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Trillizos y el misterio maya Trillizos0102
Índice
Portada Sinopsis Dedicatoria 1. Un vídeo para YouTube 2. Un destino muy especial 3. ¡Bienvenidos al hotel Aruma! 4. Arañas que no pican 5. La historia del sabio y la tortuga 6. El islote misterioso 7. ¿Dónde está Aitana? 8. La tribu de la selva 9. La pirámide maya 10. Un guía muy peludo 11. El reencuentro 12. El chamán que aparece y desaparece 13. El viaje de sus vidas 14. Un mensaje muy importante 15. Es hora de volver
Epílogo Créditos
Los Trillizos acaban de ganar un concurso con uno de sus vídeos de YouTube. ¡Y el premio es un viaje a la Riviera Maya para toda la familia! Una vez allí, disfrutan de un precioso cenote, conocen las ruinas mayas de Tulum, le hacen alguna que otra broma a su hermana pequeña… Todo es perfecto, hasta que un día, en la playa, su hermana pequeña desaparece ante sus ojos cuando trata de cruzar a un islote cercano a través de una lengua de arena. Los Trillizos corren en su ayuda y de pronto la marea los arrastra… Cuando vuelven a la superficie, todo ha cambiado: la lengua de arena ha desaparecido, el pequeño islote (antes desértico) está rodeado de selva y ni siquiera se divisa el mar a lo lejos. ¿Qué misterioso secreto se oculta en este paradisíaco rincón de la Riviera Maya? Los Trillizos tendrán que averiguarlo para recuperar a su hermana.
Queremos dedicar este libro a nuestra familia por apoyarnos en todo, en especial a nuestra madre. Y a vosotros, seguidores. Sin vuestro apoyo incondicional nada de esto hubiese sido posible.
1 Un vídeo para YouTube
Paula, Pablo y Álvaro comparten apellidos, padres y casa, por lo que sería suficiente con definirlos como hermanos, pero también comparten los diecisiete años que tienen y eso les hace ser especiales. Son trillizos, lo que no implica que hayan nacido en tropel; primero uno y luego otro, poco a poco. ¿Pero quién nació antes? Es la eterna pregunta, y seguro que tú también te lo has planteado alguna vez, aunque el orden de salida para ellos es lo de menos. Esta tarde, lo realmente importante será quién llegue antes a la base de la montaña. Ahora descansan en una cafetería de Vielha, el pueblo adonde han ido varias veces con sus padres para aprender a esquiar. Otro domingo más, blanco, frío, soleado. —¿No os pasa que el olor de un alimento os trae un recuerdo a la memoria? — Paula juguetea con el trozo de limón que le han puesto dentro del té caliente y se lo acerca a la nariz con la ayuda de la cuchara. —¿De qué te has acordado? ¿Ha sido por el limón? —le pregunta Pablo. Recordemos que son trillizos, pero no te vayas a pensar tú también que se pueden leer la mente, y menos comunicarse por telepatía, como algunos de sus amigos quieren creer. —Me ha venido a la memoria la vez que eché sal a la limonada en vez de azúcar —dice ella, pensativa. —¡Como para no acordarse! Me morí de la risa, aunque aquello estaba asqueroso —responde Pablo con una mueca—. Nos tiramos toda la tarde los tres preparando la dichosa limonada, que, aunque parecía fácil de hacer, sí que requería de tiempo, y además era nuestra primera vez haciendo ese potingue. ¿A quién se le ocurre echarle sal a la limonada justo cuando ya está terminada, después de todo el esfuerzo? —Sabes que para nada fue mi intención, yo lo que quería era echarle azúcar
porque me pareció un poco sosa. Vale, me equivoqué, pero ¿te has olvidado de lo mucho que nos divertimos? Estuvimos toda la tarde riéndonos con la chorrada de la limonada hasta que empezó a dolernos la barriga. —Ya lo creo —afirma Álvaro—, todavía me acuerdo de la cara de asco de Pablo porque va a quedar registrada para la historia. Fue una gran idea lo de empezar a grabar nuestras chorradas en vídeo y subirlas a YouTube; ¡nos lo pasamos genial haciendo el ganso! Aunque Paula, tú también podías haber azucarado solo tu vaso y no la olla entera… —A ver, los de la limonada, que se levanten, que salimos de nuevo a esquiar — se ríe la madre, mientras paga las consumiciones—. Chicos, recordad que el objetivo de esta tarde es que volváis a casa con la sensación de que sois vosotros los que domináis los esquís, no ellos a vosotros. Ahí va Pablo, el primero de camino a la pista, el más echado para adelante de los Trillizos. Camina junto a su madre, le siguen Paula y su padre, que van charlando, y por detrás anda Álvaro, que, aunque es el más reservado de los hermanos, hoy será el más lanzado de los tres. Literalmente. —Papá, ¿nos grabas un rato? —le pide Paula—. Hace un día bonito, seguro que sale un vídeo chulo para subir al canal. —Venga, va. Seguidme, que vamos a subir sin los esquís a esta parte más alta, a practicar las bañeras. A ver cómo sale hoy. —El padre avanza rápido con la cámara ya preparada, siempre dispuesto a grabarles. Antes de que te los imagines como tres patitos que siempre han caminado en línea recta siguiendo a papá y mamá patos para que los protejan de todos los peligros, hagamos un pequeño inciso en la historia: ser trillizos no significa que haya que ir juntos siempre a todas partes. Los Trillizos son independientes, a veces coinciden en que quieren hacer una misma cosa, acompañados o no, y otras… Cada pato, perdón, cada hermano tiene vida, voz y despistes propios. Volvamos con Álvaro, que camina detrás de todos. Él sigue pisando la nieve con fuerza y dejando huellas de big foot con esas botas enormes que no le permiten caminar como una persona humana normal. Va absorto observando su rastro y, a velocidad de tortuga, las huellas en la nieve dejan una marca muy profunda. «¿Y si me hago un tatuaje con cuatro huellas? Simbolizaría la unión tan profunda que tengo con mis hermanos. Aunque, ahora que lo pienso, tampoco parece que las
huellas sean un símbolo tan original. ¿Y dónde me lo haría? Me encantan los tatoos en el tríceps, pero tiene que doler una barbaridad…». Cree que solo ha pasado un minuto, sin embargo, cuando levanta la vista ya no reconoce a nadie. Hay mucha gente a su alrededor, pero ni son sus hermanos ni tampoco sus padres. «¿Dónde están? ¿Por qué me han dejado aquí? ¿Y qué hago ahora yo solo?». En la ladera de esa montaña hay más gente que en las Ramblas de Barcelona en hora punta, así que encontrar a su familia va a ser complicado. Pequeño inciso número dos. Ante situaciones extremas, el cerebro toma una decisión en una décima de segundo. Si tardamos más en movernos o reaccionar, es porque el miedo ya ha entrado en acción. Álvaro podría haberse dado la vuelta para esperar a sus padres en la cafetería, o podría haber gritado sus nombres por si aún estaban cerca. Esta tarde ha decidido que lo mejor es ponerse los esquís y empujarse hacia delante con los bastones. Y que sea lo que dios quiera. —¡Papá, un momento! ¿Dónde está Álvaro? —Es Pablo quien se da cuenta. Ya casi han llegado adonde iban a comenzar a grabar; sin embargo, han perdido un hermano por el camino. —Tranquilos, que creo que es aquel que está ahí abajo —comenta Paula—. Mirad, el que lleva el casco verde chillón, es ese. Pero se está poniendo los esquís, ¿dónde va él solo? ¿No ve que está cerca del inicio de pista? Un padre siempre va por delante, literal y figuradamente, así que este no iba a ser menos. —Chicos, ¡espere aquí! No os mováis, que ahora vuelvo. —Agarra los dos palos con una mano, la cámara en la otra y, mientras se desliza en busca de su hijo, sin darse cuenta le da al botón de grabar. * * * —Podríamos titularlo Hombres bala desaparecen por el horizonte. —Paula se ríe a carcajadas delante del ordenador; está mirando en bucle el vídeo que ha grabado su padre en la montaña. A Álvaro todavía le tiemblan las piernas. Afortunadamente, solo se llevó por delante a otro novato que no supo frenar a tiempo, pero nada grave. La anécdota quedó en un susto, pero el vídeo ahora se ve genial, grabado desde un plano subjetivo y con la casualidad de que la cámara
captó el instante en que se produjo el accidente. —Ha quedado demasiado bien como para no subirlo a YouTube, chicos. ¿No había un concurso al mejor vídeo del año? —pregunta su madre—. Podríais presentarlo, creo recordar que el premio era un viaje a la Riviera Maya, en México. Hace unos años había un programa en televisión que se llamaba Vídeos de primera, se veían caídas y cosas graciosas. También daban viajes como premios; una vez, un conocido mío ganó un viaje a Los Ángeles con un vídeo en el que simulaban que una señora mayor caía por unas escaleras. —Pues menuda faena —dice Paula. —Hija, ya ves que a las calamidades siempre hay que buscarle el lado positivo, así que, chicos, no desaprovechéis la oportunidad, metedle efectos de sonido y añadid una voz en off para que quede gracioso. —¡Qué buena idea, mamá! Se me ocurre que podemos retransmitir la bajada y el golpe de Álvaro como si fuera un partido de fútbol: «Ahí va a toda velocidad el hombre bala, que adelanta por la izquierda, regatea y… ¡cuidado, que va a ser gooool!». —Vaya casualidad que papá grabara un vídeo del accidente. De todas formas, no creo que sea tan bueno como para presentarlo. —Tranquilo, Álvaro, que lo primero es aceptar que somos buenos en esto de hacer y montar vídeos. —¡Y lo segundo el viaje, Álvaro, el viaje! —dice entusiasmado Pablo—. Si ganamos el concurso, podremos cruzar por primera vez el océano Atlántico y aparecer en esas playas paradisíacas. —Pero ¿alguien sabe qué más hay en la Riviera Maya, aparte de playas? —Pues en la Riviera Maya hay playas, palmeras y, sobre todo, hay vacaciones. —Vacaciones mayas te voy a dar yo a ti —dice Álvaro, mientras le arrea una colleja a su hermano—. Vale, me habéis convencido. Abre el editor y que la suerte nos acompañe.
2 Un destino muy especial
Esta no es una historia triangular, pues a los Trillizos tenemos que añadir un cuarto elemento indispensable para la ecuación: Aitana. Es la hermana pequeña, once años de pura energía y magnetismo encerrados en el cuerpo de una chica de rostro angelical. —Yo quiero que me llevéis con vosotros al viaje de la Riviera Maya. —Aitana levanta la cabeza de su cuaderno de deberes y se dirige a Paula, que está sentada en el sofá, haciendo cosas con el ordenador. —Primero tenemos que ganar, Aitana. No des nada por hecho. —Pero es que yo sé que vais a ganar. Quiero que me llevéis. —¿Y tú cómo lo sabes? —Me lo ha dicho un pajarito —se ríe Aitana. Su hermana suspira y continúa concentrada en el ordenador, pero la vuelve a desconcentrar—. Oye, ¿tú sabes lo que hay en la Riviera Maya? —¿Un pajarito? Pío, pío, que yo no he sido… —canturrea Paula—. Pues allí hay playas de arena blanca y fina y agua de color turquesa con muchos peces de colores. No te hagas ilusiones, en un par de semanas sabremos quién es el ganador. —También es el lugar donde nace el cielo. ¿No te gustaría ir al inicio de todo? —¿Qué estás diciendo, Aitana? —pregunta Paula un poco incómoda—. ¿Cómo se llama el pajarito que te cuenta todo eso? —En realidad no tiene alas, pero vino volando —responde con total tranquilidad Aitana—. Fue mi amigo Susto Bueno.
* * * —Mamá, Aitana ha vuelto a hablar con su amigo invisible —explica Paula, preocupada—. No le digas que te lo he contado, que me lo acaba de confesar. ¿No te acuerdas? Susto Bueno, como también llamaba Álvaro a su amigo imaginario. Hace ya años que dejó de hablar de él, por eso me ha sorprendido que lo sacara hoy, así, de la nada. ¿Será que se siente sola y por eso su cabeza ha vuelto a acordarse? —Paula, ¿tú te crees que en una casa como esta puede faltar la compañía, con todos los que somos? —responde su madre con total tranquilidad—. Aitana tiene mucha imaginación y creatividad. Es una forma más de divertirse, no hay que preocuparse por ello. —Pero es que me contó algo un poco extraño, como que su amigo le dijo que en la Riviera Maya hay algo así como una puerta al cielo. —¿Y qué hay de malo en ello? Se habrá inventado una historia y te ha metido en el juego. —¿Aitana ha dicho eso? Qué raro. —Es Álvaro, que asoma la cabeza por la puerta—. Ayer mi profesor de Geografía nos habló sobre una puerta al cielo. Ahora estamos estudiando América del Norte y, por lo que nos contó, está relacionado con una reserva natural que existe en México. Tampoco explicó mucho más de la puerta. No sé de dónde lo ha sacado porque yo no le he mencionado nada a ella. —Chicos, vuestra hermana está muy emocionada con la idea del viaje, así que habrá buscado algo en internet. Pásame el móvil, a ver qué dice Google… Mirad, es Sian Ka’an, que en el idioma maya significa «lugar donde nace el cielo». Lo dice la Wikipedia: «Un espacio natural de la costa caribeña que tiene cerca la segunda barrera de coral más grande del mundo». ¡Misterio resuelto! Ya veis, los nombres de los lugares no tienen por qué significar nada, son solo nombres. * * * —¡Álvaro! —grita Aitana desde el salón—. ¿Me ayudas a terminar los deberes? —Voy, pequeñaja. A ver, cuéntame.
—Me han mandado hacer una redacción y quiero escribir sobre México. —Pues sí que te ha dado fuerte con el tema —resopla Álvaro. —Necesito saber más cosas para estar preparada cuando lleguemos, seguro que si las escribo las recordaré mejor. Porque me vais a llevar con vosotros, ¿verdad? —Frena, Aitana. De verdad que te estás haciendo muchas ilusiones. —Me tenéis que llevar. Puedo ser yo la que os grabe para vuestros vídeos del canal. —Pues no es mala idea, pero no empieces la casa por el tejado. A ver, dime cómo te puedo ayudar con la redacción. ¿Quieres saber qué hay en México? —Quiero saber quién hay. «Qué pregunta tan grande para alguien tan pequeño», piensa Álvaro. La respuesta no se puede enseñar con un mapa, lo ideal sería que pudieran viajar para conocerlo de primera mano. Apenas quedan dos semanas para la resolución del concurso, pero a él le sigue sonando a utopía. —Estaría guay poder teletransportarse por ejemplo a Chiapas para ver cómo son y cómo se relacionan los mexicanos —le responde a su hermana pequeña. —O a la Riviera Maya. —Que sí. Pero como no puedes ir esta tarde a México, haz que México venga a ti. Puedes empezar hablando con María Fernanda, la amiga mexicana de Pablo. Seguro que te puede contar muchas cosas. —No es mala idea, pero es que tengo que entregar la redacción mañana y no quiero que me lleve mucho tiempo. ¿Tú no me puedes contar algo? —No te puedo contar quién hay ahora, pero sí quién había. Aitana, ¿tú sabes quiénes eran los mayas? —¿Los que vivían en la Riviera Maya? —Qué graciosilla. Que sepas que a esa zona la llaman así ahora; quiero decir,
desde hace pocos años. Creo que para que vaya más gente a hacer turismo. El caso es que los mayas formaban parte de una de las civilizaciones que había en México. Según tengo entendido, eran un conjunto de pueblos que ocuparon parte de varios países de Centroamérica y los estados del sureste de México. Entre ellos, la península de Yucatán. —¡Donde el viaje a la Riviera Maya! —Exacto. Por lo visto, fueron muy buenos científicos porque hicieron grandes descubrimientos en matemáticas, astronomía, arquitectura, arte… Todos compartían el idioma y un mismo calendario… ¡con dieciocho meses de veinte días cada uno! Ya ves, cinco días por semana. —¡Qué risa! Y qué estrés, sin sábado ni domingo para relajarse. —Pues depende de cómo se mire, porque también podría ser que solo trabajaran de lunes a miércoles y descansaran jueves y viernes. ¿Te imaginas cómo sería ir al colegio o trabajar solo tres días a la semana? Ten en cuenta también que había esclavos y seguro que esos no tenían días libres. —Buen chiste, aunque no sé si me hace gracia o me da pena —responde Aitana, pensativa—. ¿Qué más cosas sabes? —Que construyeron edificios de bastante altura, pero que no los usaban como casas. En realidad, no se sabe a ciencia cierta la técnica que utilizaron, porque de esto hace más de dos mil años y, como puedes comprender, no había grúas. —Qué curioso. —Más cosas… Tenían una misma religión y creían que la vida continuaba después de la muerte. Por eso enterraban a sus seres queridos con objetos de valor, pero también con comida. —Álvaro se acaba de dar cuenta de que ha entrado en terreno pantanoso. Como Aitana empiece a preguntar por el tema de la reencarnación, le van a dar las uvas. —Claro, porque cuando despertasen seguro que estaban hambrientos. Pobrecillos —responde ella muy seria. —Sí, eso. —Álvaro suspira aliviado por no tener que entrar en más detalles. En realidad, es posible que las respuestas a preguntas de este tipo se las vaya
complicando la gente con la edad—. Otra cosa importante es que cada pueblo tenía su propia ciudad y su propio gobierno. Eran ciudades-estado, no sé si lo habéis estudiado ya, pero se parecía a como se organizaban los griegos. Las primeras ciudades maya se construyeron más o menos a la vez que Atenas y Esparta. Estas sí que te suenan, ¿verdad? —Un poco. ¿Y por qué en el colegio todavía no nos han dicho nada de los mayas? —No sé, supongo que es porque se empieza aprendiendo aquello que nos queda más cercano. —Pero ¿no se supone que los españoles también estuvimos en México? Si su historia es parte de nuestra historia, ¿por qué no nos cuentan ni un poquito? —Buena pregunta a la que tampoco tengo ni idea de qué responder. Tú ten paciencia, seguro que más adelante lo estudiarás. En fin, que los griegos y los mayas no se conocían porque los separaba un océano que nadie había cruzado, ni siquiera en barco. —¡Y ahora podemos llegar allí en unas dieciséis horas si cogemos el avión! No es tanto, ¿verdad? —¿Dieciséis horas de vuelo? ¿Lo has mirado ya en internet? —No, me lo ha dicho Susto Bueno —dice, bajando el tono. —¿Has vuelto a hablar con él? —Bueno, yo solo le escucho, porque en realidad es él quien habla. —¿Y qué más te explica? Aitana, acuérdate de que yo también tuve un amigo imaginario y que te entiendo perfectamente. Si te sientes mal por cualquier motivo, ya sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites. —En realidad, a él le importa poco esa nueva aparición. Lo que quiere dejar claro es que él siempre estará al lado de su hermana, por cualquier motivo que le preocupe. —Ni me siento mal ni es imaginario —responde Aitana—. Que lo vea solo yo no significa que no exista. Además, no quiero hablar de eso ahora, que necesito
terminar los deberes. Álvaro es consciente de que los amigos invisibles son fruto de la imaginación sin límites de los niños, también de la gran cantidad de información que reciben cada día: la televisión, los videojuegos, internet, el colegio, las conversaciones con los amigos de carne y hueso, los debates de los adultos… Al fin y al cabo, Álvaro también interactuó durante unos años con alguien que solo veía él. Que tuviera el mismo nombre que el amigo de Aitana le parecía irrelevante, ¡en cuántas otras cosas le puede haber copiado su hermana pequeña! Además, con el tiempo, él supo desprenderse por completo de la imagen de su amigo imaginario sin que esto le causara ningún problema. Aitana no sería menos. * * *
Dos semanas más tarde…
Por fin ha llegado el día. Hoy a las cinco de la tarde se sabrá quién es el ganador, aunque llevan desde las cuatro preparándose. No quieren perderse el veredicto y además están deseando grabar su reacción, pero el tiempo que falta se les está haciendo eterno. ¿Seguro que esa hora mide lo mismo que la anterior? Desde que Aitana escribió su redacción maya habían pasado dos semanas fugaces de las que solo recordaban el nueve que sacó ella, los dos conciertos a los que asistió Pablo, el nuevo tatuaje de Álvaro y el vídeo que montó Paula para el canal. Ahora tienen la cámara instalada en el trípode, el sonido y la luz están igual de correctos que hace cinco minutos y en la pantalla del ordenador aún no se ha anunciado nada. ¿Serán gritos o lágrimas lo que grabarán? —¡Qué nervios! ¿Qué creéis que va a pasar? —pregunta Álvaro. —Sinceramente, me hace ilusión pensar que lo ganamos, pero yo estoy tranquilo. Tenemos que concienciarnos de que habrá otras ocasiones en las que ganar algo. ¡Será por concursos…! —apunta Pablo—. Tampoco descartéis viajar a México por nuestra cuenta.
—Llevas razón, pero no es lo mismo hacer un viaje planificado y para el que tienes que ahorrar a que lo ganes gracias al reconocimiento que te dan otras personas —reflexiona Álvaro. —Chicos —habla Paula—, yo llevo imaginando que ganamos el premio desde que presentamos el vídeo a concurso. Una vez leí un libro que decía que si deseas algo con mucha fuerza, antes o después lo conseguirás. La cuestión es visualizarnos ya allí. —Paula, ¿tú te has dado cuenta de que eso que dices tiene poco sentido? —le pregunta Pablo—. Si funcionara de verdad, no habría tanta miseria porque todo el mundo cumpliría sus deseos. —Ya, pero es que no todo el mundo pide cosas positivas —le responde ella—. Hay mucho maleante por ahí que se siente bien con las injusticias. De todas formas, el libro se centra sobre lo positivo y lo mucho que se puede conseguir con una actitud adecuada. —Pero ¿y si el universo realmente no conspira para que tú tengas éxito? —Pablo sigue sin estar convencido—. ¿Qué pasa con toda esa gente que ha hecho todo lo posible en su vida, pero no ha logrado sus objetivos? —¡¡Chicos, os lo dije!! ¡¡Nos vamos a la Riviera Maya!! —Es Aitana la que salta por la habitación. Acaban de anunciar el ganador y, después de toda la parafernalia que han montado, ni se han dado cuenta. Estaban tan metidos en la conversación que se habían olvidado por completo de que esperaban algún movimiento interesante en la pantalla del ordenador. Y el ganador del premio de un viaje de una semana con todos los gastos pagados a la Riviera Maya es: Trillizos0201 —¡Enhorabuena a mis amores! —Es su padre quien aparece para darles un beso —. Parece que ya sabemos dónde vamos a ir de vacaciones este año, ¿verdad? Vuestra madre y yo ya habíamos barajado la posibilidad de viajar todos juntos a México, así que la ocasión la pintan calva. Mirad si podemos elegir las fechas para que nosotros nos cuadremos las agendas con el calendario del trabajo. ¡Nos vamos de viaje a la Riviera Maya!
* * * —Aitana, dale a grabar. Tres, dos, uno… —¡Hooola! Estamos en el aeropuerto —dice Álvaro, mirando a la cámara—, a punto de empezar el viaje que hemos ganado gracias a… —¡Gracias a que hemos conseguido el primer premio al mejor vídeo del año de YouTube! —le corta Paula—. ¿Verdad, Pablo? —Sí, en la categoría de entretenimiento. Estamos contentísimos y por eso tenemos que daros las gracias a cada uno de vosotros, a los que nos seguís por el canal y a todos los que también os asomáis a Instagram. Sabéis que sin vuestro apoyo esto no habría sido posible. —Exacto, gracias a todos los que nos seguís de manera incondicional —remarca Álvaro—. Os iremos contando lo que hacemos durante el viaje, pero tened paciencia porque no siempre vamos a disponer de internet. Ahora os dejamos, que estamos a punto de embarcar. —¡Corten! —ordena el padre—. Ya está, el mensaje os ha quedado perfecto. Por favor, guardad la cámara, que vamos a entrar ya al avión. Cada hermano carga con una mochila de mano en la que llevan cosas para no aburrirse durante todo el trayecto: Pablo, el móvil cargado de música de heavy metal; Álvaro, lo último de Shawn Mendes, y Paula y Aitana además de música también llevan libros, aunque todos piensan ver además alguna de las muchas series que el avión pone en sus pantallitas. Una vez en los asientos, hacen bromas entre ellos sobre los gestos de las azafatas y las indicaciones de seguridad. Pero son bromas sutiles y discretas; se conocen tan bien entre ellos que solo se ríen los cuatro, porque para la gente que les rodea las bromas pasan desapercibidas. No es la primera vez que cogen un avión, pero resulta sorprendente comprobar que semejante armatoste se eleve en el cielo, con las toneladas que pesa. —¿Por qué un avión puede volar y yo no? —pregunta Aitana. —¿Quieres la respuesta uno o la dos? —le dice Pablo.
—La rápida. —Porque no eres un pájaro. —Vale, ahora la de verdad. —Por una cuestión física y no te voy a dar la chapa ahora, pero básicamente es porque tú no tienes alas y el avión sí. Bueno, también necesitas tener un cuerpo muy aerodinámico, el de un gorrión te puede servir. Y moverte a muchísima velocidad, como los colibríes. Piensa que un avión normalito, de los que vuelan por Europa, se desplaza a casi trescientos kilómetros por hora. Los que sobrevuelan el océano pueden llegar hasta los novecientos kilómetros, y por eso entre otras cosas vencen la fuerza de la gravedad. —En realidad, parece magia —cree Aitana—. Es muy bonito mirar desde la ventana y ver el mundo en versión pequeñita. —Pues hay gente que le tiene fobia a viajar en avión y no saben lo que se pierden. A pesar de que el paisaje es precioso, el miedo les bloquea por completo. Conozco a un chico que cada vez que tiene que volar se toma una pastilla para tranquilizarse y dormirse. Dice que entiende la teoría de cómo un avión se sostiene en el aire, pero que el miedo le bloquea. —Qué mal. —A veces, estas fobias se pueden llegar a controlar si dejas de pensar en lo que te produce el miedo —interviene la madre, que se sienta al otro lado de la pequeña—. No es cuestión de decirse a sí mismo «no pienses en eso», sino que hay que pensar en otra imagen que te mantenga distraído. ¿Tú cómo lo harías, Pablo? —Yo no tengo miedo así que no tendría que hacer nada especial, pero se me ocurre observar a la gente que tienes alrededor y tratar de imaginar algo de su vida. Por ejemplo, aquellos que llevan auriculares, ¿qué música estarán escuchando? Los que se visten con traje y corbata, ¿estarán de viaje de negocios? ¿En qué trabajarán? —Vale, ya te entiendo —dice Aitana—. Pasa como en las películas de terror, que si el protagonista tiene miedo se pone a cantar… ¡aunque eso da más miedo!
—Hablando de películas —dice Paula—, ¿habéis visto el enorme catálogo que tiene esta aerolínea? No es Netflix, pero seguro que hay alguna interesante para ver antes de llegar a Ámsterdam. —Esa es otra —se queja Aitana—. ¿Por qué tenemos que viajar hacia la derecha si el destino está hacia la izquierda? O sea, primero hacia el este para luego ir al oeste, y para colmo con una segunda parada en Atlanta. ¿No sería más fácil viajar en línea recta? —Hoy todo son dudas, ¿eh, Aitana? —responde Paula—. Pues eso es igual que conducir un coche, también en el cielo hay autopistas. Además, supongo que depende del tipo de avión y la cantidad de combustible que pueda tener, al igual que los acuerdos que tenga cada aerolínea en los aeropuertos. —¡Es que estoy tan emocionada por el viaje que no me puedo callar! —Si te entiendo, yo también estoy ansiosa por llegar. —Pues relajaos un poquito y disfrutad del trayecto, que en un viaje eso también cuenta —les recuerda su madre. —Pero si no vamos a ver nada más que este avión por dentro —suspira Paula—. Es cierto que este mismo viaje por barco habría sido bastante diferente. Habríamos tardado muchísimo más, aunque habríamos visto cómo cambia el paisaje poco a poco. —No te creas. En vez de estar rodeados de cielo estaríamos rodeados de agua. Pero es igual, porque los dos viajes serían de color azul —reflexiona Aitana. Qué niña tan avispada.
3 ¡Bienvenidos al hotel Aruma!
–¡Espere! Mirad ahí, es ella, me va a dar algo… Imagínate una terminal de aeropuerto vista desde arriba, desde donde solo se pueden distinguir cabezas y brazos que arrastran maletas. Miles de personas moviéndose a la vez entran y salen de las tiendas, los restaurantes, los baños. Sin embargo, no existe el caos. Todos siguen caminos muy marcados y patrones de movimiento muy similares, como hormigas entrando y saliendo de su hormiguero. Todo en orden hasta que algo o alguien rompe esa armonía. ¿La reina? —¿No es aquella Emma Watson? Acaban de aterrizar en México y lo último que Paula se imagina es ver a su actriz favorita. Le gusta mucho, como actriz y como persona; la respeta tanto que se ha quedado petrificada al verla entre el barullo. A ras de suelo, la protagonista de Harry Potter no deja de sonreír a la gente que se va acercando y jalea su nombre. Aunque el círculo que la rodea es cada vez más grande, se mueve lentamente como si tuviera vida propia. La chica empieza a sentir la presión e intenta escabullirse con la ayuda de sus guardaespaldas. —Paula, tú eres su fan número uno. ¿A qué esperas para acercarte? Voy contigo si quieres, que yo también quiero saludarla —le dice Pablo. —Es que me da un poco de palo, hay mucha gente ahí pidiéndole fotos. —No todos los días te encuentras con una famosa, y menos con tu ídolo. ¡Venga, aprovecha! Sus padres y sus hermanos la observan, Paula está nerviosa y no sabe por dónde acceder para estar cerca de su actriz favorita. Entre un pelirrojo y una rubia encuentra el hueco y, de nuevo, ve la cara de Emma ahí, en el centro de todo, parece bastante agobiada. Se cruzan las miradas por una milésima de segundo, lo
justo para que Paula entienda que debe desistir. —No pasa nada. —Se vuelve hacia su familia, que la observa con intriga—. Prefiero no estresarla más. ¿No os dais cuenta de que la están atosigando? Acabo de ver cómo una chica casi la golpea con el móvil en la cara. Me he agobiado yo misma de verlo. —Es verdad que la vida de esta gente tiene que ser complicada —dice el padre —. Los conocen millones de personas. Aun así, este tipo de momentos va con la profesión y, aunque es difícil, supongo que deben aceptarlos. —Además, las personas que las agobian también son las que luego van a ver sus películas, escuchar sus conciertos o comprar sus cosas —añade la madre. —Pues me he acordado de vosotros —dice Paula con resignación— cuando alguna vez nos habéis dicho que debemos ponernos en el lugar de los demás para saber cómo se sienten. La verdad es que a mí me ha dado pena verla así y, como ella me importa, he preferido alejarme. —Pues te has quedado sin la foto —le recuerda su hermano. —Déjala, Pablo —pide la madre—. Paula, has hecho bien. Supongo que la presión que siente esta chica irá con el día. No siempre se está de humor para saludar a desconocidos que lo saben todo de ti. —Yo me imagino que vivirán apartados de la vida ordinaria y anónima — reflexiona el padre—. No podrán ir a lugares masificados. —Claro, lo que pasa es que los aeropuertos son espacios inevitables y me imagino que este tipo de situaciones deben de ser relativamente frecuentes — comenta su mujer—. Pero vaya, que no dejan de ser personas como nosotros, de carne y hueso. —Hablando de carne, ¿no tenéis hambre? —dice el padre, frotándose la barriga —. Vayamos hacia el taxi, que en el hotel nos espera un buffet libre. * * * El taxi los deja en la dirección señalada, pero allí no hay ni rastro del edificio enorme y blanco que los hermanos tenían en su cabeza. Se encuentran frente a
una verja con plantas enredadas entre su hierro forjado, que impide ver la fachada del hotel. —Esto no se parece en nada a los anuncios de los viajes a la Riviera Maya — dice Álvaro. —¿Y eso es malo? —le responde su madre, mientras atraviesan la verja cargados con las maletas. —No, solo que me sorprende. Me imaginaba un hotel muy grande, un resort o algo así. El edificio que se ve allí al fondo es más bien pequeño y no me esperaba que estuviera rodeado de tanta naturaleza. —¡Mirad, chicos! ¡Un loro! —Es Aitana la que grita de emoción, señalando un árbol. —Y un mono en aquella rama, ¡un mono! —añade con entusiasmo Paula. —No solo hay uno, mirad aquel que está cerca del porche cómo corre. Pero, ¿vamos a quedarnos a dormir en un hotel o en un zoológico? —pregunta Pablo con ironía. —Chicos, un poco de calma. A vuestro padre y a mí nos apetecía probar un hotel integrado en la naturaleza, como este, para disfrutar también del entorno —les tranquiliza la madre, que intenta no pisar a una pequeña iguana que descansa en mitad del camino enlosado. Ahí está el animal, tomando un rayo de sol en aquel frondoso jardín, tan tranquilo y acostumbrado a la presencia humana que ni se inmuta. Al fondo, el botones les sujeta la puerta con una gran sonrisa en su rostro. —Bienvenidos al hotel Aruma —saluda efusivamente—, les deseo que tengan una agradable estancia. Mientras los padres se dirigen a hacer el check-in, ellos dejan las maletas a un lado para poder explorar el hall. No hay mucho que ver porque el lugar es pequeño. Por ahora, las expectativas no concuerdan con nada de lo que se habían imaginado, pero, al menos, todo lo que ven les gusta. —Me esperaba algo diferente, la verdad es que la decoración me recuerda bastante a la casa rural de Vielha —susurra Paula a sus hermanos.
—Pero está chula y los sillones parecen supercómodos. Además, hay juegos de mesa y videoconsola. ¡Me gusta el sitio! —dice Pablo. —¿Teniendo la playa tan cerca creéis que vamos a estar mucho rato aquí dentro? No vamos a tener tiempo de aburrirnos —le responde ella. —¡Ni yo os voy a dejar! —sonríe juguetona Aitana, que va dando saltitos alrededor de la recepción, mientras observa todo con detenimiento. —A mí también me parece acogedor el sitio, pero si hay algo que me suena bastante es la cara del botones. ¿No os recuerda a alguien? —pregunta Álvaro. —¡Es verdad! ¿A quién se parece? —asiente Paula. —No sé, pero a mí también me da la sensación de haberlo visto antes —dice Pablo. Los Trillizos están de acuerdo en que la cara del hombre que les ha abierto la puerta les resulta familiar, hasta la pequeña lo comenta: —Yo también creo que he visto a ese hombre antes. ¿Os imagináis que es un famoso que ha salido en la tele, como Emma Watson, pero que aquí no lo conoce nadie? —No te flipes, Aitana, si fuera famoso lo conocería todo el mundo —comenta Paula—. Además, no tendría por qué trabajar de botones, y menos en un hotel tan pequeñito y con tan pocos clientes. Sus padres terminan de hacer las gestiones en la recepción y el hombre de la puerta les ayuda a transportar las maletas. —Ahorita les llevo el equipaje, sus habitaciones quedan en esta misma planta. Por favor, vayan hacia la izquierda. La número ciento siete para ustedes y la ciento cinco para los chamacos. Al final del pasillo… —¿Por qué a mí me toca la ciento cinco si en este hotel no creo que quepan tantas habitaciones? —piensa en voz alta Aitana—. Qué manía con poner números raros, con lo fácil que sería poner la uno, la dos, la tres… —Me disculpe, señorita, eso es porque la primera cifra indica la planta de la habitación. En el piso de arriba, las habitaciones empiezan por el doscientos —le explica el botones.
—Ya lo sabía —responde ella con una sonrisa angelical. —Aitana… —A la madre, ese comentario le ha resultado una impertinencia e intenta hacérselo saber. —No se preocupe, mi señora —le quita importancia el botones—. Me gustan los chamaquitos curiosos y valientes. Les platicaba que al final del pasillo de la derecha encontrarán el restaurante, es buffet libre. Pueden consultar el horario en la puerta, pero, si les ruge el estómago a deshoras, por favor, hablen con Itzel, mi compañerita de recepción, o conmigo mismo. Les convidaremos a unos platillos para matar el hambre, con total confianza. Siéntanse como en casa. —¿Entonces en este pasillo no hay nada más que habitaciones? —Así es, señorita Aitana. —Pues parecen pasillos simétricos. ¿Qué hay tras esa puerta del fondo? —Muy observadora. Sí, parecen iguales; sin embargo, tras aquella puerta no hay más que una pequeña alacena —le explica el hombre—. Es para uso del personal de limpieza y los contadores del agua, pero habitualmente está cerrada. No se preocupen, que en esta zona no les molestará ningún olor extraño. —Pues alguien se ha dejado la luz encendida —observa Aitana—, se ve cómo parpadea la bombilla por debajo de la puerta. Cuidado, porque se puede fundir. —Muchas gracias por avisar. Mis señores —dice, dirigiéndose a los padres—, tienen unos hijos con muy buena onda. * * * Paula es la primera en deshacer su maleta y probar el colchón. También corre las cortinas, desprecinta el baño, abre los cajones del escritorio y prueba el jabón de manos. Definitivamente, una habitación de hotel está diseñada para que se mantenga impecable y ordenada solo durante unos pocos minutos. Si lo medimos en tiempo, dura menos el placer visual de verlo todo tan colocadito que el esfuerzo de limpiarlo y arreglarlo. Pero eso es lo de menos, aquí la familia ha venido a relajarse y saborear todo lo que se les ofrezca. Como el almuerzo que les espera en el restaurante.
—Menudo banquete nos vamos a dar. —Es Pablo quien se adelanta al resto y observa la comida con deseo—. Me pienso poner las botas. En una mesa larga hay varios platos recién hechos con alimentos de todos los colores: enchiladas repletas de queso, tacos con chiles verdes, rojos y amarillos, pozole blanco, tortillas de maíz, quesadillas, totopos, queso a, ceviche… Los chicos aún no saben los nombres de algunos de estos platos, pero si hay algo que sí les interesa es saber cuál pica demasiado. Un camarero de la sala se les acerca para ayudarles a elegir. —Al lado de cada plato hay un cartel y en él verán uno o varios pimientos dibujados. Cuantos más pimientos, más picante. —Yo estoy acostumbrado a los jalapeños así que me arriesgaré a probarlo todo —comenta el padre. —Señor —les aconseja el camarero—, si ese es el máximo al que usted está acostumbrado, tenga cuidado porque en esta cocina tenemos chiles, como el manzano o el habanero, que son extremadamente picantes, bastante más que los jalapeños. A mí me parecen una delicia, pero también es cierto que yo me crie tomando picante con todo, incluso en las golosinas. Por eso, les sugiero que primero se sirvan una pequeña cantidad, la prueben y luego vuelvan a echarse más. Para beber, a ustedes les recomiendo que prueben el tepache, se parece un poco a la cerveza aunque tiene un toque dulce. Para sus hijos, el agua fresca de tamarindo es especialidad de la casa. —Yo quiero una Coca Cola —murmulla Pablo. —Y yo un Nestea —también susurra Álvaro. —Me encantaría probarlo todo. ¿Qué es coçito? —pregunta Paula. —Es como les decimos en Yucatán a los burritos —responde el mozo. —Entonces ¿qué los diferencia de los tacos? Me lío porque se parece todo un poco. —Que no pueden faltar los fríjoles en el relleno, y además se presentan cerrados por un lado.
—Pues yo quiero un poco de nachos con guacamole —dice Aitana. —Que aquí se les llama totopos —le responde su hermana mayor. —Es verdad, lo pone en el cartel —señala la pequeña—. Aunque ahora mismo tengo tanta hambre que el nombre es lo de menos. Pásame también una empanada, por favor. La familia al completo devora todo el banquete en tan solo una frase, sin necesidad de más explicaciones. Eso sí, la sobremesa se alarga bastante hasta que la madre toma la palabra. —Papá y yo estamos muy orgullosos de las aportaciones que hacéis los cuatro para el canal de YouTube. Lo estáis haciendo muy bien y este viaje es resultado del esfuerzo y el empeño que ponéis para hacer cada vídeo. Ahora nos toca disfrutar a todos de unas merecidas vacaciones. Por favor, no os preocupéis si vuestro padre o yo no seguimos vuestro ritmo, estaremos descansando en alguna hamaca o tomando algo en el bar. Vosotros aprovechad este entorno tan maravilloso, rodeados de naturaleza y para colmo a pocos metros de la playa. Eso sí, id siempre bien calzados y por favor no os desviéis del camino principal, recordad que estamos en la selva y uno nunca sabe qué bicho puede aparecer por el camino. * * * Los cuatro hermanos están casi listos para salir a explorar los alrededores del hotel, pero antes deben pasar por la habitación para lavarse los dientes. Pablo lleva en la mano una bolita dulce que ha sacado del restaurante pensando en la merienda. —¿Le gusta el tarugo? —¿Perdón? Se cruzan con el botones, que acaba de salir por la puerta del fondo, donde aún parpadea la bombilla. —Me refiero al dulce que lleva en la mano. —¡Ah! Disculpe, no le había entendido —se sonroja Pablo—. Primero pensaba
que hablaba de alguien rudo, pero luego me he acordado de que hay personas que llaman tarugo a un trozo de pan. Aun así sigo sin comprenderle. —Ya sé, a veces tenemos que traducirnos. Quién diría que hablamos el mismo idioma. Aquí, llamamos tarugo también al dulce de tamarindo. —Pues está buenísimo, cogí este para más tarde porque sabe delicioso —dice, mirando la bolita con deseo—. Por cierto, ¿cómo se llama usted? —Me llamo Balam, mi señor. ¿Y usted? La hermana pequeña lleva todo el rato observándolos hablar. Balam es un hombre bajito, tiene el pelo muy negro y espeso, de ojos achinados y pómulos sobresalientes. —Encantado, Balam. Yo soy Pablo y ellos son mis hermanos Álvaro, Paula y… —… Aitana, ya tuve la ocasión de hablar con la señorita. Encantado de conocerlos a todos. ¿Qué les ha parecido la comida? —¡Una delicia! —celebra Paula. —Todo está riquísimo. Picante, pero riquísimo —añade Álvaro. —Me alegro de que les guste. Cuando uno viaja, es interesante que el país también entre por el estómago, no solo por la vista. Ya verán que México es toda una experiencia —les explica antes de que entren a su habitación. —Me cae bien Balam —comenta Paula, mientras se lavan los dientes. —Zí, ziempre tiene una zonriza en la cara —responde Aitana con la boca llena de pasta dentífrica. —Supongo que por eso se me hace alguien muy cercano y agradable, además de esa cara que tiene, tan familiar —recuerda Pablo. —Sonriente y pensativo, ¿os habéis fijado? —apunta Álvaro. Terminan de cepillarse y, al pasar de nuevo por la recepción, ven a Itzel en el mostrador y al botones justo al lado de la puerta. Efectivamente, este sonríe y
tiene cara de estar recordando algo alegre. —¡Esperen un tantito! Antes se me olvidó decirles algo, amigos —les para Balam—. Mucho cuidado con la comida que sacan del restaurante, mejor si la comen aquí dentro porque los monos se la pueden quitar incluso de las manos. Son animales muy divertidos, pero también mala onda. Tampoco dejen las ventanas abiertas, porque como vean algo sobre la mesa son capaces de entrar a robarla. Pablo se acuerda de que ha dejado una rendija abierta y sale disparado hacia la habitación para cerrarla porque quiere proteger su dulce de manos ajenas, aunque casi se cae por el camino. —¡Amárrese las agujetas o se va a dar un ranazo! —grita Balam. Los hermanos se echan a reír, pero Pablo se gira un segundo. —¿Perdón? —Mi compañero Balam parece que se comió al traductor de mexicano-español —se ríe Itzel—. Le decía que lleva usted los cordones desatados y se va a caer… Pablo sigue hasta la habitación, donde la bolita de tamarindo sigue intacta sobre el escritorio. De vuelta a la recepción, se encuentra con sus hermanos mirando un mapa que señala la chica. —Nosotros estamos aquí, en Tulum, en la península de Yucatán. Un dato curioso es que muchos turistas europeos no saben que formamos parte de América del Norte, que creen que solo se limita a los Estados Unidos y Canadá. —Parece enorme en comparación con España —observa Álvaro. —Cierto. Es como cuatro veces más grande que su país y, aunque me consta que ustedes tienen una gran variedad de paisajes, imagínense lo diverso que es aquí. Recuerden que Texas, que ahora forma parte de Estados Unidos, también pertenecía a México. Pues eso, del puro desierto a la más densa selva. Plantas y animales de todo tipo. —¡Y personas! Mi hermano Álvaro me contó cosas de los mayas, ¿no eran los que estaban aquí antes?
—Muy cierto, señorita. En México hay una gran variedad de culturas, pero, si quiere saber de la maya, pregúntele a Balam, que él les contará cosas muy curiosas. —No me tire de la lengua, señora Itzel, que yo adoro contar leyendas de mi cultura. ¿Conocen la del hombre triste? Los hermanos se dejan caer en el sofá de la entrada, dispuestos a escuchar a Balam, el botones-cuentacuentos: Érase una vez un hombre maya que siempre andaba triste —comienza a relatar Balam, poniendo una voz más grave y pausada—. Un día, varios animales se le acercaron y le dijeron: —No queremos verte triste, pídenos lo que quieras y lo tendrás. El maya respondió: —Quiero ser feliz. La lechuza se llevó sus alas a la cabeza y suspiró: —¿Pero quién sabe lo que es la felicidad? Pídenos cosas más humanas. El maya reflexionó durante unos minutos y finalmente pidió: —Quiero tener buena vista. —Tendrás la mía —dijo el zopilote. —¿Qué es un zopilote? —interrumpe la hermana pequeña. —Una especie de buitre —aclara Balam. —Pero Aitana, déjale que siga. —No importa, que yo le explico. La gente que pregunta mucho es buena onda. Todos somos curiosos de pequeños y es una pena que con los años se pierdan esas ganas de saber más. ¿Por dónde iba? Ah, sí. —Tendrás mi vista —dijo el zopilote.
—Quiero ser fuerte —pidió también el maya. —Serás fuerte como yo —le respondió el jaguar. —Quiero caminar sin cansarme. —Yo te daré mis piernas —le dijo el venado. —También quiero adivinar la llegada de las lluvias. —Yo te avisaré con mi canto —dijo el ruiseñor. —Y quiero ser astuto. —Te enseñaré a serlo —dijo el zorro. —Y trepar a los árboles. —Yo te daré mis uñas —dijo la ardilla. —Deseo también conocer las plantas medicinales. —¡Ah, eso es cosa mía porque yo conozco todas las plantas! —dijo la serpiente —. Te las marcaré en el campo. Y al oír esto último, el maya se alejó. Entonces la lechuza dijo a los animales: «El hombre ahora sabe más cosas y puede hacer más cosas, pero siempre estará triste». Y la chachalaca —otro pájaro, Aitana— se puso a gritar: «¡Pobres animales! ¡Pobres animales!». —Es triste esta historia, ¿no? —se lamenta la hermana pequeña. —Tan triste como el maya que la protagoniza —responde Paula—. Pero que no se te olvide que las leyendas sirven para aprender algo porque, en realidad, esta historia no es sobre los animales. ¿Cuál es la moraleja, Aitana? —Que no porque tengamos más cosas vamos a ser más felices.
—Exacto —dice Balam—. Desear más de lo que se tiene no es útil. No es solo una cuestión de riqueza, porque lo que deseamos puede ser material o inmaterial, como el maya de la leyenda. Se trata de aceptar cómo es uno y querer lo que ya tiene. —Y disfrutar del presente, sin pensar tanto en el futuro o en el pasado —añade Paula. —Bueno, no estoy tan de acuerdo con eso, pero forma parte de otra historia. Ahora, a disfrutar de los animales de por aquí. Amigos, que os vaya muy bien la tarde.
4 Arañas que no pican
El hotel donde se aloja la familia se esconde entre la vegetación, que es tan frondosa que pocos rayos de sol son capaces de atravesarla. De ahí el nombre: Aruma significa «noche» en el idioma maya. Aunque la penumbra no es ningún obstáculo, basta con caminar unos pocos metros para encontrarse ante la luz cegadora del día, que se refleja también en su arena blanca y fina. Porque es suya, la arena, hay un pedacito de terreno convertido en playa privada en exclusiva para el hotel, por el beneficio y la comodidad de sus clientes. —¡Esto es el paraíso! —grita Pablo, mientras extiende los brazos en cruz y cierra los ojos. —El color del agua es precioso —dice Paula. —Y el del cielo. Mira esas nubes, se empiezan a poner naranjas y rosas —señala Aitana, que lo primero que ha hecho ha sido extender la toalla y tumbarse boca arriba. —Es de postal —le responde Paula—. Además, tiene pinta de que el agua va a estar buenísima, pero voy a grabar y hacer alguna foto antes de mojarme. Pablo, ¡no te muevas! —Ten cuidado, que la arena puede dañar la cámara —le advierte Álvaro—. No la vayas a apoyar en el suelo y camina sin hacer grandes movimientos para que no le vaya a entrar ningún grano porque se puede atascar el objetivo. —Vale, lo tendré en cuenta, señor tiquismiquis —le responde ella, mirando por el visor y apuntando hacia su otro hermano—. Pablo, abre un poco más los brazos. Estoy tratando de encuadrarte para que parezca que sostienes el islote sobre tus hombros. A no muchos metros de la orilla hay una roca en forma de cono que se eleva sobre el agua; tiene unos diez metros de ancho en su base, no más de tres de
altura y la cima redondeada. Álvaro ha ido a mojarse los pies, mirar al mar y reflexionar en voz alta. —Qué lejos queda el horizonte. Parece infinito, aunque si pudiera caminar por encima del agua en línea recta, en modo Jesucristo, antes o después encontraría tierra. —O sea, que no es tan infinito —le responde Aitana, que sigue tumbada mirando al cielo—. Yo también estoy mirando al horizonte, pero en vertical. Si pudiera volar, ¿también llegaría a pisar la tierra de otro planeta? —Madre mía, estos dos están fatal. Les ha afectado tanto viaje a la cabeza — sonríe con picardía Paula. —Mira a ver si eres tú a quien se le ha secado la imaginación —le replica Álvaro, que sigue jugando con Aitana a pensar cosas raras. Paula se limita a hacer una mueca como respuesta y se dirige a Pablo. —¿Te gusta cómo ha quedado la foto? —¡Está guay! La próxima vez que vengamos podemos traernos el esnórquel y bucear cerca del islote, seguro que hay plantas y peces guapos para ver. —Es verdad, que se suelen pegar a las rocas. Pero no sé, esta parece un poco pelada, para estar al lado de la selva no tiene ni un triste arbusto. —¿Quién sabe? A lo mejor se trata de un iceberg caribeño, no se ve nada por arriba pero hay de todo por debajo —fantasea Pablo—. ¿Te imaginas que bajo la superficie hay millones de plantas pegadas a su alrededor para alimentar a miles de pececitos? Con las gafas podríamos verlo como si fuera un acuario gigante. —Claro, y esa barca pesquera es tu Titanic —dice Paula con sarcasmo, mientras señala la pequeña embarcación—. No te flipes, que no parece que haya demasiada profundidad. —Ahora no me apetece volver al hotel, pero mañana lo comprobamos cuando tengamos el esnórquel. —Pero si estamos aquí al lado, ¡serás perezoso!
—Déjame tranquilo, que ya he entrado en modo zen. ¿O vas a ir tú a por todo? —Paso, yo tampoco me quiero mover. Como mucho hasta la orilla para darme un chapuzón, a ver si se me refresca un poco el jet lag, que de tanto sueño que tengo se me duermen hasta las piernas. * * * Al día siguiente, la familia al completo se levanta con hambre de más comida mexicana y con ganas de conocer los alrededores del hotel Aruma. Tras el desayuno, salen de excursión acompañados por otro grupo de clientes. Una furgoneta los espera para recorrer los cuatro kilómetros que los separan de su nuevo destino. —Mamá, ¿qué es un cenote? —pregunta Aitana, siempre tan curiosa. —Ahora lo vas a ver, pero básicamente es una especie de pozo que se crea por la filtración de agua subterránea. —Vale —se queda por un momento pensativa—. ¿Y por eso hemos tenido que pagar, para ver un pozo? —El billete que hemos pagado en el hotel incluye el traslado en la furgoneta y la entrada al sitio. —En realidad Aitana lleva razón, suena a que se le han puesto vallas al campo… —cuchichea Pablo. —A ver, forma parte del turismo del lugar. Si pagas por bañarte en un cenote, estás ayudando a mantenerlo limpio y en condiciones, además de que le estás dando trabajo a alguien. —Entendido, jefa. No te pongas así, que a mí ya me parece perfecto —refunfuña él—. Solo era una observación. La furgoneta los deja en una zona donde hay más coches aparcados y por la que se accede hasta llegar a una estructura de madera que los guía hasta el cenote. Más que un pozo, a los chicos les parece una cueva inundada por agua muy cristalina. Dos tortugas nadan tranquilas y un pavo real se contonea justo al lado de la entrada.
—Este cenote tiene unos diez metros de profundidad y está iluminado con luz natural porque es a cielo abierto —les explica el guía que les ha traído hasta el lugar—, pero los hay completamente cerrados y con la cúpula intacta. De hecho, existe un pez típico de la península de Yucatán que vive en ese tipo de cenotes, totalmente a oscuras, y por eso no tiene ojos. Y que, por cierto, está en peligro de extinción. En este que van a visitar hoy, el Gran Cenote, lo más curioso son los peces y ver cómo nadan las tortugas entre estalagmitas. Y ustedes con ellos, porque tendrán toda la mañana para bañarse. —¿Este es el más grande que se conoce? —pregunta Paula. —En realidad, se calcula que solo en Yucatán hay unos dos mil cuatrocientos. Muchos de ellos están interconectados, por eso son un paraíso para bucear. Y otros tantos se encuentran conectados con el mar, con lo que el agua dulce se mezcla con el agua salada. En fin, que no le podría decir cuál es el más grande de todos. —Gracias igualmente —responde Paula—. De todas formas, no llego a entender del todo cómo se forman. —Piensen que el agua que se filtra de la lluvia va disolviendo la roca caliza, a bastantes metros de profundidad. Poco a poco va creciendo el hueco, les hablo de miles de años. Cuanto más tiempo tiene el cenote, mayor es el agujero. Por eso, llega un momento en el que la bóveda se puede caer, y entonces queda expuesto a la luz del día y, lamentablemente, a la basura que mucha gente ha ido lanzando con el paso de los años. —Pues en algún sitio vi que eran lugares sagrados, ¿no es cierto? —apunta Álvaro. —Al parecer, los mayas usaban estos espacios para practicar algunos de sus rituales. También los utilizaban para enterrar a sus seres queridos junto con objetos valiosos, vasijas… que ahora nosotros, cientos de años más tarde, nos hemos ido encontrando. Pero no se preocupen, que en este no había ni rastro de esos objetos. —Qué miedo de todas formas —comenta Álvaro con Paula—, ¿te imaginas que nos ponemos a bucear y vemos una de esas vasijas, la frotamos y de ahí sale un bicho asqueroso que nos concede tres deseos?
—No seas tontito, que este es completamente abierto y está todo más que explorado. —… quien no tenga gafas o toallas, las puede alquilar aquí mismo —continúa el guía dando información—. Y por favor, recuerden: recojan sus desperdicios, usen las papeleras y pasen por las duchas antes de entrar al cenote, así evitaremos contaminar el agua con las cremas solares. Volveré a por ustedes a la hora convenida. Tengan un buen día. Álvaro no quiere dedicar ni medio minuto más en pensar que los mayas podrían haber estado allí antes que él. Ahora está disfrutando el baño en el cenote tanto como sus hermanos. Nadan, hacen competiciones para ver quién aguanta más tiempo bajo el agua, juegan a buscar un tesoro (que solo existe en su imaginación) y, sobre todo, bromean y ríen sin parar. —¡Bienvenidos al festival del humor! —se desternilla Paula por un chiste que repite tontamente uno de sus hermanos. —Déjalo, es que se ha comido un payaso para desayunar… ¡y ya se repite como las judías! «Juventud, divino tesoro», piensa la madre, que está leyendo un libro en una hamaca junto a su marido. Ambos los observan desde la distancia. —Chicos, cuando queráis os salís a tomar el aperitivo que nos han preparado en el hotel. Sus hijos están alegres y relajados y eso la hace feliz. Atrás queda el estrés del instituto, los deberes, los exámenes, incluso la propia presión que ellos mismos se imponen de querer hacerlo todo bien. Es bueno que, de vez en cuando, se dejen de tanta productividad y se sientan libres. Al fin y al cabo, son jóvenes y ahora mismo solo tienen que preocuparse de pasarlo bien. Tras la merienda de media mañana y el descanso obligatorio, vuelven a la batalla otro buen rato. Se diría que son hiperactivos porque no paran quietos, siempre inventando, pero más bien son un pack de tres más uno llenos de entusiasmo y vitalidad. «Esta noche van a caer rendidos, dormirán como bebés».
O eso se piensa ella. * * * Ya de vuelta en el hotel y otra vez con mucha hambre, se vuelven a poner las botas en el buffet libre. A consumir energía para seguir gastando. Está todo tan rico y tan a mano que no controlan lo que se echan en el plato. Acaban comiendo de más y se sienten empachados. Por eso, toca tarde de descanso en el hotel. —Aitana, ¿por qué no vas a por las cartas para jugar al Uno? —Siempre yo… —Anda, por favor, que tú eres mi hermana menor favorita —le pelotea Álvaro. —¡Y la única que tienes! Bueno, vale, voy… De camino a la habitación, Aitana se cruza con Balam. «Otra vez se ha vuelto a dejar la luz encendida, y encima no ha cambiado la bombilla», observa ella justo antes de entrar a la habitación. Rebusca en su mochila un buen rato, pero no encuentra el paquete, ¿quién habrá sido el último en guardarlo? —Álvaro, no las encuentro —resopla Aitana de vuelta a la recepción—. ¿Vas tú? —No tienes remedio… Si al final tengo que ir yo, ¿para qué quiero una hermana pequeña? —Me da igual que me chinches. Pero levanta el culo y ve tú también. Se levanta tan decidido que no se da cuenta del parpadeo de la bombilla bajo la puerta al fondo del pasillo. Entra, busca en su mochila, no encuentra nada, levanta la de Pablo y…. —¡Aaaah! El grito lo escuchan sus hermanos desde la recepción. —¡Es gigante! —vuelve a gritar. Sale de la habitación muy asustado. No sabe dónde están sus padres aunque sus hermanos corren directos hacia allí. Les sigue Balam, dispuesto a socorrerles.
—¡Hay una tarántula más grande que mi mano! —No se preocupe el señorito, que yo me encargo —le intenta tranquilizar el botones-cazabichos, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido—. ¿Pero le ha picado? —No he llegado a tocarla de milagro, cuando he levantado la mochila ha salido corriendo hacia no sé dónde. —Pues ha tenido suerte de que no se le haya metido dentro. Ahorita la cojo; por favor, comprueben que no tienen nada más en las mochilas, entre las chamarras o incluso dentro de los zapatos, que también se pueden meter para anidar ahí. Álvaro está un poco blanco del susto, y a Pablo, Paula y Aitana tampoco les hace ni pizca de gracia pensar que pueden tener más «mascotas» de ese tipo ahí dentro. Balam sale en busca de un tarro y un trozo de papel, sin que los hermanos entiendan nada. Vuelve al poco y, tras un buen rato mirando bien por toda la habitación, la encuentra entre la pared y una pata de la mesa del escritorio. —Ah, pero esto no es una tarántula. No se preocupen que ni es venenosa, es una arañita común. —Arañita gigante, lo que yo te diga —añade Álvaro. Con mucho cuidado, Balam retira la mesa para dejar espacio suficiente, se acerca y con movimientos lentos sitúa el tarro cerca de la araña. A continuación, desplaza el papel entre el borde y la pared para hacer que el animal quede atrapado en el bote. —Yo sé que mucha gente les tiene miedo, pero a mí no me gusta matarlas, y menos estas, tan inofensivas. Creo que hacen mucho bien en la naturaleza. Ahorita regreso. Se va con el tarro tapado con un simple folio de papel y deja a los cuatro allí plantados, sin saber muy bien qué hacer. Pablo acaba entrando y se pone a registrar con cuidado la habitación. Paula se le suma, pero Álvaro y Aitana prefieren quedarse fuera, a esperar que los otros lo levanten todo.
—Me fijé que dejaron la ventana abierta. —Es Balam, que ha vuelto—. No se olviden de cerrarlo todo porque piensen que por ahí entra el enemigo. Suerte que fue solo una rendija porque, si la dejan más abierta, se encuentran con un mono comiéndose el tarugo ese que tienen encima de la mesa. Pablo recuerda su dulce de tamarindo, pero ni el susto ni el banquete del almuerzo le permiten comérselo para hacer que desaparezca. Lo acaba envolviendo en un papel y metiéndolo en el bolsillo. Le piden ayuda a Balam para buscar otros animales, pero no encuentran nada más. Por ahora. El botones rocía un poco de antimosquitos, cierra la habitación y lleva a los chicos al vestíbulo del hotel. —Tienen que esperar un rato para entrar de nuevo a la habitación. Si quieren entretenerse mientras tanto, busquen en el cajón de los juegos de mesa que seguro que alguno les gustará. Yo les recomiendo un típico juego mexicano que se llama Adidoku, mis hijos lo encuentran muy chévere. Aquí tienen, se trata de una especie de puzle, con piezas completamente cuadradas, que, en vez de enganchar por las hendiduras, se conectan por las frases que verán a cada lado de la ficha. Miren, como estas dos, que en una pone Romeo y en la otra Julieta. Esos dos lados van juntos, y así funciona el resto. Y así es como nuestros cuatro hermanos consiguen olvidarse de la araña hasta la hora de irse a dormir. * * * Álvaro juraría que no lleva ni diez minutos durmiendo cuando escucha algo que rasca la puerta. Parecen pezuñas, podrían ser también las garras de un gato. Intenta no respirar nada para escuchar con la máxima atención. El sonido es cada vez más insistente y fuerte, le da la impresión de que alguien está cortando la puerta con una pequeña sierra. Quiere levantarse a ver qué es, pero no puede moverse. Se ha quedado paralizado. «Otra vez no, tengo que conseguir llegar hasta la puerta». Lo bloquea, como siempre, el miedo. Si por esta vez consiguiese salir de la cama y abrir la puerta, vería que no hay nada tras ella, que lo que está oyendo solo es producto de su imaginación.
No lo consigue porque no puede mover nada, solo es capaz de abrir y cerrar los ojos. Álvaro sigue escuchándolo, ¿solo él se ha dado cuenta del ris, ras, ris, ras?Le perturba ese ruido, pero el silencio ha vuelto a la habitación. Respira hondo porque cree que todo está en calma de nuevo, sin embargo… —¡Es gigante! Álvaro grita a pleno pulmón. A los pies de su cama se ha subido una araña negra, peluda, del tamaño de una rata, o sea gigante. Se da cuenta de que la araña ha estado rompiendo la puerta porque tiene las patas delanteras llenas de serrín. Cierra los ojos por un segundo y, cuando vuelve a mirar hacia la tarántula, esta se ha esfumado de su vista. Sigue sin poder moverse, pero parece que todo ha vuelto a la normalidad otra vez. «¿Qué carajo era eso?». La habitación está a oscuras. Algo se mueve por las sábanas, ahora una araña de tamaño normal le sube por la pierna, aunque el tacto de sus patas le hace cosquillas. Siente una mezcla entre miedo y placer porque la araña no le pica. De igual modo, intenta sacudir la pierna, pero sigue estando paralizado. Cuando la araña se encuentra a la altura de su cadera, la habitación se ilumina con una luz cegadora que hace desaparecer a la araña pequeña, pero vuelve a mostrar a la araña-rata en el centro del dormitorio, inmóvil. Va creciendo por segundos hasta hacerse del tamaño de un perro. Ya solo está la araña; no hay ni camas ni hermanos, ¡ni pared ni hotel! Justo en ese momento se da cuenta de que está soñando. La parálisis del sueño, eso es. Ver cosas y creer que son reales, pero no poder moverte porque en realidad estás durmiendo. Le ha ocurrido en otras ocasiones aunque esta vez todo es mucho peor, lo vive de una forma más real. De pronto, la habitación del sueño se oscurece y, como si cambiara de pantalla, ahora parece que se encuentra en un túnel de unos diez metros de largo, pero con la salida tapada. Siente cómo su cuerpo se despega de la cama. Además, un hormigueo le recorre los brazos, ahora puede moverlos aunque las piernas siguen bloqueadas. Avanza flotando por el túnel, actuando como si nadara a braza, aunque en realidad no hay agua. Va flotando con cuidado porque hay estalactitas que cuelgan del techo y si chocase las podría romper. A medida que bracea, la
salida va retrocediendo, dejándole a él más espacio por delante. Parece un videojuego. Es como excavar, pero sin la pala y sin esfuerzo. Hay una luz que no identifica y que le alumbra desde atrás, aunque no puede girarse, solo seguir nadando en el aire y seguir observando cómo la pared retrocede. Por un segundo, mira hacia abajo y ve que el suelo está lleno de tarántulas, e incluso ratas, que corretean entre estalagmitas. ¡Qué suerte poder volar ahora, aunque sea nadando! No quiere imaginarse tener que rozar esos cientos de bichos, ni en sueños. Después de un rato haciendo lo que parece un largo de piscina de competición, pero en ese túnel, la pared deja de retroceder y un nuevo hueco se abre a su derecha. Las arañas y las ratas giran en esa dirección, así que se imagina que debe de haber una salida. La hay. Por fin se abre un hueco en el túnel y ve el final. Cuando sale, un pez feísimo y del tamaño de una motocicleta nada (¿o vuela?) delante de sus narices. —Bienvenido a mi ciudad —escucha que le dice aquel ser, que a pesar de ser muy feo se mueve de manera muy elegante. Lo sigue con la mirada. Varios kilómetros más allá, o sea, varios segundos después, desaparece tras la puerta de lo que parece ser una pirámide. Álvaro está en control del sueño; si pudiera despertarse ahora y contar con todo detalle lo que está viendo, seguro que le daría material para hacer no un vídeo para YouTube, sino una película de Netflix. Justo acaba de tener ese pensamiento dentro de su propio sueño, cuando de repente vuelve a cambiar de pantalla. Es curioso cómo se mezclan los sueños, no sabe si ha empezado uno mejor que este porque el recuerdo de un olor lo hace estar ahora sentado en la mesa del restaurante, frente a unos odiosos canelones.
5 La historia del sabio y la tortuga
La siguiente historia sucedió mucho, mucho tiempo atrás.
En una playa de Yucatán, se ve una tortuga marina de casi doscientos kilos haciendo un agujero en la orilla. Está preparando el nido: cuando caiga la noche pondrá casi cien huevos en él y lo cubrirá de nuevo con arena. A unos cien metros, hay un hombre sentado sobre una piedra que a ratos parece que observa al animal y a ratos mira hacia el horizonte. Es la persona más anciana de este remoto lugar de Yucatán: un tipo muy arrugado que ya ve poco, le cuesta trabajo hablar y está completamente sordo de un oído. Es viejo y por eso mismo también es el más sabio de la zona. Todo el mundo le respeta y se le pide opinión continuamente sobre los temas más importantes del poblado. Eso sí, hace falta tener paciencia con él y hablarle con voz potente. En una época en la que no existe la prisa, un joven bajito, de pelo muy negro y espeso y ojos achinados, se dirige a pedirle consejo. Pero elige mal, porque se le acerca por la espalda. —¡Abuelo! —le grita, pero el anciano no se entera. Vuelve a llamarle, pero esta vez le toca también el hombro. —Hijo, ¡qué susto! —El pobre hombre da un brinco, y es que también los sabios se asustan. Hace unos meses que este abuelo está instruyendo a su nieto para ser chamán, como él. No es una profesión, sino más bien un estatus. Ungüentos, rezos… No basta con conocer a fondo las propiedades de la naturaleza, hay que saber conectar las almas terrenales con los dioses. Y eso se hereda.
—Hijo, tu destino es escuchar al pueblo e invocar a los dioses para que, a través de ti, curen algunas de sus enfermedades. No eres todopoderoso, pero, si alguna vez nuestra madre tierra corre peligro, ven a mí porque debo contarte un secreto. El cielo te dará una señal. Esto fue lo que le dijo su abuelo la tarde que comenzó a entrenarlo como chamán y la señal le ha llegado hoy al nieto. —Abuelo, ha llegado el momento de que me cuentes tu gran secreto. —¿Qué dices, hijo? ¿Quién miente muy discreto? —pregunta el anciano con una voz muy cascada, girando la cabeza para dirigir el oído bueno a la boca del nieto. «Mi abuelito, qué sordo está el pobrecito, que no se entera»,piensa el joven. —¿Necesitas ayuda con algún ungüento? —vuelve a preguntar el anciano. —Abuelo. —Se pone de frente con la cara muy cerca para que pueda leerle los labios y le coge con suavidad de los hombros, no quiere que se entere nadie de lo que tiene que pedirle—. Abuelo, que ya es la hora. Cuéntame tu secreto. El joven chamán ya se siente preparado, ha llegado la hora de que le cuente eso que es tan importante. El anciano vuelve a mirar hacia donde se encontraba la tortuga. —¿Sabes que, de los cien huevos que va a poner aquella tortuga, solo unas treinta crías llegarán al mar? El nieto suspira. Cualquier otro día viene cargado de paciencia infinita para escuchar las historias que su abuelo le narra y que tanto le enseñan. Pero hoy ha llegado con una duda muy concreta, aunque sabe que, para conseguir la solución, primero debe entrar en el juego del anciano. —¿Por qué solo treinta? —le pregunta sin ningún interés por conocer la respuesta. «Por favor, que acabe con la tortuga pronto»,piensa para sus adentros.
—Porque el resto de los huevos se los van a comer otros animales o se los van a quitar los rateros del pueblo. Esas treinta tortugas se quedarán sin setenta hermanas y, a pesar de ello, ¿dirías que van a demostrar lealtad por el lugar que las vio nacer? —No lo creo, ¿la lealtad es un valor animal? —responde esta vez con algo más de interés—. ¿Por qué razón van a ser leales unas tortugas a un lugar en el que, para colmo, hay bichos que se comen a sus hermanas? —Esas pequeñas tortugas que sobreviven, tan diminutas cuando salen de su nido en busca del agua, van a nadar kilómetros y kilómetros de mar durante muchos años —continúa el sabio con la historia—. Sin embargo, cuando sean adultas, volverán a poner sus propios huevos en la misma playa que las vio nacer. —Abuelo, puestos a buscar una razón a esto que cuentas, a lo mejor es que tienen el sentido de la orientación muy desarrollado. —Yo solo observo e interpreto lo que veo —le recuerda este—. A mí me gusta pensar que las tortugas son leales a su tierra. Aunque no es menos cierto lo que tú piensas. —El abuelo se queda callado y sigue mirando hacia la tortuga—. Este animal es como el pensamiento humano, que nunca deja de crecer. —¿A qué te refieres? —El joven chamán se olvida por un instante a lo que venía; la historia de la tortuga ya le tiene atrapado por completo. —Al nacer, aquella tortuga que ves allí apenas pesó cincuenta gramos. Cuando cumplió un año ya tenía dos kilos; a los tres estaba en torno a veinte y, con dieciséis años, que es lo que debe de tener ahora, calculo que pesará unos doscientos. Ni me quiero imaginar a lo que llegará cuando sea vieja, porque puede vivir al menos cien años más que yo. No hay día que el pequeño chamán no aprenda algo nuevo con el anciano. —Pero abuelo, ¿acaso eres capaz de reconocer a esta tortuga? —Fíjate en las marcas que tiene sobre el caparazón. —A pesar de su poca visión, el hombre se las sabe casi de memoria—. Son como cicatrices, señales que le dan una identidad. Hijo, he vivido mucho tiempo, conozco esta playa como la palma de mi mano.
—¿Y si un año la tortuga deja de venir a desovar? —Esta tortuga podría vivir doscientos años o más, pero, si un año no viene, y tampoco al otro… es la ley de la naturaleza —responde el abuelo, muy sereno—. Todos tenemos un fin. —¿Y si esa ley ha sido forzada? Quiero decir, ¿y si en vez de morir, simplemente hay algo que la distrae de su camino y entonces ya nunca más encuentra la playa que la vio nacer? —Pues tampoco me inquietaría por ella, porque no tendría forma de saber qué le pasó realmente. Entonces, si no sé qué ha sucedido, ¿para qué me preocupo? — dice el abuelo, siempre con sus respuestas tan profundas. —Pero ¿y si lo supieras? ¿Y si hay algo que entorpece el camino no solo de esta tortuga, sino del resto de las tortugas marinas que habitan en este planeta? El abuelo miró al nieto. Por fin, entendió que ya estaba preparado para escuchar el mayor secreto jamás contado. Y se lo contó. Entonces, el joven sintió cómo sobre sus hombros recaía un peso mayor que el de una tortuga de doscientos años.
6 El islote misterioso
–¿Cómo puede ser que me despierte cansado si he dormido nueve horas seguidas?—A Álvaro le está costando mucho levantarse de la cama. Aún con los ojos medio pegados, se despereza entre las sábanas. —Anoche hablaste en voz alta mientras dormías —dice Paula. —¿Yo? ¿Y qué decía? No me acuerdo de nada. —Ni idea, Álvaro, pero recuerdo que me desperté con tu voz. —Qué rabia me da no acordarme de los sueños, seguro que era algo guay. —Pues yo no he dormido demasiado bien —se lamenta Paula—. Es que nos pasamos comiendo y luego ya sabes, la digestión se hace pesada. —Hablando de comida —se mete Pablo en la conversación—, vamos arriba, que hoy tenemos la excursión a las ruinas de Tulum y no quiero perderme la hora del desayuno. No tardan demasiado en volver a llenar su estómago. Para la visita de hoy, la familia decide ir caminando hasta las ruinas porque están a solo quince minutos a pie desde donde se encuentran hospedados. Van por el costado de la carretera, adentrarse en la selva les parece demasiado atrevido. Aun así, ven entre los árboles a un animal con un hocico muy largo y varios pájaros superraros y muy monos. —Eso es un oso hormiguero, lo vi en un canal de naturaleza de YouTube —dice Pablo, señalando al del hocico largo. —¡Qué montón de animales estamos viendo en este viaje! —exclama Aitana, entusiasmada.
—¿Verdad que sí? —le responde Paula—. Lo del oso hormiguero me ha parecido brutal, aunque me lo esperaba más grande. De todas formas, no tiene nada que ver con las ardillitas que, como mucho, vemos en el bosque de al lado de casa. —Cada lugar tiene su fauna —apunta el padre—. Tú imagínate a un mexicano que no haya visto nunca un animal grande delante de una vaca de las que hay por los valles españoles. Seguro que a él también le impresiona mucho. —Claro, visto así… Siguen conversando sobre animales y diferencias en el paisaje cuando, por fin, llegan a la muralla que rodea las ruinas. Pagan la entrada, les dan un folleto con información y un mapa, y se adentran a conocer la ciudad maya. —Esto es muy bonito —dice Pablo—. ¿Te imaginas que grabamos un city tour para el canal de YouTube? Como si fuera un house tour, pero de esta pequeña ciudad en ruinas. —Claro —contesta Paula, mirando con detalle el mapa—. Aitana, ¿nos ayudas con la cámara? —Bueno, estaba en modo irónico —sonríe él—, no te lo tomes al pie de la letra… Pablo estaba pensando lo que mucha gente sabe cuando va de viaje: que visitar unas ruinas puede ser algo aburrido. Aunque la zona sea bien bonita de ver, tras un rato de paseo entre los edificios, se puede acabar la magia. —Chicos, vamos a hacer la ruta con el guía. —La madre parece que ha leído la mente de su hijo—. Es mejor que alguien nos cuente con detalle qué es lo que estamos viendo. Es otro aspecto que cualquier turista sabe: una buena explicación hace que el interés por el lugar aumente y, si a eso se le suma una buena dosis de imaginación, como la que tienen estos cuatro hermanos, el aburrimiento se borra de un plumazo. De la mano del guía conocen los templos, el hogar de los sacerdotes, algunas casas y, lo que más les ha gustado, el castillo.
—Vamos a grabar la última anécdota que nos ha contado el guía. Ven, Aitana — le pide Paula. —¿Dónde está Pablo? —pregunta la pequeña, mientras enciende la cámara. —Ha vuelto a la entrada con mamá, que tenía una urgencia y allí hay baños. No es necesario esperarle, en este vídeo solo vamos a salir Álvaro y yo. Ven, acércate a esta pared y grábanos de cuerpo entero, que se vea bien el fondo con el castillo —le indica, mientras mira con disimulo hacia un agujero que hay en la pared. ¡Hooola! Hoy estamos visitando unas ruinas que hay en Tulum. En este vídeo os vamos a contar una anécdota que nos ha parecido supercuriosa —dice Paula, mirando a la cámara. —Bueno, serán dos —añade Álvaro. —O tres, ya veremos. —La primera —empieza Álvaro— es que esta ciudad está pegada al océano y su castillo se encuentra en un acantilado, desde donde se ve el Caribe. Y lo curioso es que hay una barrera de coral frente a su costa, ¿sabíais que es la segunda más larga del mundo? —Debe de ser impresionante verlo desde el aire. A ver, ahora pregunta de Trivial: ¿cuál es la barrera de coral más larga del mundo? —Pues la australiana, Paula, no hay duda. Ahora cuéntanos tú la siguiente historia. —La segunda curiosidad es que los mayas traían mercancías en barcos que debían atravesar esta barrera para llegar a la costa. En esa barrera, hay un espacio pequeño por el que pueden pasar hasta el puerto. Si te desvías y te equivocas, si te desvías y te equivocas… —Si te equivocas pues corto el vídeo para que te aclares, Paula —dice Aitana, bajando la cámara. Paula está distraída mirando otra vez hacia el hueco de la pared. —Si los barcos se desviaban o se equivocaban con el hueco, podían tener un
accidente al chocar con la barrera de coral y perdían toda la mercancía. Para encontrar el paso, debían colocarse de frente al castillo, así como cara a cara, ¿verdad, Álvaro? —le dice Paula, mirándolo a los ojos—. El caso es que el castillo tiene dos ventanas perfectamente alineadas una frente a la otra. —Eso quiere decir que desde el mar, si te pones justo enfrente y estás bien colocado, puedes ver a través de ellas lo que hay por detrás del edificio. —Es decir, el cielo, porque no hay ningún otro edificio por detrás. Si tú como capitán del barco ves el cielo a través de esos huecos, significa que estás exactamente de frente al castillo, y entonces puedes seguir avanzando porque ahí estará la entrada al puerto. Pero si ves la ventana que da al mar y, a través de ella, los muros del castillo en lugar del cielo, eso significa que no estás bien colocado y entonces puedes tener un accidente y llevarte un buen susto. —¡Como esteeeee! —le grita a Aitana Pablo, que no estaba en el baño sino escondido en el hueco de la pared. —¡Qué susto! —exclama Aitana—. Lo sabía, sabía que algo pasaba. Se os nota en la cara cuando estáis pensando en hacer alguna trastada. —Pero lo hemos hecho bien, porque esta era la tercera anécdota para el vídeo — se ríe Pablo con ganas—. ¡Menuda cara has puesto! —¿En serio? Para cara la tuya, que es la que se ha grabado —responde la pequeña con una sonrisa de oreja a oreja. * * * La familia emplea toda la mañana en ver las ruinas y seguir aprendiendo sobre la cultura maya. Ni los Trillizos ni la pequeña se aburren. Siguen bromeando entre ellos a la vez que descubren no solo la arquitectura de la ciudad, sino también la escritura jeroglífica de este pueblo, sus formas de vida, su arte… —¿Y si nos bañamos aquí mismo? —pregunta Paula a sus padres al rato de finalizar la visita guiada. Piensa que conocer nuevas culturas es muy interesante, pero disfrutar al máximo de la playa es obligatorio para que unas vacaciones sean redondas—. Tiene que ser bonito ver el castillo desde el agua. Paula ya se imagina intentando probar desde la orilla si es capaz de ver a través
de las famosas ventanas del castillo. Y es que las ruinas mayas de Tulum tienen la gran ventaja de contar con su propia playa, accesible para todos los turistas que las visitan. El agua es cristalina y la arena blanca, muy apetecibles tras una mañana de ruta turística, aunque justo a esa hora del día está un poco saturada de gente. —Cariño, mejor nos vamos al hotel, que estaremos más tranquilos en esa zona —le sugiere la madre—. En nuestra playa el agua es exactamente igual de azul que la de aquí. La arena incluso está mejor, porque hay menos personas con quien compartirla. —Pero no tendremos un castillo enfrente con el que jugar a ser marineros — replica Paula. —Tenemos algo mejor, la roca-iceberg sobre la que queríamos investigar —le recuerda Pablo, zanjando el tema—. Además, aquí no nos hemos traído el esnórquel. Yo tengo ganas de ver los peces que hay bajo el agua. —Es verdad, vámonos entonces. La vuelta se les hace más corta, a pesar del pavo real y el armadillo que se cruzan por el camino y a los que les hacen fotos. «Qué curioso. O sea que el armadillo, si se ve amenazado, se hace una bola. Tiene que ser bastante dura, de manera que si otro animal se le acerca no le pueda morder. Pero el pavo real si se ve en peligro despliega las plumas para parecer más grande y agresivo y salir corriendo. Aunque también las usa para enamorar a la pava de sus sueños…».Son los pensamientos de Álvaro, que camina junto a sus hermanos en silencio. —Álvaro, ¿en qué piensas? Vas muy callado. —En nada, es que tengo hambre —se excusa. Comer y dormir, otra cosa imprescindible para unas vacaciones perfectas. Se vuelven a poner las botas en el restaurante del hotel y se tumban en las hamacas del porche a mirar algunos de los animales que hay por el enorme jardín del recinto. Ya se están acostumbrando a su presencia así que son capaces de cerrar los ojos y echar un cabezadita. Eso es vida.
—Paula, ¿vamos a bucear? —rompe el silencio Pablo media hora más tarde. Paula sigue en la hamaca, meciéndose. —¿Ya te has despertado de la siesta? A ver qué hacen Álvaro y Aitana. —Yo no estoy durmiendo, solo estoy descansando la vista —dice Álvaro con los ojos cerrados. Aitana, sin embargo, se levanta de un salto de la hamaca con gran energía y ganas de hacer cosas. —¿Me llevo la cámara y seguimos grabando? Estoy pensando en hacer algo gracioso, como mojarnos en el agua y luego hacer la croqueta en la arena para rebozarnos de verdad. —Y acabar de arena hasta las orejas —replica Paula. —Luego nos volvemos a bañar, no pasa nada. —A mí me gusta la idea —dice Álvaro, que se despereza poco a poco—. También podríamos jugar a hacer angelitos sobre la arena, escribir algún mensaje en ella o incluso grabarnos con la cámara acuática y jugar a descifrar lo que decimos bajo el agua. —Lo que sea, pero movamos el culo ya —pide Pablo a sus hermanos. * * * Lo bueno de ser casi mayor de edad, como les pasa a los Trillizos, es que se tiene bastante libertad de movimiento. Para ellos es incluso más fácil que para otros amigos porque, al ser tres, se pueden cuidar los unos a los otros. Y por supuesto, cuidar entre todos a Aitana. Por eso, es tan sencillo como decir: —Papá, mamá, nos vamos los cuatro un rato a la playa. Y que uno de los dos responda: —Vale, cariño, echadle un ojo a Aitana y no os metáis muy al fondo. Después del atardecer nos vemos aquí.
Así es como comienza una tarde de baño en una playa aparentemente muy tranquila. El islote hoy se ve más grande, el mar está totalmente liso, hay algunos turistas tomando el sol, otros chapoteando, y la barca de madera sigue anclada en el mismo lugar. Pero algo ha cambiado. —¿No os da la sensación de que el agua hoy está mucho más lejana? —comenta Aitana, siempre con una pregunta en la boca. —Es verdad, la marea está muy baja —dice Paula—. Mira, Pablo, la orilla se ha acercado al islote, y además ha aparecido un caminito de arena que los une. —¡Perfecto! ¿Qué os parece si caminamos hasta allí y nos ponemos el esnórquel para bucear alrededor? —Pero ¿adónde se habrá ido el agua que falta aquí? —continúa Aitana con sus eternas dudas. —A ningún lado, es la misma agua la que se va moviendo por todo el planeta, ¿no? —responde Pablo. —Algo así —comenta Paula—. Según tengo entendido, el agua se mueve por la gravedad de la Luna sobre la Tierra. —¿Y si alguna vez baja tanto como para que la barquita se quede sobre la tierra, sin agua sobre la que flotar? —replica Aitana. —Pues supongo que el pescador que la use se tendrá que esperar a que suba la marea; tú piensa que esto puede pasar varias veces al día. —¿Qué pescador, si esta playa es del hotel? —Aitana, yo qué sé, a lo mejor la usa algún trabajador para dar paseos. Madre mía, lo que te gusta preguntar. —Yo me acuerdo de una vez que fuimos a la playa en Tarragona y puse la toalla no muy lejos de la orilla —explica Álvaro—. Me quedé dormido y me desperté al rato porque el agua me mojó los pies. Vamos, que subió hasta donde yo estaba.
—Pero eso sería una ola —dice la hermana pequeña. —No, te digo que ese día no había olas, el mar estaba igual que aquí, liso. Simplemente subió un poco el agua y yo no me di cuenta. —Pues estaría guay hacer una foto cada día para ver cómo va cambiando esta playa —sugiere la pequeña. —Buena idea. Para eso deberíamos hacerla siempre a la misma hora. A Aitana le falta tiempo para encender la cámara y empezar con el experimento. Sus hermanos se unen a la foto, cada día harán el mismo encuadre, en la misma postura y con la misma expresión en la cara. Al final de la semana podrán ver los cambios del agua e incluso se podrá hacer un gif con todas las imágenes. Pero esta tarde la principal atracción es el esnórquel. Prefieren extender las toallas un poco alejadas de la orilla, no vaya a ser que la anécdota de Álvaro se repita y les moje sus cosas. Se quitan la ropa para quedarse en bañador y se echan crema solar por todo el cuerpo. «¿Da igual que nos metamos untados con el protector en el mar? En el cenote teníamos que ducharnos antes para no contaminar».El cerebro de Aitana va siempre rápido y lleno de dudas. Aunque le gustaría tener una respuesta para cada una de ellas, se cuestiona demasiadas cosas a lo largo del día como para pedir respuestas para todo. Ya embadurnados con la protección solar, caminan descalzos y de dos en dos por la estrecha lengua de arena que se ha abierto en el mar para acceder al islote. A mitad de camino, Álvaro entra en el agua para que una mujer que vuelve del islote pase entre ellos sin mojarse. —Está rica. Ojalá pudiéramos tener siempre esta temperatura en el Mediterráneo —dice con el agua mojándole hasta las rodillas. —¿Por qué no pruebas a llegar hasta la base del islote por ahí abajo? No subas al caminito —le reta Pablo. —Prefiero ir caminando con vosotros, no vaya a ser que me hunda. —Pero si solo quedan diez metros. No seas miedica, si luego hay más
profundidad pues vas nadando. —¡Que no me apetece mojarme entero todavía! —resopla Álvaro, extendiendo la mano en busca de ayuda para subir de nuevo. Es lo bueno —y lo malo— de ser hermanos trillizos, que se conocen mucho y los tres saben de qué pie cojea cada uno. Aitana va con la cámara colgada al cuello y el resto no llevan más que las gafas y el tubo en las manos, incluso han preferido dejar las aletas junto a las toallas. —Lo ideal sería saltar desde el islote al agua por la parte de atrás, que parece más profunda, y que Aitana grabe la caída. Luego nos ponemos las gafas y el tubo y que haga algunas tomas desde arriba de cómo buceamos —explica Pablo. —¿Y luego me vuelvo yo sola a la orilla? —duda ella. —No te preocupes, que nosotros nadaremos hasta alcanzar el camino de arena para regresar al islote y volver a por ti. ¡Todo controlado, pequeñaja! La base del islote es más ancha de lo que parece. Andan para alcanzar la parte posterior, pero Pablo se da cuenta de un detalle. —¡Hay escalones! ¿Una roca con escalones en mitad del mar? —A lo mejor los han hecho los del hotel para que sus clientes puedan hacerse fotos desde lo alto —dice Paula. —No sé, pero ¿seguro que queréis subir por ahí? Es que están un poco verdes, tienen pinta de ir a resbalar —observa Álvaro. —Claro, así podremos llegar antes a lo más alto. Solo hay que tener un poco de cuidado —dice Pablo, mientras empieza a subir—. Aitana, ven, que te ayudo. Álvaro, ponte detrás por si se le va un pie. Paula, ¿podrás subir sola? —Sin problema. Aitana va concentrada en no golpear la cámara y en menos tiempo del que cree
está arriba del todo. Una brisa muy agradable les da la bienvenida. —Qué guay se ve desde aquí. Mirad qué mezcla de colores tiene el agua, del azul turquesa al verde oscuro. ¡Precioso! —dice Paula con una sonrisa en la cara. Los cuatro se quedan embobados mirando primero hacia el horizonte y luego hacia los árboles que hay tras la arena de la playa. También alcanzan a ver el tejado del hotel, que asoma entre palmeras. —Bueno, ¿qué?, ¿nos tiramos? —pregunta Pablo. —Va. Aitana, ¡grábanos bien! A la de tres se tiran los Trillizos. Desde la orilla no parece que haya mucha altura, pero en el aire, los segundos se hacen eternos hasta chocar contra el agua. —¡Holaaa! —gritan los tres cuando reaparecen en la superficie. —¿Has grabado bien la caída? —pregunta Paula a voces. —¡Que sí, pesada! —chilla Aitana, mientras toquetea, distraída, la cámara. Abajo, los Trillizos se ponen las gafas y el tubo para bucear cerca del islote, pero a última hora Pablo decide cambiar el plan. —¿Por qué no hacemos una carrera antes? Aprovechemos que Aitana tiene la cámara para grabar cómo os gano de paliza. —¡Graba también cómo nadamos hasta la orilla! —se comunican a voces con la pequeña. Aitana obedece, no quita ojo del visor de la cámara, por el que observa a los tres cómo compiten para ver quién llega el primero. Nadan sin levantar la cabeza porque respiran por el tubo. Paula y Álvaro son los que van más adelantados, pero, en el último segundo, él le hace una ahogadilla a ella, y termina siendo el primero en salir. —¡Gané! —les grita a sus hermanos, haciendo el símbolo de la victoria. —No vale, has hecho trampa porque iba yo primero —se lamenta Paula,
mientras escupe el agua que se le ha colado por el tubo. —Tenemos que repetirla, es que las gafas no me apretaban bien y me escocían los ojos —se queja también Pablo. —Sí, claro, lo que tú digas. He ganado yo, asúmelo —le chincha Álvaro. Los tres salen resoplando del agua. Han hecho un esfuerzo considerable, por lo que se esperan a coger aire para volver hasta donde está Aitana y continuar con la expedición. Se sientan un minuto, mientras observan a Aitana en el islote, que sigue enfocándoles. Se fijan también en el atardecer, las nubes que hay en el cielo se están volviendo naranjas. —¡Mira, un mono! Me hace mucha gracia verlos tan cerca del mar —señala Paula en dirección a un árbol. —Me dijo papá que estos en concreto son los monos-araña. Y que, si vemos uno, seguramente haya más cerca porque viven en grupo. «Mono-araña», repite Álvaro en su cabeza. De golpe, recuerda el sueño tan surrealista de la noche anterior. —¡Con una araña! Eso fue lo que soñé anoche, apareció una araña en el hotel, empezó a crecer y luego se me apareció un pez feo que me decía… —¡Aitana! —le interrumpe Paula—. ¿Dónde está Aitana? ¡Aitana! ¡Aitanaaaa! Solo un segundo. O cinco, como mucho. Habían girado la cabeza para ver al mono y, cuando volvieron a mirar hacia el islote, su hermana pequeña ya no estaba allí.
7 ¿Dónde está Aitana?
Perder a una hermana pequeña en un centro comercial puede ser un gran fastidio, aunque tarde o temprano lo normal es que alguien nombre por los altavoces a los familiares y ella aparezca sana y salva. Porque es lo lógico, a una niña asustada y sola la ayuda cualquiera a encontrar a su familia. Con suerte, incluso la invitarán a tomar un helado, mientras el responsable del centro busca soluciones. Sin embargo, perder a una hermana encima de un islote rodeado de agua, en una playa en la que ya no queda nadie excepto ellos, no es un gran fastidio. Ni un problema. Más bien es un problemón. Lo peor que les podría ocurrir. Además, están solos frente al peligro. —¡Aitana! —sigue gritando Paula, que se levanta como un resorte y empieza a correr hacia el camino de arena con las gafas y el tubo en el cuello, dispuesta a zambullirse para buscarla; se teme lo peor. —Puede ser que se haya ido caminando ella sola y haya vuelto a la parte de atrás del islote, y por eso no la vemos —dice Pablo a Álvaro sin mucha convicción. —Es imposible, no he quitado los ojos más de cinco segundos, la habría visto. —La voz de Álvaro suena quebrada, y duda de si él también debe correr hacia allí. Recordemos que, aparte de ellos, ya no hay nadie más en la playa. La poca gente que había se ha vuelto al hotel y se han quedado solos sin apenas darse cuenta. —Esas nubes…, no me gusta nada la pinta que tienen. —Paula mira hacia el cielo, que está pasando de ser de un color naranja aterciopelado a volverse gris tormenta, y cada vez más oscuro—. Pero no pienses ahora en la tormenta. —Álvaro, ¿vienes? —le grita Pablo, que corre detrás de Paula. «Ya sé que la vida puede cambiar en un segundo, pero ¿tenía que ser ahora?».Álvaro intenta no dispersarse en sus pensamientos, aunque le es
imposible. En momentos así todo sucede demasiado rápido, el cerebro va a mil por hora, pero salta de una idea vaga a un recuerdo o un temor sin que las neuronas encuentren una ruta rápida por donde moverse por su cerebro para encontrar la solución. Porque es lo que él quiere, encontrar una solución rápida. «¿Qué hago? ¿Voy hacia allá? ¿Pido ayuda?». Parece que se bloquea por unos segundos, pero hay una parte de su cuerpo que ya ha decidido por él. Esta es la situación: tenemos a una niña que, aún no se sabe con certeza, se ha podido caer de un islote al agua. Tiene once años y sabe nadar, así que existe la posibilidad de que esté chapoteando del otro lado, sin demasiados problemas. Esta sería la opción ideal para todos. Pero también cabe la opción de que, si ha resbalado, se haya golpeado o se haya hecho daño y entonces, al caer al agua, puede estar inconsciente. Mala cosa. ¿Qué otras decisiones podrían tomar los Trillizos? Una es que solo dos de ellos fueran a rescatar a Aitana, mientras el tercero pide ayuda en el hotel. Y mantener la calma en la medida de lo posible porque, cuanto más tranquilos estén, más fría tendrán la cabeza y entonces las decisiones serán más acertadas (si tardan demasiado en reaccionar, el miedo puede bloquearles). También es cierto que nada de esto habría pasado si se hubiera quedado uno de ellos con Aitana mientras grababan a los otros dos durante la carrera. Pero no es el caso. Las piernas de Álvaro ya optan por correr tras sus hermanos en busca de Aitana. Al fin y al cabo, las cosas son como son y de nada sirve pensar en alternativas, sobre todo cuando ya no es posible aplicarlas. La realidad de este momento es que toda la energía de los Trillizos se concentra en dirigirse hacia el islote y encontrar a su hermana, por encima o bajo la superficie. Además, hay algo en la escena más allá de la preocupación de los Trillizos. Es algo físico. La playa ha dejado de ser un lugar tranquilo, no solo por el mal rato del momento, sino también porque el aire ya no es una suave brisa sino un viento muy fuerte. En cuestión de segundos, el gris tormenta borra del todo al azul del cielo y se nubla por completo. Por si fuera poco y a pesar de que corren para alcanzar el islote, mover las piernas se les hace muy difícil. Las pisadas se hunden cada vez más en la arena, cuya consistencia se va haciendo más pesada. —¡Mis piernas! ¡Esto parece nieve en vez de arena! —grita Paula, a quien se le
cruza por un momento el recuerdo de Aitana jugando en Vielha. Otra vez las imágenes que se cruzan; a los recuerdos les encanta aparecerse cuando menos se los espera. Ahí está Aitana, en la mente de Paula y con todo el pueblo blanco, lanzando bolas de nieve y tumbándose en las callejuelas para dibujar angelitos sobre el asfalto. La oye reír en su cabeza de forma tan nítida que, solo de pensar en no escucharla nunca más, un escalofrío le recorre la espalda. «Paula, concéntrate, no pares ahora», piensa ella, mientras siente que las piernas se le hacen cada vez más pesadas. Cuando alcanza el camino que conecta el islote le da rabia, porque se da cuenta de que algo no está saliendo bien. Le lleva demasiado tiempo recorrer los escasos metros que separan la gran roca de la orilla. Tarda una eternidad en cada paso, lo que antes parecía tierra firme ahora es barro y los pies se le están quedando atrapados. Mira hacia atrás y no le gusta nada lo que ve. —¡Chicos! ¿Podéis andar bien? El mar está cambiando a un ritmo surrealista. Bajo los pies de sus hermanos ni siquiera puede ver el lodo, el nivel está aumentando demasiado rápido y ahora el agua les llega a las rodillas. De hecho, ve que a lo lejos el agua se está acercando a las toallas y a ellos les cubre cada vez más. —¡Poneos las gafas! —ordena Pablo. Suerte que a ninguno se le ocurrió soltarlas en la arena tras la carrera y que las llevan medio colgando. Están con el agua cada vez más arriba, de las rodillas al ombligo y del ombligo al pecho. Lo más extraño de todo es que no hay olas, el mar es como una bañera que se llena de agua a una velocidad frenética. ¿Qué está pasando? En un instante dejan de tocar el suelo. Sucede todo tan rápido que apenas les da tiempo a reaccionar, aunque con las gafas y el subidón de adrenalina, lo único que les queda es nadar en dirección a Aitana, es decir, hacia donde la vieron por última vez. Si podían tener algo de suerte en estos instantes, es que la corriente del mar los está empujando hacia el islote. Pero les cuesta mantenerse con la cabeza a flote y bajo el agua no ven nada porque está muy turbia. —¡Vamos a darnos las manos! —pide otra vez Pablo, le da miedo perder a otro hermano en esas aguas revueltas. Lo más sensato en estos casos es no luchar contra la corriente, sino dejarse llevar
para evitar el agotamiento físico. Instintivamente lo hacen, intentan mantener la cabeza en la superficie lo máximo posible, aunque sufren porque, cada vez que miran hacia la línea del horizonte, ven cómo el islote también va desapareciendo bajo el agua. * * * Treinta segundos es lo máximo que Álvaro puede estar sin respirar. Lo sabe porque una vez metió la cabeza en una piscina de plástico repleta de gelatina. Él mismo la llenó con la ayuda de sus hermanos; primero el agua, después los sobres pastosos para hacer el potingue y por último las ganas de pringarse hasta el cuello. La diferencia con lo que tiene ahora encima es que no había más de treinta centímetros de piscina y que, en todo momento, bromeaban y respiraban el aire fresco de un día de verano en su jardín. Esa tarde aguantó los treinta segundos para un reto de esos que a ellos les gusta grabar y colgar en YouTube. Ahora, en el mar, lo único viscoso son sus pensamientos. No entiende por qué siente una presión sobre su cabeza que le impide salir a la superficie a coger más aire. La sensación es muy rara, entiende que el agua es líquida y el movimiento —el de su cabeza— debería fluir con ella. Sin embargo, hay como una barrera que él no puede atravesar. En realidad no es nada físico, al menos él no ve ningún objeto que lo impida, pero le parece imposible subir a respirar. Ni él ni sus hermanos. Los tres siguen cogidos de las manos. Basta ese o físico para entender que los tres tienen problemas para nadar hacia arriba, a pesar de que no dejan de mover las piernas para ascender. Aun así, no se sueltan. Suerte que el instinto sigue funcionando, por eso hacen el mínimo movimiento posible para que el agua les transporte hacia el islote. Las corrientes marinas son como autopistas repletas de carriles que se cruzan y ellos van en el más rápido y turbio de todos. Es eso lo que les impide moverse hacia otro lugar que no sea el de su carril. Ni para arriba, ni para la derecha, solo hacia delante. De pronto, como quien sale de un banco de niebla en un día de sol, el agua vuelve a ser completamente cristalina y, a través de las gafas, pueden observar con absoluta nitidez las decenas de pececillos que nadan muy cerca del islote, del que se encuentran a menos de cinco metros. «Son preciosos los pececillos de colores».
Y los caballitos de mar. Y las estrellas. También hay una tortuga que nada entre las plantas. Frente a ellos, Álvaro se siente como hipnotizado, se le ha olvidado a qué ha venido y por qué está ahí sumergido. Esos animales tan bonitos nadando en sintonía es la primera visión agradable que tiene tras la puesta de sol de hace ¿unos minutos? No sabe cuánto tiempo ha pasado desde que Aitana se ha caído al mar —porque se ha caído, ya no tiene duda—. Cree que la falta de oxígeno le está afectando al pensamiento, porque, sin saber cómo, se siente muy tranquilo a pesar de seguir ahí abajo. El agua ya no le arrastra, lo mece. Presiente que sus hermanos también se han tranquilizado y, como si de un juego se tratara, intentan hablar bajo el agua. —Paró la corriente —se le entiende a Pablo decir, a pesar de las burbujas chocándole en las gafas. —Mira allí —le dice Paula, señalando los peces. Álvaro nada muy cerca de sus hermanos, aunque ya no teme al agua. Se mueve, como ellos, a braza, extendiendo los brazos y moviendo los pies como si fuera una rana. Poco a poco, se va acercando adonde están la mayoría de los peces. «Soy un buzo aunque, ¡sin bombona!». Podría estar pensando en qué diablos ha pasado, cómo el nivel del agua ha subido tanto y en tan poco tiempo, por qué no pueden salir a la superficie o, lo más importante, podría pensar en dónde se ha metido Aitana. Pero no, lo único a lo que Álvaro le da vueltas es en cómo puede ser que sigan bajo el agua y no tengan sensación de ahogo. «Es que parece que estoy en un acuario gigante». No lo está. Por la derecha aparece como de la nada un pez feísimo, el más largo y gordo de todos los que han visto hasta ahora. Es tan grande y tan feo que los tres frenan, por así decirlo, en seco. Por su aspecto, Álvaro debería tenerle miedo, pero, aún no sabe por qué, hay algo en él que le da cierta tranquilidad. Nada con mucho estilo. ¿Puede un pez ser elegante? Se les sigue acercando hasta que se sitúa, literalmente, frente a los tres hermanos.
Es una barracuda. Se observan, los Trillizos en línea y el pez del otro lado, frente a frente. Nadie se mueve ni tampoco parece que haya muchos nervios. El caso es que el bicho feo pero elegante también tiene pinta de ser peligroso, aunque no lo está siendo. Hay algo en aquel pez que a Álvaro le intriga. Muy lentamente, el animal se da la vuelta y nada en dirección a la parte derecha del islote. «¿Me ha hecho un gesto para que lo siguiera?». Definitivamente, algo muy raro está pasando. Ahora cree que es capaz de comunicarse con un pez, ¡con un pez! A ratos piensa que se ha vuelto loco, a ratos cree que no hay nada de malo en ello. O será que le falta aún más oxígeno en el cerebro. «Si en lugar de un pez fuera un perro o un gato, no habría nada de malo en que yo fuera tras él». —Si a Álvaro le dieran un euro por cada pensamiento aleatorio que tiene en momentos como este, probablemente ahorraría mucho. Hace rato que perdió la noción del tiempo. Según sus cálculos, podría haber sucedido todo en menos de treinta segundos o podría llevar buceando toda una eternidad. Ni eso le frena, una corazonada le dice que debe seguir al animal. Paula y Pablo van detrás, no les ve pero escucha las burbujas que les salen al respirar, muy lentas y a un ritmo constante. Siguen nadando a braza hasta que, por fin, la barracuda se detiene al lado de una pequeña cueva que más bien parece una puerta. De nuevo frente a ellos, mirándoles a la cara, se queda un rato parada. Él no sabe qué hacer, pero no puede apartar la vista del animal. —Bienvenidos a mi ciudad. «No puede ser, otra vez no. No, no, no. La parálisis… la pesadilla…».Álvaro se acuerda de todo lo que soñó la noche anterior, del pez gigante que desapareció ante sus ojos y que le dijo aquella misma frase. —¿Perdón? —escucha a sus espaldas burbujear a Paula. Oh, no lo ha escuchado
él solo… Sin más, la barracuda se da la vuelta y desaparece por el hueco. Álvaro ya duda de todo. Qué es real y qué forma parte de su imaginación. Si es un sueño, quiere despertar ya y encontrarse con sus padres y sus hermanos, incluida Aitana. Pero es que no puede ser un sueño, lo está sintiendo todo tanto que le parece imposible que ni siquiera haya otro cambio de pantalla. El chico respira hondo… «¿Cómo voy a respirar hondo bajo el agua? Me voy a despertar en breve». … y toma el control de lo que sea que esté pasando. Se olvida de que, de los tres, él es el más miedoso. Hace un gesto a sus hermanos para que lo sigan y cuando vuelve a nadar se acuerda de nuevo. Ese mismo gesto, anoche… ¿o es hoy?… le servía para volar. La cabeza le va a explotar porque no entiende absolutamente nada, pero los tres nadan para colarse por el hueco que parece una puerta. Por fuera es estrecho, pero, si ha cabido la barracuda barrigona, ellos no tendrán problemas. Siguen con la braza: estirar los brazos, recoger el agua, lanzar las piernas, volver a recogerlas. Estirar, recoger, estirar… —¡Chicos! ¿Pero qué ha pasado? —grita Pablo. De pronto, los tres están tumbados sobre la tierra húmeda a los pies del islote y se arrastran como soldados en el ejército, haciendo como que nadan, pero sin agua alrededor. Tampoco hay rastro de la barracuda. ¡No hay agua! —Pero… ¿ha desaparecido el mar? —La voz de Paula ya no burbujea, y grita con toda su fuerza para comprobar que el aire entra y sale correctamente de sus pulmones. —Ay, madre, pues sí que ha habido cambio de pantalla. Qué horror de pesadilla —gimotea Álvaro, angustiado. A lo que Pablo reacciona rápido.
—Chicos, en pie, debemos buscar a Aitana.
8 La tribu de la selva
Hace siete siglos, en el mismo lugar de Yucatán…
Es noche de luna llena. En un claro entre los árboles hay un pequeño altar donde se va a iniciar un ritual de sanación. Está el chamán, que rezará y curará a una niña a la que le duele la barriga, la sacerdotisa, los padres de la pequeña y sus dos hermanos. Hace varios días que esta chiquilla se retuerce por las molestias y hoy le van a pedir a los dioses que la curen. El hombre se lleva a la boca una caracola muy grande y sopla por el orificio, como si estuviera tocando una trompeta. De la concha sale un sonido, se inicia así la ceremonia. —Oh, corazón del cielo, oh, corazón de la tierra, ayúdanos a sanar esta enfermedad y fortalece el alma de esta pequeña criatura —reza el chamán. Le aplica sobre la frente una mezcla de albahaca y romero untada con aceite. A su lado, la sacerdotisa pasa alrededor un cuenco que humea y huele a incienso. Frente al altar, los padres y los hermanos de la niña la observan cómo sigue inquieta y se toca el vientre. La madre se impacienta e intenta calmarla cogiéndole de una mano. —No la toques. —La voz seca del chamán sorprende a la mujer, que lo mira nerviosa y se retira agachando la cabeza. A pesar de que suena muy serio, el hombre tiene una cara amable y relajada y le dirige una sonrisa a la pequeña. Abre sus brazos al cielo y sigue con la plegaria. —Con nuestra fe y la ayuda de nuestros rezos, la luz de la luna llena disolverá su enfermedad.
Los dos hermanos observan la escena desde cerca, pero ya se están empezando a aburrir. Todavía queda un rato para que todo acabe y puedan volver a su casa. Uno le susurra algo al otro y los dos se ríen, mientras el chamán sigue con los brazos abiertos y mirando hacia arriba, orando. Ni sus padres ni el chamán ni la sacerdotisa les hacen caso, los adultos siguen concentrados con la mirada en el altar y en los rezos. Pero estos niños son un torbellino y todos saben que no van a aguantar mucho rato ahí parados. Con disimulo, se escapan de allí; han escuchado un ruido entre los árboles y, quién sabe, a lo mejor se trata de un duende de los bosques. Son conscientes de que no deberían alejarse demasiado de donde se encuentran, sus padres se enfadarían mucho si supiesen que su intención es adentrarse en la selva. —La selva de noche es peligrosa, chicos. Ni se os ocurra ir solos—les ha advertido en varias ocasiones su madre. En fin, saben que lo tienen terminantemente prohibido, pero llevan tiempo con ganas de conocer a uno de sus animales favoritos y quieren crecer rápido, así que van a ir solos a la selva a pesar de las advertencias. Les puede la intriga y la curiosidad. —Tío, tú tienes nueve años y yo once, ya somos grandecitos para saber volver a casa, ¿no crees? * * * En realidad, lo que estos dos hermanos mayas esperan ver entre la espesura es a un ocelote cazando. Han escuchado tantas historias de este felino tan impresionante, por lo fuerte y ágil que es, que quieren observarlo en acción. La pega es que para verlo cazar hay que hacerlo de noche porque se pasa el día durmiendo entre las ramas de los árboles. —Si vemos uno, tampoco hace falta que nos acerquemos mucho. Desde lejos podremos mirar cómo caza, hay luna llena y alumbra bastante —susurra el hermano pequeño. —Eres un cobarde —se burla el mayor.
—Como mamá y papá se enteren de que nos hemos metido en el bosque para ver un ocelote nos van a echar la bronca. —Pensar en un posible enfado de sus padres le quita un poco las ganas de buscar al animal. La excusa de ensanchar su valentía parece poca cosa en comparación con las represalias. —Ahora mismo siguen con el ritual y seguro que piensan que andamos cerca jugando entre nosotros —le recuerda el mayor—. Es que es un tostón, y ya saben que no es la primera vez que nos lo saltamos. Tampoco se van a sorprender de que no estemos allí con ellos. La peque solo tiene dolor de barriga y se va a poner buena pronto. Como aún les queda un rato, con volver al altar antes de que acaben bastará para que no sospechen nada. —De todas formas, nos quedamos lejos si vemos al ocelote. Tú imagínate que nos ataca. —Comen animales pequeños, bobo. —Ya lo sé, y no me llames bobo. ¿Te crees que si uno aparece no te va a morder porque tú seas un animal grande? —Oye, pero ¿tú quieres ver cómo caza un duende de los bosques o no? Así es como llaman los mayas al ocelote, «el duende de los bosques». La noche es perfecta para observar uno, gracias a la luz de la luna; además, estos dos hermanos han logrado desarrollar un sentido del oído muy fino. Se lo han dicho desde bien pequeños, a la selva hay que saber escucharla. Lo que pasa es que de noche los sonidos se amplifican y pueden resultar un poco más aterradores. Los dos caminan bien juntos porque, cuanto más se adentran, menos luz pasa entre las copas de los árboles. Lo último que quieren es despistarse el uno del otro y acabar la aventura en solitario. Con la emoción de ver al ocelote, hay algo que han pasado por alto: no han pensado en otro tipo de peligros que se les puede presentar en forma de alacranes, viudas negras o incluso pumas. Van demasiado concentrados en el ocelote y en no separarse hasta que, de pronto, identifican un ruido que pone muy nervioso al pequeño. —¡Una serpiente cascabel! —Pega un brinco, mientras avanza dando saltitos
con los ojos clavados en el suelo. —¡Ya la has liado! ¡No te muevas tanto, que la espantas y es peor! —le reprende el mayor. Pero entre los dos han hecho demasiado ruido y un mono que andaba medio dormido entre las ramas se despierta y chilla. Entre la presión de estar haciendo algo prohibido y el susto de que algún animal les haga daño, los dos salen corriendo. Pero no van hacia donde se encuentran sus padres, se acaban despistando y regresan a la ciudad por la puerta este, cerca de donde está el templo con forma de pirámide. No frecuentan la selva de noche, pero de día se la pasan jugando arriba y abajo, así que correr por entre las hierbas no es ningún problema para ellos. Se mueven con gran destreza, eso sí, van con los ojos en el suelo para no pisar nada que les pueda picar. Cuando ya están cerca de la muralla para entrar de nuevo en la ciudad, pegan otro respingo por otro ruido parecido a un trueno. —¿Se acerca tormenta? —Pero si se ven las estrellas. —Al final nos mojaremos, ya verás. Lo que estos hermanos no saben es que ese ruido no era un trueno, sino que sucede cuando alguien rompe la barrera del tiempo. Suena parecido a cuando un avión militar de la época de los Trillizos va tan deprisa que supera la velocidad del sonido. ¿Alguna vez has oído el estruendo que hace? Pues así suena cuando alguien cruza hacia el futuro o hacia el pasado. Siguen corriendo porque piensan que va a llover, pero tienen que frenar en seco por lo que ven a los pies de las escaleras del templo. Hay una niña tumbada e inconsciente, parece que se ha dado un golpe en la cabeza. —¿Quién es?
—No sé, no la reconozco —dice el hermano pequeño. —Yo tampoco. Mira, tiene un poco de sangre en la cabeza —señala el mayor. —Ya veo. Y está viva porque respira, pero a saber qué tiene. —Tampoco se la ve tan mal, solo parece un golpe en la cabeza. —¿Y tú qué sabes? ¿Ahora eres chamán? —pregunta con sarcasmo el pequeño. —Qué pesado eres, chaval. Oye, vamos a llevarla donde el ritual y que se encarguen de ella. —¿Y si resulta que es de otra tribu? ¿No nos van a regañar si la llevamos hasta allí? —duda el más cauto de los dos—. Mira que si hay alguien que nos está observando y esto es una trampa… —Pero, a ver, ¿y entonces qué hacemos? ¿La dejamos aquí tirada? No seas paranoico, a mí no me gustaría que me encontraran herido fuera de mi casa y me dejaran ahí tirado —razona el hermano mayor—. Piensa por un momento, no es solo que esté mal, es que puede venir un animal y atacarla. —Vaya, ahora el ocelote puede hacer daño y antes no. —No dije que fuera el ocelote, puede ser un puma… Las discusiones de estos dos pueden llegar a ser eternas. —Bueno, va, la cogemos y la llevamos al altar. —No cuentes nada, no le digas ni a mamá ni a papá que nos hemos metido en la selva —ordena el mayor—. Si preguntan, a la chica la encontramos junto a la casa de la sacerdotisa, que es la que está más cerca del altar. —Que sí, siempre a tus órdenes… ¿Cómo la levantamos? —Yo la voy a coger por debajo de los brazos y apoyaré su cabeza en mi hombro. Tú la coges de los pies. Poquito a poco, que tiene que llegar solo con una herida. Los dos se acercan con cuidado a la niña para cogerla.
—Oye, ¿qué ropa es esa? Va cubierta con dos pequeños trozos de tela, uno en el pecho y otro bajo su vientre. No saben que eso que lleva puesto la chiquilla se llama biquini. * * * —¿Vosotros dónde os habíais metido? —Por ahí, mamá, estábamos jugando. —Claro, y jugando, jugando, os habéis encontrado con esta muchacha. A la niña la han colocado encima del altar. Terminaron el ritual un poco antes de tiempo y lo han dejado libre para la siguiente sanación, que será de urgencia para tratar a la recién llegada. —Mamá, de verdad, que estábamos jugando con la pelotita de cuero que nos regaló papá. La mandé lejos de una patada fuerte y cuando fuimos a recogerla nos encontramos tirada a la niña. Justo al lado de la casa de la sacerdotisa — inventa sobre la marcha el mayor. —¿Y dónde habéis dejado la pelota? El hermano pequeño parece que titubea, pero le sale el otro al rescate. —Pues es que con esto de ver a la niña la habremos dejado por allí; mañana volvemos y la buscamos. Lo primero era ayudarla a ella, ¿no? —Por qué será que no me fío de vosotros ni un pelo… Vuelve a sonar el zumbido: alguien más ha cruzado la barrera del tiempo, pero aquí nadie de esta familia se da cuenta de ello. —Otra vez el trueno y aún sin llover… Va, hay que volver a llamar al chamán, que se acaba de ir —dice el padre, señalando a su hijo mayor—. Ve tú a avisarle, estará aún cerca. ¡Y no te entretengas, que estamos aquí todos esperándote! Y tú —se dirige al pequeño—, cuéntame la verdad. ¿Dónde os habéis encontrado a
esta niña? Cuando un padre se pone muy serio, hay hijos que salen corriendo con cualquier excusa. Pero a otros se les revuelve el estómago y lo cantan todo. —Fuimos a la selva y acabamos volviendo por la puerta este. La vimos a los pies del templo —confiesa todo de corrido, con los ojos cerrados y los hombros encogidos. —Me lo temía. —¡Pero no fue idea mía! —¿Qué os tengo dicho? —El padre coge de la patilla al niño y este se pone a andar de puntillas. —Que no podemos ir solos. —¿Y qué más? —Que la selva es peligrosa. —¿No habéis oído que va a haber tormenta? ¿No os dais cuenta de que os podéis escurrir? ¿Que os puede picar o atacar un animal? —¡Pues mis amigos pasean de noche y no les pasa nada! —Me da igual lo que hagan los demás; he dicho que no vayáis a la selva de noche solos. —Bueno, déjalo, que tiene el susto metido en el cuerpo —ruega la madre. Cree que es literal. En este lugar de México, hace siglos, se creía que si te caías al suelo o al agua o si te encontrabas de repente con un animal, enfermabas de susto. —No ha sido para tanto, mamá, yo estoy bien. La que sigue inconsciente es ella —dice el pequeño señalando hacia el altar. —La vamos a dejar aquí hasta que aparezca el chamán —anuncia el padre.
—Pues no está en su casa —dice el hijo mayor resoplando, que vuelve con la lengua fuera porque ha hecho la ida y la vuelta corriendo. —El otro aventurero. Me tenéis frito entre los dos —riñe el padre, a quien se le va rápido el enfado al pensar en la muchacha—. Hijo, ¿no te lo has encontrado por el camino? Si se ha ido hace nada. —Ni rastro. A lo mejor se ha metido en otra casa, quién sabe. —Bueno, pues ya me encargo de encender el fuego y convocar una reunión con el resto de los vecinos. No quiero tomar la decisión yo solo de lo que hacemos con ella, así que de aquí no nos movemos hasta que pensemos qué hacemos con la chiquilla. —Pero si solo es una niña —le replica el más pequeño de sus hijos. —Hace un rato te parecía una infiltrada —susurra el mayor a su hermano sin que lo escuchen sus padres. —Pues ahora he cambiado de opinión —le responde este con firmeza. * * * Aitana se despierta con dolor de cabeza. Lo último que recuerda es estar grabando a los Trillizos cómo saltaban del islote y hacían una carrera hasta la orilla de la playa. Tropezó mientras trasteaba en la cámara, pero ahora está aturdida y no entiende muy bien qué ha pasado ni adónde la han trasladado. De todas formas, no cree llevar mucho rato inconsciente porque desde esa posición puede observar perfectamente el cielo. Se encuentra tumbada sobre un banco de piedra en un claro en el bosque. Parece que está atardeciendo, al igual que cuando empezó a grabar a sus hermanos. Quiere levantarse, pero unas cuerdas alrededor de su cuerpo la sujetan al banco y no puede ni tocarse la frente porque las manos las tiene atadas a los lados. «¿Qué está pasando?»,piensa, angustiada. —¡Ayuda! —grita a pleno pulmón. Cerca de ella hay un grupo de gente alrededor de una hoguera, pero no les puede ver, al menos por ahora.
En seguida se acercan dos niños, que se asoman para ver la cara de Aitana. Los observa desde abajo, solo puede verles a ellos y al cielo anaranjado detrás de sus cabezas. Son los mismos niños que la encontraron al pie del templo y que la han llevado hasta donde se encontraban sus padres orando por la barriga de su hermana enferma. —Hola —le saluda uno de ellos. «¿Estarán en mi hotel también? ¿De dónde son?».Aitana no llega a comprender lo que le ha dicho porque parece que hablan en otro idioma. —¡Por favor, desate! —les suplica. Pero ni ella entiende a los niños, ni los niños a ella. Los hermanos se miran entre sí y hablan en un idioma que ella nunca antes había escuchado. Juraría que no es inglés ni francés, incluso diría que eso que están hablando tampoco es alemán. Da igual, el caso es que hablan muy rápido y se ríen a carcajadas. A Aitana le parece muy cruel este juego, piensa que son ellos los que la han atado y ahora se están divirtiendo por verla inmóvil. Se van corriendo a reunirse con la otra gente que está cerca de la fogata y ella se cree que la dejan ahí tumbada, atada, sola. «¡Ni pizca de gracia! ¿Qué se han creído?». Intenta incorporarse apoyando los codos con fuerza hacia el banco y contrayendo un poco los abdominales; suerte que la cuerda está un poco floja y tiene algo de movimiento. La cabeza aún le da vueltas porque el golpe que se ha dado ha debido de ser fuerte. Consigue ver el fuego y, al fondo, un edificio en forma de pirámide que asoma entre los árboles. También observa que ahora hay más luz en el ambiente que hace un rato, ¿acaso está amaneciendo en vez de atardeciendo? No tiene ni idea del tiempo que ha pasado desde que se cayó. Pero puede ver que al lado del fuego hay un grupo de gente que viste un poco raro, no alcanza a ver cómo porque el mareo la vuelve a tumbar. —¿Qué vamos a hacer con la niña de las ropas extrañas? —Un hombre pregunta
al resto, es el padre de los chicos que encontraron a Aitana. —Debemos esperar a que vuelva el chamán y nos diga qué hacer —responde su mujer. —No entiendo cómo puede ser que haya vuelto a desaparecer —dice la sacerdotisa—. Este hombre cura lo incurable, pero nunca está cuando más se le necesita. ¿Adónde se habrá ido? —Esto es intolerable, tenemos intrusos en nuestro propio pueblo —se queja otro hombre, bajito pero muy robusto, que se había unido a la reunión de urgencia. Tiene una cicatriz en la mejilla que se le mueve cada vez que habla—. Es una cría, no puede haber venido ella sola. Estoy seguro de que otros adultos de su tribu estarán rodeándonos y esperando el mejor momento para asaltarnos y quitarnos la comida y todas nuestras pertenencias. Yo me niego a esperar a que venga el irresponsable del chamán. —Pero él es nuestro líder —replica la primera mujer. —Me da igual. Si no ha llegado ya, tiempo ha tenido —sentencia el bajito, que se cree que Aitana es miembro de una tribu enemiga—. Yo mismo voy a impedir que se nos acerque quien quiera que esté tras esta niña. Aitana escucha que están hablando, pero no comprende ni una sola palabra. «¿Aquí todos son extranjeros? ¿Dónde están el resto de los mexicanos que había en el hotel?». —¡Por favor, ayude, que esos dos tontos me han dejado aquí atada! —pide al hombre que camina en su dirección, intentando señalar a los dos hermanos, que ahora juegan a perseguirse el uno al otro entre los matojos. «Un momento, ¿y esta ropa que lleva? ¿Acaso es carnaval?», piensa al observar la indumentaria del hombre que se acerca. Pero el hombre tiene cara de pocos amigos. No está dispuesto a soltarla, y entonces Aitana comprende. Lo que llevan no son disfraces, esta gente viste como las tribus indígenas que ha visto en algún documental por televisión. No era un juego, ¡todos están compinchados! ¡La han atado esos salvajes! ¿Qué
le van a hacer? La herida de la frente le hierve, quiere chillar pero el miedo la bloquea, no es capaz de emitir ni un triste quejido por la boca. Cuando tiene al hombre justo al lado, este mete la mano en un cuenco y de él saca un puñado de bichos que deja caer por todo el cuerpo de Aitana. —¡Ahhhhhhhh! —Por fin le ha salido sonido de la garganta. ¡Le está tirando insectos por encima! Gusanos, saltamontes, escarabajos… Aitana se siente desnuda a pesar de llevar el biquini, porque todo su cuerpo nota el tacto de aquellos bichejos. Pero hay algo que la desconcierta: todo lo que cae está muerto. Es asqueroso, sí, pero nada se mueve sobre ella. Allí donde caen, se quedan. La visión de su propio cuerpo lleno de bichitos es repugnante, pero, al menos, parece que estén fritos y no sueltan babas ni nada de eso. De pronto, se le viene la imagen de su madre echando tomillo por encima a la carne guisada. «Esto sirve para dar más sabor al plato»,le dijo una tarde en la cocina. También recuerda el crujir asqueroso del día que probó una cucaracha frita. Entonces, el pánico se apodera de Aitana. ¡La están aderezando para comérsela! Pero el hombre, lejos de acercarla al fuego para tostarla, abre los brazos hacia el cielo y se pone a cantar.
9 La pirámide maya
–Por favor, que alguien me despierte ya —suplica Álvaro sentado en el suelo; el mar acaba de desaparecer. Pablo le dice que se levante para ir a por Aitana, pero no le hace caso, tiene los codos apoyados en las rodillas y la cabeza hundida entre sus manos. Están en tierra firme y justo de espaldas a la roca que ya ha dejado de ser islote por falta de agua. Se encuentran un poco aturdidos por lo que acaba de suceder, aunque cada uno lo demuestra a su manera. —Yo estoy flipando muchísimo —dice Paula, que se levanta rápido y se sacude un poco de tierra que se le ha quedado pegada a la barriga—. ¿Acaba de desaparecer el mar? —Como si se lo hubiese tragado un sumidero en menos de un segundo —resume Pablo, aparentemente muy tranquilo, aunque por dentro le comen los nervios. Quiere mostrar a sus hermanos que tiene la situación bajo control, pero lo que ha sucedido le parece una locura y realmente no sabe qué hacer. —Ojalá haya puesto el despertador, me ayudará a salir de esta pesadilla. — Álvaro sigue cabizbajo y empeñado en que está en un sueño. —Álvaro, levanta el culo, que desde ahí poco podrás hacer —le reprende Pablo. Sigue sentado, pero al menos mueve la cabeza, pues Paula les pide un poco de atención. —A ver, chicos. Un resumen de lo que ha pasado quizá nos venga bien para entender qué es todo esto: hemos corrido por la playa para llegar hasta el lugar donde supuestamente Aitana se cayó. En mitad del trayecto, la arena se ha puesto tan densa que apenas podíamos caminar, el nivel del agua ha subido a gran velocidad hasta cubrirnos, hemos sido arrastrados por la corriente, nos hemos topado con una barracuda que hablaba y hemos acabado aquí, no se sabe
dónde. —Hace una pausa mirando a sus hermanos, como buscando una continuación a lo que acaba de decir. No dicen nada—. Contado así parece una película, ¿alguien me puede explicar en qué parte de la historia me he perdido? —No es una película, es un sueño. Y estoy harto de pasarlo mal cada vez que me voy a dormir, necesito que haya otro cambio de pantalla —pide Álvaro, mirando hacia arriba—. Quiero estar ahora en el restaurante, y me da igual que haya canelones. Esta vez me van a saber a gloria. —Y dale con que esto es una pesadilla… Álvaro, mírame. —Paula se pone de frente y le da un cachetazo. —¡Ah! Duele. —Pues eso, reacciona. No sé qué ha pasado, pero no estás en un sueño. No, los Trillizos no están atrapados dentro de una pesadilla. Lo que acaba de suceder es que Paula, Álvaro y Pablo han viajado al año 1320, aunque todavía no lo saben. —Se ha esfumado el agua, pero mirad, los árboles siguen ahí —señala Pablo hacia la selva. —Y la roca también. —Paula mira por encima de su hombro a lo que antes era el islote—. Ahora que la veo desde la base, sí que es grande. La escena es surrealista. Están los tres en bañador, en un hueco en medio de la selva al que han llegado nadando gracias a un pez que les ha guiado. No hay mar, no está Aitana y tampoco tienen claro cómo volver atrás, si es que eso fuera posible. Pablo camina hacia los árboles sin intención de adentrarse en la jungla, solo quiere mirar el lugar con otra perspectiva, por si se le ocurre alguna idea. Es entonces cuando se da cuenta de lo grande que era el islote. —¡Chicos! ¡Es una pirámide! Álvaro por fin se levanta y corre junto con Paula para observar lo que el agua antes ocultaba: no era una isla ni una roca. En realidad es un edificio, aunque desde la superficie del mar apenas veían su parte más alta. Ahora se ve
clarísimo, es una pirámide aunque no acaba en pico como las egipcias. —Es una pirámide maya, como la que vimos dibujada en las ruinas de Tulum, ¿verdad? —recuerda Paula. —Sí, pero cuando aún había agua, la parte de arriba no era tan plana como se ve ahora, más bien era redondeada. Empiezo a dudar de que estemos en el mismo sitio. —Pues no sé —afirma Pablo—, yo diría que no nos hemos movido de lugar, que estamos en el mismo punto solo que sin agua. —¿Cómo lo sabes? —Es una corazonada. No le falta razón a Pablo. Están en el mismo lugar aunque no hay arena de playa, ni hotel. La subida del agua mientras ellos nadaban en busca de su hermana era necesaria para preparar el viaje en el tiempo. Tenía que ser de la forma menos traumática para ellos, que ni sabían adónde se dirigían; sin embargo, había alguien que lo tenía todo planificado. Durante el proceso se escucharon dos truenos, uno mientras la corriente los arrastraba —el correspondiente al viaje de Aitana— y otro cuando ellos mismos atravesaron la cueva que les enseñó la barracuda. Pero el estruendo de este último fue brutal, tanto que incluso los animales de la selva se pusieron nerviosos al escucharlo. Normal, teniendo en cuenta que nunca antes habían viajado tres personas en el tiempo a la vez. * * * —Os tengo que contar con detalle mi sueño —dice Álvaro con otro ánimo y otra cara. —Álvaro, tío, déjalo ya porque no ayudas en nada repitiendo todo el rato lo mismo —le pide Paula. —¡Que no es eso! —Al mirar hacia la pirámide se le ha cruzado otra idea por la cabeza. Y con todo lo que ha pasado, no cree que sea tan descabellada—. Escuchad, el día que soñé con la araña creo que fue un sueño premonitorio. Si os lo cuento, flipáis.
—¿Ahora resulta que eres adivino? —dice ella con sarcasmo. —No es eso, boba —le responde él con una sonrisa—. Escuché una vez en un vídeo de sucesos paranormales que hay gente que sueña con el futuro. Y yo creo que lo que soñé puede darnos alguna pista sobre lo que ha pasado… —¿Lo de la araña gigante? —A Paula le recorre un escalofrío—. Espero que no sea eso a lo que te refieres. No me gustaría encontrarme con arañas del tamaño de un perro. —Es que en realidad eso solo era una parte, no conté más porque no le di importancia al resto. Pero resulta que, cuando la araña se quedó en el centro de la habitación, hubo una luz cegadora y desapareció todo menos el bicharraco, que iba creciendo como lo hacen los personajes en los videojuegos. —¿A lo Mario Bros cuando se comía una seta? —señala Pablo. —Más o menos, algo así. El caso es que enseguida me visualicé en un pasillo, pero subterráneo, con estalactitas y estalagmitas como las que vimos en el cenote. Y entre ellas, correteaban más arañas e incluso ratas. —Qué asco —dice Paula—, tú no te podías mover, ¿verdad? —Al principio no, era una parálisis del sueño y la imagen se iba moviendo como si estuviera en un simulador de carreras, aunque mucho más lento. Bueno, da igual. El caso es que yo avanzaba por el pasillo porque hubo un momento en el que pude mover un poco los brazos, como si volara haciendo el gesto de bucear. —¡Con técnica incluida! —suelta Pablo una carcajada. —Tú ríete, pero el caso es que yo flotaba por el pasillo. Me rayó ver que al fondo había como una puerta de madera moderna, pero el túnel estaba cavado en la tierra. —Quieres decir que no pegaba ahí ni con cola, ¿verdad? —le sigue su hermana. —Exacto. Además, detrás de mí había una luz que parpadeaba. Nunca pude alcanzar la puerta ni ver lo que había al otro lado porque apareció un giro hacia la derecha que me derivó a otro túnel. Ese tenía salida natural al exterior y ahí fue donde se me apareció la barracuda que vimos bajo el agua.
—¿La misma? —pregunta Pablo. —Bueno, no estoy seguro de que fuera el mismo pez, pero vi claramente cómo se desplazaba hasta llegar a la puerta de una pirámide. Tenía ese mismo tipo de movimiento elegante a la que acabamos de ver. —¿Elegante, la barracuda? —se asombra Paula—. Pero si es un bicho asqueroso. —Que sí, ¿no os habéis fijado? —intenta explicarse él—. No se movía como el resto de los peces, que, por cierto, ¡qué bonitos eran! ¡Qué de colores! ¿Tampoco os habéis fijado en eso? —No nos cambies de tema. Estábamos con la barracuda… elegante-asquerosa, que hay que decirlo todo —añade Paula. —Pues eso, que nadaba de una forma muy particular y que también me dijo «Bienvenido a mi ciudad». Exactamente igual a lo que ha sucedido ahora. —Qué fuerte… —responde Pablo, pensativo—. ¿Qué más datos recuerdas? A ver si hay algo que nos pueda aclarar qué ha sucedido. —O sea, estamos en el medio de la nada y no se nos ocurre otra cosa que ponernos a descifrar un sueño como si fuera un enigma —resopla Paula. —¿Se te ocurre a ti algo mejor? —le pregunta Pablo con cara de pocos amigos. —Buscar a Aitana. —Claro. Tú métete en la selva por allí, que yo me voy por aquel otro lado y Álvaro por el contrario… —dice con ironía—. ¿Pero no entiendes que antes debemos trazar un plan? Chicos, no podemos ir por separado porque lo liaremos todo más. Primero tenemos que analizar cualquier pista posible que nos diga por dónde ir. Álvaro, cuenta, qué más recuerdas. —Paula, Pablo lleva razón. A mí no me parece mala idea lo del plan. Entre otras cosas porque meternos en la selva cada uno por un lado llamando a Aitana como si fuera un perrillo… pues como que no. —Vale, vosotros ganáis —reconoce ella—. Entonces, ¿qué más pasaba en el
sueño? —La verdad es que lo tengo todo un poco borroso —continúa Álvaro—. Ya sabéis que los sueños no se recuerdan al cien por cien como suceden en nuestra cabeza. —En resumen —dice Pablo—, tenemos una araña gigante y muchas pequeñas que corren, un pasillo, las estalagmitas y las estalactitas, una barracuda y una pirámide. ¿Me dejo algo? —La puerta del fondo… —añade Álvaro. —Cierto, se me olvidó mencionarla. —… y la luz que me guiaba por detrás. Como no podía moverme, no supe de dónde venía con exactitud, pero es cierto que a ratos parpadeaba un poco. —¿De qué me suena esto? —Ahora es Paula la que se queda pensando. —¡La bombilla de la habitación de la limpieza! —exclama Pablo—. Aitana se fijó que parpadeaba, ¿recordáis? —Es verdad, no había caído. Pero, ¿y qué tendrá que ver con todo lo que ha pasado? —pregunta Álvaro. —Pues aún no lo sé, pero estoy seguro de que lo vamos a descubrir en breve. —Claro, porque en la selva todo el mundo sabe que las bombillas crecen de los árboles, los bombilleros limoneros —dice sarcástica Paula. —Ja, ja, qué graciosa —la aplaude Pablo—. Paula, ahora que parece que hemos recuperado el ánimo de Álvaro, no te vayas a rayar tú ahora y colabora. —A sus órdenes, mi capitán. ¿Siguiente paso, por favor? —Pues lo siguiente será mirar si la pirámide tiene alguna puerta, ¿no? — responde él. Cómo no habían caído antes. —Es verdad, a lo mejor Aitana se ha escondido dentro —dice Álvaro, cruzando
los dedos. Los tres se dirigen de nuevo a la base y comienzan a rodearla sin dejar de observarla. —Pues no, aquí abajo no hay ninguna puerta —dice Paula, ya de vuelta al punto de inicio—. Pero fijaos, la entrada parece que está ahí arriba —señala con el dedo a lo más alto. —Dudo que Aitana haya llegado hasta ahí —dice Pablo. —Pues a estas alturas yo ya no dudo de nada —responde Álvaro. —Venga, vamos —dice resignada Paula—. Madre mía, hay miles de escalones, qué pereza me da y todavía no he subido ni el primero. —Tampoco hace falta que subamos los tres. Total, no hay riesgo de perderse por el camino, ¿no? A esto me atrevo a ir yo solo —se ofrece Pablo. —Yo también quería ir, pero si Paula prefiere quedarse abajo y descansar un poco, me quedo con ella y mientras vigilo cómo subes. —Perfecto. Pues en un rato nos vemos, ojalá que regrese con Aitana. Tanta tensión ha dejado huella en el cuerpo de Pablo, a quien le cuesta subir peldaño a peldaño. «Cuando había mar y encontré los escalones, estaban con los bordes como redondeados. Gastados por el agua, supongo, y verdosos por las algas. Pisándolos ahora, parecen como nuevos». Va sumido en estos pensamientos, cansado, así que sube lentamente. «Venga va, despacito. Suave suavecito… poquito a poquito…». Ha hecho una asociación de palabras y en seguida se le ha incrustado el famoso reguetón en la cabeza. Sabe que se le va a repetir hasta el infinito; le sucede con frecuencia que escucha o recuerda una melodía y ya no se puede deshacer de ella. Pero este no es ni mucho menos su tema favorito, porque él es más de heavy metal; sin embargo, se le está repitiendo en bucle y parece realmente que
la esté escuchando. —Poquito a poquito… —Se rinde a la canción, que acaba tarareando sin remedio hasta alcanzar la cima. Como tarda un buen rato en llegar porque se lo toma con calma, le da tiempo a cantar ese trozo como cien veces. En cuanto ve que la puerta está cerrada a cal y canto, se le apaga la canción por un momento. —¿Aitana? —Golpea con fuerza la puerta, esperando que su hermana se la abra —. ¿Hola? ¿Hay alguien? —Aporrea un buen rato, pero no obtiene respuesta. Busca cómo abrirla, pero no hay ni cerrojo. En realidad, parece que la puerta lleva sin abrirse unos cuantos meses. «Aitana, ¿por dónde andarás?». No ha habido suerte. Debe volver abajo con sus hermanos e intentarlo de otra forma. Se gira para deshacer lo andado, pero la visión de las copas de los árboles desde arriba le sobrecoge. Es realmente bonito. Le hace señas a Paula y Álvaro, que lo miran desde abajo. Cuando vuelve la mirada al horizonte, ve que hay una pequeña columna de humo justo enfrente, en un lugar donde no hay árboles. «¿Habrá alguien haciendo fuego? Suave, suavecito… ¡Jolín con la dichosa canción!». Pablo baja la pirámide contando los escalones, cree que así conseguirá borrar el reguetón. —… y trescientos sesenta y cinco. Por fin abajo. Chicos, he visto humo. —¿Trescientos sesenta y cinco qué? ¿Escalones? —pregunta Paula. —Sí. —Pues ya es casualidad, ¿no? —¿El qué? —Que trescientos sesenta y cinco días tiene un año —le recuerda Álvaro. —¡Es verdad! Venía tan concentrado contando que ni siquiera me había parado a pensarlo —reconoce Pablo—. Qué curioso.
—Pues sí, supongo que quien construyó esto sus motivos tendría —dice Álvaro. —¿Y qué me decís del humo? —les pregunta aún con las piernas temblando del esfuerzo de subir y bajar tanto escalón. —Eso, el humo, ¿está muy lejos? Porque podríamos intentar alcanzarlo; si hay alguien quizá pueda ayudarnos. —Pero, por favor, vayamos muy juntos, que no me gustaría perderos —pide Paula. —Tranquila, que iremos muy juntos. Si se nos aparece algún animal… —¡Que no sea una araña del tamaño de un perro! —suplica ella. —Tranquila, no creo que eso exista. Que las de aquí solo tienen el tamaño de un puño —le responde su hermano con ironía.
10 Un guía muy peludo
Ahívan los tres, caminando en dirección al humo. Bien juntitos. Lo último que querrían sería perderse en la selva y no encontrar jamás el camino de vuelta a casa. —Chicos, si mis cálculos no me fallan, a esta altura debería estar el hotel — comenta Paula con ciertas dudas—. Porque visualmente estaba bastante cerca del islote, ¿verdad? —Eso parecía, aunque no hay ni rastro —confirma Álvaro. —Por no haber, no hay ni camino —se impacienta ella—. ¿Seguro que estamos en el mismo sitio? —¿Os digo lo que creo? Si ha desaparecido el mar, tampoco me extraña que haya desaparecido el hotel —comenta Pablo con cierta lógica. No tienen ni la más remota idea de que han viajado en el tiempo. Solo buscan evidencias para reconocer el camino, así como respuestas que no se escapen demasiado a la razón. —¿Y que todo se haya esfumado como por arte de magia? ¡Es que no hay nadie! ¿Somos los únicos que estamos aquí y ahora? ¿Y el resto de la gente? —Ahora Paula es la que no para de preguntar, parece que le tomó el relevo a Aitana—. ¿Y si resulta que la corriente nos alejó mucho de donde estábamos y esa pirámide no es nuestro islote? Me estoy rayando un montón solo con pensarlo. —Que no cunda el pánico —«todavía»,piensa Pablo—. Puede ser que nos hayamos desviado un poco; si seguimos caminando hacia el humo, encontraremos alguna respuesta. Tenemos que ir por partes —dice tratando de poner orden—: la prioridad es encontrar a Aitana. Estoy seguro de que ella también tiene que estar por aquí. Una vez que la encontremos, entonces nos preocupamos de ver cómo regresar.
—Además —añade Álvaro—, lo más probable es que la gente que haya encendido el fuego nos ayude con Aitana y también con la vuelta a nuestro hotel. Qué iluso, no sabe lo que les espera. Prosiguen el camino en silencio. Andar por la selva no es tarea fácil, y menos descalzo y en bañador. Cada paso que dan implica estudiar bien dónde ponen el pie, porque si pisan una serpiente les puede morder, o puede salir otro animal asustado y que les ataque. No van del todo a salvo, porque ya hay enemigos que les han dejado huellas en su piel con los picotazos más temidos de la selva: los mosquitos. Tienen suerte de tener la cabeza ocupada pensando todo el rato en Aitana y en la desaparición del mar, porque así apenas se dan cuenta de que les pica todo el cuerpo. —¿Os habéis parado a pensar que, cuando estábamos nadando, atardecía? — reflexiona Pablo—. Es que llevo un rato dándole vueltas y me tiene muy mosqueado. —Llevas razón. Ahora parece que sea más temprano, ¿verdad? Según la posición del sol… Un momento, ¿cuál es el este? —pregunta Paula. —Pues no tengo ni idea porque hemos perdido la referencia de la playa —dice Pablo. —Hay una forma de averiguarlo —explica Álvaro—. Tenemos que buscar un hueco por donde los rayos lleguen hasta el suelo y mirar los troncos de los árboles; la parte que tenga musgo será el norte, justo la otra será el sur y estará seca. —¡Qué listo, el niño! —se ríe su hermana. —Ríete, pero puede ser que esto nos dé la solución. Lo aprendí en una ruta de senderismo con mis amigos. La única referencia que tienen ahora mismo para moverse por la selva es la pirámide, que aún ven en la distancia y les marca por dónde deben buscar el fuego. Y no, Álvaro no da con la solución porque el nivel de humedad es tan alto que los troncos no se llegan a secar nunca por ningún lado. Es su primera vez en una zona tropical, así que ninguno cae en esta circunstancia. Por lo que ahí van los tres, buscando un hueco para encontrar el norte.
—Es raro que no nos hayamos tropezado ya con algún bichejo más grande que los miles de mosquitos que creo que me estoy tragando mientras respiro —dice Paula, sacudiendo la mano por delante de la cara, mientras busca troncos secos. —¡Pues mira, la ley de Murphy, por hablar! —grita Pablo—. No contábamos con ella, pero aquí hay una iguana. Se encuentra demasiado cerca de Pablo y, aunque en principio parece tranquila, no lo está. Las iguanas, si se ven intimidadas por cualquier cosa, animal o persona que se cruce en su camino, se vuelven agresivas. Apenas abre la boca Pablo cuando el animal da un latigazo con el rabo que casi le alcanza. —Vaya mala leche que tiene. —Pues ten cuidado, porque no va sola. Mira, hay más por ahí —señala Álvaro. Es normal que estos animales vayan en familia, sobre todo si hay crías de por medio. —Ay, madre, que se están poniendo furiosas… Una iguana bastante grande se acerca a otra más pequeña, para protegerla. —Las que había en el hotel eran supertranquilas —dice Paula, y piensa «oh, el hotel…». —Claro, porque esas estarían acostumbradas a la presencia humana —aclara Álvaro. —Y aquí nosotros somos los intrusos… ¡Ayyy! —se queja Pablo. Esta vez, la más grandota le ha dado con el rabo en la pierna, bien fuerte. Por si eran pocos, aparece un mono dispuesto a unirse a la fiesta. Gritar es lo que le va a este, y sonreír mucho. Pero es mala señal, porque enseñar los dientes de oreja a oreja no es de buena educación en el idioma de los monos, más bien puede indicar agresividad. Tienen suerte los Trillizos, porque el mono les sonríe a las iguanas y se les encara, saltando entre ellas y sobre los árboles para despistarlas. Con tanto chillido consigue ahuyentarlas y salen todas corriendo para esconderse del
mono. Después del jaleo, se han quedado los tres un poco perplejos. —¿Es cosa mía, o el mono ha querido protegernos? —pregunta Álvaro. —A mí me ha dejado un poco loco, pero a nosotros no se nos había… —Pablo no puede acabar la frase porque ahora el mono está sobre él. —¡No te muevas! —le alerta Paula. —Eso, no hagas movimientos bruscos. —En realidad, quería decir que al menos el mono no se nos había acercado a nosotros, pero mejor me callo —susurra con un hilo de voz y encogiendo los hombros para protegerse del simio. —Me encantaría poder ayudarte, pero es que tampoco me quiero acercar mucho —dice su hermana, preocupada. —La verdad es que no hace daño. —Se queda un poco más tranquilo Pablo y relaja los hombros, dando más espacio al mono para que se sitúe sobre él, con las manos sobre su cabeza. —¡Te está quitando piojos! —se ríe Álvaro. El mono los mira a los dos desde los hombros de Pablo y vuelve a gritar, pero no tan agudo como antes—. ¿Se está riendo? —Qué cosas tienes, Álvaro. Peces elegantes, monos que se ríen… no tienes remedio. —¿Y yo qué hago con este? —pregunta Pablo, que no sabe qué hacer con el animal, que aún está sobre sus hombros buscándole insectos en la cabeza. —Déjate que te espulgue porque algo debes de tener ahí, ya se ha metido la mano en la boca dos veces. Se está comiendo tus bichitos, qué mono el mono — sonríe Paula. —Pues nada, aquí estamos —dice Pablo, divertido—, en mitad de la selva, buscando a Aitana, pero parados porque tengo un mono que me está masajeando
la cabeza. Cuando el animal decide parar la sesión de peluquería, se baja de Pablo y le coge de la mano por un instante. La suelta, se va hacia un árbol, vuelve a Pablo y le coge la mano, regresa al árbol, y así hasta tres veces. —Parece que te esté indicando el camino a seguir, ¿no? —dice Álvaro. —Tú eres el experto en comunicación animal, así que yo te sigo a ti —añade sarcástica Paula. —Venga, vayamos pues. Si total, está indicando la misma dirección por la que se encontraba el humo —dice Pablo, mirando hacia atrás y buscando la pirámide para localizar la referencia. Son tantas cosas nuevas que no se da cuenta de que el mono le ha quitado las tres gafas que hasta ese momento llevaba el chico en la mano. * * * Seguir a un mono por la selva podría ser difícil, pero este mono resulta ser un buen guía para los Trillizos. Cada vez que salta a un árbol nuevo, mira hacia atrás, buscando con la mirada a los hermanos. —Parece que nos esté esperando —dice Paula. —Es que nos está esperando, no tengo duda —le aclara Álvaro. —Lo que yo espero es que nos esté llevando por la dirección correcta, porque hace un buen rato que venimos siguiendo al monito y ya perdí todas las referencias que tenía. Si tuviera que volver atrás, me perdería —reconoce Pablo. —¿Atrás, dónde? ¿A la pirámide? ¿Y para qué, si no sabemos cómo volver a la playa? —le pregunta Álvaro—. Ahora mismo, lo mejor que podemos hacer es seguir hacia delante. —Llevas razón —asiente Pablo—. Al menos, vamos los tres juntos. —A mí me resulta divertido a la vez que fantasioso —reflexiona Paula—. ¿En qué momento nos dejamos llevar por un mono para que nos conduzca no sabemos dónde?
—Si en lugar de un mono fuesen palomas mensajeras las que te guiaran, ¿te quedarías más tranquila? —pregunta Álvaro. —Supongo, porque están entrenadas para ir de un sitio a otro y no habría fallo. De todas formas, no podría seguirlas simplemente por el hecho de que yo no puedo volar —responde Paula—. En realidad, me refería al hecho de dejarnos guiar por animales. —Pues yo no lo veo tan descabellado —comenta Pablo—. Antiguamente, la gente se guiaba con todo lo que veían en la naturaleza, ya fuesen bichos, nubes, estrellas o sol. —Es verdad, pero a cualquiera que se le diga que nos estamos dejando llevar por un pez o por un mono… Paula ni siquiera puede terminar la frase. El mono-guía se acaba de parar en el tronco de un árbol y parece que busca algo. —¡Son abejas! ¡Cuidado! —grita Pablo. Los hermanos agachan la cabeza y se la cubren con los brazos, un movimiento muy instintivo para protegerse del peligro. El zumbido es considerable, pero, por esta vez, no tienen nada de lo que preocuparse porque esas abejas son de una especie que no tiene aguijón. Se quedan medio agachados, observando por el rabillo del ojo al mono y a las abejas, que revolotean a su alrededor. —Parece no importarle, ¿será que a él no le pican? —se pregunta Paula en voz alta. —Pues a mí tampoco, chicos. Mirad, tengo una sobre el brazo y no me está haciendo nada —dice Pablo. —Pero, ¿y a qué se dedica el mono? —dice Álvaro, que se pone en pie para observar mejor la escena. Hay abejas por todas partes, pero no hacen daño alguno. El animal sigue toqueteando la corteza del árbol y arranca algo que chorrea un poco, es un trozo de con mucha miel. —¡Se lo está comiendo! —exclama Paula.
Efectivamente, el animal ha arrancado un trozo de miel de la colmena de las abejas meliponas, que así se llama a las que viven por esta zona y no tienen aguijón. Una porción se la ha llevado a la boca y el resto lo hace pedacitos. Se acerca a Pablo y le da un pellizco. Arranca otro trozo, se lo alarga a Paula, y el último, para Álvaro. No dan crédito. —¿Nos está dando de comer? —pregunta, atónita, Paula. —Eso parece —asiente Pablo. —Pues esperad, que ahora viene con la bebida —señala Álvaro, sin rastro de ironía en su voz. El mono se ha subido a otro árbol, ha cogido un coco y ahora le está intentando hacer un agujero, estrellándolo contra una piedra. Parece que esto le cuesta un poco más, así que, cuando se cansa, le da el coco a Pablo, sin agujerear aún. Este remata la faena y se reparten el agua del interior entre los tres hermanos. Álvaro es el último en beber, pero, antes de que pueda acabar, el mono le arrebata el coco de las manos. ¡Él también quiere! —Qué mala persona, Álvaro. Mira que no guardarle coco al mono… —suelta una carcajada Paula. —Tú ríete, que el mono es el más solidario de los cuatro. El animal queriendo compartir, y nosotros pasamos de él en cuanto nos da un poco de confianza. Los hermanos siguen conversando sobre animales y la maravilla de la naturaleza, mientras avanzan con cautela por la selva. Calculan que llevan caminando una media hora, cuando de pronto el mono se sube a lo alto de la copa de un árbol y de allí ya no baja. —¿Será que ya hemos llegado al destino? —dice Paula. —«Próxima estación, Selva de Mar» —suelta Álvaro, tratando de imitar la voz del metro de Barcelona. —Mirad, un poco más adelante hay un claro. Y huele a quemado, tiene que ser ahí —dice Pablo.
—¡Pues venga, vamos! ¿A qué esperamos? —apremia Álvaro. Oyen voces a lo lejos, pero no llegan a entender qué dicen. —No, espera, debemos ir con precaución. No podemos aparecer así de repente, no vaya a ser que se asusten. Vamos primero a observar quién hay y qué hacen. Consiguen encaramarse a un árbol para ver, desde las alturas, lo que sucede a unos cien metros de donde están. Ven la fogata, a la gente que hay alrededor y, a la izquierda, ven el altar… ¡con Aitana encima! —¡Aitana! —Paula quiere llamarla, pero Pablo le tapa la boca para ahogar el grito. —Shhh, no hagas ruido. Mirad, Aitana está ahí tumbada, pero la han atado, ¿veis las cuerdas? —¿Pero qué salvajada es esta? —dice Álvaro muy preocupado—. No entiendo nada. ¿Son indígenas? Esa gente tiene atada a nuestra hermana, tenemos que hacer algo ya. —Tranquilidad, por favor —susurra Pablo, que quiere mostrarse calmado y con la situación bajo control—. Debemos llegar hasta ella sin hacer nada de ruido. —¿Por qué la han atado? ¿Qué quieren de ella? —Álvaro sigue buscando una explicación. —A saber… pobre Aitana —comenta Paula muy bajito. —Pues como nos cojan, vamos a ser los siguientes en estar ahí atados —alerta Pablo—. Lo más rápido sería atravesar por el claro, pero por ahí nos van a ver, seguro. Debemos ir por detrás. Primero nos adentraremos un poco más para poder camuflarnos entre los árboles, y después avanzaremos muy despacito. Vamos, venid conmigo. Los tres se intentan calmar, pero los nervios se instalan en ellos, Pablo incluido. Caminan con sigilo, sin dejar de observar a la gente que hay alrededor de la hoguera. Entonces un hombre se acerca a Aitana. Está de espaldas a ellos, no ven bien lo que hace, pero parece que le está echando algo por encima.
—Tenemos que esperar a que el hombre se vaya de ahí, tiene que dejar sola a Aitana en algún momento —dice Pablo. —Que no nos vean, por favor —pide Paula con las palmas de las manos tocándose entre sí a la altura del pecho. —¿Está cantando? —pregunta Álvaro. —Sí, ¿verdad? O a lo mejor está rezando, tiene los brazos abiertos y mira al cielo, como los curas en las misas —responde Pablo. —Qué capacidad de observación tienes en un momento tan delicado —le susurra Álvaro. —Shhh, chicos, por favor, hablad más bajito, que nos van a escuchar —les pide Paula. Pero el plan no podía salir perfecto. El mono, ese que los había guiado hasta allí y que sigue en lo alto de una rama, salta a otro árbol en el que descansa un ocelote que los Trillizos ni siquiera habían visto. Le tira del rabo con mucha fuerza. El felino ruge, el mono le devuelve el chillido, Paula se asusta por los ruidos, pisa donde no debe, una serpiente muy pequeña le pica y acaba gritando ella también. Arman tanto alboroto que el hombre que cantaba frente a Aitana se da media vuelta y los ve, entre los árboles. —¡Corred! —ordena Pablo. De poco sirve, hay más hombres que trillizos, así que los atrapan a los tres en menos de dos minutos.
11 El reencuentro
Cuatro hombres los han atrapado mientras intentaban escapar. No ha sido demasiado difícil porque a Paula le dolía el pie y no hubiera llegado muy lejos. Y Pablo y Álvaro podrían haber corrido con más ganas, pero es difícil escapar si no sabes adónde ir. Los hombres no han intercambiado ninguna palabra, ni con ellos ni entre sí. Simplemente los han atado de pies y manos, han levantado a Aitana del altar y han pasado una cuerda que ahora los une a los cuatro para que no se puedan escapar. Los dejan sentados en el suelo sin apenas posibilidad de movimiento. Al menos, ya están juntos. —¡Aitana! ¿Estás bien? —se preocupa Paula. —No. Menos mal que ya estáis conmigo porque me estaba empezando a asustar mucho —dice la pequeña. —¿Pero de dónde sale esta gente? —pregunta Pablo. —No sé, yo creí que dos niños estaban jugando a molestarme —explica Aitana —. Al principio me hizo un poco de gracia, pero no me duró ni un segundo porque, la verdad, me dio miedo en cuanto me di cuenta de que ningún adulto estaba dispuesto a desatarme. —Ay, pobre, ¿te han hecho daño? —se interesa Paula. —Aún no, pero estoy segura de que nos lo harán a todos. Esta gente es muy salvaje. —¿Y has podido hablar con ellos? ¿Te han explicado al menos qué quieren, o por qué te retienen? —le pregunta Álvaro. —Es que no les entiendo, ni ellos a mí. No sé qué idioma hablan, pero seguro
que sí que entienden mi cara de susto. —Tranquila, que al menos ya estamos todos juntos —le tranquiliza su hermana. —Gracias, Paula, pero yo ya llevo un buen rato aquí atada y me estoy desesperando —dice Aitana, angustiada—. Y por cierto, ¿qué te ha pasado en el pie? Paula se frota el tobillo, que está un poco inflamado. —Pues me ha picado una serpiente porque me he asustado con el ruido de un animal y la he pisado sin querer. Era bastante pequeña porque ni la vi. —¿Y te duele mucho? —No te creas, solo escuece. —Paula, ¿y si la serpiente es venenosa? Ya lo que nos faltaba… —pregunta Pablo—. ¿Y si te chupo la herida para sacar el veneno? Por la posición en la que están, parece imposible alcanzar el pie de Paula con la boca de Pablo. —¿Y entonces te lo tragas tú? —No, que luego lo escupo. Lo vi hacer una vez en un vídeo en YouTube. —Déjalo, que no creo que sea nada. Parece más bien el picotazo de una abeja. —Qué raras eran las que nos hemos encontrado antes, ¿verdad? —dice Pablo—. Es la primera vez en mi vida que veo tanta abeja junta y que ninguna pique. —Pues no eran de mentira, porque está claro que hacen un buen trabajo. La miel estaba riquísima —se relame Álvaro. —De verdad, qué raro. En cualquier caso, me refiero a que parece un picotazo de abeja de las colmenas que tenemos cerca de casa —«ay, mi casa…»,piensa Paula. —Si notas algo extraño en tu cuerpo más allá del escozor del pie, nos dices —le pide Pablo.
—¿Algo como qué? —Pues no sé, taquicardia, ganas de vomitar… —Vosotros tranquilos, que de verdad no es nada —intenta tranquilizarles ella—. De todas maneras, tampoco sirve de mucho deciros si me siento mal o no porque aquí atados poco podemos hacer. —Pues quién sabe, lo mismo los secuestradores nos ayudan con tu herida —dice Álvaro, queriendo ver un poco de humanidad en aquella gente. —Yo lo que necesito es rascarme la espalda, porque ahora que me observo, me han comido los mosquitos —dice Pablo. —Es verdad, a mí también—añade Álvaro. —Tan bueno como parecía el mono y al final por su culpa estamos aquí, retenidos por estos salvajes. —No lo tengo tan claro —duda Álvaro—; si nosotros no hubiéramos hecho ruido cuando rugió el tigre ese, seguiríamos escondidos detrás de los árboles. —¿Con un tigre ahí al lado, tú crees que íbamos a estar tranquilos y sin armar follón? —le recuerda ella. —No era un tigre, parecía mucho más pequeño —dice Pablo. —Pues a lo mejor era un cachorro de tigre —sigue Paula. —U otra cosa, porque me fijé que no tenía rayas, sino manchas —añade Pablo. —Da igual lo que fuera, chicos —zanja Aitana la conversación—. A lo mejor han entrenado al mono para atraer gente al poblado y luego comérsela. Los tres miran a la pequeña. —Aitana, ¿tú cómo estás? —le pregunta Paula. —Me duele un poco la cabeza. —Ya veo, te has dado un buen golpe. ¿Y por qué hay tantos insectos muertos
alrededor? Por dios, qué asco —dice Paula. —Me los ha echado por encima uno de los hombres que os han atrapado, el de la cicatriz en la cara. Creí que me estaba sazonando para echarme al fuego y comerme. —Aitana traga saliva—. Pero ¿sabéis qué ha pasado? ¿Dónde estamos? —A nosotros nos ha arrastrado la corriente hasta este lugar —se apresura Pablo a responder, sin mencionar una palabra acerca de la desaparición del mar—. ¿Tú qué recuerdas de cuando nos estabas grabando desde lo alto del islote? —Creo que me escurrí porque pisé musgo, o algas. Algo toqué con el pie, que no vi porque estaba toqueteando la cámara. —Se queda un momento pensativa—. Me caí de espaldas, porque me duele el culo y supongo que también me di en la cabeza. —Te ha salido un poquito de sangre y tienes un buen chichón, ¿sientes náuseas o mareos? —pregunta Paula. —Me mareé un poco cuando quise incorporarme. —¿Y ves bien? —Sí, claro. ¿Por? —No sé, los golpes en la cabeza son peligrosos y eso es lo que suelen preguntar los médicos —afirma Paula. —Pues a la vista no me ha afectado, pero al oído puede ser, porque escuché un ruido muy fuerte cuando caí al agua. Como un trueno o algo así. No recuerdo nada más desde ese instante, lo siguiente ha sido despertarme aquí, atada. —Un trueno… —repite Pablo, como queriendo buscar algo en su memoria. * * * —Os dije que esta chica solo nos iba a traer problemas —dice el hombre bajito y robusto. A cada palabra que pronuncia, la cicatriz que tiene en el moflete se ensancha y se estrecha—. Menos mal que hemos capturado al resto de su gente.
El fuego sigue vivo en ese hueco de la selva. Los vecinos cuchichean alrededor y los dos niños continúan correteando, ellos viven en su mundo. Se creen que son ocelotes y van en busca de algo que cazar. —¿Y quién sabe si no hay más personas por la selva, observándonos? — pregunta el padre de los torbellinos. —Puede ser, y por eso he mandado a mis hermanos a que vigilen la zona. Eso sí, por precaución, han ido armados. —Si el chamán estuviera aquí, él ya hubiera sabido cómo zanjar este asunto — alza la voz la madre de los pequeñajos—, al menos, sin necesidad de violencia —añade entre dientes. —El chamán es un charlatán. Hay cuestiones que no se pueden solucionar con el diálogo, y menos con los enemigos. Esta es una de esas situaciones y hay que saber afrontarla. —¿Acaso sabemos lo que quieren estas criaturas de nosotros? Por favor, no les hagáis daño, solo son niños —pide la mujer. —Me da igual. Y fíjate que no son tan pequeños, los tres que acabamos de capturar son adultos jóvenes. —Pues a mí también me da igual lo que tú estés tramando —dice ella—. No van armados y no se les ve con intención de hacernos daño a nosotros. —Ni aunque quisieran pueden, con tanta cuerda que le habéis puesto… —dice la sacerdotisa, que le da la razón a la otra mujer—. Esta gente no tiene pinta de querer atacarnos. —Eso es cierto, no llevan nada encima, a excepción de esos trajes tan absurdos —señala el padre de los niños, que siguen corriendo arriba y abajo—. ¿Qué era lo que ibas a hacer con la más pequeña? Te vi acercarte a ella justo antes de que apareciesen los otros tres. —Quise limpiar a esta criatura, borrar cualquier espíritu negativo que lleve encima y que nos pueda hacer daño —responde con cierto desprecio el de la cicatriz.
—¿Cómo? ¿Has querido iniciar un ritual tú solo? —pregunta muy asombrado el otro hombre. —Lo he visto hacer mil veces al chamán y estoy convencido de que yo lo puedo hacer mejor que él. —La cicatriz se ensancha a la vez que su pecho se llena de soberbia. —Esa tarea le corresponde a él, y sabes que cuando se entere, no le va a gustar nada. —Deberíais sentiros honrados por mi valentía —alza la voz para que lo escuchen bien todos los allí presentes—. Yo estaba tratando de protegeros a todos de esta criatura y sus malas energías. Cuando vuelva el chamán, si es que regresa, vendrá a mí y me lo agradecerá. —Por qué me da que no va a ser así —masculla la sacerdotisa. —No bajaré la guardia, yo también me quedo vigilando. —Dicho eso, el más soberbio de la tribu se dirige a observar los árboles, con un arco y una flecha a medio cargar. El otro hombre se queda echando ramas al fuego y sin saber qué hacer. No quiere apoyar a ese vanidoso ni faltarle al respeto al chamán, pero también es cierto que el tiempo pasa y algo hay que hacer con los rehenes. El resto de los vecinos continúan con los cotilleos, y los niños, ajenos a los problemas de los adultos, siguen jugando. En una de sus carreras, se acercan a donde están los cuatro hermanos atados y se les quedan mirando. Observan su ropa y sus pies. Y vuelven corriendo con su madre. —Mamá, la mujer de las cuerdas tiene el tobillo hinchado —dice el que tiene once años. —Y todos están llenos de picaduras —añade el más pequeño, que por un acto reflejo él también se rasca un hombro. —De hecho, la mujer de las cuerdas tiene dos puntitos en medio de la hinchazón, como dos colmillos de serpiente. ¿No vamos a ayudarla? —pregunta el mayor mirando a su madre.
La mujer acaricia las cabezas de sus hijos y los mira con orgullo. —Aún hay bondad en este mundo —reflexiona en voz alta, agradeciendo que sus hijos piensen en curar a los capturados antes que hacerles daño—. Por favor, dejad de corretear, que me tenéis cansada solo de veros. Tampoco os alejéis, que enseguida vuelvo. Y os lo digo en serio, que vuestro padre os tiene vigilados, ¿me oís? Sin informar a los hombres de sus intenciones, cuchichea al oído de la sacerdotisa y se van las dos mujeres juntas a la casa de esta última. —Aquí tengo árnica —dice la ayudante del chamán—; es buena para bajar la inflamación, así que servirá tanto para el pie de la jovencita como para la cabeza de la pequeña. —Perfecto. Para las picaduras de los mosquitos, yo a mis hijos les echo aloe vera. ¿Tienes? —Por supuesto, yo y cualquiera. El aloe vera lo usa todo el mundo, no solo el chamán. —Genial entonces. ¿Algo más que podamos llevar? —Voy a aprovechar para hacer una infusión de «tumbavaqueros», que sirve para las mordeduras de serpiente. Echaré un poco de valeriana al agua, así le servirá para relajarse un poco. Una vez lo tienen todo preparado, las mujeres se dirigen adonde se encuentran los cuatro hermanos atados. —¡Eh! ¡¿Qué hacéis?! —les grita el de la cicatriz de mala gana a las dos mujeres. —Esta gente necesita ayuda, ¿no ves que la chica tiene el tobillo hinchado? — dice la sacerdotisa. —Déjanos en paz, tú sigue vigilando, que nosotras nos encargamos de ellos — añade la otra mujer. —Allá vosotras con vuestra conciencia. Eso sí, ni se os ocurra desatarlos.
—Tranquilo, que no hace falta. Los cuatro hermanos se miran entre sí, no entienden lo que dicen. La sacerdotisa, consciente de que ninguno habla su idioma, se limita a ponerse un poco del ungüento que ha preparado con aloe vera y árnica y se lo extiende en su propio tobillo y en su cara. A continuación, coloca el cuenco a los pies de Paula, que entiende que debe imitarla. Tiene las manos atadas a la altura de los pies, pero, aunque es una postura incómoda, ella misma puede restregarse la pomada. —Os lo dije, quieren ayudarnos —dice Álvaro. —Ellas sí, pero el bajito cabezón tiene una cara de malo que no puede con ella —responde Pablo. Las mujeres sonríen cuando los oyen hablar. Como Aitana no puede tocarse la cabeza, la otra mujer se arrodilla delante de ella y le pone un poco del ungüento sobre la frente. A continuación, entre las dos restriegan unas hojas de aloe vera recién peladas por el cuerpo de los cuatro, allá donde ven ronchas. Una vez terminan con la cura, colocan un cuenco con líquido caliente en la boca de Paula. —Ay, qué asco —exclama ella tras un sorbito. —Bébetelo, Paula. Están preocupadas con tu tobillo, seguro que es algo para curarlo —le pide Pablo. Paula mira a la mujer y asiente con la cabeza. Esta le vuelve a acercar el cuenco. Poco a poco, y aunque le repugne, se bebe todo el contenido. Cierra los ojos un momento para concentrarse en eliminar el mal sabor y tragar mucha saliva. Cuando vuelve a abrirlos, la selva ha desaparecido. * * * A Paula le arde el estómago. Está sudando y cree que ha sido a causa del brebaje que se acaba de tomar. «No tendría que haberles hecho caso, ¿qué me han dado?». Hace un rato aún podía moverse porque, si bien tenía cuerdas apretándole las manos y los pies, podía balancearse y mover la cabeza de un lado a otro. Pero
ahora está como paralizada, tan solo puede pestañear. «¿Qué pasa? ¿Por qué no puedo moverme?». Tampoco puede hablar, ya no siente la presencia de sus hermanos a su alrededor y la fogata ya no está. No hay nada. «Un pantallazo en blanco, como diría Álvaro de sus sueños». Es lo único que tiene, sus propios pensamientos ante la nada. «Un momento, ¿y si me he quedado dormida? Tengo que intentar ver algo y recordarlo para cuando me despierte. Es lo que dijo Álvaro, quizá sea un sueño premonitorio de esos». Intenta relajarse, aunque sigue sudando y siente el ardor que sube hasta su garganta. Cuando abre los ojos ya no hay nada, absolutamente nada. Y la nada, en Paula, es exactamente un lienzo en blanco. Como una pantalla gigante que brilla sin ningún tipo de información. A excepción de un puntito azul en lo más alto. «¿Qué habrá detrás?». Se concentra en el puntito e intenta arrastrarlo con la mirada, como si fuera la brocha del editor de Instagram. Efectivamente, desde el puntito azul consigue trazar una línea que borra el blanco. Desliza un poco más y aparece algo: detrás de la nada hay azul, y un poquito más de blanco. Son nubes. «Vale, esto es el cielo. ¿Y qué más?». Ahora intenta arrastrar el punto hacia la parte más baja de la imagen. La primera banda es de color beis con un salto gris hacia el centro. «¿No hay manera de hacer el punto más grande? En Instagram se puede ampliar o disminuir si arrastras hacia arriba o hacia abajo por la izquierda de la pantalla». Lo intenta; la mirada se concentra en la esquina inferior izquierda e intenta
simular que va a agrandar el pincel de un storie. No sirve de nada, solo puede seguir borrando el blanco, que deja ver marrón por la parte de abajo de la imagen y azul más arriba. Se apresura; el movimiento de sus ojos se hace cada vez más rápido, de izquierda a derecha, de arriba abajo, quiere borrar el blanco para ver qué hay detrás de todo eso. Y cuando por fin lo tiene, se da cuenta. Lo que hay delante es una imagen de la pirámide que han visto, a la que rodean dunas de arena y que ilumina el cielo azul brillante. No ve el sol, porque supone que lo tiene a sus espaldas, pero lo siente bien caliente. «¿Pero no era una pirámide maya? Ahora parece que esté en mitad de Egipto con tanta arena alrededor». No queda ni rastro de la selva, ni una triste palmera. Solo montañas de arena y la pirámide. Paula siente cada vez más calor en su cuerpo, a pesar de estar empapada en sudor. «¿Qué es eso que se mueve ahí al fondo?». Es un punto negro que se ve a la izquierda de la pirámide. Y parece que se acerca. «Ah, parecía una foto, pero resulta que es un vídeo. Hay algo que viene hacia mí». Efectivamente, el punto se va aproximando muy poco a poco. Ella, sudorosa, espera con paciencia a que esté más cerca. «Tengo que ver qué es eso». O quién es eso. Porque es una persona y trae algo en las manos. Cuando está lo suficientemente cerca… «¡Me suena la cara!».
—Paula, esto es muy importante para ti. Tómala. —¡Balam! ¡El botones del hotel Aruma! ¿Y qué haces con mi cámara? Paula no puede moverse; justo cuando el hombre va a dejársela a sus pies, todo se esfuma. O más bien, todo regresa: el fuego, sus hermanos, los salvajes y la selva. —Vaya sueño más raro —dice Paula en cuanto se despierta.
12 El chamán que aparece y desaparece
Paula se duerme en cuanto se toma el brebaje que le han preparado las mujeres. Como los cuatro hermanos están tan juntos, ella solo tiene que reposar la cabeza sobre el hombro de Álvaro para descansar. Pero este la nota muy caliente, cree que le ha subido la fiebre e intenta acomodarla lo mejor posible a pesar de la molesta postura que todos tienen. Quiere que su hermana descanse un poco, aunque se da cuenta de que el cuerpo lo tiene demasiado rígido para estar durmiendo relajadamente. —Creo que está sufriendo una parálisis del sueño, la noto muy agarrotada —dice Álvaro al resto. —A ti te ha pasado más veces, ya sabes que en realidad no hay nada malo en ello —comenta Pablo. —Bueno, eso es relativo porque en ocasiones se ven cosas tan extrañas que luego te quedas rayado todo el día con el sueño. No es nada agradable —le reconoce él, y un escalofrío le recorre la espalda al recordar la araña de su última parálisis. —De todas maneras, dejémosla que duerma un rato. Si vemos que se le altera la respiración, la intentamos despertar para que no tenga que soportar imágenes extrañas. —De acuerdo —conviene Álvaro. Afortunadamente, no son los únicos a los que les preocupa el bienestar de Paula. La sacerdotisa se le acerca, le pone la mano en la frente y, mirando de reojo al tipo de la cicatriz, le intenta aflojar un poco las cuerdas y le recoloca el cuerpo para que pueda recostarse lo máximo posible. Las dos mujeres se levantan y les dejan espacio para no agobiarles, aunque tampoco se alejan mucho porque quieren estar pendientes de Paula. Cuchichean
entre sí, se cruzan de brazos y a ratos miran hacia ellos, a ratos hacia el fuego. Es hipnótico. Una pequeña hoguera siempre va a estar rodeada de gente que la mira, fascinada. Durante unos instantes todos callan; solo se oye el crepitar de las llamas, las hojas que se mueven por la brisa y algún animal que habita el bosque. Hay silencio y fuego. Aunque la tranquilidad dura poco porque se vuelve a escuchar un trueno. —Otra vez tormenta —dice Aitana. —Si fuera de noche se habría visto el rayo —añade Pablo—. Qué pena que no me haya dado cuenta del fogonazo porque así podría calcular a qué distancia está de aquí la lluvia. —Lo haces para pensar en algo que te distraiga, ¿no? —sonríe Álvaro—. Si te aburres, te puedo contar un chiste. ¿O es que de verdad quieres saber si se nos va a apagar el fuego, con lo entretenido que es mirarlo? —No creo que se apague —interviene Aitana—, antes he escuchado otro trueno y no ha caído ni gota. Supongo que la lluvia estará bien lejos. —Pues mejor, así no nos mojamos. ¡Álvaro, el chiste! —pide Pablo. —¿Tú sabes a lo que se dedica el de la cicatriz? —le pregunta su hermano. —Ni idea, ¿a qué? —pregunta Pablo, esperando una respuesta de verdad, porque cree que Álvaro pasa del chiste. —Es roquero. —Jajaja, me parto. ¿Es que le has visto el instrumento? —se ríe Pablo. —¡Toma zasca! —suelta Aitana. —Bien jugado, pero no, Pablo, ¿es que no lo ves? —Lo señala con la cabeza, se le ve a lo lejos agachado y recogiendo algo del suelo—. ¡Es roquero porque junta rocas!
—Ay, dios, ¡qué malo! —se queja la pequeña—, me ha gustado más el zasca de Pablo. Cualquiera diría que los han atado, estos chicos viven en un festival del humor continuo. Mientras hablan, alguien se acerca por la izquierda de la hoguera. Primero camina suave y, al ir aproximándose, acelera mucho el paso. Se le nota un poco alterado y habla con alguien, parece darle órdenes. —Chicos, ¿no os suena la cara del hombre que acaba de llegar? —observa Aitana. —Pues no sé, no me he fijado mucho en la cara y ahora no la veo bien, me tapa la curandera —comenta Pablo. —A mí no me ha dado tiempo a vérsela, pero me recordaba a alguien al caminar —dice Álvaro. —Balam —murmulla Paula, aún dormida—. Vaya sueño más raro —dice, despegando la cabeza del hombro de su hermano. —¡Claro, el del hotel! —confirma Aitana—. Paula, ¿cómo lo has sabido? ¡Balam! ¡Hola! ¡Estamos aquí! La pequeña intenta levantar los brazos en vano. Pero no hace falta hacer ninguna seña porque el recién llegado ya está corriendo hacia donde se encuentran. Otro vecino más se acerca con él y se apresuran a desatar a los cuatro, que por fin pueden desentumecerse. Encontrar a alguien conocido en un momento tan hostil les parece un milagro. —Me disculpen, por favor. Perdón. Les ruego, discúlpenme. —Balam no para de pedir disculpas una y otra vez mientras va quitando cuerdas. Ya de pie, se estiran para desentumecerse y Paula da saltitos con el fin de espabilarse por completo. Se queda pensando por un instante en su sueño: veía a Balam andando sobre las dunas de la misma forma que sus hermanos lo vieron acercarse. Sin duda, estaba teniendo un sueño premonitorio, aunque hay tanto alboroto que prefiere contarlo cuando todos se calmen. —¿Qué pasa?
—¿Por qué nos han atado? —¿Por dónde has venido? —¿Quiénes son? —Balam, ¿qué hablan, que no les entendemos? Todo el mundo le acribilla a preguntas, no solo los cuatro hermanos. No hay que entender de idiomas para saber que los otros están enfadados con Balam, porque el tono de sus voces lo dice todo. Hay tensión en el ambiente y el hombre no sabe ni cómo empezar a dar explicaciones. —Muchachos, es una historia muy larga de contar, pero necesito dos cosas —les dice el botones—: la primera, vayan con Zazil a su casa, porque ella les dará comida y un lugar para que descansen en condiciones. —Pero, ¿no nos vas a ayudar a regresar al hotel? —pide Aitana, con cara de estar muy cansada. —Es que ahora viene la segunda parte. Necesito que me den un poco de tiempo para poder hablar primero con mi gente, y después con ustedes. Les debo una explicación. —En ese instante, mira a la sacerdotisa—. Por favor, vayan con Zazil a su casa, ella es de confianza y vive aquí al lado. Les veo en un rato. * * * El botones-chamán se acerca al fuego, donde varias personas lo están esperando con cara de pocos amigos. —¿Dónde estabas? —pregunta el padre de la niña enferma—. No puedes irte sin decirnos nada, eres el chamán de este pueblo y te necesitamos más que nunca. —Yumil, agradéceme al menos que fui a buscar el remedio para tu hija —le dice Balam a modo de respuesta. —Tus escapadas sin sentido nos tienen hartos y hoy ha sido la gota que colmó el vaso —habla ahora el de la cicatriz—. ¿Tenemos intrusos y tú te largas para curar un simple dolor de estómago? Nos debes una explicación.
—¿Pero qué intrusos, Canek? ¿Te refieres a esos niños medio desnudos a los que habéis atado como si fueran bestias? Además, si me he ido es porque la hija de Yumil está muy enferma. —Que a mi hija le duela el estómago ahora es lo de menos; estamos en estado de alerta y no te puedes esfumar como por arte de magia. —No sabemos quiénes son esas criaturas. Toda precaución es poca —continúa Canek—. Y vas tú, las desatas y se las encasquetas a Zazil. —Conozco a los cuatro y no representan ningún peligro. —Balam intenta calmar la situación. —¿Quién los envía? —pregunta otro vecino, preocupado. —No son enemigos. Esta gente viene de muy lejos y nos va a servir para arreglar unos asuntos. —Balam, si traes gente extranjera te estás jugando que estalle una guerra entre pueblos. —No son hijos de nuestros rivales. Pensadlo bien, si fuesen de ese pueblo, con lo que nos odian, ya tendríamos aquí a algunos de sus soldados y esto se habría convertido en un campo de batalla. —Pero entonces, ¿de dónde vienen? —pregunta el mismo vecino. Balam se toma unos segundos para responder. —Del mar. —Cuánto le gustan a este hombre las leyendas… —murmura Yumil entre dientes, creyendo que lo dice de forma figurada. —Y yo vengo del cielo —vocifera, irónico, Canek—. Escúchame, Balam, no sé qué te traes entre manos, pero te voy a decir algo: como los intrusos intenten hacer el más mínimo daño a cualquiera del poblado, al primero al que vendré a destruir será a ti —le dice, señalándolo con el dedo y mirándolo a los ojos, desafiante.
—Guárdate tus miedos. —Balam le sostiene la mirada. Es más, mantiene por completo la calma—. Y baja ese dedo, que me debes un respeto. Y ahora, dime tú, ¿cómo te atreves a iniciar un ritual sin mi presencia? —¿Ya te ha ido la bruja con el cuento? —Su nombre es Zazil, no la insultes —responde, sereno—. Canek, eres tú quien me debe a mí una explicación. ¿Cómo te atreves a…? —¡Porque alguien tenía que tomar las riendas! —le corta el de la cicatriz, furioso—. Te he visto hacerlo mil veces, solo quería limpiar a esa niña de malas energías. Temía por todos nosotros. —Temías solo por ti, sé sincero. Porque es a ti a quien hay que curar de malas energías; tienes las peores enfermedades: el egoísmo y la vanidad. Otra vez el silencio y el crepitar del fuego. Ni las hojas se atreven a hacer ruido, ni Canek se atreve a replicarle. El bajito le da la espalda al chamán y se aleja de allí. —Y ahora, Yumil —se gira Balam con mucha calma hacia el otro hombre—, llévame a tu casa, que tengo que ver a tu hija. —Se la llevó su abuela para que pudiese descansar bajo techo —contesta Yumil. —Pues entonces vamos a casa de tu suegra. —Y, mirando al resto de los vecinos que habían escuchado la discusión, intenta relajar el ambiente—. Se acabó por hoy; si hay alguien que necesite de mi ayuda, por favor que se espere a mañana para ponerse enfermo. Balam se aleja junto a Yumil, los dos caminan sin cruzar ni una palabra hasta llegar a la casa de la suegra de este. Una vez dentro, el padre besa con ternura a su hija, que descansa en la cama; la abuela le aplica paños húmedos en la frente y el chamán prepara en un rincón y de espaldas al resto un ungüento. De una bolsa de cuero saca una manzana, un bote con miel y una caja blanca en la que se puede leer Tratamiento sintomático de la diarrea. Machaca la fruta y la mezcla junto con la miel y un sobrecito del medicamento, que se apresura a esconder de nuevo en la bolsa. Ningún miembro del pueblo puede descubrir su secreto ni cómo lo consigue, ni siquiera la sacerdotisa.
—Cuando se despierte, haz que se lo coma todo. No puede quedar ni gota —le pide a Yumil—. Y que beba mucha agua, aunque la expulse toda en el baño. Mañana vienes a mi casa a primera hora y yo lo tendré todo preparado de nuevo; debe tomar esta pócima tres días seguidos. Balam sabe que allí, en ese pueblo y en aquel tiempo, una diarrea que dure más de tres días puede matar al enfermo por deshidratación. Y así es como el chamán cura la mayoría de las dolencias de sus vecinos: cruzando a por medicinas a la farmacia que queda a casi mil años de distancia. * * * —Vaya techo más bajito, ¿verdad? —observa Pablo al llegar a la casa de la sacerdotisa. —Es que si te fijas, son todos muy pequeños —comenta Álvaro—. El de la cicatriz era el más enano, no creo que mida más de un metro cuarenta. —Pues para ser tan pequeño tenía cara de tener muy mala leche —añade Paula. —A mí me dio bastante miedo cuando lo vi acercarse por primera vez, pero si en vez de estar tumbada y atada me pilla de pie y sin cuerdas, no me habría asustado tanto —opina Aitana. —Eso no te lo crees ni tú —le replica Pablo—. Te estaba echando bichos muertos por encima. Eso asusta a cualquiera. —Que no. Me habría dado mucho asco, pero no miedo —intenta explicar ella—. Yo creo que cambia mucho ver a alguien desde abajo que verlo a la misma altura. Zazil los ha hecho pasar a su casa y ellos conversan en su ausencia; al entrar, la sacerdotisa ha cogido unas cosas y se ha vuelto a ir. Como no se entienden, tampoco saben adónde se ha marchado, así que solo les queda esperar. Pero merece la pena porque vuelve con un gran plato de cerámica con comida. Ni los Trillizos ni Aitana saben muy bien cómo actuar porque nada en el interior de esa casa se parece a la suya. Pablo se sienta directamente en el suelo y los demás le imitan. Zazil también.
Están en círculo y con el gran plato en medio. La sacerdotisa les reparte una especie de tortitas de maíz y con ellas se ayudan para atrapar los frijoles y la calabaza que hay en el plato, donde todos comparten la comida. —Está rico —dice Álvaro. —También es verdad que estamos hambrientos, ¿cuánto hace que no comemos nada? —pregunta Paula. —No sé, yo he perdido por completo la noción del tiempo —comenta Pablo. —Parece que sean las dos de la tarde y, sin embargo, en mi cuerpo tengo la sensación de que sean las dos de la mañana —dice ella. —Será el jet lag —apunta Pablo. —¿Otra vez? El día que volamos desde España lo noté bastante, pero luego creo que me acomodé rápido —explica Álvaro—. Me ha vuelto esta sensación desde que nadamos hasta el islote. ¡Ni que hubiéramos hecho otro viaje al otro lado del mundo! Ellos siguen conversando, pero Aitana ya no habla, solo traga. Escucha a sus hermanos y observa a Zazil, que obviamente no habla nada, pero come y sonríe mucho. También mira con detalle su casa: es una choza hecha de paredes de adobe con el techo de paja. Hay un hueco que parece una ventana, pero que no da al exterior. Puede ser que comunique con otra habitación porque en el hueco hay una lamparilla de aceite que ilumina las dos estancias, aunque desde el suelo no logra ver lo que hay al otro lado. —Con permiso —entra el botones. —¡Balam! Te necesitamos —le recibe Álvaro. —Sí, la verdad que es un poco incómodo no poder comunicarnos con esta mujer. Solo nos sonreímos sin parar —comenta Paula. —Bueno, yo me refería a que lo necesitamos para que nos muestre el camino de vuelta al hotel —le corrige su hermano. —Muchachos, paciencia —les pide el botones—. Coman sin prisas, yo les
prometo que los devolveré al hotel en cuanto sea posible. —Se dirige un momento a Zazil, a quien le da las gracias en su idioma por hacerse cargo de ellos en su ausencia—. Les pido de nuevo perdón por la mala bienvenida que les ha ofrecido mi pueblo. Me he tenido que ausentar y no avisé a mi gente que ustedes vendrían a visitarnos. —Un poco salvaje tu gente, ¿no? —dice Paula, sin tapujos—. Porque yo, cuando me cruzo con alguien a quien no conozco, en lo último que pienso es en atarle. —Desgraciadamente, no en todos los lugares piensan como usted, señorita — dice Balam. —Bueno, Zazil se está portando bien con nosotros. Y había otra mujer que también se ha preocupado de curarte el pie, Paula —dice Álvaro. —Es verdad —reconoce ella—; Balam, dale las gracias de mi parte por curarme el pie, que por cierto ya no me duele. Aunque parece que sigue hinchado. —Y por el aloe vera, que a mí ya no me pican tanto las ronchas —dice Aitana, mientras el botones va traduciendo. —¿Dónde estamos ahora? —quiere saber Pablo. —En realidad, no muy lejos del hotel. ¿No han reconocido el camino? — pregunta Balam con sarcasmo. Los cuatro hermanos se miran entre sí, un poco confusos. Se produce un silencio un tanto incómodo, que rompe Álvaro. —Yo se lo cuento —les dice a sus hermanos. —¿El qué? —pregunta Aitana. —No nos va a creer —duda Pablo, ignorando a Aitana. —¡Si todo lo que hemos vivido desde que la perdimos ha sido surrealista! ¿Ya qué más da? Prueba a ver qué te dice —exclama Paula. —¿Pero qué ha pasado? —quiere saber la pequeña.
Balam no necesita explicaciones y sabe lo que viene a continuación. No obstante, les escucha. —Ayer… —empieza a explicar Álvaro. —¿Fue ayer? —pregunta Aitana. —Pues no sé. Ayer, hoy, hace un rato… No sabemos cuándo, salimos del hotel para ir a la playa a nadar y grabar algunos vídeos. Nos subimos todos al islote que hay frente a la orilla de la playa del hotel. —Porque hay un islote allí, ¿verdad? —le pregunta Paula a Balam, como buscando su confirmación. Este evita responder con otra pregunta: —¿Y qué pasó, Álvaro? —Aitana se quedó grabándonos desde lo más alto, mientras nosotros saltábamos al agua para hacer una carrera hasta llegar a la orilla. —Que por cierto, la cámara no ha aparecido —indica Pablo. —¡La cámara! Recorde que os cuente mi sueño —pide Paula. —Bueno, deje que siga —retoma Álvaro—. Cuando estábamos recuperándonos del esfuerzo en la orilla, vimos que Aitana se caía. —En realidad no la vimos —corrige Pablo. Balam les escucha, divertido, cómo se pisan los unos a los otros para contar lo que él ya sabe, que el mar desapareció. —A ver, lo que quería decir es que la perdimos de vista e intuimos que se había caído. Por eso, fuimos corriendo para sacarla del agua, pero en su lugar, el agua nos engulló a nosotros porque se puso como tormentoso. —Pero es que fue muy heavy, nos costaba muchísimo mover las piernas cuando caminábamos por la arena —recuerda Paula. —Y luego la corriente nos arrastró, no podíamos subir a la superficie —añade Pablo.
—Lo que pasó realmente fue —termina de contar Álvaro— que primero subió mucho la marea y después bajó tanto que llegó a desaparecer por completo. Ni rastro del agua del mar. —Y entonces vieron a una barracuda, ¿verdad? —pregunta Balam. Se vuelve a hacer el silencio. Los Trillizos se miran sorprendidos y Aitana les busca la mirada porque está más perdida que un pulpo en un garaje. Retoma la palabra el botones. —Yo me fío de ustedes. Ahorita, déjenme a mí que les cuente otra historia, porque necesito que ustedes me crean a mí.
13 El viaje de sus vidas
Balam está decidido a contarles su mayor secreto, pero ve a Aitana bostezar. Por eso, decide guardárselo unos minutos más. —¿Ya comieron bien? Zazil quiere saber si les apetece papaya. —Un postrecito estaría bien, ¿no? —pregunta Álvaro, buscando la aprobación del resto. —Venga, va, si es fruta me apunto —dice Paula, aunque la sacerdotisa se ha levantado antes de que Balam tradujese nada. A veces, con el lenguaje corporal es suficiente. —Ahorita cuando terminen, descansen un poco. —Le pone la mano en la frente a Paula y después se agacha—. No se me asuste, que no quiero olerle el quesito, solo voy a mirar cómo va la mordedura. El chamán, tras comprobar que la hinchazón de Paula ha bajado, empieza a repartir papaya y mango. —Pero no nos dejes así, Balam, que a mí me tienes en vilo —suspira Pablo—. Dinos eso que tienes que contarnos. —¿Ya le han dicho alguna vez que la paciencia es la madre de la ciencia? —le responde el hombre a Pablo, que refunfuña un poco—. Tomen la fruta. —Entonces, ¿también crees que el mar ha desaparecido? —Pablo vuelve a la carga e intenta sonsacarle algo. —No parece que tenga más fiebre, y el pie volvió a su forma. —Balam se va del lado de Paula y se dirige a Aitana—. Y usted, señorita, deje que Zazil le vuelva a echar ahora el ungüento sobre la frente. Sirve como una pomada, le va a hacer bien.
—Danos un avance, al menos —pide Pablo, que se muere de la intriga. —Discúlpenme, a lo mejor es que debo encontrar el momento oportuno para contarles, no se me apuren —pide Balam, sin mirar a nadie en concreto. —Entendido —se rinde Pablo. No hay otra opción. Terminan el postre y se permiten reposar la comida. Mientras, Balam habla un rato con Zazil, que lo pone al tanto de lo que la gente del pueblo ha cotilleado cuando él no estaba. —No se parece en nada al español. —Paula está muy atenta a Balam y Zazil y lo comenta con sus hermanos. —Pero ni un poquito —dice Álvaro. —Pues a mí me gusta escucharles —añade Aitana. —¿Sí? Tradúcenos —pide Pablo. —Dice Zazil que el del lunar en la cara hace ruiditos cuando come —bromea ella, refiriéndose a Pablo—. «¿Es que nadie le ha explicado que cuando se mastica se cierra la boca?». —Aitana pone voz de pito, intentando imitar a Zazil en sus gestos. —Cállese, señorita payasa —dice Pablo, poniendo la voz grave y dirigiéndose a Aitana—, que el del lunar, como se enfade, le va a dar un mordisco a la chiquitaja en todo el moflete. Con banda sonora incluida. Se ríen los cuatro con el chascarrillo, mientras los otros dos siguen con su charla. Los miran y sonríen, pero pasan un poco de ellos porque parece que tienen mucho que contarse. —Ya en serio, no se entiende una leche lo que dicen —exclama Álvaro. —Me gusta porque el sonido es agradable —explica Aitana—. No me importa no entenderles, en realidad es como si estuvieran haciendo música. —¿Ves? Lo que yo decía, una banda sonora —comenta Pablo.
—Chicos, si quieren, luego les enseño alguna palabra —les dice Balam, que vuelve a esta conversación—. ¿Están ya preparados para dar una vuelta? Salen de la casa solo con Balam porque la sacerdotisa se queda descansando. Piensan que van a dar una vuelta tranquila por el pueblo, y realmente esfuerzo físico no harán, pero la cabeza les va a echar humo en breve. Durante el paseo se cruzan con gente que primero los miran un poco extrañados, como detectando que son forasteros, pero después, tras intercambiar algunas palabras con el chamán, les sonríen y prosiguen su camino. Balam les presenta como sus amigos. —¿Conoces a todo el mundo? —pregunta Aitana. —Claro, señorita, tenga en cuenta que soy el chamán. A lo mejor se me escapa alguna cara, pero todo el mundo me conoce a mí. —¿Pero tú no eres el botones del hotel? —le replica ella. —A ver, por dónde empiezo. Digamos que tengo dos profesiones: a ratos estoy en el hotel ayudando a gente como ustedes, y a ratos ejerzo como chamán, ayudando a cualquier vecino de Tulum que lo necesite. —¿Algo así como un médico? —pregunta Paula. —Más o menos. Ayudo a sanar, pero también guío espiritualmente a quien lo necesita. —Vamos, que también eres psicólogo —dice Álvaro. —Qué máquina, este hombre hace de todo —piensa Pablo en voz alta—. Y digo yo, ¿no cobrarías más si te dedicases a ser solo chamán? Porque supongo que como botones no se debe cobrar mucho… —No siempre se trabaja por dinero. Amigos, pueden existir otros motivos que le lleven a uno a ejercer esta profesión. —¿Como cuáles? —pregunta Aitana, a la que nadie responde. —Pues yo entiendo que hay que trabajar para ganarse la vida, o sea, para ganar
dinero, ¿no es cierto? —pregunta Álvaro. —Créanme, no siempre se trabaja para conseguir un intercambio monetario. Se sorprenderán cuando entiendan mis argumentos. Siguen caminando y Balam les va explicando lo que ven: «Esto es un templo, más allá hay un palacio, este es el lugar de los sacerdotes…».Andan con mucha tranquilidad, parece un paseo aleatorio entre edificios, pero Balam lo está haciendo intencionadamente. Se está guardando el único edificio que los chicos pueden reconocer del pueblo. —Y ahora al girar, verán el castillo. Ya saben, si un barco se pone de frente y puede ver a través de sus ventanas… —¡El mar! —Paula hace callar a Balam con su grito—. No lo entiendo, ¿pero no había desaparecido? Se han quedado clavados en el suelo, nadie avanza de la impresión de volver a ver el agua tras el acantilado que ahora se divisa al fondo. —¿Este es el mismo castillo de la barrera de coral, esa que tiene un hueco por donde pasan los barcos? —recuerda Álvaro. —Sí, este mismo castillo. Muchachos, todo esto que están viendo esTulum. Ustedes conocen sus ruinas y su castillo, ¿no lo recuerdan? Aitana solo puede abrir los ojos, por primera vez en mucho tiempo no sabe qué preguntar. —¿Y todas estas casas? ¿De dónde salen? —se cuestiona Álvaro. —Ahí vive gente —le explica Balam—. Son casas hechas de adobe, que no aguanta el paso del tiempo, y por eso ustedes no podían ver nada… mientras estaban en la época del hotel. Ahora es cuando quiero que me escuchen bien y se concentren en lo que les digo: no es que desapareciera el mar, es que han hecho un viaje en el tiempo. Se hace un silencio muy largo. —¿Entienden, chicos? Ustedes viven en 2019, pero han saltado a 1320.
Más silencio y más caras raras. —Esta gente que ustedes ven no conviven en el tiempo con la gente del hotel. Además, fíjense que todo el mundo va vestido muy diferente a su moda. —Bueno, pensé que eran indígenas. Hay mucha gente de nuestro tiempo que no viste como nosotros —justifica Paula. —Muchachos, vayamos a sentarnos a aquellas rocas, que me queda una larga explicación que darles. Todavía en shock por la noticia que acaban de recibir, se acercan al acantilado, desde donde se puede contemplar Tulum y el mar. —Por dónde empiezo… —se pregunta Balam—. Ya sé, mi abuelo. Él era el anterior chamán y fue quien me contó este secreto que solo ustedes y yo sabemos. Los cuatro están mudos, no pueden hacer otra cosa más que escuchar al hombre. —Cuando yo era jovencito y recién me estrenaba como chamán, me explicó que habría un suceso en mi vida que me haría cuestionarme muchas cosas. No me quiero adelantar, lo entenderán mejor después. Digamos que, cuando yo ya estuve preparado, me contó que existe un hueco en el tiempo por el que se puede viajar. —Un hueco en el tiempo —repite Pablo—. ¿Y mis hermanos y yo nos hemos colado? Porque a nosotros nadie nos ha explicado cómo hacerlo. —Digamos que ustedes han inaugurado una nueva manera, pero he sido yo el que lo he propiciado todo. Les he seleccionado expresamente para que ustedes vinieran a esta época —explica Balam. —¿Por qué nosotros? —quiere saber Álvaro. —¿Y cómo se viaja por el tiempo? —pregunta Paula. —¿Por qué a este año? —añade Aitana. —Tranquilos, poco a poco les voy a ir explicando. Por lo pronto, ustedes han
viajado a esta época y ni se han dado cuenta, ¿verdad? Más miradas, más misterio. Los hermanos no terminan de encajar la noticia. —No sé, no me cuadra —duda Pablo. —Hay un ruido que señala que alguien ha cruzado el tiempo —indica Balam—. Es la única evidencia del viaje. No me digan que no han escuchado truenos últimamente. —Sí, porque había tormenta, ¿verdad? —dice Aitana. —¿Pero no se han fijado en que el cielo está completamente azul? Ni rastro de nubes —señala Balam hacia arriba. —Bueno, podría estar lejos y por eso no vemos nada, aunque sí se puede escuchar —responde la pequeña, que se acuerda de lo que explicó su hermano hace un rato. —Si fuera un trueno por tormenta, la borrasca la tendríamos encima en cuestión de minutos —le asegura el botones—. Ese ruido que han escuchado se produce porque el aire que hay alrededor de la persona que viaja, o en el agua en su caso, cambia de densidad. ¡Es el mismo ruido que un avión provoca cuando rompe la barrera del sonido! —Yo es que estoy flipando. ¿Podrías viajar ahora para demostrárnoslo? —dice Pablo—. Quiero decir, ve al futuro, o sea, a 2019. Coge algo del hotel, como por ejemplo una toalla, y tráela de vuelta. Así, escucharemos el trueno, y veremos la toalla. —Me da pena no poder hacerlo para demostrárselo, pero es que los viajes no se pueden improvisar, hay que planificar varias cosas con cierta antelación. Se aburrirían aquí esperando a que yo volviera. A ver, ¿alguna vez han escuchado decir que el universo es ligeramente curvo? —Me suena —dice Álvaro. Sus hermanos encogen los hombros. —Los científicos modernos dicen que se parece un poco a las ondulaciones de una silla de montar a caballo —aclara Balam—. Precisamente, esas ondas afectan muchísimo al viaje en el tiempo. Puede suceder que, si yo me voy ahora
a por la toalla, mientras aquí, en 1320, pasan cuatro horas, allí, en 2019, el reloj solo avance media hora. —Pues haciendo una regla de tres, quiere decir que, por cada hora de 2019, ¿en esta época pasan ocho horas? —deduce Pablo. —Mejor para nosotros —dice Paula—. Si es verdad que hemos viajado en el tiempo, resultará que hemos salido del hotel apenas hace un rato y allí nadie nos echa de menos. —No se preocupe ahora por eso, señorita Paula, en el hotel todo está bien. Aunque me temo que el cálculo es bastante más complicado. No hay una proporción directa, o al menos que se pueda calcular de cabeza. Les explico: el avance del tiempo se parece mucho más a caminar por un desierto de dunas que a ir por una carretera plana y sin curvas. Si hiciéramos una representación gráfica, se trataría de una onda irregular. Para viajar en el tiempo, hay que hacerlo justo en el momento más cercano al punto donde esa onda cruza la línea de equilibrio. Si habéis estudiado física en el instituto, os sonará que a esto se le llama «nodo». Y es necesario hacerlo así para que la concordancia de tiempos de salida y llegada coincida lo máximo posible. —Eh, que yo ya me perdí hace un rato —protesta Aitana. —Aitana, imagínate que tienes un pelo largo, rizado, y lo colocas encima de una mesa. —Álvaro quiere ayudarla a entenderlo. —¿Con la cabeza en la mesa? —No, un solo pelo, no un mechón. —Ah, vale. —Pues eso, lo pones encima de la mesa. Hace una onda, ¿verdad? —Sí. —Pues ahora coges otro pelo largo y liso, uno solo, e intentas buscar la mitad del rizado. —¿A lo largo o a lo ancho?
—En la misma dirección que el primer pelo, para que el liso parta en dos cada onda. Pues bien, cada punto donde se toquen el pelo liso y el pelo rizado, eso es el nodo. —Ah, vale. Ya lo he pillado. —Pues ahora imagínate que esos dos pelos son el paso del tiempo y tú eres un piojo que siempre avanzas por el pelo rizado —prosigue Paula—. A veces estarás en la parte más alta de la onda y ahí dice Balam que no se puede viajar en el tiempo. —Pues salto, como el piojo, y así os adelanto —se ríe la pequeña. —Bueno, va, que nos van a dar las uvas —apremia Pablo—. Entonces ¿qué pasa si viajas en el tiempo cuando estás en la parte más alta del pelo, o de la duna? —Que la proporción en el tiempo se puede expandir mucho. Imagínese, una hora de aquí, un mes allí. —En este punto, Balam se pone muy serio—. Pero eso es mejor no experimentarlo. —¿Por qué no? Sería una forma de avanzar más rápido en el tiempo, ¿no? —Como mi piojo, para que el futuro llegue más rápido —dice Aitana—. O sea, que no tengo piojos, digo el del pelo ese que estaba en la mesa. Me está dando asco este ejemplo, ¿eh? —Ningún piojo, es decir, ningún cuerpo lo aguantaría —retoma Balam—. Las células podrían sufrir un colapso por no coincidir el tiempo en ellas. Es decir, no pasa nada si se viaja con una proporción de una hora, un día, siempre y cuando vuelvas pronto, para que no pasen demasiados días. Pero ¿y si se salta en un momento en el que la proporción es una hora, un año? —Pues ahora la que no lo entiendo soy yo —dice Paula. —No te preocupes, que yo tampoco —se cruza de brazos Aitana. —A ver, déjenme que pienso otro ejemplo… No es exactamente igual, pero me sirve. Las personas estamos acostumbradas a vivir bajo la presión atmosférica, que puede variar según nos encontremos al nivel del mar o en una montaña a cuatro mil metros de altura. Puede pasar que la persona se maree en una montaña
muy alta, pero sobrevive, ¿verdad? —Hasta aquí lo entendemos —apunta Pablo. —Pues bien, ¿qué le pasa a un astronauta si se quita el casco en el espacio, o sea, en el vacío, donde no hay presión atmosférica alguna? —Que explota —dice Álvaro. —Y fin del experimento. —Pablo hace como que toca un redoble de tambores. —No es exactamente como lo pinta Álvaro, pero sí, las consecuencias son fatales. Algo así es lo que sucede cuando se viaja en una concordancia de tiempo muy expandida. —Pero… y entonces, ¿cómo sabes cuándo viajar? —se interesa Pablo. —Pues primero debo calcular en qué onda estamos ahora. Esto es como viajar de Tulum a Cancún, debes saber qué hora es y a qué hora sale el autobús para estar preparado. —¿Y qué onda es ahora? —pregunta Paula. —Qué gracia, de verdad parece que estés preguntando qué hora es —se ríe Aitana—. O saludando, como lo dicen aquí: «¡Qué onda, wey!». —Muy aguda siempre, señorita Aitana —le sonríe Balam—. Pues no es tan fácil como mirar un reloj, hay que saber de matemáticas y consultar una documentación. —Botones, cuentacuentos, chamán, psicólogo, ahora matemático… ¡Una joyita! —exclama Paula. —Eso mismo pensó mi querida Mariana, lo que pasa es que ella vive en 2019. —¿Es tu mujer? —Sí, me casé en Barcelona, en el monasterio de Sant Pau del Camp. —Ni idea de dónde es eso, y mira que conocemos la ciudad —reconoce Álvaro.
—Pues es un edificio románico bien bonito. Está en el centro, pero un poco escondido, no creo que lo conozca mucha gente. —Ya, es que los turistas solo van a la Sagrada Familia —dice Paula. —Oye, ¡pero no os desviéis! Que saltáis de conversación más que el piojo de Aitana —exagera Pablo—. A mí me gustaría saber si cuando se viaja se puede elegir el lugar. Me encantaría visitar Suecia en 2030, por ejemplo. —Pues no, uno se mueve en el tiempo pero no en el espacio. Yo siempre aparezco y desaparezco por la puerta de la bombilla que parpadeaba en el hotel. Solo yo tengo llave y además, nadie le echa cuentas. —¡Lo sabía! —grita Aitana—. Sabía que algo pasaba en esa habitación. —En realidad, el hotel está construido sobre la base de lo que anteriormente fue una pirámide muy pequeña. Justo donde está esa habitación, el nivel de energía se concentra mucho, por eso puedo viajar por ahí. —¿Y qué pasa con las pirámides? —pregunta Álvaro. —Que no importa el tamaño que tengan, todas poseen la capacidad de concentrar un nivel de energía mayor al que hay fuera de ellas. —O sea, que siempre hace falta tener una pirámide para moverte —comprende Paula—. Como si fuera una estación de tren, hay que ir hasta allí para viajar. —Buen ejemplo. Lo que pasa es que no es necesario que la pirámide siga construida. Es decir, la del hotel ya no existe, pero se sigue concentrando mucha energía allí. Otro ejemplo: cuando desaparezco en el hotel en 2019, aparezco en un hueco de un lateral del castillo en 1320, y viceversa. Esto es porque, hace muchos años, en ese lugar había una pequeña pirámide de no más de dos metros de altura. La tiraron abajo para construir el castillo y la trasladaron hasta el lugar en el que se encuentra la que vosotros ya conocéis, que es mucho más grande. La suerte es que el hueco está un poco escondido, así que nadie me ve hacerlo. —¿En un hueco en el lateral del castillo? ¡Donde se escondió Pablo para darme un susto! —recuerda Aitana—. ¿Y por qué él no viajó, si se metió ahí? —Porque no sabía que eso se podía hacer —explica el hombre con una lógica
aplastante—. Y porque debe hacer unos cálculos matemáticos. —¿Y entonces tu viaje a Barcelona? —observa Álvaro. —¿Que cómo llegué hasta allí? Pues hice trasbordo, primero viajé en el tiempo para encontrarme con mi Mariana, que vive en la ciudad moderna de Tulum, y después cogí un avión, igual que ustedes. Allí estuvimos una semana, pero aquí no pasó más de un día. —¿Y ella no te echa de menos? —Sabe que trabajo mucho y que además me gusta ayudar a la gente y que por eso a veces falto de mi casa. Pero no lo nota por lo que les digo, siempre procuro calcular bien los viajes para llegar a casa no muy tarde. —¡Una doble vida! —exclama Álvaro. —Teóricamente sí, pero en mi corazón solo existe Mariana, así que para la gente de 1320 soy un solterón. —En realidad tienes suerte —dice Paula—. Con tanto viaje en el tiempo tienes más vida que cualquier otra persona de tu edad. —Eso, ¿qué edad tienes? —pregunta Pablo. —¿Qué edad tendría usted si no supiera la edad que realmente tiene? —Balam usa una pregunta como respuesta a otra pregunta. —Ay, que me explota la cabeza —se ríe Pablo ante una cuestión tan rebuscada. —Una preguntita de nada no puede hacerle daño a este cerebrito. —Aitana le revolotea el pelo a su hermano—. ¡No te quites el casco, astronauta! —Disculpa, señorita experta en hacer preguntas a todas horas, es que no quiero quitarle el trono a la más preguntona de la galaxia. —Que ya sabemos que está en un universo ondulado, como una patatilla frita. — La pequeña sigue revoloteando sobre su hermano. —Eh, tú, patatilla, no te revoluciones, que nos caemos —le dice Pablo.
Los cinco están sentados sobre las rocas, mirando al horizonte. Hay mucha información que procesar. —Sigo pensando que, si no es tan fácil viajar en el tiempo, no sé cómo nosotros lo hemos conseguido hacer… los cuatro —observa Paula. —Porque digamos que yo provoqué que ustedes estuvieran en el lugar exacto en el momento justo. Yo conocía las condiciones meteorológicas y la subida de la marea tan brusca que hubo. —Pero ¿por qué nosotros? Había más gente en la playa. —No, los pocos huéspedes que andaban por allí estaban avisados de una fiesta en el pueblo y yo me encargué de que ni ustedes ni sus padres supieran nada. Estarán todos ahí bailando y pasándolo en grande. —¿Y si hubiéramos ido a otro hotel? —Convencer a su madre de que escogiera este hotel fue persuasión pura a base de publicidad. Créanme que no es tan complicado si lo que vendes es algo muy específico y diferente al resto: un hotel pequeñito, en o con gente local e integrado en plena naturaleza. Si eso es lo que se busca, el Aruma es lo primero que se encuentra en Google. —Pero ¿cómo ibas a saber tú que estamos aquí de viaje? Si no hubiéramos ganado el concurso, no habríamos venido. —Piénsenlo de otra forma, quizá lo hayan ganado porque yo ayudé a que así fuera. Muchachos, les llevo observando por YouTube un tiempo. —Repito entonces, ¿por qué nosotros? —Me gustó lo bien que comunican y que transmiten con sencillez, se les ve buenas personas. Y lo más importante: son trillizos. Tienen la empatía más desarrollada que el resto de las personas de una manera completamente natural, por el simple hecho de haber compartido útero. Aitana, a su vez, hace que esa empatía se expanda hacia el resto, que no solo se quede en ustedes tres. Se quedan reflexionando sobre esto que les cuenta. Les gusta, pero a la vez les incomoda.
—¿Qué es lo que quieres de nosotros, Balam? —Muchachos, acompáñenme, me gustaría presentarles a alguien.
14 Un mensaje muy importante
Se dirigen a otra casa de adobe, no muy lejos de donde vive la sacerdotisa. Esta vez, van directos aunque no llegan a entrar porque hay un hombre bastante mayor que Balam que sale por la puerta en ese momento. Se saludan con cariño, da la sensación de que se conocen mucho y bien. —Les presento a Iktan, un amigo matemático. Se saludan con sonrisas, nada de besos ni cruces de manos. —¿Son ellos? —le pregunta Iktan a Balam. —Sí, ahora les conozco un poco mejor y estoy convencido de que les he elegido bien —le responde este en su idioma nativo. —¿De dónde vienen? —De muy lejos. —Balam ni quiere ni puede especificar. Iktan confía en él porque la labor de Balam es seleccionar a los elegidos, gente importante para la divulgación de su estudio. No tiene ni idea del proceso de selección ni tampoco quiere saberlo. —Ya veo, vaya ropajes —se burla Iktan—. ¿Son los que ató el idiota de Canek? —Sí, me entretuve con un asunto y cuando llegué los tenía a los pobres entre cuerdas. —Si quieres, venid conmigo al taller y así podrán ver de primera mano cómo se está produciendo el libro. Los Trillizos observan sin entender y Aitana disfruta escuchando ese idioma tan extraño. Se ponen en marcha sin saber hacia dónde, mientras Balam les va contando.
—Chicos, este hombre es una pieza clave para que entiendan por qué les hice llegar hasta aquí. Ahora es Iktan quien no entiende español, pero no importa, porque más o menos sabe lo que les va a explicar Balam. —Bueno, él y su equipo de investigación, porque no trabaja solo, está acompañado por otros matemáticos y astrónomos. Básicamente, han descubierto que habrá un gran desastre que va a acabar con el planeta en un futuro no muy lejano. —¿Se refiere a que va a pasar algo en 2019? —pregunta Álvaro. —No a ese año en concreto, pero sí a finales del siglo veintiuno, si no se pone remedio antes. —¿Pero qué va a pasar? —quiere saber Pablo. —Habrá una serie de cambios en el planeta, muy radicales, que pondrán en peligro al ser humano. —Qué enigmático y rotundo suena eso. ¿A qué tipo de cambios se refiere? — cuestiona Paula. —Sobre todo serán alteraciones en la meteorología. Iktan y su equipo han estudiado las aguas y las estrellas, han calculado la incidencia de los eclipses lunares y solares y han actualizado nuestro calendario, el maya. ¿Saben que es diferente al suyo? —¡Sí! Me lo explicó Álvaro antes de venir —dice Aitana—. Qué suerte que tengáis solo cinco días a la semana. —Bueno, en realidad da igual el número de días porque la vida no entiende de lunes ni domingos, solo nos ayuda a planificarnos —sostiene Balam—. Pero sigo con lo que les contaba del estudio. De entre todas las consecuencias que se analizan en el texto, que es muy largo y engorroso de explicar, lo más visible es que habrá inundaciones y sequías en momentos y lugares que no corresponden. —Pero esto no es nada que no sepamos nosotros. Es lo del calentamiento global, ¿no? —menciona Pablo.
—Eso es. Hace millones de años ya había cambios en la Tierra, forma parte de su esencia. Tampoco es que se destruya el planeta en sí, sino que cambia su superficie. El problema es que el ser humano está acelerando demasiado esos cambios. Mientras caminan por Tulum, los hermanos van pensando en algunas de las consecuencias que ellos mismos están viendo en 2019: el agujero en la capa de ozono, las sequías, el deshielo de los glaciares… —¿Adónde vamos? —pregunta Aitana cuando se acercan a otra casa de adobe, esta vez un poco más grande que la de Zazil. —Quiero mostrarles el taller donde se están produciendo las copias de este estudio. Entren, por favor. Dentro hay un hombre que, antes de que ellos llegaran, estaba alisando algo sobre una mesa. Balam cruza unas palabras con él, sale del lugar para hablar con el matemático y les deja espacio para conocer el taller. —Este hombre que acaba de salir es maestro papelero, y es una de las personas que se encarga de producir el papel sobre el que luego unos escribas copiarán el contenido. —Con lo fácil que lo tenemos nosotros —reconoce Paula—, vamos a una papelería y compramos un paquete de quinientos folios. —Y lo que escriban lo pueden fotocopiar —añade Balam—. De eso quiero hablarles. No es solo lo fácil que lo tienen ustedes para escribir sino también para comunicar. Me parece muy importante que valoren esa enorme ventaja que poseen sobre cualquier otra época anterior. En su siglo, cualquier científico puede analizar un fenómeno y sacar conclusiones que él mismo escribe y difunde a millones de personas a través de una simple pantalla, con una máquina llamada ordenador que pesa poco más de un kilo. Incluso con el móvil se pueden hacer cosas muy complejas. Muchachos, en 1320, hay que pensar incluso en el tipo de papel que se usa, para que sea resistente al paso del tiempo. Observan que en el suelo hay troncos de árboles, y sobre una mesa cinco tablillas de madera que sostienen una pasta de celulosa. —Este papel en concreto es el tipo amate. Fíjense: hay que remojar las cortezas
de esos troncos durante un par de días, enjuagarlas, frotarlas con jabón, alisarlas a golpes con una piedra, secarlas… —Además de escribirlo todo —señala Álvaro. —Y hacer las copias, porque esto tiene que ser leído por otras personas a lo largo del tiempo. Se harán seis libros por cada generación que nos suceda y deberán estar expuestos en algún lugar de fácil pero controlado en todo momento. Aunque el papel amate está diseñado para resistir, hay que pensar que puede haber incendios, humedades, hongos, robos… Y eso es lo que va a pasar. Estos estudios que se están produciendo en 1320 se los tragó la selva y hasta 2019 solo ha sobrevivido un ejemplar que ni siquiera está completo. De hecho, lo tienen en un museo en Alemania y lo han llamado El códice de Dresde. Ustedes mismos pueden comprobar el estado en el que llegará una de estas copias. —Pero Balam, si tú puedes viajar y llevar objetos en el tiempo, ¿por qué no trasladas el estudio completo a nuestro año y se lo entregas allí a alguien para que prosigan con estos estudios que empezaron los mayas? —le pregunta Álvaro. —Pues por varios motivos. El primero: aunque lo llevara, no lo entenderían porque aún en 2019 no se ha descifrado por completo el sistema de escritura maya. El segundo: el libro parecería nuevo porque aquí está recién hecho y no me tomarían en serio. Y el tercero: el vídeo es lo que realmente consume la mayoría de la gente de vuestra época. —También leemos, no se crea —asegura Paula. —Ya lo sé, pero hay más personas que ven vídeos que gente que lee. Además, es mucho más rápido ver una película o un documental que leerse un libro, ¿verdad? —Eso sí. —Pues necesitamos que este mensaje llegue al mayor número posible de personas. Necesitamos vídeos, gente consciente del problema y que se difunda con las herramientas de su época. O sea una cámara. —¡Mi sueño! ¡Me acabo de acordar de mi sueño! —exclama Paula.
—¿Es necesario que lo cuentes ahora? —le pregunta Pablo, molesto. —Sí, calla —responde ella, decidida—. Cuando aún estábamos atados, Zazil me hizo beber un potingue, que por cierto estaba asqueroso, y me dormí. Soñé con que no podía ver nada porque había como una pantalla en blanco que me lo impedía. Sin embargo, yo misma podía borrarla para ver lo que había por debajo, simplemente dirigiendo bien la mirada. Entonces vi la pirámide a la que nosotros llamamos islote, pero rodeada de dunas de arena. Como las del ejemplo de Balam cuando nos explicaba lo del paso del tiempo. Él venía con una cámara en la mano, pero, justo cuando se agachaba para dejarla a mis pies, me desperté. —Paula —se emociona Balam—, no era un sueño. Lo que le ha pasado esta mañana ha sido que ha tenido una visión premonitoria. La pirámide que han visto aquí y que ahora está rodeada por árboles, la cubre el agua casi por completo en 2019. Muchachos, no es que desapareciera el mar, es que en 1320 no hay mar a esa altura. —¿Y por qué la del hotel está casi cubierta? —pregunta Aitana. —Seguramente será por el deshielo —le explica Álvaro—, porque está aumentando bastante el nivel del mar. Hay fotos antiguas de satélites que, comparándolas con las de ahora, muestran que el cambio es brutal. —¿Y la duna qué significa? —sigue con dudas la pequeña. —Es el siguiente paso —continúa Balam con la explicación—. Primero, el agua lo arrasará todo, desaparecerán incluso algunas ciudades si no se pone remedio a tiempo. Pero después, las temperaturas serán tan extremas que cambiará el paisaje por completo debido a las sequías. De hecho, en unos pocos cientos de años, su país será tan árido como el desierto del Sáhara. —Pero Balam, el agua no va a desaparecer del planeta, ¿no? Quiero decir, ¿dónde estará el agua que rodea en nuestra época a la pirámide? —pregunta Pablo. —En otras zonas donde antes había desierto. Para que puedan hacerse a la idea, cambiará la configuración del planeta. Los continentes y los océanos no existirán de la misma manera que los conocen ahora. Siempre hubo cambios en este sentido, pero el de ahora es tan drástico y está sucediendo tan rápidamente que el ser humano desaparecerá como especie.
—Madre mía, esto es peor que una película de miedo —dice Aitana con un hilo de voz. —O sea —reflexiona Paula—, ¿estás diciendo que esto del cambio climático ya lo predijeron los mayas? Pero, una cosa, también decían que se iba a acabar el mundo en 2012 y no ha pasado. —Es que eso ha sido una mala interpretación. No es que se acabara ese año, es que las consecuencias negativas de este efecto empezaban a crecer de forma exponencial a partir de ese año. Y de hecho, nosotros estamos hablando solo de la naturaleza, pero piensen todo lo que esto significa a nivel social, económico, etc. —¿Y por qué no viajaste a 2012? A lo mejor en ese año ya había alguien que hacía cosas en YouTube y se habría podido empezar a enviar este mensaje de alerta. —Ustedes eran demasiado pequeños aún. —Pues se lo podrías haber dicho a otros youtubers —sugiere Álvaro—. Estoy seguro de que hay otros también muy válidos por ahí. —¿Es que aún no entendieron mi mensaje? Ustedes son únicos, son los elegidos. Si lo necesitan, tómense un momento para discutir sobre este papel tan importante que les espera. Paula, Aitana, Álvaro y Pablo se miran entre sí. —No hay que reflexionar tanto, si nosotros podemos aportar nuestro granito de arena y parar todo este proceso, cuenta con nosotros, ¿verdad, chicos? —asegura Pablo. —Por supuesto, lo que no me queda muy claro es qué tenemos que decir y cómo —dice Paula. —No soy yo el más indicado para decirles esto: deben hacer lo que les salga del corazón. Hay científicos en su época mucho mejor preparados y sobre los que se pueden inspirar; busquen información ustedes, ya que pueden hacerlo con un solo clic. También les digo que sean sutiles. Por favor, no graben ningún mensaje contando nada sobre este viaje ni sobre mí, porque nadie les creería.
—Vale —asiente Paula, no muy convencida. —Piensen que mi cometido con ustedes era traerles hasta aquí para que viesen con sus propios ojos el cambio tan brusco que ha habido en tan poco tiempo. —¿Poco, siete siglos? —Señorita Aitana, siete siglos no son ni un suspiro. —Es verdad —dice Álvaro—, una vez leí que, si la historia de la Tierra se pudiera resumir en veinticuatro horas, el ser humano aparecería cuando faltaran solo dos minutos para dar la medianoche. —¡Hablando de medianoche…! —Balam se dirige a la puerta y les apremia a salir—. Hoy a las 23:52 salimos de vuelta al hotel. Hasta entonces, a disfrutar de Tulum.
15 Es hora de volver
Al salir del taller, dos bólidos pasan por la calle, pero Balam los intercepta justo a tiempo. —Son los niños más traviesos de la historia, ¿lo saben? —les dice el chamán en el idioma maya—. ¿Dónde van tan locos? ¿Qué comen? Tengan cuidado, que masticar, tragar y correr a la vez no es buena idea, no sea que se atraganten. —Es resina de árbol, no me la voy a tragar —dice el más grande, escupiéndola al suelo. —Eso que este pequeño cerdito ha tirado es el chicle más viejo que jamás verán. Lo inventamos nosotros —dice Balam en español y mirando a los Trillizos. —¿Y ellos quiénes son? —le pregunta el más pequeño. —Álvaro, Pablo, Aitana y Paula. —Dice sus nombres, mientras los va señalando. Ahora se dirige a los cuatro y señala a los pequeños mayas—. Zukto y Wendo. —¡Álvaro! ¡Son Susto y Bueno! —exclama Aitana—. ¡Como nuestros amigos invisibles! Este se lleva la mano a la frente y la mira con cariño, aunque niega con la cabeza. —Si tú lo dices, mi pequeña locuela… Zukto y Wendo llevan una pelotita de cuero, que le pasan a Aitana y esta a su vez se la lanza al resto. «Qué fácil es pasar la tarde con un balón», piensa Balam. Y así se tiran un buen rato jugando con la pelota hasta que a los muchachos les vuelve a entrar hambre.
—¿Qué hora será? Tengo hambre otra vez —dice Pablo. —¿Wey, qué onda, Balam? —Aitana bromea con las palabras—. ¿Vamos a ir a cenar a tu casa? —Mejor que no. Tanto tiempo vivido y sin embargo no sé hacer buena comida. Volveremos con Zazil, ya le pedí que les hiciera algo rico. Van cruzando las calles de Tulum, mientras siguen pasándose la pelota con la mano y con el pie. La gente ya no les mira tan extrañada, parece que ya se han integrado con los mayas ahora que la visita se acerca a su fin. La sacerdotisa les ha preparado la cena. Al poco de llegar, saca una olla de sopa de pollo y lima, que reparte en unos cuencos. —¿Cuál ha sido el año más lejano al que has viajado, Balam? —pregunta Álvaro. —2019 ha sido el tope. Aunque los científicos han calculado las consecuencias del cambio climático en años más lejanos, yo no puedo viajar más allá. Digamos que, con la documentación que poseo, solo puedo moverme entre esta época y la suya, con pequeñas diferencias por el tema de las ondas, que ya saben. Zazil les escucha hablar y quiere saber de qué va el tema. El chamán le cuenta que están hablando de deportes; a ella no le interesa nada, así que en seguida desconecta. —Dile por favor a Zazil que la sopa está muy rica —pide Pablo—. ¿Entonces estos científicos saben algo acerca de los viajes en el tiempo? —¡No! Nadie debe saberlo, solo ustedes y yo —aclara Balam—. Su objetivo es que este estudio lo lean una serie de personas bien seleccionadas (porque no cualquiera tiene la sensibilidad de empatizar con otra gente) y que ayuden a difundirlo. Ellos confían en mí porque yo hago esa selección, pero no saben cómo la hago. —Pero entonces, ¿qué documentación es la que utilizas para hacer los cálculos de las ondas? —El mismo texto del estudio. Miren, hace muchos años, mi abuelo me confesó
su mayor secreto: podía viajar en el tiempo y, además, tenía una importante misión que yo debía continuar. Mientras mirábamos al mar y me contaba la historia de una tortuga, me explicó que, tras dos lunas llenas, alguien vendría a mí a pedirme ayuda con un asunto muy importante. —Ahora que hablas de tortugas, ¿y la barracuda, entonces? —pregunta Pablo. —Es Iztanab, la diosa del tiempo. —¿La diosa maya del tiempo es un pez? —pregunta Álvaro—. Ya sabía yo que se veía muy elegante. —No es que ese pez sea la diosa, sino que la representa. Por eso os guio hasta llegar aquí. —Los Trillizos asienten con la cabeza. A estas alturas, pocas cosas les sorprenden ya—. Volviendo a lo que me contó mi abuelo, aquella persona tan importante resultó ser Iktan. La misma noche del encuentro, yo debía tomarme un brebaje, entonces me quedaría dormido y tendría un sueño premonitorio. —¡Como yo con lo de las dunas! —exclama Paula. —Puede ser —confiesa Balam—. Yo soñé que Iktan me daba el libro con el texto de su investigación en el hueco del lateral del castillo. Durante el sueño me transmitió una clave para leerlo de una manera diferente a la habitual. La investigación la componían palabras y números, recuerden que es un estudio matemático. Pues bien, si yo juntaba los cuatro primeros números que aparecían en cada capítulo, obtendría como resultado la fórmula necesaria para calcular las ondas. —Una especie de código secreto —apunta Aitana. —Eso es. De esta forma, el propio Iktan me explicó cómo viajar en el tiempo, sin ser él mismo consciente de saberlo. —Pero ¿tú no crees que hay alguien dentro de ese equipo de trabajo que lo sabe, y que por eso se encargó de que la fórmula saliera bien? —Quizá sí, pero eso es algo que no debo saber. ¿Han terminado ya con la sopa? —pregunta Balam para desviar la atención—. Pues síganme, que les voy a llevar a que vean uno de nuestros juegos favoritos.
Ya es noche cerrada. Se alejan mucho de donde están las casas y tardan bastante en llegar a un lugar en el que se concentran numerosas personas. —Miren, el pasillo que ven en el centro es el campo de juego —les explica el chamán—. A los lados, esas paredes de piedra que están un poco inclinadas sirven para botar la pelota. El partido empieza en seguida, ya verán qué divertido. A la pista salen dos equipos que juegan a pasar una pelota bastante grande y pesada por un aro hecho de piedra que está sujeto al muro, en posición vertical. No pueden usar las manos ni los pies, solo los codos y las caderas. —¿Les gusta? Es nuestro deporte favorito —afirma Balam, que se mete de lleno en el partido. Paula, Pablo y Álvaro disfrutan viendo este deporte, pero a Aitana se le está haciendo eterno y se dedica a curiosear entre la gente. —¡Aitana! No te vayas a perder, que la liamos otra vez parda —le grita Álvaro. —¡Tranquilo! ¡Estoy aquí! —su respuesta se confunde entre el griterío. Hay mucha gente. A la pequeña le parece que un evento así puede ser un buen lugar para observar a la gente sin llamar demasiado la atención. Mira sus caras, sus gestos, su ropa, su cuerpo, sus manos, también el reloj de la señora que tiene justo delante… De forma instintiva, le coge la mano y mira la hora. Son las 23:27. «Un momento, ¿acabo de ver a una mujer con un reloj de pulsera, en 1320?». La mujer ya no está allí, se ha escurrido entre la gente. —¡He visto a una mujer con un reloj! —¿Una mujer con un reloj? ¿Quién? —pregunta Balam, nervioso—. Por favor Aitana, dime a quién has visto con un reloj. El chamán se abre paso entre la multitud a empujones, necesita saber quién es la otra persona que puede viajar al futuro como él. Sin embargo, se detiene y decide volver porque a él también le parece que el partido se está alargando demasiado.
—Aitana, ¿viste qué hora era? —Las 23:27. Ya serán y media por lo menos. —¡Vámonos ya! —se pone nervioso Balam—. Como no lleguemos a tiempo, la siguiente onda será demasiado tarde y en el hotel se va a armar un buen lío porque los buscarán y no les encontrarán. —¿Pero no viajamos a las 23:52? El castillo no está tan lejos —dice Pablo. —No, hay que ir hasta la pirámide. Ustedes cuatro requieren tanta energía que no es posible hacerlo por el hueco del castillo. Por ahí solo puede viajar una persona. —¿Y apareceremos por el mar? —se queja la pequeña. —No, por la puerta de la bombilla, la pirámide no la podemos usar para la vuelta. Por eso tenemos que llegar un poco antes de tiempo, para que pueda hacer unos ajustes en los cálculos. Además, yo también tengo que viajar con ustedes, porque debo abrirles la puerta con llave. ¿Se imaginan que aparecen allí pero no pueden salir? Venga, rápido, a la pirámide. Los cinco salen corriendo del partido. Hay pocas antorchas encendidas en las calles y, en cuanto se adentran en la selva, apenas ven porque la luna no se cuela entre los árboles. —¿Cómo vamos a cruzar la selva de noche? Ay, madre mía, que nos vamos a quedar aquí, atrapados. —Paula se está empezando a poner muy nerviosa. —No se preocupen, que para un caso excepcional como este tengo una linterna —dice Balam, que saca el aparatito de su bolso de cuero—. No hace falta correr, vayan a paso rápido, pero cuidado con lo que pisan. —Jolines, Balam, ya podrías haber previsto unos zapatos para nosotros, ¿no? — dice Álvaro. —No le quito razón, pero es que tampoco puedo estar en todo. Esta vez dan un poco menos de vuelta hasta llegar a la pirámide. Balam es quien les va guiando y, gracias a la luz de la linterna, no hay incidentes ni animales que
se acerquen. Llegan a las 23:45. Balam saca un reloj digital de pulsera, el libro con la investigación y una calculadora, y comienza a hacer cálculos. —Como alguien te pille el bolso, se va a llevar una buena sorpresa —comenta Pablo. —No se crea, porque no sabría ni qué es esto ni para qué sirve. De todas formas, ya me encargo yo de que el bolso esté siempre a buen recaudo. —Pablo, no le entretengas, que no llegamos. Venga, va. Balam termina con los cálculos y se coloca frente a las escaleras de la pirámide. Esta proyecta una sombra leve por la luz de la luna. Sube al primer escalón y busca el centro, baja y da cinco pasos hacia la derecha, tres atrás y uno a la izquierda. —Vengan aquí y colóquense a mi alrededor. Los cuatro rodean a Balam y se apretujan contra él. —No, no cabemos. Aquí estamos al aire libre, pero la habitación es bastante pequeña… —¿Y si usted, que está en el centro, coge a Aitana y nosotros tres nos apretamos un poco más? —dice Paula. —¿Qué hora es? Probemos… —dice Balam. Son las 23:50 y todavía no han encontrado la postura. Aitana encima de Balam, Paula encima de Pablo, Álvaro sobre Pablo y Paula con Aitana… Están los cinco de los nervios, Balam incluido. Pasa otro minuto, y entonces a Aitana se le enciende la bombilla. —Balam, dame la llave y quédate fuera con la linterna. Pablo, cógeme tú a mí y que Álvaro coja a Paula. Viajaremos solo los cuatro y tú… ¡puedes hacerlo por el lateral del castillo! En el último minuto, el chamán da un paso atrás y les lanza la llave. Cierran los
ojos, no han pasado ni dos segundos cuando escuchan el tintineo de una bombilla que parece estar a punto de fundirse. —Qué fuerte, era verdad —dice Pablo. —¿Pero todavía dudabas? —se cuestiona Aitana. Se quedan un momento en silencio y se miran a la cara, se palpan el cuerpo… —¿A ti te duele algo? —pregunta Álvaro a Paula. —Pues no, es que ha sido un abrir y cerrar de ojos. Aitana, que continúa con la llave en la mano, abre la puerta de la habitación de la limpieza en un momento en el que no se oye nada al otro lado, en el pasillo. Respiran con alivio cuando ven que no hay nadie y todo parece que está calmado. La cierra de nuevo. Pasan por el porche, pero sus padres no están; van al restaurante y les ve la madre, que ha ido a por una bebida. De fondo, la televisión está encendida: Este año han llegado muchas menos tortugas de lo habitual a las playas de Oaxaca… —¿Ya estáis de vuelta? Poco habéis buceado —les dice su madre, que está tomando algo y viendo la tele—. ¿Por qué tenéis las piernas con tantos arañazos? Chicos, os dije que no fuerais por ahí sin zapatos, mirad cómo os habéis puesto con tanto matojo. Los cuatro hermanos se miran sin saber qué hacer. Empiezan a pensar que todo lo que han vivido no ha sido real. … nos estamos cargando el ecosistema, este año apenas han llegado tortugas a la playa para desovar. En la tele, unos tertulianos hablan sobre una imagen de una playa en Oaxaca. Los cuatro se sientan a la mesa, sin nada para comer ni beber, y escuchan al hombre de traje y corbata decir: Como nos estamos cargando el ecosistema, habrá menos tortugas… —Poneos algo por encima para andar por el hotel, no vaya a ser que se molesten
porque estéis en bañador. —La madre interrumpe lo que están escuchando. … también dicen que es porque las luces de los barcos las despistan y por eso no logran encontrar el lugar donde deben ir a desovar. Parece un dato irrelevante, pero un cambio en un ecosistema siempre trae consecuencias… —Vale, mamá, ahora vamos —contesta Pablo, que no puede dejar de mirar la televisión—. ¿Y papá? —En la ducha. ¿No queréis nada para merendar? Yo os preparo unos platitos del buffet. —Gracias, mamá, pero es que no tenemos hambre —dice Paula. —Por cierto, se nos han caído las toallas y las cosas de bucear al agua —avisa Álvaro, como quien no quiere la cosa. —¿Lo habéis perdido todo? —pregunta sorprendida su madre. —Es que estábamos en lo alto del islote y yo resbalé… —dice Aitana. —Bueno, mamá, no pasa nada porque mañana vamos a comprar otras gafas —se adelanta Paula—. Y las toallas, pues que nos presten las del hotel, que seguro que aquí tienen de sobra. Los cuatro hermanos están agotados aunque aún les quedan bastantes horas para que se vuelva a acabar, otra vez, el día. Se visten y van a sentarse a la recepción del hotel. Cogen unas cartas para jugar y las miran. En realidad, no están jugando a nada, pero les sirve de excusa para reflexionar. —Podríamos grabar algún vídeo montados en un bus, un tranvía, un tren o algo así. Lo digo para hablar del transporte público y explicar que se debe usar menos el coche —propone Paula, que lleva un rato dándole vueltas a todo lo que les ha dicho Balam. —A mí me ha encantado ver cómo se hace el papel, podríamos preparar algo con eso —dice Aitana. Los tres la miran como si tuvieran en los ojos rayos láser que cortan el aire. —¿Verdad que estaba interesante el documental ese? —finge Pablo, aunque con
la mirada le está pidiendo que por favor se calle—. Me has dado una idea, Aitana, podríamos hablar en un vídeo sobre reciclaje y hacer nosotros mismos papel reciclado. He visto algo por internet y creo que no es tan difícil. —Pues ya que estamos con el papel, habría que ir al origen y plantar un árbol. Estaría guay grabar el proceso y, además, podríamos retar a más gente a que lo hiciera —añade Álvaro. —¡Se me está ocurriendo otra idea! —A Aitana la cabeza le hierve, se le ocurren mil cosas para hacer. —A ver, que tampoco se nos vaya la cabeza —le corta Paula, que ya está pensando en todo el trabajo que eso supone—. No tenemos todo el tiempo del mundo. A lo mejor no hace falta hacer muchos vídeos, quizá con grabar unos pocos pero bien pensados es suficiente. Aitana se levanta del sillón y se dirige a Itzel, la recepcionista. —¿No está el botones? —le pregunta la pequeña, mientras le enseña una llave en la palma de la mano. —No, esta tarde la tiene libre. ¿Le puedo ayudar yo en algo? A sus hermanos se les acelera el corazón porque temen que meta la pata, pero no les da tiempo a pararle los pies. —Es que por la mañana vi que se le caía esta llave —responde Aitana con soltura—. Vine a decírselo, pero no pude devolvérsela porque se marchó muy rápido. Suspiran aliviados, parece que la pequeña ya entendió. —… Y cuando lo vea, dele las gracias de nuestra parte —continúa hablando Aitana con Itzel—, porque nos ayudó con algo. Él ya sabe por qué. —Gracias, señorita, se lo haré saber. Los Trillizos vuelven a sufrir durante otro milisegundo. Cuando por fin se quedan a solas, deciden no hablar nunca con nadie de lo que han vivido durante ese intenso día. Harán caso de Balam porque le han prometido no decir nada en
sus vídeos acerca de esta historia. Lo que él no les ha dicho es que no puedan escribirla…
Epílogo
«Por favor, difundid el mensaje como mejor lo sepáis hacer. Pensad en cada visualización de vuestro canal como si fuera un grano de arena. Uno suelto solo es una mota de polvo, pero muchos juntos forman un desierto. Y si vuestros padres os preguntan que dónde está lo que habéis grabado antes de que os tragara el mar, decid que habéis formateado la tarjeta por error». Esto fue lo que les dijo Balam cuando les entregó una cámara del mismo modelo a la perdida en el mar, que compró esa misma tarde en la nueva Tulum para que nadie la echara en falta. Paula, Pablo, Álvaro y Aitana se dedicaron a descansar y no armaron mucho alboroto en lo que les quedaba de viaje por México. Tanta relajación sorprendió un poco a sus padres, aunque no le dieron mayor importancia. «Será que se están haciendo mayores», fue la excusa que encontró su madre. A su vuelta a España, los Trillizos se dedicaron a grabar vídeos en los que también ayudaba la pequeña, muy divertidos pero también informativos sobre el cambio climático, sus posibles consecuencias y lo que todo el mundo podía aportar para detenerlo. Balam pudo comprobar con orgullo cómo los seguidores de los elegidos crecían exponencialmente, lo que significaba que el mensaje le estaba llegando cada vez a más gente. Él siguió viajando entre el antiguo pueblo y el hotel. Empezó a formar a un nuevo chamán y pronto pudo jubilarse de su labor allí para establecerse definitivamente con su querida Mariana en 2019. «Objetivo cumplido por su parte, y por la de los Trillizos también». Ahora toca esperar a que pase el tiempo para comprobar si los efectos del cambio climático se ralentizan, aunque al menos ya sabemos que ni Balam, ni los Trillizos, ni Aitana lo harán con los brazos cruzados.
Trillizos y el misterio maya Trillizos0201 No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede ar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Título original: Trillizos y el misterio maya Diseño de portada, Planeta Arte & Diseño, 2019 Ilustración de portada, Héctor Trunnec © Ilustración de interior: Andrii Stepaniuk _ Shutterstock © Trillizos0201, 2019 Edición y fijación del texto: Beatriz Lizana López, 2019
© Editorial Planeta, S. A., 2019 Ediciones Martínez Roca, sello editorial de Editorial Planeta, S. A. Avda/ Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) idoc-pub.futbolgratis.org Primera edición en libro electrónico (epub): Septiembre de 2019 ISBN: 978-84-270-4639-9 (epub) Conversión a libro electrónico: Safekat, S . L www.safekat.com