Índice Portada Capitulo I Capitulo II Capitulo III Capitulo IV Capitulo V Capitulo VI Capitulo VII Capitulo VIII Capitulo IX Capitulo X Capitulo XI Capitulo XII Capitulo XIII Capitulo XIV Capitulo XV Capitulo XVI Créditos
CAPITULO PRIMERO
—Podíamos decírselo a mi padre o a su mujer. Iram Harrison nunca daba demasiadas explicaciones de lo que hacía o pensaba hacer. Por eso torció el gesto. Tenía una mirada azul aguda. Sonrió, eso sí. Dio una vuelta sobre sí mismo y lanzó una mirada sobre un grupo de jóvenes que en aquel momento entraban en la cafetería. —¿Es preciso? —preguntó tan sólo. —Yo creo que sí, Iram. No se opondrán. Pienso que están deseando perderme de vista. Si te empeñas en invitarme a tu casa de Wichita Falls, lo mejor es guardar las formas. No puedo irme sin decírselo a mi padre. Iram lanzó otra mirada sobre la mujer espléndida que se acercaba a un extremo del bar. El no podía pasar sin mirar a las mujeres. Claro que amaba a Haya, pero…, todas las demás, eran increíblemente atractivas. —Pues vamos —dijo—. Yo tampoco creo que se opongan. —Será mejor que lo diga yo esta noche y mañana vas tú a buscarme a la hora de marcharnos. —¿Un día más? —preguntó Iram, molesto. —No pensábamos irnos hoy, Iram. —Bueno. —¿Qué miras? Iram rió.
Era un hombre alto y delgado. Esbelto, los cabellos de un castaño oscuro, los ojos azules. En aquel momento vestía pantalón negro, chaqueta del mismo color y un suéter blanco de cuello alto. —Todo —dijo—. Todo y nada. Vamos. Haya se levantó. Esbelta, rubia, frágil, los ojos increíblemente grises… Vestía un pantalón a rayas azules, blancas y rojas. Una camisa azul a tono con las rayas del pantalón, y ataba una chaqueta de punto por el cuello. Iram la agarró por un brazo y echaron a andar, no sin que Iram lanzara alguna otra mirada sobre aquel grupo de jovencitas que reían acodadas en la barra de la cafetería. —Díselo esta noche —dijo, cuando ya se hallaban ambos en la calle—. Mañana pasaré a recogerte. Iremos en mi auto. —¿Les has dicho a tus padres que me llevas a tu casa? —No. —Pero… La miró retador. —¿Piensas que son como el tuyo? —No sé cómo son, pero…, entiendo que debes advertirlos. Se alzó de hombros. —Anda —dijo—. Vamos a dar un paseo. Después te llevaré a casa, y mañana a primera hora, paso a buscarte. ¿Estás segura de que tu padre no se opondrá? —Le diré que eres mi novio. —Claro. —¿Y qué quieres, presentarme a tu familia?
—Claro. —En realidad, mi padre y su mujer son felices… Todo les estorba. Yo…, en primer lugar. Había cierta amargura en su voz. Iram la atrajo inesperadamente hacia sí. —Todo se acabará pronto. —¿Cuándo? —Pronto, seguro que pronto —dijo, convencido. —¿Lo sabe tu familia? —¿Mi qué…? Ah, sí. No. No he dicho nada aún —consultó el reloj—. Pero aún les llamaré hoy por teléfono. Te advierto que en mi casa están deseando que me case. Me dieron una carrera, me ofrecen una casa donde vivir… Lo demás no importa gran cosa. Es decir, ellos están deseando que nos situemos todos. —¿Todos? ¿Cuántos hermanos sois? —Tres. Law que trabaja en la plantación de algodón. Roger, que es el mayor… En fin, sólo los tres. El único que estudió fui yo. Los otros dos, estudiaron lo indispensable para manejar una plantación. Sobre todo Roger. Roger es el mayor y el heredero de lo más importante. Para ti no lo es. Lo digo porque se lo oigo decir a Lawrence. Yo soy el más pequeño de los hermanos. —Y viven tus padres… —Claro —se echó a reír otra vez—. Mi madre se llama Silva y mi padre Aldo. En realidad se trata de una pareja feliz. Mi madre es muy buena. Mi padre muy inteligente —se alzó nuevamente de hombros—. Los conocerás mañana. —Estás seguro de que… no se opondrán a que me lleves invitada a tu casa. —Pues claro. La casa de Haya estaba allí mismo. Haya se detuvo. —Iram… —dijo bajo—. Yo te quiero mucho.
Iram la atrajo hacia sí, y la besó largamente en los labios. —Yo también, Haya. Ve tranquila. Mañana vendré a buscarte. Háblale a tu padre… Dile que cuando quiera, puede conocerme. Yo no soy de los que se esconden. —Gracias, Iram. —A primera hora, vendré a buscarte. —Sí, querido. —Estáte lista. Si te parece que es buen momento para que me presentes a tu padre y a su mujer…, no lo dudes. —Si él pone interés en conocerte…, lo haré.
* * *
—…De modo que me ha invitado a su casa. Quiere que conozca a su familia. Stanley Hayden miraba a su hija, después miraba a su mujer. Por fin dijo: —¿Cuándo lo conociste, Haya? —Hace tres meses. —¿No es muy pronto para que te invite a su casa, Haya? La joven miró a la esposa de su padre. —No sé. Es la primera vez que un hombre me pide que sea su esposa y me invita a su casa. Los esposos cambiaron una mirada interrogante.
Tenían sus otros hijos. En total, cuatro. Mike, de doce años, Mildred de once, Greg de siete y Henry de cinco. Haya era el fruto del primer matrimonio de Stanley, por tanto, bien estaba que fuese pensando en casarse. —Si tienes confianza en él —dijo Claudia, tal vez para dar por finalizado aquel asunto—. ¿Por qué no has de ir? Haya respiró mejor. En realidad, no sabía qué confianza podía tener en Iram. E incluso ignoraba si le quería lo suficiente. El caso era salir de Fort Worth, de casa de su padre y de aquel círculo vicioso que era su hogar, en cuanto a ella. —Nunca has tenido novio —adujo el padre. —Pero algún día ha de empezar, ¿no, Stanley? —dijo la esposa—. Ya tiene veinte años… —Pero Haya está bajo mi tutela… —¿Qué familia es? —quiso saber Claudia, como si el asunto le interesara demasiado, pero lo cierto es que no le interesaba gran cosa. —Se apellidan Harrison. —¿De dónde son? ¿Lo has dicho ya? —No, padre. No lo he dicho, porque no me lo has preguntado. Son de Wichita Falls. —¿De Wichita Falls? ¿No serán de los plantadores de algodón? Hay unos Harrison importantes en esa zona. —No se lo pregunté a Iram, ni recuerdo que él me dijera nada. Sé que Iram es abogado. Y sé asimismo que no se dedica a plantador. Pero tiene otros dos hermanos. —Posiblemente se trate de los mismos que yo digo. Puedes ir. Claro.
Así se acababa antes. —Si quieres, te traigo mañana a Iram y lo conoces. —Tengo mucho que hacer, Haya. He de ir a la oficina muy temprano. Cuesta mucho la vida —y bajo, mirando a su mujer—: ¿Sabrá ese joven que tú no tienes dote? —No me lo ha preguntado. —Pues no la tienes —corroboró Claudia las palabras de su esposo—. Ya ves, cuatro hermanos… Fueron entrando uno por uno en aquel momento. Besaron a su madre. Luego a su padre. A Haya apenas si la miraron. Claudia añadió: —Una casa de bicicletas no da para tanto. Mira a tus cuatro hermanos… ¡Todos tan pequeños! Haya no se inmutó. Estaba habituada. —Otro día —dijo el padre sin que Haya respondiera— me lo presentarás. Puedes irte mañana. Ya lo sabía de antemano. Con tal de perderla de vista…, bastaba para enviarla a donde fuese. —Has de llamarme por teléfono —indicó el padre— y decirme si se trata de los plantadores. Si es así, has tenido suerte. —¿Por qué, padre? —preguntó, conociendo ya la respuesta. —Ahí es nada… plantadores de algodón. Eso es importante. Como importante es poseer lo bastante para vivir. Hay que bregar como brego yo, para darse cuenta de lo que la falta de todo significa.
Haya pudo decirle que ella no necesitaba nada. Que nunca pensó que su padre pudiera darle una dote. Tenía ocho años cuando su padre se casó y casi en seguida, a los dos o tres meses, le dijeron que tenía un hermano. Nunca se rebeló, pero tampoco nadie la enseñó a querer a su hermano, ni a los que llegaron después, ni tampoco aprendió a querer a su nueva madre, porque Claudia jamás se preocupó de que la quisiera. Ella se conocía. Era emotiva y sentimental, y por poco que se lo propusiera la mujer de su padre, la habría conquistado. Pero los nuevos hijos empezaron a llegar y ella hubo de conformarse con que la enviaran al instituto. Al finalizar el Bachillerato, su padre la llamó a parte y le dijo: —Elige una carrera corta. No hay para más. Entonces, ella dijo: —Me quedo así. —Eres muy comprensiva. Cierto que no la hicieron trabajar en casa, pero a los diecisiete años, ya la enviaron a trabajar al almacén de bicicletas. —Si merece la pena —decía su madrastra— quedarás todas tus vacaciones en casa de tu novio. Si no la merece… es mejor que regreses. Tu padre necesita que le ayudes en la oficina del almacén. —Sí. Cuando se vio sola en su cuarto, no se echó a llorar. No merecía la pena. Estaba ya curada de espanto. Y nada de cuanto dijera su padre y la mujer de éste, le llamaba la atención. Lo que sí sabía es que pasaría en casa de la familia de su novio todas las vacaciones. Al menos, si nadie se oponía a ello, porque el hecho de que se opusiera Claudia, no le daba ella demasiada importancia.
II
Roger Harrison no era un gran pensador. Al menos, si se le ocurría pensar, como pensaba en aquel momento, entretanto sus padres y sus hermanos hablaban, lo hacía para sí. Ni una voz, ni una mueca. Pero nadie podía evitar que él hiciera muecas dentro de su cerebro. Y diera rienda suelta a su pensamiento. Y pensaba en algo que había leído hace muchos años en la obra de Cervantes: «La discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso.» Ciertamente, Iram no era discreto. ¡Lástima! —¿Te lo dijo así, querido? Mamá era una inocente, una ingenua. —Así —dijo el padre que no era ningún ingenuo ni ningún inocente—. Lo peor es que… van seis veces en un año. —Dile que no —farfulló Law. Pero papá no tenía demasiado en cuenta lo que dijera Law. Por eso le miró a él, a Roger. —¿Tú qué dices? Era otra cosa que Roger jamás hacía. Opinar para los demás.
Tenía las dos piernas cruzadas y las descruzó con calma. —Nada. —Tú nunca dices nada —murmuró mamá, algo cohibida. Roger la envolvió en una larga mirada. ¡Las miradas de Roger! Quietas y silenciosas, pero que hacían un gran bien a la madre. —No me gusta decir. —Pero aquí se debate un asunto familiar importante. Muchas veces ocurrió igual. Prefería mantenerse al margen. Mordisqueó el habano que fumaba y cambió nuevamente de postura. —Roger… Roger le cortó levantando una mano. La movió apenas en el aire, pero su gesto era harto elocuente para su padre. —O sea, que no vas a dar tu opinión. —No. —Pero… Roger —insistió la madre, cortando la voz de su esposo—, Iram acaba de llamar y dice que mañana llega aquí con su novia. —Oigo bien, madre. —Y no dices nada. Roger se levantó y consultó el reloj. —Tengo que dar una vuelta por la hacienda.
—Te acompaño —dijo Lawrence. Los dos salieron. En el corral se amontonaban las carretas que al día siguiente se irían bien de mañana al campo. —Es el colmo de nuestro hermano. —Es abogado —rió Roger, tranquilo—. Tú no eres abogado, ni yo. Nosotros tenemos el campo… —Pero el campo es tuyo. Le miró cegador. —Y tuyo. A mí no me ciega la ambición. Yo no quiero nada para mí. —Lo sé, Roger. Es un decir. —Pues no digas. —¿Ni siquiera lo que pienso referente a Iram? —¡Bah! —Pero es la sexta novia que nos trae en un año. —En la variación está el gusto —contestó Roger, tajante. —Tal vez ella no le conozca bien. Se alzó de hombros. —¿Sabes lo que te digo, Roger? Papá está disgustado. No le gusta el proceder de Iram. A él le gustaría vernos a todos casados. Pero así, no. Roger no decía nada. Caminaba por el patio, consultando aquí y allá. Al llegar al pabellón de los peones, como aún había luz, asomó la cabeza gritando: —Mañana con la amanecida. Recordad… Hubo como un coro en la respuesta única.
—Lo sabemos, amo. ¡Amo! Cierto que lo era. De padres a hijos pasó aquella inmensa plantación. Su padre tuvo siete hermanos y todos se fueron yendo de un lado a otro. Unos con una carrera, otros con algún dinero… Pero la plantación quedó para el primogénito. A él no le gustaban las costumbres añejas. Cuando falleciera su padre, y ojalá durará mucho tiempo, compartiría con Law e Iram aquella riqueza. Maldito lo que él le interesaba tanto capital. Claro que nunca, jamás lo mencionaba. Para el mundo de Wichita Falls, él era el único amo de todo aquello. Por lo menos, el heredero mayoritario, casi único. —¿Y por qué así, no? De alguna forma se empieza. —Pero es que fueron seis muchachas las que pasaron por aquí durante apenas un año. —Ya te dije mi respuesta. —Sí —cortó Law con desenfado—. Que en la variación está el gusto. ¿Eres tú muy variable, pongo yo por caso? —Yo no soy un sentimental. —Pero te gustan las mujeres. Claro. Como el que más. Tenía sus aventuras. Sus aventuras silenciosas, claro. Iram todo lo hacía produciendo ruido. El, de un modo opuesto. Claro que tenía sus cosillas. Y sin salir de aquellas llanuras. —Qué tiene que ver una cosa con la otra. No preguntaba.
Lo afirmaba rotundamente. —Yo pienso casarme pronto con Norma, y no ando variando de novia. Roger se abstuvo de responder. En la oscuridad, su figura maciza producía una sensación de plena seguridad. Tenía el cabello negro, los ojos marrón, firmes, de expresión casi quieta. Vestía pantalón de montar, altas polainas y camisa a cuadros sin ningún rebuscamiento. El era así, porque lo era y nada más. —¿Crees que la chica que trae con él, sabe cómo es Iram? —¿Y cómo es Iram? ¿Lo sabes tú? Lawrence se desconcertó. —Pues… —No lo sabes, de modo que… Mira —alargó la mano—. ¿Qué hacen aquéllos? Caminó a paso seguro hacia un grupo de tres que llegaban con un becerro. —¡Eh! —les gritó—, ¿Adónde vais con eso? Los tres se quedaron cortados. Como cohibidos, tratando de ocultar al animal. Pero Roger daba ya vueltas en torno a ellos. —¿Qué pasa con éso? ¿De dónde lo habéis sacado? —Se lo hemos comprado a Will Nelson. Mañana pretendemos celebrar el aniversario de Jack. —¿Habéis pagado por él? —preguntó Roger fríamente, frunciendo el ceño. Uno de los peones extrajo un papel del bolsillo. —Mire usted. Es el recibo que nos dio Will.
—Ah —lo leyó con ayuda de la llama del mechero—. Entonces, no sé por qué lo ocultáis. —Y más amable, pero con autoridad—: Largo. Id al pabellón y mañana acordaos de pedirme vino. —Sí, señor. Se alejaron los dos hermanos. Law quiso continuar la conversación, pero Roger giró sobre sí, mostró el reloj y dijo: —Me vuelvo a casa. Tengo que levantarme muy temprano. —Oye, yo quería seguir hablando de Iram. —No me interesa el asunto. Cada uno paga por sí. Y para sí ha de vivir, y para sí ha de bregar…
* * *
—Chisss… Se detuvo en seco. Vio a su padre al fondo del pasillo. Se movió sobre sí mismo y buscó a Law con los ojos. La puerta del cuarto de Law acababa de cerrarse. Por eso avanzó hacia su padre. —¿Qué pasa, padre? —Ven. Obedeció en silencio. Bajó las escaleras hacia el vestíbulo, en seguimiento de su padre, torció a la izquierda y vio cómo el autor de sus días, se metía en una sala de la planta baja. Roger cerró tras de sí; entretanto, su padre buscaba el botón de la luz y lo
oprimía. La pequeña estancia rectangular, se iluminó apenas con ayuda de la lámpara esquinada. —¿Qué ocurre, padre? —Siéntate. —Tanto misterio. —Tú sabes que tu madre es una ingenua. —Bueno… —Sabes asimismo que se emociona con cada novia que trae Iram. —Bueno… —¿Es que no sabes decir otra cosa? —Pues… —Roger, no acabes con mi paciencia. Roger no pensaba fumar antes de irse a la cama. Es decir, salía al corral después de comer, fumaba su habano sin dejar de pasear a la luz de la luna, o aunque no asomara ésta en el firmamento. Escupía la colilla y se iba a la cama hasta el día siguiente, que tomaba un zumo y encendía un cigarrillo mañanero, pues sólo fumaba habanos, de las cuatro de la tarde en adelante. Por eso, impaciente y molesto como estaba, en él se manifestaba así a aquella hora. Encendiendo un habano. Lo hizo y fumó aprisa. —Yo confío en ti —dijo el padre. Roger no se inmutó. —Law se casa con una heredera, porque es muy ambicioso. Ten por seguro —y le apuntó con el dedo enhiesto— que te dejará solo en la plantación. —No pretendo lo contrario.
—Pero en tu fuero interno estás pensando que es como tú. Que la tierra y el algodón le importan. —No tomo en cuenta eso —mintió, pues sí contaba con la ayuda de su hermano. —Iram también se irá. No sé si con la novia que trae mañana o con otra cualquiera. Lo cierto es que, para ellos, la plantación no existe. —Bueno, ¿y qué? —Nada, por supuesto. Casi mejor que sea así. En casa de los Harrison, siempre heredó el mayor, y así lo supieron los menores desde que tuvieron uso de razón. No tengo nada contra tu hermano Law, si se va de la plantación. Ni nada contra Iram, si se establece y trabaja. Pero si bien Law se irá para continuar trabajando dignamente, Iram no dará golpe en toda su vida. —Cuando decida formar una familia… —¿Con Haya Hayden? —¿Quién es ésa? —La muchacha que trae con él para pasar aquí quince días. —Ah. —O sea, que nada tienes que oponer. —¿Yo? —sin alterarse—. Nunca me meto en tales cosas íntimas de los demás. Allá ellos. —Es una postura cómoda. —No sólo para mí, padre. También para ellos. Vivo al margen. Cumplo con mi deber y no me asusta quedarme sin ellos en la plantación. —Tu hermano Iram podía llevar los asuntos económicos de todo este fabuloso negocio, y lo cierto es que se lo encomiendas a nuestro abogado. —No por mi gusto —cortó—. Por necesidad.
—Tú eres el mayor. Debieras de hablarle a tu hermano menor. —¿Yo? —Yo no me entiendo con él —adujo el padre—. Y tu madre es una ingenua sentimental, que se encariña con todas las novias de Iram. —Padre, tú te propones algo concreto. Te conozco. No pierdes de dormir, si no es por una razón poderosa. El padre se apoltronó en una butaca. —Ciertamente, estoy pensando algo. Roger no se sentó en una butaca. Pero buscó la esquina del brazo de un sillón y se apoyó en él con los brazos cruzados sobre el pecho y el habano apretado entre sus dientes blancos. —Tú dirás. —Estoy harto de estas tonterías de Iram. —Debiste decírselo por teléfono. —No quiero que me tome rabia. —¿Y pretendes que yo me inmiscuya en el asunto? —Es tu deber. Roger se incorporó. Su pétreo semblante se crispó por espacio de una fracción de segundo. Después, asombrosamente, quedó como siempre, plácido y tranquilo. —Pretendo que hables con Haya. —¿Haya? —interrogó. —La chica.
—Ah. —Que le digas… lo que pasa. —¿Y qué pasa? —Roger, no acabes con mi paciencia. Sabes que tu hermano menor se enamora durante una semana de una escoba, si lleva faldas y sabes asimismo que se desenamora con la misma facilidad. —La chica le conocerá. —¡Qué va a conocer! —Padre… —Roger…, necesito que le digas a la chica, a esa Haya no sé cuántos, que Iram es un enamoradizo, pero que no se casará. —Tal vez te equivoques. El padre se plantó ante él y le miró muy de cerca. —¿Te equivocas tú pensando, como estás pensando, como yo? Claro que no creía equivocarse. Pero él no se metía jamás a redentor. —Si no lo haces tú, lo haré yo, y la chica se volverá mañana a Fort Worth. —Puedes hacerlo. Conmigo no cuentes. Aldo Harrison asió a su hijo por un brazo y lo acercó más a sí. —Lo harás tú, porque cuando quieres, tienes más tacto que yo. Yo soy algo bruto. Tú sólo lo eres en apariencia. Eres, además, el más indicado. Ella te lo agradecerá. Roger se separó de su padre y se fue hacia la puerta.
—Ni lo esperes. Yo siempre estuve al margen de los asuntos amorosos de Iram. No puede vivir sin mujer. Ellas debieran saberlo. Creo que toda persona está obligada a estudiar a otra, antes de decidir su destino… junto a ella. —Haya tiene veinte años. —¿Cómo? —Haya, esa chica, tiene veinte años. —A los veinte años —dijo con convicción—. Una mujer está obligada a saber lo que hace. —Eso es lo que piensas tú. —Y deben de pensarlo ellas. —Roger, te necesito. —¿Para espantar a la novia de mi hermano? Ni lo sueñes. Además… ¿a ti qué más te da? Tal vez sea ésta la mujer que ayude a Iram a sentar la cabeza. Ve pensando en montarle un bufete. Quizá es lo que necesita tu hijo menor. —Tú sabes que lo intenté mil veces. Oye: ¿sabes tú cuándo conoció a Haya? —Ni idea. —Seguramente que anteayer. Siempre ocurre igual. Roger —la voz del padre se enronqueció—. Te pido ayuda. No quiero que tu madre se encariñe con ella. Sabes lo sentimental, lo inocente e ingenua que es. Claro que lo sabía. —Y después, tu hermano se lleva a su novia, y al cabo de dos semanas aparece con otra. —Hace mucho tiempo que no trajo a nadie. —Cuatro meses tan sólo. —Padre…
—Contéstame, contéstame. ¿Me ayudas o no? —No te ayudo en eso. En cualquier otra cosa, sí. —Entonces, tendré que hacerlo yo. —¿Y por qué? Todo el mundo tiene derecho a buscar con cuidado su felicidad. Tal vez Iram la encontró ahora. ¿Por qué has de destruírsela tú? —¿Es que has heredado a tu madre? —¿…? —Lo digo por tu ingenuidad. Roger tenía sueño y pocos deseos de pensar, sobre todo en las cosas de su hermano Iram. —Mañana decidirás, padre. —Oye, Roger, por el amor de Dios… Roger, que iba hacia la puerta, se detuvo en seco y lanzó una mirada sobre el autor de sus días. —Tal vez ésta es la definitiva —dijo, sin ninguna convicción—. De todos modos, sea o no sea, yo no me meto en esos asuntos. Tengo los míos, y te aseguro que, desde que tú te retiraste y me dejaste bregando con todo, para mí no es nada fácil. Y aún añadió, antes de desaparecer: —Me pregunto muchas veces, si no será Iram el que sabe vivir mejor…
III
En su casa siempre ocurría igual. La primera vez que Iram apareció con una chica, todos andaban de coronilla. Todos, menos él. El siempre se mantuvo al margen. Opinaba para sí y de ahí jamás pasaba. «En boca cerrada no entran moscas» era su lema. Después de una o dos semanas, la chica de Iram se iba. El no sabía nunca si dormía con ella o no. Allá Iram. Y la chica. El caso es que, cuando su familia andaba ya encariñada con la muchacha, ella se iba, diciendo que volvería, pero nunca volvía. La segunda vez, la familia recibió con recelo a la segunda chica, y no digamos nada a la tercera y la cuarta. Pero, una vez en la casa, ni su padre ni su madre parecían descontentos. Igual ocurría aquella sexta vez. Por eso él evitaba siempre meterse en tales honduras. Muchas veces le dijo Law en voz baja, cuando ambos se perdían, jinetes en sus caballos, camino de la plantación: —¿Crees que se acuesta con ella? Jamás le inquietó aquella interrogante. Por eso contestaba invariablemente: —Ni lo sé, ni me interesa.
En aquel momento, en cambio, elevaba una ceja. ¿Se llamaba Haya aquella chica? ¡Qué casualidad! El hubiera jurado… Pero, bah… —Hola. Todos se volvieron. Iram hablaba por los codos, teniendo a la chica sujeta por los hombros. Su madre parecía enternecida. Y su padre, tanto hablar la noche anterior, y parecía un cadete ante la joven. Law fumaba en silencio. Al ver le a él, todos le miraron. —Acércate, Roger. Esta es Haya, la novia de Iram. Se encontró con los ojos grises. El no solía equivocarse nunca. La chica aquella… Por un segundo entornó los párpados. La evocó en un parque público de Fort Worth… —Hola —dijo ella, separándose de su novio—. Tú eres… Roger. —Sí. Alargó la mano con ademán automático. Apretó los finos dedos. —¿Cómo estás, Roger? Si ella no decía que le conocía…
¿Cuándo fue aquello? Ah, sí… Hacía ochos meses escasos. ¡Qué casualidad! No parecía reconocerle. Mejor. Así evitaría tantas explicaciones. —Iram me habló de ti… Silencio. —Ya me dijo que hablabas poco… —Roger parece que es ahorrador hasta en las palabras. Lo dijo la madre. Roger se limitó a sonreír. —Bueno —intervino Iram—, ya veo que estás tan fuerte como siempre, Roger. Ahora mismo me llevaba a Haya a su cuarto. Mamá, celebro que te encuentres bien con Haya. Se fue con ella. Law fue hacia el bar, como hacía siempre en tales casos y sacó una botella de whisky. Su madre sonreía feliz. Su padre parecía convencido, como le ocurría siempre, de que aquélla sería la noche definitiva de Iram. —Parece una chica estupenda. Silencio. Law vació el vaso.
Su madre dijo que sí, que seguro que lo era. Roger encendió un cigarrillo, colocando la fusta bajo el brazo, para poderlo manejar mejor. —Roger, ¿no dices nada? —No, padre. —Tú nunca dices nada. —Es que nada digo otras veces, ciertamente. No quiero equivocarme. —Piensas que yo me equivoco muchas veces. ¡Todas! Pero no lo dijo. Se alzó de hombros y decidió irse cuanto antes al comedor, esperando que todos le siguiesen. —Tengo apetito. Y hemos de volver al campo, Law y yo. —Iram dijo que deseaba hablarte. —Bueno. El padre se le acercó y le asió por el brazo. —¿Qué te ha parecido? —siseó. Roger sólo esbozó una sonrisa. —Iram tiene gusto. Ojalá esto cuaje. —Ojalá. Así eran de blandos sus padres. Mucho hablar antes de que llegara Iram y después… a hacerse almíbar. Así recibían ellos desengañados con respecto a las novias de Iram.
* * *
Sabía que en un momento u otro le buscaría. Y sabía asimismo que Iram bajaría al pueblo para divertirse, aquella misma noche, dejando a su novia en casa, como siempre. Y no es que fuese malo. Es que era mucho peor: inconsciente, irresponsable. El tenía la opinión de que toda persona irresponsable, por buena que fuese, es tonta. Iram lo era. Un hombre incapaz de dañar a nadie, desde luego, pero también incapaz de hacer el bien. Al anochecer, Law le siseó al oído, antes de irse a casa de su novia: —Iram ha dejado sola a Haya. Bueno. Fumaba un cigarrillo acodado en la balaustrada de la terraza, cuando oyó pasos. —Buenas noches. Se volvió sin prisas. Ya ochos meses antes, le llamaron la atención los ojos grises. Parecían dos gotas de agua dentro de un rostro tostado, enmarcado por el cabello rubio. —Buenas. —Me asombró… —¿Qué? —Eso, encontrarte aquí. —Ah.
—Ignoraba que fueses hermano de Iram. —Claro. —No me dijiste tu nombre. —No. —Pero me hiciste mucho bien aquel día. ¿No quieres saber por qué lloraba en aquel banco? —No. —No le voy a decir a Iram que te conocí. —Puedes decírselo. Igual que a mí —miró a lo lejos apretando el habano entre los dientes— habrás conocido a otros. Aquel día llorabas y tenías que llamar la atención a la gente. No creo que eso tenga ninguna importancia. —Para mí la tenía. —Ah. Haya pensó que ya en aquella tarde le pareció duro e indiferente. Poco humano. Pero más se lo estaba pareciendo en aquel instante, en que ella se desahogaba y él parecía muy lejano. —Mi padre se casó de nuevo. —Sucede —dijo Roger indiferente—, sucede muchas veces. —Pero yo no me entiendo con mi madrastra. Y además, ella tiene cuatro hijos. —Que son tus hermanos. —A medias. —Hay hermanos a medias que son mejores, entre si, que los otros. —Cuando una madrastra no quiere a la hija de su marido, los hijos nuevos lo intuyen.
—Es posible. —Y se separan. Sin una darse cuenta… se escapan espiritualmente de ti, y después hasta físicamente. —También eso es posible. Haya enmudeció. Pero al rato se encontró diciendo: —Lloraba por eso. Porque me encontraba sola. —No te pregunto. Entonces, ella dijo con un ronquido en la voz: —No te gusto para Iram… La miró quietamente. En la oscuridad, aún le pareció más hermosa. Lo era mucho. Pensó en ella alguna vez. La vio con la imaginación, encogida en el banco, con la cara entre las manos sollozando. Nunca vio llorar a una muchacha, y aquélla le enterneció. —El caso es que le gustes a él. —¿A ti… no? —¿Qué importa eso? Y consultó el reloj. —Voy a dar una vuelta —añadió inmediatamente. Parecía dispuesto a irse. Haya, en silencio, caminó tras él.
—¿Por qué vienes? —No sé… Iram se fue al pueblo. Estuvo a punto de gritarle: «¿Y por qué le dejas? ¿Por qué no fuiste con él?» Pero se mordió los labios. Se internó en la pradera, y de repente, al llegar a la iniciación de un pequeño bosquecillo, se detuvo y se apoyó en el tronco de un árbol. Miró a lo alto tras de escupir la punta del habano. —Este tabaco huele que apesta —comentó. Y luego siguió silencioso.
IV
—Roger…, pienso que no debí venir. —Yo no pienso. Estaba muy junto a él. Haya se inclinó un poco hacia adelante. Apenas si había luz allí. Roger sintió que la sangre le ardía en las venas. Olía bien aquella chica. Iram siempre hacía igual. Las traía a casa y luego las dejaba solas. Muchas veces él pensó si los peones no se habrían acostado alguna vez con las novias de su hermano. —Si estás enamorada de él —dijo siseando—. ¿Por qué no ibas a venir si te invitó? —¿Invitó antes a otras? —también siseando. Roger pensó que se estaba poniendo nervioso. Que aquella chica olía muy bien y tenía unos ojos límpidos. El se equivocaba pocas veces. Y pocas, asimismo, una mujer decía algo concreto a su espíritu o a su cuerpo. Aquélla sí. Que nadie le preguntara las causas. Por eso dejó de apoyarse en el tronco de un árbol y se encaminó al sendero
donde había luz, la que se filtraba de las terrazas de la casa. —Pregúntaselo a él. —Me consuela haberte conocido a ti. —Ah. —Roger… Se volvió. La vio muy cerca. ¿Qué cosa le pasó a él por el cuerpo? Iba a besarla porque la tenía muy cerca, y porque, cosa rara en él, le hubiera gustado apretarla contra sí y sentirla. Sentirla palpitar en su propio cuerpo, o dentro de su cuerpo, o en o con su cuerpo. Sacudió la cabeza. El era un hombre íntegro y digno y sólo vivía una aventura con la mujer que conocía la aventura y todas las consecuencias que de ella podía derivarse, aceptando a la vez toda la responsabilidad de aquélla. Por eso dio un paso al frente, y mudo, hosco, casi fiero, pisó el prado con fuerza. —Roger. No. Tenía una voz cálida. Una voz emotiva. Unos labios túrgidos y unos senos oscilantes por la emoción. ¿Qué clase de emoción? ¿La de estar en casa de Iram y ser su novia, y tal vez… un día… un día su mujer? Pensó cosas. No pudo evitar el pensarlas, imaginándola en brazos de Iram, con todos los derechos por parte de su hermano.
—Roger. Silencio. Apretó el paso. Jamás, con una novia de su hermano menor —y por aquella plantación, pasaron más de seis— contando con dos o tres chicas del centro de Wichita, pensó él cosas de tal calibre y de tal índole. —Roger… Se detuvo en seco. —¿Qué pasa? ¿Qué quieres? —furioso él, que nunca perdía el control y el dominio de sí mismo—, ¿Por qué no te has ido con Iram al centro? Di, ¿por qué? —No me ha llevado. Ni la llevaría nunca. Las novias las tenía allí, allí en casa. Las aventuras, otras, las buscaba fuera. ¿Qué cosas hacía Iram, con ella? Se detuvo de nuevo. Y toda la mole que era su cuerpo, se movió con cierta violencia. —Si le quieres y él te corresponde, ¿por qué no le pides que acabe de una vez? —¿Que acabe… qué? —De casarse contigo. La joven se desconcertó y Roger le dijo de nuevo, con voz siseante: —¿Eres su… amante? —¿Qué… dices?
—Te acuestas con él. Así. Rudo y frío. Como si la voz, al mismo tiempo de salir helada de su boca, se calentara ardientemente con el aire de la noche. Después no esperó respuesta. Era rudo y duro, lo sabía. Por eso se fue de allí a paso largo y se internó en el prado, y buscó la puerta del corral para deslizarse por ella. Nunca le ocurrió tal cosa. Nunca pensó nada de una mujer. De las novias de su hermano, se entiende. Al cruzar el corredor, oyó la voz de su padre: —Conozco tus pasos, Roger. ¿Puedes entrar en mi despacho? Lo dudó un segundo. Pero, no. Era ridículo lo que a él le ocurría. Doblegó todo aquello que sentía y que era como un caos en su cerebro y entró en el despacho de su padre. —Te conocí por el recio pisar. Entra, Roger —y con la poca psicología que tenía su padre, preguntó bruscamente—: ¿Qué me dices de la novia de Iram? Silencio. Aldo Harrison levantó la cabeza y fijó los ojos en el semblante pétreo de su hijo mayor. —¿No contestas? —¿Y por qué no le preguntas a Iram? —Diablo, si él la trajo es que le gusta, ¿no?
—Antes le gustaron otras, y las dejó, y las cambió por cualquier chica del pueblo. —Eso es lo que yo quería decirte, Roger. Habíale. Dile que le tengo preparado un bufete. —¿Y por qué tú no? —¿Yo? —Es tu hijo. Díselo tú. Y dile también si piensa casarse con esa chica. —Los padres siempre infunden respeto —comentó Aldo Harrison un tanto menguado—. En cambio, de hermano a hermano, todo sale mejor. Te pido que se lo digas mañana. A tu madre le gusta Haya. Parece una buena chica. Muy educada, muy joven. Más joven que ninguna otra de las que trajo antes. A tu madre y a mí nos gustaría mucho que esa joven se quedara en Wichita. —Antes lo dijiste de otras, padre —dijo con dureza. —Bueno, somos seres sencillos, Roger. Muy sencillos y muy normales. Lo ilógico sería que después de conocer a tantas novias de Iram, no nos gustara ninguna. Roger alcanzó la puerta. —Roger, por favor. Te cierras más que nunca. Dialogar es necesario. —¿Dialogar? —Es lo que nunca haces. Pretendes que te comprendan sin hablar, y eso no es posible. Yo no soy tan inteligente como tú. No sé dónde he leído que el que calla y escucha a los demás, es que tiene un alto concepto de sí mismo. ¿Te ocurre a ti? —Si me comparo a Iram, por supuesto que tengo muy alto concepto de mí mismo —cortó. Salió a paso largo.
* * *
—Nuestro padre dice que quieres hablarme. Sí, claro. Su padre era así. Encendía la hoguera y luego pretendía que la atizaran los demás. El era distinto. Cierto que hablaba poco, pero cuando decía algo, era sincero y verdadero, y no se andaba con subterfugios. Tal vez por eso le temían mucho en la comarca. Quizá ello se debía a que no estudió carrera alguna, como Iram, ni siquiera estudió como Law, pues este último si bien le ayudaba a dirigir la hacienda, tenía sus estudios y un día se iría de allí con el dinero que le dieran sus padres, para casarse con una rica heredera. Los dos, Iram y Law, eran más diplomáticos. —¿No me oyes, Roger? —Sí, sí, te oigo. Pero no desmontó del caballo. No era muy alto, y sentado en la silla del potro parecía más fuerte, sin ser ni un Adonis ni un tipo esbelto. Era lo que era ya y nada más. Ni le interesaba ser mejor ni peor. Como era, porque así fue obra de la naturaleza. —¿Qué tienes que decirme? —Te oí volver anoche. Iram, que conducía el caballo al paso, lo juntó al de su hermano.
—¿Adonde vas? —preguntó por toda respuesta. —Estoy haciendo un recorrido por los campos de algodón. ¿Y tú? —Padre dijo que querías verme. —Ya te estoy viendo y ya te estoy hablando. Te oí regresar anoche. Eran las cuatro de la madrugada. Iram no parecía inmutarse. Tenía el rostro macilento. Los ojos algo inyectados de sangre. —Por la forma de atravesar el porche, parecías mareado. Tus pasos eran vacilantes. —Bueno, ya sabes lo que ocurre cuando uno deja de ver a los amigos, y sé topa con ellos después de unos meses. —No lo sé. No tengo amigos, y, por otra parte, no salgo nunca de esta comarca. —¿Acaso me reprochas el que yo lo haga? —No. Pero sí que traigas una sexta mujer invitada, que, por lo visto, ni siquiera amas —y bruscamente, con crudeza, de la forma que él abordaba los asuntos más arduos—: ¿Es tu amante? Iram se le quedó mirando asombrado. —Es la primera vez que te inmiscuyes en estas cosas mías. También era la primera vez que vio llorar a una mujer como Haya en aquel banco de una plaza de Fort Worth. Nunca pudo él olvidar aquel instante. —Cuando has traído la primera, la segunda, y llegaste a la quinta, creí que era una de tus venas abultadas, pero ésta ya es la sexta. Nuestra madre se encariña. Nunca tuvo una hija… La deseó siempre. Reniegan cuando tú anuncias tu arribo, y luego… te iran y te aman y aman a lo que traes. Esto es por lo que ya es hora de que alguien se inmiscuya. —No es mi amante, si eso quieres saber. Estaba sola. Su padre se casó por
segunda vez. Nacieron cuatro hijos… —La eterna historia. —¿Qué dices? —Que los pormenores no me interesan. Ese tipo de pormenores. No parece tonta ni una ingenua sentimental. Y parece esperar de ti el matrimonio. ¿Te vas a casar? Iram, con su gallardía masculina, su esbeltez, aquel aire de ciudadano importante, de trotamundos rico, se estiró en la silla. Tal parecía que se interrogaba a sí mismo. —¿Casarme? —Eso digo. —Sí, puede que sí. —Puede… —Puede, sí. ¿Qué pasa? ¿No tengo yo derecho a pensarlo? —Por supuesto. Pero después la traes aquí. —O sea, que ya te consideras el dueño de este imperio. —Si quieres —cortó indiferente y rudo— lo comparto contigo. Yo no me apasiono con nada. Y menos con el dinero o una posesión más o menos extensa. —Disculpa. —No tiene importancia. Lo que sí me parece es que debes decir si te casas o lo dejas. Yo creo que no eres un tipo honesto. Vives, y no siempre es conveniente arrastrar tras de ti una víctima. También entiendo que, para vivir con una amante no debe ningún hijo buscar el ingenuo hogar de sus padres. Eso es lo que pienso. —Pero, bueno, ¿cómo te puedes imaginar a Haya convertida en mi amante?
No quería imaginárselo. Porque si lo hiciera, lo destrozaría con sus propias manos. Y eso era lo que más le asombraba. No se daba cuenta de que en la mente calenturienta de Iram, empezaba a germinar una posibilidad que no le responsabilizara del matrimonio. —O la atiendes —le dijo secamente— o la llevas de nuevo a casa de su padre. —Eso es la que tú opinas. —Y lo que tú debes de opinar también. Espoleó el potro y se lanzó a campo traviesa. Iram no se sintió afectado en modo alguno. El vivía su vida y no se inmiscuía en la de los demás. De modo que regresó a la casa y emparejó con Haya, que parecía desorientada por el parque de la hacienda. El no sabía si la amaba, ni mucho menos si terminaría casándose con ella. No le costaba prometer. Pero tampoco cumplía si prometía. Conoció a Haya en una reunión de estudiantes y le gustó hablar con ella. Después, Haya le contó cosas de su vida íntima con su madrastra, y todo fue sobre ruedas. El no tenía muchas inquietudes sentimentales. Al contrario. Pero sí le agradaba tener siempre novia, de modo que era Haya en aquel momento, como podía ser otra cualquiera. Empezaron a transcurrir los días, y Roger hacía todo lo posible por no encontrarse ni con su hermano ni con su novia. Al cabo de dos semanas, todo parecía seguir igual. Tan sólo había una diferencia. Iram no salía tanto. Andaba por la finca con su novia, y hasta de vez en cuando, la llevaba al centro de Wichita.
Law le dijo a Roger una de aquellas tardes: —Madre está contenta. Iram parece ir en serio con Haya. Silencio. —Ayer los topé en una sala de fiestas y les presenté a mi prometida. Norma se sintió muy satisfecha. Haya es una chica muy fina. El mismo silencio. —¿Tú qué dices? La desconcertante pregunta siempre a flor de labios. —¿Es que tengo algo que decir? —No, pero… —Ha llamado su padre. —¿Qué? Roger señaló el teléfono. —Te digo que ha llamado. Dijo que venía mañana a buscarla. —¿Lo sabe Iram? —No. No le vi aún. Si lo encuentras por la finca… le dices que le busco yo. —¿Habló contigo ese señor? —Sí. Nuestros padres no estaban. Yo andaba por el despacho arreglando unas cosas —se alzó de hombros—. Dijo que si su hija no regresaba hoy, vendría él mañana. —¿Y por qué? —¿Es que un padre puede irresponsabilizarse así de un hijo? Encuentro normal que quiera saber dónde y cómo está.
—Eso es cierto. Roger, sin responder, se enfrascó de nuevo en la lectura de una revista de agricultura, que tenía entre manos.
V
Roger nunca se detenía en aquel corredor. Llovía, y él pensaba que no merecía la pena salir de casa y desorientado, anduvo de un lado a otro, hasta detenerse en aquel corredor que daba a todas las habitaciones de la segunda planta de la casa. Desde allí oyó el motor de un auto, la conversación que se sostenía en el porche con el recién llegado (quienquiera que fuese) y oyó después, cómo sus padres y Law, se iban en dirección al salón, del cual seguía saliendo como un murmullo. De pie ante el ventanal, Roger dejaba pasar los minutos. Que nadie le preguntase por qué estaba allí. Miraba a través del ventanal el parque húmedo, el agua cayendo muy menuda y empapando todo el jardín. Fumaba su habano, pronto anochecía. De repente oyó una voz nítida. El ruido de una puerta al abrirse y cerrarse y la voz de… Haya. —¿Tú? —Como está un día tan… malo. —Sí. Bajaremos al salón. Me parece que es el auto de mi padre el que está detenido ante la casa —dijo Haya. Instintivamente, Roger miró, como si Haya hablara con él y no con su… novio, dentro de su cuarto. En efecto. Un auto, no muy nuevo precisamente, estaba detenido ante la casa, no lejos de la cochera. —No me digas —oyó Roger decir a Iram— que es tu padre que viene a buscarte. —Supongo que es así.
—¿Y por qué? —No sé. Tendrás que decirle si te casas conmigo, y si no se lo dices… me llevará con él. Es lógico, ¿no? Roger estuvo a punto de irse de allí en aquel mismo momento. Y con tal fin dio un paso al frente, pero de repente pensó que le gustaría oír la respuesta de su hermano. La ventana del cuarto de Haya estaba abierta, y por el recodo se filtraba la voz. Por eso él lo oía todo. No hubiera querido estar allí, pero estaba, y no era capaz de moverse, aunque sabía que debía moverse e irse. No supo nunca qué cosa, qué fenómeno o qué mandato íntimo, le mantuvo inmóvil, pegado al ventanal abierto. —Bueno, no tan lógico. Oye —la voz de Iram tenía no sé qué que alteró a Roger —. ¿Me quieres tú mucho? —Pues… Se notaba que Iram se iba acercando a Haya. Roger imaginó a su hermano ya pegado a su novia, y a Haya un tanto temblona pidiendo ahogadamente. Y esto sí que Roger lo oyó perfectamente. —Sal de mi cuarto, Iram. No está bien que mi padre suba y te encuentre aquí. —¿Y por qué no? —Iram… Roger se estremeció. Debía entrar en el cuarto de Haya. Echar a Iram de allí. Abofetearle, si era preciso. Pero no se movió.
Siguió oyendo. —Hace un montón de tiempo que no me das un beso, Haya. —Iram, por el amor de Dios. No está bien que estés en mi cuarto. Debió de ocurrir algo. Roger se imaginó a Iram abrazando a Haya. La sangre le subió a las sienes, se las enrojeció. —Vamos, vamos, Haya. Sé comprensible. Oyó que algo golpeaba el suelo. Algo hueco que se hacía pedazos. —Si te acercas…, te tiro esto en la cabeza. —Mira lo que has hecho con ese jarrón —dijo furioso Iram—, Eres una tontita. ¿De qué sirve el matrimonio? Vosotras, las mujeres, sólo pensáis en casaros. ¿Por qué ha de casarse la gente? —Iram…, no te conozco. —Verás, no eres la primera chica que traigo a esta casa. Mis padres son unos ingenuos. Yo… fui amante de todas ellas, después me cansé y les di dinero, y ellas se fueron. ¿Entiendes ahora? Roger apretó los puños. Debiera entrar. Dar la vuelta al corredor y entrar y matar a Iram. Pero no se movió. Y que nadie le preguntase qué cosa le tenía como clavado en aquel rincón. —Yo sé que no es decente lo que… hago, pero… Pero… ¿Qué estaba pasando? —Iram, Iram, estate quieto… Voy a gritar. Dios mío, ¿qué te hice yo para que te comportes así conmigo? Mi padre está abajo… Te digo que mi padre…
—Cállate, condenada. Luchaban. Roger sintió que algo rojo le cubría los ojos. Una ira loca. Una rabia incontenible. Dio un paso al frente y de repente se vio ante la puerta de aquel cuarto. En el mismo instante, Haya lanzaba un grito desgarrador. Roger dio un puñetazo en el aire. Iram pretendía seducir a Haya. Estaba claro. Los vestidos de Haya desgarrados. Iram furioso, con los cabellos revueltos y la ansiedad en su mirada, y las manos sujetando la fragilidad de Haya. Roger avanzó como una catapulta. Asió a Iram por el cuello y le hizo dar seis vueltas seguidas, hasta estrellarlo contra la pared. La puerta estaba abierta. Haya apretada contra los pies del lecho, con las dos manos sujetando el pecho medio descubierto, lanzando un nuevo grito vibrante. Iram escapó medio encogido, escurriéndose por la rendija de la puerta.
* * *
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, asustado, Stanley Hayden—. Es mi… hija. —Sí —casi gimió la madre de Roger. —Vamos —dijo el padre. Y los tres se dirigieron a la puerta y luego a la escalera. Vieron un bulto que se escurría por el corredor.
Un nuevo grito de Haya, y Stanley salvó las escaleras en dos saltos acrobáticos. Le seguían Aldo y Silva. Cuando llegaron ante la puerta del cuarto de Haya, la vieron así. Aún apoyada contra los pies de la cama. Desgarrada la blusa, los cabellos en desorden. La mirada extraviada. No parecía ver nada, pero sus ojos espantados miraban a Roger. Roger, que estaba allí, erguido, con el puño aún rígido y apretado contra un mueble… La mirada impasible, fija, obstinadamente fija en el rostro femenino. Una silla derribada. Un jarrón hecho añicos en el suelo. La alfombra medio enrollada. —Roger —gimió la madre. Roger no oía. O tal parecía que no oía. Stanley corrió al lado de su hija. Una cosa era que él se casara por segunda vez y tuviera cuatro hijos de su segunda mujer, y otra que no amara a su hija mayor. La amaba, y por amarla, estaba en aquella casa, en vista de que Haya no daba señales de vida. A saber cómo estaba y con quién estaba, había ido a Wichita, y hete aquí… que el cuadro no era ni medianamente edificante. —Haya… —y al pronunciar el nombre de su hija miró a Roger. Pero ya Aldo y Silva rodeaban a Roger. En aquel instante, cuando nadie sabía qué decir, cuando en el cuarto todo parecía crispante, apareció Iram recién lavado, peinado, vestido con traje nuevo. —¿Cómo? —gritó al ver a su novia y a su hermano—. ¿Cómo? ¿Qué ha pasado aquí? —tal parecía que no fingía. De súbito gritó—: Señor Hayden…, no
pensará que después de esto… me voy a casar con su hija. Roger dio un salto. Haya se tapó la cara con las manos. Stanley miró a Roger interrogante. Pero Aldo y Silva le sujetaban para que no se abalanzase sobre su hermano Iram. Este, aprovechando el desconcierto, giró sobre sí diciendo: —Me marcho de viaje. No sería capaz de soportar ese espectáculo. —¡Iram! —gritó Roger. Pero Iram se alejaba a grandes zancadas. Haya cayó en una butaca con la cabeza entre las manos. Aldo miraba a su hijo mayor como si no le reconociera, y Silva lloraba, entretanto, Stanley Hayden se acercaba muy despacio a Roger. —Usted me dirá, señor… —Es nuestro hijo mayor —casi gimió Silva. —Pero no el novio de mi hija. Por lo que veo, el novio de mi hija está tan herido, humillado y ofendido, como yo. —Papá, te diré… Te diré… —Tú te callas, Haya —le gritó el padre, pálido por la ira—. Te callas. Ahora tengo que hablar con este señor. —Papá, él…, él… —El se casará contigo, ¿oyes? ¿Oyes? —y miró a Roger—. ¿Me oye usted? Roger hablaba poco. Muy poco. Casi nada habitualmente, pero pensaba mucho. Su cerebro no era un caos en aquel instante. Se daba cuenta de todo. Sabía lo ocurrido entre Haya y su hermano. No había ocurrido nada, pero si él no estuviese en el corredor, sin duda habría ocurrido todo.
Respiró hondo. Y su cerebro se aclaró aún más. Por eso se desprendió de sus padres y avanzó hacia Haya. Luego miró al padre de la muchacha. —Me voy a casar con ella —dijo. Así. Haya levantó la cabeza como si miles de resortes la impulsaran. Silva y Aldo no se fijaron en el semblante descompuesto de su hijo mayor. Ni pensaron en lo ocurrido allí. Sólo pensaron que Roger se casaba y que Haya era la mujer elegida. Eran tan inconscientes, que ni midieron las consecuencias de todo aquello, ni se preguntaron por qué era Roger y no Iram, el que se casaba con Haya. —De modo —dijo Stanley más humanizado— que es usted… —Su novio, no —cortó Roger—. Pero soy el mayorazgo de esta casa, y… me voy a casar con ella, con su hija. Si es que su hija no tiene… inconveniente. —Está usted obligado a casarse con ella —le gritó Stanley—. Y al oírle, tal parece que me hace un favor. —Padre… —Tú te callas, Haya. —Es que… tengo que decirte… Tengo que… —Tú te callas, he dicho. Vístete —y furioso—: A eso has venido tú a esta casa. —Papá… —Vístete, he dicho. Y se dirigió a la puerta. Todos le siguieron. También Roger.
—Cuando estés decente —le ordenó el padre—, baja. Pero creo que, para cuando bajes, yo ya no estaré. Me habré ido. Espero que tu boda se celebre antes de dos días. —¡Padre…! ¡Padre…! Como si nada. Se cerró la puerta y Haya se quedó sola. Oyó los pasos de Roger, los de Aldo y Silva y los de su padre, que parecían patadas.
VI
Law miraba a Roger con expresión asustada. —Me topé con Iram en el porche, no hace ni media hora. Me dijo que… Roger miraba al frente. No parecía interesado por lo que decía Law. Se diría que su rostro había sido convertido en piedra. —Roger… ¿cómo es posible que tú…, tan pacífico, tan indiferente, siempre tan correcto…? El mismo silencio. —Roger, por el amor de Dios, di algo. Iram se ha ido ofendidísimo. Dijo que no te rompía la cara porque le daba pena de los padres, de nuestros padres. ¿Cómo es posible que tú te hayas metido así, así… en el cuarto de la novia de Iram? Era eso. Nadie sería capaz de desmentir las palabras de Iram. Las urdía así. Lo hacía y después huía como un ladrón sembrando la cizaña. Y la calumnia. —Dijo que trataste de seducir a Haya. ¿Para qué discutirlo? —Me voy a casar con ella —cortó—. Eso es todo.
—Pero… Stanley se ha ido, y yo voy a hablar con Haya. —Roger… —Nuestra boda se celebrará… pasado mañana. —Pero… —Eso es todo. —Roger… Roger no le oía. Caminaba firme y seguro, porche abajo. Se perdía en la casa. Law corrió al salón y vio a sus padres silenciosos, como hundidos, apretados uno contra otro en el fondo de un diván. —Law —susurró Silva a punto de llorar. Law corrió hacia ellos. —Me topé con Iram… y dijo… ¿Es cierto todo lo que me dijo? —¿Todo… qué? —Lo de Roger y Haya. —Sí. Parece ser que se casan. Iram se ha ido… —Pero… ¿por qué Roger hizo eso? —No lo sé, Law. Estábamos aquí con el padre de Haya, cuando sentimos un grito agudo. Corrimos… Nos topamos con el cuarto en desorden, a Haya con la blusa
desgarrada y a Roger allí Firme y quieto como una estatua. Stanley Hayden se fue, ofendidísimo, pero… —¿Pero, padre? —Contento en el fondo —dijo la madre siseando—. El está casado y tiene cuatro hijos pequeños. Entiende, Law. No ama a su hija tanto como parece. Cuando preguntó qué medios económicos de vida tenía Roger, y le dijimos que es el heredero de todo esto, se puso muy contento. Eso es todo. Y nosotros nos sentimos muy dolidos. —Pero en el fondo —siseó el padre ante el silencio de su mujer— también nos sentimos contentos. Porque Roger necesita casarse. —Pero es odioso que lo haga así…, quitándole la novia a su hermano con malas artes. —Iram se conforma, ya verás. Se ha ido. —Y no volverá nunca más —gritó Law—. ¿Cómo se entiende eso en vosotros? —Iram volverá —dijo la madre—. Verás, verás como vuelve. Law pensó que estaban todos locos y se fue de casa. Necesitaba respirar aire fresco y olvidarse de todo aquello, o comunicárselo a alguien para desahogarse. Por eso fue a ver a Norma, su novia. También él se casaría. No dejaría aquella casa de sus padres, donde todos parecían andar de cabeza. ¡Qué absurdo! No lo concebía en Roger. Roger tenía sus aventuras, claro que sí. ¿Y qué? Pero jamás sedujo a mujer alguna, si ella no estaba de acuerdo. Jamás dio nada que decir. Le dijeron que Norma había salido de compras. Que no tardaría en volver. Allí se sentó, con la cara entre las manos, en el salón de la casa-palacio de Norma, esperando por ella. —¡Law! —gritó Norma momentos después—. ¿Qué haces ahí y así? No te
esperaba hoy. Law se lo contó casi sin tomar aliento. —Qué raro —dijo Norma. —¿Raro? —Pues, sí. Acabo de ver a tu hermano Iram con una mujer rubia muy linda. —¿Qué? —Se iban hacia el tren. Tuve curiosidad y les seguí. —Pero… —No me mires así, Law. Te estoy diciendo la verdad. Parecían dos enamorados y no me pareció tu hermano menor, ni gota de desesperado. Al contrario, le vi muy contento. —No lo entiendo. —Ni yo. Además… ¿cómo has podido pensar de Roger tal brutalidad? Yo no lo concibo. ¿No será cosa de Iram? En Iram sí lo concibo todo. —Oye… ¿Era Haya esa chica que iba con Iram? —Pero cariño, ¿te has vuelto tonto? Claro que no era Haya. Era una muchacha linda, pero con aspecto de descarada. Como todas las que tu hermano trajo a casa. Todas menos Haya. Haya es distinta, y me parece que todos vosotros sois víctimas de las malas mañas de Iram. ¿Por qué no te vas a casa y se lo preguntas a tu hermano mayor? —Sí, sí. Eso haré. Estoy tan desconcertado… Se dirigió a la puerta seguido por Norma. —Cuando sucede un caso así —iba diciendo Norma- se nota la rabia o la desesperación, o lo que sea, en la persona. Me refiero a Iram. No parecía, te repito, ni desesperado ni agitado ni descontento. Yo diría que iba de luna de miel.
—¿Qué dices? —Llámame tonta, o visionaria, o lo que sea, pero eso diría yo, si no supiera lo que acabas de decirme. —Voy a ver a Roger. Tendrá que decirme la verdad. —Y si no te la quiere decir… olvídalo. Iremos a la boda de Roger y Haya. Me alegro por Haya. Vaya cambio que hizo. —Lo tomas a broma, Norma. —Estoy muy desconcertada. Eso es lo que estoy.
* * *
Dio dos golpes en la puerta por tercera vez, obteniendo el mismo silencio. Por eso empujó la puerta. Se deslizó dentro, dejando la puerta abierta. —Haya… La joven salió del baño. Estaba pálida. Tenía los cabellos recogidos tras la nuca con una cinta y vestía pantalones verdosos y una blusa estampada haciendo juego. —Haya. —Gracias por todo —dijo Haya. —No es eso solo, Haya. Tenemos que casarnos.
—¿Qué… dices? Tú también piensas… Roger cerró la puerta y se quedó pegado a ella. Hinchó el pecho. —Oye, yo estaba al otro lado del corredor. Yo oí lo que decía Iram… Por eso aparecí en el momento oportuno. Siento que las cosas se hayan desarrollado así. Lo siento, créeme. —Nunca pensé que Iram… —Yo, sí. —¿Qué dices? —Iram es así. Ahora mismo habrá dejado la ciudad diciendo lo que le convenía decir, para salir del paso. Para cargar a otro con el mochuelo. —Pero… —No —cortó Roger con acento cansado—. No lo hizo nunca, porque sus novias, para llamarlas de algún modo, fueron más… más… distintas a ti. Haya cayó sentada en el borde del lecho. —¿Qué hacer ahora? —Casarte conmigo. —Pero es que… eso es… —¿Absurdo? —Sí —tomó aliento—. Sí. Tú no me quieres, ni yo a ti. El la quería. Ya sabía cómo y cuánto la quería. —De todos modos, tu padre… te obligará. Eres menor. —Pero tú… —Yo soy mayor —dijo, como si recitara un chiste.
—No tengo ganas de bromas, Roger. Agradezco cuanto haces, pero no aceptaré. —Tu reputación. —Tú sabes… —¿Y qué más da que lo sepa yo? ¿Piensas que lo va a creer nadie? Haya quitó las manos de la barbilla y las aplastó junto a la boca, produciendo un ruido seco. —De todos modos… —Piénsalo —le recomendó Roger—. Te lo ruego. Por mí no temas. Me gusta casarme. Tengo veintisiete años y muchas responsabilidades. Hora es que… forme mí propia familia. Haya se levantó de un salto. Estaba sofocada. Lindísima dentro de su mismo nerviosismo. —¿Y el amor? Roger elevó una ceja. Hizo como si no lo entendiera. —¿Qué amor? —El que un hombre y una mujer deben sentir uno hacia otro para formar esa familia que tú dices. —Sí, es cierto. Pero… ¿no se casa la gente por mil cosas distintas y son felices? —¿Lo piensas así? —Bueno, qué más da. El caso es que tú y yo debimos desmentirlo en aquel mismo momento, y no hemos podido hacerlo. —No me dejaron. Tú tenías que haber cogido a tu hermano por el cuello y obligarle a decir la verdad.
—Verdad que tampoco te beneficiaría nada. Haya bajó la cabeza. —Por eso es mejor que te cases conmigo, Haya. —¿Qué puedo darte yo a ti, a cambio de tu generosidad? —Tu estimación. —¿Te basta? —No. Pero… para empezar… —¡Roger, Roger! —gritaba Law por alguna parte. —Es mi hermano —dijo Roger algo sofocado—. No quiero que sepa la verdad. ¿Oyes? No quiero. —Pero… —Te pido que nunca se la digas. Es peor para ti, si la dices. Para ti, y para mí. Salió sin esperar respuesta. En el corredor se encontró con Law, que le asió del brazo y tiró de él.
VII
Sin que Roger dijera nada, pues rara vez decía algo y acababa de decir mucho, para lo que él acostumbraba a decir, lo metió en su propio cuarto. —Roger, vengo de ver a Norma. Ha visto a Iram irse de viaje con una chica. —Ya. —¿Cómo? ¿Lo sabías? Claro que no. Pero… era de esperar en un tipo tan erótico, sexual e inconsciente como su hermano menor. —Roger… te quedas así… —¿Así? ¿Qué quieres que haga? —¿Qué pasó realmente en ese cuarto de Haya? Roger no era un santo ni un sacrificado eternamente por los demás, pero aquella baza era suya y quería ganarla a su manera. La forma de ganarla, se la había indicado el mismo Iram, sin querer. Jamás, en ningún momento, si no estuviera enamorado de Haya, se habría dejado él pillar de incauto. Y, puesto que la quería y estaba dispuesto a casarse con ella, en modo alguno permitiría que se supiese la verdad. —Roger…, ¿me oyes? —Sí, ¿qué pasa? —Te digo que Iram se iba de viaje. Estará ya lejos de Wichita… —Bueno, ya te oí.
—Es que… no se iba enfadado. —Bueno. —Roger, que estás acabando con mi paciencia. —Y tú con la mía —hizo intención de salir, pero Law le asió por el brazo—. Law, déjame en paz. Estaba hablando con Haya. Nos vamos a casar. —¿Quieres decir que eras tú el que estaba en la alcoba de Haya? —¿Ahora? —¡Roger! —gritó exasperado—, ¡que estás acabando con mis nervios! Te digo antes… antes… —Era yo. —¿Y pretendes hacerme creer que fuiste a seducir a Haya sin su… aprobación? —Me voy a casar con ella. —Pero… —Déjame en paz, Law. —No puedes itir que las cosas ocurrieran como dijo Iram. —Es imposible que no fuese todo tan bajo como él te dijo, pero ocurrieron. —Si tú no dices lo que pasó, me lo dirá Haya. —Pregúntaselo. —Roger…, estás como una piedra. —Bueno —rió Roger de modo raro—. Nunca fui muy sensible… —Al contrario, yo creo que lo eres en extremo. —¿En qué quedamos, Law?
—Nunca te comprendí bien, pero ahora menos que nunca. Roger le dio una palmada en el hombro. —Qué importa eso, hombre. —Importa mucho. Tú eres un hombre decente. —¿Y qué? Puedo ser decente y gustarme una mujer. —¿Quieres hacerme creer que tú entraste en la alcoba de Haya para… para? —Te veré luego, Law. Estaba hablando con mi novia. —Roger… El aludido se volvió desde la puerta. —Hablaremos luego, Law. ite las cosas como son, te aseguro que es mejor para todos. —¿Qué te hizo Iram? Lo tenía allí mismo. Nunca lo diría. Jamás. Era cosa de él y de Haya. Ya… ni siquiera de Iram. Le agradaba tener aquel secreto con Haya. —Roger… —Hasta luego. Salió. Law se fue al salón y se topó con sus padres.
—Cuando vosotros entrasteis en la habitación de Haya —preguntó de sopetón— ¿a quién encontrasteis allí? —A Roger —dijo la madre. —Y a Haya —dijo el padre. —No lo entiendo. No soy capaz de entenderlo. Y salió de nuevo sin que sus padres lo entendieran a él. Vagó por las cercanías. Tenía la mente hecha un caos. Claro que a él no le iba ni le venía el asunto, y Roger no parecía estar desesperado. Si no lo estaba e iba a casarse con Haya…, ¿por qué tenía que inquietarse él? Pasara lo que pasara en la alcoba de Haya, el caso era que la joven de Fort Worth y Roger se casaban. Se tranquilizó un tanto y al rato andaba dando órdenes por el corral. También él se casaría para aquellas Navidades. Se casaría y dejaría aquella casa.
* * *
Wichita Falls parecía, aquel atardecer, hallarse muy lejano. Desde su cuarto, pegada la frente al ventanal, Haya miraba las luces que se iban encendiendo en la próxima ciudad. Sentía frío y sabía que no lo hacía. Dobló los dos brazos sobre el pecho y respiró profundamente. ¿Irse? Sí, era lo que procedía.
Pero…, ni su padre ni su madrastra se lo perdonarían nunca. Su padre se lo reprocharía siempre, le pasaría por la cara cuanto había visto. Sería inútil que ella le contara la verdad. ¡Si viviera su madre! Tampoco era ella mujer que se lamentase. Las cosas venían así y así había que tomarlas. —¿Puedo pasar, Haya? Era bueno Roger. Muy noble. Muy dispuesto a sacrificarlo todo por el buen nombre de su casa, pero… ¿tenía ella derecho a tomar todo aquello que le daban por caridad? Porque Roger se lo daba por caridad. Por evitar un escándalo. Por tapar a su hermano menor. —Pasa, Roger. Pasó y cerró tras de sí. —Bueno, Law anda empeñado en saber la verdad. Lo siento mucho, Haya, pero yo no quiero que se sepa esa verdad. —¿Por qué? —Hay muchas razones. ¿Qué importa callarlas o enumerarlas? —A mí…, me gustaría saberlas. —Tu nombre, el de mi casa. El escándalo… Todo el mundo sabe que Iram cambia de novia como de chaqueta. Parece imposible que tú no te hayas dado cuenta.
Lo tenía allí mismo. La miraba largamente, bondadosamente. Parecía mucho mayor a su lado. Y era por la morenura de su semblante, por el cabello demasiado negro, tal vez por el marrón de sus ojos. —No me la di, Roger… —Lo que no sabe la gente, y a mí no me interesa que sepa, es que Iram… es como… es. —¿Sabías tú que era así? —No —rotundo—. Tanto, no. Voluble, sí sabía que lo era. Que no se casaba contigo, también. Lo demás, no. Ni imaginarlo —sacudió la cabeza—. Pero tampoco ahora me interesa provocar una polémica por eso. Ahora tenemos que hablar tú y yo. —¿Y si pese a tu buen deseo…, yo me voy? La miró de una forma rara. Entornó los párpados. No parecía apasionado ni interesado, ni nada. Y sin embargo…, él sabía… cuánto estaba. —Sería peor. —¿Para quién? —Para ti. Tu madrastra lo sabe ya. Acaba de llamar por teléfono… Si le digo que no nos casamos…, se cebará en ti. Haya se separó del ventanal. Allá lejos, las luces de Wichita Falls parecían agrandarse. —¿Y tú?
Así. Bruscamente. Roger levantó una ceja. —¿Yo qué? —Tú tienes derecho a esperar el amor. —Puedo obtenerlo de ti. —¡No! —¿No? —¿Así…? ¿Casándonos así…, cómo vamos a enamorarnos? —No lo sé. Le miró de frente. —Roger, eres muy bueno… —No digas que soy bueno. No lo soy. Me caso porque me gusta casarme. Eres joven y bonita. —¿Eso es todo? —Pues… —No es todo —casi gimió Haya—, Para que dos personas se amen y sean felices, hace falta mucho más. —Sí, creo que sí —y de súbito, mirándola de frente, casi con rudeza—: ¿Amas aún a mi hermano? Haya dio un paso atrás. Quedó como incrustada en la pared.
—Di. —No sé… —¿Le amaste mucho antes? —¿Cómo? —Si estuviste enamorada de él. —No sé… No sé hasta qué punto. Ahora siento…, siento… —pasó los dedos por la frente y retiró el cabello—, siento que le desprecio. Pero me quedo vacía. Sin su amor, es como si… me faltara algo. Roger fue hacia la puerta. Apretó el pomo. Nunca supo Haya cómo lo apretó. Como si pretendiera hacerlo chinitas entre sus dedos. —Piénsalo —dijo—. Piénsalo. —¿Pensar… qué? —Si quieres casarte e irte con los tuyos. Dilo mañana. —Sí…, Roger.
VIII
Fue una comida silenciosa. Roger parecía más hosco que nunca. Cosa rara. Aquel Roger que se sentaba a la mesa ante sus padres y su hermano, y el que conversara minutos antes con Haya, era muy distinto. Los padres se miraban en silencio y Law rumiaba en su mente las razones por las cuales Roger había perdido la cabeza, y eso, itiendo que, en efecto, fuese cierto lo que decía Iram, cosa que él dudaba, sin poderlo remediar. Al final de la comida Aldo Harrison se atrevió a preguntar a su hijo mayor: —Entonces…, ¿os casáis? Roger les miró como si no les reconociera. Law pensó que su pensamiento, el de su hermano, andaba muy lejos de aquel comedor, de lo que decía su padre y del padre mismo. —Roger…, te pregunto si es cierto que te casas. —Sí. —Haya no ha bajado al comedor… —Ya… Así. Cortante y breve. Después dio las buenas noches y se retiró. —¿Te vas a la cama, Roger?
—No… Daré una vuelta. Y es que necesitaba aire puro. Detener el cerebro o, por el contrario, obligarle a trabajar más. Infinitamente más. Law hizo intención de ir tras él, pero Roger, sin mirarle, dijo: —Prefiero… estar solo. —Oye, Roger… —Te digo, Law, que… —Te oigo. Le vio alejarse y perderse en el patio. Todo el mundo sabía ya lo ocurrido. Y lo peor de todo, pensaba Roger, es que no sabían la verdad, sino la versión que dejó correr Iram. No importaba. Veía a sus hombres, que, al cruzar él, se metían en sus pabellones. Tal vez no se imaginaban a su amo como un sádico, abusando de una menor. Era de risa. Pero no pensaba destruir la versión. Vagó por el bosquecillo durante mucho tiempo. Vio cómo se apagaban las luces de la planta baja de iban encendiéndose las de la segunda planta. El cuarto de sus padres, el de Law, el de ella.. ¡Ella! ¿Qué cosa entró en él para sentirse así…, acorralado, ansioso, anhelante? No era un ingenuo ni un sentimental, ni siquiera un cándido. Había vivido. Vivía todos los días… Tenía sus aventuras por aquellos prados y por la misma ciudad de Wichita Falls, pero todo era distinto a aquel instante. Todo se desvanecía en su cerebro.
Sólo la imagen de ella se quedaba allí como una llaga. —Roger… Se detuvo en seco. Se volvió bruscamente. Vestido así, con calzones de montar, altas polainas, la camisa a cuadros, despechugado, aún parecía más vulgar. Lo era. Basto y vulgar. No se parecía en nada a su hermano menor, pero él pensaba y lo sostenía, aunque no lo dijera nunca, que el hombre no está por fuera, sino por dentro. La hombría, la masculinidad, la dignidad, la integridad… Y él tenía de todo hasta sobrar. —Pensé que estarías en la cama, Haya. —Te vi… —Ven —le buscó la mano y se la oprimió con suavidad. Parecía mentira, que el hosco hombre que era Roger, se convirtiera en un hombre tierno y comunicativo junto a la joven—. Siéntate en este tronco —y después, siseando, sentándose a su lado sobre el tronco del árbol caído—: ¿Has pensado? —Sí. —¿Y qué? —¿Por qué lo haces? Roger miró al frente. Su semblante parecía más pétreo e inmóvil que nunca. —No sé… —Soy demasiado joven, Roger. —Sí.
—Nunca he tenido más novio que Iram. —Ya. —¿Lo sabías? —No. —Me viste llorar una vez… —Sí. —Estaba sola. Sigo estando sola. ¿Sabes, Roger? —tenía una vocecilla suavecita y temblona—. Es horrible sentirse sola y rodeada de gente. ¿Nunca te pasó? —Yo casi siempre ando solo y estoy solo. Creo que sé eso… Sí…, sé algo de eso. —No soy capaz y perdóname que te lo diga, de asociarte a mi vida. —A tu vida… íntima. Un silencio. Después… —Sí, eso me ocurre. Otro silencio. De súbito: —Junto a… Iram…, no sentiste esa soledad íntima. O tal vez… compartiste con él… tu intimidad. —No —se sofocó. El creyó en sus palabras. Pero la dejó continuar.
Notó la amargura en su voz. La pena de su soledad: —Nunca se me ocurrió… —Le has… querido mucho, ¿no es cierto? Miró al frente la joven. Sus ojos tenían como una muda interrogante, que en la oscuridad tal parecían irritantes. —No lo sé… —¿No lo… sabes? —No. Y se puso en pie, como si el tronco del árbol la lastimara.
* * *
La dejó caminar por el prado. Ya no había luz en la alcoba de sus padres ni en la de Law. Sólo en la de ella. Y ella estaba allí, caminando despacio, con la cabeza inclinada hacia el pecho, la mirada perdida en la yerba. —Haya… —la llamó, yendo a su lado. Era más alto. En aquel instante, aún lo parecía más en la oscuridad, iluminado tan sólo por un tenue rayo de luz que se filtraba desde el porche hasta el bosquecillo, como si lamiera la yerba que crecía erguida. —Haya…
—Sí, Roger, di. —No sé qué decirte. —Soy joven y no sé nada… Me siento sola y me da pena toda esta sarta de mentiras… No tienes tú por qué cargar con el delito de otro. Ni aunque sea tu hermano. Me pareciste tan brusco, tan hosco… Y, al tratarte, veo que eres un hombre emotivo y humano. —Es que… soy humano. —Es que practicas la humanidad, que es lo esencial. —¿Qué quieres que haga por ti, Haya? —No lo sé. —Cásate. Empieza una nueva vida. Tu vida. Tu propia vida, que no la tienes desde que tu padre se casó por segunda vez. Forma tu propia hogar. Se volvió. Tenía ella como un temblor convulso en los labios. Roger dejó de mirarla. Se temía. Nunca pensó que la amase tanto, la desease tanto… Echó a andar con cierta brusquedad nunca usada cuando estaba con ella. Caminó con paso firme, como si diera patadas en las piedras. —Roger… —Sí. —Y después… Se detuvo.
—Es a eso…, a lo que tú tienes miedo. No contestó en seguida. Se diría que temía responder. Pero al fin lo hizo. Con la boca y con la cabeza: —Sí. Roger hinchó el pecho. Su voz salió de sus labios como enronquecida: —Quieres que me case contigo y no duerma contigo, ¿no es eso? Haya caminó ahora delante de él. A paso largo. Como si tuviera miedo a detenerse y verse obligada a hablar. —Haya…, sé franca contigo y conmigo. Porque si lo eres contigo…, de hecho lo estás siendo conmigo. Haya no se detuvo. Pero su voz tenía un matiz ahogado y a la vez seguro, en la tremenda oscuridad de aquel rincón del porche, a donde llegaba en aquel momento. —Eso quiero. Y no tengo derecho a imponerlo así. Lo dijo casi corriendo. Roger llegó a su lado. —¿Me dejas que te bese? Así. Haya se estremeció, pegándose a la pared del porche.
—No —casi gimió—. No. —Es que te iba a demostrar que puedes ser mi mujer y vivir tranquila. —Sólo besaría amando, o creyendo que amaba. —¿Has besado a Iram? —Roger… —¿Le has besado? Di, di. ¿Le has besado? —Sí. —Ya. —Roger, escúchame… —Es igual —cortó—. Es igual. Me caso contigo como tú digas. Como tú quieras. —Pero… ¿por qué? ¿Por qué? Di, di. Roger abrió la puerta de la casa. —¡Qué más da, Haya! Me caso. Y tú conmigo. Y no me acostaré contigo hasta que tú me lo pidas. —Pero… —Nos casaremos pasado mañana. Eso es todo. Buenas noches, Haya. Desapareció. Haya caminó por el vestíbulo como si le pesaran los pies.
IX
No, no. Pensó demasiado aquella noche. Intentaba por todos los medios asociar su vida íntima a la de Roger. No era posible. Cierto que Roger estaba demostrando ser todo un hombre, honrado, cabal, generoso… Pero… ¿era suficiente para ella? ¿Para amarle? ¿Para ser su mujer? Era como si en su cabeza hubiese un caos. Como si todo girara y girara. Por eso, cuando se levantó por la mañana, aún ignoraba lo que iba a hacer, pero cuando una doncella le dijo que tenía una visita en el salón, quedó tensa, imaginando a su padre o a su madrastra. Como no había dormido, sintió todos los ruidos de la casa. La marcha de Roger a los campos al amanecer. Su voz ronca dando órdenes, la voz menos ronca de Law, comentando algo sobre el tiempo y la cosecha de algodón y cosas por el estilo. Las carretas dejando el patio e internándose en los senderos. Las voces de los peones. —Iré… en seguida —dijo a la doncella. Pero quedó tensa. Mirando al frente. Con los ojos como vacíos. Casi en seguida se oyó la voz suave, cálida de Silva Harrison. Así sería su madre si viviera. Así la trataría y así la consolaría, sólo con dejar oír el sonido cálido de su voz. Por eso corrió a la puerta. —Silva…
La madre de Roger no era una buena psicóloga, pero era madre y deseaba ver a sus hijos casados y, pese a todo lo ocurrido, confuso aún para ella, deseaba ver a uno de sus hijos casado con Haya. Y Roger era el mejor y más sacrificado de sus hijos, aunque un día fuese el más rico de todos. Roger jamás dio que decir, era noble y generoso, dentro de su capa hosca, que seguramente tenía muy escaso grosor. —Tu madre está abajo. Haya hinchó el pecho. Oscilaron sus senos. —La mujer de mi padre, Silva. —Sí…, ésa. No me agrada… Por eso he venido yo tras la doncella. Muéstrate animosa y valiente, y… —vaciló. Hubo como un relampagueo de ansiedad en sus pequeños ojillos marrón, tan parecidos a los de Roger—. Cásate con mi hijo mayor. —Puede pensar usted que le amo. Me vieron aquí con él… Silva apretó los labios. —Adoro a mis hijos —dijo—. A todos por igual. Al margen de sus defectos, de sus virtudes…, son todos mis hijos, y por ello les quiero tanto. Pero si tuviera tu edad y me dieran a elegir… —agarró a la joven por un brazo—, elegiría a Roger. La empujaba hacia la puerta. No pudo responder. Tenía como un nudo en la garganta. —Vamos, Haya. Tienes que recibir a la mujer de tu padre. Te dejaré sola con ella, pero si me necesitas…, llámame, estaré cerca. Mi marido y yo…, estaremos cerca. —Gracias, gracias —y bajo, siseante—: Me gustaría vivir aquí siempre…, con
todos vosotros. No conocí un hogar hasta que llegué a esta casa. Bajaron juntas las escaleras y al llegar al vestíbulo, silenciosamente, Silva Harrison, mostró con un gesto la puerta del salón. —Ve… Sé valiente. Claro qué fue. Pero no se sentía valiente. Quisiera no tener motivos para que aquella mujer se cebara en ella. Pero los había. Existían. Los vio su padre…, y su padre, después de morir su madre y casarse con aquella mujer, de la cual tuvo cuatro hijos, nunca le ocultó nada. No obstante, avanzó con paso seguro. No tocó con los nudillos. Empujó la puerta y entró. Claudia Hayden, al verla, acortó la distancia. Tenía el semblante duro, fría la mirada. «Se cebará en mí», pensó Haya con desaliento. —De modo que… convertida en una… —guardó silencio—. No pensarás — cortó con brusquedad lo que iba a decir— que voy a permitir que vuelvas a casa, a dar mal ejemplo a mis hijos. Claro. Era lo que deseaba ella. Que no volviera a casa. Desligarse totalmente de la hija de su marido. Por eso lo decidió. Y si Roger no fuese Roger, a quien ella consideraba un hombre lleno de virtudes…, igualmente se casaría con él. Pero antes de que pudiera manifestar sus pensamientos, la madrastra volvió a decir:
—No sueñes con que tu padre o yo vengamos a tu boda. Allá tú. Siempre le dije a tu padre que vivías como querías vivir, y que tu forma de vivir, no estaba de acuerdo con mi moral. Pudo contestar muchas cosas, pero prefirió que Claudia las dijera todas. —No estoy dispuesta a que mis hijos reciban de ti una mala escuela. Ya lo sabes. Sólo he venido a decirte esto. Era suficiente. Ni una palabra. Mejor que todo lo pensaran y decidieran así. Al menos tenía una ventaja. La de que ellos mismos la empujaban a su destino. Claudia se dirigió a la puerta. —Si decides no casarte, no esperes que mi casa vuelva a ser un hogar para ti. El mismo silencio. Tampoco Claudia esperaba respuesta. Se diría que prefería no recibirla y decirlo todo ella, tajante y cruel. Decidida a que Haya se casara o se suicidara, o se fuera por el mundo y no volviera jamás. No le dolía a Haya la actitud de su madrastra, Pero sí pensaba que le dolería que su padre conociera todo cuanto estaba diciendo su mujer. —Tu padre me envió a decirte todo esto —añadió Claudia como si penetrara en el pensamiento juvenil. Después, salió. Haya, al quedarse sola, ocultó el rostro entre las manos y al rato, salió de aquel salón y vagó por la casa. Se topó con Silva, como si ésta la espiara. —¿Se ha ido? —Sí…
—¿Te quedas? —Me caso —dijo con energía—. Me caso… con Roger.
* * *
No era posible que Roger, tan hosco, tan rudo, tan basto, tuviera aquel detalle. Pero el detalle estaba allí, delante de ella, colocado en su tocador, en un bonito florero de porcelana china. Y de él salía una tarjeta, que en aquel instante, Haya tenía entre las manos.
«Todo está dispuesto. Nos casaremos mañana por la tarde. Recibe esto como prueba de iración.
»Roger.»
Sólo eso. Era bastante. Nadie se imaginaba que de una mente cerrada como la de Roger, como aparentaba ser, saliera aquella delicadeza, y dos rosas rojas muy grandes. Por eso, después de pasar horas y horas en su cuarto, cuando llegó la noche y vio desde su ventana regresar a los peones y a Law, le buscó a él con los ojos. Roger era el último. Jinete en su potro blanco, vestido con ropas de montar, moreno, atezado, rudo…, parecía menguado en la silla del caballo.
Lo decidió en un instante. En realidad, ¿qué era el amor? Una complicación. No se hacía más preguntas. Estaba empezando a sentirse egoísta. Ni quería saber el por qué Roger cargaba con una culpa que no tenía. Sólo le interesaba ampararse, casarse con él, quedarse allí, sentirse tranquila… Salió de su cuarto y atravesó el porche y el patio. La miraban los peones. También Law, el cual, allí mismo, desmontaba del caballo. —Hola, Haya. —Busco a… Roger. —Viene ahí… —la miró entre enternecido y curioso—. Haya… —su voz era siseante—. ¿Te casas? —Sí. —Con Roger. —Sí. Y siguió su camino. Vio a Roger al otro lado del abrevadero, dando de beber a su montura. Al verla llegar a ella, quedó algo rígido. —Hola…, Haya. —Son bonitas las flores que me mandaste… —Ah. Sólo eso. Pero la miraba cegador. Como él miraba muchas veces, dando un poco de vergüenza su mirada.
—Las he recibido muy de mañana. Venían… de Wichita Falls. —Las pedí por teléfono y envié la tarjeta por un peón. Míralo, llega ahí —se echó a reír con cierto sarcasmo—, No se puede dar un recado así a un peón. Lo que a mí me llevaría dos horas, a él le llevó todo el día. Pero no importa. —Roger…, he pensado. El no quiso saber qué había pensado. Se acercó despacio. Olía a hombre, a buen tabaco, a yerbas verdes… —Dime…, qué has pensado, Haya. —Casarme. —Gracias. Sólo eso. Después la asió por un brazo y caminó junto a ella. Era más pequeña. Frágil, casi quebradiza. —Creo que serás feliz a mi lado —dijo Roger de modo raro—. Respetaré todo lo que tú quieras que respete. Pero… —Dilo. Es un engaño empezar la vida a medias. Me gustaría empezarla a tu lado completa. Piensa en eso antes de mañana. —No… quiero entenderte. —Pues tienes que entenderme —la voz de Roger se enronquecía. Caminaba junto a ella, guiándola por el pequeño bosquecillo. Las luces de la casa iban encendiéndose—, Cuando uno decide responsabilizarse de algo…, debe ser completo. Nada a medias. Es peor. No. No iba a poder.
Pero empezaba Roger a infundirle respeto. Por eso se mordió los labios sin responder. Roger se detenía y la miraba. Le buscaba los ojos. —No me lo digas —aún añadió—. Es mejor… que no me digas nada. ite las cosas tal como son. Es posible que llegues a quererme mucho, a necesitarme tanto como yo a ti. Fue ella la que se detuvo. —¿Me… necesitas tú a mí? —Sí —rotundo—. No sé cuándo empecé a necesitarte. Pero el caso es que te necesito.
X
Fue un movimiento simple el que siguió a sus palabras. Haya, al girar para verle los ojos, giró sobre sí y quedó como pegada al tronco de un árbol erguido. No hubo frases. Ni una. Roger se pegó a ella. Así, a lo simple, como si fuese la cosa más natural. E hizo algo que haría después muchas veces. Le asió el mentón. Se lo agarró con la palma de la mano y lo sujetó, resbalándole los dedos hacia la garganta, de forma que dominaba toda la cara de Haya. —Te haré feliz. —¿Por qué? —¿Por qué… qué? —Me necesitas. —Ya te lo dije —la voz era tenue y rara. ¿Temblona en él tan burdo?—, fue desde aquel día que te vi llorar. Yo no soy un tipo sensiblero. No sé decir cosas halagadoras. No sé ser… sentimental. Pero siento las cosas como si me bulleran en la sangre. —Roger…, yo… —No me digas lo que sientes tú. No quiero saber de tus labios que no me quieres.
—Es que… —No. Aquel no, era casi un gemido. Un gemido exhalado casi en sus labios. Acercó a su rostro aquella cara que aún tenía entre sus dedos. La besó en plena boca. Muy fuerte. Absorbente, posesivo. Mucho tiempo. Haya sintió como si todo girara en torno. Jamás hombre alguno la besó así. Jamás sintió ella aquellas cosas turbadoras, enervantes… Jamás experimentó vergüenza. Jamás se vio tan pequeña, dentro de unos dedos nerviosos. Con los labios abiertos, golosos, sofocantes. Así la besó Roger. Y después la soltó. Miró a lo lejos. —Es así…, así…, como te necesito. Y como Haya aún permanecía pegada al tronco del árbol, añadió Roger de modo raro, como si algo terrible le vibrara en la voz: —Para mí sería enloquecedor que tú sintieras igual. Pero no sentía. Sentía miedo. Miedo de la pasión de Roger, de su forma de manifestarla.
Miedo de sus dedos posesivos y su boca sensitiva. Por eso echó a andar sin responder. —Haya —la llamó. La joven se detuvo. Pero no volvió la cabeza. —Haya… —ya lo tenía tras su espalda, metiendo la cabeza en su garganta—. Te asusté. —No… —Di que sí. Sé sincera conmigo. Siempre sincera, aunque sea para dañarme. —Sí, sí… —gimió sin poderlo remediar—. Tu pasión me da miedo. ¡Miedo! Y echó a correr pradera abajo, en dirección a la casa. Roger llevó los dedos al pelo. Lo alisó maquinalmente. Una y otra vez, y otra, como si toda su pena se desahogará así. Después, más tranquilo, sin estarlo, pero pareciéndolo, echó a andar a paso corto, cabizbajo y silencioso. —Roger… No se detuvo. Law, que salía de un recodo, emparejó con él. —¿Qué has decidido? —¿Por qué? —Estuviste hablando con Haya.
—Me caso con ella. Un silencio. Law se acercó mucho a él. —¿La quieres de veras, Roger? Roger le miró fijamente. —Sí. —Pues cásate. Nadie como tú para hacer feliz a una mujer. ¡Feliz! ¿Qué era la felicidad? Se alzó de hombros. —Mañana al atardecer. Ya tengo avisado al padre. —¿Qué padre? ¿El de ella? —¿Y qué importa el padre de ella? El sacerdote que nos va a casar. —Ah. Mamá me dijo que estuvo a verla su madrastra. No debió de ser una entrevista apacible. Dice mamá que Haya salió del salón como si la apalearan. —Nadie la apaleará en el futuro —dijo como una sentencia—. Y no quiero volver a ver a Iram por aquí. Se lo diré a nuestros padres. Que le entreguen todo el dinero que quiera Iram, pero que no venga a perturbar mi paz. —¿La vas a tener? Le miró agudamente. —Lucharé por ella —dijo, rotundo—. Lucharé con todas mis fuerzas. —Eso está bien, Roger.
—Gracias por estar a mi lado. —No es que esté de tu lado. Es que no concibo que tú hagas cosas que no tengan razón. Y dejó solo a Roger. Este caminó a lo largo del sendero. Quisiera volver a casa, ver a Haya, decirle que no tuviera miedo con él, que si por un tiempo, todo el que ella quisiera, tenía él que renunciar a su posesión, renunciaría. Así la amaba, y ya no le interesaba ocultarlo, ni sería honrado ocultarlo.
* * *
Se lo llevó Silva con cierto temor, cierto reparo. —¿Qué es eso? —preguntó Haya asombrada, casi encogida. —Es tu traje de novia. Se fue Roger a la ciudad esta mañana. Ha traído eso… Os casáis dentro de dos horas. —Ah. —¿No lo… sabías? —Sí, sí. Y sus dedos nerviosos deshacían los lazos y retiraban las cintas. Saltó de aquella caja un vestido precioso. Blanco. De una tela que parecían nubes blancas. —Es… precioso. Pero… ¿debo llevarlo? —¿Y por qué no? —No sé…
Y es que no sabía aún si debía casarse. Pero sí. Nadie podría impedirlo ya. —Estamos solas —siseó Silva, emocionada—, pruébatelo. —Es que… —Anda, No entrará nadie. Tienes tiempo de probarlo y quitártelo de nuevo. Os casaréis aquí mismo. Será una boda familiar —y bajo, algo angustiada—: He llamado a tu padre. Haya, que se quitaba los pantalones y el suéter para ponerse el vestido, quedó tensa. —¿Y… qué? —No están en Fort Worth… —Cosa de mi madrastra —y ansiosamente—: Mi padre es bueno. Pero… está casado y tiene cuatro hijos. —Lo comprendo, Haya. —¿Lo comprendes? ¿Harías tú eso? —No. —Por eso vine aquí cuando conocí a Iram, y me invitó. Necesitaba ver otra familia distinta a la mía. Hace muchos años que… navego sola, como a la deriva. —Calla ahora. No pienses en eso. —¿Debo casarme? —Debes —rotunda—. No hallarás jamás mejor marido. Mejor tal vez no. Pero… ¿le amaba ella?
No. Le daba miedo. Miedo aquella fogosidad de Roger. ¡Era distinto a como parecía! Tan hosco en apariencia, tan vasto…, y sin embargo, al besar era… era… Dio la vuelta sobre sí misma. Mejor olvidarlo todo. Mejor dejarse llevar por el destino. Mejor acabar cuanto antes. —Me lo pondré —dijo. Y procedió a ello. Estaba guapísima. Silva dio varias vueltas en torno a Haya. —Estás preciosa… —Me… me gusta. —Toma tu ramo de azahar. —Te lo dijo… Roger. —Sí. Me dijo: «Dáselo. Nadie como ella para llevarlo.» ¿Por qué? ¿Por qué lo sabía? Pudo haber sido la amante de Iram, y Roger no tenía por qué pensar lo contrario. Cierto, no lo había sido. Pero… ¿por qué tenía Roger que estar tan seguro de que no lo había sido?
Lo prendió con dedos temblorosos en el pecho. —Haya… —ponderó la dama—. Estás guapísima. —Me daré un baño y después…, volveré a vestirme. Has de venir. Silva. Me parece… que no ha muerto mi madre, o que ha resucitado en este instante. Silva la atrajo hacia sí. —Serás feliz… Feliz aquí con nosotros. Si no tuviera que acostarse con Roger… Pero le asustaba ser la novia efectiva de Roger. —Estaremos pocos en la boda. Parece ser, que, según acaba de decirme Roger, después de la boda, vosotros no os quedaréis al banquete. Os iréis uno o dos días a la ciudad. El no puede salir de aquí por mucho tiempo. Hay mucho trabajo. Más adelante, cuando llegue el invierno…, podréis hacer ese viaje que ahora no podréis efectuar. ¡Qué más daba! Dondequiera y comoquiera. El caso era acabar pronto.
XI
Vestido de oscuro, parecía más firme, tan rudo. Encontró sus ojos cuando Silva la recibía con un abrazo. Cuando después, Aldo la besaba. Cuando Norma y Law la miraban enternecidos. Vestida de novia, aún parecía más joven y más frágil. Al encontrar sus ojos, sintió un montón de cosas indefinibles. Temor, ansiedad. Miedo…, turbación… Era como si Roger la poseyera en aquel momento, y eso sí que le daba verdadero terror. —¿Cómo te sientes? Así. Consoladora su voz. La voz ronca de Roger. —Bien —huyendo de sus ojos—. Bien. También el sacerdote se acercó. —Enhorabuena, jovencita. Te llevas el mejor hombre de la comarca —y riendo, asiéndolos a los dos por el brazo y caminando con ellos hacia el templo, llevándolos a uno de cada lado—: Siempre pensé que éste —y señalaba a Roger — se quedaría soltero. —Tenía que encontrarla a ella —dijo Roger. Ella no dijo nada. Iba hacia el altar como si los pies no pisaran, como si se movieran en el aire. Cuando sintió el brazo de Aldo Harrison meterse bajo el suyo, sólo supo mirarlo con ansiedad.
—Tranquila —dijo Aldo—, Muy tranquila. —Sí, Aldo. —Después…, me llamarás papá, y no me consideres cursilón por pedírtelo. —No. —¿Vas a llorar? Tenía imperiosos deseos. Pero, no. Sorbió las lágrimas y después caminó vacilante, sostenida por el fuerte brazo de Aldo. No supo cómo decía «sí, quiero», «sí, otorgo», ni todo eso. Pero sí supo que al rato, casi en seguida, como un sueño, se vio convertida en la esposa de Roger. Un Roger silencioso, impasible. Todos la besaron. Sería grato tener allí a su madre en aquellos momentos, pero a falta de ella tenía a Silva. Silva, que la miraba con ternura, largamente y apretaba su mano helada. —Serás feliz, Haya. No tengas miedo. —No. Pero lo tenía. Después la besó Aldo y le dijo al oído: —Lo conozco. El piensa que no le conoce nadie, pero yo soy su padre y le conozco. Te hará feliz. Aunque sólo viva para eso, yo te digo que serás feliz. Luego le tocó el turno a Law y a Norma. Después, él. El, el último. La miró muy de cerca. Tenían sus ojos marrones, como un mensaje.
—No sé qué decirte, Haya. Y no dijo nada. La besó en la mejilla. Sus labios cálidos, húmedos…, tenían no sé qué. Temblaban sobre su piel. Ella pensaba que todo era un engaño. Un engaño de su fantasía. O un sueño raro, pero cuando se vio con Norma en la alcoba, cambiándose de traje, se dio cuenta de que estaba despierta y de que se había casado con Roger. —Tengo miedo —no pudo por menos de decir. —¿Miedo? Los Harrison son formidables. Serás feliz con Roger. Amo mucho a Law —confesó Norma—, pero no dejo de reconocer, que el mejor de todos es Roger. —Iram es un malvado. Norma la miró inquietísima. —¿Es que le amas? —No — rotunda. Pero no sabía ella misma si era sincera. —Ah —desahogó Norma—. Iram es el único desertor de la familia Harrison. Yo creo que es que le dieron demasiadas facilidades. —Pensé que me amaba. —Iram es incapaz de amar a nadie. Ya lo veía. Sacudió la cabeza para no pensar en él. Anochecía. Había ruido en la casa. En aquel instante, se oía la voz del sacerdote despidiéndose:
—Decidle a Haya que estoy contento de haberla casado con Roger. Se menguó. No sabía qué pensar ni de sí misma, ni de la boda, ni de Roger. —Adiós, padre —le oyó decir. —Ahora os iréis —decía Norma. Casi no la oía. Se ponía un traje de calle. Sus dedos temblaban al abrochar la chaqueta. —Deja —susurró Norma—, yo te ayudaré. Mejor. Ella no tenía fuerzas para nada. —Amo mucho a Law y estoy habituada a él —explicaba su futura cuñada—. Pero…, el día que me case, me pasará lo que a ti. Tendré miedo y vergüenza y todo eso.
* * *
No supo cuándo se vio en el porche, casi pegados todos a la cochera. Vio a Roger vistiendo un traje gris impecable. Parecía distinto. Más delgado, más alto, más… sociable. A Silva con los ojos húmedos. A Aldo todo emocionado. A Law apretando los hombros de Norma y a Roger que le decía a ella: —Vamos, querida. —¿Adónde vais? —preguntó Law. —Dos días tan sólo. Iremos a la ciudad. Un hotel cualquiera de las afueras…
Nadie nos conocerá —decía Roger con aparente naturalidad, al tiempo de meter los dos maletines en el auto—. Vamos, Haya. No se movía. No tenía fuerzas en las piernas ni en los pies. Por eso él la empujó blandamente. —Vamos —y su voz tenía como un suave mensaje de paz. Subió. Se acomodó en el asiento, después de besar les a todos. Silva le dijo al oído: —Tienes los labios helados. ¿Por qué? —No sé. —Ve confiada. Te casas con un hombre de verdad. Ya estaba casada. Era su esposa. Pero le aterraba ser su mujer. ¿Qué pasaría? ¿Nada? Roger dio la vuelta al auto y lo puso en marcha. Agitó la mano. Aún dijo: —Vendremos el domingo por la noche. Era viernes. Dos días. ¿Qué iba a pasar en aquellos dos días?
Quisiera empujar aquellas horas y estar ya de regreso y respirar mejor. —Cuídala mucho, Roger —aún le oyó gritar a Aldo. El auto arrancó. Rodó bastante tiempo. Ellos en silencio. Después… —No tengas miedo, Haya. Le dio rabia que penetrara así en su mente. Pero con voz suave, dijo: —No…, no lo tengo. —Mejor. Y sus dedos se deslizaron del volante y apretaron la mano femenina. Lo hizo con cálida seguridad. Ella pensó que debiera odiarlo. Odiarlo, por haberse inmiscuido en su vida más íntima. Pero no podía odiarlo, no. La había ayudado en un momento difícil. —Ten confianza en mí —le decía Roger. —Sí. Pero no la tenía. Y no sabía por qué no la tenía. —El domingo estaremos de vuelta —seguía diciendo Roger quedamente. Tenía una voz distinta. La voz que ella ya conocía. Distinta a la que usaba con su
familia, con sus criados—, Y todo volverá a ser como antes. —¿Como antes…? —Todo te parecerá natural. —Roger…, ¿por qué te casaste conmigo? Así. Tenía que hacer un gran esfuerzo para preguntarlo. Pero lo hacía. Roger no la miró. Conducía. La ciudad de Wichita Falls estaba allí mismo, con sus luces encendidas, sus casas regulares, sus calles no demasiado anchas. —Son las diez —dijo Roger en vez de responder. Pero ella, tras un esfuerzo, insistió: —¿Por qué? Roger lo dijo. Con voz segura, cálida, firme: —Ya te lo dije. Te necesito. —¿En tu vida… física o en tu vida espiritual? —En todo. Y el auto fue a detenerse ante un hotel de las afueras. —Estaremos bien aquí.
No quería bajar. Le daba miedo. —Roger… —Vamos —dijo él quedamente—. Vamos. Lo discutiremos dentro. Supo desde aquel instante, que no iba a discutir nada. Que no sabría discutir, que no querría discutir.
XII
No lo discutieron. Se sentía tan cohibida, tan sola junto a él, que quedó como menguada. Y no es que Roger la forzara a nada. De momento, Roger sólo la ayudó a quitarse la chaqueta, y después fue a colgarla con la mayor naturalidad. Ojalá pudiera ella pronunciar un montón de frases seguidas, pero la lengua se le trababa en la boca. Fue Roger quien dijo, con acento tan normal, que ella se tranquilizó: —¿Quieres salir un rato, o… prefieres que salga solo? Es que… me olvidé de comprar tabaco. Fue como una solución maravillosa. —Ve, ve… Su voz temblaba. Roger ya la entendía. Pero era lo bastante real para no empezar su matrimonio, y lo haría, porque aquella muchacha era demaquería y deseaba, sino porque cimentar una cosa en falso, era verla caída al día siguiente. El pretendía poner buenos cimientos en su matrimonio, y lo haría, porque aquella muchacha era demasiado joven para entender que debía y tenía que ser así. —Acuéstate —le dijo con naturalidad—. Vendré en seguida. Se aceleró para acostarse, tan pronto se cerró la puerta tras él.
Tenía un temblor convulso en los dedos, en los pulsos, en las sienes. Se quedó inmóvil en el lecho como si fuesen a asesinarla dos horas después, y rezar para llegar al reino de Dios. ¿Era tan duro todo aquello? Era la esposa de Roger y no pensaba separarse de él jamás. No le odiaba. No le repugnaba. ¿Entonces? Pasó los dedos por el pelo una y otra vez. Sentía tal turbación, que si en aquel instante volara el hotel con ella dentro, no se asustaría más. Casi prefería volar con todo, que verse allí esperando por Roger. Pero Roger llegó. Se echó a reír con cierto desenfado desusado en él. —Hace calor en la calle. ¿No lo sientes tú aquí? No sabía lo que sentía. Más bien frío que calor. —¿Abro la ventana, Haya? —A… abre. Lo vio ir hacia la ventana. Lo vio apagar el habano y cerrarse en el baño. Oyó el agua del grifo caer. El chapoteo de las manos de Roger en el agua. Al rato apareció envuelto en un pijama beige. Velludo, ancho, pero con aquella expresión suave en sus ojos color marrón. —Es mejor así, ¿sabes?
Se deslizaba a su lado. Haya no decía nada. No podía. Sentía como si miles de espinas se le clavaran en las carnes.
* * *
Un rayo de luz le dio en los ojos. Pero no quería abrirlos. ¡Tenía más miedo que nunca! Era todo tan… tan… material. ¿O no lo era? ¿Cómo eran realmente los demás hombres? Ella no podía ni sabría distinguir. Era su primer hombre, su primer marido, su primer… amante. —Hace un día espléndido, Haya. Así. Como si llevaran casados miles de días y de meses. Abrió los ojos. Vio a Roger allí, junto al ventanal, vestido y listo. No quería hablar de aquello. Que Roger no lo hiciera. Que Roger hiciera de la vida, de aquel instante y de todos los demás instantes de su vida, algo muy natural. Algo que tenía que ocurrir, que debía ocurrir. —Voy a salir un rato —dijo él aún—. Luego te llamaré por teléfono para saber si
estás lista. Desayunaremos juntos en el comedor, ¿quieres? —Sí… —Hasta luego. Te llamaré para decirte que te espero en el vestíbulo. No se acercó a ella. En aquel momento, era mejor que no lo hiciera. Y como no lo hizo, se lo agradeció con todas las fuerzas más íntimas de su ser. Al quedarse sola se tiró del lecho y se miró a sí misma. Buscó la bata que tenía en el suelo y envolvió su cuerpo desnudo. Se arrebujó en ella. Era la mujer de Roger. De un Roger fuerte, vigoroso, tierno, apasionante… ¿Eso era una solución para su inquietud? No quiso pensarlo. Se metió en el baño y abrió la ducha. Sentía frío y el agua templada la ayudó a reconfortarse. —Mamá —dijo a media voz, como si el espíritu de su madre estuviera allí, metido en el agua con ella—. Debiera sentirse odiosa, furiosa. Pero… no me siento. Vacía, sí. Rara, distinta… No tenía nada que reprocharle a Roger. Seguramente se comportó como otro marido cualquiera la noche de su boda. Pero era duro. Demasiado precipitado todo.
Respiró muy hondo y aún susurró a media voz: —Mamá. Todo es distinto. Una imagina cosas, cosas muy bellas relacionadas con el amor. Pero no lo son, ¿sabes? Tú sí lo sabes. Yo lo supe esta noche. De todos modos me siento… me siento… como volando. Volvió a respirar. Y salió del baño. Se frotó con fiereza. Casi en seguida sonó el timbre del teléfono. Corrió hacia él. —Sí. Su voz era tenue, ahogada. —Te estoy esperando… —Bajo… bajo en seguida. —Te aguardo aquí. Un chasquido. Ella también colgó. Quedó algo tensa y paso a paso volvió al baño.
* * *
La vergüenza que sentía no se manifestaba en su semblante. Ni la sensibilidad. Tan sólo los ojos tenían como un velo melancólico. Al llegar al vestíbulo, Roger corrió a su lado. Vestía de gris.
Igual que el día anterior. —¿Cómo te sientes? —y sin esperar respuesta, atrayéndola hacia sí con ademán protector—: Te habituarás. Ya verás qué pronto te habitúas… No quería hablar de eso. Por ello sacudió la cabeza, y su voz dijo, con acento casi ahogado: —Tengo… tengo… apetito. —Vamos. La llevaba junto a él como si fuese una reliquia. Como un tesoro. ¿Quién era ella para reprocharle nada? Nada tenía que reprocharle. Por eso se sentó cuando él retiró la silla. —Después, si quieres, salimos a dar un paseo, Haya. —Sí. Le buscaba los ojos, pero ella se los hurtaba. Se moría de vergüenza al mirarlo y por ello evitaba hacerlo. Pero Roger no parecía entenderla y, sin embargo, seguro que la entendía, porque, cuanto más era su turbación, más suave y tierno era él. —Te llevaré por ahí a hacer compras. ¿No tienes nada que comprar? —No… sé. —Tómate el café y come mermelada —le decía—. ¿Te sirvo yo? —Es que… no tengo tanto apetito. —Vamos, vamos, come, querida.
No era rudo. Jamás hombre alguno pudo ser más considerado. Pero… ¿cómo eran los demás? ¿Acaso sabía ella algo de tantos otros seres humanos masculinos? El mismo untó mantequilla en una tostada. —Toma. —Es que… —Por favor, Haya. Voy a pensar que me odias. —Eso, no… —Pues, come, cariño. —Sí. Comía. Fue breve el desayuno, y, sin embargo, a ella le pareció larguísimo. Cuando se vio en la calle con él, respiró mejor. Mucho mejor. Ojalá que la noche tardara mucho en llegar.
XIII
Ella quisiera decirle que no, que no la ayudase. Pero la estaba ayudando. Le quitaba la chaqueta. —Puedo… yo. —No seas tonta. —ES que… —Vamos, vamos, cariño. La tomaba en sus brazos. ¡Estaba todo tan silencioso! Apenas si había luz. Una lámpara partiendo de una esquina. Los ventanales abiertos. Olía a ciudad… Y él a tabaco. —Sé normal —le decía—. Tienes que aprender a ser normal. El lo llenaba todo. La anulaba. Quisiera gritar. Tanto que luchó durante todo el día para dilatar aquel instante…, y el instante estaba allí. —Para —dijo—. Para. —¿No… quieres? Pero la besaba. Largamente.
Con aquel su hacer que parecía no hacer nada. Pero lo hacía y conturbaba y entontecía. La soltó, pero para ayudarla a desvestirse. —Puedo yo, Roger… —Anda, déjame… Así los dos días. Así, con aquella naturalidad que no lo era. Por eso, cuando llegó el momento de regresar a la finca, el domingo por la tarde, respiró mejor. —Hace un día espléndido —le dijo él, mirando desde el ventanal—. En la finca se estará muy bien —y riendo, él que casi nunca reía—: Dentro de unos meses, podré tomarme unas vacaciones, y nos iremos por ahí. A donde sea. Eso, contando que no lleguen niños. Se ruborizó. Estaba dentro del baño y le oía hablar. Enrojeció como si Roger estuviera a su lado mirándola, diciéndole cosas. ¡Qué cosas! Ella nunca supo cuántas cosas le dijo Roger. Pero se las dijo. A veces ni le entendía. Pero las sentía en su oído, y hasta se le metían a veces en la boca. Era como si la sangre diera vueltas y vueltas… ¡Muchas vueltas! Y se paralizara después. —Tengo que salir —le gritó—, ¿A qué hora vengo a buscarte? Debiera de agradecerle aquella naturalidad, fingida o verdadera.
Pero no sabía qué pensar. Y es que a veces, ella prefería vaciar el cerebro y quedarse lasa, sola y lasa. —¿Me oyes, querida? —Luego. Tardaré poco… —¿Una hora? —Bueno. Cuando oyó el ruido de la puerta del cuarto al cerrarse, respiró mejor. Realmente, no sabía si tenía el cerebro lleno de cosas, o totalmente vacío. Tal era su desconcierto. Tampoco sabía una cosa, y de ella tenía plena evidencia. Era la esposa de Roger, y por mucho que pensara en ello, no sentía odio. Tal vez debiera sentirlo, pero no lo sentía. En cambio, sí sentía una profunda y loca turbación, un encogimiento que no era capaz de evitar. Y a la vez, cosa compleja y paradójica, en el fondo, sentía una tranquilidad casi lasa. Como si los no fueran suyos, pero al habérselos prestado alguien, lo hiciera con toda sencillez y sinceridad. Procedió a vestirse con calma, y a veces, en un segundo, se acercaba al ventanal, miraba hacia la calle. Wichita Palls tenía no sé qué. Como un encanto o un embrujo, o una crispación. Todo era muy raro. O tal vez ocurría que ella lo veía así. Anochecía. Las luces de la calle se iban encendiendo. Los focos luminosos, parecían pertenecer a los cuentos de Las Mil y Una Noches. Cerró los ojos y se apresuró a alejarse de allí. Las maletas sobre el lecho, estaban hechas. Su traje de verano, sobre la cama. Lo vistió precipitadamente y se miró al espejo.
Pero, cosa rara, no miró su traje ya puesto sobre el cuerpo esbelto. No. Miró sus ojos. Sus ojos, en los cuales se reflejaba una vida íntima casi turbulenta. No se le ocurrió pensar en Iram. Es más, en ningún momento, en aquellos tres días transcurridos, se le ocurrió pensar en él. Todo lo llenaba Roger. Para bien o para mal, con placer o con amargura, con goce o con ira, todo lo llenaba Roger. —¿Estás lista? La voz de Roger, ronca, grata, con aquel dejo suave en el fondo, la sobresaltó. Giró sobre sí. Roger estaba allí. Allí en el umbral, con su cara pétrea, que para ella tenía… como algo indescriptiblemente luminoso. —Sí —dijo ahogadamente—. Sí. —Entonces, vamos, cariño. Tengo el auto listo, esperando…
* * *
Tal vez la familia no pensara nada de lo que ella pensaba. Pero lo cierto, lo terrible para Haya, para su juventud, para su inexperiencia, era que imaginaba cosas. Todas aquellas cosas que ellos pensarían, de cuanto ella había vivido con su marido. Por eso sentía una profunda y turbadora vergüenza. Era casi como si abriera los ojos y Law, Silva, Aldo y cada uno de los criados y los peones, la viera en su cuarto, en su vida más íntima con Roger. Por eso, en un arranque sacado de no sabía dónde, susurró a medio camino: —¿Tenemos por fuerza que… volver a casa?
Roger, que iba al volante, levantó el pie del acelerador y miró a la joven. —¿No… quieres? Le hurtó los ojos. Quería. Estacionar su vida. Es decir, afianzarla en algún sitio al fin, cosa grata para ella. Ella nunca tuvo hogar. La prueba estaba que ni siquiera el día de su boda aparecieron sus padres. Con casarla, con alejarla, era suficiente, al parecer. Claro que Roger ni los invitó, pero seguro que aunque lo hiciera, nadie acudiría, porque ella no era más que un estorbo en el hogar de su padre. Y a la sazón, iba a tener su propio hogar. Su casa, su familia. Pero nadie, tampoco podía evitar que ella sintiera vergüenza y violencia y rubor. —Di… —preguntó Roger, sin penetrar del todo en los sentimientos de su mujer —, ¿No quieres? —Sí, pero… Roger empezaba a entenderla. Así, sus dedos. Así con suavidad, como él hacía. Imposible imaginar a un hombre de apariencia tan ruda, siendo tan suave para ella. Deslizó su mano del volante y agarró los dedos que descansaban crispados en el regazo femenino. —No temas. Es natural todo lo que ocurre. Debe ser natural. Miles y millones de personas se casaron en el transcurso de la vida. Nosotros no somos únicos. Sólo unos más. Antes se casaron mi madre y mi padre, y tal vez, también, al regreso de su corto viaje de novios, mi madre sintió lo que sientes tú en este instante. Sí, era consolador. Siempre penetraba en el pensamiento. Siempre tranquilizaba y ayudaba. —¿Me entiendes, querida?
—Sí. —Pues a estar tranquila —y llevando los dedos femeninos a los labios, en aquel su hacer posesivo y protector— : Es mejor que las cosas ocurran así. No sé si me tacharás de egoísta, pero piensa que no lo soy. No me gustan las trampas ni las falsedades. La vida es algo muy real, y así, con realidad, me gusta vivir a mí. ¿Me entiendes? No del todo. Pero dijo que sí. No con la boca, pero sí con una cabezadita de asentimiento. —Mi familia es buena y noble —añadió bajo, sin poderla mirar, pues iba pendiente de la dirección del auto—. Te estiman, y mis padres siempre desearon que sus hijos se casaran. Que me casara yo, más que ningún otro, porque soy el heredero principal, la continuidad de una raza. ¿Lo vas comprendiendo? —Sí…, Roger. —Por favor, nunca pienses que soy un egoísta o un aprovechado. He decidido las cosas así, porque creo que es mejor para los dos —sonrió apenas—. Estoy satisfecho y feliz de haberme casado, y gozoso de tener una mujer como tú. Silencio. No sabía qué decir. Prefería cerrar los ojos y sentir a Roger, la protección de Roger cerca de sí. —Un día tendremos hijos —seguía el marido con suavidad, y sin soltar la mano que apretaba con inefable intimidad—. Y verás como te sientes más segura y más protegida al lado de algo tan tuyo como un hijo. Dime, Haya. ¿No eres feliz? ¿Te falta algo? La joven cerró aún más los ojos. ¿Le faltaba algo? ¿Lo echaba ella de menos? —Piensa —añadió Roger como si no esperase su respuesta— que yo te amo.
Eso sí no lo esperaba ella. Tanto es así, que, súbitamente, alzó la cabeza y abrió los ojos. —¿Te… asombra? —No… no… me has dicho nada. —¿Nunca? —No. —No soy adulador, ni halagador, ni demasiado expresivo. Pero cuando siento algo así lo manifiesto, y a ti…, te lo he manifestado. No le preguntaba si le correspondía ella. El era así, como era. Lo daba todo sin esperar nunca recompensa. Era de los que amaban o querían sin preocuparse de ser amado o querido, porque tal vez consideraba que, dando tanto…, tenía algún derecho a recibir algo. —Haya… —Sí, sí…, Roger… —No sabías… que te amaba. —No. —¿Qué entiendes tú por amor? —Pues… —No me lo digas —con aquella generosidad suya que atraía y atontaba—. No es preciso. Sé que llegarás a quererme tanto como yo te quiero a ti. Y a necesitarme. Deseo que me necesites, Haya. Y me necesitarás. En otro podía parecer fanfarronería. En Roger tan sólo parecía humildad. Una conmovedora humildad.
—Estamos llegando —añadió al rato, sin que ella se atreviera a responder—. Muéstrate natural, ¿quieres? Piensa que estoy aquí a tu lado, para defenderte, para quererte, para protegerte… Sí. Era consolador sentir la protección de Roger y su ternura y su… pasión…
XIV
Salieron todos a recibirles. Law con su sonrisa provocadora. Silva con su simplicidad llena de ternura. Aldo con su mirada aguda y familiar. Los criados por las ventanas. Algún peón por el patio. Ella descendió ayudada por Roger. Y se vio ante la familia de su marido, cohibida y cortada. Pero Silva corrió a su lado y la apretó contra sí y la llenó de besos. Haya pensó ansiosamente: «Mamá, mamá.» Fero no pensaba en la madre de Roger. Pensaba en la suya propia, en que sería como aquella Silva que la besaba, si hubiese vivido. —Querida —decía Silva, atragantada—. Querida mía. Nadie parecía acordarse de las circunstancias en que se casó. Por lo visto, iraban tanto a Roger, que no itían que la esposa de su hijo mayor, pudiera ser infeliz junto a él. Y tenían razón. Una felicidad turbadora, inquietante, sí, pero felicidad al fin y al cabo. Una intensa y rara felicidad. De los brazos de Silva pasó a los de Aldo. —Tienes expresión asustada —dijo Aldo con su habitual campechanería—.
Recuerdo que cuando regresamos nosotros del viaje de novios, tu madre política tenía la misma mirada huidiza que hoy tienes tú. Debe ser corriente en las jóvenes recién casadas. Era un consuelo. Puede que Aldo Harrison no lo creyera así, pero para ella, lo que decía su suegro era un consuelo. De los brazos de Aldo pasó a los de Law. Este la besó dos veces y le dio una palmadita en la cara, y le dijo entre serio y guasón. Una guasa muy cariñosa: —Tendré que decirle a Norma que venga mañana a verte. Vamos a casarnos y me gustaría que le dijeras que es muy bonito casarse. —Lo es —dijo casi sin poderlo evitar. Law rió. Y ella sintió los dedos de Roger, aquellos dedos familiares, íntimos, fogosos en su hombro. —Vienes cansada, querida. Entra a descansar. La empujaba. Todos se deslizaron dentro de la casa. Aldo seguía hablando por los codos. Silva caminaba al lado de la joven esposa, riendo y bromeando. Pero ella sentía los dedos de Roger protegiéndola. Cálidos en su hombro, como diciendo: «Tranquila, que yo estoy aquí.» Fue una comida familiar, íntima, grata. Poco a poco, ella fue tomando confianza en sí misma y en los demás, y cuando Aldo, no supo ella por qué, nombró a Iram, no se inmutó. No se inmutó, no sólo en apariencia. Es que Iram empezaba a no decir nada a su mente, ni a sus sentimientos. Tal parecía un desconocido. Cuando pasaron al salón, volvió a sentir los brazos de Roger en su cintura.
—Haya está cansada —decía—. Nos retiramos. —Claro —decía Silva—. Claro, hijo. Ella nunca supo cómo dijo: —Buenas… buenas noches. —Buenas. —Hasta mañana. Se fue con él. Una a una subieron las escaleras. Aún le oyó gritar a Silva: —En dos días, procuramos arreglar tu cuarto para los dos, Roger. —Gracias, madre. —Si te parece que falta algo…, ya lo harás tú mismo, o mandarás hacerlo. Buenas noches, hijos. ¡Un hogar! ¡Un marido! ¡Una madre y un padre! Nunca sintió aquella sensación de plenitud. Y sintió a la vez, la protección turbadora de aquella voz de Roger, y sus dedos sujetándola. Tal vez Roger iba a decir algo de ambos, de los sentimientos de los dos. Y eso sí que la turbaría más. Prefería que Roger se comportara con naturalidad, y con naturalidad se comportó. Al llegar a su cuarto, le dijo bajo:
—Mira, ¿te gusta? —Es… tu cuarto. —Sí. Ahora lo será de los dos. Otra cosa más en común. ¿Cuántas tenían ya? Roger la atrajo hacia sí y la envolvió en sus brazos. —¿Estás contenta? Le buscaba los ojos. En aquel su hacer cálido, tal vez un poco rudo, pero muy suyo. Muy personal. —Sí. Le sujetaba el mentón con la mano. El hacía así. Ya iba conociéndolo mejor. Cuando le sujetaba la cara de aquella manera, es que iba a besarla. ¡Sus besos! ¡Hondos y cálidos! Decían mil cosas. La besó largamente. Abrió los labios en aquel su hacer protector y posesivo. Mucho tiempo. Cuando se dio cuenta, y por primera vez, Roger le decía: —Se besa así, así, así. Ella iba aprendiendo. —Sí —le dijo quedamente—. Así. Y todo después se hacía como una nube.
Una nube rojiza y azulosa. Intima, compleja. Cuando quiso darse cuenta estaba en sus brazos, allí, entregada a él, y Roger decía muchas cosas. Aquellas cosas de Roger tenían no sé qué. Como un encanto, como un embrujo. —Cada día —decía Roger bajísimo— eres mejor. Tenía que serlo. A su lado…, despertaba una piedra, cuanto más ella, que era un ser hipersensible.
* * *
—Voy a casarme el mes próximo —decía Norma— y me gustaría saber… —¿Saber? —Si merece la pena. Ella, Haya, se menguó un poco. Cierto que era su futura cuñada. Cierto que en aquella casa amaban a Norma. Y cierto que ella se consideraba su amiga, pero no podía ni sabía hablar de su intimidad con Roger. Era todo… todo… tal como era. —A mí me da miedo el matrimonio —seguía diciendo Norma con cierta guasa y seriedad a la vez—. Amo a Law, pero… ¿Merece la pena? Haya respiró fuerte. —La merece.
—Me pregunto si no es que estás en tu primer mes de casada. —¿Un mes ya? Y pudo añadir: «Si parece que me casé anteayer.» Norma se echó a reír. Se hallaban ambas en el bosquecillo. Tendidas boca abajo sobre la yerba. El atardecer parecía estacionarse. El sol enrojecía y se perdía muy despacio al otro lado del valle. Los campos eran amarillos y la yerba seca se amontonaba en las esquinas del prado. —Faltan dos días para cumplirse el mes —rió Norma, divertida—. Parece que te va bien. Cuando no se nota el tiempo correr, es que todo marcha estupendamente. Marchaba. Era… como una necesidad ser la esposa de Roger. Si le faltara Roger…, se moriría. —¿No hay novedad? —¿Novedad, de qué? —Bebé, mujer. —Oh —se ruborizó—. No sé. No…, aún no. —Te pones colorada. —Tienes unas cosas… —Dime, dime, Haya. ¿Eres feliz?
Alzó una ceja. ¿Podía dudarse? Roger lo llenaba todo. Lo absorbía todo, lo poseía todo. —Sí. —Lo dices vacilante. Porque le daba vergüenza confesarlo. Pero nunca debido a la duda. —Law anda loco porque nos casemos antes. Te pregunto a ti. ¿Crees que merece la pena hacerlo? —Sí. —Eres tan lacónica. —Regresan de los campos. Mira la caravana. —Oh… Se pusieron las dos en pie. En efecto, la caravana regresaba. Law y Roger a la cabeza. Roger se separó del grupo y galopó hacia ellas. Sus ojos marrón lo decían todo. ¡Eran tan expresivos! ¿Quién iba a decirlo? —Te adora —dijo Norma, casi calladamente. Ella, Haya, ya lo sabía.
Nunca se hubiera imaginado todo aquello. Y menos, viniendo de Roger. —Haya —susurró Norma—. ¿No temes que un día vuelva Iram? ¿Quién era Iram? ¿Quién se acordaba de Iram? Podía haber miles de Iram en el mundo. Pero para ella…, no. —No importa. —¿No queda nada, nada, nada? —Nada — rotunda. Y fue al encuentro del jinete que desmontaba en aquel momento. Roger avanzó hacia ella. Un día entero sin verse. Era demasiado. Instintivamente, Haya, con aquel su hacer que aprendió de él, se pegó a su pecho. —Me echaste de menos —susurró Roger. —Sí, sí… Y se oprimió más contra él, como si sintiera la sensación de que Roger la poseía.
XV
Ocurría todos los días invariablemente. Con cualquier pretexto, a cierta hora, la asía de la mano y la llevaba con él. Aquella noche ocurrió antes que otras veces. Silenciosamente, ambos subieron hacia el segundo piso. —¿Por qué? —preguntó ella. Iba teniendo más confianza en su marido. No toda la que se debe tener, pero sí mucha más de la que tenía el día que se casó con él. —No sé —rió Roger—. Lo deseaba. Me cansa la tertulia familiar. Y lo curioso es que yo siempre fui familiar. —Tus padres son buenos. —¿Y quién lo duda? Pero… cuando uno tiene esposa, cifra en ella toda la familia, la compendia en ella —se echó a reír de aquella manera en él algo confusa—. Es como una cadena llena de eslabones. Todos los maridos hacen y harán igual, y lo hicieron hasta ahora. Me refiero a los hijos que se casan. La empujaba blandamente hacia la intimidad de la alcoba. —Mira —dijo, mostrando un ramillete de flores silvestres. —¿Qué es? —Para ti. —¿Para… mí? Roger la besaba.
De aquella manera. En plena boca. Haciéndola sentir a ella un montón de cosas. Cosas inefables. Estremecedoras, enloquecedoras. —Roger… —Sí. —No sé qué me pasa. —Yo sí… lo sé. —¿Lo sabes? Reía. Una risa ronca. —Lo… estoy sabiendo. —Ah. Y nadie hubiera acertado con el significado de aquel, «ah», porque ella misma lo ignoraba. Sin soltarla, Roger fue hacia el búcaro de donde extrajo las florecillas azulosas y verdes. —Lo recogí en el campo para ti. —No te lo vi antes, cuando llegaste al campo. —Es que estaba Norma contigo. —¿No recogió Law otro para ella? —No. —Pero… ¿por qué?
—No lo sé. Es distinto. —¿Distinto? —y bajo—: Para… Hablame. Roger cayó con ella en el fondo del diván. La sentó en sus rodillas. —¿Por qué diferente, Roger? —No sé… Pero estoy seguro de que lo es. Lo nuestro… es… íntimo, de dentro. Se siente de verdad. No sé, no me preguntes —y riendo otra vez, metiendo su cara entre la garganta de su mujer—. Lo nuestro es sublime, espiritual, físico… todo. ¿No es cierto? Nunca fue tan expresiva. Le cruzó los brazos por el cuello sin saltar de sus rodillas. Quedó encogida en sus brazos. —Haya… —No sé si es diferente —dijo—. Es… nuestro y muy inefable, como tú dices. Se lo dijo así. Besándola. Con sus labios abiertos sobre los de ella. Sintiéndola palpitar en su cuerpo. —Ha vuelto Iram. Hala, ya estaba dicho. La sintió crisparse. Un silencio. Después… —Ha… vuelto.
—Sí. Está en Wichita Falls. Tal como es, como yo se que es, vendrá mañana. Antes lo matan que no dar la campanada. Dicen por ahí que se casa en Nueva York, y que allí se irá a trabajar. Pero yo quiero decírtelo para que… —¿Para qué? Se apartaba de él para mirarle a los ojos. —No sé. Para que tú lo sepas y estés prevenida. —¿Prevenida? —Pues… sí. Saltó de sus rodillas. Quedó algo tensa. Roger se le acercó por la espalda, pero no se atrevió a tocarla. —Haya… La joven respiró hondamente. —No necesito estar prevenida. No… no lo necesito. Roger la acercó a sí y la joven dio la vuelta en sus brazos. Ocurrió algo maravilloso. Haya levantó los brazos, rodeó con ellos el cuello de su marido, y después se oprimió contra él y abrió los labios golosamente sobre la boca de Roger. —Haya… —Eso es… lo que… yo siento. Eso…
* * *
Debió de aprovechar aquel momento. Le oyó hablar con sus padres en el salón e intentó ocultarse en su cuarto. Roger y Law andaban trabajando por los campos. La recolección estaba en su punto álgido. ¿Cobardía por parte de Iram, presentarse en su casa a una hora en que sus hermanos se hallaban ausentes? Ya sabemos lo que son los padres. Lo perdonan y lo olvidan todo. Todo lo sufren por un hijo. Iram tenía que saberlo, por eso estaba allí. Pero ella, fuerte, firme, habiendo aprendido tanto de Roger, de súbito no le dio la gana ocultarse en su cuarto, y se quedó en la terraza en espera de que Iram apareciese. Le oía hablar de sus planes. El ventanal estaba abierto y por él se filtraba la voz de Iram. Se preguntó si le quiso algún día. No. Lo de ella con Roger, era distinto. ¡Muy distinto! Absorbente, apasionante. Inefable. Muchas veces se preguntaba si a la par de esposa, no era ella amante de su marido. Lo era. Y le gustaba serlo. Todo era muy distinto a cuando se casó con Roger. —Pienso establecerme en Nueva York —decía Iram. —¿Solo? ¿Casado? —preguntaba la madre, ilusionada. ¡Qué ingenuos e inocentes! —Casado, tal vez. Pero de momento solo. Necesito algún dinero. —Iram, te dimos más del que nunca te correspondería por herencia.
—Padre… —Nosotros apenas si tenemos nada aquí. Todo se lo hemos pasado a Roger. ¿Por qué no hablas con él? Eran así de inocentes. Por lo visto, ya habían olvidado el escándalo. Claro. ¡Qué sabían ellos! El matrimonio de Roger con ella salió bien, porque Roger llenaba toda su vida. Pero pudo ser distinto, y el culpable de que hubiera ocurrido una desgracia, estaba allí, pidiendo dinero, comportándose como si en la vida hubiese roto un plato. No sintió ira. Ya no. Sintió pena. La pena que hubiese sentido por cualquier prójimo desvalido y sin personalidad. —Roger no es mi padre —decía Iram—. Mis padres sois vosotros, y a vosotros os pido lo que necesito. Hubo un silencio. Desde la terraza, Haya se imaginó a sus suegros mirándose interrogantes. —De todos modos —decía Aldo— no creo que tengamos gran cosa. Cuando terminaste la carrera, te dimos tu parte. La pediste. Consultamos con Roger y él dijo que podíamos dártela. No creo que ahora… —Padre, si no me dais lo que necesito, me enfrentaré con Roger. —Y de súbito, riendo—: Se casó, ¿no? Qué Quijote. —¿Qué dices? —Nada. Pensaba en voz alta.
—¿Y qué pensabas? —No tiene importancia. Os pido algo de dinero. No volveré mucho por aquí. Tal vez tardéis en verme años… Quiero rehacer mi vida. Fundar una familia… —Es mentira. La voz que surgió tras Haya estremeció a ésta. —Tú —e instintivamente se apretó contra su marido. —Sí. Vi el auto de Iram… Y me dije… Pero, guarda silencio, quiero oír lo que dice… —Necesito ese dinero. Haya se apretó más contra Roger. —Debes de dárselo —siseó. —Espera. —No podremos darte nada —decía Aldo—, Tendrás que hablar con Roger. —Aguarda aquí —le dijo Roger—. No te muevas. Haré mi aparición en el salón. La soltó. Entró en el salón y, desde la terraza, Haya imaginó el espectáculo. La expectación. —Tú… —oyó decir a Iram. —Hola —respondió Roger con naturalidad. —Creí que estabas en… —Claro. Por eso has venido. Te estuve oyendo. El pobre Quijote te dice que no hay dinero. Has llevado más, en toda tu vida, de lo que queda en esta casa. Más que se llevará Law el día que se case, no te conocen. A mí me ocurrió.
—Me ama y la amo. ¿Tienes algo más que decir? Haya les imaginó desafiantes, uno frente a otro, porque oyó la voz angustiosa de Silva. —Roger, por favor…, no le pegues. —¿Pegarme a mí, madre? —Os ruego prudencia. Haya oyó la voz irritada de Iram. —No pensarás que tu mujer te ama. Me amaba a mí, y se casó contigo por… por… Haya decidió entrar.
XVI
Todos quedaron un poco sorprendidos cuando Haya entró diciendo: —Hola. Así. Nunca tan segura se sintió de sí misma. Ni nunca tan enamorada de Roger como en aquel instante en que podía comparar a los dos hermanos. Iram la miró, cegador. Fue a decir algo. Pero Haya se acercó a su esposo, le rodeó la cintura con sus brazos y alzó la cara. Le miró largamente a los ojos. —Gracias, Roger. —¿Gra…cias? —Por haberme apartado de Iram. Nunca pensé que… tuviera que agradecértelo tanto. Iram estaba pálido de ira. Fue a decir algo, pero Roger giró sobre sí, apretando a su mujer contra su pecho, y se alejó hacia la puerta. Ya desde allí, se volvió para decir: —Diré a Law que te lleve mañana algún dinero. Sólo por mi tranquilidad junto a Haya. Ah, y procura venir de visita, si quieres, pero no a pedir más dinero. Se acabó el maná.
Pensaron que podían retirarse solo. Pero Iram corrió tras ellos y los alcanzó en el vestíbulo. —Te has casado con ella porque yo quise. —De acuerdo. Es por eso que te doy algún dinero. —Ella me quería a mí. Haya nunca estuvo tan tranquila ni tan segura de sí misma. Apretada con los dos brazos en la cintura de su marido, miró a Iram con desdén. —Eso debe de ocurrirles a todas las mujeres que tratas. Te aman mientras no te conocen. A mí me ocurrió. —Óyeme… —No más, Iram. Ya te dije lo que había. —No se lo has dicho todo, Roger. —¿No? —No. Voy a tener un hijo tuyo. Y siendo así… necesitamos velar por su porvenir. Esta casa… de visita, Iram tiene razón, Roger. Dinero… no más. —¿Un hijo? —casi gritó Roger. Iram se dio cuenta de que era cierto lo que aquéllos decían. Se amaban. Dio una patada en el suelo y echó a andar hacia la puerta. —¿No te despides de tus padres, Iram? —le gritó Haya. —Al diablo. Al diablo. —¿Un hijo, Haya? —decía Roger, olvidándose de sus padres y de su hermano.
—Ese es Iram. Así —dijo Haya bajo—. Como le ves —y después, quedamente —: Vamos, vamos a donde estemos solos. Sí, un hijo. Un hijo tuyo y mío. Se oyó el motor del auto de Iram, y casi en seguida apareció Law algo despavorido. Al ver a la pareja abrazada en mitad del vestíbulo, dijo preguntando: —¿Qué le pasa a Iram? Acabo de verle y cuando fui a saludarle, casi me dio con la puerta de su coche en las narices. —Toma —dijo Roger soltando a su mujer y sacando del bolsillo una chequera —. Llévale esto al hotel. Supongo que se hospedará en el de siempre. Dile que es el último dinero que le doy. —Pero… es de tu bolsillo, Roger. —¿Y qué le vamos a hacer? Tú eres testigo. No habrá más dinero —y después, el tiempo de entregarle el talón firmado—: Tengo una noticia deliciosa, Law. Voy a tener un hijo. Es decir, lo va a tener mi mujer.
* * *
Anochecía. Haya abrió el ventanal de par en par. Después, dio la vuelta sobre sí misma. Roger parecía cansado. Contento, pero cansado físicamente. Se hallaba tendido en un diván y tenía los ojos semicerrados. Haya nunca fue hacia él así, directamente. Siempre era Roger quien la buscaba. Pero en aquel momento, fue al lado de su marido y se arrodilló en la alfombra, quedando inclinada hacia Roger. —Estás angustiado, Roger.
—No… Te aseguro que no. Sus dedos, algo temblones, acariciaban lentamente el cabello de su esposa. —Me entristece que estés así. Te di una buena noticia. —¿Para contrarrestar el dolor que me produce la actitud de Iram? —Tenía que dártela, y preferí hacerlo delante de él. —Haya… —Sí —se pegó a él—. Dime, Roger. —¿Me amas? —¿Cómo… lo dudas? —Nunca me lo dijiste. Haya abrió los labios sobre la boca de su marido. Le besó largamente. Los dedos de Roger la rodearon, se crisparon en la espalda femenina. —Haya… —¿Qué… qué… dices ahora? —¿Lo… sientes así? ¿No es porque yo te enseñé a besar de ese modo? Di, di. Haya reía. Una risa nerviosa, excitante. Reía en la misma boca de su marido, buscando sus ojos. Sus ojos color marrón, tan tremendamente expresivos en aquel instante. —¿Eres tonto? —¡Haya!
—Olvídate de Iram…. Es… como un muñeco. Un muñeco de aspecto muy seductor, pero lleno de serrín, por dentro. Yo te vi a ti tal Cual eres. De repente, Roger preguntó de modo raro: —¿Te ofendí mucho? Haya se separó un poco de él, pero Roger, inesperadamente, la atrajo hacia sí y la metió a su lado en el diván. —¿Te ofendí mucho? —¿Qué… dices? —Aquel día que nos casamos. ¿Qué esperabas de mí? ¿Que te dejara sola? ¿Te ofendí mucho metiéndome tanto en tu vida? Di. Se oprimió contra él. —Tonto. —Di. —No. No me ofendiste nada. —Ahora lo piensas así. Pero aquel día… —Me ahogas. —Di, di. Es como una horrible pesadilla para mí. —No, Roger —tenía un dejo ahogado la voz femenina—. No, cariño. Si me hubieras dejado sola aquel día… hoy aún estaría sola. Tenía que conocerte, y empecé a conocerte aquel día. —Querida. —Que van a venir a llamarnos para comer. —¿Y qué importa?
—Es que… —¿No quieres estar aquí conmigo? Se apretó más contra él. Sentía su calor. Su fuerza. Su pasión. Era grato ser la amante de Roger en aquel instante. ¡Su apasionada amante! —Haya… —Estoy aquí. ¿No lo sabes? —Te siento… —Tenía que ser así para mí, Roger. —No soy seductor. —Eres…, eres… —Dilo. No se lo dijo. No podía. Estaba en sus brazos. Sentía a Roger en todo su ser. Era maravilloso ser así de Roger. —Eres… —Dilo.
Apenas si tenía voz Roger. Era como un niño grande, cuando estaba con ella. Un niño apasionado y consentido. Un niño audaz. —¿Te gusto? —Me gustas. —¿Así… un poco bruto como soy? —Así, así… Y fue ella, ella sola, la que buscó su boca y la que besó con ansiedad. Abajo decía Silva: —Es raro, vi llegar a Law y en seguida se fue. —A llevarle dinero a Iram. —¿Y ellos? —¿Ellos? —Roger y Haya. El marido reía. —¿Por qué ríes? Aldo volvió a reír, burlón. —Te has olvidado de cuando tú tenías… la edad de Roger y Haya. —Ah…, ah… Arriba, decía Haya, en los brazos de su marido:
—Te quiero. Te necesito. Te… te… Roger no la dejaba continuar. La besaba. Los besos, la posesión de Roger.
FIN
Me voy a casar contigo Corín Tellado
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Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2017
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