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© José María Pumarino Derechos Reservados ©2007, Pasaje S.A. de C.V.
[email protected] Primera edición: Noviembre 2013 ISBN: Foto de cubierta: Minerva Ruíz Cortes Diseño de cubierta y libro: Luis Angel Rivas Rios Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna por ningun medio, sin permiso previo de la casa editorial o del autor. www.editorialpasaje.com
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Gracias Cora
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El instinto es un animal salvaje encerrado en una endeble caja de cartón…
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Me encantaría quedarme a vivir en esta ciudad, en esta habitación, no tener que vestirme ni regresar jamás. —Para mí el lugar es lo de menos, lo importante es que estés tú… conmigo. —Sólo faltaría no sentir de repente esta angustia que se me cuela en el pecho por el miedo de que alguien nos descubra. —Tranquila. Todo está bien. —No te puedo negar que de repente me pongo nerviosa, tú lo notas, pero me ayuda mucho que siempre estés tranquilo, seguro. —Todo es parte de este encanto, además, confío en ellos. —¿En tus “ángeles guardianes”? —Ajá… —…¿Crees que si estuviéramos casados cogeríamos tan rico? —Te recuerdo que ambos estamos casados. —Si estuviéramos casados… tú y yo. —Mmm… no. Lo dudo mucho.
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smael Salas aún permanecía en su despacho a pesar de haber trascurrido ya varias horas desde que todos sus colegas se habían marchado. Desaliñado, turbado, su porte distintivo parecía haberse marchado junto con todos los demás. De pronto había tomado la decisión de destapar la botella de Jack Daniel´s que tenía guardada en un sitio privilegiado de la cava de su despacho. Era una botella especial, ya que cuando la compró, un año atrás, le hizo la promesa a su suegro de abrirla hasta que tomara posesión como alcalde; brindarían juntos por el éxito. Empero, muy por afuera de sus planes, se había adelantado otro acontecimiento que bien ameritaba abrirla, aunque sólo fuera él quien tomara de ella. Con parsimonia, derrochando el tiempo, se sirvió un vaso pletórico, sin hielo. El color ámbar, la fragancia elegante, armónica, fina, fueron detalles que en esa ocasión pasó por alto, sin importarle en lo más mínimo. Se bebió por completo el contenido en un solo y largo trago, de pie, sin saborearlo; ligeramente dulce al principio, ligeramente seco al final, como le gustaba. A pesar de eso, fue el trago más amargo de su vida. Llenó nuevamente el vaso hasta el tope, con la vista clavada en la pared tapizada de fotografías familiares. Luego, sentado en su mullido sillón de piel, contemplando la docena de portarretratos acomodados sobre uno de
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los muebles, donde aparecía con personalidades ligadas a su profesión que, de una manera u otra, lo estaban ayudando a impulsar su carrera. En el centro, en un lugar destacado, una foto de él con su suegro, cuando daba inicio la campaña electoral. Tendría un futuro prometedor, sin duda alguna, si todavía tuviera uno. Se terminó la bebida nuevamente de un solo golpe y estrelló el vaso contra su título de abogado colgado en la pared. Se puso de pie, se acomodó el traje y se aseguró de que la carta recién escrita y firmada con su puño y letra se encontrara en el lugar correcto. Observó con detenimiento cientos de imágenes atiborradas en su mente; tenía tantas cosas que decir, que sólo pudo quedarse callado. Acto seguido: dio tres grandes zancadas tomando impulso, se aventó por la ventana, la que daba a la avenida principal, conteniendo el aire para evitar que un grito lastimero se escapara de su garganta. Esto no hubiera tenido mayor trascendencia, si su despacho no estuviera ubicado en el doceavo piso.
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u cuerpo entero languideció ante la brutal y salaz descarga que expulsó sin mesura, mientras su mente, sus sentimientos y su razón quedaban varados momentáneamente en un lugar no específico, pero alejado del mundo real. La bestia estaba sedada, temporalmente. Se dejó caer de lado sobre el colchón, casi al mismo tiempo un conato de calambre en su pantorrilla izquierda amenazaba con extenderse por toda la pierna; se puso boca arriba y la estiró. Era buena señal, los orgasmos intensos siempre le ocasionaban esa sensación. El sudor de su cuerpo se confundía con el de su amante, haciendo de ambos uno mismo. Igual se lo secó con la almohada. —¡Tu marido es un hombre afortunado, coges riquísimo! —Farfulló entre dientes, convulso, tratando de recuperar el aire que por un momento había dejado de respirar. Mi marido es un imbécil —aseguró Rebeca con desasosiego, mientras le daba tiempo a sus sentidos para que se reacomodaran tras el zangoloteo emocional y físico que acaban de sufrir. Giró sobre ella misma, alcanzó
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la sábana y se cubrió el cuerpo, como si con eso fuera suficiente para esconder su vulnerabilidad momentánea. Sintió la necesidad de ser abrazada y mimada en ese momento, pero no dijo nada; cerró los ojos, abrazó con fuerza la almohada que tenía a un lado y, simplemente, trató de poner en blanco su mente. Fabio quiso decir algo que la hiciera sentirse bien, pero no encontró nada adecuado en su escueta colección de frases bonitas, así que optó por concentrarse en sí mismo por un rato. “Cuando el sexo está satisfecho el cuerpo está en calma y el corazón a salvo”, se dijo a sí mismo en silencio, casi inmediatamente su mente fue bombardeada por todos los pendientes que tenía ese día. Fue invadido por una acuciante necesidad de irse, pero se la aguantó por un momento. Tras un eterno instante de letargo, ambos se levantaron y comenzaron a recoger su ropa que había quedado desperdigada por toda la habitación, sin ceremonia alguna, con más prisa de la necesaria. Cada uno, por separado, se duchó lo más rápido que pudo para arrancar de su piel el aroma de su encuentro con la clandestinidad de sus pasiones. Rebeca optó simplemente por hacerse una coleta en el cabello, ponerse sus pants y lo básico de maquillaje, a final de cuentas no necesitaba de mayor glamour, pues como cada mañana “solamente había ido al gimnasio”. Por su parte Fabio se arregló nuevamente para una junta con un importante prospecto a cliente, para eso tuvo que volver a planchar sus pantalones y su camisa.
Desde el elevador hasta el estacionamiento ninguno se dirigió la palabra, ambos iban ensimismados en su propia catarsis y en sus pendientes inmediatos. Se subieron al auto, un compacto gris, como miles de los que circulan por la ciudad. Durante el trayecto, con el asiento inclinado hasta atrás, Rebeca aprovechó para hablar al salón de belleza, reservar su lugar, navegar en Twitter y actualizar su estado en Facebook. Fabio, con gorra de beisbolista y gafas, manejaba enfundado en una pose “yo no conozco a nadie y si me reconoces no soy yo”. Veinte minutos más tarde entraban al estacionamiento subterráneo del centro comercial. Ahí se bajaron. Fabio dejó la gorra junto con las gafas en la guantera, las llaves arriba de una de las llantas delanteras. —Nos hablamos —fue su escueta despedida y cada cual se dirigió adonde habían dejado su respectivo automóvil. Fabio vio la hora, le dio gusto percatarse que bien le daba tiempo para desayunar antes de verse con su cliente. Telefoneó a su oficina: —Buenos días Wendy. Un favor, avisa que pasen por uno de los autos… al de siempre, el mismo, en el mismo lugar… gracias. ¿Tengo algún mensaje?... Bueno. No olvides hablarme en cuanto llegue mi primo… gracias. En cuanto subió a su vehículo, un deportivo negro del año, destapó una de las botellas de agua que siempre traía, dio un largo trago mientras encendía el motor, prendió el radio, subió el volumen, se colocó las gafas y se puso en marcha, tranquilamente, sin percatarse que una camioneta, que había estado aparcada frente a él, comenzó a seguirlo.
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o recuerdo exactamente cuándo comencé a sentirme así, invadida por una desesperación incrustada en mi pecho como un crustáceo a una piedra. Muchas veces he gritado en silencio rogando ser escuchada por alguien antes de que toda mi vitalidad se inunde de tedio. Afortunadamente, creo que ese alguien ya lo hizo cuando más lo necesitaba. Por lo menos me gusta, quiero y necesito pensar que es así. Aunque no negaré que está esa vocecita entrometida, a la cual me opongo hacerle caso, que me advierte sobre la posibilidad de que únicamente se trate de una falacia creada en mi cabeza. Ojalá no. Con el pretexto de orinar me levanto para ir al baño del restaurante, dejando a mis amigas y a mi hermana en pleno chacualeo. Al fin de cuentas, solamente las he estado oyendo sin escucharlas, mientras mi participación se basa en unos apáticos monosílabos. Mi mente anda en otros lugares, con otra persona. Al entrar al baño me encierro en uno de los cajones, enciendo el cigarrillo que le robé a mi hermana de su bolso y me siento en el escusado cerrado. En ese momento, mientras reinicio con un vicio que se suponía había dejado, trato de rescatar todos los recuerdos que tengo de él, los enhebro con algunos otros que nunca sucedieron, aunque siempre existieron en mi mente como constante fantasía. Al poco tiempo escucho que Rosario entra, apago el cigarro y, antes de salir portando
la máscara de tranquilidad que ocupo para situaciones parecidas, le jalo al agua solamente para no tener que explicar qué hacía ahí encerrada. —¿Vamos a ir a comer juntas? Hoy es miércoles —me pregunta Rosario, mientras se acicala frente al espejo. —Claro —respondo automáticamente, olvidando, más bien ignorando, la presencia de mi hermana, pues me concentro en la imagen de la mujer que tengo frente a mí. Aunque el espejo aún no se ha ensañado conmigo, me pregunto cómo la edad pudo sorprenderme siendo tan joven. Estoy consciente que mi papel de mujer sensual podría estar anulado por mi condición de madre; sin embargo, creo que puedo rescatar mi protagonismo en tal escenario. Sin rayar en falsa vanidad, para haber tenido ya tres hijos no estoy tan mal. Las nalgas que me hicieron famosa en la universidad ya no están tan firmes como en ese entonces, pero tampoco han sucumbido por completo ante la fuerza de gravedad, al igual que mi busto, que está casi en su mismo lugar. Mi sistema integrado de flotación femenina es apenas perceptible, con ropa puesta, obvio. Pero no tengo celulitis, ni estrías. Creo que aún puedo gustarle. —¿Puedes pasar por mí? —Inquiere Rosario—, así vamos juntas a recoger a los niños a la escuela y nos evitamos el llevar dos coches, el tráfico es insoportable a esa hora —agrega, buscándome la mirada en el espejo. —Me parece buena idea —respondo, sin mirarla. —Te has comportado muy rara hoy, Brenda. Algo ocultas —me reclama.
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—Estás loca. ¡¿Qué puedo ocultar?! —me defiendo ingenuamente, a sabiendas de que si alguien se va a enterar de todo esto, será ella. El rostro de mi hermana dibuja una mueca muy parecida a una sonrisa, la misma que siempre sacaba a relucir cada vez que me descubría mintiendo. Salió del baño recordándome que no se iban a ir hasta que yo saliera. La sigo segundos después, con la firme convicción de ir a inscribirme al gimnasio en cuanto me despida de ellas
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entado en la recepción, en medio de un caldo de voces en ebullición, sazonado con el ir y venir de una compacta muchedumbre acelerada, Fabio Origüela espera impaciente, con un botón pegado en la solapa del saco que ostenta la leyenda: “Porque es un Hombre de Bien”, a que de un momento a otro sea recibido por Don Eusebio Gracilaza, el prospecto en turno y candidato puntero a la alcaldía de la ciudad, en una de las elecciones más reñidas de los últimos años. Aunque tiempo atrás Fabio había decidido ya no realizar esas visitas, así como no itir a políticos como clientes, en esa ocasión hacía una excepción, ya que Don Eusebio estaba muy bien recomendado por uno de los mejores clientes de la agencia; además, cubría perfectamente el perfil: era de los pocos políticos reconocidos por su excelente reputación, dueño de una imagen pública inmaculada, con una familia ejemplar, sin mencionar que seguramente se trataba del próximo alcalde de la ciudad. En concreto, tenía mucho que perder, no solamente dinero, lo que lo convertía en un excelente cliente en potencia. —¿Señor Origuela? —preguntó una jovencita. —Origüela —corrigió Fabio, mientras se ponía de pie, suponiendo que se trataba de la asistente de Don Gracilaza, o similar. —Sígame, por favor.
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Con su simple cadencia, la jovencita fue abriéndose paso entre la gente hasta la oficina del candidato. Abrió la puerta indicándole con la mano a Fabio que podía pasar. Al hacerlo, la puerta se cerró detrás de él, dejando todo el bullicio afuera. Una vasta biblioteca, muebles de caoba y piel, un nutrido bar, una vitrina de puros y algunos cuadros de reconocidos pintores, enmarcaban a Don Eusebio Gracilaza, quien se encontraba en mangas de camisa concentrado en darle el visto bueno a media docena de afiches publicitarios de campaña que le mostraba uno de su colaboradores. —En un minuto lo atiendo —anunció el candidato, sin apartar la mirada de los afiches. En total fueron poco más de quince minutos los que Fabio esperó, de pie, pues nadie lo invitó a sentarse y porque no había lugar para hacerlo, salvo el piso de duela, ya que todos los demás muebles estaban cubiertos de propaganda. —Siéntese por favor y hable con tranquilidad, Félix es de toda mi confianza —dijo Don Eusebio, refiriéndose a su guarura de dos metros con cara de pocos amigos que entró justo después de que el muchacho de los afiches se marchara contrariado, mismo que se encargó de retirar y reubicar, de una de las sillas colocadas frente al escritorio, sendas bolsas de plástico repletas de botones publicitarios, para que Fabio pudiera aceptar la invitación de su jefe—. Únicamente le pido que sea breve, pues, como verá, tengo mucho por hacer —sentenció el candidato.
—Pues mire, nosotros somos… —Ya sé quiénes son y qué hacen, por eso está usted aquí —interrumpió Don Gracilaza—. Lo que quiero escuchar de usted es un argumento convincente para decidirme a contratarlos. —En ese caso, sólo le puedo decir que, si nos contrata y sigue nuestras indicaciones, usted se va poder coger a quien quiera cuando quiera y nadie, ni su esposa, ni su equipo, ni la prensa, nadie, se va a enterar —Fabio hizo una pequeña pausa antes de agregar—: lo malo no es mentir, sino ser descubiertos mintiendo. Me imagino que usted, como político, estará de acuerdo en eso —una pequeña estocada a su favor, que Fabio disfrutó tanto como le molestó la actitud de supremacía con la que el candidato dio inicio a la conversación. —Ese es un buen argumento, de entrada. —¿Por qué esperar a que una oportunidad le caiga del cielo para poder disfrutar de su aventura, cuando nosotros le podemos fabricar todas las que usted desee, el día que usted lo necesite y a la hora que más le convenga —Fabio puso sobre el escritorio su iPad, escudriñando de soslayo el rostro de su prospecto en busca de sus reacciones—. ¿Por qué sufrir después de cada encuentro clandestino con la zozobra de no saber si fue descubierto por algún indiscreto? —agregó sin esperar respuesta mientras, con sutileza, colocaba a la vista de su prospecto el diminuto monitor, para que éste pudiera leer una lista completa de las ventajas que obtendría al hacerse socio de Ángeles Guardianes. El silencio se instaló incómodamente entre ellos mientras
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Don Eusebio leía atentamente. Se notaba desconfiado, lo que a Fabio le pareció normal. Generalmente, todos sus clientes dudaban al principio y, si no lo hacían, los descartaba de inmediato, pues los confiados siempre cometían errores. —No hay ninguna necesidad de soportar ese sudor frío que nos invade cuando se nos enrosca la lengua al tratar de explicarle a nuestra pareja un absurdo pretexto fabricado de la nada —apostilló Fabio, ahora sí, en espera de algún comentario al respecto. Don Eusebio Gracilaza, a quien los medios habían bautizado “el último Quijote”, por su integridad y la pasión con la que defendía las causas justas (aunque éstas estuvieran perdidas), se levantó para sacar de su vitrina ambiental un estuche de puros, le ofreció uno a Fabio y éste lo rechazó amablemente, entonces el candidato tomó un Cohiba que enseguida cortó, encendió y se llevó a la boca con parsimonia, acentuando su facha de galán otoñal. Se volvió a sentar, esta vez en el filo de su escritorio, prácticamente a un lado de su visitante. Lanzó una bocanada de humo antes de preguntar solemnemente: —Señor Origuela, supongo conoce la historia de Ulises y las sirenas. —Por supuesto —afirmó Fabio, en esa ocasión sin corregir el mal pronunciamiento de su apellido. —Pues yo me siento como él, cuando se hizo atar al mástil de su barco para poder escuchar el canto de las sirenas, sin sucumbir ante su hipnótico poder. Solamente que yo no estoy atado por propia convicción, sino por
diferentes circunstancias, que está de más el mencionarlas. Escucho constantemente el canto de esa sirena, en ocasiones es desesperante, no se imagina todo lo que he tenido que hacer para controlarme, y ya no quiero controlarme más, pues estoy comenzando a distraerme de mi campaña, eso es muy perjudicial, no sólo para mí. Así que… —el candidato lanzó una segunda bocanada de humo impregnando la habitación con un aroma a tabaco quemado— necesito de sus servicios, si es que en realidad son tan eficientes como presume, pues tratándose de quien se trata esta sirenita, no puedo correr el riesgo de que alguien se entere —Don Eusebio se puso de pie—, menos en estos momentos —espetó. —Entiendo perfectamente su situación —afirmó Fabio— y le garantizo que usted va a poder disfrutar de esa sirena junto con sus cantos, gritos y gemidos, sin ninguna consecuencia negativa. —¿No le estaré vendiendo mi alma al diablo, con ustedes por intermediarios? Van a tener información personal muy valiosa. —Solamente la necesaria para que ese “canto” no contamine lo más preciado para usted: su hogar, sus hijos, su reputación… su campaña —enfatizando el tono en sus últimas palabras, Fabio se dispuso a dar su speech de cierre—. Nuestro más valioso patrimonio es la discreción, la confidencialidad es nuestra prioridad. Y es que somos como ángeles, nadie nos conoce más que por nuestras acciones. Y, si usted quiere, seremos sus ángeles, sus ángeles guardianes —finalizó Fabio, dejando que el silencio diera
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un toque de misterio a sus palabras. Segundos después, puso al alcance de su prospecto una pequeña tarjeta en la cual únicamente estaba escrita una dirección electrónica, el número de un móvil y un logotipo. Don Eusebio Gracilaza lanzó una tercera bocanada de humo. Tomó el puro con sus dedos índice y anular, apuntó a un lugar no definido en el rostro de Fabio y, con firmeza, advirtió: —Voy a confiar en ustedes, sobre todo porque están bien recomendados por alguien a quien iro y respeto mucho. Muchas de las decisiones en mi vida las he tomado por instinto, la mayoría han sido buenas, espero no equivocarme en esta, ya que pondré en sus manos mi futuro profesional y la tranquilidad emocional de mi familia. Pero, si por algún motivo cometen el más mínimo error, le aseguro que no existirá ángel alguno que pueda protegerlos. —No se preocupe, puede estar totalmente tranquilo, sus intereses son nuestros intereses, los protegeremos como tal —apuntó Fabio, utilizando toda la reserva de seguridad almacenada en su pecho. —Pronto tendrá la oportunidad de probarlo —— concedió Don Eusebio, cortésmente, antes de tomar con discreción la tarjeta que estaba a su alcance. Fabio se levantó, despidiéndose solamente con una forzada caravana, mientras Félix, que hasta ese momento había permanecido en calidad de figura de ornato, le abría la puerta invitándolo a salir. Salió de la oficina del candidato sonriendo por sus adentros, satisfecho por haber logrado que personaje de
tal envergadura haya decidido buscar protección bajo el resguardo de sus alas, se sentía confiado, orondo. Una vez afuera Fabio se aflojó la corbata mientras esperaba pacientemente a que el valet parking apareciera con su auto, en el lapso llegó Ismael Salas, uno de sus mejores clientes, acompañado por dos (supuso) colegas. Se saludaron efímera pero cortésmente, como si ambos fueran buenos vecinos. Fabio esperó un par de minutos más, sin percatarse que, en frente, sentada en una de las mesitas del café italiano, una mujer con grandes gafas y escote generoso lo observaba detenidamente mientras tomaba un expreso de moka. Cuando por fin el auto estuvo frente a él con la portezuela abierta esperando a que se subiera, Fabio se quitó el botón publicitario que llevaba en la solapa y se lo dio cual propina al valet parking que le entregó sus llaves. El joven, enfundado en un vistoso chaleco amarillo, lo insultó en voz baja mientras se encaminaba por un auto más. La mujer que estaba sentada en el café italiano pagaba su cuenta en el mismo instante en el que el Director de la Agencia de Coartadas Personalizadas ingresaba a la corriente vehicular.
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e pronto, como si me hubieran quitado un velo de la cara, me di cuenta que por dedicarme únicamente a sacarle brillo a mi monotonía familiar se me habían olvidado muchas cosas, como por ejemplo, lo bien que se siente una cuando se sabe deseada por un hombre atractivo. Jesús, el instructor del gimnasio, quien es mucho más chico que yo, también es, a palabras de mi hermana, un auténtico bombón relleno de lujuria. Para preparar mi rutina de ejercicios y mi programa alimenticio Jesús me examinó de pies a cabeza. Me puse nerviosa cuando sacó las medidas de mis piernas, caderas y busto; me avergoncé cuando calculó mis niveles de grasa corporal, pero me sentí alagada cuando noté que tenía una erección. Supuse que se había apenado cuando se dio cuenta que descubrí su short deforme por la excitación, ya que trató, sin mucha suerte, de disimular su estado; sin embargo, hubo en él cierto descaro ante lo que sucedía, y me agradó. Cuando mi joven instructor concluyó con su justificada manoseada, terminé de llenar la ficha de inscripción con mis datos personales y me fui, apurada, como siempre andaba, aunque no tuviera nada importante que hacer. Tomé camino rumbo a casa de mi hermana, pues iríamos juntas a recoger a nuestros hijos a la escuela, como habíamos quedado. Quería comentarle de inmediato
que me inscribí al mismo gimnasio que ella asistía. Mientras esperaba a que el semáforo diera el siga, un escalofrío me recorrió la espalda lascivamente. Como les comenté, hay cosas que se me habían olvidado.
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vuelta de rueda Fabio se abría paso entre un mar de vehículos castigados por los rayos del sol. Con el aire acondicionado al máximo, al igual que el volumen de la radio, trataba de escapar momentáneamente de ese purgatorio urbano por el que se veía obligado a atravesar cuando, por alguna circunstancia ajena a sus deseos, lo sorprendía la hora pico manejando. Se distraía observando los rostros de desesperación de sus compañeros de martirio. A un vehículo de distancia logró distinguir a una joven pareja que supuso estarían discutiendo, ya que ella lloraba mientras hablaba y él se llevaba ambas manos a la cabeza, bajándolas por su rostro en repetidas ocasiones. Después de diez minutos logró avanzar unos cincuenta metros. A un costado de él se detuvo un camión de pasajeros que ostentaba una publicidad proselitista con el rostro sonriente de Don Eusebio y el slogan de campaña: “Porque es un Hombre de Bien”. —Pinche viejito calenturiento —comentó para sí mismo. Fue entonces cuando se puso a enumerar los pros y contras de contar con Don Eusebio como nuevo cliente. Estaba seguro que sería iluso pensar que la advertencia que le profirió fuera pura flema cazurra; empero, también suponía que si quedaba satisfecho, como estaba seguro que quedaría, podría garantizar una serie de suculentos contratos con personalidades ligadas a él. Confiaba en que su agencia funcionaba con tal diligencia que los errores quedarían
descartados; no tenía duda sobre eso. Su teléfono celular vibró anunciando llamada. Bajó el volumen de su radio antes de contestar: —¿Qué pasó Wendy?... pues dile a Pilar que por favor se apure, necesitamos enviar mañana a primera hora la invitación y el programa del congreso de medicina… a casa del doctor obviamente, confirmando que sea la esposa de él quien lo reciba… que lo lleve Beto y de ahí que se vaya a checar que esté todo en orden en el condominio del sur, pues lo van a ocupar el fin de semana. Dile a Rivelino que vea lo de los “ángeles” que se van mañana a la playa para cubrir al ingeniero. ¿Ya llegó mi primo?... En cuanto llegue dile que me haga el favor de esperar, estoy atorado en el tráfico… Gracias Wendy. Al colgar escuchó a varios perros peleándose en el camellón por montar a una hembra en celo. Al otro lado, sobre la acera, el bamboleo de una faldita tipo colegiala acaparó su atención. Siguió el andar de la jovencita con la mirada por el retrovisor. —Un buen trasero siempre será como una sonrisa amigable —afirmó, antes de avanzar lentamente. Fue hasta ese momento cuando se percató que una llamativa trigueña lo observaba fijamente desde su camioneta. Fabio sonrió, fue correspondido, su ego se inflamó y, casi al mismo tiempo, le pegó al coche de enfrente. Como torpedos se bajaron del automóvil agredido tres jóvenes con el rostro cundido de acné; Fabio lo hizo lentamente, de malas. La trigueña pasó a su lado mandándole un guiño coquetón, Fabio quiso atraparlo pero sintió que se le había escapado, pues las bocinas de todos los vehículos afectados comenzaban a sonar escandalosamente.
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stoy convencida que uno de los tantos karmas que tengo que pagar en esta vida es el esperar siempre a mi hermana menor, que si lo comparo con el de ella… que es soportar al mujeriego de su marido. Creo que tuve mucha suerte. Todo mundo sabe que Alfredo es un mujeriego, sus ridículas aventuras andan en boca de todos: que si una vez se incendió el motel en el que estaba con su secretaria y salió desnudo corriendo; que tuvieron que llamar al carpintero para sacarlo del closet de su recámara, pues se había atorado ahí con la sirvienta tratando de hacer una posición del Kamasutra; que fueron por él a la delegación de policía, pues lo descubrieron teniendo relaciones en el coche con una amiga y lo encerraron por faltas a la moral en vía pública. No entiendo por qué lo soporta Rosario, mucho menos me explico cómo puede andar siempre de buen humor, sobre todo de unos meses a la fecha. ¿Carácter o estupidez? Ella lo sabrá. No sé por qué, pero no me gusta confesar que en cierta manera envidio su manera de ser. Y yo, que supuestamente lo tengo todo: un marido trabajador, atento, un estilo de vida despreocupado económicamente, unos hijos adorables, me siento como pieza mal acomodada dentro de un inmenso rompecabezas, cuyo paisaje desconozco. Apenas en estos días he comenzado a salir del limbo emocional en que me encontraba gracias a un hombre, más bien, a la añoranza
de un hombre que no es mi marido, lo que me ocasiona una crisis interna que aún no sé cómo manejar. Soy un ser complicado, sin duda alguna. Hace tiempo leí que en ocasiones es necesario que algo muera para que algo mejor pueda surgir de entre esas mismas cenizas. Desde hace unos días, desde que supe nuevamente de él, siento que algo está reviviendo en mí, aunque me aterra no saber, a ciencia cierta, qué es lo que ha muerto.
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espués de haber tenido que soltar unos cuantos billetes para convencer a los mozalbetes agredidos de que no se notaba daño alguno en el coche de su papá, Fabio por fin llegó a la agencia. Fue recibido por Rivelino, su mano derecha en el negocio, quien le entregó un reporte de los eventos por cubrir ese día y le informó, emocionado, que su primo lo esperaba en su oficina. —¿Tiene mucho esperándome? —No tanto, llegó tarde… Oye, está hecho un mango el primo. —No empieces. —¡Oh pues! Nada más es un comentario… Primo. Fabio ignoró la broma “familiar” de Rivelino, lo conocía lo suficiente como para molestarse con él. Saludó brevemente a quienes encontraba en su camino, ya que tenía prisa por ver a Manolo. Habían pasado varios años de no ver a quien siempre asumió el papel del hermano que nunca tuvo, la última vez fue durante su boda, en la cual fungió como padrino; saliendo de ahí Manolo se fue directo al aeropuerto, pues se marchaba a vivir al extranjero. Al entrar a su oficina Manolo observaba con detenimiento una foto de la boda de Fabio, que éste tenía sobre el escritorio. —¡Qué cara de mustio tenías! —fueron las palabras con las que Manolo saludó a Fabio antes de que se abrazaran efusivamente. Manolo no había cambiado mucho, por lo menos físicamente, desde la última vez que se vieron, sólo
que ahora portaba una facha de playboy bien trabajada, muy diferente a la imagen de rebelde que siempre lo caracterizó. Aunque su desfachatez verbal salió a relucir, igual que siempre, cuando le reclamó a Fabio, en forma impía, el que hubiera subido de peso, aunque tan sólo fueran un par de kilos alojados en la cintura. Durante más de una hora platicaron de todo y de nada; del matrimonio de Fabio y sus hijos, de los viajes de Manolo, de su fugaz matrimonio y costoso divorcio, de su decisión por regresar y, finalmente, sobre la propuesta de trabajo que Fabio le había hecho. —¿Entonces, te interesa? Serías parte del departamento de estrategias —el entusiasmo de Fabio resaltaba de entre sus palabras. —Pues me agrada la idea de trabajar contigo, mucho, pero… yo nunca he trabajado en una agencia de publicidad, no sé cómo carajos te puedo ser útil. Fabio se puso de pie, fue al servibar que se encontraba al fondo, sacó una pequeña botella de whisky, la destapó, lo sirvió en un par de vasos, le dio uno a Manolo y preguntó a quemarropa: —¿Qué opinas de la infidelidad? —Ya vas a empezar con tus sermones. —Te pregunto en serio, me interesa tu opinión, siempre has sido un pito loco suertudo, nunca has respetado estado civil, edad, religión… casi nada. Y siempre has salido airoso. —No jodas… ¡Bonita opinión la que tienes de mí! —Manolo dio un lento trago, sin tomar en serio la pregunta de su primo.
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—Te repito que es en serio, me interesa mucho saber qué opinas al respecto, pues, por lo que sé, tú has estado en ambos bandos —las palabras de Fabio sonaron fuertes pero sinceras, ya que, efectivamente, Manolo había estado ya en ambas trincheras: como amante clandestino durante muchos años de su vida y como marido cornudo durante casi el año que duró su matrimonio. Quizá por eso, el primo meditó por un rato su respuesta antes de decirle: —Es un deporte rudo, peligroso, adictivo si no lo controlas… es muy fácil que lastimes o salgas lastimado… No cualquiera puede jugarlo. Fabio se levantó del sillón, se sirvió otro whisky, se sentó sobre el escritorio, mirando en silencio a su primo, quien igualmente lo observaba con cara de “se me hace que estás loco”. Por mí, estás contratado de inmediato, ya sólo depende que tú aceptes —anunció Fabio con aplomo. —¡¿Qué te pasó primito?! Cuando me fui aún estabas cuerdo —el comentario de Manolo estuvo aderezado con una buena dosis de sarcasmo. Fabio se sentó nuevamente junto a su primo y, con toque de solemnidad, satisfizo una acuciante necesidad con la confesión aposta que le hizo: —Esta es una agencia, pero no de publicidad. Ese mote sólo es una fachada, un, digámoslo así: camuflaje. En realidad… somos ángeles.
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urante el último año de vida de nuestro padre, estuvimos reuniéndonos para comer con él todos los miércoles de cada semana. Al morir, hace dos años, continuamos con la costumbre sin habernos puesto de acuerdo entre nosotras. Era nuestra más reciente tradición familiar, la única que realmente cumplíamos. Generalmente, todas las comidas resultaban igual, pero en esta ocasión fue diferente, más intensa, pues desde que Rosario se subió a la camioneta desprendía un entusiasmo excesivo, poco común a esas horas del día. Durante el camino hacia la escuela no pudo ni hablar por estar conteniendo una risita que me intrigó, además, sus mejillas mostraban un rubor natural que combinaba perfectamente con el brillo que irradiaba su mirada. Algo había hecho que la puso así y no la convencía de que me contara su travesura. Después de recoger a los niños, los tres míos y los dos de ella, obviamente no pudimos tocar el tema, así que fue hasta después de comer, cuando los niños se fueron al área de juegos, que por fin Rosario me confesó el motivo de su febril alegría. Cuando me lo dijo, de manera bastante claridosa, quedé helada, no supe qué decir. Sin pensarlo, ya que es algo estúpido, repetí parte de su relato para que me confirmara que era cierto lo que había escuchado. —Estás eufórica porque hoy en la mañana tuviste sexo desenfrenado en un auto, en plena vía pública… con Santiago —en ese momento se me atoraron las palabras
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en la garganta. Respiré despacio. Al cabo de unos segundos finalmente, sin poder ocultar mi turbación, logré preguntar: —¡¿Quién diablos es Santiago?! —En primera: fue en una camioneta, no un auto. En segunda: fue en el estacionamiento del supermercado, no en la vía pública, y Santiago es… un amigo —me explicó Rosario, tranquilamente sin inmutarse por mi reacción, mientras sostenía su vaso de refresco con ambas manos dándole esparcidos sorbos con el popote. Nunca me imaginé a mi hermana teniendo relaciones con su amante, o “amigo”, antes de ir por sus hijos a la escuela. ¡¿Cómo podía arriesgarse y estar tan tranquila como rozagante?! Y yo, con tan sólo mariposas en la cabeza, me sentía la peor esposa del mundo. Alguna de las dos estaba mal. Ella se veía muy bien.
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anolo daba de vueltas sobre la silla giratoria detrás del escritorio, tratando de digerir la información que Fabio le había dado, aunque lo hacía de manera lenta, pues era algo difícil de tragar, más viniendo de su primo, a quien siempre había considerado un santurrón. —¡Agencia de coartadas personalizadas!... ¿Cómo se te ocurrió algo así? —cuestionó Manolo, deteniendo de golpe sus giros. —Mira, tú bien sabes que tratar de reprimir los instintos es como encerrar a una bestia salvaje en jaula de cartón. Representa un riesgo constante, en cualquier momento escapa hambrienta, atacando sin medir las consecuencias. Así que nuestro trabajo consiste en facilitar las cosas para que en vez de encerrar a esa bestia incontrolable, la alimenten de una manera segura, logrando mantenerla tranquila, sin lastimar a nadie —respondió Fabio, recostado en el sofá sin quitar la mirada del techo. —¿Y lo han logrado, que realmente nadie salga herido? —Manolo puso al descubierto su incredulidad mientras se ponía de pie. —Por supuesto —aseguró Fabio, al mismo tiempo que se levantaba para darle mayor énfasis a sus palabras—. Hoy en día, ser un hombre probo no significa reprimir tus instintos, sino ser lo suficientemente discreto. Así que, a través de una serie de artilugios finamente ensamblados, conseguimos construir, para nuestros clientes, una careta
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de honestidad sin mácula. De esta manera, siempre serán unos hombres ejemplares ante los ojos de la sociedad y, sobre todo, de su familia. —Son una bola de alcahuetes profesionales. —Alcahuetes no, ángeles suena mejor. Va más con la labor que realizamos, pues nos encargamos de velar por la tranquilidad familiar y social de nuestros asociados. Ser infiel no es nada fuera de este mundo, lo que escapa de la regla es que nosotros les ayudamos a que lo hagan sin riesgo alguno, evitando que lastimen a las personas que quieren. Todos nuestros clientes son personas preocupadas por su estabilidad familiar, buenos hombres que han decidido desahogar los instintos de esa bestia que todos llevamos dentro, pero de una manera responsable. No promovemos la infidelidad, más bien, la aventura sin riesgos. Es diferente. —Casi me haces llorar —ironizó Manolo. —Búrlate, pero si lo analizas bien, gracias a nosotros muchas familias viven felices. —No te sulfures; lo que pasa es que nunca te imaginé a ti, al que siempre era el ejemplo de rectitud para todos nosotros, metido en estos terrenos tan escabrosos. —Te lo repito: el mérito está en ser lo suficientemente discreto. Y en serio, regresando al punto principal de esta conversación, necesito a alguien con tu experiencia y de toda mi confianza para nuestra área de planeación y estrategias. Date la oportunidad de conocernos, estoy seguro que una vez que lo hagas te sentirás orgulloso de pertenecer al equipo. Además, no me vengas con tus falsos
escrúpulos, yo sí te conozco bien y no te quedan. —Para convencerme vas a tener que invitarme a comer. Fabio levantó el teléfono, le pidió a su secretaria que realizara una reservación, para dos, en el restaurante de mariscos que más le gustaba a su primo.
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ay quienes pueden soltar fácilmente las pesadas piedras de la culpa y caminar ligeras por la vida, con tranquilidad. Por desgracia, creo que yo soy de las que, además de las propias, recoge las piedras que otros tiraron, cargándolas como si fueran mías. Durante el trayecto de regreso no tocamos el tema, tanto por los niños como por el mutismo en el que me encontraba debido a la congestión emocional causada por Rosario, sobre todo después de que me dijo que Santiago, su “amigo”, además de ser diestro amante también era un hombre casado. Al llegar a su casa los niños se bajaron a toda velocidad de la camioneta, sólo para subir corriendo al cuarto de televisión y jugar el mentado Xbox. No se los prohibí, ni les dije que se apuraran, pues tenían tarea que hacer, tampoco les pedí que no se pelearan por los controles. No les dije nada. Necesitaba estar un momento a solas con mi hermana. Cuando por fin lo estuvimos, ahí, sin bajarnos, solté el primer fogonazo: —¡¿Cómo puedes andar con un hombre casado?! —primero se limitó a sonreír, luego, sin deshacer por completo su sonrisa, me dijo tranquilamente, como si me estuviera dando la receta de un pastel. —No fue planeado, sólo sucedió. Un día, sin esperarlo, me arrolló, me atrapó… no te lo puedo explicar. El caso es
que más que buscar esta aventura… ella me encontró a mí, sin darme tiempo para reaccionar —sacó un cigarrillo del estuche que llevaba en su bolsa, bajó la ventana de la camioneta y lo encendió. Estuve tentada a pedirle uno, pero no lo hice. —¿Desde cuándo? —pregunté más tranquila, tratando de reducir la tensión que yo misma ocasioné en el ambiente. —La próxima semana cumplimos seis meses. —¡¿Seis meses?! —repetí como estúpida—. ¿Te estás vengando? —En un principio pensé que sí, pero en realidad me di cuenta que lo hago por mí. Me hace sentir viva, deseada, mujer. Dicen que el orgasmo es el regalo que nos da el diablo por pecar, si es así, ¡bendito sea el infierno! — dibujó en su rostro la misma sonrisa que usaba cuando era niña y recordaba sus travesuras. —¡Nunca imaginé que tú pudieras hacer algo así! —El mismo diablo tan sólo es un ángel incomprendido, hermanita —Rosario hizo deliberadamente una mueca burlona, mientras apagaba el cigarrillo sin terminar en el cenicero de su puerta. —¿Por qué no me habías dicho nada? —Por esto mismo, sabía que me criticarías antes de apoyarme —me dijo sin cortapisas, quitándole todo valor a mí reclamo. Me dolieron sus palabras, porque tenía razón, pues podía ser moralmente muy laxa con las acciones de los demás, pero al tratarse de ella, me encaramaba en mi pedestal de hermana mayor y, en ocasiones como esta, no lograba ver lo importante por
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concentrarme en lo que, según yo, era lo correcto—. No deberías ser tan dura al juzgar a los demás, no todas tenemos tu misma suerte —remató mi hermanita, a sabiendas de lo mucho que me purgaba el que me embarraran en el rostro “mi buena suerte”. Rosario se bajó de la camioneta, yo me quedé un rato conmigo misma. Me dieron ganas de llorar, las reprimí con dificultad. Me sentía estúpida, estúpidamente suertuda.
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a comida sirvió de marco para que se pusieran al corriente sobre lo que había sucedido en sus respectivas vidas en los años que no se habían visto. La sobremesa resultó ideal para que Manolo volviera a tocar el tema sobre la agencia que comandaba su primo, sin perder la oportunidad de sacar a relucir el sarcasmo que lo caracterizaba. —Así que eres el cabecilla de un escuadrón de profesionales dedicados a la creación y mantenimiento de excusas… ¡Quién lo diría! —Si lo quieres ver así… sí —Fabio pidió al mesero un digestivo para él y más vino tinto para Manolo—. Nosotros desarrollamos las estrategias que te permiten proyectar tu vida más allá de lo que los paradigmas sociales y familiares establecen como correcto, decente, moral… como quieras llamarlo, sin que tengas que pagar las consecuencias, ni tus seres queridos sufrir por las mismas. —Me imagino que el único costo que se tiene que pagar es el económico —comentó Manolo, sin desprenderse del tono irónico. —Obvio, es ahí donde está el negocio —afirmó Fabio. —Suena a utopía. Es el sueño de todo hombre hecho realidad. —Bueno, no precisamente de todo hombre. Aunque parezca contradictorio, nos regimos con un código de ética, el cual solamente nos permite recibir a hombres
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que estén preocupados por mantener en secreto sus desahogos hormonales. —Más que contradictorio suena absurdo. Es ilógico que tengas prejuicios en un negocio de ese tipo. —No son prejuicios, es algo más complicado… mira —se hizo una pausa en cuanto el mesero llegó con las bebidas, al marcharse Fabio continuó— hay muchos hombres que, como en mi caso, amamos a nuestras esposas, a nuestros hijos, pero simplemente tenemos la necesidad de desahogar nuestros instintos. Hay otros más que ya no aman a su pareja, pero por sus hijos procuran mantener una armonía en el hogar. Cuántos no hay que se casaron muy jóvenes, que tienen preferencias sexuales que no se atreven a compartir con su esposa o ella con él o que simplemente tienen la necesidad física de destapar la cañería emocional. En fin, los motivos pueden ser muchos, lo único que a nosotros nos importa es que sean personas preocupadas por su estabilidad familiar. —¿Y a los que les vale eso y simplemente son mujeriegos? —Esos tipos no están interesados en nuestros servicios. Son hombres egoístas, a quienes sólo les importa demostrar su supuesta virilidad y satisfacer sus necesidades sin preocuparse por los suyos; además, quienes únicamente están interesados en sacar del cuerpo la calentura y poder continuar pensando lúcidamente, o se masturban en el baño o se van con una puta. Nosotros les damos a nuestros clientes la oportunidad única de salir de cacería. Esa es, quizá, la parte más excitante; el escoger a la presa, acecharla, planear la estrategia, capturarla y devorarla a
placer, con la confianza que te da el saber que un ángel te está cuidando las espaldas. —En serio que te escucho y te desconozco. Este no es mi primo Fabio, el ejemplo de virtuosidad y rectitud al que todos tenemos que seguir como ejemplo. —Siempre he sido el mismo, lo que pasa es que muy pocos me conocen realmente. —Oye, me imagino que tu esposa no sabe nada de todo esto. —Por supuesto, ella, como la mayoría y como tú hace unos momentos, cree que mi negocio es una simple agencia de publicidad. —¿No te da miedo que se entere? —Claro, es un riesgo constante, pero, ¿acaso tú crees que los toreros no le tienen miedo al toro? Claro que le tienen, pero algunos hombres no podemos mantenernos fuera del ruedo, necesitamos la adrenalina circulando por nuestro cuerpo para sentirnos vivos. Manolo bebió de su copa de vino, degustando todo lo que su primo le acababa de decir como si se lo hubiera dicho en mayúsculas, confirmando lo que desde hacía tiempo venía pensando: que una sociedad preñada de falsos moralismos engendra frustrados y, en ocasiones como esa, excelentes negocios. Guardó sus comentarios para sí, pero le preguntó a su primo en tono confidencial: —¿No te sientes mal engañándola? —Es sólo sexo —alegó Fabio—, tú la conoces, sabes que es una mujer extraordinaria, el amor que siento por ella y por mis hijos no cambia en absoluto por una simple
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aventura. Es sólo sexo, nada más. Por eso nació Ángeles Guardianes, por la necesidad de poder conservar lo más importante de tu vida sin tener que sacrificar o reprimir nuestras necesidades… Deberías de entenderlo, al fin de cuentas, eres hombre. —Lo sé, lo entiendo perfectamente, únicamente quería escuchar que lo dijeras… ¡Mira, y dicen que yo soy un hijo de puta! Tengo mucho que aprender de ti, para en verdad llegar a serlo. Pues salud, por “los ángeles”. —Salud.
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sta noche me he sentido más sola que nunca. Mi marido me avisó que llegaría tarde, una vez más, como si eso fuera noticia. Los niños duermen desde hace rato, así que intenté distraerme leyendo la novela que había comenzado semanas atrás. Fue inútil, no logré concentrarme, así que decidí hacer algo más práctico y me puse a zurcir un suéter de mi hijo Federico. Al terminar escombré los cajones de mi recámara, pero a pesar de todos mis intentos por distraerme, terminé en la terraza de mi habitación fumando y haciendo lo que quería evitar: pensar en mí misma. Es algo que no me gusta, ya que siempre que me veo desde afuera me desagrada el panorama. Mi vida no es lo que supuse que sería; no recuerdo en qué momento cambié de dirección o equivoqué el camino. En ocasiones como esta siento una gran necesidad de desahogarme, de sacar todo lo que se atiborra en mi pecho para no explotar, pero no me atrevo a compartir con nadie el peso de mis conflictos existenciales, ni siquiera con mi hermana. Si yo misma no me entiendo, ¡¿cómo puedo pedir que alguien más lo haga?! Estoy comenzando a creer que la confesión de Rosario me afectó demasiado. Quizá si me lo hubiera dicho hace un par de meses lo habría tomado más a la ligera. Tal vez es pura envidia; por su valor, por su habilidad al manejar una situación como esa, por sus orgasmos clandestinos. El humo de mi cigarrillo se enrosca y desaparece con
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la brisa. Pienso en él, me pregunto si es válido sentir nostalgia por momentos que nunca he vivido. Parece que va a llover. Antes de entrar tiro el cigarrillo observando cómo se estrella en el piso y las decenas de chispas esparcidas en el asfalto se apagan lentamente. Una vez adentro me desvisto, reiterando una secuencia de movimientos que la rutina ha convertido ya en una tarea monótona. Como casi siempre, me quedé únicamente en calzones y con la pequeña y vieja playera que uso para dormir, e inconscientemente me encierro en el baño, saco desde arriba del closet de toallas una vieja caja de zapatos. Me siento en el filo de la bañera, con la caja sobre los muslos, la destapo lentamente, como si se tratara de un tesoro. En realidad lo es; son viejas fotos de cuando asistía a la universidad, algunas cartas que amigos y amigas me escribieron cuando supieron que dejaría de estudiar, una foto, en la cual no aparezco yo, de todo el grupo el día de la graduación, con sendas dedicatorias por la parte de atrás, deseándome suerte en mi nueva vida de casada. Ramiro aparece debajo de todos esos recuerdos. Lo saco de su caja y de su estuche plástico, lo pongo sobre el lavamanos, me quedo mirándolo, recordando cuando me lo regalaron mi hermana y mis compañeras el día de mí despedida de soltera. Ellas mismas le pusieron el nombre en memoria de un profesor que me gustaba. “Para que te acompañe en tus noches y días solitarios”, me dijeron al darme este dildo, que nunca he ocupado a pesar de tantas noches
que me he sentido sola. Hay también un pequeño tubo de lubricante, checo la caducidad, aún tiene un par de años de vigencia. Sin darme cuenta, después de observar con un dejo de tristeza todas las fotografías y de releer todas las cartas, en una escena penosa en verdad, si es que alguien se llegara a enterar, me encontré desahogándome con Ramiro. Vomité sobre mi solidario consolador no sólo buena parte de mis penas, sino también todas las frustraciones que tenía enredadas en el pecho a la usanza del mismísimo nudo gordiano. Salieron sin filtro alguno, de manera desordenada, hasta que, metida en la tina, me puse a llorar por un buen rato a moco tendido. Cuando finalmente logré tranquilizarme cruzó por mi mente la idea de por fin estrenar a Ramiro, al fin y al cabo se había mostrado bastante comprensivo. Me quité las pantaletas, tomé entre mis manos a mi plástico amigo, saqué el tubo de lubricante, lo abrí, le puse a Ramiro una buena capa y… y… ¡carajo! No pude. A pesar de que en ese momento necesitaba algo más que únicamente ser escuchada. Todos los demonios que aún habitan en mi mente me atacaron con saña en ese momento. Salí de la tina, me puse mis pantaletas, limpié a Ramiro, guardé todo en la caja, la escondí de nuevo en el closet y me fui a acostar, enojada conmigo misma. Todo el peso de mis pensamientos cayó sobre mi almohada, eran muchos, se congestionaron y hasta chocaron entre sí. Tardé en dormirme, pero cuando lo hice, fue contándome mentiras, deseando, como siempre, que fueran realidad en cuanto despertara.
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abio y Manolo fueron los últimos clientes en salir del restaurante. La calle los recibió con una lluvia matapolvo a la que no le prestaron mayor atención. El cotidiano ajetreo urbano era casi inexistente, habitual a esas horas de la madrugada. Los dos primos se notaban alegres, ligeramente mareados. Hacía frío, pero ninguno confesó sentirlo. Manolo se rehusó tácitamente a que Fabio lo llevara a su casa y, para evitar una prolongada discusión al respecto, como solía suceder, se subió al único taxi que espera cliente en el sitio de la esquina. Se despidió a gritos y con medio cuerpo afuera del vehículo. Fabio caminó tarareando una canción que había estado de moda en sus años mozos. Dentro del estacionamiento semivacío sus pasos hacían eco mientras un sin número de recuerdos, insertos en su memoria, eran desempolvados. Repentinamente, un gato enjuto salió chillando de algún lugar, logrando que Fabio se sobresaltara al sentirlo casi en sus pies. —¡Pinche gato! —insultó al animal, al mismo tiempo que éste se perdía detrás de una llanta. Los metros restantes los recorrió sin tararear, a la expectativa. Justo antes de subirse a su coche, volteó sobre sus hombros en ambas direcciones, instintivamente; no había nadie. Tardó un par de minutos en encontrar el ticket que introdujo en la máquina de cobro; tardó más en recibir
su cambio por parte de la misma. El brazo mecánico se levantó, Fabio avanzó lentamente sintonizando alguna estación, no tenía ganas de escuchar los discos que traía en su estéreo desde hacía más de una semana. En la esquina se detuvo en espera de la luz verde, casi nunca respetaba los semáforos a esa hora, pero esa noche, sin tener motivo aparente, lo hizo, sin tomar en cuenta lo que continuamente repetía a sus clientes para evitar que cometieran descuidos lamentables: que en un determinado grado de confianza, la cautela y la imprudencia se funden y confunden. No encontraba ninguna estación a su gusto así que apagó el aparato. La lluvia amainó, encendió el limpia parabrisas. Una camioneta se le emparejó y, casi al mismo tiempo, el cristal de su lado se cuarteó en cientos de pedazos, seguido por una serie de estruendos ensordecedores, junto con el rechinido de unas llantas quemando con saña el asfalto. Fueron dos, empero, Fabio sintió como si hubieran sido cien balazos consecutivos. No pudo calcular el tiempo exacto que permaneció agazapado sobre los asientos, voluntariamente petrificado, sin atreverse a mover un sólo músculo. Cuando por fin reunió el valor suficiente, se incorporó lentamente, comprobando que el agresor había desaparecido. El aguacero mermaba mucho la visibilidad, a percepción de Fabio, la calle estaba completamente vacía. En el semáforo parpadeaba la luz amarilla. Trémulo, con el razonamiento aún desconectado y embalado por un miedo que comenzó a germinar en su pecho
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aceleradamente, se puso en marcha nuevamente aferrado al volante con ambas manos, sin respetar semáforo alguno, sin importarle toda el agua que entraba por los agujeros que habían dejado las balas en el cristal. No entendía por qué, ni qué había sucedido, tampoco se preocupó por entenderlo en ese momento. Toda su capacidad, tanto mental como emocional, se enfocó en alejarse lo más rápido posible, razón por la cual no se percató que su valentía, misma que se había alejado en el momento exacto de lo balazos, venía corriendo tras él desesperadamente, tratando de alcanzarlo.
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