello lo obliga su trabajo, el pensa-' miento que debe destruir), pero esta destrucción primera sólo puede alcanzar su objetivo si el sujeto consigue destruir con­ juntam ente la representación del acto por el cual ha producido esa destrucción. Por eso, como lo dice tan certeramente Orwell, un mecanismo de autodestrucción (de un pensamiento y de un acto) se deberá aplicar al propio mecanismo. Antes de abandonar el funcionamiento psíquico descripto en 1984 para abordar el descripto por Freud, oigamos a Orwell darnos su definición de los objetivos que quieren alcanzar el nuevohablar y sus lingüistas. Su elucidación de las consecuen­ cias de esa duda impuesta, sm desmayo, al juicio que el sujeto pudiera formular sobre su pensamiento y sobre su sensorialidad (acerca de esto hay una parrafada de O’Brien que es pa­ radigmática) es apta para recordamos a qué cataclismo de la actividad de pensamiento intenta escapar el sujeto cuando re ­ curre al delirio y a b u s certidumbres. E s cuanto puede oponer a un discurso que lo ha desposeído de toda confianza en sus propias producciones psíquicas, de toda confianza en lo que pu­ diera conocer sobr.e un sufrimiento soportado por su cuerpo y por su pensamiento, sufrimiento que se ha pretendido no ver o que se ha llegado a decretar inexistente por a-razonable. He aquí las impresiones de Winston ante el discurso de uno de los personajes: «Ligeramente horrible era que en la corriente de sonidos que se derram aban de su boca resultaba casi imposible distin­ g u ir una sola palabra. ( . . . ) M ientras miraba ese rostro sin ojos, con la m andíbula que se m ovía rápidamente arriba y abajo, W inston tuvo la curiosa sensación de que ese no era un ser hum ano real, sino una especie de m aniquí. No era el cere­ bro del hombre lo que hablaba, sino su laringe. L a sustancia que salía de él consistía en palabras, pero no era habla en el sentido genuino: era u n ruido proferido con inconcienda, co­ m o el cuac-cuac de u n pato». [1984, pág. 48.] Al oír esa voz Winston descubre, con espanto, la nueva jerar­ quía que-se ha conseguido establecer entre el pensamiento co-

mo función cerebral y el discurso como función de la laringe. Se tra ta de obligar al sujeto a aprender de manera automática, a memorizar fragmentos de discurso, y conseguir, por un méto­ do de condicionamiento, que se establezca un reflejo entré cierta situación objetiva y el fragmento de discurso que «la habla» y «la ha hablado» mucho antes que se presentara. E n cuanto a las motivaciones de los creadores del nuevohablar, Orwell define así sus propósitos: «Pero además de la supresión de palabras claramente heré­ ticas, la reducción del vocabulario se consideraba u n fin en si m ism o, y no se dejaba subsistir ninguna palabra de la que fu e ra posible prescindir. E l nuevokablar no se proponía ex­ tender, sino disminuir el alcance del pensamiento, y a ese ob­ jetivo concurría indirectam ente el hecho de reducir al m ínim o la elección de palabras». [198¿, pág. 247.] También aquí, entre los objetivos evidentes que persigue el nuevohablar, esa lengua reseca perfeccionada al extremo, hay uno que nos rem ite a la represión: en esta lengua ya no existirá térm ino alguno susceptible de hablar u n afecto que la instancia represora juzgara prohibido. E ntre los contenidos del ello y el . espacio del pensamiento se vuelve imposible todo puente, todo lazo: o pensar, o soñar, o vivir sin sueños y sin fantasmas, o m orir pensando y fantaseando. No hay otra alternativa. El nuevohablar acude a reforzar la acción de la instancia: re­ presora: la guarda del peligro de que no obstante su poder, aunque fuera una sola representación reprimida, hubiera podi­ do preservarse dentro del espacio del inconciente. Por falta de palabras, esta representación será condenada a permanecer definitivamente excluida del espacio del yo, y el yo quedará desprovisto de todo poder de metaboüzación sobre ella. P or eso buena parte de las palabras del nuevohablar no tie­ nen por función expresar ideas, sino destruirlas. Destruir pa­ labras y despojar de toda dimensión metafórica a las que que­ dan, pero sobre todo tra tar de hacer salir de la laringe «eí len­ guaje articulado sin que en nada participen los centros m ás elevados del cerebro». Lo que también hace posible que ciertas palabras tengan dos sentidos opuestos, como «patohablar», que en nuevohablar significa «hacer cuac-cuac como un pato». «A plicada a u n oponente, es insulto; aplicada a alguien con quien estás de acuerdo, es elogio». [1984, pág. 48.] El propó­ sito último del nuevohablar es producir una programación del

pensamiento, que haga inútil toda verificación, todo control, toda amenaza: semejante máquina de pensar sólo podría pro­ porcionar informaciones pre-decididas por el creadofUé éstsT psique-robot, «al menos —podemos agregar con Orwell— en la medida, en que él pensam iento de/pende de las palabras». Por fortuna, Orwell, Winston, Philippe y tantos otros están ahí para probamos que, cualquiera que sea la mutilación im­ puesta al diccionario, el sujeto siempre conservará la capaci­ dad de reinventar una parte de las palabras faltantes, aun a riesgo de su muerte, de crear neologismos, en otros casos, o de acordar un estatuto de recuerdo, como lo hace Odette, a los trabajos que retom an en su cuerpo y en su psique. Pasemos ahora a las analogías que se pueden establecer en­ tre las concepciones de Orwell y lo que nos enseña el mecanis­ mo de la represión en la psicosis.

La «mejor» de las represiones A mi ve.z recurriré a una suerte de ficción para repasar cier­ tos caracteres propios de la represión, fiiera del registro de la psicosis. Supondré la acción .de una instancia represora que haya alcanzado su propósito sin pecar por exceso ni por defec­ to, propósito que entonces revelaría estar al exclusivo servicio del funcionamiento ideico y libidinal del yo. En esta perspecti­ va ideal, se puede definir de este modo la tendencia de la re­ presión: excluir del espacio del yo ciertas representaciones pulsionales cuya realización es incompatible con exigencias cul­ turales que no se pueden trasgredir, y con posiciones identifícatorias que son las únicas capaces de permitir al yo realizar una parte de sus deseos, de sus demandas, de sus designios. Me refiero, nótese bien, a la represión secundaria, y también es evidente el carácter voluntariamente sumario de mi repaso. Si prosigo mi ficción y postulo la presencia de exigencias cul­ turales no tributarias del poder que rige el campo social, puedo conjeturar que imponen dos diktats: а .\La prohibición del incesto, y б. la prohibición del asesinato, salvo en los casos en que la ley lo institucionaliza. P ara consolamos de la lectura de Orwell, supongamos que el sujeto adviene a una sociedad como la indicada. La represión

secundaria —y en este punto abandonamos la ficción para en­ tra r en la realidad psíquica— no es un mecanismo presénte desde el comienzo: acompaña al trabajo de puesta en pensa­ miento de las representaciones pulsionales, y es su corolario; toma a su cargo la represión de algunas puestas en escena fantasmáticas cuya realización es incompatible con la posición identificatoria que se propone-impone al yo en el trayecto por él seguido. Pero el trabajo de la instancia represora no se pue­ de producir, menos todavía lograr, en ausencia de dos aportes exteriores: las interdicciones pronunciadas por una instancia parental que se hace en esto «portavoz» de las exigencias cul­ turales, y en mayor medida el hecho de que esas prohibiciones recaen sobre lo que ya debe formar parte de lo reprimido de los padres, los deseos a que renunciaron en un lejano pasado y que ya no tienen sitio en la formulación de sus'deseos actuales. Por esa razón yo había insistido en la importancia que en nuestro funcionamiento psíquico tiene la trasmisión de algo reprimido de sujeto a sujeto. Esto autoriza al analista a considerar la función represora un invariante trascultural. Toda cultura se basa en determinadas prohibiciones que ella debe respetar y que deben ser interiorizadas si no por la totalidad, al menos por la mayoría de los sujetos. Pero volvamos al niño, a la anticipación que el discurso pa­ rental debe ejercer sobre lo que el niño habrá de reprimir, y sobre la separación que se tendrá que instalar entre espacio de pensamiento y espacio de lo reprimido. En el capítulo anterior, definí repetitivam ente la demanda como la forma y la formula­ ción de la parte del deseo inconciente de que el yo se puede apropiar y que puede metabolizar para sus fines. Esto presu­ pone, como lo m uestra a contrario la historia de Philippe, que el yo ha conservado la posibilidad de metabolizar una repre­ sentación fantasmática en una representación racional que enfrenta un demandador con un destinatario. De ahí la analogía, por mí propuesta, entre la relación pulsión-necesidad y la rela­ ción demanda-deseo inconciente: el apuntalamiento de la de­ manda en el vector del deseo inconciente permite a este «enviar su delegado» al yo. E n contrapartida, el yo tratará de modifi­ car los designios de ese deseo, de ofrecerle metas que no pon­ gan en peligro relaciones de amor, soportes de investimiento que es su obligación preservar. Comprender cómo se establece ese compromiso sólo es posi­ ble si uno tiene en cuenta el carácter que se supone especifica a los primeros destinatarios de las demandas infantiles: sujetos

en quienes lo reprimido ya se ha instalado. Reprimido que les perm ite oír las demandas del niño, responder a ellas, pero tam­ bién ignorar o. permanecer sordos para la dimensión sexual que signa esas demandas. Merced a lo cual la respuesta parentai anticipa e induce una represión que todavía no se ha produ­ cido en el hijo, pero que esa respuesta desencadenará. Si uno compaginara la totalidad de las respuestas dadas por los pa­ dres a las demandas libidinales del hijo, se vería frente a un discurso en que está presente desde el comienzo la trasformación de las significaciones que el niño habrá de operar en el tiempo que va de Ti a T2. El lenguaje de la pasión (se trate de una pasión amorosa o del odio que uno puede experimentar hacia el rival, padre o madre) será sustituido por una historia que habla de ternura, de protección, y en la que el conflicto existe, desde luego, pero ahora atañe solamente a lo que sepa­ ra a dos proyectos identificatorios, sin que esto lleve consigo el deseo de destruir á uno de los defensores del proyecto. Por la vía de apropiarse poco a poco de las significaciones que ese otro lenguaje vehiculiza, el niño instalará una «versión estabi­ lizada» de su propia historia infantil tal como ella se debe con­ cluir: los párrafos que no pudieron plegarse a esa sustitudóntrasformación irán a ocupar un sitio en lo reprimido, que el velo de la amnesia oculta a la mirada del sujeto. Versión esta-* bilizada, pero también versión abierta, cuyos párrafos podrán ser modificados indefinidamente, a condición de que el histo­ riador respete esas dos prohibiciones mayores que son el in­ cesto y el asesinato. Pero para que ese respeto se preserve sin llegar a abolir en el discurso fiituro toda formuladón de un deseo sexual y toda formulación de un sentimiento de odio (creo que el derecho al odio es tan necesario como el derecho al amor), es m enester que las prohibiciones vehieulizadas por el discurso parental respeten esos dos derechos futuros acorda­ dos al hijo. E s m enester también que este haya interiorizado el «deber» de no olvidar que, aun en el futuro, únicamente obje­ tos nuevos, situadones nuevas podrán autorizarlo a ejercerlos. Se puedé agregar que si el discurso de los padres deja poco a poco entrever al hijo el papel del goce en la reladón parental, los que mantienen ese discurso son objeto de la suposición de haber investido el acto sexuai que llevó a su venida al mundo, como un acto de filia ció n que ya no atañe al hijo incestuoso. Parece que esta versión parental sirve al hijo como esbozo de la suya propia. Esbozo necesario, sin el cual corre fuerte ries­ go, como cierto Presidente, de verse enfrentado a una cons-

tracción a la cuarta, a la sexta, a la segunda, tan frágil como absurda. E l trabajo de represión impuesto al hijo por las instancias parentales lleva el designio de resguardarlas, hasta donde es posible, del retorno de su propio reprimido: entre las dos ins­ tancias represoras hay una relación de complementariedad, puesto que comparten sus designios. La prohibición que pesa sobre el objeto del deseo incestuoso, que repite la prohibición que pesó sobre el objeto incestuoso parental, permite al hijo, como a los padres, preservarse, eri el futuro para el primero, en el presente para los segundos, objetos lícitos, y en la misma medida preservar entre ellos una relación de investimiento. No he de tra ta r aquí del papel que toca al trabajo de la subli­ mación en esta trasformación relacional, sublimación que proporcionalmente reducirá la tarea que compete a la instancia represora. Al comienzo de este párrafo recordé que me situaba en una perspectiva utópica en que la represión, no pecaría ni por exceso ni por defecto y no tendría otro propósito que favo­ recer el funcionamiento narcisista y sexual del yo. Perspectiva utópica porque presupondría en primer término un campo social resguardado de la «violencia secundaria» que se apuntaíá en las exigencias metapsicológicas (o en la violencia primaria) pa­ ra imponer sus propios objetivos en detrimento del sujeto; pero utópica también porque mi descripción supone un funcio­ namiento de la psique parental al resguardo de todo retom o de lo reprimido. Si uno abandona la utopía por la realidad, com­ prueba que, mientras se está fuera del registro de la psicosis, y por razones diversas según la historia de los sujetos, la repre­ sión pecará siempre por exceso (es el caso más frecuente) o por defecto. No obstante, se puede adelantar este enunciado: si el sujeto se ha podido ahorrar el recurso a defensas psicóticas es porque ha podido respetar cierto número de condiciones y en­ contrar otras en el medio parental. Las resumo como sigue: 1. E l yo no puede dar sitio en su propio espacio de pensa­ miento a enunciados cuya contrapartida identiñcatoria enfren­ tara al que ha dejado de ser un niño pequeño con una repre­ sentación del enunciante, que él rehúsa. Representación, se debe agregar, que él rehúsa no sólo porque está prohibida, sino porque réconoce que le prohibiría placeres y deseos lícitos; 2. Noestáenelpoderdelyoinfantilhallar, antes de un tiempo de latencia, nuevos destinatarios a los que demandar que com­ partan un deseo del que es parte integrante la dimensión sexua-

lizada. No está en su poder trasgredir la prohibición una vez que sabe que, haciéndolo, corre el riesgo de que sus demandas de amor, deprotecdón, de valorización narcisista, ellas sí legítimas, ya no encuentren destinatario. La interiorización de la prohibi­ ción debe o debiera tener como contrapartida una prima narci­ sista que incluya el derecho al deseo y el derecho a ocupar una función parental en el proyecto identificatorio de que el hijo se apropia, y que inviste. 3. El yo parental, merced a una represión ya producida, igno­ ra las aspiraciones pulsionales que expresan las declaraciones de amor del yo infantil. La prohibición no debe recaer sobre el enunciado de ese amor, sino sobre las manifestaciones de un placer pulsional y de una procura de ese placer cuya significación erótica ya no puede escapar al prohibidor. Ver-mostrar su sexo, ver-tocar el pecho de la madre, la masturbación misma no son prohibidos al hijo sino desde el momento en que este muestra que tiene conocimiento de la dimensión erótica del placer que esos gestos le proporcionan. Uno ve aquí también que lá prohibición está al servicio de la represión parental: prohibiendo la expre­ sión del placer autoerótico, el prohibidor se resguarda de algo «visto» que amenazaría recordarle representaciones reprimi­ das de su propio deseo infantil. El acto se vuelve prohibido desde que su significación amenazaría llevar al hijo y al proge­ nitor al descubrimiento del deseo y del fantasma incestuosos que lo subtienden. Interrum po aquí este breve repaso de la represión secunda­ ria fuera del registro de la psicosis. Quiero destacar el carácter que la diferencia esencialmente del mecanismo que encontra­ remos en la psicosis: la complementariedad y la alianza presen­ tes entre lo ya-reprimido por el progenitor y lo que se consti­ tuirá como reprimido en el hijo, la función recíproca que cum­ plen padres e hijo en la exclusión del campo de sus respectivas demandas de todo enunciado que demandara del otro trasgre­ dir y realizar lo prohibido.

2. El peor de los mundos

Vimos ya por qué la omnipresenda de un estado de duda só­ lo se puede preservar si Big Brother sigue vivo para sus súbdi­ tos. Pero existe una segunda razón, igualmente determinante. Si por algún motivo uno debiera cambiar el titulo del libro de Orwell, podría parafrasear el de una obra de paredda inspira­ ción, dada a la luz unos treinta años antes, y titularlo «El peor de los mundos». Huxley, en E l m ejor de los m undos, nos pro­ pone, también él, el cuadro de una sodedad totalmente aliena­ da y conforme al modelo de fundonamiento propuesto por el «Ser Supremo». Pero la analogía no se puede llevar mucho más lejos. El mejor de los mundos se especifica por el estado de felicidad forzosa y constante, impuesto a la totalidad de sus habitantes. Desde el estadio embrionario, son programados de m anera que sean enteramente felices con el puesto y la fundón que se les impone. Y si se produjera el menor desarreglo en la aplicación del programa, bastaría la absordón del «soma» , dro­ ga que tiene la rara ventaja de producir sólo efectos positivos, para volver a sumergir al sujeto en su estado de placer. En este mundo no hace falta reducir las palabras del dicdonario para hacer no pensable el concepto de «conflicto»; su organiza­ ción es tal, que se ha conseguido elim inar todo lo que pudiera ser fuente de conflicto en el registro identificatorio y en el re­ gistro sexual. Y como el sujeto no puede tener conocimiento alguno de la programación que ha sufrido, no puede sino vivir en estado de beatitud la existencia que se le ofrece-impone. Por eso Ford, el «Ser Supremo», inventor de ese mundo, no tiene necesidad de permanecer vivo; sus «es» bastan: el buen fundamento de sus órdenes está confirmado por el placer a-conflictual que inunda al sujeto. Desde luego que también aquí aparecen algunos resistentes, algunos erro­ res en el condidonami’e nto. . . Pero el peligro es ínfimo, al pun­ to que no hace falta recuirir a la «evaporadón»; basta con el exilio en algunas islas remotas. Y verdaderamente, una vez aceptado el postulado inicial, la programadón del embrión, no se advierte la razón por la cual estos sujetos pudieran entrar

en conflicto con el orden establecido, la razón que los moviera a no investir con entusiasmo este mundo en que habitan. Muy diferentes son las cosas para los súbditos del Ingsoc: su mundo es «sucio», «gris», «lleno de los vestigios y las •minas de los cataclism os pasados»; la delación, el riesgo de ser evaporado son constantes, falta la mayor parte de los bienes de consumo, el «sexocrimen» convierte al placer sexual en el riesgo supremo. Las únicas satisfacciones permitidas e impuestas por el Parti­ do son las «sesiones de odio», comunes y obligatorias, la posibi­ lidad de asistir al ahorcamiento de los traidores, el poder de delación y por lo tanto de m uerte acordado a los hijos contra sus padres. Ni esos escapes ofrecidos al odio y a las pulsiones agresivas exclusivamente, ni el estado de terror instituido, al­ canzan para explicar la relación de los súbditos con Big Bro­ ther. Podrían justificar su no-rebelión contra él, pero no el in­ vestimiento y la idealización de que goza. Tampoco lo que pre­ tende O’Brien sobre la inmortalidad del Partido y la poca im­ portancia que por eso tiene la m uerte de una gran parte de sus alcanza para explicar esta relación y esta idealiza­ ción. El odio, la delación, el terror, consolidan, refuerzan la moti­ vación esencial de la relación del sujeto con la omnipotente Ins­ tancia Represora: porque Big Brother lo amenaza con un cata­ clism o que ya se ha producido, el sujeto puede creer que es en su futuro donde corre el riesgo de encontrar lo que, en reali­ dad, ya se realizó en su pasado lejano. Merced a la vigilancia sin falta de la Instancia Represora, «minuto a minuto» se reprimirán todo recuerdo, toda huella que pudiera revelar al sujeto que su psique, si no su cuerpo, ya ha sido evaporada; que psíquicamente él es un «noser». Big Brother garantiza al sujeto la ilusión de la existencia de un espacio de pensamiento. Porque se le asegura que puede cometer un «crimen por el pensamiento», el sujeto se puede convencer de que piensa. Porque se lo amenaza con su «evapo­ ración», puede ignorar que la pulsión de muerte ya ha alcanza­ do una parte de sus metas en el registro de sus pensamientos y de sus representaciones relaciónales. Aquí tenemos uri primer punto de comparación entre el funcionamiento psíquico descripto por Orwell y el que encontramos en la psicosis. Desde luego que ningún progenitor, por caricaturescamente que se lo imagine, ningún sujeto, aunque se llame Stalin o Hitjer, podría adquirir y ejercer el omnipoder de Big Brother. La distancia que los separa es exactamente acorde con la que nos permite

diferenciar el personaje imaginado por Orwell del personaje que el psicótico proyecta en la realidad bajo la forma del per­ seguidor. He ahí dos creaciones de la psique humana, no idén­ ticas pero muy afines. En el mundo de Orwell, el cataclismo ha destruido lo que Winston ve aparecer en sueños como el «País Dorado»; ha destruido también una relación con la madre, y por eso una relación con los demás, en que los conceptos de dolor, de confianza, de don, aún tuvieran sentido. En el mundo de la psicosis, el «cataclismo» de igual modo ha destruido una forma relacional. En un texto publicado con el título de «Condamné á investir» [Condenado a investir], yo escribía que todo triunfo de la pulsión de muerte se manifestará en un «aguje­ ro», una «nada» en el conjunto de los objetos que constituían el capital representativo del sujeto y en el conjunto de los sopor­ tes de que podía disponer su capital libidinal. El desinvesti­ miento producido por Tánatos ha «evaporado» la representa­ ción del objeto porque ha «evaporado» una representación relaciorial: una parte de la energía libidinal ha sido consumida, perdida para siempre por autocombustión. Todo objeto, todo soporte que supusieran el retorno de una misma relación de investimiento quedan desposeídos del poder de imantar en su favor la parte de libido que habría debido permanecer en busca de objeto y, durante el tiempo de la espera, ser recuperada y atesorada por el invistiente mismo. Si en el registro de la neu­ rosis el sufrimiento acompaña al riesgo de perder un objeto todavía investido, en la psicosis el sufrimiento es la consecuen­ cia de una mutilación, de una pérdida que uno ya ha padecido. Nada queda de ese cataclismo, como no sea un sufrimiento que se podría comparar al que experimentaría un mutilado que, empero, no pudiera tener representación alguna de su «miem­ bro fantasma». A este sufrimiento, último vestigio y testigo de la no-muerte de su vida psíquica, el sujeto intentará hacerlo razonable imputándolo a un perseguidor que lo amenazaría constantem ente con mutilarle ese miembro del cual, en reali­ dad, ya ha sido desposeído. Mucho antes que Philippe encuen­ tre en el légano Perú un pecho de piedra cuya ingestión le deve­ la la «desintegración» padecida por sus pensamientos, ha en­ contrado en un lejano,pasado otro pecho de piedra y otro develamiento: el que obligó a su psique a reconocer su propia impo­ sibilidad de atíto-engendrar el objeto aportando un placer ne­ cesario y, de ese modo, descubrir la impotencia del deseo ma­ terno para preservarla de ese riesgo. De igual modo no tuvo qüe aguardar a la experiencia del coma para saber que el cuer­

po puede vivir al tiempo que la psique no siente más que frío, y que sucede que uno nazca o que uno renazca a la vida cuando la que te ha procreado ve en ti el testigo culpabilizador de su trasgresión del pacto firmado con Tánatos. El perseguidor, co­ mo Big Brother, permite al sujeto proyectar en un presentefuturo una catástrofe psíquica ya padecida y, conjuntamente, le prohíbe «pensar» en qué tiempo, en qué lugar, por qué razo­ nes la ha padecido. El «Departamento de Archivos» realizará esta doble tarea merced a su falsificación continua de los ar­ chivos. En ausencia de ese «Departamento», el discurso paren­ tal puede alcanzar el mismo objetivo desposeyendo al sujeto de toda posibilidad de conocer ese comienzo de una historia, que coincide con el tiempo de la catástrofe. «El que es dueño del pasado es dueño del presente» era uno de los slogans del «Par­ tido». «El que borra el comienzo de una historia tiene el poder de borrar definitivamente las palabras que son indispensables para reescribirla»: este podría ser el slogan-veredicto que oye el psicótico. Paso al segundo mecanismo de la metafísica de Orwell, igualmente «anticipador».

Los agujeros de memoria y la instancia represora Habría podido reproducir palabra por palabra lo que Orwell escribe sobre los «agujeros de memoria»1 en que' se arrojan los documentos que serán quemados en hornos de los que nadie conoce ni su ubicación ni su aspecto, para describir ese desin­ vestimiento de la representación, obra de las pulsiones de m uerte. Si los «agujeros de memoria» permiten aí poder decidir de los blancos que es preciso ofrecer a Tánatos para que sean defi­ nitivam ente destruidos, y con ellos toda huella del acto de des­ trucción, ¿para qué sirven los «agujeros de memoria» donde el psicótico deberá arrojar los documentos concernientes a su his­ toria? He propuesto la tesis de que la represión, fu era del re­ gistro de la psicosis, está al servicio de la preservación de algo ya-reprimido en la madre. E n el registro de la psicosis, la represión tiende a hacer im­ posible él develam iento de algo no-reprimido presente y ac­ tuante en la psique materna. La madre, como instancia repre­ 1 Cf. el pasaje dtado al comienzo del capítulo.

sora, prohibirá al hijo todo pensamiento, toda significación, to­ da interpretación que pusiera en palabras eso no-reprimido. E n consecuencia no se puede producir, en este caso, una alian­ za positiva, estructurante, entre la acción represora llevada a cabo por el progenitor y la acción represora de que debiera apropiarse el yo. E n la psicosis lo reprimido es decidido por otro y responde a una orden totalmente arbitraria. La madre no puede ni reprim ir ciertas motivaciones inconcientes que ha­ brían debido serlo, ni actuarlas totalmente y a cielo abierto sin poner en peligro su propia vida psíquica o física, y la del hijo. Le queda la solución coja de ofrecerles una satisfacción parcial, tratando de insertarlas en un comportamiento que, en nombre de la educación, de la religión o de cualquier otra ideología, las traducirá en actos pero lim itando su alcance. Sin embargo, todavía hace falta que el hijo acepte su interpretación, su signi­ ficación del «acto», y que no atine a darle una respuesta que le pudiera develar (a la madre) lo que le debe permanecer oculto acerca del papel de las pulsiones de muerte en su actuar, en sus pensamientos, en su relación.con lo vivo. E n el registro de lo prohibido se asiste a una separación en­ tre el acto y el enunciado, opuesta a la que se observa en la neurosis. Que el hijo coma, y aun que se atiborre; que duerma, llore, o aun se entregue a actividades autoeróticas será tolera­ do por la madre a condición de que ello ocurra en silencio, a condición de que ningún enunciado infantil llegue a expresar a qué intuición del deseo materno dan en responder esos actos. Si esta fórmula «está prohibido desear lo prohibido» resume la conminación de la instancia represora en el registro de la neu­ rosis, fórmula que supone un primer tiempo en que la formu­ lación de ese deseo se produjo en la expresión de las demandas infantiles, en la psicosis la conminación se podría traducir en un «está prohibido pensar lo prohibido». En el «nuevoháblar» m aterno están excluidos los términos que pudieran permitir, a la m adre y al hyo, establecer una relación entre el trabajo somato-psíquico del hijo y el deseo materno como causa de ese trabajo. Toda decodificación, toda información que se refieran a lo que la madre no conoce de un deseo no reprimido, pero conjuntam ente negado, quedarán prohibidas. Se convierten en «crímenes por el pensamiento», castigados no por la «eva­ poración», sirto por la ruptura de la comunicación: el discurso del hijo le será reenviado como lo a-razonable por excelencia, lo falso o, en definitiva, como la prueba evidente del mal funcio­ namiento de su actividad de pensamiento.

Poco importa lo que el hijo pueda efectivamente ver, oír, del actuar materno o del actuar del grupo familiar: la escena se hará concreta, para su psique y en el interior de ella, en una mirada m aterna que le prohibirá comprender la significación así de lo visto como de la emoción que le pudo producir. El afecto sentido por el hijo ya no es función de la escena, sino d é ' la desazón que lo ahoga ante la idea de correr el riesgo de tras­ gredir esa prohibición (ver, pensar, reaccionar a la significa­ ción o a la leyenda de la escena). Frente a esa orden mutiladora impuesta a su actividad de pensamiento, siempre bajo la ame­ naza de una trasgresión que traería consigo, por retorsión, la ru p tu ra de toda comunicación, lo que evidentemente es el equi­ valente de una m uerte psíquica, dos respuestas son posibles: a. La confrontación con esta prohibición y esta amenaza acompaña al instante en el cual la prohibición fue trasgredida o estuvo a punto de serlo: coincide con la catástrofe. Este yo «catastrofado» no podrá oponer fuerza alguna que ataje el ca­ mino a la pulsión de m uerte. Entonces no será sólo la escena percibida la desinvestida, sino el acto mismo de percibir y, por lo tanto, un momento de la vida del propio perceptor. La re ­ presión de la escena es sustituida aquí por la «combustión» de­ finitiva de una representación relacional y, al mismo tiempo, de toda significación que pudiera conferir sentido a la relación. b. Si a pesar de ese peligro la significación se impone, la instancia represora del hijo, sometida siempre al diktat mater­ no, la reprim irá en nombre de una prohibición de rememorar, pronunciada por la potencia materna. E l eventual retom o de aquella representación, cualesquiera que sean el tiempo y la situación en que se produzca, provocará el mismo afecto: la angustia, la desazón que invaden al sujeto enfrentado al riesgo de encontrarse con que la totalidad de su pensamiento es excluida del registro de lo comunicable, mane­ r a segura de darle muerte. E n la neurosis, la acción represora dura todo el tiempo que va de Ti a T2 , para finalizar en el momento de «declinación» de los «complejos» propios de las relaciones infantiles. E n el registro de la psicosis se comprueba que la represión, así como la destrucción de un primer conjunto de representa­ ciones-significaciones, se produjeron al comienzo mismo del ad­ venimiento del yo. E ste se encuentra desde ese momento en la imposibilidad de conferir sentido, a toda experiencia, a toda si-

tuación con que se encuentre en el curso de su existencia, por poco que se asemejen a las que desencadenaron la acción de las instancias represoras. E stas experiencias y estas situaciones conservarán .su poder ansiógeño, pero quedarán a la busca de una causa a que se las pudiera anudar. Mientras no aparezca el delirio, en el mejor de los casos se podrán expresar en esa pregunta angustiante y, en el límite, informulable que el sujeto se plantea sobre el sentido del mundo que lo rodea, sobre la no fiabilidad de su percepción, sobre el porqué del vacío de su pensamiento. A las preguntas que el niño hace con el convencimiento de que otro le respon­ derá, y después con la esperanza de que terminará por hallar una respuesta, corresponde aquí un «¿por qué?» silencioso por­ que se lo sabe sin respuesta y sin destinatario. Si el delirio aparece, la causalidad delirante dará esa res­ puesta, pero como esta causalidad es única y forzosa, se asisti­ rá a un desfile caótico de representaciones, de imágenes, de ideas, que se vuelven intercambiables porque una única y la misma significación causal habrá de explicarlas. Aparente caos de los pensamientos que es el corolario del caos espaciotemporal que ha seguido a la catástrofe: Philippe es un ejemplo de esto. E n el registro de la psicosis la prohibición recae de manera privilegiada sobre la actividad de pensar y, por eso, sobre la autonomía del que es reprimido. La represión sirve, a los inte­ reses del funcionamiento del pensar de otro yo. De áhí la para­ doja a que nós enfrenta el psicótico: reprimido totalmente ar­ bitrario, acción represora de la que no se consigue comprender ni su elección ni su finalidad si uno se atiene a lo que se conoce de los propósitos de esta instancia en la neurosis. Fuera de este registro, se comprueba que la interiorización por el niño de la prohibición pronunciada por una instancia represora ex­ terior, lejos de permitirle preservar pensamientos, formula­ ciones de deseo susceptibles de hallar en un tiempo ulterior vm objeto y un lugar que les otorgaren licitud, persigue y alcanza el propósito inverso. La prohibición se vuelve a-temporal', ni ayer en mayor medida que hoy o que mañana puede la madre correr el riesgo de dialogar con un interlocutor que la obligara a enfrentarse a un «anhelo de muerte» del que ella sería, no lo olvidemos, el prim er blanco. E n el «Libro» prohibido, pero que O’Brien le ha facilitado, libro escrito por quien antes de devenir el enemigo absoluto ha *sido uno de los fundadores del Ingsoc, Winston puede enterar-

se de que todos los que tuvieron el poder en el pasado perdie­ ron la partida, sea porque se hacían concienteB de sus propias motivaciones, sea porque estas les permanecían totalmente in­ concientes. Lo propio del Ingsoc es haber producido un siste­ ma mental «en que los dos estados podían coexistir». Ahí se lee también que es evidente que los «más sutiles expertos en el doblepensar son los que lo inventaron»; el resultado es que m ientras mayor la comprensión, más grande la ilusión. De ahí esta otra definición que se da del mecanismo del pensa­ miento doble: permitir al sujeto que juegue con la realidad, pero, por el ejercicio del pensamiento doble, persuadirlo de que la realidad no es violada. «E l proceso tiene que ser conciente, porque de lo contrario no se lo podría llevar a cabo con la precisión suficiente, pero tam bién tiene que ser inconciente, porque de lo contrario produciría una sensación de fa lsía y, por lo tanto, de culpa». [Orwell, 1984, pág. 176.] He ahí que a una exigencia doble muy semejante parece sometida la psique por la instancia en que el psicótico fue obligado a delegar todo poder concerniente a su represión. Modificar concierttemente el pasado, la versión que uno se crea dé él, pero respetar algu­ nos datos a fin de que la realidad no aparezca violada abierta­ mente, lo que exigiría reconstruirla por recurso al delirio. Pero, a la inversa, las pulsiones de m uerte en obra en esta recons­ trucción, que se asemeja más a una destrucción de m uros en­ teros que a una reforma, deben permanecer inconcientes. En el caso contrario, el historiador-constructor quedaría sumergido por el horror y la culpa de un «acto» que uno debe creer al servicio de la vida, cuando en verdad su tarea es ocultar que un asesinato se ha producido ya: ese asesinato ya no recae sólo sobre el infans, sino sobre lá función de «donadora de vida» prohibida a la madre. Aquí interrumpo esta lectura comentada y comparativa del libro de Orwell. Fiel al plan que he seguido en este libro, citaré dos breves ejemplos clínicos a modo de conclusión; esta, como toda conclusión en lo que atañe a la in­ vestigación analítica, sólo puede ser provisional.

Recordar, pero no interpretar E n el curso de seminarios dictados estos años pasados, me ha sucedido referirme a la historia de la joven esquizofrénica a. quien llamaré Jeanine. La prim era vez que la encontré en el

servido, ella era catatónica, es decir que durante un mes no pude hacer más que sentarme junto a ella y expresar en voz alta algunos de mis propios pensamientos y lo que yo sentía. Poco a poco saldría de ese estado, y unos meses después, del hospital: pudo retom ar su actividad (es dactilógrafa) y una vida más o menos normal. Pero. no anunciemos milagro: no impedi­ ría ello la persistencia de un delirio. Contrariamente a los pa­ dres de Philippe y de* Odette, tanto la madre como el padre de Jeanine le dieron una versión «lleria de detalles» (¡y hasta de esquemas!) de su infancia. Dos versiones totalmente contra­ dictorias, por lo demás: la madre le contó por menudo todos los problemas, que para ella supuso el hecho de criar gemelas, las dos de salud delicada, cuando el padre la había abandonado (en realidad, había sido ella quien lo puso en la puerta) en el mo­ mento de dar a luz. Versión que Jeanine aprende de memoria con la esperanza de compaginar una serie de imágenes ilumina­ das que retoman en eco, sin la menor crítica, el relato de la m adre. Que su madre era encantadora, que se ocupaba de ella y de su herm ana gemela, que pasaba noches enteras, sobre­ poniéndose a su fatiga, en velar su sueño, sus enfermedades, su alimentación; que si trabajaba hasta anochecido, no obstan­ te se levantaba al alba para acompañarlas a la escuela. . . En cuanto a ella y a su hermana gemela, eran niñitas juiciosas, muy conformes con su vida, sin problemas importantes —es siem­ pre Jeanine la que habla— hasta el momento en que ella fue hospitalizada, unos meses después que su hermana había teni­ do que internarse en un hospital psiquiátrico a consecuencia de un brote delirante .2 En cuanto al discurso del padre, que Jea­ nine oirá sobre todo desde los doce a trece años, época en que comenzó a visitarlo en su casa, es muy diferente. Ño lo conocí personalmente, pero leí las cartas con que inundaba el servicio hospitalario: son alucinantes. El padre, paranoico sin ninguna duda, dirigía a los diferentes médicos de quienes se suponía que habían de asistir a su hija, yo incluida, una serie dé esque­ m as sobre el funcionamiento mental de Jeanine, que ilustraban sus «errores de trasmisión» (sic). En el espíritu de este autodi­ dacta, delirante sin duda alguna, que había espigado aquí y allá vagas nociones seudocientíficas, un conjunto de máquinas, de mecanismos de realimentación, de leyes tomadas de una se­ dicente cibernética, explicaban todas las perturbaciones de 2 L a prim era hospitalización de Jeanine y fle su hermana se produjo cuan­ do tenían veinte años, más o menos.

Jeanine. Sus cartas iban dirigidas a probamos esto y, sobre todo, a hacemos aprovechar sus conocimientos. Frente a esta construcción paterna, Jeanine tenía un comportamiento ambi­ guo: en el conjunto, sus teorías la hacían sonreír, pero en cam­ bio la inquietaba mucho el discurso que el padre le dirigía so­ bre la función destructora de toda experiencia sexüal que Jéánine hubiera podido tener o que él suponía (equivocadamente) que había tenido. De la historia de este análisis, sólo citaré un ejemplo breve para esclarecer la respuesta que puede llegar a provocar la interpretación de una significación reprimida. Dye qué Jeanine retomaba palabra por palabra la versión m aterna de su his­ toria, pero en este caso se tra ta de una versión que concede un lugar al infans que ella ha sido, aun si es para recordar cuánto fue motivo de sufrimiento, de preocupación, de fatiga para la madre. Descubrimos el mismo son y la misma repetición en el relato de su vida de niñita. No obstante, Jeanine posee algunos recuerdos personales de su vida infantil. Ya vimos que lo pro­ pio ocurría en Philippe y en Odette: ¡lo que prueba que no es tan fácil desempeñar el papel de Big Brother! La manera en que Jeanine «trata» esos recuerdos es un término medio entre la de Philippe y la dé Odette. Contrariamente a los recuerdos de Philippe, los suyos no están aislados de un contexto que imputa al «medio» familiar el sentimiento de terror que los acompañó. Como en el caso de Odette, esta relación causal de­ be empero preservar la imagen de una «madre buena». Pero no observamos en Jeanine la idealización desmesurada de esta imagen. No hay «pasión» en su defensa de la madre; esta no es dotada de ese «omni-saber» sobre el inconciente que Odette le atribuía. Para Jeanine, su m adre parece ser la guardiana de un «modelo educativo» que, en s í m ism o, no debe ser cuestiona­ do. Jeanine y su madre parecen formar una suerte de «pareja indivisa», en que Jeanine se convierte en la «parte» que tiene la tarea de probar a la «totalidad» qué su funcionamiento ha sido y es totalmente conforme a un modelo de la «función ma­ terna» promulgado no se sabe por qué «Departamento de Ma­ dres», cuyas directivas se han seguido al pie de la letra; direc­ tivas sobre las que me inclino a conjeturar que sólo concernían al registro de las «necesidades». He aquí el primer recuerdo: para proteger a sus hijas de una eventual irrupción del padre, a quien tenía prohibido entrar en la casa, cuando él acudía y daba violentos golpes en la puerta, su madre las encerraba en un placard. Encierro que Jeanine

vivía con el terro r de que el padre hiciera efracción y diera m uerte a m adre e hijas. E l recuerdo de-esta escena y, del afecto de terro r que la acompañaba no le traía ningún problema porque la significa­ ción que Jeanine" se creaba de ella respetaba la versión ma­ terna. No sucedía lo mismo con el segundo recuerdo, que ilustra una dimensión y un escollo diferentes en su relación con su madre: aquí el «tratamiento» del recuerdo es más ambiguo. Una media hermana, hija de la misma madre, pero-no del mis­ mo padre, había muerto cuando Jeanine tenía unos cinco años. E sta hermana, mucho mayor, no vivía con ella, pero Jeanine niña veía en ese duelo la explicación del carácter cuitado de su madre, sólo que no estaba segura de esta interpretación. En efecto, su m adre siempre prohibió que las dos umitas la inte­ rrogaran sobre las condiciones de esta muerte. Cada vez que Jeanine intentó, por un acto afectuoso, consolar a la madre de una tristeza que atribuía a ese duelo, esta la rechazó con brus­ quedad, afirmándole, por una parte, que era felso que ella es­ tuviera triste, y por oirá parte, que si estuviera triste, no.estaba en el poder de Jeanine descubrir y-comprender la causa. Jeanine aceptaba parcialm ente ese «veredicto» y esa «prohibi­ ción», pero conservaba la vaga sospecha de la existencia de un secreto. Cada vez que la sospecha se hacía menos «vaga», Jeanine se angustiaba y «decidía» excluir esta cuestión de su pen­ samiento: cuando no. lo conseguía, ,aparecían inmediatamente tem as delirantes, sobre los asuntos más diversos. Ahora paso ai tercer recuerdo, el que me interesa en la pers­ pectiva aquí elegida. En el curso, de su análisis y mucho des­ pués de comenzado, ya no sé en qué circunstancia, ni a raíz de •qué sueño o interpretación, Jeanine me comunicó de repente que volvía a ver la imagen de ella misma y su hermanita geme­ la, atadas durante siestas enteras a sendas patas de la mesa del comedor. Su madre era costurera y trabajaba en su domici­ lio. Para evitar que se lastimaran con las agujas diseminadas por el piBo, las ataba sólidamente, y esto durante un período que abarcó, más o menos, desde que adquirieron la locomoción hasta que tuvieron tre s o. cuatro años. Jeanine quedó muy asombrada por recuperar esta escena, que narró sin emoción: cuando le sugerí que semejante sujeción, repetida durante to­ do un período de su infancia, hubo de representar una expe­ riencia psíquica muy penosa, ella me aseguró (y se aseguró), con convicción, que esa actitud por parte de su madre no tenía

más propósito que evitar que se lastimaran. El mecanismo del pensamiento doble parece funcionar aquí a maravilla: concientem ente es sin duda cierto que atar a sus dos hijitas siestas enteras se podía justificar, a ojos de la madre, por el cuidado de evitar que se pincharan; pero ño es menos cierto que incon­ cientemente esto respondía a motivaciones diferentes, porque en caso contrario, en el curso de esos tres años, la madre pudo hallar otra solución. ¿Esta escena había sido reprimida por Jeanine o bien simplemente le había parecido carente de inte­ rés al punto de no merecer que su memoria se detuviera en ella? Poco importa; también aquí comprobamos que la prohibi­ ción atañe, más que a la representación visual, a la significa­ ción que el sujeto le hubiera podido atribuir. Y quiero referir­ me a la reacción de Jeanine a mis interpretaciones, que confir­ ma cabalmente cuál es el «objeto» de la prohibición en la psico­ sis. Uno de los temas de su delirio se expresa por la interpre­ tación que daba de lo que oía y veía en televisión. En esto visto ocupaba un lugar- importante todo lo que se refería a escenas de violencia, que me contaba hasta en los menores detalles. En esas escenas, la emoción surgía sobre todo cada vez que la víc­ tim a era inmovilizada. t)oy un extracto de una sesión que se sitúa ya bastante entrado el análisis: «Ayer me hicieron ver un filme en que ligaban a un árbol a un explorador.que los indios se disponían a escalpar. Me quisieron decir que yo también sufriría esa suerte, que me quitarían la piel del cráneo, me matarían, pero antes de eso me iban a atar a los barrotes de mi cama. Por eso me amenazaron con ponerme la camisa de fuerza (am enaza que en realidad no había sido pronunciada) y con reforzar mi tratam iento clínico (amenaza que efectivamente se pronunció). Quieren inmovilizar mi cuerpo y mi pensamiento para poder imponerme un castigo». Le señalé que ese éxplorador atado e inmovilizado acaso le hacía recordar a ella misma atada a la pata de la mesa e impe­ dida de poder explorar lo que pasaba por su propia cabeza o por su propio cuerpo. E sta interpretación, como todas las del mismo estilo que le pude hacer, provocaba, si no siempre, muy a menudo en el curso m ism o de la sesión lo que se podría lla­ m ar un efecto mágico: efecto tanto más interesante porque lo he observado en otros casos de delirio. Efecto mágico, porque la interpretación basta para que el delirio cese bruscamente, para que Jeanine me afirme que sin duda de eso se trata, para que yo asista a una suerte de curación inm ediata... que dura exactamente lo que la sesión. El hecho de poder oír y de con­

cederse el derecho a comprender la significación entrevistaprohibida en el momento de la primera sensación de inmovili­ zación psique-cuerpo parece permitirle renunciar al delirio, ha­ cer cesar toda sensación de angustia. Renuncia y apacigua­ miento efímeros e inmediatamente seguidos por la borradura de mi propia interpretación. Tendría que esperar mucho tiem­ po antes que Jeanine pudiera conservar en su memoria mis interpretaciones, no abrir «la tapa del agujero de memoria» p ara arrojar ahí todo vestigio de la interpretación y del acto mefced al cual su psique acaba en esa destrucción.

Un caso de amnesia La historia que he de referir concluyó en una pregunta para la cual, hoy todavía, no tengo respuesta. Si la traigo a cuento es porque atañe, no podría ser más directamente, a la repre­ sión, al enigma de los propósitos de la instancia represora y a la cuestión, no menos enigmática, de la relación entre la amne­ sia y la represión. Todo ocurre para el sujeto de quien hablaré, y a quien llamaré Paolo, como si la necesidad de reprimir el recuerdo traumático de un acontecimiento lo hubiera puesto en la obligación de paralizar la totalidad de su propia memoria. Encontré a Paolo en Sainte-Anne adonde lo había llevado la policía, ante la que se había presentado en estado de amnesia. Su documento de identidad informaba que había nacido en Ita­ lia y tenía domicilio en Roma. Nuestras entrevistas se desarro­ llaron en su lengua materna. Mientras persistió su estado de amnesia —más o menos un mes—, me intrigaba un fenómeno que había podido observar en otras entrevistas que tuve en el Bervido con sujetos amnésicos, aunque Paolo sea el único a quien tra té en psicoterapia. A eéte fenómeno no pretendo ex­ plicarlo, pero merece ser destacado. Si desde mi posidón hu­ biera de imaginar una situadóh fuente de angustia por exce­ lencia, sería sin duda la de un sujeto que ha perdido todos sus indicadores identificatorios. Ahora bien, en los sujetos a quie­ nes traté, la angustia estaba ausente. E sta extraña «parálisis de la memoria», esta borradura de todos los indicadores, pare­ ce acompañarse de la-«bella indiferenda» de que sé ha hablado p ara el caBo de los histéricos. No creo, sin embargo, que la am­ nesia se pueda comprender como una simple manifestadón de una problemática histérica. Me pregunto, -en cambio, si e s ta ' ausencia de angustia no se debe entender como la consecuencia i

de una «parálisis» del funcionamiento ideico del yo, que deja subsistir sólo la parte del funcionamiento del pensar que puede prescindir del afecto: funcionamiento mecánico, «operatorio», que permite al sujeto reconocer que no sabe quién es «yo». Pero un «yo» previamente desposeído de toda representación que pudiera situarlo en la posición de un deseante, de un'de­ mandador, que, como tal, por fuerza se inclinaría a la angustia «absoluta» si no pudiera ya conocer, nombrar sus objetos de demanda. Pero volvamos a Paolo. E l retom o de su memoria se hace por el recuerdo de imágenes espaciales: Be acuerda de ciertas calles, de ciertas plazas de Roma, ciudad donde residía. Desde ahí recuperaría, en el espacio de una o dos semanas, su identidad y su historia, de la que narraré los episodios que precedieron a su amnesia y en ella desembocaron. Pasaba unas vacaciones en una pequeña ciudad próxima a Roma, ciudad de provincias en que el tabú de la virginidad seguía siendo muy importante; allí conoció a una joven, se enamoró de ella, y te­ nía la intención de desposarla para fines de ese año, una vez que resolviera una historia sobre un departamento del que se­ ría dueño en poco tiempo. Merced a esta promesa, dada con total buena fe, ella se convirtió en su amante a comienzos de setiem bre, días antes de su regreso a Roma. En el momento de p a rtir le hizo la fírme promesa de regresar para Navidad, y entonces hablar a los padres de ella; se casarían a fin de año. P ara que los padres no sospecharan lo que hdbía pasado entre ellos, desde la partida de él hasta filies de noviembre su corres­ pondencia se redujo a algunas tarjetas postales anodinas. A fines dé noviembre esta joven corre el riesgo de llamarlo por teléfono a su oficina: en tono enloquecido le anunció estar en­ cinta; le pidió que regresara inmediatamente para hablar con su padre y apresurar el matrimonio. Quedó presa, cuenta Pao­ lo, de un sentimiento de pánico: no era que se rehusara a des­ posarla, pero nunca había pensado en establecer una relación entre el matrimonio y el hecho de ser padre. Trató de explicar a la joven que antes debía tomarse un tiempo para reflexionar; ella le respondió con lágrimas y recriminaciones. En ataque de rabia él gritó por teléfono que «no podía ser padre sin reflexio­ nar», y cortó bruscamente .3 Como la joven no tenía teléfono, 8 E n realidad no se acuerda muy bien de lo que gritó, «exactamente»: ¿que debía arreglar la nueva situación y los problemas prácticos que planteaba? ¿que no podía hacerse cargo de la responsabilidad de ser padre? ¿ella oyó que él no creía ser el padre? La- «fórmula» de este «grito» permanece imprecisa p ara él.

no podía llamarla enseguida, pero, recuperada un poco la cal­ ma, criticó su propio comportamiento y aunque seguía con un sentimiento extraño ante la idea de su paternidad, decidió ir a verla. Ahora bien, una vez llegado, cuando telefoneó a los pa­ dres de la joven para convenir una visita se enteró que ella se había dado m uerte por defenestración la noche anterior a su llegada. Los padres, ignorantes de su participación, no le dy e-. ron más. E sa misma tarde regresó a Roma; días después solici­ tó una licencia a su patrono, retiró el dinero que poseía y deci­ dió partir a París, donde se encontraría con un amigo residente. en esta ciudad. Explicó su partida precipitada por su imposibi­ lidad de tra ta r a amigos que conocían su proyecto de matrimo­ nio, que lo habían ayudado a solucionar el problema de la vi­ vienda y a quienes habría debido contar lo que acababa de su­ ceder. Llegó entonces a París, pero cuando se presentó en el domicilio de su amigo se enteró de que estaría ausente por unos días. Se instaló en un hotel y unas horas después tomó por prim era vez el métro (no hay trenes subterráneos en Ro: ma) para ir no sabía demasiado a dónde. De esta errancia en el m étro conserva dos recuerdos: su sentimiento de angustia ante la «idea de circular por las entrañas oscuras de la tierra» y el nombre de una estación, que lo impresionó particularmente: Pére-Lachaise. Sabía que era el nombre de un cementerio, y mecánicamente tradujo el término «Lachaise» [«la silla»] por su equivalente italiano. La palabra sedia enseguida hizo que acu­ diera a su memoria un recuerdo que no había olvidado, que no. estaba reprimido, pero en el qué prefería no pensar, y cuya importancia ya se v e rá / E ste recuerdo lo. remite a sus doce años: desde hada dos años estaba pupilo en un colegio y su m ejor amigo era un muchacho de su misma edad, cuyo patroní­ mico era justam ente Sedia. lín día salió del colegio para ir de visita a casa de los padres de este amigo, que lo habían invita­ do a pasar el fin de semana; juntos esperaban en una esquina que la luz del semáforo les diera paso. Llovía, los vehículos circulaban rápido y la visibilidad era mala. Los dos muchachos se divertían saltando con pies juntos del cordón de la vereda a la calle para salpicarse. En derto momento, él no sabe bí es un recuerdo verdadero o falso, empujó (?), chocó (?) a su compa-

4 F u e en la estación siguiente donde salió precipitadamente del métro, Be sintió m al y entró en una farmacia: allí explica, que no se Biente bien, y descu­ bre que está amnésico.

ñerito, que cayó a la calle y fue atropellado por un automóvil.6 No murió, pero quedó paralítico por un tiempo, y Paolo recuer­ da a este amiguito a quien vio durante un año trasladarse en una silla de ruedas. Ni el compañerito, ni sus padres, ni los profesores del pensionado lo acusaron nunca de ser responsa­ ble del accidente. Y no obstante, no puede refrenarse de entre­ ver, «como en u n sueño», una mano que empuja al cuerpo de un niño. Cuando esta imagen se presenta a su espíritu, trata de excluirla, o bien de aceptarla diciéndose que después de todo, aun si hubiera sido culpable de ese gesto, era un compor­ tam iento infantil; que no terna ninguna intención de producir sem ejante catástrofe, que no sentía ninguna agresividad ase­ sina contra este amigo, a quien por lo contrario amaba mucho. Pero quince años después parece que el suicidio de la joven pudo «prenderlo» de nuevo en una posición identificatoxia que ahora no podía aceptar. También en este caso había comenzado a ponerse él mismo en razón, diciéndose que su respuesta tele­ fónica no fue más que la reacción momentánea de un pánico cuyo sentido, por otra parte, se le escapaba; que sin duda tema la intención —para prueba, su regreso a la ciudad de la joven— de desposarla; en otros términos: que no era más que un asesi­ no por accidente. Pero este segundo acontecimiento movilizó el recuerdo del primero (¿y de qué otro desaparecido para siem­ pre?) y esta vez le envió sin velo alguno un veredicto que lo declaraba asesino. Desde ese momento se vuelve insostenible la versión edulcorada que había podido crearse del primer acontecimiento y del segundo. Y uno tiene la sensación de que su imposibilidad de reprimir la significación surgida, y la impo­ sibilidad de aceptar su autoveredicto de asesino, lo llevaron a recurrir al único mecanismo que le quedaba: una «parálisis» de su memoria que permitía el olvido de la totalidad de su histo­ ria. E l análisis de Paolo duraría unos ocho meses: el término se fijó de antemano, por una parte porque no había podido obte­ n er de su patrono, muy comprensivo con él, una licencia más prolongada, y por otra parte porque el dinero de que disponía no le permitía prolongar más tiempo su estancia en París. Du­ ran te ésos ocho meses, el trabajo analítico se centró en sus sentimientos de culpa, en una tentativa de elaboración de ese

8 Diferentes razones me hirieron pensar en el curso de nuestras entrevis­ ta s que no había cometido ese acto. ¿Recuerdo falso o recuerdo encubridor?' P ero en este caso, ¿qué oculta a qué?

fantasma-recuerdo del accidente del compañerito y sobre lo poco que se pudo tra e r a la luz acerca de su relación inconcien­ t e con la m ujer. E ste brevísimo trayecto pareció term inar bien: Paolo tomó la decisión de escribir una larga carta al padre de aquella joven para explicarle lo que le había pasado, y este, católico ferviente, le respondió, en primer lugar, qiie lo perdo­ naba y, en segundo lugar, que no estaba seguro de que su hya se hubiera suicidado. Siempre se había sabida que el balcón del que cayó terna una protección demasiado baja y en-consecuen­ cia era posible que su muerte hubiera sido puramente acciden­ tal. Si Paolo no creyó ni por un instante en esta versión, y si comprendió perfectamente que no perseguía otro propósito, que eliminar la eventual culpabilidad del padre, quedó em pero: tranquilizado por ese perdón, y por su propia confesión. Tras­ curridos los ocho meses me abandonaría, al parecer conforme con el camino seguido, para regresar a Italia y retom ar su tra­ bajo. Paso ahora a lo que me impresionó particularmente en su historia. Paolo no posee en rigor ningún recuerdo de sus diez prim eros años de vida. Conoce la notida objetiva que le han dado algunos acontecimientos: su madre abandonó a su padre cuando Paolo tenía tres años, y no la ha vuelto a ver. No sabe adonde ha ido ni por qué abandonó al padre, ni por qué nunca ha intentado volverlo a ver. No lo sabe, y nunca ha hecho la m enor pregunta a su padre; cuando le expresé mi asombro por esa falta de curiosidad, nie respondió que podía ser asombroso, pero que ni aun ahora experimenta curiosidad alguna, y que, de todas maneras, entre él y el padre nunca existió la menor relación de palabra. Paolo vivió solo con su padre de los tres años a los diez; todo lo que puede decir de ese período es que le gustaba mucho ir a la escuela y que pasaba sus fines de semana ayudando a un campesino, que vivía cerca de su casa, en las labores del campo. A los diez años, el padre lo convocó para informarle que lo había criado durante esos diez años, pero que en lo sucesivo lo pondría pupilo en un colegio. Así se hizo. De los diez a los diedocho años, Paolo vivió entonces como pupilo; no tuvo en ese lapso problemas importantes, y pasaba sus vacadones en campos istrados por el mismo pensionado. A los diedocho años abandonó este, consiguió trabajo, y gradas a cursos nocturnos obtuvo un diploma que le permitió, a los vein­ tidós años, obtener un puesto bien remunerado. Su reladón con las m ujeres, hasta el encuentro con aquella joven de quien se enamoró, pareda también sin problemas: os sexua­ les poco frecuentes, breves, satisfactorios —asegura él— y

que no llevaban consigo alguna forma de compromiso afectivo de su parte. E n mi escucha de lo que dijo durante esos ocho meses (las cosas quizás habrían sido diferentes si yo hubiera podido conti­ nuar nuestra relación), nada de lo que me contó sobre su vida entre sus diez años y nuestro encuentro, nada eñ lo qué puedo deducir de ello sugiere la acción de una defensa patológica evi­ dente. Lo mismo vale para el análisis de su relación trasferencial: es globalmente positiva, aun si a veces él me da la sensa­ ción de querer conservar cierta distancia, que yo por otra par­ te respeto, sabiendo cuán poco tiempo nos ha sido asignado. El 1 único hecho impresionante sigue siéndo ese blanco absoluto6 de su historia, entre su nacim iento y sus diez años y, corolario de ese blanco, una borradura de todo elemento que pudiera tra e r a la luz su relación con el padre. E ste padre que, visible­ m ente, ha rechazado a su hijo, si no desde su nacimiento, al menos desde la partida de su esposa, ese padre que le prohíbe hacer la menor pregunta acerca del abandono y la desaparición de la m adre (estoy casi por decir «evaporación»), ese padre que, aunque vivo, voluntariamente ha desaparecido de su ho­ rizonte desde que Paolo alcanzó sus diez áñosr ¿qué papel ha tenido en la vida del hijo? En el momento en que escribo estas páginas propondría atribuirle el de una instancia represora omnipotente, que consiguió prohibirle que hiciera la menor pregunta sobre su madre, 'destruir definitivamente en Paolotodo deseo, todo derecho de informarse sobre el destino de esta mujer, toda su curiosidad. Su padre, por otra vía, ha al­ canzado un propósito que no tendría nada que envidiar al de Big Brother: el pasado infantil no ha sido falsificado, sino, pura y simplemente, se lo ha declarado inexistente, así como se de­ claró a la madre miembro de los «noseres». E n el curso de nuestra relación terapéutica, intenté mover a Paolo a hablar de ese «pánico» que le sobrevino, no a la idea de desposar a la joven, sino a la idea de ser padre. Y obtuve siem­ pre la misma respuesta: que aun antes de conocerla, le había sucedido pensar en casarse, pero nunca había ligado matrimo­ nio y paternidad. Tengo la sensación de que uno reencuentra en Paolo un «deseo de no ser padre», que autoriza el m ism o aná­ lisis propuesto para la presencia del «deseo de no ser madre» 6 Ni siquiera en la psicosis me parece haber encontrado un «agujero de memoria» tan total. Al decir-de Paolo, y tenemos todas las razones para creer­ le, ese blanco siempre estuvo ahí y en modo alguno es un residuo de su amnesia.

en ciertas mujeres: la convicción —justificada— de que en­ contrarse en posición de padre trae consigo para el funciona­ m iento psíquico del sujeto u n riesgo inasum ible. Encontrarse en esta posición presupone que uno reviva, en forma invertida, una relación padre-hijo de la que no debe quedar ninguna hue­ lla porque llevaría a enfrentar los dos polos de la relación a un anhelo de m uerte que se correría el riesgo de realizar... Ad­ mitiendo que Paolo efectivamente haya empujado a su compañerito, ¿qué representaba este para él? Acaso la imagen de un hijo que podía vivir una relación positiva con ese padre que había invitado a Paolo a disfrutar él también de un fin de se­ m ana pasado en familia.7 La representación de una relación de investimiento entre un padre y un hijo se ha perdido para siempre en un «agujero de memoria». Ya lo he dicho: nada de lo que contaba Paolo de su vida desde los diez años (con excepción, quince años después; del episodio de la amnesia) permitía suponer la presencia en su funcionamiento psíquico de una defensa psicótica ni tampoco de una defensa neurótica particularmente intensa: «Blanco sintomático» del que no se comprende —o yo no comprendo— cómo pudo seguir a ese- «blanco» de la historia y de la memoria, preservarse sin que aparecieran problemas serios e n el funcio­ namiento psíquico, relacional y sexual de Paolo, aun si se toma en cuenta ese «deseo de no llegar a ser padre», concierite y confeso. Mi perplejidad no disminuye a pesar de lo que he Babido por puro azar. Varios años después de la partida de Paolo, un ami­ go italiano me hubo de enviar un libro de arte donde se repro­ ducía un conjuntó de dibujos hechos por psicóticos. Uno de esos dibujos, que adornaba las paredes de un hospital psiquiá­ trico de los alrededores de Roma, estaba firmado con el nom­ bre de Paolo. Sin éxito intenté obtener noticias de él: el psi­ quiatra a quien escribí no era el que trató a Paolo durante su internación, que había durado dos años. Después Paolo había sido dado de alta y mi colega no tema noticia alguna. En el momento de term inar estas páginas esperé en vano reencontrar en algún rincón de mi biblioteca el libro aquel. Con­ fieso no recordar ya qué representaba el dibujo: quiero creer 7 No hace falta recordar que la traducción al italiano de «Pére-Lachaise» rem ite, desde luego, al patronímico del amiguito, pero también al «Padre» señor de la Sedia, y a los «padres» enterrados, o que entierran a individuos vivos.

que se trataba de iin «cuadro brillante» que representaba la ima­ gen de un «País Dorado», dél «cuerpo escultural* de una ma­ dre. Lo qué pudiera hacer esperar que, en su paso por la locu­ ra, Paolo haya podido apropiarse de los elementos que le per­ m itieran escribir su versión de una historia que le habían pro­ hibido conocer y rememorar, que haya podido sustituir el «nuevohablar» del padre por ese «arqueohablar»., esa lengua arcaica y prim era que, ella sí, poseía las palabras que permi­ tían demandar el amor de una madre, comunicar sentimientos de aflicción, de ira, de rev u e lta . . . pero también pensar la esperanza.