Oso 3364g

Thalía Azyadeth Osorio Rodríguez

El lugar donde estaba el oso

Me dice “cachorro” porque restregamos nuestros hocicos peludos para entrar en calor. El vagón está vacío y las ventanas mojadas abiertas. Sus ojos son enormes y sus pestañas prácticamente inexistentes. A veces me veo reflejada como un roedor en sus ojos secos. Tiene instintos taurinos. Suda terquedad y las ventanas del vagón se empañan. Cuando devoro en su compañía, lo hago con los hombros encogidos y con recelo. Temo a la lengua de culebra que no sólo amenaza con envenenarme, sino con privarme de un placer que ella misma, la lengua, debería de darme. Esta vez, busco el placer en su pierna que es casi más inexistente que sus pestañas. Somos cachorros. No me importan las uñas que rascaron su lomo antes que yo ni las que lo harán en cuanto baje del vagón. Somos cachorros y sólo sé que se sienten bien sus lengüetazos pese a la mirada de reproche de una señora equis que sube en ese momento al vagón para interrumpir nuestro paseo de crías. Sus ojos secos se lubrican cuando dos de mis dedos sujetan el lóbulo de su oreja. Se escucha una voz anunciando la próxima estación, la suya. Me preparo para despedir al cachorro. Se abren las puertas. Bajo. El oso se escondía entre un vagón solitario y el resoplido de alivio de la señora equis que no hubiera soportado viajar conmigo más de una estación.