Las Aventuras De Huckleberry Finn u6032

Akal / Básica de bolsillo / 237

Serie Clásicos de la literatura inglesa

Mark Twain

Las aventuras de Huckleberry Finn

Traducción

M.ª José Martín Pinto

Diseño cubierta: Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original Adventures of Huckleberry Finn

© Ediciones Akal, S. A., 2011

Sector Foresta, 1 28760 Tres Cantos Madrid - España

Tel.: 918 061 996 Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3660-9

Aviso

Quienes intenten encontrar una motivación en esta narración serán procesados, quienes intenten encontrar una moraleja serán desterrados y quienes intenten encontrar una trama serán fusilados. Por orden del autor, G. G. Oficial de Artillería

Nota aclaratoria

En este libro se ha utilizado toda una serie de dialectos, a saber: el dialecto negro de Misuri, la versión más acusada del dialecto de las zonas más apartadas del suroeste, el dialecto habitual del condado de Pike y cuatro variantes modificadas de este último. Los matices no se han dado al azar ni son obra de la imaginación, sino que son fruto de una labor concienzuda contando con la guía fiable de la familiaridad personal con todas estas variantes del lenguaje. Hago esta aclaración porque, sin ella, muchos lectores podrían suponer que todos estos personajes estaban intentando hablar de maneras parecidas sin conseguirlo.

El autor[1]

[1] Las variantes del lenguaje utilizadas por el autor no se reflejan en esta traducción. Se ha procurado denotar la posición social de los personajes por su forma de hablar, en lugar de buscar modificaciones artificiales en el lenguaje, al no existir correspondencias entre los distintos dialectos y el castellano. [N. de la T.]

Capítulo 1

No sabes nada de mí si no has leído un libro que se llama Las aventuras de Tom Sawyer. Pero eso no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y fundamentalmente contó la verdad. Hubo cosas que se inventó, pero en general contó la verdad. No pasa nada. Nunca he visto a nadie que no mintiera alguna que otra vez, menos la tía Polly o la viuda o quizá incluso Mary. De la tía Polly, que es la tía Polly de Tom, y de Mary y de la viuda Douglas se cuenta todo en ese libro, que es sobre todo una historia real, aunque con algunas cosas inventadas, como dije antes. Ahora te cuento la forma en que termina el libro, y es así: Tom y yo encontramos el dinero que los ladrones escondieron en la cueva y que nos hizo ricos. Conseguimos seis mil dólares cada uno, todo en oro. Era un espectáculo asombroso verlo amontonado. Después el juez Thatcher se lo llevó y lo prestó con intereses, y nosotros conseguíamos un dólar al día cada uno, durante todo el año, más dinero del que nadie sabría cómo gastar. La viuda Douglas me acogió como si fuera hijo suyo y dijo que me civilizaría, pero era muy difícil estar en la casa todo el tiempo, teniendo en cuenta lo deprimentemente metódica y decorosa que era la viuda en todo lo que hacía. Así que, cuando ya no aguantaba más, me largué. Me volví a poner mis viejos harapos, volví a meterme en mi barril de azúcar y me sentí libre y satisfecho. Pero Tom Sawyer me buscó hasta dar conmigo y me dijo que iba a formar una banda de ladrones y que yo podría entrar si volvía con la viuda y me hacía respetable. Así que volví. La viuda lloró por mí y me llamó pequeña oveja descarriada y muchas otras cosas más, pero nunca con mala intención. Me volvió a vestir con ropa nueva otra vez y yo no hacía más que sudar y sudar y sentirme todo apretado. Y después empezaron otra vez las viejas costumbres. La viuda hacía sonar una campanilla para la cena y tenía que llegar a tiempo, y cuando llegaba a la mesa, no podía ponerme a comer enseguida, sino que tenía que esperar a que la viuda agachara la cabeza y refunfuñara un poco por las viandas, aunque la verdad es que no les pasaba nada. Vamos, nada aparte de que todo se cocinaba por separado. En un barril de restos y sobras es distinto; las cosas se mezclan y los jugos pasan de unas a otras y así saben mejor.

Después de la cena, ella sacaba su libro y me enseñaba cosas de Moisés y los juncos y yo estaba muy preocupado por saberlo todo sobre él. Pero enseguida soltó que Moisés llevaba muchísimo tiempo muerto, así que ya dejó de interesarme porque no me importan nada los muertos. Muy pronto me entraron ganas de fumar y le pedí a la viuda que me dejara. Pero no. Dijo que era una mala costumbre y que no era limpia, y que yo debía intentar no hacerlo más. Así es alguna gente, que la toma con algo sin tener ni idea de cómo es. Aquí estaba ella fastidiándome con Moisés, que no le tocaba nada y que no le servía a nadie para nada porque estaba muerto, y aun así, ella se creía en el derecho de criticarme por hacer algo que tenía su parte buena. Y encima, ella tomaba rapé; pero claro, eso estaba bien porque era ella quien lo hacía. Su hermana, la señorita Watson, una solterona delgada y soportable con anteojos, que acababa de venirse a vivir con ella, la emprendió conmigo ahora con un libro de ortografía. Me hizo trabajar mucho durante una hora, hasta que la viuda le dijo que se lo tomara con más tranquilidad. No podría haberlo soportado mucho más tiempo. Después, durante una hora fue de un aburrimiento mortal y yo estaba inquieto. La señorita Watson me decía «No pongas los pies ahí, Huckleberry». Y «No te sientes torcido de esa manera, Huckleberry. Siéntate recto». Y al momento, me decía: «¡No bosteces ni te estires así, Huckleberry! ¿Por qué no intentas comportarte?». Y después me lo contó todo sobre el sitio malo, y yo le dije que ojalá estuviera allí. Y entonces se enfadó, pero yo no lo dije con mala intención. Lo único que quería era ir a alguna parte; lo único que quería era un cambio y me daba igual lo que fuera. Ella dijo que era malvado decir algo así y que ella no lo diría por nada del mundo; que ella iba a vivir de modo que pudiera ir al sitio bueno. Bueno, pues yo no le veía ninguna ventaja a ir al sitio al que ella iba a ir, así que decidí que tampoco lo iba a intentar. Pero no lo dije porque eso sólo me causaría problemas y no serviría para nada. Y ahora que había empezado, seguía y seguía, y me lo contó todo sobre el sitio bueno. Me dijo que todo lo que había que hacer allí era ir de un lado para otro todo el día con un arpa en la mano cantando para siempre. Así que el sitio no me convenció. Pero no se lo dije. Le pregunté si creía que Tom Sawyer iría allí y me dijo que no, ni muchísimo menos. Así que me alegré porque lo que yo quería era que él y yo estuviéramos juntos. La señorita Watson siguió dándome la tabarra y se me hizo muy pesado y me sentí solo. Enseguida, hicieron entrar a los negros y dijeron oraciones, y luego

todo el mundo se fue a la cama. Yo subí a mi habitación con una vela y la puse encima de la mesa. Después, me senté en una silla al lado de la ventana e intenté pensar en algo alegre, pero no me sirvió de nada. Me sentía tan solo que casi deseaba estar muerto. Las estrellas brillaban y las hojas del bosque susurraban con mucha tristeza. Oí a un búho que en la lejanía ululaba por alguien que estaba muerto, y a un chotacabras, y a un perro que aullaba por alguien que se iba a morir; y al viento, que intentaba susurrarme algo y yo no conseguía entender lo que era y que hizo que me dieran escalofríos por todo el cuerpo. Y luego oí allá en el bosque ese sonido que hacen los fantasmas cuando quieren hablar de algo que les ronda la mente y no consiguen hacer que se les entienda, de modo que no pueden descansar tranquilos en sus tumbas y tienen que vagar penando así todas las noches. Me desanimé tanto y tenía tanto miedo que deseé tener compañía. Poco después, una araña empezó a treparme por el hombro, me la quité de encima de un manotazo y se quemó con la vela; antes de que me diera tiempo a moverme, ya estaba toda arrugada. No hacía falta que nadie me dijera que eso era una señal malísima y que me traería mala suerte, así que me asusté mucho y casi se me cae la ropa de cómo me temblaba el cuerpo. Me levanté y giré tres veces sobre mí mismo santiguándome al mismo tiempo cada vez y, después, me até un pequeño mechón de pelo con un hilo para mantener alejadas a las brujas. Pero, aun así, no me sentía seguro. Se hace eso cuando uno ha perdido una herradura que había encontrado, en vez de haberla colgado de un clavo sobre la puerta, pero no sabía de nadie que hubiera dicho que serviría para evitar la mala suerte cuando se ha matado a una araña. Me volví a sentar, temblando de pies a cabeza, y saqué mi pipa para fumar porque la casa estaba silenciosa como la muerte, así que la viuda no se enteraría. Después de largo rato oí cómo el reloj sonaba en el pueblo, bum, bum, bum, doce campanadas, y todo volvió a quedarse en silencio; más en silencio que nunca. Después oí cómo se quebraba una ramita en la oscuridad por entre los árboles; algo se estaba moviendo. Me quedé quieto y escuché con atención. Al instante oí un débil «miau, miau» allí abajo. ¡Qué bien! Contesté «miau, miau» lo más bajo que pude, apagué la luz y salí por la ventana para llegar hasta el tejado del cobertizo. Después me dejé caer hasta el suelo y me arrastré por entre los árboles y, efectivamente, allí estaba Tom Sawyer esperándome.

Capítulo 2

Fuimos de puntillas siguiendo un sendero por entre los árboles de la parte de atrás, hacia el final del jardín de la viuda, andando encorvados para que las ramas no nos arañaran la cabeza. Cuando pasábamos por la cocina, tropecé con una rama e hice un ruido. Nos agachamos y nos quedamos inmóviles. El negro grande de la señorita Watson, que se llama Jim, estaba sentado en la puerta de la cocina; nosotros lo veíamos muy bien porque había una luz detrás de él. Se levantó y estiró el cuello un minuto, escuchando. Después dice: —¿Quién está ahí? Escuchó un poco más y después baja de puntillas y se queda justo entre nosotros; lo podríamos haber tocado, o casi. Bueno, pareció que pasaron minutos y más minutos en los que no se oyó un ruido, y estábamos todos allí tan cerca. Un sitio de mi tobillo empezó a picarme, pero no me atrevía a rascarme; y después me empezó a picar la oreja, y después la espalda, justo entre los hombros. Parecía que me iba a morir si no me podía rascar. Bueno, pues de eso me he dado cuenta un montón de veces desde entonces. Si estás con la gente de clase, o en un funeral, o intentando dormirte cuando no tienes sueño, o si estás en cualquier sitio donde no te debes rascar, pues entonces te pica por todas partes en más de mil sitios. Pronto dice Jim: —Di, ¿quién eres?, ¿quiénes sois? Que me maten si no he oído algo. Bueno, pues ya sé lo que voy a hacer. Me voy a sentar aquí a escuchar hasta que lo oiga otra vez. Así que se sentó en el suelo entre Tom y yo. Echó la espalda contra un árbol y estiró las piernas hasta que una de ellas casi toca una de las mías. Me empezó a picar la nariz y me siguió picando hasta que se me saltaron las lágrimas. Pero no me atrevía a rascarme. Después empezó a picarme por dentro. Y después se puso a picarme debajo y yo no sabía cómo iba a poder quedarme sentado quieto. Y esta angustia duró por lo menos seis o siete minutos, aunque a mí me pareció bastante más tiempo. Ahora me picaba en once sitios diferentes. Calculé que no iba a poder aguantarlo más de un minuto, pero apreté fuerte los dientes y me preparé para intentarlo. Justo entonces, Jim empezó a respirar pesadamente,

después empezó a roncar y, muy poco después, yo ya estaba cómodo otra vez. Tom me hizo una señal, una especie de ruidito con la boca, y nos alejamos de allí gateando. Cuando estábamos a unos tres metros de distancia, Tom me susurró que quería atar a Jim al árbol sólo para divertirnos; pero yo le dije que no, que podría despertarse y armar un alboroto, y entonces se enterarían de que yo estaba en el ajo. Después Tom dijo que no tenía suficientes velas y que se iba a colar con sigilo en la cocina para coger más. Yo no quería que lo intentara. Le dije que Jim podría despertarse y entrar, pero Tom quería arriesgarse a intentarlo, así que nos metimos allí y cogimos tres velas, y Tom dejó cinco centavos encima de la mesa como pago. Después salimos y yo estaba desesperado por largarme, pero a Tom nada le parecía suficiente y tuvo que arrastrarse hasta donde estaba Jim, gateando, y gastarle una jugarreta. Esperé, y me pareció un buen rato porque todo estaba muy tranquilo y solitario. En cuanto Tom regresó, nos largamos por el sendero, rodeamos la valla del jardín y enseguida estuvimos en la cima de la empinada colina que estaba al otro lado de la casa. Tom me dijo que le había quitado a Jim el sombrero de la cabeza con cuidado y que lo había colgado de una rama justo por encima de él, y que Jim se había movido un poco pero no se había despertado. Después Jim contó que las brujas lo hechizaron y lo pusieron en trance, y que fueron montadas en él por todo el estado, y que después lo sentaron otra vez debajo de los árboles y colgaron el sombrero en una rama para demostrar quién lo había hecho. Y la siguiente vez que Jim lo contó, dijo que lo montaron hasta Nueva Orleans; y después de eso, cada vez que lo contaba, lo estiraba más y más, hasta que pronto dijo que fueron montadas en él por todo el mundo y que lo dejaron muerto de cansancio y que tenía toda la espalda llena de llagas. Jim estaba enormemente orgulloso de ello, y hasta tanto llegó que casi no les hacía caso a los otros negros. Los negros venían desde millas de distancia para oírle contarlo, y era más respetado que ningún otro negro de aquella región. Los negros de fuera se quedaban de pie con la boca abierta mirándolo de hito en hito, como si él fuera una maravilla. Los negros siempre están hablando de brujas en la oscuridad al lado del fuego de la cocina, pero cuando alguno estaba hablando y dando a entender que sabía de esas cosas, entraba Jim como por casualidad y decía: «¡Bah! ¿Qué sabes tú de brujas?», y ese negro cerraba la boca y tenía que quedarse en segundo plano. Jim siempre llevaba la moneda de cinco centavos colgada de una cuerda alrededor del cuello, y decía que era un amuleto que le había dado el mismísimo diablo con sus propias manos y que le había dicho que podía curar a cualquiera con él y que podía hacer venir a las brujas cuando

quisiera con sólo decirle algo; pero nunca dijo qué era lo que le decía. Los negros venían de todas partes y le daban a Jim lo que tuvieran sólo por echarle un vistazo a la moneda de cinco centavos, pero no la tocaban porque el diablo le había puesto las manos encima. Jim ya casi no servía para criado, porque se volvió muy estirado con eso de haber visto al diablo y de que las brujas se hubieran montado en él. Bueno, cuando Tom y yo llegamos al borde de la cima de la colina, miramos hacia el pueblo y vimos que centelleaban tres o cuatro luces donde había gente enferma, quizá; y las estrellas brillaban muy bonitas por encima de nosotros. Y abajo, al lado del pueblo, estaba el río, de una milla entera de ancho y terriblemente tranquilo y majestuoso. Bajamos de la colina y nos encontramos con Jo Harper y con Ben Rogers, y con otros dos o tres chicos más, escondidos en la vieja curtiduría. Así que soltamos un bote y remamos dos millas y media río abajo hasta llegar a la gran roca de la ladera de la colina y desembarcamos. Fuimos hasta un grupo de arbustos, y Tom les hizo a todos jurar que guardarían el secreto, y después les enseñó un agujero de la colina, justo en la parte donde los arbustos eran más espesos. Después encendimos las velas y entramos arrastrándonos sobre las manos y las rodillas. Avanzamos unas doscientas yardas y después la cueva se ensanchó. Tom estuvo fisgoneando por los distintos pasadizos y pronto se agachó para pasar por debajo de una pared por donde tú no te habrías dado cuenta de que había un agujero. Avanzamos por un sitio estrecho y entramos en una especie de habitación, toda húmeda y pringosa y fría, y allí nos paramos. Y dice Tom: —Ahora creamos esta banda de ladrones que se llamará la Banda de Tom Sawyer. Todos los que quieran unirse a ella tienen que hacer un juramento y escribir su nombre con sangre. Todos querían. Así que Tom sacó una hoja de papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Todos los chicos tendrían que jurar ser fieles a la banda y no contar nunca ninguno de sus secretos; y si alguien le hacía algo a cualquiera de los chicos de la banda, al chico que se le ordenara matar a esa persona y a su familia tendría que hacerlo, y no podría comer ni dormir hasta que los hubiera matado y les hubiera hecho un corte en forma de cruz en el pecho, que era el signo de la banda. Y nadie que no perteneciera a la banda podría usar esa marca y, si lo hacía, había que desafiarlo; y si lo hacía otra vez, había que matarlo. Y si alguien que perteneciera a la banda contaba los secretos, había que cortarle el

cuello y después, quemar su cadáver y esparcir sus cenizas por todas partes, y había que borrar su nombre de la lista con sangre y nadie de la banda lo mencionaría de nuevo, porque además estaría maldito y sería olvidado para siempre. Todos dijeron que era un juramento precioso y le preguntaron a Tom si lo había sacado de su cabeza. Él dijo que en parte sí, pero que el resto lo había sacado de los libros de piratas y de los libros de ladrones, y que todas las bandas elegantes tenían uno. Algunos pensaban que estaría bien matar a las familias de los chicos que contaran los secretos. Tom dijo que era buena idea, así que cogió un lápiz y lo añadió. Y después dice Ben Rogers: —Aquí está Huck Finn y él no tiene familia. ¿Qué vas a hacer con él? —Bueno, ¿es que no tiene padre? –dice Tom Sawyer. —Sí, tiene padre, pero últimamente no hay quien lo encuentre. Solía estar tirado borracho con los cerdos en la curtiduría, pero no se le ha visto por estos sitios desde hace un año o más. Lo discutieron y me iban a excluir porque decían que todos los chicos debían tener familia o a alguien a quien matar, si no, no sería justo y honrado para los otros. Bueno, a nadie se le ocurría nada que hacer; todos estaban rompiéndose la cabeza sentados en silencio. Yo estaba ya a punto de llorar, pero, de pronto, se me ocurrió una forma, así que les ofrecí a la señorita Watson; podían matarla a ella. Todos dijeron: —Sí, sí, ella sirve. Está bien. Huck puede entrar. Después, todos se pincharon el dedo con un alfiler para que les saliera sangre con la que firmar y yo hice mi señal en el papel. —Ahora –dice Ben Rogers–, ¿cuál es la línea de acción de esta banda? —Nada más que robos y asesinatos –dijo Tom. —¿Pero a quién le vamos a robar? ¿Casas, ganado o…?

—¡Cosas! Robar ganado y esas cosas no es robar, es meterse en un sitio por la noche y llevarse algo –dijo Tom Sawyer–. Nosotros no somos ladrones. Eso no tiene ninguna clase. Nosotros somos salteadores de caminos. Nosotros paramos diligencias y carruajes en los caminos, enmascarados, y matamos a la gente y cogemos sus relojes y su dinero. —¿Siempre tenemos que matar a la gente? —Por supuesto. Es lo mejor. Algunas autoridades piensan de otro modo, pero por lo general se considera mejor matarlos. Menos algunos que se traen a la cueva esta de aquí y los retenemos hasta que paguen un rescate. —¿Un rescate? ¿Y qué es eso? —No lo sé. Pero eso es lo que hacen. Lo he visto en los libros; así que, por supuesto, eso es lo que nosotros tenemos que hacer. —¿Pero cómo vamos a poder hacerlo si no sabemos lo que es? —Vaya, maldita sea, tenemos que hacerlo. ¿No te he dicho que está en los libros? ¿Quieres ir haciendo las cosas de manera diferente a como está en los libros y liarlo todo? —Eso es muy fácil decirlo, Tom Sawyer, pero ¿cómo demonios van a rescatar a estos tíos si no sabemos cómo hacérselo? Ahí es adonde quiero llegar. Y ¿qué crees tú que es? —Bueno, no lo sé. Pero a lo mejor si los retenemos hasta que los rescaten, quiere decir que los retenemos hasta que estén muertos. —Ahora, eso ya me va pareciendo que debe ser algo parecido. Eso responde a la pregunta. ¿Es que no podías haberlo dicho antes? Los retendremos hasta que se rescaten hasta la muerte; y un grupo molesto que van a ser también, comiéndoselo todo y todo el rato intentando escaparse. —¡Qué cosas dices, Ben Rogers! ¿Cómo se van a escapar cuando tienen puesta una guardia dispuesta a matarlos si se mueven un pelo? —Una guardia. Anda, eso sí que está bien. Así que alguien se tiene que quedar levantado toda la noche sin dormir nunca nada, sólo para vigilarlos. A mí me

parece que eso es una tontería. ¿Por qué no cogemos un palo y les pagamos el rescate hasta la muerte en cuanto lleguen aquí? —Porque no está así en los libros, por eso. Ahora, Ben, ¿tú quieres hacer las cosas como hay que hacerlas o no?, ésa es la idea. ¿No te parece que la gente que hizo los libros es la que sabe cuál es la forma correcta de hacer las cosas? ¿Tú crees que tú les puedes enseñar algo? Ni en un millón de años. No, señor, nosotros los vamos a rescatar de la forma normal. —De acuerdo. No me importa; pero, de todos modos, a mí me parece una manera muy tonta. Dime, ¿y también matamos a las mujeres? —Mira, Ben Rogers, si yo fuera tan ignorante como tú, no dejaría que nadie se diera cuenta. ¿Matar a las mujeres? No, nadie ha visto nunca nada de eso en los libros. Tú las traes a la cueva y las tratas siempre con una educación exquisita; y enseguida se enamoran de ti y ya no quieren volver a casa. —Bueno, si ésa es la manera de hacerlo, estoy de acuerdo, pero a mí eso así no me interesa. Dentro de nada tendremos la cueva tan atestada de mujeres y de tíos esperando un rescate que no quedará sitio para los forajidos. Pero bueno, adelante, no tengo nada que decir. El pequeño Tommy Barnes estaba dormido ya y, cuando lo despertaron, estaba asustado y lloraba, y dijo que quería irse a casa con su madre y que ya no quería ser un forajido. Así que todos se rieron de él, y lo llamaron llorón, y él se enfadó y dijo que se iba a ir directamente a contar todos los secretos. Pero Tom le dio cinco centavos para que se estuviera callado, y dijo que nos fuéramos todos a casa y que nos reuniríamos a la semana siguiente y que robaríamos a alguien y que mataríamos a alguna gente. Ben Rogers dijo que él no podía salir mucho; sólo los domingos, así que quería empezar el domingo siguiente; pero todos los chicos dijeron que estaría mal hacerlo en domingo, y eso zanjó la cuestión. Acordaron reunirse y fijar un día lo más pronto que pudieran, y después elegimos a Tom Sawyer primer capitán de la banda y a Jo Harper, segundo capitán, y nos dirigimos a nuestras casas. Escalé por el cobertizo y me metí por la ventana sigilosamente justo antes de que rompiera el día. Mi ropa nueva estaba toda llena de grasa y de barro, y yo estaba

molido.

Capítulo 3

Bueno, por la mañana me dieron un buen repaso por culpa de la ropa; la vieja señorita Watson me lo dio; pero la viuda no me regañó, sino que sólo limpió la grasa y el barro, y parecía tan afligida que pensé que iba a portarme bien un tiempo si podía. Después la señorita Watson me llevó al oratorio y rezó, pero no tuvo ningún resultado. Me dijo que rezara todos los días y que se me concedería lo que quisiera. Pero no fue así. Lo intenté. Una vez conseguí un sedal, pero sin anzuelos. No me servía para nada sin anzuelos. Lo intenté por los anzuelos tres o cuatro veces, pero, por alguna razón, no conseguí que funcionara. Al poco tiempo, un día le pedí a la señorita Watson que lo intentara por mí, pero me dijo que yo era tonto. Nunca me dijo por qué y yo no fui capaz de averiguarlo de ninguna manera. Una vez me senté allí en el bosque y lo estuve pensando durante mucho rato. Y yo me dije, si cualquiera puede conseguir cualquier cosa rezando, ¿por qué el diácono Winn no recupera el dinero que perdió con el cerdo? ¿Por qué la viuda no recupera la caja de rapé de plata que le robaron? ¿Por qué no puede engordar la señorita Watson? No, me dije, esto no tiene sentido. Fui y se lo dije a la viuda, y ella me dijo que lo que se podía conseguir rezando eran «dones espirituales». Esto ya fue demasiado para mí, pero ella me explicó lo que quería decir: debía ayudar a otras personas y hacer todo lo que pudiera por otras personas, y cuidar de ellos todo el tiempo, y no pensar nunca en mí mismo. Esto incluía a la señorita Watson, tal como lo entendí. Salí y me fui al bosque y le di vueltas en la cabeza mucho rato, pero yo no le veía ninguna ventaja; sólo para la otra gente, así que al final decidí que ya no me iba a preocupar más por eso, sino que simplemente lo iba a olvidar. A veces, la viuda me llevaba aparte y me hablaba de la Divina Providencia de una manera que haría que a cualquiera se le hiciera la boca agua; pero a veces, la señorita Watson cogía y me lo derrumbaba todo otra vez. Llegué a la conclusión de que había dos Divinas Providencias, y un chaval pobre tenía bastantes posibilidades con la Divina Providencia de la viuda, pero si lo cogía la de la señorita Watson, ya no tenía nada que hacer. Lo pensé todo muy bien, y decidí que yo pertenecería a la de la viuda, si ella me quería, aunque por mucho que lo pensara, no entendía yo de qué manera iba a estar ella mejor que antes, después de ver lo ignorante y lo mísero y lo corriente que yo

era. A papá no se le había visto desde hacía más de un año, y a mí eso me resultaba cómodo; no quería verlo nunca más. Siempre me pegaba cuando estaba sobrio y lograba ponerme las manos encima; aunque yo solía irme al bosque la mayor parte del tiempo cuando él andaba por aquí. Pues, por estas fechas lo encontraron ahogado en el río, unas doce millas más arriba del pueblo; o eso decía la gente. O por lo menos creyeron que era él; dijeron que este ahogado era más o menos de su tamaño, y que era un andrajoso, y que tenía el pelo inusualmente largo; y eso sí que encajaba con papá, pero no pudieron distinguirle la cara en absoluto porque llevaba tanto tiempo en el agua que ya no parecía una cara para nada. Dijeron que estaba flotando boca arriba en el agua. Lo cogieron y lo enterraron en la orilla. Pero no estuve cómodo durante mucho tiempo, porque se me ocurrió pensar en una cosa: yo sabía muy bien que un ahogado no flota boca arriba, sino boca abajo. Así que supe, entonces, que éste no era papá, sino una mujer vestida con ropa de hombre. Así que volví a sentirme incómodo. Y pensé que el viejo aparecería otra vez más tarde o más temprano, aunque yo esperaba que eso no pasara. Jugamos a los forajidos de vez en cuando durante un mes, y después lo dejé. Todos los chicos lo hicieron. No le habíamos robado a nadie, no habíamos matado a nadie; sólo habíamos hecho como que sí. Solíamos salir del bosque de un salto y bajar a la carga contra los porqueros y contra las mujeres que iban en los carros al mercado con las verduras de sus huertos, pero nunca rodeamos a ninguno de ellos. Tom Sawyer decía que los cerdos eran «lingotes» y que los nabos eran «joyas», y después nos íbamos a la cueva a hacer una asamblea para hablar de lo que habíamos hecho y de a cuánta gente habíamos matado y marcado. Pero yo no le veía a aquello ninguna utilidad. Una vez Tom mandó a uno de los chicos para que corriera por el pueblo con un palo ardiendo, que él llamó una «consigna» (que era la señal de aviso para que la banda se reuniera), y después dijo que tenía noticias secretas que le habían proporcionado sus espías de que al día siguiente todo un grupo de comerciantes españoles y de á-rabes ricos iba a acampar en Cave Hollow con doscientos elefantes, y seiscientos camellos y más de mil mulas de carga, y todos cargados de diamantes, y que no tenían ni siquiera una guardia ni de cuatrocientos soldados, así que les tenderíamos una embuscada, como la llamó él, y los mataríamos a todos y nos llevaríamos las cosas. Dijo que teníamos que alistar y abrillantar las espadas y las pistolas, y prepararnos. Nunca pudo ni siquiera perseguir un carro de nabos, pero debía tener las espadas y las pistolas pulidas para eso, aunque no eran más

que listones y palos de escoba, y podrías restregarlos hasta que te pudrieras sin que después valieran ni un pito más de lo que valían antes. No creí que pudiéramos vencer a ese montón de españoles y árabes, pero quería ver los camellos y los elefantes, así que me presenté al día siguiente, que era sábado, en la emboscada; y cuando recibimos la señal, salimos corriendo del bosque y bajamos por la colina a toda velocidad. Pero no había ni españoles ni árabes, y no había camellos ni elefantes. No había más que una merienda de la escuela dominical, y encima no eran más que de primer curso. Se la reventamos y perseguimos a los niños hondonada arriba, pero no conseguimos más que rosquillas y mermelada; aunque Ben Rogers consiguió una muñeca de trapo y Jo Harper consiguió un himnario y un libro de salmos. Y después, el maestro se vino corriendo hacia nosotros y nos hizo soltarlo todo y largarnos. No vi ningún diamante, y así se lo dije a Tom Sawyer. Dijo que, aun así, allí había muchísimos; y dijo que también había árabes, y elefantes y más cosas. Le dije que, entonces, por qué no los veíamos. Me dijo que si no fuera tan ignorante y que si hubiera leído un libro que se llamaba Don Quijote, lo sabría sin tener que preguntarlo. Me dijo que todo era un encantamiento y que había cientos de soldados allí, y elefantes y tesoros y más cosas, pero que teníamos enemigos, a los que él llamaba magos, y que ellos lo habían convertido todo en una escuela dominical infantil, sólo por fastidiar. Le dije que si era así, entonces lo que teníamos que hacer era ir a por los magos y Tom Sawyer me dijo que yo era un zoquete. Y me dijo: —¡Anda! Un mago convocaría a un montón de genios y te harían picadillo como si nada antes de que te diera tiempo a abrir la boca. Son altos como árboles y anchos como iglesias. Le dije: —Bueno, pues supongamos que conseguimos que algunos genios nos ayuden a nosotros. ¿No podemos entonces darles a los de la otra panda? —¿Y cómo los vas a conseguir? —No lo sé. ¿Cómo los consiguen ellos? —Pues ellos frotan una vieja lámpara de estaño o un anillo de hierro, y los genios vienen a toda velocidad, con truenos y relámpagos estallando por todas

partes y rodeados por un humo ondulante, y están dispuestos a hacer todo lo que se les dice. No le dan ninguna importancia a arrancar una torre de perdigones de cuajo y pegarle en la cabeza al superintendente de la escuela dominical con ella, o a cualquier otro hombre. —¿Quién los hace ir así de rápido por todas partes? —Pues el que frota la lámpara o el anillo. Pertenecen a quien frota la lámpara o el anillo, y tienen que hacer todo lo que les diga. Si les dice que construyan un palacio de diamantes de cuarenta millas de largo y que lo llenen de goma de mascar, o de lo que tú quieras, o que se traigan a la hija del emperador de China para que te cases con ella, tienen que hacerlo; y, además, tienen que hacerlo antes de que salga el sol al día siguiente. Y más todavía, tienen que llevar ese palacio por todo el país a cualquier sitio al que tú quieras ir, ¿entiendes? Yo dije: —Bueno, pues yo creo que son un atajo de cabezas de chorlito por no quedarse ellos con el palacio, en vez de regalarlo tontamente de esa manera. Y es más, si yo fuera uno de ellos, me iría a Jericó a ver a un hombre antes que dejar mis cosas y venir a buscar al que ha frotado una vieja lámpara de estaño. —¡Qué cosas dices, Huck Finn! Tendrías que venir cuando la frotara, tanto si quieres como si no. —¿Siendo yo tan alto como un árbol y tan grande como una iglesia? Bueno, vale, pues vendría, pero te aseguro que obligaría a ese hombre a trepar el árbol más alto que hubiera en el país. —¡Cáscaras! No sirve de nada hablar contigo, Huck Finn. Parece que no sabes nada de nada, eres tonto del todo. Estuve pensando en todo esto dos o tres días y después llegué a la conclusión de que iba a averiguar si había algo de cierto. Cogí una vieja lámpara de estaño y un anillo de hierro y me fui al bosque y los froté y los froté hasta que me puse a sudar como un indio, planeando construir un castillo para venderlo. Pero no sirvió para nada; no vino ninguno de los genios. Así que llegué a la conclusión de que todo aquello no era más que una de las mentiras de Tom Sawyer. Supuse que él creía en los árabes y los elefantes, pero, por lo que a mí respecta, pienso de otro modo. Tenía toda la pinta de ser una escuela dominical.

Capítulo 4

Bueno, pues pasaron tres o cuatro meses y ya era bien entrado el invierno. Había estado yendo al colegio casi todo el tiempo y sabía deletrear, y leer, y escribir un poquito y sabía decir la tabla de multiplicar hasta seis por siete, treinta y cinco, y no creo que sea capaz de llegar más allá aunque viviera eternamente. De todas formas, tampoco les presto mucha atención a las matemáticas. Al principio, odiaba la escuela, pero poco a poco conseguí soportarla. Cuando me hartaba más de la cuenta, hacía rabona y la paliza que me llevaba al otro día me hacía bien y me animaba. Así que mientras más iba a la escuela, más fácil se me hacía. También me estaba más o menos habituando a las costumbres de la viuda, y ya no me resultaban tan desagradables. Eso de vivir en una casa y dormir en una cama me resultaba casi siempre demasiado difícil de aguantar, pero antes del frío, a veces me escabullía y dormía en el bosque, y eso era un descanso. Me gustaban más mis viejas costumbres, pero ahora me estaban empezando a gustar las nuevas también, un poco. La viuda decía que iba progresando lento pero seguro y que estaba haciendo las cosas muy satisfactoriamente. Dijo que no se avergonzaba de mí. Una mañana tiré el salero sin querer durante el desayuno. Fui a coger un poco de sal lo más rápido que pude para tirarla por encima del hombro izquierdo para mantener alejada la mala suerte, pero la señorita Watson llegó antes que yo, me lo quitó y me dijo: —¡Quita las manos de ahí, Huckleberry! ¡Siempre lo dejas todo hecho un desastre! La viuda me defendió, pero eso no iba a servir para evitar la mala suerte; eso lo sabía yo bien. Salí después del desayuno sintiéndome preocupado y tembloroso, preguntándome dónde me iba a caer y qué era lo que iba a ser. Hay maneras de evitar algunos tipos de mala suerte, pero éste no era uno de los de ese tipo, así que no intenté hacer nada y me limité a ir despacio y en alerta con el ánimo por los suelos. Bajé por el jardín delantero y pasé por los escalones por los que se atraviesa la

alta cerca de madera. Había una pulgada de nieve reciente en el suelo y vi las pisadas de alguien. Había subido desde la cantera y se había quedado cerca de los escalones un rato, y después había continuado rodeando la cerca del jardín. No lo entendía y, de alguna manera, resultaba muy curioso. Iba a seguir las huellas, pero me incliné para mirarlas bien primero. Al principio no noté nada, pero después ya sí. Había una cruz en el tacón de la bota izquierda hecha con clavos grandes para mantener al demonio alejado. Me erguí al segundo y salí pitando colina abajo. Miré por encima del hombro de vez en cuando, pero no vi a nadie. Llegué a la casa del juez Thatcher lo más rápido que pude y me dijo: —Hijo, estás sin aliento. ¿Has venido a por tus intereses? —No, señor –le dije–. ¿Hay algo para mí? —Sí, anoche llegaron los intereses de medio año. Más de ciento cincuenta dólares. Toda una fortuna para ti. Será mejor que me dejes invertirlos junto con tus seis mil, porque si te los llevas, te los gastarás. —No, señor –le dije–, no quiero gastarlos. No los quiero; ni los seis mil tampoco. Quiero que se los quede; quiero dárselos a usted, y los seis mil también. Se mostró sorprendido, como si no pudiera entenderlo, y me dijo: —¿Por qué? ¿Qué quieres decir, hijo? Y yo le dije: —No me haga preguntas, por favor. Va a quedárselos, ¿verdad? Me dijo: —Estoy confundido. ¿Pasa algo? —Por favor, quédeselos –le dije–, y no me pregunte nada, y así no tendré que decir mentiras. Lo estudió un rato y después me dijo:

—A-já. Creo que ya lo entiendo. Quieres venderme la propiedad, no regalármela. Ésa es la idea correcta. Después, escribió algo en un papel y lo leyó, y dijo: —Mira, ¿ves?, aquí dice «por una gratificación». Eso quiere decir que te la he comprado y que te he pagado por ella. Aquí tienes un dólar. Ahora, fírmalo. Así que lo firmé y me marché.

El negro de la señorita Watson, Jim, tenía una bola de pelo del tamaño de un puño que se había sacado del cuarto estómago de un buey y solía hacer magia con ella. Decía que tenía un espíritu dentro y que lo sabía todo. Así que fui a buscarlo aquella noche y le dije que papá estaba por allí otra vez, porque yo había encontrado sus huellas en la nieve. Lo que yo quería saber era qué iba a hacer y si iba a quedarse. Jim sacó su bola de pelo y le dijo unas palabras; después, la sostuvo en alto y la dejó caer al suelo. Cayó pesadamente y sólo rodó una pulgada más o menos. Jim probó de nuevo, y otra vez más, y se comportó exactamente de la misma manera. Jim se puso de rodillas y pegó la oreja a la bola y escuchó. Pero no sirvió de nada; dijo que no hablaba. Dijo que a veces no hablaba sin dinero. Le dije que tenía una vieja moneda falsa y pringosa de veinticinco centavos que no servía para nada porque el latón asomaba un poco por debajo de la plata y que no colaría de ningún modo ni aunque el latón no asomara, porque estaba tan pringosa que resultaba grasienta y que eso la delataría siempre. (Llegué a la conclusión de que no iba a decirle nada del dólar que me había dado el juez.) Le dije que era una moneda de muy mala calidad pero que quizá la bola la aceptara porque igual no notaba la diferencia. Jim la olió, la mordió y la frotó, y dijo que se las arreglaría para que la bola pensara que era buena. Dijo que iba a abrir por la mitad una patata blanca cruda y que metería la moneda en el corte y la dejaría allí toda la noche, y que a la mañana siguiente ya no se vería el latón ni estaría grasienta y que cualquiera del pueblo la cogería al minuto, y no digamos una bola de pelo. Bueno, yo sabía que la patata podía hacer eso; antes, porque se me había olvidado. Jim puso la moneda de veinticinco centavos debajo de la bola, se agachó y se dispuso a escuchar otra vez. Dijo que esta vez la bola de pelo estaba bien y que me diría la buenaventura completa si yo quería. Le dije que adelante, así que la

bola de pelo le habló a Jim y Jim me lo contó. Dijo: —Tu padre todavía no sabe qué es lo que va a hacer. A veces piensa que se irá y después vuelve a pensar que va a quedarse. Lo mejor es quedarse tranquilo y dejar que el viejo decida lo que va a hacer. Hay dos ángeles cerniéndose sobre él; uno es blanco y brillante y el otro es negro. El blanco lo hace ir por el camino correcto, durante un poco de tiempo, pero después el negro se le acerca deslizándose y lo fastidia todo. Nadie puede saber todavía cuál lo va a agarrar al final. Pero a ti te va a ir bien. Vas a tener un montón de problemas en tu vida, y también un montón de felicidad. Te harán daño a veces, y a veces también te pondrás enfermo; pero siempre volverás a ponerte bien. Hay dos chicas revoloteando a tu alrededor en tu vida. Una es rubia y la otra tiene el pelo oscuro; una es rica y la otra pobre. Primero te casarás con la pobre y después te casarás con la rica. Debes mantenerte alejado del agua todo lo que puedas y no corras riesgos por si acaso estuvieras predestinado a terminar ahorcado. Cuando encendí mi vela y subí a mi habitación aquella noche, allí estaba papá sentado, el mismo que viste y calza.

Capítulo 5

También había cerrado la puerta. Después me di la vuelta, y allí estaba. Antes siempre le tenía mucho miedo por lo mucho que me zurraba. Supuse que ahora también tenía miedo, pero al minuto me di cuenta de que estaba equivocado. Bueno, después del susto del principio, por así decirlo, cuando me quedé sin respiración por lo inesperado de encontrármelo allí; pero justo después de eso me di cuenta de que el miedo que le tenía no era como para preocuparme. Tenía casi cincuenta años y los aparentaba. Tenía el pelo largo, enredado y grasiento, colgándole a los lados y detrás se le veían los ojos brillantes, como si asomaran por entre vides. Era todo negro, no gris, y también lo eran las largas patillas revueltas. Su cara no tenía color, en los sitios en los que se le veía; era blanca, pero no blanca como el blanco de la cara de otros hombres, sino blanca como para asustarse; de un blanco que te ponía los pelos de punta, blanco como los sapos arborícolas o como la barriga de un pez. Y la ropa no era más que harapos, eso era todo. Tenía un tobillo descansando sobre la otra rodilla, y la bota de ese pie estaba destrozada y se le salían dos de los dedos, y él los movía de vez en cuando. El sombrero estaba en el suelo; era un viejo sombrero negro flexible con la corona hundida como si se tratara de una tapadera. Me quedé de pie mirándolo y él se quedó allí sentado mirándome a mí con la silla ligeramente inclinada hacia atrás. Dejé la vela y me di cuenta de que la ventana estaba levantada, así que había entrado escalando el cobertizo. Y seguía mirándome de arriba abajo. Y después dijo: —Ropa almidonada, y mucho. Te crees que eres un tipo importante, ¿no? —A lo mejor lo soy, a lo mejor no –le dije. —Déjate de labia conmigo –me dijo–. Te estás dando tú muchos aires desde que me fui. Ya te los quitaré yo antes de terminar contigo. Y también dicen que tienes estudios, y que sabes leer y escribir. Ahora te crees que eres mejor que tu padre porque él no sabe, ¿verdad? Ya te lo quitaré. ¿Quién te ha dicho a ti que podías andarte con tantas pretensiones y con tantas tonterías, eh?

—La viuda. Ella me lo dijo. —La viuda, ¿eh? ¿Y quién le ha dicho a la viuda que tuviera vela en este entierro? —Nadie se lo ha dicho nunca. —Ya le enseñaré yo a no entrometerse. Y tú, dejas ese colegio, ¿me oyes? Ya le enseñaré yo a la gente cómo criar a un chico para que se dé aires hasta con su padre y para que dé a entender que es mejor que él. Que no te pille tonteando en ese colegio, ¿me oyes? Tu madre no supo leer, y tampoco supo escribir hasta el día de su muerte. Nadie de la familia supo hasta el día de su muerte. Yo no sé, y aquí estás tú hinchándote de esta manera. No soy yo quien vaya a aguantarlo, ¿me oyes? Bueno, deja que te oiga leer. Cogí un libro y empecé algo sobre el general Washington y las guerras. Cuando llevaba medio minuto leyendo, agarró el libro con la mano y lo lanzó de un golpe al otro extremo de la habitación. Y me dijo: —Pues sí, sabes hacerlo. Tenía mis dudas cuando me lo dijiste. Y ahora, atiende, deja de darte aires. No voy a consentirlo. Estaré pendiente de ti, listillo, y como te pille en ese colegio, te daré una buena paliza. En cuanto me descuide, estarás metido también en la religión. Nunca he visto un hijo igual. Cogió un dibujo pequeño azul y amarillo de un chico con unas vacas, y me preguntó: —¿Qué es esto? —Es una cosa que me dan por aprenderme bien las lecciones. Lo rajó y me dijo: —Yo te daré algo mejor, te daré unos buenos latigazos. Se quedó allí sentado mascullando y gruñendo durante un minuto y después dijo: —Menudo dandi perfumado que estás hecho. Una cama, ropa de cama, y un espejo, y una alfombra en el suelo, y tu propio padre durmiendo con los cerdos en la curtiduría. En mi vida he visto un hijo igual. Seguro que te habré quitado

esos aires antes de que haya acabado contigo. ¡Vaya! Tus aires no tienen fin; dicen que eres rico, ¿eh? ¿Y eso cómo es? —Mienten. Así es. —Ten cuidado con cómo me hablas; ya estoy aguantando casi todo lo que soy capaz de aguantar, así que nada de impertinencias conmigo. Llevo dos días en el pueblo y no he oído hablar más que de que eres rico. Y también lo oí río abajo. Por eso he venido. Consígueme ese dinero para mañana; lo quiero. —No tengo ningún dinero. —Es mentira. Lo tiene el juez Thatcher. Ve a por él. Lo quiero. —No tengo ningún dinero, ya te lo he dicho. Pregúntale al juez Thatcher y él te dirá lo mismo. —De acuerdo. Le preguntaré, y también le haré pagar o tendrá que darme explicaciones. Dime, ¿cuánto tienes en el bolsillo? Lo quiero. —Sólo tengo un dólar y lo quiero para… —Me da igual para qué lo quieras. Simplemente suelta el dinero. Lo cogió y lo mordió para ver si era bueno, y entonces me dijo que se iría al pueblo a comprar whisky; me dijo que no había bebido nada en todo el día. Cuando ya había salido y estaba sobre el cobertizo, volvió a meter la cabeza y me maldijo por darme aires y por intentar ser mejor que él; y cuando creía que ya se había ido, volvió y metió la cabeza dentro otra vez, y me dijo que tuviera cuidado con lo del colegio, porque me iba a estar vigilando y me daría una paliza si no lo dejaba. Al día siguiente estaba borracho y fue a ver al juez Thatcher y lo intimidó e intentó que le diera el dinero, pero no pudo, y después juró que haría que la justicia lo obligara. El juez y la viuda acudieron a la justicia para que el tribunal me apartara de él y para que permitiera que alguno de ellos se convirtiera en mi tutor. Pero había un juez nuevo que acababa de llegar y que no conocía al viejo, así que dijo que los tribunales no deben interferir con las familias ni separarlas a menos que no

puedan remediarlo; dijo que él prefería no quitarle un hijo a su padre. Así que el juez Thatcher y la viuda tuvieron que dejar ese asunto. Eso agradó tanto al viejo que ya no podía quedarse tranquilo. Dijo que me azotaría hasta dejarme amoratado si no conseguía dinero para él. Le pedí prestados al juez Thatcher tres dólares y papá los cogió y se emborrachó y fue por ahí despilfarrando y lanzando juramentos y dando gritos de alegría y armando escándalo. Y siguió por todo el pueblo con una cacerola de hojalata hasta casi la medianoche; entonces lo metieron en la cárcel y al día siguiente lo llevaron ante el tribunal, y lo volvieron a encarcelar durante una semana. Pero él dijo que se sentía satisfecho, porque mandaba en su hijo y que él se encargaría bien de él. Cuando salió, el juez nuevo dijo que iba a convertirlo en un hombre, así que se lo llevó a su casa, lo vistió de limpio y lo invitó a desayunar, a comer y a cenar con la familia, y fue todo dulzura con él, por decirlo de algún modo. Y después de la cena, le habló de la abstinencia y de cosas así hasta que el viejo lloró y dijo que había sido un insensato y que había desperdiciado su vida, pero que ahora iba a pasar página y se iba a convertir en un hombre del que nadie se avergonzaría, y que esperaba que el juez no lo despreciara y que lo ayudara. El juez le dijo que le daban ganas de abrazarlo por esas palabras, así que lloró, y su mujer lloró otra vez; papá dijo que había sido un hombre al que nadie había entendido antes y el juez dijo que lo creía. El viejo dijo que cuando un hombre está deprimido lo que necesita es compasión y el juez dijo que así era, así que lloraron otra vez. Y cuando llegó la hora de acostarse, el viejo se levantó, extendió la mano y dijo: —Mírenla todos, caballeros y damas, cójanla, estréchenla. Aquí tienen una mano que fue la mano de una persona inmunda pero que ya no lo es. Es la mano de un hombre que ha empezado una nueva vida y que morirá antes de volver a ser lo que fue. Presten atención a estas palabras y no olviden que las pronuncié. Ahora esta mano está limpia; estréchenla, no tengan miedo. Así que se la estrecharon, uno tras otro, todos ellos, y lloraron. La mujer del juez se la besó. Y después el viejo firmó un compromiso, hizo su marca. El juez dijo que era el momento más sagrado de la historia, o algo así. Después acomodaron al viejo en una bonita habitación, que era la habitación de invitados, y en algún momento de la noche, le entró muchísima sed, salió al tejado del porche y desde allí se deslizó por un poste, y cambió su chaqueta nueva por una garrafa de

whisky barato, y volvió a subir y se lo pasó muy bien. Y al alba, volvió a escurrirse al exterior, borracho como una cuba, rodó por el porche, se cayó y se rompió el brazo izquierdo por dos sitios y estaba casi muerto de frío cuando alguien lo encontró después del amanecer. Y cuando fueron a mirar a la habitación de invitados, tuvieron que hacer sondeos antes de poder navegar por ella. El juez se sintió dolido o algo así. Dijo que creía que al viejo se le podría reformar quizá con una escopeta, porque él no sabía de ninguna otra manera.

Capítulo 6

Al poco tiempo el viejo se recuperó y entonces fue a por el juez Thatcher en los tribunales para obligarle a que renunciara al dinero, y fue a por mí también, por no dejar el colegio. Me pilló un par de veces y me pegó, pero yo iba al colegio igual, y la mayoría de las veces lo esquivaba o lo dejaba atrás corriendo. Antes, no me gustaba especialmente ir al colegio, pero llegué a la conclusión de que iría para fastidiar a papá. El asunto del juicio era lento; parecía que no iban a empezarlo nunca, así que, de vez en cuando, durante todo el invierno, el viejo me cogía y yo le pedía dos o tres dólares prestados al juez para él para evitar que me diera una paliza. Cada vez que conseguía dinero, se emborrachaba, y cada vez que se emborrachaba liaba la de Dios en el pueblo; y cada vez que liaba la de Dios, lo metían en la cárcel. A él le iba bien; este tipo de cosas estaban justo en su línea. Se acostumbró a merodear demasiado por la casa de la viuda, hasta que finalmente ella se lo dijo; le dijo que si no dejaba de andar por allí, le causaría problemas. ¡No veas cómo se enfadó! Dijo que iba a demostrar quién mandaba en Huck Finn. Así que un día de primavera me acechó, me cogió y me llevó unas tres millas río arriba en una balsa, y cruzó conmigo a la orilla del lado de Illinois, a una zona boscosa donde no había casas, aparte de una vieja cabaña de troncos que se encontraba en un lugar donde los árboles eran tan espesos que nadie podría encontrarla a menos que supiera que estaba allí. Me tenía con él todo el tiempo y no tuve ni una oportunidad de escaparme. Vivíamos en la vieja cabaña y siempre cerraba con llave y se metía la llave debajo de la cabeza por las noches. Tenía una pistola que había robado, supongo, y pescábamos y cazábamos, y de eso vivíamos. De vez en cuando, me encerraba dentro e iba a la tienda, tres millas, al transbordador, y cambiaba pescado y caza por whisky, y se lo traía a la casa y se lo pasaba bien, y me daba palizas. La viuda pronto descubrió dónde estaba yo y envió a un hombre hasta allí para que intentara cogerme; pero papá lo echó con la escopeta, y no pasó mucho tiempo antes de que me acostumbrara a estar donde estaba ni de que terminara gustándome; todo menos la parte de las palizas. Era una vida perezosa y alegre, todo el día tumbado cómodamente, fumando y

pescando, y sin libros y sin estudiar. Pasaron dos meses o más, y mi ropa se convirtió en harapos sucios, y no lograba entender cómo me había podido llegar a gustar tanto estar en casa de la viuda, donde tenías que lavarte, y comer en un plato, y peinarte, e irte a la cama y levantarte a unas horas fijas, y donde tenías que estar siempre preocupándote por un libro, y donde tenías a la señorita Watson criticándote todo el tiempo. Yo no quería volver nunca más. Había dejado de soltar juramentos porque a la viuda no le gustaba; pero ahora empecé otra vez porque papá no tenía ninguna objeción. Teniéndolo todo en cuenta, se pasaba muy bien allí en el bosque. Pero con el tiempo papá se volvió demasiado habilidoso con la vara de nogal, y yo no podía soportarlo. Tenía verdugones por todo el cuerpo. También se acostumbró a largarse con demasiada frecuencia y a dejarme allí encerrado. Una vez me encerró y estuvo tres días fuera y allí se estaba terriblemente solo. Llegué a pensar que se había ahogado y que yo no iba a volver a salir de allí nunca. Tenía mucho miedo. Decidí que me las arreglaría de alguna manera para salir de allí. Había intentado salir de aquella cabaña muchas veces, pero no había podido encontrar el modo. No tenía ninguna ventana lo suficientemente grande para que pasara ni un perro. No podía salir por la chimenea porque era demasiado estrecha. La puerta era de gruesos tablones macizos de roble. Papá tenía mucho cuidado de no dejar ni cuchillos ni nada en la cabaña cuando estaba fuera; creo que había rebuscado por la cabaña por lo menos cien veces; bueno, la verdad es que era lo que hacía la mayor parte del tiempo, porque era prácticamente la única manera de pasar el tiempo. Pero esta vez por fin encontré algo; encontré una vieja sierra mohosa sin mango metida entre una viga y los listones del techo. La engrasé y me puse a trabajar. Había una vieja manta de caballos colgada con clavos de los troncos del otro extremo de la cabaña detrás de la mesa, para evitar que el viento entrara por las rendijas y apagara la vela. Me metí debajo de la mesa y levanté la manta, y me puse a trabajar para serrar un trozo del tronco grande de abajo, lo suficientemente grande como para que yo pudiera pasar. Bueno, fue un trabajo largo y duro, pero ya estaba llegando al final cuando oí la pistola de papá en el bosque. Me deshice de todas las señales de mi trabajo, dejé caer la manta y escondí mi sierra, y al momento entró papá. Papá no estaba de buen humor, así que estaba tal como era. Dijo que había estado en el pueblo y que todo iba mal. Su abogado le había dicho que pensaba que ganaría el pleito y conseguiría el dinero si es que alguna vez el juicio llegaba a empezar; pero que había maneras de retrasarlo mucho y que el juez Thatcher sabía cómo hacerlo. Y dijo que la gente pensaba que habría otro juicio para que

me retiraran de su custodia y me entregaran a la viuda designándola como mi tutora, y que creían que esta vez ella ganaría. Esto me puso a mí bastante nervioso porque yo ya no quería volver a casa de la viuda y estar allí todo constreñido y civilizado, como ellos lo llamaban. Después el viejo empezó a lanzar juramentos y maldijo a todo y a todos los que se le vinieron a la cabeza, y después los maldijo a todos otra vez para asegurarse de que no se había saltado a ninguno, y después de eso, terminó con una especie de juramento general que incluía a un buen número de gente que no sabía cómo se llamaba, así que los nombró como fulanitos de tal y cual cuando llegó a ellos y continuó con sus juramentos. Dijo que le gustaría ver a la viuda quedarse conmigo. Dijo que estaría vigilante y que si intentaban venirle con cualquiera de esos cuentos, conocía un sitio a seis o siete millas en el que esconderme, y que ya podrían buscar hasta que cayeran muertos, pero que no me encontrarían. Decidí que no iba a quedarme allí la mano para darle esa oportunidad. El viejo me hizo ir a la balsa a recoger las cosas que había traído. Había un saco de cincuenta libras de harina de maíz, una lonja de beicon, munición y una garrafa de whisky de cuatro galones, y un libro viejo y dos periódicos para usarlos como tacos, además de sirga. Llevé una carga y volví a la balsa y me senté en la proa a descansar. Estuve pensándolo todo y llegué a la conclusión de que me iría y me llevaría la pistola y algunos sedales, y que iría al bosque cuando me escapara. Pensé que no podría quedarme en ningún sitio y que simplemente tendría que ir andando de un lado a otro, sobre todo por las noches, y que pescaría y cazaría para seguir vivo, y así alejarme tanto que ni el viejo ni la viuda pudieran encontrarme nunca. Pensé que podría terminar de serrar y salir aquella noche si papá se emborrachaba lo suficiente, y pensé que así lo haría. Me entusiasmé tanto que no me di cuenta del tiempo que llevaba allí hasta que el viejo chilló y me preguntó si estaba dormido o ahogado. Llevé todas las cosas a la cabaña y para entonces ya estaba a punto de oscurecer. Mientras yo preparaba la cena, el viejo dio un trago o dos y se calentó, y empezó a rajar otra vez. Se había emborrachado en el pueblo y había pasado toda la noche tirado en el arroyo, así que daba asco mirarlo. Cualquiera hubiera pensado que era Adán, porque era todo barro. Cada vez que la bebida empezaba a hacerle efecto, casi siempre iba a por el gobierno, y esta vez dijo: —¡Y a esto le llaman gobierno! Fíjate y verás cómo es. Ahí tienes a la justicia

dispuesta a quitarle un hijo a su padre, a su propio hijo, después de todas las molestias, la preocupación y el gasto de haberlo criado. Sí, cuando ese hombre ha criado a su hijo por fin, y está preparado para irse a trabajar y para que empiece a hacer algo por él y darle un descanso, pues llega la justicia y va a por él. ¡Y a eso le llaman gobierno! Y eso tampoco es todo. La justicia apoya al viejo juez Thatcher y le ayuda a privarme a mí de mi propiedad. Esto es lo que hace la justicia: la justicia coge a un hombre que vale seis mil dólares y más, y lo empuja dentro de una vieja ratonera como esta cabaña, y deja que vaya por ahí vestido con ropa que no serviría ni para un cerdo. ¡Y a eso le llaman gobierno! Con un gobierno así un hombre no puede disfrutar de sus derechos. A veces me pienso mucho lo de irme de este país para siempre. Sí, y así se lo he dicho a todos; se lo dije al viejo Thatcher a la cara. Y muchos me oyeron y pueden contar lo que dije. Les dije, por dos centavos me iría de este maldito país y no volvería a acercarme aquí más. Ésas son las palabras exactas. Y les dije, mirad mi sombrero, si es que se le puede llamar sombrero, que se le levanta la corona y el resto me llega hasta más abajo de la barbilla, y eso ya no tiene nada que ver con un sombrero, que más parece que me han metido la cabeza por la juntura del tubo de una cocina. Miradlo, les dije, mirad qué sombrero tengo que ponerme, yo, uno de los hombres más ricos de este pueblo si pudiera disfrutar de mis derechos. »Oh, sí, éste es un gobierno maravilloso, maravilloso. Escuchad esto. Había un negro libre de Ohio, un mulato, casi tan blanco como un hombre blanco. Y también llevaba puesta la camisa blanca más blanca que hayáis visto nunca, y el sombrero más brillante; y no había ni un hombre en esa ciudad que llevara mejores ropas que él; y tenía un reloj con una cadena de oro, y un bastón con empuñadura de plata, el mayor nabab viejo de pelo gris de todo el estado. ¿Y qué te parece? Dijeron que era profesor en una universidad y que sabía hablar en todo tipo de idiomas, y que lo sabía todo. Y eso no es lo peor. Dijeron que podía votar cuando estaba en su casa. Eso ya me dejó listo y yo mismo estaba a punto de ir a votar si es que no estaba demasiado borracho como para llegar allí; pero cuando me dijeron que había un estado en este país donde dejaban votar a aquel negro, se me desató la lengua. Dije que no iba a volver a votar. Ésas son las palabras exactas que dije, y todos me oyeron, y que el país se puede ir al diablo por lo que a mí respecta, y que no volveré a votar mientras viva. Y tener que ver la falta de respeto de ese negro, vamos, que no me habría cedido el paso si yo no le hubiera dado un empujón para quitarlo de en medio. Y les pregunté, ¿y por qué no se pone a este negro a subasta y se vende?, eso es lo que yo quiero saber. ¿Y qué te crees que dijeron? Bueno, pues dijeron que no se podía vender hasta

que no llevara seis meses en el estado, y que todavía no llevaba allí tanto tiempo. Menudo ejemplar tenemos ahí. Y le llaman gobierno a eso, y no puede ni vender a un negro libre hasta que no lleve seis meses en el estado. Esto es un gobierno que se llama a sí mismo gobierno, y hace ver que es un gobierno, y se cree a sí mismo un gobierno, y aun así tiene que quedarse inmóvil como una piedra durante seis meses enteros antes de poder echarle el guante a un negro libre del demonio que anda por allí merodeando y robando con su camisa blanca, y… Y papá seguía y seguía sin darse cuenta de adónde lo llevaban sus viejas y ágiles piernas, hasta que cayó de cabeza al tropezar con la tina del cerdo salado y se desolló las dos espinillas, y el resto de su discurso fue de un lenguaje del peor tono lanzado sobre todo contra el negro y el gobierno, aunque también de paso una parte fue dirigida a la tina, y a esto y a lo otro. Fue dando saltitos por la cabaña un buen rato, primero con una pierna y después con la otra, cogiéndose primero una espinilla y después la otra, y al final, de repente, le soltó una patada con el pie izquierdo a la tina que la dejó temblando. Pero no fue muy buena idea, porque fue con la bota de la que se le salían un par de dedos por la punta; así que ahora lanzó un aullido que podría ponerle los pelos de punta a cualquiera y se cayó al suelo de tierra, retorciéndose y agarrándose los dedos, y los juramentos que lanzó en aquel momento superaron a cualquiera de los que hubiera lanzado antes. Él mismito lo dijo después. Él dijo que había oído al viejo Sowberry Hagan en sus mejores tiempos, y que lo suyo también lo superaba; pero creo que quizá eso era un poco exagerado. Después de la cena, papá cogió la garrafa y dijo que tenía bastante whisky para cogerse dos borracheras y para un delírium trémens. Ésa era siempre su palabra. Deduje que estaría ciego de borracho en una hora más o menos, y entonces yo o le robaría la llave o me serraría una salida, una cosa o la otra. Bebió y bebió, y al rato se cayó sobre las mantas; pero la suerte no estaba de mi lado; no se durmió profundamente, sino que estaba inquieto. Gruñó y gimió y se agitó de un lado para otro durante un buen rato. Al final a mí me dio tanto sueño que no podía mantener los ojos abiertos, que era lo único que podía hacer, así que antes de que pudiera darme cuenta, estaba dormido como un tronco y con la vela encendida. No sé cuánto tiempo estuve dormido, pero de repente hubo un grito terrible y yo estaba levantado. Ahí estaba papá con cara de loco, dando saltitos para todos lados y chillando algo sobre serpientes. Dijo que le estaban subiendo por las piernas, y que después de que diera un salto y gritara y lo dijera, una le había mordido en la mejilla; pero yo no veía ninguna serpiente. Empezó a correr dando

vueltas y más vueltas por la cabaña, chillando: «¡Quítamela de encima! ¡Quítamela de encima! ¡Me está mordiendo en el cuello!». Nunca he visto a un hombre con esos ojos de loco. Al momento ya estaba desfallecido y cayó al suelo jadeando; luego rodó hacia un lado y hacia otro con una velocidad asombrosa, soltando patadas por todas partes, y dando golpes al aire con las manos y como queriendo coger algo, y gritando y diciendo que unos demonios lo habían agarrado. Al poco se agotó y se quedó quieto un rato gimiendo. Después se quedó más quieto todavía y no hacía ni un ruido. Yo oía los búhos y los lobos del bosque, y todo parecía estar terriblemente en silencio. Él estaba tumbado en la esquina, y al rato se medio incorporó y escuchó con la cabeza ladeada, y dijo muy bajo: —Pasos, pasos, pasos. Son los muertos. Pasos, pasos, pasos. Vienen a por mí; pero no me iré. ¡Ay, están aquí! ¡No me toquéis! ¡Que no! Quitad las manos; las tenéis frías; solte. ¡Oh, dejad en paz a un pobre desgraciado! Después se puso a cuatro patas y gateó rogándoles que lo dejaran en paz, y se enrolló en la manta y se revolcó debajo de la vieja mesa de pino, todavía suplicando; y después se puso a llorar. Yo lo oía a través de la manta. Después se salió de allí rodando y se puso en pie de un salto con cara de loco, y me vio y se vino a por mí. Me persiguió con una navaja dando vueltas por todas partes y llamándome ángel de la muerte, y diciendo que iba a matarme, y después que yo, el ángel, ya no podía ir más a por él. Le rogué y le dije que sólo era yo, Huck, pero él se rio con una risa estridente, y rugió y lanzó juramentos, y siguió persiguiéndome. Una vez hice un giro brusco y lo esquivé metiéndome por debajo de su brazo, y él sacó la mano e intentó agarrarme cogiéndome de la chaqueta por entre los hombros, y pensé que estaba perdido; pero me quité la chaqueta rápido como un rayo y me salvé. Al momento él ya estaba todo cansado y se dejó caer con la espalda contra la puerta, y dijo que iba a descansar un minuto y que después me mataría. Se metió el cuchillo debajo y dijo que iba a dormir para recuperar fuerzas y que después me iba a enterar de quién era quién. Al momento estaba ya quedándose dormido, y después yo cogí la silla que tenía el asiento partido y me subí con todo el cuidado que pude para no hacer ningún ruido y bajé la escopeta. Metí la baqueta para asegurarme de que estaba cargada y después la dejé sobre el barril de los nabos apuntando a papá, y me senté tras ella a esperar a que se moviera. ¡Y qué lento y silencioso se me hizo ese tiempo!

Capítulo 7

—¡Levántate! ¿Qué estás tramando? Abrí los ojos y miré a mi alrededor intentando averiguar dónde estaba. Ya había salido el sol y yo me había quedado dormido como un tronco. Papá estaba de pie sobre mí con la cara avinagrada y también con aspecto de estar enfermo. Me dijo: —¿Qué estás haciendo con esta pistola? Supuse entonces que no sabía nada de lo que había estado haciendo, así que le dije: —Alguien intentó entrar, así que me quedé al acecho. —¿Por qué no me despertaste? —Lo intenté, pero no pude; no había forma de moverte. —Vale, de acuerdo. No te quedes ahí parloteando todo el día. Sal y mira a ver si hay algún pez en los sedales para el desayuno. Vuelvo dentro de un minuto. Abrió la puerta y yo salí pitando orilla arriba. Vi trozos de ramas y otras cosas flotando río abajo, y trozos desperdigados de corteza, así que supe que el río había empezado a subir. Pensé que ahora me lo estaría pasando bomba si estuviera en el pueblo. La crecida de junio siempre me traía buena suerte porque en cuanto empieza esa crecida, bajan flotando trozos pequeños de madera y pedazos de madera de las balsas, a veces hasta una docena de troncos juntos; así que lo único que tienes que hacer es cogerlos y venderlos en la maderería o en el aserradero. Seguí orilla arriba con un ojo puesto en papá y otro en el río, pendiente de lo que la marea pudiera traer. Bueno, y de repente, viene una canoa; y además muy bonita, de unos trece o catorce pies de largo, navegando como un pato. Me tiré de cabeza desde la orilla a toda prisa como las ranas, con la ropa puesta y todo, y

me lancé a por la canoa. Pensé que igual habría alguien tumbado en ella, porque había quien le había hecho eso antes a otras personas, que cuando ya llevaban un rato tirando de la barca, se levantaba y se reía de ellos. Pero esta vez no era así. Estaba claro que era una canoa que iba a la deriva, y me subí y remé hasta la orilla. Y pensé, el viejo se pondrá contento cuando vea esto; vale diez dólares. Pero cuando llegué a la orilla, papá no andaba por allí todavía, y mientras la llevaba hacia el interior de un riachuelo que hacía una hondonada cubierta de enredaderas y sauces, se me ocurrió otra idea: pensé que la escondería bien y entonces, cuando me escapara, podría bajar unas cincuenta millas por el río y acampar definitivamente en algún lugar, en vez de irme por el bosque, y así no lo pasaría tan mal andando de un lado para otro a pie. Estaba muy cerca de la casucha y yo creía oír al viejo llegar todo el rato. Pero conseguí esconderla, y después salí y miré tras unos sauces, y allí estaba el viejo, un trecho más abajo por el sendero, apuntándole a un pájaro con el arma. Así que no había visto nada. Cuando volvió, yo estaba esforzándome por sacar una línea de pesca del río. Me insultó por ser tan lento, pero yo le dije que me había caído al río y que por eso había tardado tanto. Sabía que él se daría cuenta de que estaba mojado, y que se pondría a hacer preguntas. Cogimos cinco bagres de los sedales y nos fuimos a la casa. Mientras descansábamos después del desayuno para echar un sueñecito porque los dos estábamos deslomados, empecé a pensar que si pudiera apañármelas de algún modo para evitar que papá o la viuda intentaran seguirme, sería mucho más seguro que confiar en la suerte para llegar lo más lejos posible antes de que me echaran de menos; porque, ya ves, podrían pasar todo tipo de cosas. Bueno, pues durante un rato no se me ocurría ninguna manera, pero, al rato, papá se levantó un momento para beber otro montón de agua, y me dijo: —La próxima vez que venga alguien a merodear por aquí, me despiertas, ¿me oyes? Ese hombre no había venido aquí para nada bueno. Le hubiera disparado. La próxima vez me despiertas, ¿me oyes? Entonces se dejó caer y se durmió otra vez, pero lo que me había estado diciendo me dio precisamente la mismísima idea que yo necesitaba. Me digo, ahora puedo arreglarlo de modo que a nadie se le ocurra seguirme.

Sobre las doce, salimos y fuimos ribera arriba. El río subía con bastante rapidez y nos pasaban por el lado montones de trozos de madera y tablas arrastrados por la subida. Al rato, se acercó parte de una balsa de troncos; nueve troncos fuertemente atados. Salimos con el bote y los remolcamos hasta la orilla, y después almorzamos. Cualquiera menos papá se habría pasado el día entero allí para coger más cosas; pero eso no iba con papá. Nueve troncos eran suficientes para una vez y tenía que arrastrarlos hasta el pueblo inmediatamente para venderlos. Así que me encerró, cogió el bote y se puso en marcha remolcando la balsa sobre las tres y media. Supuse que no volvería aquella noche. Esperé hasta que calculé que ya iría a bastante distancia, y entonces saqué mi sierra y me puse a trabajar en el tronco otra vez. Antes de que él hubiera llegado al otro lado del río, yo ya me había salido por el agujero; él y su balsa no eran más que un puntito en el agua allá lejos. Cogí el saco de la harina de maíz y lo llevé hasta donde estaba escondida la canoa, aparté las enredaderas y las ramas y lo metí dentro; después hice lo mismo con la lonja de beicon; y después, con la garrafa del whisky. Me llevé todo el café y todo el azúcar que había, y también toda la munición; me llevé los tacos; me llevé el cubo y la calabaza; me llevé un cazo y un jarro de lata, y mi vieja sierra y dos mantas, y la sartén y la cafetera. Cogí sedales y cerillas y otras cosas; todo lo que valiera un centavo. Dejé el sitio limpio. Quería un hacha, pero no había ninguna aparte de la que había fuera con la leña, y yo sabía por qué iba a dejarla allí. Cogí la escopeta, y ahora ya estaba listo. Había removido bastante la tierra al gatear para salir por el agujero y al arrastrar tantas cosas al exterior, así que arreglé aquello lo mejor que pude echando tierra encima, que cubriera las señales y el serrín. Después volví a colocar el trozo de tronco en su sitio y le puse dos rocas debajo para que lo aguantaran porque aquel sitio hacía un poco de pendiente y no llegaba al suelo del todo. A unos cuatro o cinco pies de distancia y si no sabías que estaba serrado, nunca te darías cuenta; además, ésta era la parte trasera de la cabaña y no era muy probable que nadie anduviera rondando por allí. Todo el camino hasta la canoa estaba cubierto de hierba, así que no había dejado ninguna huella. Me di una vuelta para comprobarlo. Me puse en pie en la orilla y miré al río. Vía libre. Entonces cogí la escopeta y me adentré un poco en el bosque, y estaba cazando pájaros cuando vi un cerdo salvaje; los cerdos se volvían salvajes muy pronto en aquellas tierras bajas cuando se escapaban de las granjas de las praderas. Le disparé a éste y me lo llevé al campamento.

Cogí el hacha y le di un porrazo a la puerta. La golpeé y le corté bastantes tajos mientras lo hacía. Metí al cerdo dentro y lo dejé tirado en la tierra mientras sangraba; y digo tierra porque era tierra, muy apisonada y sin tablas. Bueno, a continuación cogí un saco viejo y le metí un montón de piedras grandes; tantas como yo podía arrastrar, y empecé a arrastrarlo desde donde estaba el cerdo, y lo arrastré hasta la puerta y a través del bosque bajando hasta el río, y lo tiré dentro; y se hundió hasta perderse de vista. Se podía ver fácilmente que algo había sido arrastrado por la tierra. Entonces me habría gustado que Tom Sawyer estuviera allí; sabía que un asunto como éste le interesaría y que le habría dado los toques de fantasía. Nadie podía llegar a donde llegaba Tom con estas cosas. Bueno, por último me arranqué algunos pelos, manché bien el hacha de sangre y se los pegué en la parte de atrás, y lancé el hacha al rincón. Después cogí el cerdo en brazos pegándomelo al pecho con la chaqueta para que no goteara y lo llevé un buen trecho más allá de la casa y después lo tiré al río. Ahora se me ocurrió otra cosa. Así que fui a la canoa y saqué la bolsa de la comida y mi vieja sierra y las llevé a la casa. Llevé la bolsa al sitio donde solía estar y le hice un agujero en el culo con la sierra porque no había ni cuchillos ni tenedores; papá lo había hecho prácticamente todo con la navaja a la hora de preparar la comida. Después llevé el saco a lo largo de unas cien yardas cruzando la hierba y atravesando por entre los sauces al este de la casa hasta un lago poco profundo de unas cinco millas de ancho lleno de juncos y también de patos cuando era la época dijéramos. Por el otro lado salía una ciénaga o un arroyo que se prolongaba durante millas que no sé a dónde va, pero que no iba al río. La harina se fue derramando y dejó una pequeña pista que cubría todo el trecho hasta el lago. Allí dejé caer también la piedra de amolar de papá, para que pareciera que había ocurrido por accidente. Después até el roto del saco de la harina con una cuerda para que dejara de derramarse y lo llevé, junto con mi sierra, de vuelta a la canoa otra vez. Ya casi había oscurecido, así que solté la canoa para que bajara por el río y me quedé bajo unos sauces que caían sobre la orilla a esperar que saliera la luna. Até la canoa a un sauce, comí un poco y después me tumbé en la canoa a fumarme una pipa y trazar un plan. Me dije, seguirán la pista del saco lleno de piedras hasta la orilla y después dragarán el río para buscarme. Y seguirán la pista de la harina hasta el lago y seguirán buscando por el arroyo que sale por el otro lado, intentando encontrar a los ladrones que me mataron y se llevaron las cosas. En el río no se les ocurrirá buscar ninguna otra cosa que no sea mi cadáver. Se cansarán pronto y dejarán de molestarse por mí. De acuerdo, puedo pararme

donde quiera y la isla Jackson me parece un buen sitio; allí nunca va nadie y yo la conozco bien. Y después puedo remar hasta el pueblo por las noches y escabullirme para coger las cosas que quiera. Sí, la isla Jackson es el lugar apropiado. Estaba bastante cansado y, antes de darme cuenta, me había quedado dormido. Cuando me desperté, tardé un minuto en saber dónde estaba. Me incorporé hasta sentarme y miré a mi alrededor un poco asustado. Después me acordé. Parecía que el río tenía millas y millas de ancho. La luna brillaba tanto que podría haber contado los troncos que, negros y silenciosos, se deslizaban por el río a cientos de yardas de la orilla. Todo estaba en un silencio mortal y parecía tarde, y olía tarde. Ya sabes lo que quiero decir; no sé cómo expresarlo con palabras. Di un buen bostezo y me estiré a gusto, y estaba a punto de desenganchar y ponerme en marcha cuando oí un ruido en el agua a cierta distancia. Escuché. Muy pronto supe de qué se trataba. Era el sonido sordo típico que hacen los remos contra los escálamos en las noches tranquilas. Me asomé por entre las ramas de los sauces y, efectivamente, había un bote en el agua. No podía discernir cuánta gente había dentro. Seguía acercándose y, cuando estuvo a mi altura, vi que sólo había un hombre dentro. Y pensé que quizá fuera papá, aunque yo no lo esperara. Me pasó empujado por la corriente y después viró hacia la orilla donde el agua estaba tranquila; me pasó tan cerca que podría haberlo tocado con el arma si la hubiera sacado. Bueno, pues era papá, sin duda; y además, por cómo movía los remos, estaba sobrio. No perdí tiempo. Un minuto después, ya iba yo corriente abajo con suavidad pero rápido, oculto por la sombra de la orilla. Seguí así unas dos millas y media y después me adentré hacia el centro del río un cuarto de milla o más porque iba a pasar por el desembarcadero del transbordador muy pronto y alguien podría verme y hacerme señales. Me metí entre las maderas que flotaban río abajo y después me tumbé en el fondo de la canoa y dejé que flotara. Me quedé allí tumbado tomándome un buen descanso y fumándome una pipa, observando el cielo; no había ni una nube. El cielo parece más profundo que nunca cuando lo observas tumbado de espaldas a la luz de la luna; nunca me había dado cuenta antes. ¡Y la distancia desde la que se puede oír en el agua en noches así! Oía a la gente hablar en el desembarcadero del transbordador, y también entendía lo que decían, palabra por palabra. Un hombre dijo que los días estaban empezando a alargarse y que las noches empezaban a acortarse. El otro dijo que ésta no era una de las cortas, le parecía a él, y después se rieron; después despertaron a otro

tipo y se lo dijeron, y se rieron, pero él no se rio; soltó algo brusco y dijo que lo dejaran en paz. El primer tipo dijo que tenía que contárselo a su mujer, que a ella le parecería muy bueno, pero que no se podía comparar con algunas de las cosas que había dicho en su tiempo. Oí a un hombre decir que eran casi las tres y que creía que amanecería a esa hora al cabo de una semana más o menos. Después, la conversación se fue alejando más y más y ya no conseguía entender las palabras, pero aún oía el murmullo y también una risa de vez en cuando, pero ya sonaban muy distantes. Ahora ya estaba bastante alejado del transbordador. Me incorporé y me encontré con la isla Jackson; ahí la tenía, a unas dos millas y media río abajo, muy boscosa y sobresaliendo del centro del río, grande, oscura y maciza, como un barco de vapor sin luces. No había ni rastro del banco de arena de la cabecera; estaba completamente bajo el agua. No tardé mucho en llegar. Dejé atrás la cabecera a toda velocidad, ya que la corriente era rápida, y después me adentré en las aguas muertas y tomé tierra en el lado que daba a la playa de Illinois. Llevé la canoa hasta un entrante pronunciado en la orilla que yo conocía; tuve que apartar las ramas de sauce con las manos para poder entrar, y cuando la amarré, nadie podría haber visto la canoa desde el exterior. Subí y me senté en un tronco en la cabecera de la isla, y observé el gran río y los negros maderos a la deriva, y también miré hacia el pueblo, a tres millas de distancia, donde brillaban tres o cuatro luces. Una balsa de troncos inmensamente grande, que venía bajando, estaba más o menos a una milla río arriba y tenía un farol encendido en el medio. La observé deslizarse y cuando estaba prácticamente a la altura de donde yo me encontraba, oí a un hombre decir: «¡Remos de popa, allí! ¡Dirigid la proa a estribor!». Lo oí con la misma claridad que si el hombre hubiera estado a mi lado. Ahora había trazos de gris en el cielo, así que me introduje en el bosque y me tumbé a echar una siesta antes del desayuno.

Capítulo 8

El sol estaba tan alto cuando me desperté que calculé que debían de ser más de las ocho. Me quedé tumbado allí en la hierba a la sombra pensando en cosas y sintiéndome descansado, bastante cómodo y satisfecho. Veía el sol por uno o dos agujeros, pero mayormente todo lo que había alrededor eran grandes árboles, y resultaba bastante sombrío estar allí en medio. El suelo estaba moteado en algunas partes hasta las que se colaba el sol por entre las hojas, y las motas se movían un poco, lo que demostraba que había brisa allí arriba. Un par de ardillas se posaron en una rama y se pusieron a parlotear conmigo de manera muy amistosa. Me sentía muy vago y estaba tremendamente cómodo; no quería levantarme para preparar el desayuno. Y estaba quedándome dormido otra vez cuando me pareció oír el sonido de un profundo «¡bum!» río arriba. Me desperté y me apoyé en el codo para escuchar y, al momento, lo volví a oír. Me puse en pie de un salto y me fui a mirar a través de un hueco entre las hojas, y vi un montón de humo sobre el agua a bastante distancia río arriba, más o menos a la altura del transbordador. Y ahí venía el transbordador flotando río abajo lleno de gente. Ahora ya sabía lo que pasaba. «¡Bum!», y vi el humo blanco salir a chorros del costado del transbordador. Estaban disparando los cañones por encima del agua, ¿sabes?, para hacer que mi cadáver subiera a la superficie. Tenía bastante hambre pero no podía ponerme a encender fuego porque podrían ver el humo. Así que me quedé allí sentado observando el humo del cañón y escuchando los bums. El río tenía aquí una milla de ancho y siempre se veía bonito en las mañanas de verano, así que me lo habría pasado bastante bien observando cómo buscaban mis restos si hubiera tenido algo que comer. Entonces me acordé de cómo siempre echaban azogue en hogazas de pan y las dejaban flotar en el río, porque siempre se van directas a los cuerpos de los ahogados y se paran encima. Así que, me dije, me quedaré vigilando y, si alguna de ellas se dirige hacia mí flotando, daría buena cuenta de ella. Me pasé al extremo de la isla que estaba del lado de Illinois para ver qué tal me iba la suerte y no me sentí decepcionado. Una gran hogaza doble me pasó por el lado y casi la cogí con un palo largo, pero se me escurrió el pie y se alejó flotando. Por supuesto que yo me encontraba donde la corriente se aproximaba más a la orilla;

eso me lo sabía yo. Pero al rato se aproximó otra, y esta vez gané yo. Le quité el tapón y la sacudí para que saliera la gota de azogue, y le hinqué el diente. Era pan blanco del que come la gente de clase; nada parecido al basto pan de maíz. Encontré un buen sitio entre las hojas y me senté allí en un tronco a darle mordiscos al pan y a observar el transbordador, sintiéndome muy satisfecho. Y entonces se me vino algo a la cabeza. Me dije, seguro que la viuda o el pastor o alguien rezó para que este pan me encontrara, y hete aquí que eso mismo es lo que ha hecho. Así que no hay duda de que ahí hay algo; vamos, hay algo cuando alguien como la viuda o el pastor rezan, porque a mí no me funciona, y supongo que sólo funciona con la gente apropiada. Encendí una pipa y estuve un buen rato fumando mientras seguía observando. El transbordador se movía con la corriente y supuse que tendría ocasión de ver quién iba a bordo cuando me pasara por el lado, porque pasaría cerca, por donde pasó el pan. Cuando ya había llegado casi a mi altura, apagué la pipa y me fui a donde había pescado el pan; me tumbé detrás de un tronco de la orilla en una pequeña abertura y desde allí podía ver por donde el tronco se bifurcaba. Después llegó el transbordador y pasó tan cerca que podrían haber tirado un tablón y llegar andando a la playa. Iban casi todos en el barco. Papá, y el juez Thatcher, y Bessie Thatcher, y Jo Harper, y Tom Sawyer, y su vieja tía Polly, y Sid y Mary, y muchos más. Todos iban hablando del asesinato, pero el capitán los cortó y dijo: —Ahora mirad con atención; aquí es donde la corriente se acerca más a la orilla y es posible que lo haya llevado hasta la playa y se haya enganchado en los arbustos al borde del agua. O eso espero, en cualquier caso. No era eso lo que yo esperaba. Todos se arremolinaron y se inclinaron sobre las barandillas, casi en mi cara, y se mantuvieron quietos observando con todas sus fuerzas. Yo los veía de primera, pero ellos no podían verme a mí. Y después el capitán gritó: —¡Alejaos! Y el cañón soltó una explosión tan grande justo delante de mí que el ruido casi me dejó sordo y el humo casi me dejó ciego, y creí que me moría. Si aquello hubiera tenido balas, supongo que al final habrían tenido el cadáver que andaban buscando. Bueno, comprobé que después de todo no estaba herido, gracias a

Dios. El barco se alejó flotando y desapareció de mi vista tras el lomo de la isla. Oía un cañonazo de vez en cuando, cada vez más lejano, y finalmente, una hora después, dejé de oírlo. La isla tenía tres millas de largo y supuse que habían llegado ya al pie y que estarían a punto de dejarlo. Pero no lo hicieron aún. Rodearon el pie de la isla y empezaron a subir por el canal del lado de Misuri, impulsados por el vapor y cañoneando por el camino de vez en cuando. Crucé a ese lado y los observé. Cuando llegaron a la altura de la cabecera de la isla, dejaron de disparar, se dirigieron a la playa del lado de Misuri y se fueron al pueblo a sus casas. Sabía que ahora ya estaba a salvo. Nadie más vendría a buscarme. Saqué mis trampas de la canoa y me preparé un buen campamento en la espesura del bosque. Levanté una especie de tipi con las mantas en el que meter las cosas para protegerlas de la lluvia. Cogí un bagre y lo abrí como pude con la sierra, y al anochecer encendí un fuego y cené. Después coloqué un sedal para coger peces para el desayuno. Cuando ya había oscurecido, me senté junto a mi fuego a fumar, sintiéndome muy satisfecho; pero al rato me sentí un poco solo, así que fui a sentarme en la orilla a escuchar el murmullo del chapoteo de la corriente y conté las estrellas y los troncos y las balsas que bajaban flotando, y después me fui a dormir; no hay mejor manera de pasar el tiempo cuando te sientes solo; no puedes seguir así y pronto lo superas. Así siguió todo igual durante tres días y tres noches. Ni una sola diferencia: exactamente las mismas cosas. Pero al siguiente día me fui a explorar los alrededores caminando hacia el pie de la isla. Yo era el dueño; todo me pertenecía, por decirlo de algún modo, y quería saberlo todo sobre ella, pero fundamentalmente, quería pasar el tiempo. Encontré montones de fresas, maduras y de primera clase; y uvas verdes de verano, y frambuesas verdes, y moras verdes que estaban empezando a asomar. Todas terminarían viniéndome bien, pensé. Después seguí adentrándome en el bosque por pasar el tiempo hasta que supuse que no andaba lejos del pie de la isla. Llevaba la escopeta conmigo, pero no la había disparado; la traía sólo por protección, y pensé que cazaría algo cuando estuviera cerca del campamento. Más o menos en ese momento, casi pisé una serpiente de buen tamaño que se alejó deslizándose por entre la hierba y las flores, y yo me fui detrás intentando apuntarle. La seguí rodeándola y, de

repente, salté justo por encima de las cenizas aún humeantes de una fogata. El corazón me dio un brinco y se me encajó entre los pulmones. Ni siquiera me esperé a seguir mirando a mi alrededor, sino que amartillé el arma y volví sobre mis pasos de puntillas y lo más sigilosamente y lo más rápido que pude. De vez en cuando me paraba un segundo entre el denso follaje a escuchar, pero respiraba tan fuerte que no podía oír nada más. Continué escabulléndome un trecho más y después me paré a escuchar; y así una y otra vez. Si pisaba una ramita y se rompía, me hacía sentirme como si alguien me hubiera cortado la respiración en dos y me hubiera dejado sólo con la mitad, y encima con la mitad que tenía menos. Cuando llegué al campamento, no me sentía yo muy valiente; no me quedaba mucho valor; pero me dije que éste no era momento para andarse con tonterías. Así que metí todas las trampas en la canoa otra vez para quitarlas de la vista, apagué el fuego, esparcí las cenizas para que pareciera que se trataba de una hoguera antigua de algún campamento del año anterior, y después me subí a un árbol. Calculo que pasé dos horas subido al árbol, pero ni vi nada ni oí nada; sólo creí haber visto y oído unas mil cosas. Bueno, pues no podía quedarme allí arriba para siempre, así que al final me bajé, pero me quedé en la espesura del bosque al acecho todo el tiempo. Todo lo que pude comer fueron algunas bayas y lo que había quedado del desayuno. Para cuando anocheció, yo tenía mucha hambre. Así que, cuando ya estuvo lo bastante oscuro, me escabullí desde la playa antes de que saliera la luna y remé hasta la ribera de Illinois, que estaba a un cuarto de milla más o menos. Me adentré en el bosque y preparé la cena, y prácticamente había ya decidido quedarme allí toda la noche cuando oí un «¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf!, ¡plaf!». Y me dije, vienen caballos; y después oí voces de hombres. Lo metí todo en la canoa lo más rápido que pude, y después me arrastré por el bosque para ver qué podía averiguar. No había llegado muy lejos cuando oí decir a un hombre: —Será mejor que acampemos aquí si encontramos algún sitio bueno; los caballos están prácticamente agotados. Echemos un vistazo a los alrededores. No esperé, sino que eché el bote afuera y me alejé remando rápidamente. Amarré en el sitio anterior y decidí que dormiría en la canoa.

No dormí mucho. No podía, vaya, lo único que hacía era pensar. Y cada vez que me despertaba, creía que alguien me tenía cogido por el cuello. Así que el sueño no me hizo ningún bien. Al final, me dije a mí mismo que yo no podía vivir así, y que iba a averiguar quiénes eran los que estaban aquí en la isla conmigo. Si no averiguo, reviento. Bueno, pues ya me sentía mejor. Así que cogí la pala, me deslicé a un par de pasos de la orilla y después dejé que la canoa fuera bajando sola por entre las sombras. La luna brillaba y fuera de las sombras había casi tanta luz como si fuera de día. Seguí avanzando por lo menos una hora y todo estaba inmóvil como las piedras y profundamente dormido. Bueno, para entonces yo ya estaba prácticamente al pie de la isla. Empezó a soplar una brisa fresca y rumorosa y eso era tanto como decir que la noche estaba a punto de terminar. La giré con la pala y enfilé la proa hacia la orilla; después cogí la pistola, salí deslizándome y fui hasta el borde del bosque. Me senté allí sobre un tronco y miré por entre las hojas. Vi cómo la Luna dejaba de hacer guardia y cómo la oscuridad empezada a posarse sobre el río como una manta. Pero al poco rato vi una pálida veta por encima de las copas de los árboles, y supe que se acercaba el día. Así que cogí mi pistola y me deslicé hacia donde me había tropezado con aquella hoguera, parándome cada par de minutos a escuchar. Pero no tuve suerte y parecía como que no podría encontrar el sitio. Pero finalmente, en efecto, en la distancia vi un fuego a través de los árboles. Fui hacia él, lentamente y con cuidado. Al final, estuve tan cerca como para echar un vistazo, y allí había un hombre tumbado en la tierra. Casi me da un ataque. Tenía la cabeza cubierta con una manta y casi la tenía metida en el fuego. Me senté allí tras un grupo de arbustos a unos seis pies de él, y me quedé con los ojos fijos en él. La luz del día se estaba volviendo gris ahora. Pronto, bostezó y se estiró, y se quitó la manta de encima, y ¡era el negro de la señorita Watson! No veas lo que me alegré de verlo. Le dije: —¡Hola, Jim! –Y salté. Él se puso en pie de un salto y me miró con la cara desencajada. Después cayó de rodillas, unió las manos y dijo: —¡No me hagas daño, no! Nunca le he hecho daño a ningún fantasma. Siempre me han gustado los muertos, y siempre he hecho por ellos lo que he podido. Ve a meterte en el río otra vez, que es donde debes estar, y no le hagas nada al viejo Jim, que yo siempre fui tu amigo.

No tardé mucho en hacerle comprender que yo no estaba muerto. Nunca me había alegrado tanto de ver a Jim. Ya no me sentía solo. Le dije que yo no le tenía miedo a que él le dijera a la gente donde estaba yo. Seguí hablando, pero lo único que él hizo fue quedarse allí sentado mirándome, sin decir nada. Después le dije: —Ya es bien de día. Vamos a preparar el desayuno. Enciende tú un buen fuego. —¿Qué sentido tiene encender una hoguera para cocinar fresas y cosas así? Pero tú tienes una pistola, ¿verdad? Entonces podemos conseguir algo mejor que esas fresas. —Fresas y verduras –dije yo–. ¿De eso es de lo que te alimentas? —No pude conseguir ninguna otra cosa –me dijo. —Vaya, ¿cuánto tiempo llevas en la isla, Jim? —Vine aquí la noche después de que te murieras tú. —¿Qué? ¿Todo ese tiempo? —Sip, ese tiempo. —¿Y no has comido nada aparte de esa basura y cosas por el estilo? —No, señor; ninguna otra cosa. —Bueno, pues debes estar casi muerto de hambre, ¿no? —Podría comerme un caballo. Creo que sí, que podría. ¿Cuánto tiempo llevas tú en la isla? —Desde la noche que me mataron. —¡No! ¿Cómo? ¿De qué te has alimentado? Pero tú tienes una pistola; sí, tú tienes una pistola. Eso está bien. Ahora tú cazas algo y yo preparo el fuego. Así que fuimos hasta la canoa y mientras que él hacía el fuego en un claro cubierto de hierba entre los árboles, yo cogí harina de maíz y beicon y café, y la cafetera y la sartén, y el azúcar y las tazas de hojalata, y el negro se quedó muy

asombrado porque pensó que todo era cosa de brujería. También cogí un buen bagre grande y Jim lo limpió con su cuchillo y lo frio. Cuando el desayuno estuvo preparado, nos recostamos en la hierba y nos lo comimos mientras estaba aún caliente y humeante. Jim se lo tragó con todas sus ganas porque estaba prácticamente muerto de hambre. Después, cuando ya nos habíamos hinchado, nos tumbamos y nos quedamos allí haciendo el vago. Después Jim dijo: —Pero entonces, Huck, ¿a quién mataron en la cabaña si no fue a ti? Entonces se lo conté todo y él dijo que era inteligente. Dijo que ni Tom Sawyer podría haber preparado un plan mejor que el mío. Después le dije: —¿Y cómo es que tú estás aquí, Jim? ¿Y cómo llegaste aquí? Parecía bastante inquieto y no me dijo nada durante un minuto. Después dijo: —Quizá sea mejor que no te lo cuente. —¿Por qué, Jim? —Bueno, hay razones. Pero tú no me delatarías si te lo contara, ¿verdad, Huck? —Que me maten si lo hago, Jim. —Bien, te creo, Huck. Yo, yo me escapé. —¡Jim! —Pero recuerda que dijiste que no me delatarías; sabes que dijiste que no lo contarías, Huck. —Bueno, sí. Dije que no lo haría y lo mantengo. De verdad que sí. La gente me llamaría vil abolicionista y me despreciarían por quedarme callado, pero a mí eso me da igual. No voy a decirlo, ni tampoco voy a volver allí de todos modos. Así que cuéntamelo todo ahora. —Bueno, pues fue así. La vieja señorita, o sea, la señorita Watson, se mete conmigo todo el tiempo y me trata bastante mal, pero siempre dijo que no me

vendería para que me llevaran a Orleans. Pero me di cuenta de que había un tratante de negros que venía bastante por la casa últimamente, y empecé a sentirme inquieto. Así que una noche bajé silenciosamente hasta la puerta bastante tarde, y la puerta no estaba cerrada del todo, y oí a la vieja señorita decirle a la viuda que iba a venderme para que me llevaran a Orleans, pero que, aunque ella no quería, podrían darle ochocientos dólares por mí, y era un montón de dinero tan grande que no se podía resistir. La viuda intentó hacer que dijera que no lo haría, pero no me quedé para oír el resto. Salí disparado de allí rápidamente, como te lo digo. »Me largué corriendo colina abajo, esperando robar una barca en algún lugar de la orilla por la parte de arriba del pueblo, pero todavía había gente para acá y para allá, así que me escondí en la vieja tonelería derruida que hay en la orilla a esperar que todo el mundo se marchara. Bueno, estuve allí toda la noche. Siempre andaba alguien por allí. Mucho tiempo después, sobre las seis de la mañana, empezaron a pasar los botes, y sobre las ocho y las nueve en todos los botes que pasaban iban hablando de que tu papá había venido al pueblo diciendo que te habían matado. Estos últimos botes iban llenos de damas y caballeros que querían ver el sitio. A veces paraban en la orilla para tomarse un descanso antes de cruzar el río, así que por las conversaciones conseguí enterarme de todo lo del asesinato. Sentí muchísimo que te hubieran matado, Huck, pero ahora ya no. »Me quedé allí tumbado todo el día bajo las virutas. Tenía hambre, pero no tenía miedo, porque yo sabía que la vieja señorita y la viuda iban a salir para la reunión religiosa justo después del desayuno y estarían fuera todo el día, y ellas saben que yo me voy con el ganado al amanecer, así que ellas no esperarían verme por allí y no me echarían de menos hasta por la tarde después de que oscureciera. Los otros criados tampoco me echarían de menos porque ellos saldrían pitando para tomarse el día de vacaciones en cuanto que las viejas se hubieran quitado de en medio. »Bueno, pues cuando oscureció, tomé la carretera del río hacia arriba y caminé unas dos millas o más hasta donde no había casas. Había decidido lo que iba a hacer. Es que si seguía alejándome a pie, los perros me seguirían la pista; si robaba un bote para cruzar al otro lado, echarían de menos el bote, ¿sabes?, y sabrían dónde había desembarcado yo al otro lado, y desde dónde seguirme la pista. Así que me dije, una balsa, eso es lo que necesito; no deja pistas. »Al rato, vi que se acercaba una luz, así que me metí en el agua empujando un

tronco por delante de mí y nadé hasta más allá de la mitad del río, y me quedé entre los maderos que arrastraba la corriente con la cabeza pegada al agua nadando contra corriente hasta que apareció una balsa. Después nadé hasta la popa y me hice con ella. Se nubló y se volvió muy oscuro durante un rato, así que me subí y me tumbé sobre los tablones. Los hombres estaban allí en medio bien lejos, donde se veía el farol. El río estaba creciendo y la corriente era buena, así que calculé que para las cuatro de la mañana o así yo estaría a veinticinco millas de distancia río abajo, y que entonces simplemente me bajaría de la balsa justo antes del amanecer, nadaría hasta la orilla del lado de Illinois y me internaría en el bosque. »Pero no tuve suerte, porque cuando estaba llegando casi a la cabeza de la isla, uno de los hombres empezó a seguirme con el farol, y vi que no me serviría de nada esperar, así que me deslicé hasta bajar de la balsa y me dirigí a la isla. Bueno, pues yo creía que podría subir a tierra prácticamente por cualquier sitio, pero no pude porque la orilla era demasiado escarpada. Había llegado casi al pie de la isla antes de encontrar un buen sitio. Me metí en el bosque y decidí que ya no podía ir jugándomela con las balsas mientras anduvieran paseando el farol así de un lado para otro. Tenía en la gorra mi pipa, una pastilla de tabaco de mascar doblada y cerillas, y no se habían mojado, así que yo estaba bien. —Entonces, ¿no has comido ni pan ni carne en todo este tiempo? ¿Y por qué no cogiste tortugas del fango? —¿Y cómo iba a cogerlas? No puedes acercarte y agarrarlas; ¿y cómo les iba a dar con una piedra? ¿Cómo iba a hacerlo de noche? Y yo no iba a exponerme en la orilla durante el día. —Bueno, eso es verdad. Has tenido que quedarte en el bosque todo el tiempo, por supuesto. ¿Oíste los disparos del cañón? —Sí. Sabía que andaban buscándote. Los vi pasar por aquí y los estuve observando desde detrás de los arbustos. Se acercaron algunos polluelos que volaban una yarda o dos y volvían a posarse. Jim dijo que aquello era señal de que iba a llover. Dijo que se consideraba una señal cuando los pollos volaban así, y que suponía que sería lo mismo cuando lo hacían los polluelos de otras aves. Yo iba a coger algunos, pero Jim no me dejó. Dijo que era la muerte. Dijo que su padre estaba una vez muy enfermo y alguno

de ellos cogió un pájaro, y que su vieja abuela dijo que su padre se moriría, y que se murió. Y Jim dijo que no se deben contar las cosas que se van a preparar para la cena porque eso podría atraer a la mala suerte. Y lo mismo si sacudías el mantel después de que se pusiera el sol. Y dijo que si un hombre tenía una colmena y ese hombre se moría, había que decírselo a las abejas antes de que saliera el sol a la mañana siguiente porque, si no, todas las abejas se debilitaban, dejaban de trabajar y se morían. Jim decía que las abejas no les picaban a los idiotas; pero yo eso no me lo creía, porque había probado muchas veces y a mí nunca me picaban. Ya había oído algunas de estas cosas antes, pero no todas. Jim conocía los signos de todo tipo. Decía que lo sabía casi todo. Yo le dije que parecía que todos los signos eran de mala suerte, así que le pregunté si no había ninguno de buena suerte, y me dijo: —Muy pocos, y no le sirven a nadie para nada. ¿Para qué quieres saber cuándo te va a llegar la buena suerte? ¿Para qué, para alejarla? –Y dijo–: Si tienes el pecho y los brazos peludos, eso es una señal de que te vas a hacer rico. Bueno, esa señal sirve para algo, por si falta mucho tiempo. A lo mejor tienes que ser pobre durante mucho tiempo antes, ¿sabes?, y podrías llegar a desanimarte y matarte si no supieras por la señal que al final ibas a ser rico. —Jim, ¿tú tienes los brazos y el pecho peludos? —¿A qué viene hacerme esa pregunta? ¿No ves que sí? —Bueno, ¿y tú eres rico? —No, pero fui rico una vez y voy a volver a ser rico otra vez. Una vez tuve catorce dólares, pero me dio por especular y me arruiné. —¿Y en qué especulaste, Jim? —Bueno, primero invertí en bienes. —¿En qué clase de bienes? —Pues en ganado. Invertí diez dólares en una vaca, porque ya no iba a arriesgar

más dinero en bienes, y va la vaca y se me muere en las manos. —Entonces perdiste los diez dólares. —No, no los perdí enteros. Sólo perdí unos nueve; vendí la piel y el sebo por un dólar y diez centavos. —Te quedaban cinco dólares y diez centavos. ¿Seguiste especulando? —Sí. ¿Conoces al negro que sólo tiene una pierna y que pertenece al viejo señor Bradish? Bueno, pues él buscó un banco y dijo que cualquiera que metiera allí un dólar tendría cuatro dólares más al final del año. Pues fueron todos los negros, pero no tenían mucho. Yo era el único que tenía mucho. Así que yo porfíe por más de cuatro dólares y les dije que, si no me los daban, montaría mi propio banco. Y por supuesto, el negro ese no me quería en el negocio porque decía que no había dinero suficiente para dos bancos, así que le dije que yo podía poner mis cinco dólares y que él me pagara treinta y cinco al final del año. »Y lo hice. Y después pensé que invertiría los treinta y cinco dólares enseguida para que la cosa siguiera moviéndose. Había un negro que se llamaba Bob que había cogido una chalana y su amo no lo sabía; así que se la compré y le dije que se quedara con los treinta y cinco dólares cuando llegara el final de año, pero alguien me robó la balsa aquella noche y, al día siguiente el negro cojo dijo que el banco había quebrado. Así que ninguno de nosotros cogió ningún dinero. —¿Qué hiciste con los diez centavos, Jim? —Bueno, pues iba a gastármelos, pero tuve un sueño, y el sueño me dijo que se los diera a un negro que se llama Balum, al que apodan Balum el Tonto, porque es un cabeza de chorlito, ¿sabes? Pero dicen que tiene suerte y yo ya había visto que yo no la tenía. El sueño me decía que dejara que Balum invirtiera los diez centavos y que él me conseguiría más. Bueno, pues Balum se llevó el dinero y cuando estaba en la iglesia oyó al predicador decir que el que daba a los pobres, prestaba al Señor y que se le devolvería multiplicado por cien. Así que Balum les dio el dinero a los pobres y se quedó escondido para ver qué iba a pasar. —¿Y qué pasó, Jim? —Nada. Nunca recibí nada a cambio. No hubo manera de que yo pudiera recoger ese dinero otra vez; y Balum tampoco pudo. Ya no voy a prestar más

dinero sin que yo vea que hay seguridad. ¡Y dice el predicador que te devolverán el dinero multiplicado por cien! Si pudiera recuperar los diez centavos, consideraría que estábamos en paz y me alegraría de tener esa oportunidad. —Bueno, Jim, de todos modos no importa si vas a volver a ser rico más tarde o más temprano. —Sí, y ahora ya soy rico si me paro a pensarlo. Me pertenezco a mí mismo y yo valgo ochocientos dólares. Ojalá tuviera ese dinero y ya no desearía nada más.

Capítulo 9

Yo quería ir a echar un vistazo a un sitio que estaba más o menos en la mitad de la isla y que había encontrado cuando estuve explorando, así que nos pusimos en marcha y llegamos pronto allí porque la isla sólo tenía tres millas de largo y un cuarto de milla de ancho. Este lugar era una colina o cresta bastante larga y escarpada de unos cuarenta pies de alto. Nos costó bastante trabajo llegar hasta la cima porque las laderas estaban muy en pendiente y los arbustos eran muy densos. Avanzamos con dificultad cuesta arriba rodeándola y al final encontramos una buena cueva grande en la roca, casi en la cima, en el lado que daba hacia Illinois. La cueva tenía casi el tamaño de dos o tres habitaciones juntas y Jim podía ponerse de pie derecho dentro, y hacía fresco allí dentro. Jim estaba dispuesto a colocar nuestras trampas allí inmediatamente, pero le dije que no íbamos a estar subiendo y bajando de allí continuamente. Jim dijo que, si teníamos la canoa escondida en un buen sitio y las trampas en la cueva, podríamos subir hasta allí corriendo si alguien viniera a la isla y que nunca nos encontrarían sin perros. Y, además, dijo que aquellos polluelos habían dicho que iba a llover y me preguntó si yo quería que se nos mojaran las cosas. Así que volvimos a por la canoa, remamos hasta la caverna, y subimos todas las trampas hasta allí. Después buscamos por allí cerca un sitio para esconder la canoa entre los espesos sauces. Cogimos algunos peces de los sedales y los colocamos de nuevo, y empezamos a prepararnos para cenar. La entrada de la cueva era lo suficientemente grande como para meter un barril haciéndolo rodar, y a un lado de la entrada el suelo sobresalía un poco y estaba llano, así que era buen sitio para hacer un fuego, y allí lo hicimos y preparamos la cena. Extendimos las mantas dentro a modo de alfombra y allí nos comimos la cena. Colocamos todas las demás cosas a mano en el fondo de la cueva. Pronto oscureció y empezaron los truenos y los relámpagos, así que los pájaros estaban en lo cierto. Empezó a llover enseguida y, además, llovió con furia, y tampoco

he visto nunca que el viento soplara de esa manera. Era una de esas típicas tormentas de verano. Se puso tan oscuro que fuera todo se veía de un color negro azulado y era bonito; y la lluvia golpeaba con tanta fuerza que los árboles de por allí cerca se veían borrosos y parecían telas de araña; y después venía un golpe de viento que doblaba los árboles y dejaba al descubierto el pálido envés de las hojas; y después seguía una intensa ráfaga de viento que hacía que las ramas agitaran los brazos como si se hubieran vuelto locas; y a continuación, cuando ya parecía que nada podía volverse más negro ni más azul, ¡fiss!, resplandeciente como la gloria y se vislumbraban las copas de los árboles zarandeándose en la distancia bajo la tormenta, a una distancia de cientos de yardas más de lo que se veía antes; y después de un segundo, negro como el pecado otra vez y ahora se oía el estruendo terrible del estallido del trueno que retumbaba y retumbaba a lo lejos rodando desde el cielo hasta la parte baja del mundo, como barriles vacíos rodando escaleras abajo, cuando las escaleras son largas y botan mucho, ¿sabes? —Jim, es bonito esto –le dije–. No querría estar en ninguna otra parte más que aquí. Pásame otro trozo de pescado y más pan de maíz caliente. —Pues no habrías estado aquí si no hubiera sido por Jim. Habrías estado allí abajo en el bosque sin cena y, además, medio ahogado; así habría sido, hijo. Los pollos saben cuándo va a llover y los pájaros también lo saben, chico. El río siguió creciendo y creciendo diez o doce días más, hasta que terminó por sobrepasar la orilla. El agua tenía una profundidad de tres o cuatro pies en las partes bajas de la isla y en la parte baja del lado de Illinois. Por ese lado tenía bastantes millas de ancho, pero por el lado de Misuri había la misma distancia de siempre, una media milla, porque la playa de Misuri no era más que un muro de riscos escarpados. Durante el día íbamos remando en la canoa por toda la isla. Hacía bastante fresco y había mucha sombra en aquellos bosques densos, aunque el sol brillara con fuerza en el exterior. Nos metíamos entre los árboles, sorteándolos, y a veces las enredaderas eran tan espesas que teníamos que retroceder y tirar por otro sitio. Bueno, y en todos los viejos árboles caídos se veían conejos y serpientes y cosas así; y cuando la isla ya llevaba un día o dos inundada, se volvieron tan mansos por culpa del hambre que tenían que podías acercarte a ellos remando y ponerles la mano encima si querías; aunque a las serpientes y las tortugas no porque se deslizaban hasta meterse en el agua. La cresta en la que estaba nuestra cueva estaba llena de ellas. Podríamos haber tenido montones de mascotas si

hubiéramos querido. Una noche cogimos un pequeño trozo de una balsa de troncos; nueve tablones de pino. Tenía doce pies de ancho y unos quince o dieciséis pies de largo, y la parte de arriba, una base sólida y nivelada, sobresalía unas seis o siete pulgadas del agua. A veces durante el día veíamos pasar troncos largos, pero los dejábamos seguir; no nos exponíamos durante el día. Otra noche, cuando estábamos en la cabecera de la isla y justo antes del amanecer, bajó una casa de madera por el lado oeste. Era de dos plantas y estaba bastante inclinada. Remamos hasta ella y nos encaramamos, metiéndonos por una ventana de la planta de arriba. Pero todavía estaba demasiado oscuro para ver algo, así que amarramos la canoa y nos quedamos allí sentados esperando a que amaneciera. La luz empezó a aparecer antes de que llegáramos al pie de la isla y entonces miramos por la ventana hacia el interior. Pudimos distinguir una cama, y una mesa, y dos sillas viejas, y un montón de cosas tiradas por el suelo, y había ropa colgada de la pared. Había algo tirado en el suelo en un extremo que parecía un hombre. Así que Jim dijo: —¡Eh, tú! Pero no se movió. Así que yo grité también, y después dijo Jim: —Ese hombre no está dormido, está muerto. Quédate aquí; iré a ver. Fue, se inclinó y miró, y dijo: —Es un hombre muerto; sí, sin duda; y también está desnudo. Le han disparado por la espalda. Y calculo que lleva muerto dos o tres días. Entra, Huck, pero no le mires la cara; es demasiado espantoso. No lo miré en absoluto. Jim le echó encima algunos harapos, pero no hacía falta que lo hiciera; yo no quería verlo. Había montones de viejas cartas grasientas tiradas por el suelo por todas partes, y viejas botellas de whisky, y un par de máscaras de paño negro; y las paredes estaban cubiertas de palabras y dibujos propios de la gente más ignorante hechos con carbón. Había dos viejos vestidos sucios de percal, y una capota y alguna ropa interior de mujer colgados de la pared, y también había ropa de hombre. Lo metimos todo en la canoa; podría

servir para algo. Había un viejo sombrero de niño en el suelo; era de paja y estaba manchado, y también lo cogí. Y había una botella que había tenido leche dentro, y que estaba taponada con un trapo para que lo chupara el bebé. Habríamos cogido la botella, pero estaba rota. Había un viejo cofre raído y un viejo baúl de pelo que tenía las bisagras rotas. Estaban abiertos, pero no quedaba en ellos nada que sirviera para mucho. Por la forma en que las cosas estaban desperdigadas por todas partes, supusimos que aquella gente se había ido con mucha prisa y que no estaban preparados para llevarse la mayoría de sus cosas. Cogimos un viejo farol de hojalata, y un cuchillo de carnicero sin mango, y una navaja nuevecita que valdría veinticinco centavos en cualquier tienda, y un montón de velas de sebo, y una palmatoria de hojalata, y una calabaza, y una taza de lata, y quitamos una vieja y andrajosa colcha de la cama, y cogimos también una bolsa de ganchillo con agujas, alfileres, cera de abeja y botones e hilo y todo ese tipo de cosas dentro, y un hacha y algunos clavos, y un sedal tan grueso como mi dedo meñique con unos anzuelos enormes, y un rollo de ante, y un collar de perro de cuero, y una herradura, y algunos frascos de medicina que no tenían etiqueta; y justo cuando nos íbamos encontré un peine metálico bastante bueno y Jim encontró un viejo arco de violín y una pata de palo. Las correas se le habían roto pero, quitando eso, era una pierna bastante buena, aunque era demasiado larga para mí y no lo suficiente para Jim, y no conseguimos encontrar la otra, aunque la buscamos por todas partes. Así que, con todo, conseguimos un buen botín. Cuando estuvimos listos para marcharnos, estábamos a un cuarto de milla de la isla y era ya muy de día, así que hice a Jim tumbarse en la canoa y taparse con la colcha, porque si se quedaba sentado, la gente podría darse cuenta de que era negro desde bastante distancia. Remé hasta la playa de Illinois y, al hacerlo, bajé casi media milla. Subí sigilosamente por el agua estancada de la orilla y no tuvimos ningún incidente ni vimos a nadie. Llegamos a casa sanos y salvos.

Capítulo 10

Después de desayunar yo quería hablar del hombre muerto e intentar adivinar por qué lo habían matado, pero Jim no quiso. Dijo que nos traería mala suerte; y además dijo que podría venir a rondarnos; dijo que cuando a un hombre no se le enterraba era más probable que estuviera por ahí rondando que cuando estaba plantado y cómodo. Eso me pareció bastante razonable, así que ya no dije nada más; pero no pude evitar darle vueltas y desear saber quién le había disparado al hombre y por qué lo había hecho. Hurgamos entre la ropa que habíamos conseguido y encontramos ocho dólares de plata cosidos en el forro de un viejo abrigo manta. Jim dijo que probablemente la gente de la casa robó el abrigo porque, si hubieran sabido que el dinero estaba allí, no se lo habrían dejado. Yo dije que suponía que también fueron ellos los que lo mataron; pero Jim no quería hablar de eso. Le dije: —Tú crees que esto de ahora es mala suerte; pero ¿qué dijiste cuando cogí la piel de serpiente que me encontré en la cima de la cresta anteayer? Dijiste que traía la peor suerte del mundo tocar la piel de una serpiente con las manos. Mira, ¡aquí tienes tu mala suerte! Hemos conseguido reunir este montón de cosas y encima ocho dólares. Ya me gustaría tener esta mala suerte todos los días, Jim. —No te preocupes, chico, no te preocupes. No te pongas insolente. Ya llegará. Atiende bien a lo que te digo, ya llegará. Y sí que llegó. Fue un martes cuando tuvimos aquella conversación. Bueno, pues el viernes después de la cena estábamos tumbados en la hierba en la parte alta del risco y se nos terminó el tabaco. Fui a la cueva a coger más y me encontré una serpiente de cascabel allí dentro. La maté y la enrosqué a los pies de la manta de Jim de forma muy natural, pensando que me divertiría cuando Jim la encontrara allí. Bueno, pues por la noche se me olvidó lo de la serpiente completamente y, cuando Jim se tiró en su manta mientras yo encendía una luz, la compañera de la serpiente estaba allí y le mordió. Se levantó de un salto gritando, y lo primero que vi a la luz fue a la alimaña enroscada preparada para saltar de nuevo. La dejé fuera de combate con un palo

en un segundo y Jim agarró la garrafa de whisky de papá y se la empinó empezando a beber a grandes tragos. Estaba descalzo y la serpiente le mordió justo en el talón. Todo eso por ser yo tan tonto de no acordarme de que dondequiera que se deja una serpiente muerta siempre aparece la compañera y se enrosca a su alrededor. Jim me dijo que le cortara la cabeza a la serpiente y que la tirara, y que después despellejara el cuerpo y asara un trozo. Lo hice y se lo comió, y dijo que eso le ayudaría a curarse. Me hizo quitarle también el cascabel y atárselo a él alrededor de la muñeca. Dijo que eso ayudaría. Después salí silenciosamente y tiré las serpientes bien lejos entre los arbustos; porque no iba a dejar que Jim averiguara que todo era culpa mía; no, si podía evitarlo. Jim bebió y bebió de la garrafa, y de vez en cuando perdía la cabeza y cabeceaba a un lado y otro y gritaba; pero, cada vez que volvía en sí, volvía a beber de la botella. El pie se le hinchó hasta ponérsele bien grande, y la pierna también; pero, poco a poco, se fue emborrachando y entonces supuse que estaría bien; pero yo prefería que me mordiera una serpiente antes que beberme el whisky de papá. Jim estuvo enfermo durante cuatro días y cuatro noches. Después, la hinchazón desapareció por completo y pudo andar por allí otra vez. Decidí que nunca más iba a volver a coger la piel de una serpiente con las manos después de ver lo que aquello había acarreado. Jim dijo que suponía que la próxima vez lo creería. Y dijo que coger la piel de una serpiente daba tan mala suerte que a lo mejor todavía no se había terminado. Dijo que prefería ver la luna nueva por encima de su hombro izquierdo hasta mil veces antes que coger la piel de una serpiente con la mano. Bueno, pues yo estaba empezando a pensar lo mismo, aunque siempre he creído que mirar la luna nueva por encima del hombro izquierdo es una de las cosas más estúpidas y más imprudentes que alguien puede hacer. El viejo Hank Bunker lo hizo una vez y anduvo presumiendo por ahí y al cabo de menos de dos años, se emborrachó y se cayó de la torre perdigonera, y se despachurró de tal manera que pudiera decirse que quedó algo así como una capa fina y que lo metieron de lado entre dos puertas de granero que hicieron las veces de ataúd, y así lo enterraron, aunque yo no lo vi; me lo dijo papá. En cualquier caso, todo eso le pasó por haber mirado la luna de esa manera, como un idiota. Bueno, pues los días siguieron pasando y el río volvió a bajar hasta sus orillas, y prácticamente la primera cosa que hicimos fue ponerle un conejo despellejado de

carnaza a uno de los anzuelos grandes y echarlo, y cogimos un bagre del tamaño de un hombre, ya que medía seis pies y dos pulgadas de largo y pesaba más de doscientas libras. Por supuesto que no podíamos tirar de él; nos habría lanzado volando hasta Illinois. Simplemente nos quedamos allí sentados viendo cómo tironeaba de un lado a otro y se desgarraba, hasta que se ahogó. Le encontramos en la barriga un botón de latón y una bola redonda, y un montón de basura. Partimos la bola con el hacha y dentro tenía una cucharilla. Jim dijo que hacía mucho que la tenía dentro para llegar a cubrirla de tal forma que llegara a hacer una bola. Creo que era el pez más grande que se había cogido nunca en el Misisipi. Jim dijo que él nunca había visto ninguno más grande. Habría valido un montón en el pueblo; los peces así se venden allí al peso en el mercado y todo el mundo compra porque tiene la carne blanca como la nieve y está muy bueno frito. A la mañana siguiente dije que la cosa se estaba poniendo un poco lenta y aburrida y que quería algo de emoción. Dije que creía que iba a cruzar el río sigilosamente para averiguar qué estaba pasando. A Jim le gustó la idea, pero dijo que debería ir cuando estuviera oscuro y que tendría que moverme con rapidez. Después lo estuvo estudiando y dándole vueltas y dijo que si no podía ponerme algunas de aquellas cosas viejas y vestirme de chica. Ésa también era una buena idea. Así que acortamos uno de los vestidos de percal, me subí las perneras de los pantalones hasta las rodillas y me lo puse. Jim me lo abrochó a la espalda con los ganchos y quedaba bastante bien. Me puse la capota y me la anudé bajo la barbilla, y para que alguien mirara y me viera la cara tendría que hacer algo parecido a mirar por el codo del tubo de la chimenea de una cocina. Jim dijo que nadie me reconocería, prácticamente ni siquiera a la luz del día. Estuve practicando todo el día para acostumbrarme a las cosas y, poco a poco, lo iba haciendo bastante bien con ellas; lo único es que Jim decía que tenía que dejar de subirme el vestido para meter la mano en los bolsillos de los calzones. Tomé nota y mejoré. Salí de la orilla de Illinois en la canoa justo después de que oscureciera. Emprendí camino hacia el pueblo desde un poco más abajo del embarcadero del transbordador y, dejándome llevar por la corriente, llegué hasta la parte baja del pueblo. Amarré la canoa y eché a andar por la orilla. Había una luz encendida en una pequeña casucha que no llevaba ocupada mucho tiempo y me pregunté quién se habría instalado allí. Me acerqué sigilosamente y me asomé por la ventana. Dentro había una mujer de unos cuarenta años haciendo punto junto a

una vela que estaba encima de una mesa de pino. No conocía su cara; era una forastera, porque en aquella ciudad no había ninguna cara que yo no conociera. Fue un golpe de suerte porque yo estaba flaqueando; me estaba empezando a dar miedo haber venido; la gente podría reconocer mi voz y descubrirme, pero si esta mujer llevaba sólo dos días en un pueblo tan pequeño, podría contarme todo lo que yo quisiera saber, así que llamé a la puerta y me convencí de que no se me podía olvidar que yo era una chica.

Capítulo 11

—Pase –dijo la mujer, y entré. Me dijo–: Coge una silla. Lo hice y me miró de arriba abajo con sus pequeños ojos brillantes y me dijo: —¿Y cuál podría ser tu nombre? —Sarah Williams. —¿Por dónde vives? ¿Por aquí cerca? —No, señora. En Hookerville, siete millas más abajo. He venido andando desde allí y estoy agotada. —Y también tendrás hambre, supongo. Te buscaré algo. —No, señora, no tengo hambre. Tenía tanta hambre que tuve que pararme dos millas más abajo en una granja; así que ahora ya no tengo hambre. Por eso se me ha hecho tan tarde. Mi madre está enferma en la cama y sin dinero y todo eso, y he venido a decírselo a mi tío Abner Moore. Me ha dicho que vive en la parte de arriba del pueblo. Nunca he venido antes aquí. ¿Lo conoce? —No, pero es que no conozco a todo el mundo todavía. No llevo ni dos semanas viviendo aquí. Hay un buen trecho hasta la parte de arriba del pueblo. Será mejor que te quedes aquí toda la noche. Quítate el sombrero. —No –le dije–. Creo que descansaré un rato y después seguiré. No me da miedo la oscuridad. Dijo que no me dejaría irme solo, pero que su marido llegaría pronto, quizás al cabo de una hora y media, y que lo mandaría conmigo. Después ella empezó a hablar de su marido y de los parientes que tenía río arriba, y de los parientes que tenía río abajo, y de cómo antes solían tener mucho más dinero y de cómo sin saberlo habían cometido un error viniendo a nuestro pueblo en vez de dejar las cosas como estaban, y así sin parar hasta que temí haberme equivocado al acercarme a ella para averiguar lo que estaba pasando en el pueblo; pero después

pasó a hablar de papá y del asesinato y entonces ya estuve yo bastante dispuesto a dejarla seguir hablando. Me contó que Tom Sawyer y yo habíamos encontrado seis mil dólares (sólo que ella dijo que eran diez) y me lo contó todo sobre papá y lo mal tipo que era, y lo mal tipo que era yo, y por fin llegó a que me habían asesinado. Le dije: —¿Quién lo hizo? Hemos oído hablar mucho de esto en Hookerville, pero no sabemos quién fue el que mató a Huck Finn. —Bueno, supongo que hay un montón de gente de aquí a la que le gustaría saber quién lo mató. Algunos piensan que fue el mismo viejo Finn quien lo hizo. —No. ¿Es eso cierto? —Casi todo el mundo lo pensó al principio. Ni él mismo sabe lo cerca que estuvo de que lo lincharan. Pero antes de la noche cambiaron de opinión y pensaron que lo había hecho un negro fugitivo llamado Jim. —¿Por qué él…? Me paré. Pensé que sería mejor que me quedara callado. Ella siguió y ni siquiera se dio cuenta de que yo había abierto la boca: —El negro se escapó la misma noche que mataron a Huck Finn. Así que ahora ofrecen una recompensa por él de trescientos dólares. Y también ofrecen una recompensa por el viejo Finn de doscientos dólares. Él vino al pueblo a la mañana siguiente del asesinato y lo contó, y estuvo con ellos durante la búsqueda con el transbordador y, justo después, se largó. Antes de la noche ya querían lincharlo pero se había ido, ¿sabes? Bueno, pues al día siguiente, descubrieron que el negro se había escapado; se dieron cuenta de que no lo habían visto desde las diez de la noche en que se cometió el asesinato. Entonces le echaron la culpa a él, ¿sabes? Y cuando, al día siguiente, andaban todos alborotados, va y vuelve el viejo Finn, y se fue a llorarle al juez Thatcher para que le diera dinero para perseguir al negro por todo Illinois. El juez le dio un poco y aquella noche se emborrachó y estuvo rondando por ahí hasta pasada la medianoche con un par de extraños de muy mal aspecto, y después se largó con ellos. Bueno, pues no ha vuelto desde entonces y no esperan que vuelva hasta que esto se pase un poco, porque ahora la gente cree que él mató a su chico y lo arregló todo de modo que la gente pensara que lo habían hecho unos ladrones, y que después él tendría el dinero de Huck sin tener que molestarse durante un

montón de tiempo con un juicio. La gente dice que no les extrañaría eso de él. Oh, es taimado, creo. No le pasará nada si no vuelve hasta dentro de un año. No se puede probar nada contra él, ¿sabes?; todo se habrá calmado para entonces y él podrá quedarse con el dinero de Huck con toda facilidad. —Sí, supongo que sí, señora. No veo que haya nada que se lo impida. ¿Han dejado ya todos de pensar que lo hizo el negro? —Oh, no, no todos. Hay muchos que piensan que lo hizo él. Pero al negro lo van a coger ya pronto y a lo mejor lo asustan lo suficiente como para que lo cuente. —¿Por qué? ¿Andan ya tras él? —Bueno, ¡vaya si eres inocente!, ¿no? ¿Es que la gente se encuentra por ahí trescientos dólares todos los días? Alguna gente piensa que el negro no está lejos de aquí, y yo soy una de ellos aunque no he ido diciéndolo por ahí. Hace unos días, estaba hablando con una pareja mayor que vive aquí al lado en la cabaña de troncos y ellos dijeron por casualidad que casi nadie va nunca a la isla esa de más allá que llaman la isla de Jackson. «¿No vive nadie allí?», les pregunté. «No, nadie», dijeron. No dije nada más, pero he estado pensando. Yo estaba bastante segura de que había visto humo allí, más o menos en la cabecera de la isla, un día o dos antes; así que me dije a mí misma que era casi seguro que ese negro estuviese escondido allí. En cualquier caso, me dije, merece la pena rastrear el sitio. No he vuelto a ver humo desde entonces, así que supongo que igual se ha ido, si es que era él; pero mi marido va a ir a ver; él y otro hombre. Ha estado río arriba, pero ha regresado hoy y se lo dije en cuanto llegó aquí hace dos horas. Me había puesto tan nervioso que no podía estar sentado quieto. Tenía que hacer algo con las manos, así que cogí una aguja de la mesa y empecé a enhebrarla. Me temblaban las manos y lo estaba haciendo fatal. Cuando la mujer dejó de hablar, levanté la vista y ella me estaba mirando a mí con bastante curiosidad y sonriéndose un poco. Solté la aguja y el hilo y di a entender que estaba interesado, y además es que lo estaba de verdad, y le dije: —Trescientos dólares es un montón de dinero. Ojalá mi madre pudiera tenerlo. ¿Va a ir su marido allí esta noche? —Oh, sí. Fue al pueblo con el hombre del que te estaba hablando a buscar un bote y a ver si podían conseguir otra pistola. Irán después de la medianoche.

—¿Y no verían mejor si esperaran para ir de día? —Sí. ¿Pero no vería el negro mejor también? Después de medianoche lo más probable es que esté dormido y ellos podrán recorrer los bosques sigilosamente y buscar su hoguera mucho mejor precisamente por la oscuridad, si es que tiene una. —Eso no se me había ocurrido. La mujer siguió mirándome con mucha curiosidad y no me sentí nada cómodo. Y al momento me preguntó: —¿Cómo me dijiste que te llamabas, cielo? —M…, Mary Williams. De algún modo no me parecía que antes hubiera dicho que me llamaba Mary, así que no levanté la vista; me parecía que había dicho que me llamaba Sarah, así que me sentí como acorralado y temí que quizá también se me notara. Deseé que la mujer dijera algo más; mientras más tiempo pasaba ella callada, más inquieto me sentía yo. Pero ahora dijo: —Cielo, creí que dijiste que te llamabas Sarah cuando llegaste. —Oh, sí, señora, así fue. Sarah Mary Williams. Sarah es mi nombre de pila, y algunos me llaman Sarah y otros Mary. —Oh, ¿es así? —Sí, señora. Me sentía mejor, pero deseaba estar fuera de allí de todos modos. Todavía no podía levantar la mirada. Bueno, la mujer se puso a hablar de lo difíciles que eran los tiempos y de la pobreza en la que tenían que vivir, y de cómo las ratas andaban por allí con tanta libertad como si fueran las dueñas del lugar, y así sucesivamente, y después me tranquilicé otra vez. Tenía razón en lo de las ratas. Cada poco rato, una de ellas asomaba la nariz por un agujero que había en la esquina. Decía que tenía que tener cosas a mano preparadas para tirárselas cuando estaba sola porque si no, no

la dejaban en paz. Me enseñó una barra de plomo retorcida hasta formar un nudo y me dijo que normalmente tenía muy buena puntería con ella, pero que hacía un día o dos que se había torcido el brazo y que no sabía si la podría lanzar bien ahora. Pero se mantuvo atenta esperando la ocasión y se la tiró a una rata, pero falló por mucho y dijo, ¡ay!, porque el brazo le dolía mucho. Después me dijo que lo intentara yo con la siguiente. Yo quería irme antes de que el hombre volviera, pero por supuesto que no dejé que se notara. Cogí la cosa aquella y se la lancé a la primera rata que asomó la nariz y, si se hubiera quedado donde estaba, se habría convertido en una rata bastante enferma. Me dijo que había sido de primera y que pensaba que a la próxima la pillaría. Fue a coger el trozo de plomo y se lo trajo, y también se trajo una madeja de hilo con la que quería que la ayudara. Levanté las dos manos y ella me colocó la madeja por encima, y siguió hablando sobre los asuntos de ella y de su marido. Pero se interrumpió para decir: —Sigue vigilando a las ratas. Será mejor que tengas el plomo en la falda, a la mano. Así que lo dejó caer en mi regazo justo en ese momento y yo cerré las piernas y ella siguió hablando. Pero sólo durante un minuto. Después soltó la madeja y me miró directamente a la cara y, muy amablemente, me dijo: —Vamos, venga, ¿cuál es tu verdadero nombre? —¿Qu…, qué, señora? —Que cuál es tu verdadero nombre. ¿Es Bill, o Tom, o Bob? ¿O cuál es? Supongo que temblaba como una hoja y prácticamente no sabía qué hacer. Pero le dije: —Por favor, señora, no se ría de una pobre chica como yo. Si le molesto aquí, yo… —No, no te irás. Siéntate y quédate donde estás. No voy a hacerte daño, y tampoco voy a delatarte. Cuéntame tu secreto y confía en mí; lo guardaré, y lo que es más, te ayudaré. Y mi marido también lo hará, si tú quieres. Eres un aprendiz de fugitivo, nada más. Eso no es nada. No hay nada malo en ello. Te han tratado mal y has decidido cortar. Que Dios te bendiga, chico; no te delataría. Ahora, cuéntamelo; buen chico.

Así que dije que ya no tenía sentido seguir con la farsa y que sería sincero y se lo contaría todo, pero que ella no podía arrepentirse de su promesa. Después le dije que mi padre y mi madre estaban muertos, y que la justicia me había entregado a un viejo granjero miserable que vivía en el campo a unas treinta millas del río, y que me trataba tan mal que ya no podía soportarlo más; se había marchado fuera un par de días y yo había aprovechado la ocasión para robar alguna ropa vieja de su hija y largarme, y que había tardado tres días en recorrer las treinta millas. Viajaba por las noches, y de día me escondía y dormía, y la bolsa de carne y pan que llevaba desde la casa me había durado todo el camino y que había tenido bastante. Dije que creía que mi tío Abner Moore se haría cargo de mí, y que por eso me había dirigido a este pueblo de Goshen. —¿Goshen, chico? Esto no es Goshen. Esto es Saint Petersburg. Goshen está a diez millas río arriba. ¿Quién te dijo que esto era Goshen? —Bueno, pues, un hombre que me encontré esta mañana al amanecer, justo cuando iba a meterme en el bosque para dormir. Me dijo que, cuando los caminos se bifurcaran, debía coger el de la derecha, y que cinco millas después llegaría a Goshen. —Debía de estar borracho. Te lo dijo exactamente al revés. —Bueno, sí se comportaba como si estuviera borracho, pero ahora ya no importa. Tengo que seguir. Llegaré a Goshen antes de que amanezca. —Espera un minuto. Te prepararé algo de comer. Quizá lo necesites. Así que me preparó algo de comida, y me dijo: —Dime, cuando una vaca está tumbada, ¿qué parte levanta primero? Responde rápido; no te pares a pensarlo. ¿Qué parte levanta primero? —La parte de atrás, señora. —Bien, ¿y un caballo? —La parte de delante, señora. —¿En qué parte de un árbol crece el musgo?

—En la parte norte. —Si quince vacas están paciendo en una colina, ¿cuántas comen con las cabezas dirigidas en la misma dirección? —Creo que las quince, señora. —Bueno, creo que sí, que has vivido en el campo. Pensé que quizá estuvieras intentando engañarme de nuevo. Y ahora dime, ¿cuál es tu verdadero nombre? —George Peters, señora. —Bueno, intenta recordarlo, George. Que no se te olvide y me digas que es Elexander antes de irte, y luego salgas con que es George Elexander cuando te pille. Y no te acerques a las mujeres con ese viejo vestido de percal. Se te da bastante mal hacer de chica, aunque quizá puedas engañar a los hombres. Que Dios te bendiga, hijo, y cuando te pongas a enhebrar una agujas no sostengas el hilo y que sea la aguja la que levantes; sostén la aguja y mete el hilo; así es como lo hacen las mujeres casi siempre y los hombres lo hacen al contrario. Y cuando le tires algo a una rata o a otra cosa, apoya un pie sobre la punta de los dedos, levanta la mano por encima de la cabeza de la forma más torpe que puedas y falla el tiro a la rata por unos seis o siete pies. Lanza con el brazo rígido desde el hombro, como si tuvieras ahí un pivote sobre el que tuviera que girar, como las chicas; no desde la muñeca y el codo, con el brazo separado hacia un lado, como los chicos. Y, recuerda, cuando una chica intenta recoger algo en el regazo, abre las rodillas; no las junta de un golpe como hiciste tú cuando cogiste el trozo de plomo. Me di cuenta de que eras un chico cuando estabas enhebrando la aguja, e ideé las otras cosas sólo para asegurarme. Y ahora, sigue hasta la casa de tu tío, Sarah Mary Williams George Elexander Peters, y si te metes en líos, manda recado a la señora Judith Loftus, que soy yo, y haré lo que pueda para sacarte de ellos. Sigue todo el tiempo por la carretera del río y, la próxima vez que tengas que caminar, lleva contigo zapatos y calcetines. La carretera del río es rocosa y estoy segura de que cuando llegues a Goshen llevarás los pies fatal. Subí unas cincuenta yardas por la orilla y después volví sobre mis pasos y me escurrí hasta donde estaba mi canoa, un buen trecho más abajo de la casa. Me metí de un salto y salí deprisa. Fui corriente arriba lo suficientemente lejos como para alcanzar la cabecera de la isla, y después empecé a cruzar. Me quité la capota porque ya no me hacía falta visera. Cuando había llegado más o menos al

medio, oí que el reloj empezaba a tocar, así que me paré a escuchar; el sonido llegaba débil pero nítido sobre el agua; las once. Cuando llegué a la cabecera de la isla, ni siquiera me paré a jadear, aunque estaba casi sin aliento, sino que me metí de un tirón entre los árboles, donde estaba mi viejo campamento, y encendí un buen fuego en un sitio alto y seco. Después me metí en la canoa de un salto y salí hacia nuestro sitio, que estaba milla y media más abajo, lo más rápido que pude. Desembarqué y subí por entre los árboles, risco arriba hasta la cueva. Jim estaba allí tumbado en el suelo, profundamente dormido. Lo desperté y le dije: —¡Levántate y date prisa, Jim! No hay ni un minuto que perder. ¡Nos están buscando! Jim no hizo preguntas; no dijo ni una palabra, pero la forma en que trabajó durante la siguiente media hora demostraba lo asustado que estaba. Para entonces, todo lo que teníamos en este mundo estaba en la balsa y la teníamos preparada para sacarla a empujones de la cala entre los sauces donde la teníamos escondida. Lo primero que hicimos fue apagar la fogata de la cueva y, después de eso, no encendimos ni una vela allí fuera. Me alejé un poco de la orilla con la canoa, y eché un vistazo; pero si había alguna barca por allí, yo no la vi, porque las sombras y las estrellas no ayudan mucho a ver. Después sacamos la balsa y nos deslizamos en las sombras hasta pasar el pie de la isla en completo silencio, sin decir ni una palabra.

Capítulo 12

Debía de ser cerca de la una cuando por fin sobrepasamos la isla, y la balsa parecía ir tremendamente despacio. Si se acercaba alguna barca, nos meteríamos en la canoa y nos dirigiríamos a la orilla de Illinois; y menos mal que no apareció ninguna barca, porque ni siquiera se nos había ocurrido meter la pistola en la canoa, ni un sedal, ni nada de comer. Estábamos demasiado preocupados como para acordarnos de tantas cosas. No fue buena idea ponerlo todo en la balsa. Si los hombres iban a la isla, yo suponía que encontrarían el fuego que yo había encendido y que lo vigilarían durante toda la noche, esperando a que apareciera Jim. En cualquier caso, los mantendría alejados de nosotros, y si el fuego que yo había encendido no conseguía engañarlos, no era culpa mía. Yo lo había intentado lo mejor que había podido. Cuando empezaron a aparecer los primeros rayos de luz, amarramos en un bajío que había en una gran curva del lado de Illinois, cortamos ramas de los álamos con el hacha y cubrimos la balsa con ellas, de modo que parecía que allí en la orilla había habido un derrumbe. Un bajío es un banco de arena que tiene tantos álamos que están pegados unos a otros como los dientes de un rastrillo. Teníamos montañas en el lado de Misuri y densos bosques del lado de Illinois, y el canal bajaba por la playa de Misuri en aquella zona, así que no temíamos que nadie se topara con nosotros. Estuvimos allí tumbados todo el día y observamos las balsas y los barcos de vapor que bajaban por la playa de Misuri haciendo girar sus ruedas y los barcos de vapor que subían por el centro luchando contra el río grande. Le conté a Jim todo lo que había cotorreado con aquella mujer; y Jim me dijo que era lista, y que si ella se pusiera a perseguirnos, no se sentaría a vigilar una fogata, no, señor, ella llevaría un perro. Bueno, pues, le dije, por qué no podía decirle ella a su marido que cogiera un perro. Jim dijo que seguramente se le ocurrió cuando los hombres estaban preparados para salir, y que creía que habrían subido al pueblo a buscar un perro y que por eso habían perdido todo ese tiempo, porque si no, no estaríamos aquí en este bajío dieciséis o diecisiete millas más abajo del pueblo; no, seguro que no; seguro que estaríamos otra vez en el mismo pueblo de siempre. Así que yo le dije que no me importaba cuál

fuera la razón por la que no nos cogían, siempre y cuando no lo hicieran. Cuando estaba empezando a oscurecer, asomamos las cabezas por entre las ramas de los álamos y miramos hacia arriba, hacia abajo y hacia el frente; nada a la vista; así que Jim cogió algunos de los tablones de madera de la parte de arriba de la balsa y construyó un pequeño tipi en el que refugiarnos del sol y de la lluvia y en el que meter las cosas para que estuvieran secas. Jim le hizo un suelo a la cabaña y lo subió un pie o más por encima del nivel de la balsa, de modo que ahora las mantas y todas las trampas quedaban fuera del alcance de las olas que provocaban los barcos de vapor. Justo en el centro de la cabaña, pusimos una capa de tierra de unas cinco o seis pulgadas de profundidad con un borde alrededor para que se mantuviera en su sitio, para hacer el fuego cuando hiciera frío o mal tiempo; la cabaña impediría que se viera. También hicimos otro remo más, porque uno u otro podrían romperse contra un tronco o un árbol o algo así. Preparamos un palo corto bifurcado en el que colgar el viejo farol porque tendríamos que encender una luz cada vez que un barco de vapor viniera corriente abajo para evitar que nos llevara por delante; pero no tendríamos que encenderlo para los barcos que subieran, a menos que viéramos que estábamos en mitad de lo que llaman un «cruce»; como el río estaba todavía bastante alto, los bancos de arena bajos estaban aún más o menos bajo el agua y, por eso, los barcos que subían no siempre iban por el canal, sino que buscaban aguas fáciles. Esta segunda noche navegamos durante siete u ocho horas con una corriente que nos hacía avanzar unas cuatro millas a la hora. Pescamos y hablamos, y nos bañamos de vez en cuando para evitar que nos entrara sueño. Daba tal impresión de solemnidad eso de bajar por el gran río en calma, tumbados boca arriba mirando las estrellas, que ni siquiera nos apetecía hablar en voz alta, y ni siquiera nos reíamos con frecuencia, sólo alguna que otra risita entre dientes. En general, estábamos teniendo un tiempo bastante bueno, y nunca nos pasaba nada de nada; ni esa noche, ni la siguiente ni la siguiente. Todas las noches dejábamos pueblos atrás; algunos de ellos estaban lejos sobre negras colinas, y no eran más que brillantes lechos de luces; no se veía ni una casa. La quinta noche pasamos por San Luis y fue como si el mundo entero se hubiera iluminado. En Saint Petersburg se decía que había veinte o treinta mil personas en San Luis, pero yo nunca me lo creí hasta que vi aquella maravillosa extensión de luces a las dos de la mañana en aquella noche tranquila. No se oía un ruido; todo el mundo estaba durmiendo.

Ahora yo me desplazaba todas las noches sobre las diez hasta la playa a algún pequeño pueblecito para comprar diez o quince centavos de harina de maíz, o de beicon o de cualquier otra cosa de comer; y a veces cogía algún pollo que no estaba durmiendo cómodamente en su gallinero y me lo llevaba. Papá siempre decía, coge un pollo cuando tengas la ocasión, porque si tú no lo quieres, seguro que encontrarás a alguien que sí lo querrá, y una buena obra nunca se olvida. Nunca vi que papá no quisiera el pollo para él, pero, en cualquier caso, eso es lo que solía decir. Por las mañanas antes de que amaneciera, me metía en los campos de maíz y cogía prestada una sandía, o un melón, o una calabaza, o algo de maíz, o cosas así. Papá siempre decía que no había nada malo en coger cosas prestadas si tenías intención de pagarlas en algún momento; pero la viuda decía que no era más que una palabra suave para robar, y que ninguna persona decente lo haría. Jim dijo que pensaba que la viuda tenía razón en parte y que papá tenía razón en parte; así que lo mejor sería que cogiéramos dos o tres cosas de la lista y dijéramos que ésas ya no las cogeríamos más prestadas, de modo que él pensaba que así ya no habría nada malo en que cogiéramos las otras. Así que lo hablamos una noche mientras íbamos río abajo, intentando decidir si quitábamos las sandías o los cantalupos, o qué. Pero hacia el amanecer ya lo teníamos todo acordado satisfactoriamente, y llegamos a la conclusión de que quitaríamos las manzanas silvestres y los caquis de Virginia. Antes de eso no nos sentíamos del todo bien, pero ahora nos sentíamos cómodos. Yo también me alegraba de cómo nos había salido porque las manzanas silvestres nunca son buenas y los caquis todavía tardarían dos o tres meses en estar maduros. De vez en cuando disparábamos a un pato o a un ganso que se había levantado demasiado temprano aquella mañana o que no se había ido a dormir lo suficientemente temprano por la noche. Con todo, vivíamos con bastantes lujos. La quinta noche después de haber dejado atrás San Luis, hubo una gran tormenta pasada la medianoche, con tremendos truenos y relámpagos, y la lluvia caía con fuerza en una compacta cortina de agua. Nos quedamos dentro de la cabaña y dejamos que la balsa se las arreglara sola. Con el resplandor de los relámpagos, veíamos un gran río recto ante nosotros, y peñascos altos y rocosos a ambos lados. Y después dije: «¡Mira, Jim, mira allí!». Era un barco de vapor que había encallado contra una roca y la corriente nos arrastraba directamente hacia él. Los relámpagos lo mostraban con total nitidez. Estaba inclinado con parte de la cubierta superior por encima del agua, y se veían todas y cada una de las

abrazaderas de la chimenea con total claridad cada vez que había un fogonazo, y una silla que había junto a la campana grande con un viejo sombrero de fieltro colgado del respaldo. Bueno, pues como estaba allí a lo lejos y en una noche de tormenta, y todo tan misterioso, me sentí como se hubiera sentido cualquier otro chico que viera un barco naufragado encallado allí tan lúgubre y tan solitario en mitad de un río. Yo quería subir a bordo y moverme sigilosamente por allí un poco para ver qué era lo que había allí. Así que dije: —Abordémoslo y subamos, Jim. Pero Jim estaba completamente en contra al principio, y me dijo: —Yo no quiero ir a hacer el tonto a ningún barco encallado. Nos está yendo bastante bien y mejor será que sigamos así, como dice la Biblia. Además, seguro que hay un guarda en ese barco. —¿Un guarda?, ¡tu abuela! –le dije–. Ahí no hay nada que guardar aparte del camarote del capitán y la cabina del piloto, y ¿tú crees que alguien va a arriesgar la vida por un camarote y una cabina de piloto en una noche como ésta, cuando el barco se puede romper y salir flotando río abajo en cualquier momento? –Jim no pudo contestarme nada a eso, así que ni lo intentó–. Y además –le dije–, podríamos coger prestado del camarote del capitán algo que mereciera la pena tener. Puros, seguro, y que cuestan a cinco centavos cada uno, uno encima de otro. Los capitanes de los barcos de vapor siempre son ricos, y cobran sesenta dólares al mes, y cuando quieren una cosa les da igual lo que cueste, ¿sabes? Métete una vela en el bolsillo; ahora ya no puedo quedarme tranquilo hasta que no lo registremos todo. ¿Tú crees que Tom Sawyer dejaría pasar una cosa así? No, ni en sueños. Él diría que es una aventura, así es como lo llamaría, y subiría a ese barco aunque fuese lo último que hiciera en esta vida. ¡Y anda que no lo haría con estilo! ¡Y anda que no se pondría ancho ni nada! Bueno, te parecería estar viendo a Cristóbal Colón descubrir el reino de los cielos. ¡Ojalá que Tom Sawyer estuviera aquí! Jim protestó un poco entre dientes, pero cedió. Dijo que no debíamos hablar más de lo que fuera inevitable y que, además, hablásemos muy, muy bajo. Un relámpago nos volvió a mostrar el barco justo a tiempo, alcanzamos la grúa de estribor y nos agarramos fuerte allí.

La cubierta estaba muy alta por este lado. Nos movimos furtivamente en la oscuridad bajando la pendiente de la cubierta hacia babor, en dirección a la caseta de gobierno, tanteando cada paso muy despacio y extendiendo los brazos por delante de nosotros para evitar chocar contra los cabos, porque estaba tan oscuro que no veríamos ni rastro de ellos. Llegamos muy pronto al extremo delantero de la claraboya y nos encaramamos a ella; y el siguiente paso nos llevó justo delante de la puerta del capitán, que estaba abierta, y ¡por mi padre que vimos una luz abajo por el pasillo que llevaba al camarote! ¡Y en el mismo segundo nos pareció oír unos susurros en voz muy baja allí dentro! Jim susurró y me dijo que se sentía muy enfermo y me dijo que fuera con él. Le dije que de acuerdo, e iba a echar a andar hacia la balsa, pero justo entonces oí una voz que decía gritando: —No, por favor, chicos. ¡Juro que no lo contaré nunca! Y otra voz que dijo bastante fuerte: —Es mentira, Jim Turner. Ya te has comportado así antes. Siempre has querido más parte de la que te correspondía y, además, siempre te la has llevado porque jurabas que, si no te la dábamos, lo contarías. Pero esta vez ya ha sido la gota que ha colmado el vaso. Eres el perro más miserable y más traicionero de este país. En este momento Jim ya se había ido a buscar la balsa y yo ardía de curiosidad; y me dije, Tom Sawyer no se echaría atrás ahora, así que yo tampoco; voy a ver qué es lo que está pasando ahí dentro. Así que me apoyé sobre las manos y las rodillas en el pequeño pasillo y gateé en la oscuridad hasta que sólo quedaba un camarote entre el vestíbulo de la zona de la caseta de gobierno y yo. Y luego vi a un hombre allí dentro tumbado en el suelo y atado de pies y manos, y a dos hombres de pie sobre él, y uno de ellos tenía un farol tenue en la mano y el otro tenía una pistola. Y éste no dejaba de apuntar a la cabeza del hombre que estaba en el suelo con la pistola, diciéndole: —¡Me encantaría hacerlo! ¡Y, además, debería hacerlo, canalla miserable! El hombre del suelo se encogía y decía: —No, Bill, por favor, no lo hagas. No voy a contarlo jamás.

Y cada vez que lo decía, el hombre del farol se reía y decía: —¡Claro que no! Me apuesto a que no has dicho una verdad más grande en tu vida. Y una de las veces, dijo: —¡Mira cómo suplica! Y si no lo hubiéramos reducido y lo hubiéramos atado, nos habría matado a los dos. ¿Y por qué? Por nada. Sólo porque exigíamos nuestros derechos, por eso. Pero me juego que tú ya no vas a amenazar a nadie más, Jim Turner. Deja de apuntar con esa pistola, Bill. Bill dijo: —No quiero, Jake Packard. Yo estoy a favor de matarlo. ¿No mató él al viejo Hatfield exactamente de la misma forma? ¿Es que no se lo merece? —Pero yo no lo quiero muerto, y tengo mis razones. —¡Que Dios bendiga tu alma por esas palabras, Jake Packard! ¡No te olvidaré mientras viva! –dijo lloriqueando el hombre que estaba en el suelo. Packard no le hizo caso, sino que colgó el farol de un clavo y echó a andar hacia donde yo estaba en la oscuridad, y le hizo señales a Bill para que se acercara. Retrocedí unas dos yardas lo más rápido que pude, pero el barco estaba inclinado, de modo que no pude hacerlo demasiado rápido y, para que no me pasaran por encima ni me pillaran, gateé hasta el interior de uno de los camarotes de la parte superior. El hombre cabalgó por el pasillo en la oscuridad y, cuando Packard llegó a mi camarote, dijo: —Aquí, entra aquí. Y entró, y Bill tras él. Pero, antes de que entraran, yo ya estaba arrinconado en la litera de arriba arrepintiéndome de haber venido. Después se quedaron charlando allí de pie, con las manos apoyadas sobre la repisa de la litera. No los veía pero podía adivinar dónde estaban por el whisky que habían estado bebiendo. Me alegré de no beber whisky, aunque eso habría dado igual porque la mayor parte del tiempo ni siquiera respiraba, así que eso no habría empeorado mi situación. Tenía demasiado miedo. Además, nadie podría respirar y oír una conversación como aquélla. Hablaban bajo y en serio. Bill quería matar a Turner, y dijo:

—Ha dicho que lo contará, y lo hará. Aunque le diéramos nuestra parte ahora, eso no cambiaría nada después de la pelea y de cómo lo hemos tratado. Tan seguro como que has nacido que testificará contra nosotros, ¿me oyes? Yo estoy por ahorrarle todos los problemas. —Yo también –dijo Packard en voz muy baja. —Maldita sea, había empezado a pensar que no querías. Bueno, pues está bien entonces. Vamos a hacerlo. —Espera un momento; todavía no he dicho lo que tengo que decir. Lo de disparar está bien, pero hay formas más silenciosas de hacer lo que haya que hacer. Lo que yo digo es esto: no es muy buena idea andar por ahí persiguiendo una soga si puedes conseguir lo que quieres de alguna otra manera que sea igual de buena y que, al mismo tiempo, no te ponga en riesgo. ¿No te parece? —Desde luego que sí. Pero ¿cómo vas a arreglártelas esta vez? —Bueno, esto es lo que he pensado: rebuscaremos por aquí y cogeremos las cosas que se nos pasaran por alto dentro de los camarotes; después las llevamos a la playa y escondemos el botín. Y después esperaremos. Te digo que este barco no va a tardar más de dos horas en romperse y en que se lo lleve la corriente río abajo. ¿Lo entiendes? Se ahogará y no podrán echarle la culpa a nadie más que a él mismo. Me parece que es una perspectiva bastante mejor que la de matarlo. No soy partidario de matar a ningún hombre mientras que haya forma de hacerlo de otro modo; no es buena idea, ni tampoco es muy moral. ¿Tengo razón? —Sí, supongo que sí. Pero supongamos que no se rompe y que no lo arrastra la corriente. —Bueno, podemos esperar esas dos horas y ver qué pasa, ¿no? —De acuerdo entonces; ven conmigo. Entonces se pusieron en marcha y yo me largué completamente muerto de miedo, avanzando con dificultad. Estaba oscuro como boca de lobo, y susurré con voz ronca, «¡Jim!», y me contestó justo desde la altura de mi codo con una especie de gemido, así que le dije: —Rápido, Jim, no tenemos ni un minuto que perder en gemidos; hay una banda

de asesinos ahí dentro y, si no encontramos su barca y la echamos río abajo a la deriva para que estos tipos no puedan bajarse del barco, uno de ellos se va a encontrar en muy mala situación. Pero, si encontramos su barca, podemos ponerlos a todos en muy mala situación porque el sheriff podrá pillarlos. ¡Rápido, date prisa! Yo buscaré por babor y tú busca por estribor. Empieza por la balsa y… —¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿La balsa? Ya no hay ninguna balsa; se ha soltado y ha desaparecido, ¡y nosotros aquí!

Capítulo 13

Se me cortó la respiración y casi me desmayo. ¡Encerrados en un barco encallado con una banda como aquélla! Pero no era el momento de andarse con sentimentalismos. Ahora sí que teníamos que encontrar esa barca; teníamos que tenerla nosotros. Así que bajamos por el lado de estribor temblando y estremeciéndonos, y encima íbamos muy lento; parecía que había pasado una semana antes de llegar a la popa. Ni rastro de ninguna barca. Jim dijo que no creía que pudiera seguir avanzando; decía que tenía tanto miedo que casi no le quedaba fuerza. Pero le dije que vamos, que si nos quedábamos en aquel barco encallado estábamos metidos en un lío, seguro. Así que seguimos moviéndonos sigilosamente. Nos dirigimos hacia la popa de la cubierta superior, y la encontramos, y después avanzamos con dificultad por encima de la claraboya, colgándonos de persiana en persiana porque el extremo de la claraboya estaba en el agua. Cuando estábamos ya bastante cerca de la puerta del vestíbulo, vimos el bote, ¡sí, allí estaba! Lo veía a duras penas. Nunca me he sentido más agradecido. Un segundo más y yo ya habría estado a bordo, pero justo entonces se abrió la puerta. Uno de los hombres sacó la cabeza por ella a sólo un par de pies de mí, y pensé que todo había terminado para mí; pero la volvió a meter dentro y dijo: —¡Bill, pon ese maldito farol donde no se vea! Lanzó una bolsa con algo a la barca y después se montó él y se sentó. Era Packard. Y después salió Bill y se subió. Packard dijo en voz baja: —Todo listo, ¡vámonos! Casi no podía seguir sosteniéndome de la persiana, y Bill dijo: —¡Espera! ¿Lo has registrado? —No, ¿no lo has hecho tú? —No. Entonces todavía tiene su parte del dinero.

—Bueno, pues ven conmigo entonces. No tiene sentido que nos llevemos el botín y nos dejemos el dinero. —Y digo yo, ¿no sospechará de lo que nos traemos entre manos? —Quizá no. Pero tenemos que llevárnoslo de todos modos. Ven conmigo. Así que se bajaron y entraron. La puerta se cerró con un portazo porque estaba en el lado inclinado; medio segundo después, yo estaba en la barca y Jim cayó dentro justo detrás de mí. Saqué mi cuchillo y corté la cuerda, ¡y nos fuimos! No tocamos los remos, ni hablamos, ni susurramos ni casi respiramos siquiera. Nos deslizamos suavemente y con rapidez en un silencio absoluto dejando atrás el tambor de la rueda de paletas y la popa; un segundo o dos más tarde, ya estábamos a cien yardas del barco y se lo tragó la oscuridad; hasta el último rastro de él, y ya estábamos a salvo, y lo sabíamos. Cuando estábamos trescientas o cuatrocientas yardas río abajo, vimos el farol aparecer durante un segundo en la puerta de la caseta de gobierno como una pequeña chispa, y supimos que los granujas ya se habían dado cuenta de que les faltaba la barca y que estaban empezando a comprender que ahora tenían un problema igual de grande que el de Jim Turner. Después Jim manejó los remos y nos dirigimos a buscar nuestra balsa. Ahora, por primera vez, empezaba yo a preocuparme por los hombres; supongo que antes no había tenido tiempo. Empecé a pensar que era terrible estar en una situación así, hasta para los asesinos. Y me dije, nunca se puede decir, pero todavía yo mismo podría convertirme en asesino, y entonces ¿qué me parecería a mí? Así que le dije a Jim: —A la primera luz que veamos, nos pararemos cien yardas más arriba o más abajo, en un sitio que sea un buen escondite para ti y para el bote, y yo me iré y me inventaré alguna historia para conseguir que alguien vaya a buscar a la banda esa y la saque de este lío, y así podrán colgarlos cuando les llegue el momento. Pero la idea fracasó, porque la tormenta empezó de nuevo muy pronto, y esta vez peor que nunca. La lluvia caía a mantas y no vimos ni una luz; supongo que todo el mundo estaba metido en la cama. Bajábamos por el río a bastante velocidad

buscando luces y atentos por si aparecía nuestra balsa. Mucho rato después amainó la lluvia, aunque las nubes seguían ahí y los relámpagos continuaban gimiendo, hasta que, al final, un destello alumbró una cosa negra delante de nosotros, y nos dirigimos hacia ella. Era la balsa y nos pusimos contentísimos cuando volvimos a subirnos a ella. Ahora vimos una luz más adelante al lado derecho, en la playa. Así que dije que me dirigiría hacia ella. El bote estaba medio lleno con el botín que habían robado los de la banda en el barco encallado. Lo amontonamos todo en la balsa y le dije a Jim que siguiera adelante dejándose llevar y que encendiera una luz cuando calculara que había recorrido unas dos millas, y que la mantuviera encendida hasta que yo llegara. Después, manejé los remos y me dirigí hacia la luz. Al acercarme, aparecieron tres o cuatro más encima de una colina. Era un pueblecito. Me acerqué por encima de la luz de la orilla, dejé los remos y floté. Al pasar, vi que era un farol que estaba colgado del asta de la bandera de un transbordador de doble casco. Eché un vistazo buscando al guarda preguntándome dónde dormiría; al final lo encontré durmiendo sobre las bitas delanteras con la cabeza entre las rodillas. Lo zarandeé suavemente por el hombro dos o tres veces, y empecé a llorar. Se movió como si se hubiera sobresaltado, pero cuando vio que sólo era yo, bostezó a gusto y se estiró, y después dijo: —Hola, ¿qué pasa? No llores, chico, ¿qué te ocurre? Le dije: —Papá, mamá, y mi hermana, y… Entonces me eché a llorar y él dijo: —No, venga, no llores, no te pongas así. Todos tenemos nuestros problemas y éste se arreglará. ¿Qué les pasa? —Están…, están… ¿Es usted el guarda del barco? —Sí –me dijo como muy orgulloso–. Soy el capitán y el propietario y el piloto y el guarda y el contramaestre, y a veces soy la carga y los pasajeros. No soy tan rico como el viejo Jim Hornback, ni puedo ser tan generoso con fulano, zutano y mengano como lo es él, ni puedo ir soltando el dinero por ahí como él hace; pero

le he dicho muchas veces que no me cambiaría por él, porque ya le he dicho que la vida marinera es lo mío, y que yo no viviría nunca dos millas más allá del pueblo donde nunca pasa nada, ni siquiera por todo su dinero y otro tanto más encima. Le dije… Lo interrumpí y dije: —Tienen un problema terrible, y… —¿Quiénes? —Pues papá y mamá y mi hermana y la señorita Hooker; y si usted cogiera su transbordador y fuese hasta allí arriba… —Allí arriba, ¿dónde? ¿Dónde están? —En el barco encallado. —¿Qué barco encallado? —Pero si sólo hay uno. —¿Qué? ¿No te referirás al Walter Scott? —Sí. —¡Cielo santo! ¿Qué hacen allí, por Dios? —Bueno, no fueron allí a propósito. —¡Seguro que no! Pero ¿cómo demonios han terminado metidos en este lío? —Muy fácil. La señorita Hooker había ido al pueblo de visita… —Sí, a Booth’s Landing; sigue. —Estaba de visita en Booth’s Landing y justo antes de caer la noche se puso en camino con su negra en el transbordador de caballos para ir a pasar la noche en casa de su amiga, la señorita no-sé-qué, no me acuerdo bien de su nombre, y perdieron el timón, y se dieron la vuelta y fueron flotando río abajo, con la popa por delante, unas dos millas, hasta que se quedaron enganchados en el barco

encallado, y se perdieron todos, el balsero, los caballos y la negra; todos menos la señorita Hooker que se agarró y consiguió subirse al barco. Bueno, pues una hora después de que oscureciera, llegamos nosotros en nuestra chalana mercante, y estaba tan oscuro que no vimos el barco encallado hasta que estábamos justo encima de él; así que nosotros también chocamos; pero nosotros nos salvamos todos menos Bill Whipple; ¡y encima era el mejor de todos! Casi preferiría haber sido yo, de verdad. —¡Por todos los santos! Esto es lo más sorprendente con lo que me he topado nunca. Y ¿qué hicisteis todos después? —Pues gritamos y nos pusimos muy alterados, pero el río es tan ancho allí que no conseguimos que nadie nos oyera. Así que papá dijo que alguien tenía que llegar hasta la orilla y buscar ayuda como fuera. Yo era el único que sabía nadar, así que me tiré, y la señorita Hooker me dijo que si no encontraba ayuda antes, que viniera aquí a buscar a su tío, y que él lo arreglaría. Llegué a la orilla una milla más abajo, y he estado haciendo el tonto desde entonces, intentando que la gente haga algo, pero me dijeron: «¿Cómo?, ¿en una noche como ésta y con esta corriente? Eso es una locura; ve a buscar el transbordador». Y si va ahora y… —Por Jackson que me gustaría, y lo voy a hacer, maldita sea; no sé cómo pero lo haré; pero ¿quién demonios va a pagar esto? ¿Crees que tu papá…? —Bueno, eso no es problema. La señorita Hooker me dijo, personalmente, que su tío Hornback… —¡Por todos los diablos! ¿Es él el tío? Escúchame bien; dirígete hacia aquella luz de allí y gira al oeste cuando llegues allí, y a cuarto de milla más o menos encontrarás la taberna. Diles que te lleven a la casa de Jim Hornback y él pagará la cuenta. Y no te entretengas por ahí, que seguro que tendrá interés en enterarse de las noticias. Dile que habré puesto a su sobrina a salvo antes de que le dé tiempo a llegar al pueblo. Y ahora, date prisa. Yo voy a ir aquí al lado a despertar a mi maquinista. Salí pitando en dirección a la luz pero, en cuanto él dobló la esquina, me volví y me metí en el bote y lo empujé al agua, y después seguí hacia arriba por la orilla por donde era fácil navegar durante unas seiscientas yardas, y me metí entre algunos botes, porque no iba a quedarme tranquilo hasta que viera salir el transbordador. Pero, teniéndolo todo en cuenta, me sentía bastante bien por

haberme tomado tantas molestias por aquella banda, porque eso no lo habría hecho mucha gente. Me hubiera gustado que la viuda se enterara; imaginé que se habría sentido orgullosa de mí por ayudar a estos bandidos, porque los bandidos y los hechos polvo son lo que más interesa a la viuda y a las buenas personas. Pues al poco tiempo, ¡aparece el barco encallado, deslizándose con la corriente, oscuro y borroso! Me recorrió un escalofrío y después salí a su encuentro. Estaba muy hundido y en un minuto me di cuenta de que había pocas posibilidades de que quedara nadie vivo allí dentro. Me desplacé alrededor y grité un poco, pero no hubo respuesta; todo en silencio mortal. Me sentí un poco apesadumbrado por la banda, pero no mucho, porque pensé que si ellos podían soportarlo, yo también podía. Y después apareció el transbordador, así que yo me dirigí al medio del río haciendo un amplio viraje río abajo; y cuando supuse que ya no podían verme, me eché sobre los remos y miré atrás para verlo ir detrás del barco encallado husmeando tras los restos de la señorita Hooker, porque el capitán sabía que su tío Hornback los querría; y al poco, el transbordador desistió y se dirigió a la playa, y yo volví al trabajo y me fui rápidamente río abajo. Me daba la sensación de que había pasado muchísimo tiempo hasta que apareció la luz de Jim; y cuando por fin apareció, daba la sensación de que que estaba a mil millas de distancia. Para cuando llegué allí, el cielo se estaba volviendo gris por el este, así que nos dirigimos a una isla, escondimos la balsa, hundimos el bote, nos acostamos y dormimos como muertos.

Capítulo 14

Finalmente, cuando nos levantamos, revolvimos el botín que la banda había robado en el barco encallado, y encontramos botas, y mantas, y ropa, y otro montón de cosas diferentes, y muchos libros, y un catalejo, y tres cajas de puros. Nunca habíamos sido tan ricos antes en nuestras vidas. Los puros eran de primera calidad. Holgazaneamos en el bosque toda la tarde, hablando, y yo leyendo los libros y, en general, pasándonoslo bien. Le conté a Jim todo lo que había pasado en el barco encallado y en el bote de paso y le dije que este tipo de cosas son aventuras; pero él me dijo que no quería más aventuras. Dijo que cuando yo entré en la caseta de gobierno y él se deslizó para volver a la balsa y se encontró con que no estaba, por poco si se muere, porque pensó que todo había terminado para él, se arreglara como se arreglara; porque si no lo salvaban, se ahogaría; y si lo salvaban, quienquiera que lo salvara lo mandaría de vuelta a su casa para conseguir la recompensa, y entonces la señorita Watson seguro que lo vendería en el sur. Bueno, pues tenía razón; casi siempre tenía razón; para ser negro, era muy juicioso, lo que era poco común. Le leí mucho a Jim sobre reyes y duques y condes y gente así, y sobre la forma tan llamativa en que se vestían, y sobre el estilo que tenían para todo, y sobre cómo se llamaban majestad unos a otros, y su excelencia, y su señoría y así, en vez de señor; y a Jim se le salían los ojos y mostraba interés. Me dijo: —Yo no sabía que hubiera tantos. Apenas si he oído hablar de ninguno de ellos, aparte del viejo rey Salomón, a no ser que cuenten los reyes de los mazos de cartas. ¿Cuánto cobra un rey? —¿Que cuánto cobran? –le dije–. Bueno, pero si ellos pueden cobrar hasta mil dólares al mes si quieren; pueden tener todo el dinero que quieran, porque son los dueños de todo. —¡Qué despreocupación! ¿Y qué tienen que hacer, Huck? —¡Ellos no hacen nada! ¡Qué cosas dices! Simplemente están sentados. —No. ¿De verdad?

—Por supuesto que sí. Se pasan la vida sentados, menos, quizá, cuando hay una guerra, cuando se van a la guerra. Pero otras veces simplemente hacen el vago; o se van a cazar con halcones, sí, sólo cazan con halcones y… ¡Chsss! ¿Oyes un ruido? Salimos de un salto y miramos, pero no era más que el aleteo de la rueda de paletas de un barco de vapor allá lejos río abajo que venía rodeando el cabo, así que regresábamos a donde estábamos. —Sí –le dije–, y otras veces, cuando la cosa se pone muy aburrida, se van a enredar con el parlamento; y si no van todos, pues les corta la cabeza de un tajo así porque sí. Pero la mayor parte del tiempo andan por el harén. —¿Por el qué? —El harén. —¿Qué es el harén? —El sitio en el que tienen a sus esposas. ¿No has oído hablar de los harenes? Salomón tenía uno, y tenía alrededor de un millón de esposas. —¿Sí? ¿De verdad? Se… se me ha olvidado. Un harén es una casa de huéspedes, supongo. Lo más seguro es que haya mucho ruido en la habitación de los niños pequeños. Y supongo que las mujeres discutirán bastante; y eso aumentará el jaleo. Aunque dicen que Salomón fue el hombre más sabio que haya vivido nunca, yo no le veo a eso el interés, porque ¿por qué iba a querer un hombre sabio vivir en medio de todo ese escándalo continuamente? No, claro que no. Un hombre sabio cogería y construiría una cacharrería, y así podría cerrar la cacharrería cuando quisiera descansar. —Bueno, pero él fue el hombre más sabio de todos modos, porque la viuda me lo dijo, ella misma. —A mí me da igual lo que diga la viuda, pero él tampoco era ningún sabio. Tenía algunas de las ideas más descabelladas que he visto nunca. ¿Sabes lo del niño ese que él iba a cortar por la mitad? —Sí, la viuda me lo contó todo.

—¡Pues entonces! ¿No fue ésa la idea más extraña del mundo? Sólo mira esto un minuto. El tocón ese, ése, pues ésa es una de las mujeres; y aquí tú, tú eres la otra; y yo soy Salomón; y este billete de dólar de aquí es el niño. Las dos lo reclamáis. ¿Y qué hago yo? ¿Me voy a preguntarles a los vecinos para averiguar a cuál de las dos pertenece el billete y se lo doy a la mujer correcta sano y salvo, como haría cualquiera que tuviera dos dedos de frente? No; yo cojo y parto el billete en dos y te doy a ti una mitad, y la otra mitad se la doy a la otra mujer. Eso es lo que Salomón iba a hacer con el niño. Ahora, te pregunto: ¿para qué sirve ese medio billete? No puedes comprar nada con él. ¿Y para qué sirve medio niño? Ni un bledo me importarían a mí ni un millón de ellos. —Pero, espera, Jim; se te ha escapado el significado completamente; maldita sea, estás a mil millas de distancia. —¿Quién? ¿Yo? Venga ya. No me vengas con tus significados. Creo que sé reconocer cuando algo tiene sentido; y no tiene ningún sentido hacer algo así. La discusión no era por medio niño; la discusión era por un niño entero. Y el hombre que piense que puede resolver una disputa sobre un niño entero con medio niño es que es tonto de remate. No me hables de Salomón, Huck, que me lo conozco muy bien. —Pero te estoy diciendo que se te escapa el significado. —¡Al diablo con el significado! Creo que sé lo que sé. Y para que lo sepas, el auténtico significado va aún más lejos, es todavía más profundo. Está en la forma en que criaron a Salomón. Tú coges a un hombre que tiene sólo un hijo o dos, ¿ese hombre va a malgastar a sus hijos? No, no puede permitírselo. Él sabe valorarlos. Pero ahora tú coges a un hombre que tiene unos cinco millones de hijos correteando por la casa, y es distinto. Lo mismo le da partir a un niño en dos que a un gato. Tiene muchos más. Un niño o dos, de más o de menos, no tenían la más mínima importancia para Salomón, maldito sea. No he visto nunca un negro igual. Una vez que se le metía una idea en la cabeza, no había manera de sacársela. Era el negro al que menos le gustaba Salomón que he visto nunca. Así que me puse a hablar de otros reyes y dejé pasar a Salomón. Le hablé de Luis XVI, al que le cortaron la cabeza en Francia hace mucho tiempo; y de su hijo pequeño, el delfín, que habría llegado a ser rey, pero que lo cogieron y lo encerraron en la cárcel, y algunos dicen que murió allí.

—Pobrecito. —Otros dicen que salió y se escapó, y que vino a América. —¡Eso está bien! Pero se sentirá muy solo, porque aquí no hay reyes, ¿verdad, Huck? —No. —Entonces no va a tener un puesto aquí. ¿Qué va a hacer? —Bueno, no lo sé. Algunos de ellos se meten en la policía, y otros enseñan a la gente a hablar francés. —¿Y eso? ¿Es que los ses no hablan igual que nosotros? —No, Jim. No entenderías ni una palabra de lo que dijeran; ni una sola palabra. —¡Pero, bueno, que me cuelguen! ¿Y cómo es eso? —No lo sé, pero es así. Saqué de un libro algunas de las cosas que chapurrean. Imagínate que se te acerca un hombre y te dice «parlé-vu-fransé», ¿qué pensarías? —Pues no pensaría nada; le daría un golpe en la cabeza si no fuera blanco, claro. No permitiría que ningún negro me llamara eso. —Cáscaras, no te está llamando nada. Es para decir, ¿sabes hablar francés? —Y entonces, ¿por qué no lo dice? —Pero es que lo está diciendo. Ésa es la manera de decirlo en francés. —Pues es una manera condenadamente ridícula y no quiero oír hablar más de esto. No tiene ningún sentido. —Mira, Jim. ¿Hablan los gatos como nosotros? —No, los gatos no. —¿Y las vacas?

—No, las vacas tampoco. —¿Los gatos hablan como las vacas, o las vacas como los gatos? —No. —Es normal y natural que hablen de forma diferente unos de otros, ¿no? —Por supuesto. —¿Y no es normal y natural que los gatos y las vacas hablen de forma diferente a nosotros? —Pues, por supuesto que sí. —Pues, entonces, ¿por qué no es normal y natural que los ses hablen de manera diferente a la nuestra? Contéstame a eso. —¿Los gatos son hombres, Huck? —No. —Pues, entonces, no tiene sentido que un gato hable como un hombre. ¿Las vacas son hombres?, y ¿son las vacas gatos? —No, no lo son. —Pues, entonces, no tienen por qué hablar ninguno de ellos como los otros. ¿Los ses son hombres? —Sí. —¡Pues, entonces! Maldita sea, ¿por qué no hablan como los hombres? ¡Contéstame tú a eso! Vi que no tenía sentido malgastar más palabras; no se le puede enseñar a un negro a discutir. Así que lo dejé.

Capítulo 15

Pensábamos que en tres noches más llegaríamos a Cairo, al final de Illinois, por donde entra el río Ohio, y eso era lo que buscábamos. Venderíamos la balsa y nos subiríamos a un barco de vapor para remontar el Ohio por entre los estados libres y después ya no tendríamos problemas. Bueno, la segunda noche empezó a levantarse una neblina y nos dirigimos a un bajío en el que atracar, porque no serviría de nada intentar avanzar en mitad de la niebla. Pero cuando avancé con la canoa remando con el cabo para atarla, no había más que árboles jóvenes. Pasé el cabo alrededor de uno de ellos que estaba justo en el borde del acantilado recortado, pero la corriente era fuerte y la balsa bajó tan rápido que lo arrancó de raíz y se alejó. Vi que la niebla se hacía más densa, y me dio tanto miedo y me puse tan enfermo que fui incapaz de moverme durante lo que me pareció casi medio minuto, y después ya no había ninguna balsa a la vista. No se veía a más de veinte yardas. Me metí en la canoa de un salto y corrí a la popa, y agarré el remo y la moví un poco hacia atrás de una paletada. Pero no se movió. Yo tenía tanta prisa que no la había desatado. Me levanté e intenté desatarla, pero estaba tan nervioso que me temblaban tanto las manos que casi no podía hacer nada con ellas. En cuanto me puse en marcha, salí tras la balsa, presa de fuertes emociones, siguiendo el bajío río abajo. Eso estuvo bien mientras duró, pero el bajío no tenía ni sesenta yardas de largo y, en el momento en el que pasé el pie, salí disparado al interior de la densa niebla blanca, y tenía menos idea que un muerto de hacia dónde iba. Remar no servirá de nada, pensé; antes de que me dé cuenta, chocaré contra la orilla o contra un bajío o contra algo así; tengo que quedarme quieto y flotar, y es una situación de muchos nervios para tener que estar con las manos quietas en un momento así. Daba gritos y escuchaba. Oí un pequeño grito desde alguna parte río abajo, lejos, y se me subió el ánimo. Fui tras él a toda velocidad, prestando mucha atención para oírlo de nuevo. La siguiente vez que me llegó, me di cuenta de que no me dirigía hacia allí, sino que me estaba alejando hacia la derecha. Y la siguiente vez, me estaba alejando hacia la izquierda, y sin sacar mucho provecho tampoco porque estaba dando vueltas a toda velocidad primero

para acá y después para allá, pero él iba derecho todo el tiempo. Pensé que ojalá al tonto ese se le ocurriera darle golpes a una cacerola y que lo hiciera continuamente, pero no lo hizo, y eran los momentos en los que había silencio entre un grito y otro los que me estaban preocupando. Bueno, pues seguí peleando y, enseguida, oí el grito detrás de mí. Ahora sí que estaba en un buen lío. O ese grito venía de otra persona, o bien me había dado la vuelta. Tiré el remo. Volví a oír el grito; todavía estaba detrás de mí, pero en un sitio diferente; se acercaba y seguía cambiando de lugar, y yo seguía contestando, hasta que finalmente volvió a estar delante de mí, y supe que la corriente le había dado la vuelta a la proa de la canoa y la había dirigido río abajo, y que estaba bien si el que gritaba era Jim y no ningún otro balsero. No era capaz de distinguir las voces en la niebla, porque nada se ve natural ni suena de forma natural en medio de la niebla. Los gritos continuaron y, al cabo de un minuto, iba bajando a toda velocidad por un acantilado recortado cubierto de grandes y humosos árboles fantasmales, y la corriente me lanzó hacia la izquierda y bajaba como una bala entre tocones y ramas que prácticamente rugían de lo rápido que pasaba la corriente por su lado. Un segundo o dos después, todo estaba completamente blanco y en silencio de nuevo. Me senté completamente inmóvil escuchando los latidos de mi corazón y creo que no respiré ni una vez mientras mi corazón latía cien veces. Entonces simplemente me rendí. Sabía lo que pasaba. Aquel acantilado recortado era una isla y Jim se había ido por el otro lado. No era ningún bajío que se pudiera sobrepasar en diez minutos dejándose llevar. Tenía los árboles grandes propios de una isla normal; podría tener cinco o seis millas de largo y más de media milla de ancho. Me quedé en silencio con los oídos en alerta durante unos quince minutos, calculo. Seguía flotando río abajo, por supuesto, a unas cuatro o cinco millas a la hora, pero eso ni se te ocurre pensarlo. No, tú sientes como si estuvieras muerto y flotaras inmóvil sobre el agua; y si al pasar ves por un instante un tocón o una rama, tú no piensas que tú vas muy rápido, sino que aguantas la respiración y piensas, ¡Dios mío!, qué velocidad lleva ese tocón. Si no te crees que estar solo de noche en medio de la niebla de esa manera no resulta tenebroso y solitario, pruébalo una vez; ya verás.

Después, durante una media hora, grité de vez en cuando; por fin oí una respuesta a bastante distancia e intenté seguirla, pero no podía, e inmediatamente supuse que me había metido en un nido de bajíos porque los vislumbraba un poco a ambos lados; a veces nada más que un canal estrecho en medio, y otras veces, en que no lo veía, sabía que estaba allí porque oía la corriente pasar contra los arbustos muertos y la basura que se descolgaba desde las orillas. Bueno, no tardé mucho en perder los gritos bajando por los bajíos; de todos modos, sólo intenté seguirlos durante un ratito, porque era peor que perseguir fuegos fatuos. Nunca ha habido un sonido que fuese tan esquivo ni que cambiara de sitio tanto y con tanta rapidez. Tuve que alejarme de la orilla bastante deprisa cuatro o cinco veces para evitar chocar con las islas que salían del río, así que supuse que la balsa se estaba dando con la orilla de vez en cuando, si no, no seguiría alejándose ni estaría fuera del alcance de mi oído; estaba flotando un poco más rápido de lo que iba yo. Bueno, al final, creía que estaba de nuevo en río abierto, pero no oía ni rastro de los gritos por ninguna parte. Pensé que igual Jim se había enganchado en un tocón o en una rama y que todo había terminado para él. Yo estaba muy cansado, así que me tumbé en la canoa y dije que ya no me iba a preocupar más. No quería dormirme, por supuesto, pero tenía tanto sueño que no pude evitarlo, de modo que pensé que me echaría sólo un sueñecito. Pero supongo que fue algo más que un sueñecito, porque, cuando me desperté, brillaban las estrellas, no había niebla, y yo iba girando río abajo por un meandro grande con la popa por delante. Primero no sabía dónde estaba; creía que estaba soñando; y cuando empecé a recordar las cosas, parecían venirme borrosas como si hubieran ocurrido la semana pasada. El río era enormemente grande por aquí, con árboles muy altos y muy gruesos en ambas orillas; un muro compacto, que era lo que podía ver a la luz de las estrellas. Miré corriente abajo y vi una mota negra sobre el agua. Fui tras ella, pero cuando llegué hasta allí no era más que un par de troncos atados fuertemente uno al otro. Después vi otra mota, y la perseguí; después, otra, y esta vez estuve en lo cierto: era la balsa. Cuando llegué hasta ella, me encontré a Jim sentado allí con la cabeza agachada metida entre las rodillas, dormido, con el brazo derecho colgándole por encima

del remo que servía de timón. El otro remo estaba destrozado y la balsa estaba cubierta de hojas y de ramas y de tierra. Así que lo había pasado mal. Amarré y me tumbé en la balsa bajo las narices de Jim, y empecé a bostezar y a estirar los puños dándole a Jim, y le dije: —Hola, Jim, ¿me he dormido? ¿Por qué no me despertaste? —¡Dios mío! ¿Eres tú, Huck? Y no estás muerto, no te has ahogado, has vuelto otra vez. Es demasiado bueno para ser verdad, chico, es demasiado bueno para ser verdad. Deja que te mire, deja que te toque. ¡No, no estás muerto! ¡Has vuelto, sano y salvo, el mismo Huck de siempre, el mismo de siempre, gracias a Dios! —¿Qué te pasa, Jim? ¿Has estado bebiendo? —¿Bebiendo? ¿Que si he estado bebiendo? ¿He tenido ocasión de ponerme a beber? —Y entonces, ¿qué es lo que te hace decir esas tonterías? —¿Cómo que digo tonterías? —¿Que cómo? Pero si estás hablando de que he vuelto y todo eso como si me hubiera ido. —Huck, Huck Finn, mírame a los ojos; mírame a los ojos. ¿No te has ido? —¿Irme? Pero ¿de qué demonios estás hablando? Yo no me he ido a ninguna parte. ¿Dónde iba a irme? —Bueno, escucha, jefe, algo no va bien, no señor. ¿Yo soy yo, o quién soy yo? ¿Estoy aquí o dónde estoy? Eso es lo que quiero saber ahora. —Bueno, pues creo que está claro que estás aquí, pero creo que eres un viejo chiflado, Jim. —¿Yo, yo? Pues respóndeme a esto: ¿no te llevaste el cabo en la canoa para amarrar en el bajío?

—No. ¿Qué bajío? Yo no he visto ningún bajío. —¿Que tú no has visto ningún bajío? Escúchame, ¿el cabo no se soltó y la balsa salió pitando río abajo, y tú te quedaste atrás en la canoa en mitad de la niebla? —¿Qué niebla? —¡Pues la niebla! La niebla que ha habido toda la noche. ¿Y tú no chillaste, y yo no chillé, hasta que nos metimos en las islas y uno de nosotros se perdió, y el otro como si se hubiera perdido porque no sabía dónde estaba? ¿Y no me estampé un montón de veces contra las islas y lo pasé fatal y casi me ahogo? ¿No es eso lo que ha pasado, jefe, no es eso lo que ha pasado? Contéstame a eso. —Bueno, esto es demasiado para mí, Jim. Yo no he visto la niebla, ni las islas, ni los problemas ni nada. Yo he pasado toda la noche sentado aquí hablando contigo hasta que te dormiste hace unos diez minutos, y supongo que a mí me ha pasado lo mismo. No te hubiera dado tiempo a emborracharte, así que seguro que has estado soñando. —Maldita sea, ¿cómo voy a soñar todo eso en diez minutos? —Bueno, sea como sea, lo has soñado porque no ha pasado nada de eso. —Pero, Huck, para mí está todo tan claro como… —Me da igual lo claro que esté porque eso no ha sido así. Lo sé porque he estado aquí todo el tiempo. Jim no dijo nada durante cinco minutos y se quedó allí sentado dándole vueltas. Después dijo: —Bueno, pues entonces supongo que sí que lo he soñado, Huck; pero que me maten si no es el sueño más vívido que he tenido nunca. Ni tampoco he tenido nunca ningún sueño que me hubiera cansado tanto como éste. —Bueno, eso es normal, porque los sueños a veces te cansan como cualquier otra cosa. Pero éste ha sido un sueño excepcional; cuéntamelo entero, Jim. Así que Jim se puso a ello y me lo contó todo de punta a rabo, tal como pasó, sólo que él lo adornaba bastante. Después dijo que debía empezar a interpretarlo

porque se lo habían enviado a modo de aviso. Dijo que el primer bajío representaba a un hombre que intentaría hacernos bien, pero que la corriente era otro hombre que nos alejaría de él. Los gritos eran avisos que nos llegarían de vez en cuando y que, si no intentábamos entenderlos con todas nuestras fuerzas, nos traerían mala suerte en vez de evitárnosla. Todos los bajíos eran los problemas que íbamos a tener con gente pendenciera y con toda clase de gente mala, pero que si nos metíamos en lo nuestro y no replicábamos ni empeorábamos las cosas, saldríamos adelante y saldríamos de la niebla para llegar al río grande y claro que eran los estados libres y ya no tendríamos más problemas. Justo después de que me subiera a la balsa, se había nublado mucho, pero ahora se estaba aclarando otra vez. —Bueno, pues eso está bastante bien interpretado hasta ahora, Jim –le dije–. Pero ¿qué significan estas cosas? Eran las hojas y la basura que había en la balsa y el remo roto. Ahora se veían de primera. Jim miró la basura, y después me miró a mí, y después volvió a mirar la basura. Había fijado tanto el sueño en su mente que ahora parecía que no podía librarse de él para situar los hechos de nuevo en su lugar inmediatamente. Pero, cuando lo tuvo todo claro, me miró fijamente y sin sonreír ni un momento y me dijo: —¿Que qué significan? Te lo voy a decir. Cuando yo estaba muy cansado por el esfuerzo y por estar llamándote, y me dormí, tenía el corazón casi roto porque te habías perdido y ya no me importaba lo que le ocurriera a la balsa ni a mí. Y cuando me desperté y te encontré de vuelta otra vez, sano y salvo, se me saltaron las lágrimas y podría haberme hincado de rodillas para besarte los pies, de lo agradecido que estaba. Y lo único en lo que tú estabas pensando era en burlarte del viejo Jim con una mentira. Eso de ahí es basura, y basura es lo que es la gente que le echa tierra a sus amigos en la cabeza para avergonzarlos. Después se levantó despacio y caminó hasta la cabaña y se metió en ella sin decir más que eso. Pero eso fue suficiente. Me hizo sentirme tan miserable que yo podría haberle besado a él los pies para que olvidara que lo había dicho. Tardé quince minutos en reunir el valor para ir a humillarme ante un negro; pero lo hice y tampoco me arrepentí después jamás. No volví a gastarle bromas

pesadas y nunca le habría gastado aquélla si hubiera sabido que le iba a hacer sentirse así.

Capítulo 16

Dormimos durante casi todo el día y nos pusimos en marcha por la noche a cierta distancia de una balsa tremendamente larga, igual de larga que una procesión. Tenía cuatro remos largos en cada extremo, así que supusimos que era probable que llevara por lo menos treinta hombres. Tenía cinco cabañas grandes a bordo bien separadas y una fogata en el medio, y un asta de bandera en cada extremo. Tenía mucha clase. Ser el balsero de un barco así sí que era algo. Seguimos bajando hasta que entramos en un meandro grande y la noche se nubló y empezó a hacer calor. El río era muy ancho y tenía un muro compacto de bosques a ambos lados; casi nunca se veía ni un claro, ni una luz. Hablamos de Cairo y nos preguntamos si lo reconoceríamos cuando llegáramos. Yo dije que era probable que no lo hiciéramos porque había oído decir que allí no había más de una docena de casas y, si no tenían las luces encendidas, ¿cómo íbamos a saber que íbamos pasando por un pueblo? Jim dijo que si los dos ríos se unían allí, eso sí que lo veríamos. Pero yo dije que quizá nos diera por pensar que estábamos pasando por el pie de una isla y que volvíamos al mismo río de siempre. Eso preocupó a Jim, y a mí también. Así que la cuestión era ¿qué hacer? Yo dije que remar hasta la orilla la primera vez que apareciera una luz y decir que papá venía detrás con la chalana, y que yo era nuevo en el negocio y quería saber cuánto quedaba hasta Cairo. A Jim le pareció buena idea, así que fumamos por ello y esperamos.

[1]Pero ya se sabe que a los jóvenes no se les da muy bien eso de esperar cuando están impacientes por averiguar algo. Lo hablamos y, enseguida Jim dijo que la noche era tan negra que no habría ningún riesgo en que bajara nadando hasta la balsa grande y me encaramara a ella para subirme y escuchar. Seguro que hablarían de Cairo porque quizá anduvieran calculando bajar a la orilla para irse de parranda o igual tenían pensado mandar botes a la orilla para comprar whisky o carne o algo. Jim tenía la cabeza muy bien puesta para ser negro; casi siempre era capaz de poner en marcha un buen plan cuando hacía falta. Me puse de pie y me quité los harapos que llevaba encima y me tiré al río de un salto, y me dirigí hacia la luz de la balsa. Al poco, cuando ya casi había llegado, me lo tomé con más tranquilidad y fui despacio y con cuidado. Pero todo iba bien: no había nadie en los remos. Continué nadando siguiendo el largo de la balsa hasta que estuve casi frente a la fogata que había en medio. Después me encaramé y subí a bordo y avancé lentamente hasta meterme entre algunos fardos de guijarros que había al costado de barlovento del fuego. Había trece hombres allí que, por supuesto, estaban haciendo guardia en la cubierta. Y muy mala pinta que tenían, además. Tenían una garrafilla y tazas de lata, y la garrafilla no paraba de moverse. Un hombre estaba cantando, o mejor podría decirse que rugía; y no era una canción bonita, por lo menos no para cantarla en un salón. Rugía por la nariz y alargaba mucho la última palabra de cada verso. Cuando terminó, todos lanzaron una especie de grito de guerra indio y después se cantó otra. Empezaba así:

Una había en nuestro pueblo que quería a su marido, pero también a la vez quería el doble a otro tipo.

Cantando tralarilá, tralarilo, tralarilo,

pero también a la vez quería el doble a otro tipo.

Y así hasta catorce versos. Lo hacía bastante mal y cuando iba a empezar el siguiente verso uno de ellos dijo que la vaca vieja se había muerto por culpa de esa melodía. Y otro dijo «danos un respiro» y otro le dijo que se fuera a paseo. Se estuvieron riendo de él hasta que se enfadó y se puso en pie de un salto y empezó a maldecirlos a todos y dijo que podía darle una paliza a cualquiera de los ladrones del grupo. Estaban todos a punto de dirigirse hacia él, pero el más grande de todos se levantó de un salto y dice: —Siéntense donde están, caballeros. Déjenmelo a mí; es mi tipo. Después dio tres saltos en el aire entrechocando los talones cada una de las veces. Se quitó apresuradamente el abrigo de ante bordeado de flecos y dice: —Quédense ahí hasta que haya acabado con él. –Y tiró el sombrero, que estaba hecho trizas, al suelo y dice–: Quédense ahí hasta que sus sufrimientos hayan terminado. Después dio un salto en el aire y volvió a entrechocar los talones y gritó: —¡Hurra! ¡Soy el viejo y auténtico hacedor de cadáveres de las tierras de Arkansas de mandíbula de acero, engastado en latón y de barriga de cobre! ¡Mire! ¡Soy el hombre al que llaman muerte súbita y desolación general! ¡Engendrado por un huracán, hijo del terremoto, medio hermano del cólera y casi familia de la viruela por parte de madre! ¡Mire! ¡Necesito diecinueve caimanes y un barril de whisky para desayunar cuando tengo buena salud, y un puñado de serpientes de cascabel y un muerto cuando estoy enfermo! ¡Rajo las piedras eternas con la mirada y ahogo el trueno cuando hablo! ¡Hurra! ¡Atrás, déjenme el sitio que mi fuerza requiere! ¡La sangre es mi bebida habitual y los lamentos de los moribundos son música para mis oídos! ¡Posen sus ojos en mí, caballeros, y escóndanse y aguanten la respiración porque estoy a punto de liberarme!

Y todo el rato que estuvo soltando esto, sacudía la cabeza dando una imagen feroz, hinchándose y girándose en un pequeño círculo, subiéndose los puños y, de vez en cuando, se enderezaba y se golpeaba el pecho con el puño diciendo: —¡Mírenme, caballeros! Cuando terminó, dio un salto y entrechocó los talones tres veces y soltó con estruendo: —¡Hurra! ¡Soy el más sanguinario hijo de gato montés que existe! Entonces, el hombre que había empezado la pelea inclinó su viejo sombrero chambergo hasta cubrirse el ojo derecho, y después se dobló, inclinándose hacia delante con la espalda combada y con el extremo sur sobresaliéndole por la otra punta, y sacando los puños por delante y metiéndolos, y así se giró en un pequeño círculo unas tres veces, inflándose y respirando fuerte. Después se enderezó, dio un salto y entrechocó los talones tres veces antes de encenderse otra vez (lo que los hizo ovacionarlo) y empezó a gritar así: —¡Hurra! ¡Inclinen el cuello para hacer una reverencia y extiendan los brazos, porque se aproxima el reino del dolor! ¡Sujétenme a la tierra porque siento cómo mis poderes se ponen a funcionar! ¡Hurra! ¡Soy hijo del pecado! ¡No me dejen empezar! ¡Aquí, cristales ahumados para todos! ¡No intenten mirarme con el ojo desnudo, caballeros! ¡Cuando estoy juguetón, uso los meridianos de la longitud y los paralelos de la latitud de red y drago el océano Atlántico en busca de ballenas! ¡Me rasco la cabeza con el rayo y el sonido de los truenos me adormece! ¡Cuando tengo frío, hiervo el golfo de México y me baño en él; cuando tengo calor, me abanico con una tormenta equinoccial; cuando tengo sed, levanto el brazo y sorbo una nube como una esponja hasta que la dejo seca; cuando recorro la tierra hambriento, la hambruna me sigue los pasos! ¡Hurra! ¡Inclinen el cuello y extiendan los brazos! ¡Yo pongo la mano sobre la faz del Sol y hago que se haga de noche en la Tierra; le arranco un trozo a la Luna de un mordisco y hago que se aceleren las estaciones; me sacudo y las montañas se desmoronan! ¡Contémplenme a través del cuero y no con el ojo desnudo! ¡Soy el hombre del corazón de piedra y las entrañas del hierro de las calderas! ¡La masacre de las comunidades aisladas es el pasatiempo de mis momentos de ocio y la destrucción de las naciones es la ocupación seria de mi vida! ¡La inmensidad sin límites del gran desierto americano es mi reducto propio y entierro a mis muertos en mis propios predios!

Dio un salto y entrechocó los talones tres veces antes de encenderse (lo ovacionaron de nuevo), y al bajar gritó: —¡Hurra! ¡Inclinen el cuello y extiendan los brazos porque viene el hijo preferido de la calamidad! Entonces el otro se puso a hincharse y a soplar otra vez, el primero, al que llamaban Bob; y después el hijo de la calamidad intervino otra vez, más grande que nunca; y después los dos empezaron con lo suyo al mismo tiempo, hinchándose y rodeándose uno al otro y lanzándose los puños casi hasta la cara y chillando como indios y diciendo cosas sin parar; entonces Bob insultó al hijo y el hijo le devolvió los insultos otra vez; y después Bob le soltó un montón de insultos todavía más fuertes y el hijo se los devolvió usando el peor lenguaje de todos; después Bob le quitó al hijo el sombrero de un golpe, y el hijo lo recogió y mandó el sombrero hecho jirones de Bob a unos seis pies; Bob fue a recogerlo y dijo que daba igual porque esto todavía no había terminado, porque él era un hombre que nunca olvidaba y nunca perdonaba, y que más valía que el hijo se anduviera con cuidado porque se acercaba el momento, tan seguro como que estaba vivo, en el que tendría que responder ante él con la sangre de su cuerpo. El hijo dijo que no había hombre más deseoso que él de que llegara ese momento y que debía ahora dar buen aviso a Bob de que no volviera a cruzarse en su camino porque no descansaría hasta vadear en su sangre, porque así era su naturaleza, aunque ahora lo estaba dejando librarse por su familia, si es que la tenía. Los dos iban ahora alejándose poco a poco en distintas direcciones, moviendo la cabeza y sin parar de decir lo que iban a hacer; pero un tipo pequeño de bigotes negros se puso de pie dando un saltito y dice: —¡Volved aquí, par de cobardes de hígados de gallina, que voy a daros una buena paliza a los dos! Y de verdad que lo hizo. Los enganchó y los sacudió para acá y para allá, y los cubrió de patadas y los tiró al suelo y los tumbó sin que les diera tiempo a levantarse. Bueno, no habían pasado ni dos minutos cuando ya los tenía suplicándole como perros, ¡y cómo se reían y chillaban los otros, y aplaudían sin parar todo el tiempo, y gritaban: «¡Navega, hacedor de cadáveres!, ¡dale otra vez, hijo de la calamidad!, ¡bravo por ti, pequeño Davy!».

Bueno, durante un rato hubo más escándalo allí que en una reunión de indios. Tanto Bob como el hijo tenían las narices rojas y los ojos morados cuando terminaron. El pequeño Davy los hizo reconocer que eran unos cobardes y que pretendían escabullirse y que no eran dignos ni de comer con los perros ni de beber con los negros; después Bob y el hijo se dieron la mano con mucha solemnidad y dijeron que siempre se habían respetado y que estaban dispuestos a olvidar el pasado. Y entonces se lavaron las caras en el río, y justo en ese momento se oyó una orden fuerte para que se prepararan para un cruce y algunos de ellos se adelantaron para coger los remos allí y el resto se fue a popa para manejar los remos de atrás. Me quedé tumbado quieto y esperé durante quince minutos, y me fumé una pipa que uno de ellos había dejado a mi alcance; después, terminaron con el cruce y regresaron ruidosamente, se pasaron la bebida y volvieron a hablar y a cantar. Luego sacaron un viejo violín, y uno tocó y otro se puso a bailar pisando fuerte con los pies y dándose palmaditas, y el resto se dejó ir con el antiguo baile de los balseros arrastrando los pies ruidosamente. No pudieron seguir así durante mucho rato sin quedarse sin aliento, así que al poco se pusieron cómodos otra vez alrededor de la garrafilla. Cantaron Me gusta la vida del balsero feliz haciendo un coro entusiasta y después se pusieron a hablar de las diferencias entre los cerdos y de sus distintos hábitos; y después, de mujeres y de sus diferentes costumbres; y después, de las mejores formas de apagar las casas que se habían prendido fuego; y después sobre lo que se debería hacer con los indios; y después de lo que tenían que hacer los reyes y de lo que ganaban; y después de cómo echar a pelear a los gatos; y después de qué hacer cuando a un hombre le da un ataque; y después de las diferencias entre los ríos de aguas claras y los de aguas fangosas. El hombre al que llamaban Ed dijo que era más sano beber el agua fangosa del Misisipi que el agua clara del Ohio; dijo que si dejabas asentarse una pinta del agua amarilla del Misisipi, tendrías entre media pulgada y tres cuartos de pulgada de barro en el fondo, dependiendo del tramo del río, y que entonces ya no sería mejor que el agua del Ohio y que lo que tenías que hacer era removerla y que, cuando el río fuese bajo, había que tener barro a mano para echárselo y espesar el agua para que estuviera como debía. El hijo de la calamidad dijo que así era; dijo que el barro era nutritivo y que un hombre que bebía agua del Misisipi podía hacer crecer maíz en el estómago si

quería. Y dice: —Mira los cementerios y allí lo verás con claridad. Los árboles que crecen en los cementerios de Cincinnati no valen un pimiento, pero los que crecen en los cementerios de San Luis alcanzan hasta ochocientos pies de alto. Y todo es por el agua que bebió la gente antes de tumbarse. Un cadáver de Cincinnati no enriquece el suelo en nada. Y hablaron de que al agua del Ohio no le gustaba nada mezclarse con el agua del Misisipi. Ed dijo que si cogías el Misisipi en una crecida cuando el Ohio iba bajo, encontrarías una ancha franja de agua clara corriendo por el lado este del Misisipi durante cien millas o más, y que en el momento en el que te alejas una milla de la orilla y pasas la línea, ya está todo amarillo y espeso hasta el otro lado. Después hablaron de cómo evitar que el tabaco se pusiera mohoso, y de ahí se pasaron a los fantasmas y hablaron de muchos que había visto otra gente; pero Ed dice: —¿Por qué no contáis algo que hayáis visto vosotros mismos? Deje que diga yo algo ahora. Hace cinco años iba en una balsa igual de grande que ésta por aquí, hacía una noche clara de luna llena y era justo después de media noche, que estaba yo de guardia e iba de jefe del remo delantero a estribor, y uno de mis compañeros era un hombre que se llamaba Dick Allbright, y viene hasta donde yo estaba sentado, hacia delante, bostezando y estirándose, y se agachó sobre el borde de la balsa y se lavó la cara en el río, y vino y se sentó a mi lado y sacó su pipa, y acababa de llenarla, cuando levanta la vista y dice: »“Mira, mira eso”, dice, “¿no es ésa la casa de Buck Miller, allí en la curva?”. »“Sí”, le digo yo, “sí que lo es. ¿Por qué?”. »Soltó la pipa e inclinó la cabeza sobre la mano, y dice: »“Creí que ya estábamos más abajo.” »Y le digo: »“Yo también lo creía cuando terminé la guardia (teníamos seis horas sí y seis horas no), pero los chicos me dijeron”, le digo, “que parecía que la balsa

prácticamente no se movía desde hacía una hora”, le digo, “aunque ahora se va deslizando”, le digo yo. »Él soltó una especie de gruñido y dice: »“Ya he visto antes a una balsa comportarse así, por aquí”, dice él; “me parece que la corriente ha estado casi parada por encima de la cabecera de esta curva durante los dos últimos años”, dice él. »Bueno, él se levantó dos o tres veces a mirar hacia la distancia y a su alrededor por encima del agua. Y eso hizo que yo me pusiera a hacer lo mismo también. Siempre andamos haciendo lo que vemos hacer a los demás, aunque no tenga sentido. Pronto veo una cosa negra flotando en el agua por el lado de estribor que viene detrás de nosotros. Y veo que él también la está mirando, y le digo: »“¿Qué es eso?” »Y él me dice un tanto malhumorado: »“No es más que un viejo barril vacío.” »“¡Un barril vacío!”, le digo, “vaya, comparado contigo, un catalejo no sirve más que para engañar al ojo. ¿Cómo sabes que es un barril vacío?”. »Él dice: »“No lo sé; supongo que no es un barril, pero pensé que lo sería”, dice él. »“Sí”, digo yo, “podría serlo; y también podría ser cualquier otra cosa; desde esta distancia nadie podría distinguir nada”, digo yo. »No teníamos nada más que hacer, así que seguimos observando. Al poco le digo: »“Vaya, mira, Dick Allbright, me parece que esa cosa nos está alcanzando.” »Él no dijo nada. La cosa siguió avanzando y avanzando y pensé que podría ser un perro que estaba ya prácticamente rendido. Bueno, pues giramos para meternos en el cruce y la cosa pasó flotando sobre el brillante reflejo de la luna, sí que era un barril. Y le digo:

»“Dick Allbright, ¿qué te hizo pensar que esa cosa era un barril cuando estaba a más de media milla de distancia?” »Y me dice: »“Bueno, sabía que era un barril; lo he visto antes; mucha gente lo ha visto; dicen que es un barril encantado.” »Llamé al resto de los que estaban de guardia y vinieron y se quedaron de pie allí y les conté lo que Dick había dicho. Ahora flotaba justo delante de nosotros y ya no nos seguía sacando distancia. Estaba a unos veinte pies. Algunos estaban a favor de subirlo a bordo, pero el resto no quería. Dick Allbright dijo que a las balsas que habían tenido algo que ver con él les había traído mala suerte. El capitán de la guardia dijo que él no se lo creía. Dijo que suponía que el barril nos había alcanzado porque había cogido una corriente mejor que la que nosotros teníamos y dijo que terminaría por irse. »Y entonces nos pusimos a hablar de otras cosas, y cantamos una canción y después bailamos; y después de eso el capitán de la guardia pidió otra canción; pero se estaba nublando y el barril seguía atascado allí en el mismo sitio y, por alguna razón, la canción tampoco parecía tener mucho ánimo, de modo que no la terminaron, y no hubo gritos de ánimo sino que terminó sin más y nadie dijo nada durante un minuto. Después, todos intentaron hablar al mismo tiempo y un tipo contó un chiste, pero no sirvió de nada; no se rieron, y ni siquiera el tipo que había contado el chiste se rio, y eso no es normal. Todos volvimos a sentarnos, desanimados, a observar el barril y eso nos resultó molesto e incómodo. Sí, señor, el cielo se cerró y se puso negro y se quedó en calma, y después el viento empezó a gemir a nuestro alrededor, y después empezaron los relámpagos y el trueno empezó a gruñir. Y al poco tiempo, teníamos toda una tormenta y, en medio de ella, un hombre que iba corriendo por la popa, tropezó y se cayó y se torció el tobillo de tan mala manera que tuvo que quedarse en reposo. Esto hizo que los chicos sacudieran la cabeza. Y cada vez que venía un relámpago, allí estaba el barril aquel con luces azules guiñando a su alrededor. Siempre estábamos pendientes de él. Pero al final, cerca del amanecer, desapareció. Cuando se hizo de día, ya no lo vimos por ninguna parte y tampoco lo sentimos. »Pero a la noche siguiente sobre las nueve y media, cuando había canciones y jolgorio, aquí que viene otra vez y se volvió a colocar en su sitio por el lado de estribor. Ya se acabó la jarana. Todos se pusieron solemnes; nadie hablaba; y ya

no hubo manera de que nadie hiciera nada aparte de quedarse sentado de mal humor mirando el barril. Empezó a nublarse otra vez. Cuando cambió la guardia, los que habían terminado se quedaron levantados en vez de irse a dormir. Hubo una violenta tormenta que rugió durante toda la noche y, en medio de ella, otro hombre tropezó y se torció el tobillo y tuvo que dejar el trabajo. El barril se fue al acercarse el día y nadie lo vio marcharse. »Todo el mundo anduvo abatido y sobrio durante todo el día. Y no me refiero a la sobriedad que viene de dejar de lado la bebida. No era eso. Estaban callados, pero todos bebieron más de lo normal; no juntos, sino que cada hombre salía furtivamente y bebía en privado, solo. »Después de oscurecer, los que no estaban de guardia no se fueron a dormir; nadie cantaba, nadie hablaba; y los chicos tampoco se fueron cada uno por un lado; se quedaron como acurrucados todos juntos, hacia delante, y durante dos horas se quedaron allí sentados completamente inmóviles, mirando fijamente en la misma dirección y soltando un suspiro de vez en cuando. Y después, aquí viene el barril otra vez. Se colocó en su sitio de siempre. Se quedó allí toda la noche; nadie se acostó. La tormenta volvió de nuevo después de la media noche. Se puso terriblemente oscuro, llovía a cántaros y también granizó; el trueno resonaba y retumbaba y bramaba; el viento soplaba como un huracán y los relámpagos lo cubrían todo como grandes sábanas de luz deslumbrante, mostrando la balsa entera como si fuera de día, y el río se agitaba violentamente blanco como la leche durante millas y millas hasta donde alcanzaba la vista, y ahí estaba ese barril dando sacudidas, igual que siempre. El capitán ordenó a los de guardia que cogieran los remos de atrás para un cruce, pero nadie iba, decían que ya no querían más torceduras de tobillo. Ni siquiera querían andar por la popa. Pues entonces, justo en ese momento, el cielo se abrió por completo con un crujido y el rayo mató a dos hombres de la siguiente guardia y lisió a dos más. ¿Y cómo los lisió, os preguntareis? Pues ¡con torceduras de tobillo! »El barril se fue hacia el amanecer en la oscuridad de entre los relámpagos. Ni un alma probó bocado en el desayuno aquella mañana. Después de eso, los hombres anduvieron holgazaneando de dos en dos o de tres en tres hablando bajo entre ellos. Pero ninguno de ellos se unió a Dick Allbright. Todos lo dejaron de lado. Si se acercaba hasta donde estaba cualquiera de los hombres, se dividían y se alejaban furtivamente. No cogían ni el remo con él. El capitán hizo que se subieran a bordo todos los esquifes y que se colocaran junto a su tienda y no permitió que se llevara a los hombres muertos a la orilla para enterrarlos;

pensaba que el hombre que llegara a la playa no volvería; y tenía razón. »Después de que llegara la noche, y por los cuchicheos que había, se vio con total claridad que habría problemas si aquel barril aparecía otra vez. Muchos querían matar a Dick Allbright porque él había visto el barril en otros viajes y eso tenía mala pinta. Algunos querían llevarlo hasta la playa y otros decían que nos fuéramos a la orilla todos juntos si el barril volvía. »Todavía andaban en murmuraciones los hombres agrupados en la parte delantera buscando el barril con la mirada cuando, quién lo iba a decir, ahí viene otra vez. Bajando, lento pero constante, y se coloca otra vez en el mismo sitio de siempre. Se habría oído el sonido de un alfiler al caer. Y entonces viene el capitán y dice: »“Chicos, no os convirtáis en un grupo de niños y de tontos; no quiero que este barril nos esté persiguiendo todo el camino hasta Orleans y vosotros tampoco; así que, entonces, ¿cuál es la mejor manera de impedírselo? Quemándolo, ésa es la manera. Voy a subirlo a bordo”, dice. Y antes de que nadie pudiera decir una palabra, se tiró. »Nadó hasta él y cuando se acercó a la balsa empujándolo, los hombres se hicieron a un lado. Pero el viejo lo subió a bordo y le rompió la parte de arriba de un golpe, ¡y había un bebé dentro! Sí, señor, un bebé completamente desnudo. Era el bebé de Dick Allbright; lo reconoció y así lo dijo. »“Sí”, dijo inclinándose sobre él. “Sí, es mi muy llorado niño, mi pobre y difunto Charles William Allbright”, dice él, porque sabía enredar la lengua para decir las palabras de más clase del idioma cuando se lo proponía, y te las ponía delante sin inmutarse y donde le pillara. Sí, dijo que había vivido en la cabecera de este meandro y que una noche estranguló a su hijo, que estaba llorando, sin tener intención de matarlo, lo que probablemente era mentira, y que después tuvo miedo y lo enterró en un barril antes de que su mujer volviera a casa y que se marchó, y se dirigió hacia el norte y se dedicó a las balsas y que éste era el tercer año que el barril lo perseguía. Dijo que la mala suerte siempre empezaba poco a poco y que duraba hasta que cuatro hombres morían y que, después de eso, el barril ya no volvía más. Dijo que si los hombres eran capaces de soportarlo una noche más, y seguía con lo mismo, pero los hombres ya habían tenido suficiente. Empezaron a sacar un bote para llevarlo a la playa y lincharlo, pero de repente agarró al niño y saltó por la borda con él apretado contra su pecho y derramando

lágrimas, y nunca lo volvimos a ver en esta vida, ni a aquella pobre alma llena de sufrimiento ni tampoco a Charles William. —¿Quién derramaba lágrimas? –dice Bob–; ¿Allbright o el bebé? —Pues Allbright, por supuesto. ¿No te he dicho que el bebé estaba muerto? Llevaba tres años muerto, ¿cómo iba a llorar? —Bueno, el cómo da igual, ¿y cómo se conservó durante todo ese tiempo? –dice Davy–. Contéstame a eso. —No sé cómo lo hizo –dice Ed–. Pero aun así lo hizo, eso es todo lo que sé. —Dime, ¿qué hicieron con el barril? –dice el hijo de la Calamidad. —Pues lo tiraron por la borda y se hundió como si fuera un trozo de plomo. —Edward, ¿el niño tenía pinta de que lo hubieran estrangulado? –dice uno. —¿Tenía una raya hecha en el pelo? –dice otro. —¿De qué marca era ese barril, Eddy? –dice un tipo al que llamaban Bill. —¿Tienes los papeles para las estadísticas, Edmund? –dice Jimmy. —Dime, Edwin, ¿fuiste tú uno de los hombres que mató el rayo? –dice Davy. —¿Él? Oh, no, él era los dos –dice Bob. Y entonces todos estallaron en carcajadas. —Oye, Edward, ¿no crees que sería mejor que te tomaras una pastilla? Tienes mal aspecto, ¿no te sientes pálido? –dice el hijo de la calamidad. —Venga, Eddy –dice Jimmy–, demuéstralo; debes haber guardado una parte de ese barril para poder demostrarlo. Enséñanos la piquera y te creeremos todos. —Bueno, chicos –dice Bill–, vamos a repartirlo. Somos trece. Yo me puedo tragar una treceava parte de la historia, si vosotros podéis con el resto. Ed se levantó enfadado y dijo que podían irse todos a un sitio que soltó con una blasfemia bastante fuerte, y después se alejó por la popa maldiciendo para sí, y

ellos gritándole y abucheándolo y riéndose a carcajadas tan fuerte que podía oírseles desde una milla de distancia. —Chicos, vamos a abrir una sandía para celebrarlo –dice el hijo de la calamidad, y viene y empieza a registrar en la oscuridad por entre los sacos de guijarros donde yo estaba y me pone la mano encima. Yo estaba caliente y suave y desnudo, así que dice: —¡Ay! –y dio un salto hacia atrás–. ¡Traed aquí un farol o algo del fuego, chicos, que hay una serpiente como una vaca de grande! Y corrieron hasta allí con un farol y se apiñaron y se me quedaron mirando. —¡Sal de ahí, pordiosero! –dice uno. —¿Quién eres tú? –dice otro. —¿Qué estás buscando aquí? Habla pronto o te tiro por la borda. —Vamos a sacarlo de aquí, chicos. Cogedlo por los talones. Empecé a rogarles y me arrastré entre ellos temblando. Me miraban preguntándose a sí mismos y el hijo de la calamidad dice: —¡Un maldito ladrón! ¡Eche una mano y vamos a tirarlo por la borda! —No –dice Big Bob–, ¡vamos a sacar el bote de la pintura y le pintamos todo el cuerpo de celeste, de pies a cabeza, y después lo lanzamos por la borda! —¡Bien! Sí, eso haremos. Ve a por la pintura, Jimmy. Cuando llegó la pintura y Bob cogió la brocha y estaba a punto de empezar, con los otros riéndose y frotándose las manos, empecé a llorar y parece que eso tuvo su efecto en Davy, y dice: —¡Quietos ahí! No es más que un cachorrillo. ¡Si algún hombre lo toca, lo pinto yo a él! Se volvió para mirarlos y algunos de ellos refunfuñaron y gruñeron, y Bob soltó la pintura y ninguno de los otros la cogió.

—Vente aquí junto al fuego y veamos a qué has venido –dice Davy–. Ahora siéntate y háblanos de ti. ¿Cuánto tiempo llevas a bordo? —No llevo más de un cuarto de minuto, señor –digo yo. —¿Cómo te has secado tan pronto? —No lo sé, señor. Siempre estoy así, generalmente. —¿Ah, sí? ¿De verdad? ¿Cómo te llamas? Yo no iba a decirle mi nombre, y no sabía qué decir, así que simplemente le digo: —Charles William Allbright, señor. Y entonces empezaron a reírse a carcajadas, todos ellos, y me alegré mucho de haber dicho eso porque quizá, si se reían, se pondrían de mejor humor. Cuando dejaron de reírse, dice Davy: —Eso no te va a servir, Charles William. Es imposible que hayas crecido tanto en cinco años y no eras más que un bebé cuando saliste del barril, ¿sabes?, y además, estabas muerto. Venga, cuéntanos la verdad ahora y nadie te hará daño si no estás tramando nada malo. ¿Cómo te llamas? —Aleck Hopkins, señor. Aleck James Hopkins. —Bueno, Aleck, ¿de dónde venías cuando llegaste aquí? —De una chalana de mercancías. Está amarrada allí en el meandro aquel. Yo nací en ella. Papá ha comerciado río arriba y abajo durante toda su vida, y me dijo que viniera nadando hasta aquí porque, cuando les vio pasar, dijo que le gustaría que alguno de ustedes hablara con el señor Jonas Turner de Cairo, y que le dijera… —¡Venga ya! —Sí, señor. Es tan cierto como que estoy aquí. Papá dice… —¡Sí, tu abuela!

Todos se rieron y yo intenté hablar otra vez, pero me interrumpieron y no me dejaron. —Mira –dice Davy–, tienes miedo y por eso dices tonterías. Ahora sé sincero, ¿vives en una chalana o es mentira? —Sí, señor, en una chalana de transporte de mercancía. Está allí en la cabecera del meandro. Pero no nací en ella. Es nuestro primer viaje. —¡Eso ya sí es hablar! ¿Para qué subiste a bordo aquí? ¿Para robar? —No, señor. Sólo lo hice por darme un paseo en la balsa. Todos los chicos lo hacen. —Sí, eso lo sé. Pero ¿por qué te escondiste? —A veces echan a los chicos. —Sí, es cierto. Podrían robar. Mira, si te lo perdonamos esta vez, ¿evitarás meterte en estos líos de ahora en adelante? —Desde luego que sí, jefe. Póngame a prueba. —De acuerdo, entonces. Estás a muy poca distancia de la orilla. Salta por la borda y no vuelvas a hacer otra tontería como ésta. ¡Maldita sea, chico! Hay balseros que te estarían azotando hasta dejarte morado. No esperé al beso de despedida, sino que me tiré por la borda y me dirigí a la orilla. Cuando llegó Jim después, la balsa grande ya se había perdido de vista tras el cabo. Nadé hasta él y subí a bordo y me alegré mucho de llegar a mi casa otra vez. Tuve que contarle a Jim que no había averiguado a qué distancia estábamos de Cairo y se apenó mucho.

Ahora no había nada que hacer aparte de vigilar con atención por si aparecía el pueblo y no pasárnoslo sin verlo. Él dijo que estaba bastante seguro de que lo vería porque sería un hombre libre en el momento en que lo viera, pero que, si se le pasaba por alto, volvería a estar en un estado de esclavos y la libertad no volvería a aparecer. Cada poco tiempo, se levantaba de un salto y decía: —¿Está ahí? Pero no estaba. Eran luces fatuas o luciérnagas; así que se sentaba otra vez y seguía mirando igual que antes. Jim dijo que estar tan cerca de la libertad le hacía sentirse febril y tembloroso. Pues te puedo decir que a mí también me hizo sentirme febril y tembloroso escucharlo, porque empezó a entrarme en la cabeza que él era casi libre, y ¿quién tenía la culpa? Pues yo. No podía quitarme eso de la conciencia de ninguna de las maneras. Empezó a preocuparme tanto que no podía estarme quieto; no podía quedarme quieto en un sitio. No me había terminado de enterar antes en ningún momento de qué era lo que yo estaba haciendo. Pero ahora sí y no me lo quitaba de encima y cada vez me molestaba más. Intenté convencerme de que yo no tenía la culpa, porque no fui yo quien hizo que Jim se escapara de su legítima dueña; pero no servía de nada; mi conciencia me decía una y otra vez, «Pero tú sabías que él estaba huyendo en busca de su libertad y tú podrías haber remado hasta la orilla y habérselo dicho a alguien». Sí, así era, y no podía quitármelo de la cabeza de ninguna manera. Ahí era donde dolía. Y mi conciencia me decía, «¿Qué te había hecho a ti la pobre señorita Watson para que tú vieras cómo se iba su negro justo delante de tus narices sin decir ni una sola palabra? ¿Qué te había hecho esa pobre mujer para que la trataras tan mal? Pues intentó enseñarte tu libro, intentó enseñarte buenas maneras, intentó ser buena contigo de todas las maneras que ella sabía. Eso es lo que ella te había hecho». Empecé a sentirme tan ruin y mezquino que casi hubiera deseado estar muerto. Me movía nerviosamente por la balsa para arriba y para abajo, insultándome yo mismo a mí mismo, y Jim se cruzaba conmigo para arriba y para abajo. Ninguno de los dos podíamos estarnos quietos. Cada vez que él se daba la vuelta y decía, «Ahí está Cairo», me atravesaba como una bala y yo pensaba que, si era Cairo, me moriría de lo mal que me sentía. Jim hablaba en voz alta todo el tiempo que yo me estaba hablando a mí mismo.

Decía que lo primero que haría cuando llegara a un estado libre, sería ahorrar dinero y que nunca gastaría ni un solo centavo, y que cuando tuviera suficiente compraría a su esposa, que estaba en una granja cercana a donde vivía la señorita Watson. Y que después, los dos trabajarían para comprar a sus dos hijos, y que si su amo no se los quisiera vender, buscarían a un abolicionista para que fuera y los robara. Me quedé helado cuando lo oí hablar así. En su vida se habría atrevido a hablar así antes. Para que veas lo que cambió en el minuto en el que pensó que era casi libre. Era como el viejo dicho: «Dale a un negro la mano, y él se tomará el codo». Y pensé, esto es lo que pasa por no pensar. Aquí estaba este negro, al que yo era como si lo hubiera ayudado a escaparse, saliendo tan tranquilo con que iba a robar a sus hijos; unos hijos que pertenecían a un hombre al que yo ni siquiera conocía; un hombre que no me había hecho nunca ningún daño. Me dolió mucho oír a Jim decir eso, era algo que lo denigraba mucho. Mi conciencia empezó a pincharme cada vez más y más, hasta que al final le dije: «Déjame en paz; todavía no es demasiado tarde. Remaré hasta la orilla cuando vea la primera luz y lo contaré». Me sentí aliviado y feliz y ligero como una pluma enseguida. Todos mis problemas se habían terminado. Me puse a mirar con atención por si veía alguna luz, canturreando para mí mismo. Finalmente, apareció una, y Jim dijo: —¡Estamos a salvo, Huck, estamos a salvo! ¡Pega un salto y date patadas en el culo! Eso es Cairo por fin, ¡lo sé, lo sé! Le dije: —Cogeré la canoa e iré a ver, Jim. Puede que no lo sea, ¿sabes? Saltó y preparó la canoa y colocó su abrigo viejo en el fondo para que me sentara, y me dio el remo; y cuando me alejaba, me dijo: —Muy pronto estaré gritando de alegría y diré que todo ha sido gracias a Huck. Soy un hombre libre y nunca habría llegado a serlo si no fuera por Huck; Huck, eres el mejor amigo que Jim ha tenido nunca, y eres el único amigo que el viejo Jim tiene ahora. Y yo estaba remando a toda prisa para delatarlo; pero cuando él dijo esto, fue como si todas las fuerzas me hubieran abandonado. Entonces seguí lentamente y

no estaba muy seguro de si me alegraba de haber salido o no. Cuando estaba a cincuenta yardas de distancia, Jim dijo: —Ahí vas tú, mi querido y verdadero Huck; el único caballero blanco que ha mantenido una promesa hecha al viejo Jim. Pues ya me sentí enfermo. Pero me dije, tengo que hacerlo, no tengo escapatoria. Justo en ese momento apareció un bote con dos hombres con pistolas dentro, y ellos se pararon y yo me paré. Uno de ellos me dijo: —¿Qué es eso de allí? —Un trozo de balsa –le dije. —¿Vas tú en ella? —Sí, señor. —¿Hay hombres en ella? —Sólo uno, señor. —Esta noche se han escapado cinco negros de allí arriba por encima de la cabecera del meandro. ¿Tu hombre es blanco o negro? No contesté enseguida. Lo intenté, pero no me salían las palabras. Intenté coger fuerza y decirlo durante uno o dos segundos, pero no fui lo suficientemente hombre; tuve menos agallas que un conejo. Vi que estaba perdiendo fuerza, así que dejé de intentarlo y fui y les dije: —Es blanco. —Creo que iremos a comprobarlo nosotros mismos. —Estaría bien –les dije– porque es mi padre y quizá ustedes pudieran ayudarme a remolcar la balsa hasta la orilla, hasta donde está la luz. Está enfermo, y también mamá y Mary Ann. —¡Demonios! Tenemos prisa, chico. Pero supongo que tendremos que ir. Venga, ponte con tu remo y vámonos.

Yo me puse a mover mi remo y ellos los suyos. Cuando habíamos dado uno o dos golpes de remo, les dije: —Papá les estará muy agradecido, se lo aseguro. Todo el mundo se marcha cuando quiero que me ayuden a remolcar la balsa hasta la orilla, y yo solo no puedo hacerlo. —Pues eso es tremendamente mezquino. Y raro, también. Dime, chico, ¿qué le pasa a tu padre? —Es la… una… la… bueno, no es mucho. Dejaron de remar. Y ahora estábamos a muy poca distancia de la balsa. Y dijo uno: —Chico, estás mintiendo. ¿Qué es lo que le pasa a tu padre? Contesta directamente ahora, y será mejor para ti. —Sí, señor; lo haré, de verdad, pero no nos deje, por favor. Es la…, la…, caballeros, si tiran de nosotros desde delante y dejan que yo les lance el cable, no tendrán ni que acercarse a la balsa. Por favor, por favor. —¡Atrás, John, atrás! –dijo uno, y retrocedieron en el agua–. Aléjate, chico; quédate a sotavento. Maldita sea, seguro que el viento la ha traído hasta nosotros. Tu padre tiene la viruela y tú lo sabes muy bien. ¿Por qué no lo dijiste a la primera? ¿Quieres extenderla por todas partes? —Bueno –dije yo, lloriqueando–, se lo he dicho a todos antes y lo único que han hecho ha sido marcharse y dejarnos. —Pobre diablo, ahí tienes razón. Lo sentimos mucho por ti, pero nosotros… bueno, espera, no queremos coger la viruela, ¿sabes? Mira, te diré lo que puedes hacer. No intentes llegar a la orilla tú solo, o chocarás y destrozarás la balsa. Sigue flotando río abajo unas veinte millas y llegarás a un pueblo que te encontrarás a la izquierda del río. Eso será un buen rato después del amanecer y, cuando pidas ayuda, diles que en tu familia están todos enfermos y que tienen fiebre y escalofríos. No seas tonto otra vez y no dejes que la gente adivine lo que pasa. Estamos intentando ser amables contigo, así que pon veinte millas entre nosotros, como un chico bueno. No te serviría de nada parar allí donde está la luz; no es más que una maderería. Bueno, supongo que tu padre es pobre, y me

atrevería a decir que lo está pasando fatal. Mira, voy a poner una moneda de oro de veinte dólares encima de esta tabla, así que cógela cuando te pase por el lado flotando. Me siento fatal por dejarte, pero, ¡por Dios!, no puedo tontear con la viruela, ¿no lo comprendes? —Espera, Parker –dijo el otro hombre–, aquí hay otros veinte míos para que los pongas en la tabla. Adiós, chico; haz lo que te ha dicho el señor Parker y todo irá bien. —Así es, chico; adiós, adiós. Si ves algún negro fugitivo, busca ayuda y échale el guante y así conseguirás algún dinero. —Adiós, señor –dije yo–; no dejaré que se me escape ningún negro si puedo evitarlo. Se marcharon y yo me subí a la balsa, sintiéndome desanimado y mal porque sabía muy bien que había obrado mal, y comprendí que no había manera de que yo aprendiera a hacer las cosas bien. Cuando alguien no empieza bien cuando es pequeño, no tiene ni una oportunidad; cuando se ve en un apuro, no tiene nada que lo respalde y que lo haga ceñirse a su trabajo, y entonces, cae. Después pensé durante un minuto, y me dije, espera; supón que hubieras hecho lo correcto y que hubieras entregado a Jim, ¿te habrías sentido mejor de lo que te sientes ahora? No, me dije, me sentiría mal; me sentiría exactamente igual que me siento ahora. Bueno, pues entonces, me dije, ¿de qué sirve aprender a hacer lo correcto cuando es difícil hacer lo correcto y no cuesta nada hacer las cosas mal, y al final lo mismo te da? No tenía ni idea; no tenía respuesta para eso, así que decidí que no me iba a preocupar más por eso y que, después de esto, siempre haría lo que mejor me viniera en cada momento. Me metí en la cabaña, pero Jim no estaba allí. Miré por todas partes y no estaba en ningún sitio. Dije: —¡Jim! —Aquí estoy, Huck. ¿Se han perdido de vista ya? No hables fuerte. Estaba en el río debajo del remo que hacía de timón y sólo se le veía la nariz. Le dije que se habían perdido de vista, así que podía subir a bordo. Y me dijo: —Estuve escuchando toda la conversación y me escurrí hasta el río, e iba a irme

hacia la orilla si ellos subían a bordo. Y después pensaba volver nadando a la balsa cuando se hubieran ido. Pero, Dios mío, ¡cómo los engañaste, Huck! ¡Qué listo has sido para esquivarlos! Te voy a decir algo, chico, creo que has salvado al viejo Jim, y el viejo Jim nunca olvidará eso, hijo. Después hablamos del dinero. Habíamos conseguido un montón: veinte dólares para cada uno. Jim dijo que ahora podríamos conseguir un pasaje de cubierta en un barco de vapor y que el dinero nos duraría para llegar hasta donde quisiéramos dentro de los estados libres. Dijo que otras veinte millas no era demasiado para seguir avanzando con la balsa, pero que ojalá estuviera ya allí. Amarramos hacia el amanecer y Jim se puso muy exigente en cuanto a esconder bien la balsa. Después se pasó el día metiendo las cosas en bultos y preparándose para dejar de viajar en la balsa. Aquella noche sobre las diez viramos a la vista de las luces de una ciudad allá a lo lejos en un meandro que giraba la izquierda. Salí con la canoa a preguntar por él. Bien pronto encontré a un hombre río abajo en un bote colocando un sedal con anzuelos empatados. Me acerqué y le dije: —Señor, ¿esa ciudad es Cairo? —¿Cairo? No. Debes ser un maldito idiota. —¿Qué ciudad es, señor? —Si quieres saberlo, ve y averígualo. Si te quedas aquí molestándome medio minuto más, te vas a encontrar con algo que no quieres. Remé hasta la balsa. Jim estaba muy desilusionado, pero le dije que no se preocupara y que yo calculaba que Cairo debía ser la siguiente ciudad. Pasamos otro pueblo antes de que amaneciera y yo iba a salir de nuevo; pero era terreno alto, así que no fui. Dijo Jim que Cairo no estaba en terreno alto. Se me había olvidado. Descansamos durante el resto del día en un bajío que estaba bastante cerca de la orilla izquierda. Empecé a sospechar algo. Y Jim también. Dije: —Quizá dejamos Cairo atrás aquella noche de la niebla.

Él dijo: —No hablemos de eso, Huck. Los pobres negros no tienen suerte. Siempre he pensado que aquella piel de serpiente de cascabel no había terminado su trabajo todavía. —Ojalá nunca hubiera visto aquella piel de serpiente, Jim. De verdad que ojalá nunca le hubiera puesto la vista encima. —No es culpa tuya, Huck; tú no lo sabías. No te culpes por eso. Cuando se hizo de día, ¡era evidente que teníamos el agua clara del Ohio cerca de la orilla y el viejo Muddy más allá! Así que nos habíamos dejado Cairo atrás. Lo hablamos. No serviría de nada dirigirnos a la orilla; no podríamos llevar la balsa corriente arriba, por supuesto. No quedaba más remedio que esperar a que oscureciera y emprender el camino de vuelta en la canoa y arriesgarnos. Así que dormimos durante todo el día entre las ramas de los álamos para estar descansados para la tarea, y cuando volvimos a la balsa, más o menos al anochecer, ¡la canoa había desaparecido! No dijimos ni una palabra durante un buen rato. No había nada que decir. Los dos sabíamos muy bien que era otra cosa más a cuenta de la piel de la serpiente de cascabel; así que ¿de qué iba a servir hablar de eso? Simplemente parecería que estábamos buscando las culpas y eso podría traernos más mala suerte todavía, y más, y más, hasta que aprendiéramos a dejarlo estar. Al rato hablamos de qué era lo mejor que podíamos hacer y llegamos a la conclusión de que no había más solución que seguir navegando río abajo con la balsa hasta que tuviéramos oportunidad de comprar una canoa con la que poder volver. No íbamos a cogerla prestada cuando no hubiera nadie por allí, como habría hecho papá, porque eso podría hacer que nos persiguieran. Así que salimos en la balsa después del anochecer. Cualquiera que no se crea todavía que es una locura coger una piel de serpiente, después de todo lo que esa piel de serpiente nos había hecho a nosotros, se lo creerá ahora si sigue leyendo y ve qué más nos hizo. Los sitios donde comprar canoas tienen cerca balsas varadas en la orilla; pero no

vimos ninguna balsa varada, así que continuamos durante tres horas y más. La noche se volvió oscura y bastante cargada, que es lo siguiente peor después de la niebla. No se distingue la forma del río y no se ve nada en la distancia. Se hizo muy tarde y estaba muy silencioso, y entonces aparece un barco de vapor remontando el río. Encendimos el farol y supusimos que lo verían. Los barcos que iban corriente arriba normalmente no se acercaban a nosotros; salen y siguen los bancos de arena buscando aguas fáciles bajo los arrecifes; pero, en noches como ésta, suben como fieras por el canal enfrentándose al río entero. Oíamos el golpeteo, pero no lo vimos bien hasta que estaba muy cerca. Venía directo hacia nosotros. A menudo hacen eso y prueban a ver cuánto pueden acercarse sin llegar a tocarte; otras veces, la rueda deja de hacer un barrido y el piloto saca la cabeza y se ríe, y se cree que es muy listo. Bueno, pues aquí viene, y nosotros dijimos que iba a intentar pasar rozándonos, pero no parecía que fuese a desviarse lo más mínimo. Era uno grande y, además, venía muy deprisa. Parecía una nube negra rodeada de hileras de luciérnagas y, de repente, se hinchó, grande y espantoso, con una larga hilera de puertas de calderas abiertas de par en par, que brillaban como dientes al rojo vivo, y sus tremendas proas y las barandillas colgaron justo encima de nosotros. Nos gritaron una vez y sonó un tintineo de campanas para parar los motores, y se oyeron maldiciones y el silbido del vapor, y cuando Jim saltó por la borda hacia un lado y yo hacia el otro, chocó directamente contra la balsa y la hizo pedazos. Salté de cabeza y, además, mi objetivo era encontrar el fondo porque una rueda de treinta pies tenía que pasar por encima de mí y yo quería que tuviera sitio de sobra. Siempre pude mantenerme bajo el agua durante un minuto; esta vez, creo que aguanté un minuto y medio. Después, cogí impulso y me apresuré para subir a la superficie porque estaba a punto de reventar. Salí del agua hasta la altura de las axilas y soplé por la nariz para sacarme el agua y resoplé un poco. Por supuesto que la corriente era fuerte y por supuesto que el barco puso en marcha los motores otra vez diez segundos después de pararlos, porque nunca les importaron mucho los balseros; así que ahora seguía río arriba haciendo funcionar los motores, aunque no lo veía con aquel tiempo tan cargado, pero sí podía oírlo. Llamé a Jim por lo menos una docena de veces, pero no tuve respuesta; así que me agarré a un tablón que me rozó mientras yo estaba moviendo las piernas para mantener la cabeza fuera del agua, y me dirigí a la orilla empujándolo por delante de mí. Me di cuenta de que la corriente fluía hacia la playa del lado

izquierdo, lo que significaba que me encontraba en un cruce, así que cambié de dirección y fui hacia allí. Era uno de esos cruces largos e inclinados de dos millas, así que tardé bastante en llegar al otro lado. Llegué a tierra sin problemas y subí por la ribera. Sólo veía un poco más allá, pero caminé por un terreno escabroso durante un cuarto de milla o más, y después me topé con una antigua casa de troncos doble casi sin darme cuenta. Iba a darme prisa para alejarme de allí, pero un montón de perros saltó al exterior y empezó a gruñirme y a ladrarme, y yo sabía muy bien que no debía moverme ni un pelo.

[1] El fragmento que aquí comienza (y que hemos marcado con una banda gris) quedó fuera en la primera edición y posteriormente no se reincorporó al texto hasta que se encontró el manuscrito original en 1990 y se consideró esta posibilidad, aún hoy controvertida entre los especialistas. Este pasaje se había publicado en Life on the Mississippi [Viejos tiempos en el Misisipi], por lo que el editor temía que pudieran surgir conflictos de copyright. Mark Twain le dio carta blanca para realizar los cambios necesarios. Aquí lo incluimos para que el lector pueda disfrutar del texto tal como su autor lo creó en un primer momento. [N. del E.]

Capítulo 17

Al cabo de un minuto más o menos alguien habló desde una ventana sin sacar la cabeza, y dice: —¡Ya vale, chicos! ¿Quién está ahí? Y yo digo: —Soy yo. —¿Quién es yo? —George Jackson, señor. —¿Qué quieres? —No quiero nada, señor. Sólo quiero seguir andando, pero los perros no me dejan. —¿Para qué andas merodeando por aquí a estas horas de la noche, eh? —No estaba merodeando, señor, me he caído por la borda de un barco de vapor. —¿Sí, de verdad? Que alguien encienda una luz ahí dentro. ¿Cómo me dijiste que te llamabas? —George Jackson, señor. Sólo soy un chico. —Mira, si me estás diciendo la verdad, no tienes por qué tener miedo; nadie te hará daño. Pero no intentes moverte lo más mínimo; quédate exactamente donde estás. Despertad a Bob y a Tom, alguno de vosotros, y coged las armas. George Jackson, ¿hay alguien contigo? —No, señor, nadie. Ahora oía a la gente moverse por el interior de la casa y vi una luz. El hombre

gritó: —Quita esa luz de ahí, Betsy, vieja idiota, ¿es que eres tonta? Ponla en el suelo detrás de la puerta de entrada. Bob, si tú y Tom estáis listos, ocupad vuestros puestos. —Estamos todos preparados. —Ahora, George Jackson, ¿conoces a los Shepherdson? —No, señor. Nunca he oído hablar de ellos. —Bueno, puede que eso sea verdad y puede que no. Todos preparados ahora. Da un paso adelante, George Jackson. Y recuerda, no lo hagas deprisa, camina muy despacio. Si hay alguien contigo, que se quede atrás; si asoma, le dispararemos. Acércate ahora. Ven despacio; empuja tú mismo la puerta para abrirla, pero sólo lo suficiente para entrar de costado, ¿me oyes? No fui deprisa; no habría podido aunque hubiera querido. Fui adelantando un pie detrás de otro lentamente y no se oía un ruido; lo único que creía oír era mi corazón. Los perros estaban igual de silenciosos que los humanos pero me seguían a corta distancia. Cuando llegué hasta los tres escalones de troncos, oí cómo abrían las cerraduras, quitaban las barras y desatrancaban. Puse la mano en la puerta y la empujé un poco, y un poco más, hasta que alguien dijo: —Ahí; ya es suficiente. Asoma la cabeza para adentro. –Y lo hice, pero pensé que iban a volármela. La vela estaba en el suelo y allí estaban todos, ellos mirándome a mí y yo mirándolos a ellos, durante un cuarto de minuto más o menos: tres hombres grandes apuntándome con sus armas, lo que me hizo estremecerme, te lo digo; el más viejo tenía el pelo gris y unos sesenta años, y los otros dos tenían treinta años o más, y todos ellos tenían buen aspecto y eran atractivos, y una señora de pelo cano de aspecto muy dulce, y detrás de ella, dos muchachas jóvenes a las que no podía ver muy bien. El caballero de más edad dice: —Vale; creo que está bien. Entra. En cuanto entré, el caballero de más edad cerró la puerta con llave, la atrancó y le puso las barras, y les dijo a los jóvenes que entraran con sus armas, y todos

entraron en un salón grande que tenía una jarapa nueva en el suelo, y se reunieron en una esquina que quedaba fuera del alcance de las ventanas delanteras; no había ninguna en el lateral. Sostuvieron la vela y me miraron detenidamente, y todos dijeron: —Vaya, no es un Shepherdson; no, no tiene ningún parecido con los Shepherdson. Después el hombre mayor dijo que esperaba que no me importara que me registraran para comprobar que no llevaba armas, porque no había ninguna mala intención en ello y que era sólo para asegurarse. De modo que no fisgoneó en mis bolsillos y sólo los palpó desde fuera con las manos, y dijo que estaba bien. Me dijo que me pusiera cómodo y que me sintiera como en casa, y que se lo contara todo sobre mí; pero la señora mayor dice: —Pero, Saúl, bendito seas, el pobrecillo está como una sopa; ¿y no te parece que a lo mejor tiene hambre? Así que la señora mayor va y dice: —Betsy (que era una mujer negra), vuela a prepararle algo de comer lo más rápido que puedas, pobrecillo; chicas, y una de vosotras, id a despertar a Buck y decidle… Oh, aquí está. Buck, llévate a este joven forastero, quítale la ropa mojada y vístelo con alguna tuya que esté seca. Buck parecía tener más o menos mi misma edad; tendría trece o catorce años o por ahí, aunque era un poco más grande que yo. No llevaba nada puesto aparte de una camisa y tenía la cabeza hecha un desastre. Entró abriendo la boca y metiéndose un puño en el ojo, arrastrando consigo una pistola con el otro. Y dice: —¿No hay ningún Shepherdson por aquí? Y ellos dijeron que no, que había sido una falsa alarma. —Bueno –dice–, si hubiera habido unos cuantos, supongo que habría pillado a uno. Todos se rieron y Bob dice:

—Vaya, Buck, con lo lento que has sido para venir, nos podrían haber cortado la cabellera a todos. —Bueno, nadie ha venido a buscarme y siempre me quedo al margen; me lo pierdo todo. —No importa, Buck, hijo –dijo el hombre mayor–, ya tendrás tiempo de hartarte de estar en medio de todo; a su debido tiempo, no te preocupes por eso. Ahora, muévete y haz lo que tu madre te ha dicho. Cuando llegamos a la planta de arriba, a su habitación, me dio una camisa basta y una chaquetilla y unos pantalones suyos, y me los puse. Mientras me estaba vistiendo, me preguntó cómo me llamaba y, antes de que pudiera responderle, empezó a hablarme de un arrendajo azul y de un conejillo que había cogido en el bosque hacía dos días, y me preguntó que dónde estaba Moses cuando se apagó la vela. Le dije que no lo sabía; que no había oído nada de eso antes, de ningún modo. —Bueno, pues adivínalo –me dice. —¿Cómo lo voy a adivinar si nunca he oído contar nada de eso antes? –digo yo. —Pero puedes intentar adivinarlo, ¿no? Es fácil. —¿Qué vela? –le digo. —Pues cualquier vela –me dice. —No sé dónde estaba –le digo–; ¿dónde estaba? —Pues ¡estaba en la oscuridad! ¡Ahí es donde estaba! —Y si sabías donde estaba, ¿para qué me has preguntado? —Vaya, maldita sea, es una adivinanza, ¿o es que no lo ves? Dime, ¿cuánto tiempo vas a quedarte aquí? Tienes que quedarte para siempre. Podemos pasárnoslo de miedo; no hay colegio ahora. ¿Tienes perro? Yo tengo un perro, y se mete en el río y saca las cosas que le lanzo. ¿Te gusta peinarte los domingos y todas esas tonterías? Te aseguro que a mí no, pero mi madre me obliga. ¡Malditos sean estos viejos calzones! Supongo que será mejor que me los ponga,

aunque preferiría no hacerlo porque hace mucho calor. ¿Estás listo? Vale. Ven conmigo, canalla. Tortas de maíz frías, ternera en salmuera fría, mantequilla y leche cuajada; todo eso es lo que me tenían preparado allí abajo, y todavía no me he encontrado con nada mejor nunca. Buck y su madre y todos ellos fumaban en pipas de maíz, menos la mujer negra, que ya no estaba, y las dos jóvenes. Todos fumaban y hablaban y yo comía y hablaba. Las jóvenes estaban envueltas en colchas y les caía el pelo suelto por la espalda. Todos me hicieron preguntas y yo les conté que papá y yo y toda la familia vivíamos en una pequeña granja al sur de Arkansas, y que mi hermana Mary Ann se fugó y se casó y nunca más volvimos a saber de ella, y que Bill se fue a buscarlos y nunca supimos más de él, y que Tom y Mort murieron, y al cabo de un tiempo mamá murió, y entonces pues ya sólo quedábamos papá y yo, y que él se había ido quedando en nada a causa de tantos problemas; así que, cuando él murió, yo cogí lo que quedaba, porque la granja no nos pertenecía, y me puse en marcha río arriba con un pasaje de cubierta y me caí por la borda; y así era como había terminado por estar aquí. Y ellos me dijeron que aquélla podía ser mi casa todo el tiempo que yo quisiera. Entonces ya era casi de día y todo el mundo se fue a dormir, y yo me acosté con Buck, y cuando me desperté a la mañana siguiente, ¡maldita sea!, se me había olvidado cómo me llamaba. Así que me quedé allí tumbado una hora más o menos intentando pensar, y cuando Buck se despertó, le digo: —¿Sabes deletrear, Buck? —Sí –me dice. —Seguro que no sabes deletrear mi nombre –le digo. —Me apuesto lo que quieras a que sí –dice él. —Vale –le digo–, adelante. —G-o-r-g-e-J-a-x-o-n, ahí lo tienes –me dice. —Vaya, lo has hecho y yo creía que no sabrías –le digo–. Y no es ninguna tontería de nombre para deletrear así, directamente, sin estudiar ni nada. Lo escribí en privado porque alguien podría pedirme a mí que lo deletreara yo después, y quería tenerlo a la mano para recitarlo de un tirón como si estuviera

acostumbrado. Era una familia realmente estupenda y también tenían una casa estupenda. Nunca había visto antes ninguna casa de campo tan bonita ni con tanto estilo. La puerta principal no tenía un pestillo de hierro, ni uno de madera con un cordón de piel, sino un tirador de latón que giraba, igual que el de las casas de los pueblos. No había ninguna cama en el salón, ni rastro de ella; y, sin embargo, en montones de casas de pueblo hay camas en ellos. Había una chimenea grande con la base de ladrillos, y los ladrillos se mantenían limpios y rojos echándoles agua y frotándolos con otro ladrillo; a veces los lavan con rojo de pulir, que es una pintura al agua a la que llaman marrón español, igual que hacen en el pueblo. Tenían unos morillos grandes de latón que podían sostener troncos de buen tamaño. Había un reloj en mitad de la repisa de la chimenea con un cuadro de una ciudad pintada en la mitad inferior del cristal de la esfera, y un lugar redondo en la mitad, que hacía las veces del sol, y detrás se veía cómo oscilaba el péndulo. Era precioso oír cómo sonaba aquel reloj; y a veces, cuando había pasado por allí algún buhonero que lo había limpiado y lo había puesto a punto, empezaba a andar y tocaba ciento cincuenta veces antes de quedar rendido. No lo habrían vendido por nada. Bueno, y había un loro estrambótico a cada lado del reloj, hechos de algo parecido a la creta y pintados de colores chillones. Al lado de uno de los loros, había un gato de loza, y al lado del otro, un perro de loza; y cuando los empujabas hacia abajo, chillaban, pero no abrían la boca, ni se les cambiaba el aspecto ni parecían interesados. Chillaban por la parte de abajo. Había un par de abanicos hechos de alas de pavos salvajes extendidos por detrás de estas cosas. En la mesa que había en medio de la habitación, había una bonita cesta de loza que tenía una montaña de manzanas y naranjas y uvas y melocotones, y que eran mucho más rojos y más amarillos y más bonitos que los reales, pero que no eran reales porque se veía donde las frutas se habían desconchado porque asomaba la loza blanca, o lo que fuera, de debajo. Esta mesa estaba cubierta por un precioso hule que tenía pintada un águila roja y azul con las alas extendidas y también un ribete que le daba toda la vuelta. Y decían que este hule había hecho todo el viaje desde Filadelfia. También había algunos libros amontonados de una manera absolutamente perfecta y exacta a ambos extremos de la mesa. Uno de ellos era una gran Biblia de familia llena de dibujos. Otro era El progreso del peregrino, sobre un hombre que abandonó a su familia, pero que no decía por qué. Yo lo leía bastante de vez en cuando. Las

afirmaciones eran interesantes, aunque duras. Otro era Ofrendas de amistad, y estaba lleno de poesía y de cosas bonitas; aunque yo no leía la poesía. Otro era Los Discursos de Henry Clay, y otro el libro de medicina familiar del doctor Gunn, que te lo explicaba todo sobre lo que tenías que hacer si alguien se ponía enfermo o se moría. Había un libro de himnos y otro montón de libros. Y había unas bonitas sillas con el asiento de tablillas de madera entretejidas, y muy estables además; no tenían el asiento hundido por el medio ni estaban estropeadas como las cestas viejas. Tenían cuadros colgados en las paredes, sobre todo de Washington y de Lafayette, y de batallas, y de Mary de las tierras altas de Escocia, y uno llamado La firma de la Declaración de Independencia. Había algunos a los que ellos llamaban «carboncillos», que había hecho una de sus propias hijas, ya muerta, cuando tenía sólo quince años. Eran diferentes a todos los cuadros que yo había visto antes; fundamentalmente, más negros de lo común. Uno era de una mujer con un estilizado vestido negro, con un pequeño cinturón bajo las axilas, con bultos que parecían repollos en la mitad de las mangas y una gran capota alta con un velo negro, y unos finos tobillos blancos en los que se entrecruzaba una cinta negra, y unos zapatos negros pequeñitos como formones, y que se inclinaba pensativa sobre el codo derecho sobre una lápida bajo un sauce llorón, mientras que la otra mano, que le colgaba a lo largo del cuerpo, sostenía un pañuelo blanco y un retículo, y a los pies del dibujo, decía: «Ay de mí, nunca volveré a veros». Otro era de una joven dama que miraba la Luna asomada a una ventana y a la que le corrían lágrimas por las mejillas; y tenía, en una mano, una carta abierta que mostraba en una esquina lacre negro, y se apretaba con fuerza un medallón con una cadena contra la boca, y debajo del dibujo decía: «Y te has ido, sí, te has ido, pobre de mí». Supongo que estos cuadros eran bonitos, pero por alguna razón a mí no me gustaban, porque si yo alguna vez me venía abajo un poco, siempre me daba el mal de sambito. Todos sintieron mucho su muerte porque había previsto hacer muchos más cuadros de éstos, y cualquiera podía darse cuenta, por lo que ella había hecho, de lo que habían perdido. Pero pensé que, con su disposición, se lo estaba pasando mejor en el cementerio. Estaba trabajando en el que decían que era su mejor cuadro cuando se puso enferma, y todos los días y todas las noches rezaba para que se le permitiera vivir hasta que lo terminara, pero no tuvo ocasión. Era un cuadro de una mujer joven con un largo vestido blanco de pie sobre la barandilla de un puente preparada para saltar y con la melena colgándole a la espalda, mirando a la Luna con las lágrimas cayéndole por las mejillas, y tenía dos brazos cruzados sobre el pecho y dos brazos estirados hacia el frente, y dos más que se elevaban hacia la Luna, y la

idea era ver qué par quedaría mejor, para después borrar todos los demás brazos; pero, como yo iba diciendo, murió antes de decidirse, y ahora tenían este cuadro en la cabecera de la cama de su habitación, y cada vez que llegaba su cumpleaños, le colgaban flores allí. Otras veces estaba escondido por una pequeña cortina. La mujer joven del cuadro tenía la cara agradable y dulce, pero tenía tantos brazos que a mí me parecía que era como una araña. Esta joven tenía un libro de recortes cuando estaba viva y solía pegar en él obituarios y accidentes y casos de pacientes que sufrían, que recortaba de El observador presbiteriano, y después de ellos escribía poesías que sacaba de su propia cabeza. Y eran poesías muy buenas. Esto es lo que escribió sobre un chico que se llamaba Stephen Dowling Bots, que se cayó a un pozo y se ahogó:

ODA A STEPHEN DOWLING BOTS, FALLECIDO

¿Enfermó el joven Stephen?, ¿y murió el joven Stephen? ¿Y hubo más corazones tristes?, ¿y lloraron los dolientes?

No, no fue ése el destino del joven Stephen Dowling Bots; aunque lo rodearon más corazones tristes, no fue por los golpes de la enfermedad.

La tos ferina no sacudió su cuerpo,

ni el sombrío sarampión con sus manchas; ninguno de ellos dañó el nombre sagrado de Stephen Dowling Bots.

El amor despreciado no golpeó con su aflicción aquella cabeza de mechones de rizos, ni los problemas estomacales mantuvieron postrado al joven Stephen Dowling Bots.

Oh, no. Escucha con los ojos llorosos mientras te cuento su destino. Su alma voló de este mundo frío al caerse en un pozo.

Lo sacaron y lo vaciaron; pero, ay, era demasiado tarde; su espíritu se había ido a divertirse al reino de los buenos y los grandes.

Si Emmeline Grangerford podía escribir una poesía así antes de cumplir los catorce, era imposible saber lo que podría haber llegado a hacer con el tiempo. Buck dijo que la poesía le salía de corrido como si nada. Ni siquiera tenía que

pararse a pensar. Decía que ella escribía un verso y que, si no encontraba nada que rimara con él, simplemente lo borraba y escribía otro y seguía adelante. No era exigente; podía escribir sobre cualquier cosa que tú le dieras con tal de que fuera triste. Cada vez que un hombre o una mujer moría, o un niño moría, ella tenía preparado su «tributo» antes de que se enfriaran. Ella los llamaba tributos. Los vecinos decían que primero iba el médico, después Emmeline, después el dueño de la funeraria; y el dueño de la funeraria nunca llegó antes que Emmeline más que una vez, y entonces ella se entretuvo para buscar una rima para el nombre del muerto, que se llamaba Whistler. Nunca fue la misma después de eso; nunca se quejaba, pero fue languideciendo y no vivió mucho. Pobrecilla, muchas veces me obligué a mí mismo a subir a la pequeña habitación que era la suya y a sacar su libro de recortes para leerlo cuando sus cuadros me habían estado molestando y me había agriado un poco contra ella. Me gustaban todos en aquella familia, con los muertos y todo, y no iba a permitir que nada se interpusiera entre nosotros. La pobre Emmeline escribía poesías para todos los muertos cuando estaba viva, y no me parecía bien que no hubiera nadie que le hiciera una a ella ahora que se había ido; así que intenté esforzarme para escribir un verso o dos, pero no había manera de avanzar. Mantenían la habitación de Emmeline arreglada y bonita y todas sus cosas colocadas exactamente como a ella le gustaba tenerlas cuando estaba viva, y nadie dormía allí jamás. La vieja señora se encargaba personalmente de la habitación, aunque había muchos negros, y fundamentalmente cosía mucho allí y leía la Biblia. Bueno, como iba diciendo del salón, había unas cortinas preciosas en las ventanas: blancas, con dibujos de castillos pintados con los muros cubiertos de enredaderas y del ganado bajando a beber. También había un viejo piano pequeño que tenía sartenes dentro, supongo, y nada fue nunca tan bonito como escuchar a las jóvenes señoritas cantar El último lazo se ha roto y tocar La batalla de Praga. Las paredes de todas las habitaciones estaban enlucidas, y la mayoría tenían alfombras en el suelo, y toda la casa estaba blanqueada por fuera. La casa tenía dos edificios, y el amplio espacio abierto estaba techado y tenía suelo, y a veces se ponía la mesa allí en mitad del día, y era un sitio cómodo y fresco. Nada podía ser mejor. Y anda que la comida no era buena y, además, por arrobas.

Capítulo 18

El coronel Grangerford era un caballero, ¿sabes? Era un caballero de pies a cabeza, y también lo era el resto de su familia. Era de buena familia, como suele decirse, y eso vale tanto para un hombre como para un caballo, o eso era lo que decía la viuda Douglas, y nadie negó nunca que ella era de la mejor aristocracia de nuestro pueblo; y papá también lo decía siempre, aunque él tenía la misma clase que un bagre. El coronel Grangerford era muy alto y muy delgado, y era de tez pálida, aunque estaba un poco moreno, y no tenía ni una marca roja en ninguna parte; todas las mañanas se afeitaba aquella cara delgada, y tenía los labios muy finos, y las ventanas de la nariz muy estrechas, y la nariz alta y recta, y las cejas espesas y los ojos muy negros y tan hundidos que podría decirse que parecía que te miraban desde dentro de cuevas. Tenía la frente grande y el pelo negro y lacio, que le llegaba hasta los hombros. Tenía las manos largas y delgadas, y todos los días de su vida se ponía una camisa blanca y un traje completo de pies a cabeza hecho de un lino tan blanco que te hería los ojos al mirarlo; y los domingos se ponía una casaca azul con botones de latón. Llevaba un bastón de caoba con empuñadura de plata. No había frivolidad en él, ni una pizca, y ni siquiera hablaba fuerte. Era de lo más amable; eso se sentía, ¿sabes?, y te daba confianza. A veces sonreía y era agradable verlo; pero cuando se enderezaba como el asta de una bandera y empezaban a brillar los rayos desde debajo de sus cejas, lo primero que querías era subirte a un árbol, y después enterarte de qué era lo que pasaba. Nunca tenía ni siquiera que decirle a nadie que tuviera cuidado con sus modales, porque todo el mundo se comportaba cuando él estaba presente. Además, a todo el mundo le gustaba que él estuviera por allí; casi siempre era como la luz del Sol; quiero decir que él hacía que pareciera que hacía buen tiempo. Cuando se convertía en un banco de nubes, todo se volvía terriblemente oscuro durante medio minuto, y con eso era suficiente; durante una semana nada volvería a ir mal. Cuando él y la señora bajaban por la mañana, toda la familia se levantaba de las sillas y les daban los buenos días, y no volvían a sentarse hasta que ellos se habían sentado. Después Tom y Bob iban al aparador donde estaba la licorera y preparaban un combinado de licor amargo de plantas y se lo daban a él, y él lo sostenía en la mano y esperaba a que el de Tom y el de Bob estuvieran listos, y

después ellos inclinaban la cabeza y decían: «A su salud, señor, y señora», y ellos inclinaban la cabeza muy poquito y daban las gracias, y entonces bebían, los tres, y Bob y Tom echaban una cucharada de agua en el azúcar y en el poquito de whisky o de aguardiente de manzana que quedaba en el fondo de sus vasos y nos lo daban a mí y a Buck, y nosotros bebíamos también a la salud de las personas mayores. Bob era el mayor, y detrás iba Tom; hombres altos y bien parecidos de hombros anchos y caras morenas, y con el pelo largo y negro y los ojos negros. Vestían de lino blanco de pies a cabeza, como el caballero, y llevaban anchos sombreros panamás. Después iba la señorita Charlotte, que tenía veinticinco años y era alta y orgullosa y distinguida, pero buenísima cuando no estaba enfadada; porque, cuando lo estaba, tenía una mirada que te dejaba muerto en el sitio, igual que su padre. Era preciosa. Y también su hermana, la señorita Sophia, pero era de otro tipo. Era tierna y dulce como una paloma, y sólo tenía veinte años. Cada persona tenía a su propio negro para servirle, hasta Buck. Mi negro lo tenía tremendamente fácil porque yo no estaba acostumbrado a tener a nadie que hiciera nada por mí, pero el de Buck estaba todo el día saltando de un lado a otro. Esto era lo que quedaba de la familia ahora, pero antes había más: tres hijos que les mataron y Emmeline que murió. El caballero tenía un montón de granjas y más de cien negros. A veces llegaba allí un montón de gente a caballo desde diez o quince millas a la redonda y se quedaban durante cinco o seis días, y hacían fiestas por todas partes y en el río, y bailes y meriendas en el bosque durante el día, y bailes en la casa por las noches. Esta gente eran en su mayoría parientes de la familia. Los hombres traían sus pistolas. Era un bonito grupo de gente de clase, te lo digo. Había otro clan aristocrático por allí, de unas cinco o seis familias y la mayoría de nombre Shepherdson. Eran tan elegantes y de tan buena familia y tan ricos y tan distinguidos como los de la tribu de los Grangerford. Los Shepherdson y los Grangerford usaban el mismo embarcadero del barco de vapor, que estaba unas dos millas más arriba de la casa; así que, a veces, cuando yo subía hasta allí con

un montón de los nuestros, veía a muchos Shepherdson montados en sus hermosos caballos. Un día Buck y yo estábamos cazando en el bosque y oímos que se acercaba un caballo. Íbamos cruzando la carretera y dice Buck: —¡Rápido! ¡Salta al bosque! Lo hicimos y después nos asomamos y miramos por entre las hojas. Al poco apareció un espléndido joven galopando por la carretera, montando su caballo con soltura y con aspecto de soldado. Llevaba el arma cruzada sobre el arzón. Lo había visto antes. Era el joven Harney Shepherdson. Oí cómo se disparaba el arma de Buck justo en mi oreja, y a Harney se le cayó el sombrero de la cabeza. Agarró la pistola y cabalgó directamente hasta el sitio donde nosotros estábamos escondidos. Pero no esperamos. Echamos a correr por medio del bosque. El bosque no era muy espeso, así que no paraba de mirar por encima de mi hombro para esquivar la bala, y vi a Harney cubrir a Huck dos veces con su arma; y después se alejó cabalgando por donde había venido, para coger el sombrero, supongo, porque no pude verlo. No dejamos de correr ni un momento hasta que llegamos a la casa. Los ojos del caballero flamearon durante un minuto, fundamentalmente de placer, pensé, y después la cara se le suavizó y dijo con amabilidad: —No me gusta eso de disparar desde detrás de los arbustos. ¿Por qué no te pusiste en la carretera, hijo? —Porque los Shepherdson no lo hacen, padre. Siempre se aprovechan cuando tienen ventaja. La señorita Charlotte sostuvo la cabeza en alto como una reina mientras que Buck contaba la historia y se le ensancharon los agujeros de la nariz y le centellearon los ojos. Los dos jóvenes parecían sombríos pero no dijeron nada. La señorita Sophia se puso pálida, pero le volvió el color cuando averiguó que el hombre no estaba herido. En cuanto pude llevarme a Buck a los graneros del maíz y estuvimos solos bajo los árboles, le digo: —¿Querías matarlo, Buck?

—Bueno, supongo que sí. —¿Qué te ha hecho él? —¿Él? Él nunca me ha hecho nada. —Bueno, y entonces ¿por qué querías matarlo? —Pues, nada, es sólo por el odio de sangre. —¿Qué es el odio de sangre? —Pero, bueno, ¿tú dónde te has criado, para no saber lo que es el odio de sangre? —Nunca he oído hablar de eso antes; explícamelo. —Bueno –dice Buck–, el odio de sangre va así: un hombre tiene una disputa con otro hombre y lo mata; entonces el hermano de ese otro hombre lo mata a él; después, los otros hermanos por ambas partes van unos a por los otros; después entran los primos y, al final, todos terminan muertos, y ya no hay más odio de sangre. Es un poco lento y dura mucho tiempo. —¿Y éste lleva mucho tiempo, Buck? —¡Bueno, ya te digo! Empezó hace treinta años, o más o menos por ahí. Hubo un problema por algo y después un juicio para resolverlo; pero el juicio fue contra uno de los hombres, así que se rebeló y disparó al hombre que había ganado el juicio, lo que era normal que hiciera, por supuesto. Cualquiera lo haría. —¿Por qué fue el problema, Buck? ¿Por tierras? —Supongo que puede ser. No lo sé. —Bueno, y ¿quién disparó? ¿Fue un Grangerford o un Shepherdson? —¿Cómo voy a saberlo? Hace muchísimo tiempo. —¿No lo sabe nadie?

—Oh, sí, mi padre lo sabe, supongo, y algunos de los mayores; pero lo que no saben ahora es por qué fue la pelea al principio del todo. —¿Ha muerto mucha gente, Buck? —Sí; hay bastantes probabilidades de que haya funerales. Pero ellos no matan siempre. Mi padre tiene unas cuantas postas dentro; pero no les da mucha importancia porque, de todos modos, no pesan mucho. A Bob le han dado varios tajos con un cuchillo de monte y a Tom lo han herido una o dos veces. —¿Ha muerto alguien este año, Buck? —Sí; nosotros matamos a uno y ellos mataron a uno. Hace unos tres meses mi primo Bud de catorce años iba atravesando el bosque a caballo al otro lado del río y no llevaba ningún arma, lo que fue muy estúpido por su parte, y en un sitio solitario oye que se le acerca un caballo por la espalda, y ve al viejo Baldy Shepherdson subiendo y bajando tras él con la pistola en la mano y el pelo blanco ondeando al viento; y en vez de saltar y meterse entre la maleza, Bud pensó que podría dejarlo atrás; y durante cinco millas o más fueron muy igualados, pero el viejo ganaba más y más terreno, así que, al final, Bud se dio cuenta de que no tenía sentido y se paró y se dio la vuelta para tener los agujeros de bala por delante, ¿sabes?, y el viejo llegó hasta él, le disparó y lo mató. Pero no tuvo muchas ocasiones de disfrutar de su suerte porque, al cabo de una semana, los nuestros lo mataron a él. —Pues yo pienso que ese viejo era un cobarde, Buck. —Pues yo creo que no era un cobarde. Ni de lejos. No hay ningún cobarde entre los Shepherdson; ni uno solo. Y tampoco hay cobardes entre los Grangerford. Ese hombre mantuvo un día una pelea contra tres Grangerford durante media hora y salió victorioso. Todos iban a caballo; él se bajó del suyo y se refugió detrás de un pequeño montón de leña, y se puso al caballo delante para parar las balas; pero los Grangerford se quedaron montados en sus caballos haciendo cabriolas alrededor del hombre y disparando sin parar, y él disparándoles sin parar a ellos. Él y su caballo llegaron a su casa agujereados y lisiados, pero a los Grangerford los tuvieron que llevar a sus casas, y uno de ellos estaba muerto, y el otro murió al día siguiente. No, señor, si alguien anda por ahí buscando cobardes, no le gustará andar tonteando con esos Shepherdson, porque ellos no crían ninguno.

El domingo siguiente fuimos todos a la iglesia, a unas tres millas; todos a caballo. Los hombres se llevaron sus armas, y Buck también, y las sostuvieron entre las rodillas o las apoyaron contra la pared donde estuvieran a la mano, y los Shepherdson hicieron lo mismo. El sermón fue bastante corriente, todo eso del amor fraternal y de las mismas cosas aburridas, pero todos dijeron que fue un buen sermón, y lo comentaron de camino a casa, y tenían muchísimo que decir sobre la fe y las buenas obras y la gracia de Dios y la predestinación y no sé qué más, que me pareció uno de los peores domingos con los que me había encontrado hasta entonces. Más o menos una hora después de la comida todo el mundo estaba dando una cabezada; algunos en sus sillas y otros en sus habitaciones, y resultaba muy aburrido. Buck y un perro estaban tirados en la hierba al sol profundamente dormidos. Yo subí a nuestra habitación y pensé que iba a echarme una siesta yo también. Me encontré a la dulce señorita Sophia de pie en la puerta de su habitación, que estaba al lado de la nuestra, y me llevó adentro de su habitación y cerró la puerta con mucha suavidad, y me preguntó si ella me gustaba, y yo le dije que sí; y me preguntó si yo haría algo por ella sin decírselo a nadie, y le dije que sí. Después me dijo que se había dejado olvidada su Biblia en el asiento de la iglesia metida entre otros dos libros y me preguntó si yo saldría de la casa sin hacer ruido e iría allí a cogerlo sin decirle nada a nadie. Dije que sí. Así que salí y me fui carretera arriba. No había nadie en la iglesia, menos un cerdo o quizá dos, porque la puerta no tenía cerradura, y a los cerdos les gustan los suelos de tablones de madera en verano porque están frescos. Si te das cuenta, la mayoría de las personas no van a la iglesia más que cuando tienen que hacerlo; pero los cerdos son diferentes. Y me dije, aquí pasa algo; no es normal que una chica tenga tanta prisa por recuperar una Biblia. Así que la agité y se cayó un trocito de papel con un «dos y media» escrito con lápiz. La registré de arriba abajo pero no encontré nada más. No le encontraba ningún sentido a aquello, así que metí el papel en el libro otra vez, y cuando llegué a la casa y a la planta de arriba, allí estaba Sophia esperándome en su puerta. Me metió dentro de un tirón y cerró la puerta, y después miró en la Biblia hasta que encontró el papel y, en cuanto lo leyó, se puso contenta; y antes de que pudiera darme cuenta, me agarró y me dio un achuchón, y me dijo que yo era el mejor chico del mundo, y que no se lo dijera a nadie. Se le puso la cara muy roja durante un minuto y se le encendieron los ojos, y estaba muy guapa. Yo estaba muy asombrado, pero, cuando recuperé el aliento, le pregunté de qué era el papel, y ella me preguntó si lo había leído, y yo

le dije que no, y ella me preguntó si sabía leer, y yo le dije que no, que sólo en mayúsculas, y entonces ella me dijo que el papel no era nada más que un señalador para indicarle el sitio por el que iba y que podía irme a jugar. Me fui al río, dándole vueltas a esto, y al poco me di cuenta de que mi negro venía siguiéndome. Cuando estábamos fuera de la vista de la casa, miró alrededor y a su espalda, y viene corriendo y me dice: —Amo George, si viene conmigo a la ciénaga, le enseñaré un montón de mocasines de agua. Y pienso, esto es muy curioso; dijo eso ayer. Debería saber que a nadie le gustan tanto los mocasines de agua como para ir por ahí buscándolos. ¿Qué se trae entre manos, entonces? Así que le digo: —De acuerdo. Ve tú delante. Lo seguí durante media milla; después echó a andar por la ciénaga y avanzó con el agua hasta los tobillos durante otra media milla. Llegamos a un pequeño llano que estaba seco y muy poblado de árboles, arbustos y enredaderas y me dice: —Siga por ahí sólo unos pasos más, amo George; ahí es donde están. Yo ya las he visto antes y ya no me interesa verlas más. Y entonces siguió chapoteando y se marchó, y muy pronto lo escondieron los árboles. Yo me adentré un poco en el sitio y llegué hasta un trozo abierto del tamaño de una habitación completamente rodeado de enredaderas, y me encontré a un hombre allí tumbado durmiendo, y ¡diablos, era mi viejo Jim! Lo desperté y supuse que iba a ser una gran sorpresa para él verme otra vez, pero no lo fue. Casi lloró de lo contento que estaba, pero no estaba sorprendido. Dijo que nadó tras de mí aquella noche y que me oyó gritar todas la veces, pero que no se atrevía a contestar porque no quería que nadie lo recogiera a él para llevarlo otra vez a la esclavitud. Y me dice: —Me hice un poco de daño y no podía nadar rápido, así que al final iba un buen trecho por detrás de ti. Cuando llegaste a la orilla, supuse que te alcanzaría en tierra sin tener que llamarte gritando, pero, cuando vi aquella casa, empecé a ir despacio. Estaba demasiado lejos para oír lo que te decían y me daban miedo los perros; pero, cuando todo se quedó en silencio otra vez, supe que estabas dentro

de la casa, así que me dirigí al bosque a esperar que se hiciera de día. Por la mañana temprano, pasaron por allí algunos de los negros de camino a los campos, y ellos me trajeron aquí y me enseñaron este sitio donde los perros no pueden seguirme la pista por el agua, y me traen un montón de comida todas las noches y me cuentan cómo te va. —¿Por qué no le dijiste a mi Jack que me trajera aquí antes, Jim? —Bueno, no tenía sentido molestarte, Huck, hasta que pudiéramos hacer algo; pero todo está bien ahora. He estado comprando sartenes y cacharros y vituallas, cuando tengo ocasión, y arreglando la balsa por las noches cuando… —¿Qué balsa, Jim? —Nuestra vieja balsa. —¿Me estás diciendo que nuestra vieja balsa no quedó toda hecha astillas? —No. Estaba bastante rajada por uno de los extremos, pero los daños no eran importantes; sólo que casi todas nuestras trampas se han perdido. Si no hubiéramos nadado a tanta profundidad por debajo del agua, y si la noche no hubiera sido tan oscura, y si no hubiéramos tenido tanto miedo, y si no hubiéramos sido tan cabezas huecas, como dice el dicho, habríamos visto la balsa. Pero casi mejor que no la viéramos porque ahora está toda arreglada otra vez casi como si fuera nueva y hay un montón de cosas nuevas en el lugar de las que se perdieron. —Pero ¿cómo pudiste hacerte con la balsa otra vez, Jim? ¿La cogiste? —¿Cómo iba a cogerla allí en el bosque? No; alguno de los negros la encontró enganchada en un tronco por aquí por el meandro y la escondieron en un entrante entre los sauces, y como no paraban de hablar de ella y de a quién de ellos le pertenecía más, me enteré muy pronto y arreglé la disputa diciéndoles que no les pertenecía a ninguno, sino que nos pertenecía a ti y a mí. Y les pregunté si iban a quedarse con la propiedad de un joven caballero blanco y a llevarse una paliza por eso. Después les di diez centavos a cada uno y quedaron todos bastante contentos y deseando que aparecieran más balsas para volver a hacerse ricos. Son muy buenos conmigo, estos negros, y cualquier cosa que quiero no tengo que pedírsela dos veces, hijo. Ese Jack es un buen negro, y bastante listo.

—Sí que lo es. Nunca me ha dicho que estabas aquí; me dijo que viniera para enseñarme un montón de mocasines de agua. Si pasa cualquier cosa, él no tiene nada que ver con esto. Él puede decir que nunca nos ha visto juntos y será verdad. No quiero hablar mucho sobre el día siguiente, así que supongo que lo contaré en pocas palabras. Me desperté más o menos al amanecer y me iba a dar la vuelta para dormirme otra vez cuando me di cuenta de lo tranquilo que estaba todo; parecía que no había nadie levantado. Eso no era normal. Después me di cuenta de que Buck se había levantado y se había ido. Pues me levanto, dándole vueltas, y me voy a la planta de abajo, y no hay nadie; todo está silencioso como una tumba. Y fuera, lo mismo. Y pienso, «¿Y esto qué significa?». Junto al montón de madera, me encuentro con mi Jack y le digo: —¿Qué pasa? Y me dice él: —¿No lo sabe, señor George? —No –le digo–. No lo sé. —Bueno, pues, ¡la señorita Sophia se ha escapado!, desde luego que sí. Se escapó durante la noche, en algún momento, y nadie sabe exactamente cuándo. Se escapó para casarse con ese joven Harney Shepherdson, ¿sabe?, o por lo menos eso es lo que dicen. La familia lo descubrió hace más o menos media hora, quizá un poco más, y déjeme que le diga que no hubo tiempo que perder. ¡No se ha visto nunca tanta prisa para coger las pistolas y los caballos! Las mujeres se han ido a despertar a los parientes, y el viejo señor Saul y los chicos cogieron sus pistolas y cabalgaron río arriba para intentar coger a ese joven y matarlo antes de que pueda cruzar el río con la señorita Sophia. Creo que van a venir momentos muy duros. —Buck se fue sin despertarme. —¡Bueno, claro que sí! No iban a mezclarle en esto. El señor Buck cargó su arma y dijo que reventaría antes de volver a casa sin traer a un Shepherdson. Pues habrá muchos allí, supongo, y le aseguro que cogerá alguno a la mínima oportunidad que tenga.

Cogí la carretera del río todo lo deprisa que pude. Al rato empecé a oír las pistolas a bastante distancia. Cuando llegué a la vista del almacén de troncos y del montón de leña donde paran los barcos de vapor, seguí avanzando bajo los árboles y los arbustos hasta que llegué a un buen sitio, y después me subí a una horquilla de un álamo bien arriba y observé. Había un bloque de madera apilada de cuatro pies de alto cerca del árbol y, al principio, iba a esconderme detrás de él, pero quizá tuve mejor suerte de no hacerlo. Había cuatro o cinco hombres haciendo cabriolas sobre los caballos en un espacio abierto que había delante del almacén de troncos, gritando y maldiciendo e intentando coger a un par de chicos jóvenes que estaban detrás del bloque de madera apilada que quedaba a continuación del embarcadero de los barcos de vapor; pero no podían entrar. Cada vez que uno de ellos asomaba por el lado del montón de leña que daba al río, le disparaban. Los dos chicos estaban en cuclillas espalda contra espalda detrás del montón, de modo que podían vigilar ambos lados. Después, los hombres dejaron de hacer cabriolas y de gritar y dirigieron sus caballos hacia el almacén; entonces, uno de los chicos se levanta, y apunta apoyando el arma firmemente encima del montón de madera y desmonta a uno de ellos de la silla. Todos los hombres se bajaron de los caballos de un salto y agarraron al herido y empezaron a llevarlo hacia el almacén y, en ese instante, los dos chicos se fueron a la carrera. Llegaron a mitad de camino del árbol en el que yo estaba subido antes de que los hombres se dieran cuenta. Después los hombres los vieron y saltaron sobre los caballos y empezaron a perseguirlos. Les ganaron terreno a los chicos, pero no sirvió de nada porque los chicos les llevaban bastante distancia. Llegaron hasta el montón de leña que estaba delante de mi árbol y se metieron detrás de él, de modo que volvían a tener ventaja sobre los hombres otra vez. Uno de los chicos era Buck y el otro, un chico joven y delgado de unos diecinueve años. Los hombres se quedaron un rato dando carreras por allí y después se marcharon. En cuanto desaparecieron de mi vista, le grité a Buck y se lo dije. Al principio no entendió cómo mi voz podía venir de un árbol. Estaba tremendamente sorprendido. Me dijo que vigilara con atención y que lo avisara cuando los hombres estuvieran a la vista otra vez; me dijo que estaban preparando no sé qué diablura y que no tardarían mucho en volver. Me hubiera gustado no estar en aquel árbol, pero no me atrevía a bajar. Buck empezó a llorar y a moverse rápidamente de un lado para otro y pensé que todavía Buck y su

primo Joe, que ése era el otro chico, iban a pagar por este día. Dijo que su padre y sus dos hermanos habían muerto, y dos o tres del enemigo. Dijo que los Shepherdson les habían tendido una emboscada. Buck dijo que su padre y sus hermanos deberían haber esperado a sus parientes, que los Shepherdson eran demasiado fuertes para ellos. Le pregunté qué había pasado con el joven Harney y con la señorita Sophia, y me dijo que habían cruzado el río y que estaban a salvo. Eso me alegró; pero cómo se puso Buck porque no había conseguido matar a Harney aquel día que le disparó; nunca en mi vida he oído nada parecido. De repente, ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, se oyen los disparos de tres o cuatro pistolas. ¡Los hombres habían rodeado y atravesado el bosque sigilosamente y habían entrado por detrás sin los caballos! Los chicos, heridos los dos, saltaron al río, y mientras nadaban río abajo, los hombres corrían por la orilla disparándoles y gritando: «¡Matadlos! ¡Matadlos!». Me sentí tan mal que casi me caí del árbol. No voy a contar todo lo que pasó; se me revolvería el estómago otra vez si lo hiciera. Pensé que ojalá nunca hubiera llegado a la orilla aquella noche para terminar viendo cosas así. Nunca voy a librarme de ellas; sueño con ellas muchas veces. Me quedé en el árbol hasta que empezó a oscurecer porque me daba miedo bajarme. A veces oía disparos a lo lejos en el bosque, y dos veces vi pequeños grupos de hombres con pistolas pasar galopando por el almacén de troncos, de modo que supuse que aquello todavía seguía. Yo estaba muy decaído, así que decidí que nunca volvería a acercarme a aquella casa, porque pensé que, de algún modo, yo tenía la culpa. Deduje que lo que significaba aquel papel era que la señorita Sophia debía encontrarse con Harney en algún sitio a las dos y media para fugarse, y pensé que yo debería haberle dicho a su padre lo del papel y lo de la forma tan rara en que actuó ella, y entonces igual la habrían encerrado y este lío horroroso nunca habría ocurrido. Cuando me bajé del árbol, me moví cautelosamente por la orilla del río durante un trecho y encontré los dos cuerpos tumbados al borde del agua, así que tiré de ellos hasta la orilla, y después les cubrí las caras y me largué lo más rápido que pude. Lloré un poco cuando estaba cubriendo la cara de Buck porque él había sido muy bueno conmigo. Ahora ya estaba oscuro. Nunca me acerqué a la casa, sino que me metí por el bosque y me dirigí a la ciénaga. Jim no estaba en su isla, así que salí de allí

deprisa dirigiéndome a la cala, atravesando rápido por medio de los sauces, ansioso por saltar a bordo y largarme de aquel horrible lugar. ¡La balsa había desaparecido! ¡Dios mío, ahora sí que estaba asustado! Pasé por lo menos un minuto sin poder respirar. Después di un grito. Y una voz a menos de veinticinco pies de mí dice: —¡Gracias a Dios! ¿Eres tú, hijo? No hagas ruido. Era la voz de Jim. Nada me había sonado mejor en la vida. Corrí por la orilla y me subí a bordo, y Jim me agarró y me abrazó, de lo contento que estaba de verme. Dice: —Que el Señor te bendiga, hijo. Estaba completamente seguro de que estabas muerto otra vez. Jack ha estado aquí y dice que piensa que te han matado porque no volviste a la casa, así que en este mismo instante estaba poniendo la balsa en marcha hacia la boca de la cala para prepararme para empujarla y marcharme en cuanto Jack vuelva otra vez y me diga que es seguro que estás muerto. Dios mío, qué contento estoy de que hayas vuelto de nuevo, hijo. Le digo: —De acuerdo, todo eso está muy bien; no me encontrarán y pensarán que me han matado y que me he ido flotando río abajo; hay algo allí arriba que les ayudará a pensar eso, así que no pierdas tiempo, Jim. Empuja lo más rápido que puedas hasta que lleguemos a aguas profundas. No estuve tranquilo en ningún momento hasta que la balsa estuvo a dos millas de allí río abajo y en mitad del Misisipi. Después colgamos nuestro farol de señales y pensamos que éramos libres y estábamos seguros de nuevo. No había comido nada desde el día anterior, así que Jim sacó unos pasteles de harina de maíz y leche cuajada, y cerdo, y col, y verduras, que son lo más rico del mundo cuando están bien preparadas, y mientras cenaba hablamos y nos lo pasamos bien. Me alegraba muchísimo de alejarme de los odios de sangre y lo mismo le pasaba a Jim por alejarse de la ciénaga. Dijimos que, después de todo, no había mejor hogar que una balsa. Otros sitios resultan apretados y sofocantes, pero no las balsas. En una balsa se siente uno muy libre y holgado y cómodo.

Capítulo 19

Pasaron dos o tres días y dos o tres noches. Supongo que podría decir que nos pasaron nadando, porque pasaron como deslizándose de lo tranquilos y lo fluidos y lo agradables que fueron. Así es cómo se nos pasó el tiempo. Allí abajo el río era enormemente grande y, a veces, tenía hasta milla y media de ancho; navegábamos por las noches y amarrábamos y nos escondíamos durante el día; en cuanto la noche estaba a punto de acabar, dejábamos de navegar y amarrábamos, casi siempre en aguas estancadas por debajo de algún bajío; después cortábamos ramas de los álamos jóvenes y de los sauces, y escondíamos la balsa con ellas. Después echábamos los sedales y, a continuación, nos bañábamos en el río para lavarnos y refrescarnos; después, nos sentábamos en el fondo arenoso donde el agua llegaba más o menos a la rodilla y observábamos cómo amanecía. No se oía ni un ruido en ninguna parte; todo estaba completamente en silencio, como si el mundo entero estuviera dormido, menos quizá, a veces, las ranas mugidoras con su estruendo. Lo primero que se veía al mirar a la distancia por encima del agua era una especie de línea deslucida que eran los bosques del otro lado; no se distinguía nada más; después, una mancha pálida en el cielo; después más palidez que se extendía alrededor; después el río se suavizaba en la distancia y ya no era negro, sino gris; se veían unos pequeños puntos oscuros que se deslizaban en la distancia, y que eran chalanas y cosas así; y largas vetas negras, que eran las balsas; a veces se oía el chirrido de un remo largo; o voces mezcladas, porque todo estaba tan en silencio que los sonidos llegaban desde muy lejos; y después se veía una veta en el agua y, por la forma de la veta, sabías que había algún obstáculo allí en mitad de la corriente que la rompía y que hacía que la veta tuviera ese aspecto; y se veía cómo la bruma se elevaba caracoleando y desaparecía de la superficie del agua, y el este enrojecía, y el río, y se distinguía una cabaña de troncos al borde del bosque que probablemente fuera una maderería y los montones separados por unos vagos para que los perros pudieran pasar entre ellos; y después se levanta una agradable brisa que viene a abanicarte desde el otro lado, fresca y de un olor dulce, por los bosques y las flores; pero a veces no es así porque han dejado pescado muerto por ahí tirado, catanes y peces así, y ésos llegan a oler fatal; y después, ya tienes el día entero y todo sonríe al Sol y los pájaros se unen a él con sus cantos.

Ahora nadie se daría cuenta si había un poco de humo, así que cogíamos algunos peces de los sedales y nos preparábamos un desayuno caliente. Y después observábamos la soledad del río y nos dedicábamos a vaguear y al final terminábamos durmiéndonos. Después nos despertábamos y mirábamos alrededor a ver qué nos había despertado, y quizá viéramos un barco de vapor que venía tosiendo corriente arriba, tan lejos al otro lado que no se distinguía nada, aparte de si llevaba la rueda de paletas en la popa o a los lados; después durante una hora no se veía ni se oía nada, sólo había una densa soledad. Después pasaba una balsa deslizándose a lo lejos, que quizá llevara un gañán cortando leña, porque casi siempre lo hacen en las balsas; se veía el hacha brillar y después bajar, pero no se oía nada; se veía el hacha elevarse de nuevo y cuando estaba por encima de la cabeza del hombre, se oía un ¡pum!, y es que había tardado todo ese tiempo en viajar por encima del agua. Así pasábamos el día, haciendo el vago y escuchando el silencio. Una vez hubo una niebla muy densa, y las balsas y las embarcaciones que pasaban iban golpeando sartenes para que los barcos de vapor no les pasaran por encima. Nos pasó tan cerca una chalana o una balsa, que los oíamos hablar y maldecir y reírse, y con total claridad; pero no vimos ni rastro de ellos; te ponía los pelos de punta; era como si hubiera espíritus así en el aire. Jim dijo que él creía que eran espíritus, pero yo le digo: —No, los espíritus no dirían, «Maldita sea la maldita niebla». En cuanto se hacía de noche, empujábamos la balsa fuera; cuando la habíamos llevado hasta la mitad más o menos, la dejábamos sola; la dejábamos flotar hacia donde la corriente quisiera llevarla; después, encendíamos las pipas, sacábamos las piernas de la balsa y las balanceábamos dentro del agua y hablábamos de todo tipo de cosas. Siempre estábamos desnudos, de día y de noche, cuando los mosquitos nos dejaban, porque la ropa nueva que los padres de Buck me hicieron era demasiado buena como para estar cómodo con ella y, además, nunca me gustó mucho la ropa de todos modos. A veces teníamos todo aquel río para nosotros solos durante muchísimo tiempo. Allá lejos estaban las orillas y las islas, al otro lado del agua; y quizá un destello, que era una vela en la ventana de una cabaña; y a veces se veía un destello o dos sobre el agua, en una balsa o en una chalana, ¿sabes?; y, a veces, quizá se podía oír un violín o una canción que llegaba desde alguno de los botes. Vivir en una balsa es estupendo. Teníamos el cielo en lo alto, todo salpicado de estrellas, y nos tumbábamos de espaldas para mirarlas, y discutíamos sobre si las hicieron o simplemente ocurrieron. Jim pensaba que las hicieron, pero yo pensaba que

ocurrieron; pensaba que se habría tardado demasiado en hacer tantas. Jim dijo que igual las puso la Luna y eso me pareció algo razonable, así que no dije nada en contra, porque yo he visto que las ranas ponen casi tantos huevos, así que estaba claro que se podía hacer. También observábamos las estrellas que caían y las veíamos bajar a gran velocidad. Jim pensaba que se habían estropeado y que las habían echado fuera del nido. Durante la noche, una o dos veces veíamos pasar por nuestro lado un barco de vapor deslizándose en la oscuridad y, de vez en cuando, eructaba todo un mundo de chispas por las chimeneas; y esas chispas caían sobre el río como lluvia y era realmente bonito; después avanzaba por el meandro y las luces guiñaban hasta apagarse y el ruido dejaba de oírse y dejaba el río en silencio otra vez; y después nos llegaban las olas, mucho rato después de que se hubiera ido, y traqueteaban la balsa un poco, y después de eso no se oía nada no se sabe durante cuánto tiempo, quitando quizá las ranas o algo así. Después de medianoche la gente de las orillas se iba a dormir y después, durante dos o tres horas, las orillas estaban negras y no había más destellos en las ventanas de las cabañas. Esas chispas eran nuestro reloj; la primera que volvía a aparecer indicaba que se acercaba la mañana, así que inmediatamente buscábamos un lugar en el que escondernos y amarrar. Una mañana más o menos al amanecer, me encontré una canoa y crucé un canal hasta la playa principal, que estaba sólo a unas doscientas yardas, y remé más o menos una milla por un riachuelo entre bosques de cipreses, para ver si conseguía algunas bayas. Justo cuando pasaba por un sitio en el que una especie de camino de vacas cruzaba el riachuelo, me encuentro con que vienen dos hombres corriendo precipitadamente camino arriba todo lo juntos que podían. Pensé que me había llegado la hora porque cada vez que alguien perseguía a alguien, siempre pensaba que era a mí, o a lo mejor a Jim. Estaba a punto de salir de allí a toda prisa, pero ellos ya estaban muy cerca de mí entonces y me gritaron y me rogaron que les salvase la vida; dijeron que no habían hecho nada y que los estaban persiguiendo, y que venían hombres con perros. Querían saltar dentro inmediatamente, pero les digo: —¡Ni se os ocurra! Todavía no oigo ni a los perros ni a los caballos; tenéis tiempo de meteros entre los arbustos y subir por el arroyo; después, os metéis en el agua y bajáis vadeando hasta mí y os subís; eso hará que los perros os pierdan la pista.

Lo hicieron y, en cuanto estuvieron a bordo, salí a toda prisa hacia nuestro banco de arena, y a los cinco o diez minutos oímos a los perros y a los hombres gritando a lo lejos. Oímos a algunos dirigiéndose hacia el arroyo, pero no los veíamos; parecía que se habían parado y habían estado por allí un rato; después, a medida que nos alejábamos más y más, prácticamente no podíamos oírlos nada; para cuando habíamos dejado atrás una milla de bosques y habíamos llegado al río, todo estaba en silencio, y remamos hasta el banco de arena, nos escondimos entre los álamos y estuvimos a salvo. Uno de estos tipos tenía unos setenta años o más, y estaba calvo y tenía la barba canosa. Llevaba puesto un sombrero flexible estropeado, y una grasienta camisa azul de lana, y unos calzones andrajosos de sarga azul metidos por dentro de las botas, y unos tirantes caseros; no, sólo tenía uno. Llevaba un viejo abrigo de faldones largos de sarga azul y con botones dorados, echado sobre el brazo, y los dos llevaban unos morrales grandes, gordos y andrajosos. El otro tipo tenía unos treinta años e iba igual de mal vestido. Después de desayunar, todos descansamos y charlamos, y lo primero que salió fue que estos tipos no se conocían. —¿Cómo te metiste en líos? –le dice el calvo al otro tipo. —Pues había estado vendiendo un artículo para quitar el sarro de los dientes, y que, además, lo quita de verdad, aunque también se lleva el esmalte con él, y me quedé una noche más de lo que debería, y estaba justamente intentando largarme sigilosamente cuando me encontré contigo en el camino de este lado del pueblo, y tú me dijiste que venían, y me rogaste que te ayudara a escapar. Y yo te dije que yo pensaba que también podría tener problemas y que me largaría contigo. Y ésa es toda la historia. Y la tuya, ¿cuál es? —Pues yo había estado haciendo reuniones y dando discursos sobre la abstinencia durante una semana más o menos, y me había convertido en el ojito derecho de las mujeres, mayores y pequeñas, porque, déjame que te diga, que les estaba poniendo las cosas bastante incómodas a los borrachines, y ganando hasta cinco o seis dólares por noche; diez centavos por cabeza, y los niños y los negros, gratis, y el negocio creciendo sin parar todo el tiempo, cuando de alguna manera, anoche se corrió la voz de que me las apañaba para pasar el rato furtivamente con una garrafa en privado. Un negro me despertó esta mañana y me dijo que la gente se estaba reuniendo en silencio con los perros y los

caballos, y que iban a venir muy pronto y que me daban una media hora de ventaja, porque después iban a venir a perseguirme y a cogerme si podían. Y que si me cogían, seguro que me iban a embrear y a emplumar y a subirme en el tronco de una cerca, pero yo no me quedé a desayunar; no tenía hambre. —Oye, viejo –dijo el joven–, creo que podríamos cubrirnos si vamos juntos. ¿Qué opinas? —No soy reacio. ¿Cuál es tu línea, fundamentalmente? —Mi oficio es el de impresor de diarios; me dedico un poco a las medicinas patentadas; actor de teatro, sobre todo, tragedia, ¿sabes?; también me dedico al mesmerismo y a la frenología cuando se presenta la ocasión; enseño canto y geografía en la escuela para cambiar; suelto un discurso alguna vez; bueno, hago muchas cosas, casi cualquier cosa que tenga a la mano, así que no es un trabajo. ¿A qué te dedicas tú? —Me he dedicado bastante a la medicina en mis tiempos. La imposición de manos es lo que tengo más conseguido, para el cáncer y la parálisis, y cosas así; y sé decir la fortuna bastante bien cuando tengo a alguien al lado que me averigüe los datos. Y los sermones también están en mi línea, y trabajar en las reuniones evangélicas y hacer de misionero por ahí. Nadie dijo nada durante un rato; después, el hombre joven dio un suspiro y dijo: —¡Pobre de mí! —¿De qué te lamentas? –dijo el calvo. —Y pensar que haya llegado a llevar esta clase de vida, y a verme degradado a tener esta compañía. –Y empezó a limpiarse el rabillo del ojo con un trapo. —Maldita sea tu estampa, ¿es que esta compañía no es lo suficientemente buena para ti? –le dice el calvo muy estirado y muy enérgico. —Sí, claro que es suficientemente buena para mí. Es todo lo buena que merezco, porque ¿quién me hizo caer tan bajo cuando estaba tan en lo alto? Yo solito. No les culpo a ustedes, caballeros, ni muchísimo menos; no culpo a nadie. Merezco todo lo que me pasa. Que este mundo cruel me traiga lo peor; hay algo que sé, que hay una tumba para mí en algún sitio. El mundo puede seguir igual que

siempre y quitármelo todo, a mis seres amados, mis propiedades, todo; pero no puede quitarme eso. Algún día yaceré en ella y me olvidaré de todo, y mi pobre corazón roto podrá descansar. –Y siguió limpiándose. —Maldito sea tu pobre corazón roto –dice el calvo–; ¿por qué nos estás metiendo por las narices tu pobre corazón roto? Nosotros no hemos hecho nada. —No, ustedes no. No les estoy culpando, caballeros. Yo solo me hundí; sí, yo mismo lo hice. Es justo que deba sufrir, absolutamente justo; si no me quejo. —¿Te hundiste desde dónde? ¿Desde dónde te hundiste? —Oh, no me creería; el mundo nunca me cree, dejémoslo estar, no importa. El secreto de mi nacimiento… —¡El secreto de tu nacimiento! ¿Quieres decir…? —Caballeros –dijo el hombre joven, muy solemnemente–, se lo revelaré porque siento que puedo confiar en ustedes. En justicia, ¡soy duque! A Jim se le salían los ojos de las órbitas cuando oyó eso; y supongo que los míos también. Entonces el calvo dice: —¡No! No puedes decirlo en serio. —Sí. Mi bisabuelo, el hijo mayor del duque de Bridgewater, huyó a este país hacia el final del siglo pasado para respirar el aire puro de la libertad; se casó aquí, y murió dejando un hijo que murió más o menos al mismo tiempo que su padre. El segundo hijo del difunto duque se apoderó de los títulos y de la hacienda, ignorando al auténtico duque, que era un infante. Yo soy descendiente en línea directa de ese infante, yo soy el legítimo duque de Bridgewater; ¡y heme aquí, desamparado, separado de mi alta hacienda, perseguido por los hombres, despreciado por el mundo cruel, harapiento, cansado, con el corazón roto, y degradado a estar en compañía de delincuentes a bordo de una balsa! A Jim le dio muchísima pena, y a mí también. Intentamos consolarlo, pero él dijo que eso no valía para mucho, que no era posible consolarlo; dijo que si lo reconociéramos, eso le haría mucho más bien que ninguna otra cosa; así que le dijimos que sí, si nos decía cómo hacerlo. Dijo que debíamos inclinarnos cuando le habláramos, y que debíamos llamarlo «Su Ilustrísima», o «Señor» o «Su

Señoría», pero que tampoco le importaría si lo llamábamos simplemente «Bridgewater», ya que, decía, eso era en sí un título de todos modos, y no un nombre; y uno de nosotros debía servirle durante la cena y hacer cualquier cosa que él deseara que se hiciera. Todo eso era fácil, así que lo hicimos. Durante toda la cena, Jim estuvo de pie y le sirvió, y dice: —¿Desea Su Ilustrísima un poco más de esto o de aquello? Y así, y cualquiera podía darse cuenta de que eso le agradaba mucho. Pero el viejo se quedó en silencio después; no tenía mucho que decir ni parecía cómodo con todos aquellos mimos que se estaban sucediendo alrededor de aquel duque. Parecía que algo le preocupaba. Y durante la tarde, dice: —Mira, Bilgewater[1] –dice–. Lo siento mucho por ti, pero tú no eres la única persona que ha tenido ese tipo de problemas. —¿No? —No. No eres la única persona a la que han privado injustamente de un lugar elevado. —¡Ay de mí! —No, tú no eres la única persona que tiene un secreto de nacimiento. –Y, por todos los demonios, él se pone a llorar. —¡Espera! ¿Qué quieres decir? —Bilgewater, ¿puedo confiar en ti? –dice el viejo sollozando todavía. —¡Hasta la muerte! –cogió al viejo de la mano y se la apretó, y le dice–: Ese secreto de tu existencia, ¡habla! —Bilgewater, ¡yo soy el difunto delfín! Puedes apostarte lo que quieras a que esta vez, Jim y yo nos quedamos mirando fijamente. Y entonces dice el duque:

—¿Que tú eres qué? —Sí, amigo mío, es cierto. Tus ojos están mirando en este momento al pobre delfín desaparecido, a Luis XVII, el hijo de Luis XVI y María Antonieta. —¡Tú! ¡A tu edad! ¡No! Querrás decir que eres el difunto Carlomagno; debes tener seiscientos o setecientos años por lo menos. —Los problemas me han hecho esto, Bilgewater, los problemas me han hecho esto; los problemas me han traído estas canas y esta calva prematura. Sí, caballeros, ya lo ven ante ustedes, vestido de sarga azul y de sufrimiento, el errante, el exiliado, el pisoteado y el sufriente legítimo rey de Francia. Bueno, todos lloramos y nos agitamos tanto que Jim y yo casi no sabíamos qué hacer, de tanto que lo sentíamos, y también estábamos muy contentos y muy orgullosos de tenerlo con nosotros. Así que nos pusimos a intentar consolarlo, igual que habíamos hecho con el duque. Pero él dijo que no servía de nada; nada le haría bien aparte de morirse y terminar con todo, aunque dijo que a menudo se sentía mejor y más cómodo si la gente le trataba según sus derechos, y se postraban sobre una rodilla para hablar con él y lo llamaban siempre «Su Majestad», y le servían, primero durante las comidas y que después no se sentaban en su presencia hasta que él se lo pedía. Así que Jim y yo nos pusimos a majestearlo y a hacer esto y lo otro para él, y nos quedábamos de pie hasta que él nos decía que podíamos sentarnos. Esto le hizo a él muchísimo bien y se sintió alegre y cómodo. Pero el duque se volvió agrio con él y no parecía ni lo más mínimamente satisfecho con cómo estaban sucediendo las cosas; aun así, el rey era muy amable con él y decía que su padre tenía en muy alta estima al bisabuelo del duque y a todos los demás duques de Bilgewater, y que se les permitía ir a palacio con bastante frecuencia; pero el duque siguió enojado durante un buen rato, hasta que al final, dice el rey: —Es bastante probable que tengamos que pasar muchísimo tiempo en esta balsa, Bilgewater, así que, ¿qué sentido tiene que estés molesto conmigo? Eso sólo hará que nos sintamos incómodos. Yo no tengo la culpa de no haber nacido duque, ni es culpa tuya no haber nacido rey, así que ¿de qué sirve que nos preocupemos? Sácale el mejor partido a las cosas según te las encuentras, es lo que yo digo, ése es mi lema. No está tan mal que hayamos terminado aquí: una vida fácil y un montón de papeo; venid, dadnos la mano, duque, y seamos todos amigos.

El duque lo hizo y Jim y yo nos alegramos mucho de poder verlo. Con eso desapareció toda la incomodidad y nos sentimos muy bien porque habría sido muy triste que hubiéramos tenido una situación hostil en la balsa; porque lo que más deseas sobre todas las cosas cuando estás en una balsa es que todo el mundo esté satisfecho y que se sienta bien y que sea amable con los otros. No tardé mucho en darme cuenta de que estos mentirosos no eran en absoluto ni duques ni reyes, sino que no eran más que unos viles farsantes y unos impostores. Pero no dije nada en ningún momento y no dejé que se dieran cuenta; me lo guardé para mí; es lo mejor; así no tienes peleas ni te metes en problemas. Si querían que los llamáramos reyes y duques, yo no tenía ninguna objeción, siempre y cuando con eso mantuviéramos la paz de la familia; y no tenía sentido contárselo a Jim, así que no se lo dije. Si aprendí algo de papá fue que la mejor manera de tratar con este tipo de gente es dejar que se salgan con la suya.

[1] Bilgewater es un término de argot que significa «charla estúpida e insustancial».[N. de la T.]

Capítulo 20

Nos hicieron un montón de preguntas; querían saber por qué cubríamos la balsa de ese modo y por qué descansábamos durante el día en vez de seguir navegando, y si Jim era un negro fugitivo. Y les digo: —¡Por Dios bendito! ¿Iba a ir un negro fugitivo hacia el sur? No, estuvieron de acuerdo en que no, pero tenía que explicar las cosas de alguna manera, así que les digo: —Mi familia vivía en el condado de Pike, en Misuri, donde yo nací, pero todos murieron menos yo, mi padre y mi hermano Ike. Mi padre decidió que nos marcháramos y nos fuéramos a vivir más al sur con el tío Ben, que tiene una pequeña casucha al lado del río, a cuarenta y cuatro millas de distancia de Orleans río abajo. Mi padre era muy pobre y tenía algunas deudas, así que, cuando ajustó las cuentas, no nos quedaron más que dieciséis dólares y nuestro negro, Jim. Y con eso no teníamos suficiente para hacer un viaje de mil cuatrocientas millas, ni con un pasaje de cubierta ni de ninguna otra manera. Bueno, pues cuando el río creció, un día mi padre tuvo un golpe de suerte y cogió este trozo de balsa, así que decidimos que viajaríamos hasta Orleans en ella. Pero la suerte de mi padre no duró mucho, porque un barco de vapor chocó contra la esquina delantera de la balsa una noche, y nos tiramos todos por la borda y nadamos por debajo de la rueda; Jim y yo conseguimos subir sin problemas, pero mi padre estaba borracho y Ike sólo tenía cuatro años, así que nunca más volvieron a subir. Bueno, pues durante los dos días siguientes, tuvimos un montón de problemas porque la gente no dejaba de salir con los botes para intentar quitarme a Jim, diciendo que creían que era un negro fugitivo. Ahora ya no viajamos de día porque por las noches no nos molestan. El duque dice: —Dejádmelo a mí y calcularé el modo de que podamos viajar de día si queremos. Lo pensaré detenidamente e inventaré un plan que lo solucione. Por hoy lo dejaremos estar, porque por supuesto que no queremos pasar por esa ciudad de ahí abajo durante el día; podría no resultar bueno para nuestra salud.

Hacia el anochecer, empezó a oscurecerse como si fuese a llover; se veían chorros de relámpagos distantes y sin truenos muy abajo en el cielo y las hojas empezaron a temblar; era fácil ver que las cosas se iban a poner bastante feas. Así que el duque y el rey fueron a revisar nuestro tipi para ver cómo eran las camas. Mi cama era un colchón de paja y era mejor que la de Jim, que era un colchón de hollejos de maíz, y en los colchones de hollejos siempre hay alguna mazorca que se te clava y te duele; y cuando te das la vuelta encima de los hollejos secos, suena como si te estuvieras revolcando en un montón de hojas muertas; cruje tanto que te despiertas. Bueno, pues el duque decidió que se quedaría con mi cama, pero el rey decidió que no. Dice: —Pensaba que la diferencia de rango le habría sugerido que no es en absoluto apropiado que yo duerma en un colchón de hollejos de maíz. Su Excelencia se quedará con la cama de hollejos. Jim y yo nos sentimos muy apurados durante un momento, temiendo que volviese a haber más problemas entre ellos; así que nos alegramos bastante cuando el duque dice: —Mi destino es el de ser siempre machacado en el fango por la bota de hierro de la opresión. La desgracia ha domado mi espíritu, que una vez fue altivo. Me rindo, me someto; es mi destino. Estoy solo en el mundo, dejad que sufra, puedo soportarlo. Nos fuimos en cuanto que estuvo bien oscuro. El rey nos dijo que nos mantuviéramos alejados y siempre hacia el medio del río, y que no encendiéramos ninguna luz hasta que nos hubiésemos alejado bastante del pueblo. Al poco vimos un pequeño puñado de luces, y eso era la ciudad, ¿sabes?, y nos alejamos deslizándonos durante una media milla sin problemas. Cuando estuvimos a unos tres cuartos de milla más abajo del pueblo, levantamos nuestro farol de señales y, sobre las diez, empezó a llover, y el viento empezó a soplar, y hubo truenos y relámpagos de miedo; de modo que el rey nos dijo que nos quedáramos de guardia hasta que el tiempo mejorara, y después él y el duque entraron a gatas en el tipi y se acostaron para pasar la noche. Mi turno de guardia era hasta las doce, pero, de todos modos, yo no me habría acostado aunque hubiera tenido una cama porque no se ve una tormenta como ésa todos los días de la semana, ni muchísimo menos. ¡Madre mía, cómo ululaba el viento al pasar! Y cada segundo o cada dos, venía un resplandor que iluminaba las olas de crestas de espuma en una milla a la redonda, y a través de la lluvia se veían las

islas como entre el polvo y los árboles agitándose con el viento. Después viene un golpe fuerte, ¡bum, bum!, ¡bumba, bumba!, ¡bum, bum! Y el trueno se alejaba retumbando y quejándose, y después moría, y después aparece otro destello que lo desgarra todo y otro golpe final. A veces, las olas casi me echaban fuera de la balsa, pero no llevaba ropa puesta y no me importaba. Los troncones y las ramas no eran ningún problema porque los relámpagos relumbraban y flameaban con tanta frecuencia a nuestro alrededor que los veíamos con tiempo y antelación de sobra para desviar la proa a este lado o al otro y esquivarlos. Me tocaba la segunda guardia, ¿sabes?, pero para esa hora yo ya tenía mucho sueño, así que Jim dijo que él me haría la primera mitad; en ese sentido, Jim siempre era muy bueno, sí que lo era. Entré en el tipi gateando, pero el rey y el duque estaban despatarrados de modo que no tenía nada que hacer, así que me tumbé fuera. No me molestaba la lluvia porque hacía calor y las olas no eran tan altas ahora. Aunque volvieron a subir sobre las dos y Jim estuvo a punto de llamarme; pero cambió de idea porque pensó que todavía no habían subido lo suficiente como para causar ningún daño. Pero en eso se equivocaba, porque, al poco tiempo y de repente, apareció una ola enorme que me tiró por la borda. Jim casi se muere de risa. Aunque era el negro que menos necesitaba para reírse de todos los tiempos. Me quedé de guardia y Jim se tumbó y se puso a roncar como un loco. Poco a poco la tormenta amainó y terminó completamente y, cuando apareció la primera luz en una cabaña, lo desperté y empujamos la balsa hasta un escondite para pasar el día. El rey sacó una baraja de cartas manoseada después del desayuno, y él y el duque jugaron un rato al seven-up[1] a cinco centavos la partida. Después se cansaron y decidieron que iban a «preparar una campaña», como ellos lo llamaron. El duque metió la mano en su morral de tela de alfombra y sacó un montón de pequeños programas impresos y los leyó en voz alta. Uno de los programas decía que «el célebre doctor Armand de Montalbán, de París,» iba a «dar una conferencia sobre la ciencia de la frenología» en tal y tal sitio, el día, hueco en blanco, de hueco en blanco, a diez centavos la entrada, y que «iba a proporcionar tablas de carácter a veintisiete centavos cada una». El duque dijo que ése era él. En otro programa, era el «actor trágico de fama mundial que representaba a Shakespeare, Garrick el Joven, de Drury Lane, Londres». En otros programas, tenía montones de nombres diferentes y hacía otras cosas maravillosas, como encontrar agua y oro con una «varilla de zahorí», «anular

hechizos de brujas» y más cosas. Después dice: —Pero la musa histriónica es la preferida. ¿Ha pisado las tablas alguna vez, Majestad? —No –dice el rey. —Lo hará, entonces, antes de que le pasen tres días, nobleza venida a menos – dice el duque–. En el primer pueblo de buen tamaño al que lleguemos, alquilaremos una sala y haremos la lucha de espadas de Ricardo III y la escena del balcón de Romeo y Julieta. ¿Qué os parece? —Hecho. Estoy dispuesto a meterme hasta el fondo en cualquier negocio que dé dinero, Bilgewater. Pero, verá, no sé nada de representaciones teatrales ni he visto muchas tampoco. Era demasiado pequeño cuando mi padre las hacía traer a palacio. ¿Cree que podrá enseñarme? —¡Fácil! —De acuerdo. Me muero por algo diferente. Empecemos ahora mismo. Y entonces el duque se lo explicó todo sobre quién era Romeo y quién era Julieta, y dijo que estaba acostumbrado a hacer de Romeo, de modo que el rey podría ser Julieta. —Pero, duque, si Julieta es una muchacha tan joven, mi cabeza pelada y estos bigotes blancos van a quedar de lo más raros en ella, ¿no? —No, no os preocupéis. Estos pollos de campo ni siquiera caerán en eso. Además, iréis disfrazado, ¿sabéis?, y eso lo cambia todo por completo. Julieta está en un balcón, disfrutando de la luz de la Luna antes de irse a la cama, y lleva puesto su camisón y su gorro de dormir fruncido. Aquí están los trajes para los dos papeles. Sacó dos o tres trajes hechos de cortinas de percal, que dijo que eran las armaduras medievales para Ricardo III y para el otro tipo, y un camisón largo blanco de algodón y un gorro de dormir fruncido a juego. El rey quedó satisfecho, y el duque sacó su libro y leyó los distintos papeles de la forma más espléndida y con las piernas y los brazos extendidos, andando con afectación y actuando al mismo tiempo, para mostrar cómo había que hacerlo; después, le dio

el libro al rey y le dijo que se aprendiera su parte de memoria. Había un pequeño pueblucho unas tres millas más abajo del meandro y, después de la cena, el duque dijo que había descifrado una idea para que pudiéramos viajar de día sin que resultara peligroso para Jim, así que dijo que iría al pueblo para arreglarlo. El rey dijo que él también iría para ver si conseguía algo. Se nos había terminado el café, así que Jim dijo que sería mejor que yo fuera con ellos en la canoa para comprar más. Cuando llegamos allí no había nadie; las calles estaban vacías y completamente muertas y silenciosas. Nos encontramos con un negro enfermo que estaba tomando el sol en un patio trasero y nos dijo que todos los que no eran ni demasiado jóvenes, ni estaban demasiado enfermos ni eran demasiado viejos, se habían ido a una reunión religiosa a unas dos millas hacia el interior del bosque. El rey cogió las indicaciones y dijo que iría allí a trabajar en la reunión religiosa por si podía sacar algo, y que yo también podía ir. El duque dijo que lo que él iba buscando era una imprenta. La encontramos y era un pequeño negocio que estaba encima de un taller de carpintería; pero tanto los carpinteros como los impresores se habían ido todos a la reunión sin haber cerrado las puertas. Era un sitio sucio, lleno de cosas tiradas por el suelo y con todas las paredes llenas de manchas de tinta y de octavillas con dibujos de caballos y de negros fugitivos. El duque se quitó el abrigo y dijo que ahora ya tenía lo que necesitaba, así que el rey y yo nos largamos a la reunión religiosa. Llegamos allí al cabo de una media hora prácticamente chorreando porque hacía un calor horroroso. Había por lo menos mil personas que habían venido de unas veinte millas a la redonda. El bosque estaba lleno de carretas y de tiros de caballos, amarrados por todas partes, alimentándose en los comederos de las carretas y dando patadas para mantener a las moscas a distancia. Había cobertizos levantados con postes y con los techos hechos de ramas, donde se vendía limonada y pan de jengibre, y otras cosas amontonadas como sandías, maíz verde y otras mercancías así. Los sermones se celebraban en el mismo tipo de cobertizos, sólo que éstos eran más grandes y en ellos cabían un montón de personas. Habían hecho los bancos con las lascas exteriores de los troncos y les habían hecho agujeros en la parte redondeada, en los que metían unos palos que hacían de patas. Y no tenían respaldo. Los predicadores tenían unos estrados altos en los que se subían y que

estaban en uno de los extremos de los cobertizos. Las mujeres llevaban capotas; algunas llevaban vestidos de franela, otras los llevaban de guinga de cuadros, y unas cuantas de las jóvenes vestían de percal. Algunos de los jóvenes iban descalzos, y algunos niños no llevaban nada más que una camisa de arpillera. Algunas de las mujeres mayores hacían punto y, entre los jóvenes, algunos cortejaban disimuladamente. En el primer cobertizo al que llegamos, el predicador estaba cantando un himno. Cantaba dos versos y todo el mundo los cantaba e imponía escucharlos, porque había muchísimas personas y los cantaban de una manera muy conmovedora. Después, cantaba dos más para que los demás los cantaran y así una y otra vez. La gente se iba animando cada vez más y cantaban cada vez más fuerte, y al final algunos empezaron a gemir y otros empezaron a gritar. Después, el predicador empezó el sermón y muy fervoroso que empezó también, y se fue primero hacia un lado del estrado y después hacia el otro, y después se inclinaba hacia delante por la parte del centro, moviendo los brazos y las piernas constantemente, y gritando las palabras con todas sus fuerzas. Y, de vez en cuando, sostenía la Biblia en alto completamente abierta y hacía como que la pasaba de un lado a otro, gritando: —¡Es la desvergonzada serpiente del desierto! ¡Tenlo en cuenta y vive! Y la gente gritaba: —¡Gloria! Aaamén. Y así siguió y la gente gimiendo y llorando y diciendo «amén»: —¡Venid al banco de los penitentes! ¡Venid, los negros de pecado! (amén), ¡venid, los enfermos y los afligidos! (amén), ¡venid, los cojos y los lisiados y los ciegos! (amén), ¡venid, los pobres y los necesitados y los que están sumidos en la vergüenza! (aaamén), ¡que venga todo aquel que esté cansado y deshonrado y aquel que sufra!, ¡que venga con espíritu humilde!, ¡que venga con el corazón contrito!, ¡que venga con sus harapos y con sus pecados y con su suciedad!, que las aguas que limpian son gratis y las puertas del cielo están abiertas, ¡oh, entrad y descansaréis! (¡aamén!, gloria, gloria, aleluya). Y así seguía. Ya no se entendía lo que decía el predicador, a cuenta de tantos gritos y tantos llantos. La gente se iba poniendo de pie en mitad del gentío y se abrían camino, fundamentalmente por la fuerza, hacia el banco de los penitentes,

con las lágrimas rodándoles por la cara. Y cuando todos los penitentes hubieron llegado a los primeros bancos de aquel gentío, cantaron y gritaron y se tiraron a la paja del suelo, como si fuesen locos y salvajes. Y, después, lo primero que veo es que el rey había empezado a hablar y se le oía por encima de todos los demás; y después se fue precipitadamente hacia el estrado, y el predicador le rogó que le hablara a la gente, y así lo hizo. Les dijo que era pirata, que había sido pirata durante treinta años en el océano Índico, y que su tripulación se había reducido considerablemente la primavera pasada durante una pelea, y que había venido a casa para llevarse a algunos hombres nuevos, y que gracias a Dios la noche anterior le habían robado y lo habían sacado de un barco de vapor sin un centavo, y que se alegraba, porque era la cosa más bendita que jamás le hubiera ocurrido, porque ahora era un hombre cambiado y feliz por primera vez en su vida; y que, aunque era pobre, iba a empezar a trabajar inmediatamente para poder volver al océano Índico a dedicar el resto de su vida a intentar que los piratas tomaran la senda correcta; porque él podía hacerlo mejor que nadie, ya que conocía a todas las tripulaciones piratas de aquel océano; y que, aunque tardaría mucho tiempo en llegar hasta allí sin dinero, llegaría de todos modos, y cada vez que convenciera a un pirata, le diría: —¡No me des las gracias, no tengo ningún mérito; todo el mérito es de aquellas buenas gentes de la reunión religiosa de Pokeville, de aquellos auténticos hermanos y benefactores de la raza, y de aquel querido predicador, el mejor amigo que un pirata pudo tener jamás! Y entonces rompió a llorar y todos hicieron lo mismo. Y luego alguien grita: «¡Haced una colecta para él, haced una colecta!», y bueno, media docena dan un salto para hacerlo, pero alguien grita: «¡Que pase el sombrero!». Y después lo dijeron todos, hasta el predicador. Y así el rey se movió entre la multitud con el sombrero y limpiándose los ojos, y bendiciendo a la gente y alabándolos y dándoles las gracias por ser tan buenos con los pobres piratas que estaban tan lejos de allí; y, de vez en cuando, unas muchachas guapísimas con las lágrimas cayéndoles por las mejillas, se le acercaban y le preguntaban si podían besarle para poder recordarle mejor; y él siempre accedía; y a algunas las besó y las abrazó hasta cinco o seis veces, y lo invitaron a quedarse una semana; y todos querían que viviera en sus casas y decían que para ellos sería un honor; pero él decía que como éste era el último día de la reunión religiosa, ya no podía hacer ningún bien, y que, además, tenía

mucha prisa por llegar al océano Índico enseguida para empezar a trabajar con los piratas. Cuando volvimos a la balsa y él se puso a contar, descubrió que había recogido ochenta y siete dólares y setenta y cinco centavos. Y además, había cogido una garrafa de whisky de tres galones que se había encontrado bajo una carreta cuando se dirigía a casa a través del bosque. El rey dijo que, contándolo todo, le había reportado más beneficios que ningún otro día de trabajo en el campo de las misiones. Dijo que no hacía falta decir que los paganos no valían un pimiento al lado de los piratas en lo que se refería a las reuniones religiosas. El duque pensaba que a él le había ido muy bien hasta que apareció el rey, porque después de eso ya no le pareció lo mismo. En aquella imprenta, había preparado e impreso dos pequeñas estafas para los granjeros, carteles de caballos, y les había cogido el dinero, cuatro dólares. Y había conseguido diez dólares en concepto de anuncios para el periódico, que él había dicho que publicaría por cuatro dólares si le pagaban por adelantado, y por eso se los habían dado. El precio del periódico era de dos dólares al año, pero él había cogido tres suscripciones por medio dólar por cabeza con la condición de que le pagaran por adelantado; le iban a pagar en leña y en cebollas, como era habitual, pero él les dijo que acababa de comprar el negocio y que había rebajado los precios todo lo que podía permitirse y que tenía que cobrarlo todo en efectivo. Preparó una pequeña poesía que se había sacado de su propia cabeza, y que tenía tres versos, dulce y tristona, que se titulaba «Sí, mundo cruel, machaca este corazón roto», y lo dejó todo preparado y listo para imprimirlo en el periódico y no cobró nada por eso. Bueno, consiguió nueve dólares y medio, y dijo que era un pago bastante justo por un día de trabajo. Después nos enseñó otro trabajito que había impreso y por el que no había cobrado porque era para nosotros. Tenía un dibujo de un negro fugitivo con un bulto colgando de un palo que llevaba echado sobre el hombro, y con un «200 dólares de recompensa» escrito debajo. Todo lo que decía se refería a Jim y lo describía hasta el mínimo detalle. Decía que se había escapado de la plantación de Saint Jacques, cuarenta millas al sur de Nueva Orleans, el invierno pasado y que era muy probable que se dirigiera al norte, y que quien lo capturara y lo enviara de vuelta cobraría la recompensa y los gastos. —Ahora –dice el duque–, después de esta noche, podemos viajar de día si queremos. Cada vez que veamos que alguien se acerca, podremos atar a Jim de

pies y manos con una cuerda y meterlo en el tipi, y enseñarles esta octavilla diciéndoles que lo capturamos río arriba y que, como éramos demasiado pobres para viajar en un barco de vapor, conseguimos esta pequeña balsa a crédito de unos amigos y que nos dirigimos al sur para obtener la recompensa. Las esposas y las cadenas le quedarían a Jim todavía mejor, pero eso no casaría con la historia de que somos muy pobres. Eso sería como ponerle joyas. Las cuerdas son lo adecuado; debemos conservar las unidades, como decimos en el escenario. Todos dijimos que el duque era muy listo y que ya no podría haber problemas si viajábamos de día. Calculamos que aquella noche podríamos navegar las suficientes millas como para estar fuera del alcance del jaleo que el trabajo del duque en la imprenta iba a provocar en aquel pequeño pueblo; y que, después, podríamos continuar a toda velocidad si queríamos. Nos quedamos tranquilos para no llamar la atención y no empujamos la balsa para salir hasta casi las diez; después, nos alejamos deslizándonos manteniéndonos bastante alejados del pueblo, y no levantamos el farol hasta que estuvimos completamente fuera de su vista. Cuando Jim me llamó para que me quedara de guardia a las cuatro de la mañana, me dice: —Huck, ¿crees que nos vamos a encontrar con más reyes en este viaje? —No –le digo–. Creo que no. —Bueno –me dice–, está bien, entonces. No me importa tener un rey o dos, pero con eso ya es suficiente. Éste está borracho como una cuba y el duque no está mucho mejor. Me enteré de que Jim había estado intentando que hablara francés porque quería oír cómo sonaba, pero que le dijo que llevaba tanto tiempo en este país, y que lo había pasado tan mal, que se le había olvidado.

[1] El seven-up es un antiguo juego de cartas inglés que recibe este nombre en Estados Unidos desde el siglo XIX y que se juega con la baraja inglesa de 52 naipes. Gana el jugador que antes consigue siete puntos. [N. de la T.]

Capítulo 21

Ya había salido el sol, pero no amarramos y seguimos navegando. El rey y el duque aparecieron finalmente con un aspecto bastante descolorido, pero, después de que saltaran por la borda y se bañaran, mejoraron bastante. Después de desayunar, el rey se sentó en una esquina de la balsa, se quitó las botas, se enrolló los calzones y dejó las piernas colgando en el agua para estar cómodo, y encendió su pipa y se puso a aprenderse su Romeo y Julieta de memoria. Cuando ya se lo sabía bastante bien, el duque y él empezaron a ensayar juntos. El duque tuvo que enseñarle una y otra vez cómo tenía que decir cada parte, y lo hacía suspirar y ponerse la mano en el corazón, y al rato le dijo que lo había hecho bastante bien. —Sólo que –le dice– no debes gritar ¡Romeo! de esa manera, como un toro; tienes que decirlo con suavidad y como si estuvieras enfermo, con languidez, así, ¡Romeeeeo!; ésa es la idea, porque Julieta no es más que una niña dulce, ¿sabes?, y ella no rebuzna como un asno. Después sacaron un par de espadas largas que el duque había hecho con listones de roble y empezaron a ensayar la lucha con las espadas; el duque se llamaba a sí mismo Ricardo III y era impresionante ver cómo se colocaban y cómo se movían de un lado a otro de la balsa. Pero el rey tropezó y se cayó por la borda y, después de eso, se tomaron un descanso y hablaron sobre todas las clases de aventuras que habían vivido por el río en otros tiempos. Después de la cena, el duque dice: —Bueno, Capeto, tenemos que hacer que éste sea un espectáculo de primera clase, ¿sabes?, así que creo que tendremos que añadirle algo más. Además, necesitamos alguna cosita para los bises. —¿Y qué son los bises, Bilgewater? El duque se lo explicó, y después dice: —Yo responderé con el baile popular escocés o con el baile tradicional de los

marineros; y tú, bueno, veamos; ¡ya lo tengo! Tú puedes hacer el monólogo de Hamlet. —¿El qué de Hamlet? —Ya sabes, el monólogo de Hamlet, lo más conocido de Shakespeare. ¡Oh, es sublime, sublime! Siempre cautiva a la audiencia. No lo tengo en el libro, porque sólo tengo un volumen, pero creo que puedo recordarlo entero de cabeza. Caminaré arriba y abajo un poco y veré si puedo sacarlo de la cámara de los recuerdos. Así que empezó a andar arriba y abajo, pensando y frunciendo el entrecejo terriblemente de vez en cuando; y después, levantaba las cejas; y a continuación, se estrujaba la mano contra la frente y se tambaleaba hacia atrás y gemía; y después, suspiraba, y después fingía que iba a soltar una lágrima. Era maravilloso verlo. Al final lo consiguió y nos dijo que le prestáramos atención. Después, adopta una actitud noble, con una pierna adelantada y los brazos extendidos y levantados, y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, mirando al cielo; y después empieza a hablar con vehemencia y a despotricar y a rechinar los dientes; y después de eso, durante todo el discurso, clamó y se estiró, e hinchó el pecho, e hizo la mejor actuación que yo había visto nunca antes. Éste es el discurso, porque me lo aprendí con bastante facilidad mientras se lo enseñaba al rey:

Ser o no ser; he ahí la daga desnuda, que convierte una vida tan larga en calamidad porque quién soportaría la carga hasta que Birnam Wood venga a Dunsinane

sino el miedo de que algo tras la muerte asesine el sueño de los inocentes segundo plato de la gran naturaleza

que nos hace lanzar las flechas de la adversa fortuna en lugar de volar hacia otros que no conocemos. He ahí lo que debe darnos pausa: ¡despertad a Duncan con vuestros golpes! ¡Seguro que podéis! Porque quién soportaría los látigos y las burlas del tiempo, las injusticias del opresor, la contumelia del hombre orgulloso, los retrasos de la justicia y la muerte a la que podrían llevar sus dolores

en mitad de la noche baldía, cuando bostezan los camposantos con sus habituales ropajes de negra solemnidad, sino las tierras ignotas de cuyos límites ningún viajero regresa, exhala su aliento contagioso sobre el mundo, y de ahí el clamor nativo de la resolución, como el pobre gato del adagio,

enferma de preocupación, y todas las nubes que descendieron sobre nuestros tejados, con esta mirada sus corrientes tornan sesgadas, y pierden el nombre de la acción. Una consumación que desear con devoción. Menos tú, mi bella y dulce Ophelia:

no abras tus pesadas mandíbulas marmóreas,

y ve a un convento. ¡Ve!

Al viejo le gustó ese discurso y se lo aprendió muy pronto, de modo que podía hacerlo de primera. Parecía que había nacido para hacer eso; y cuando estaba concentrado y emocionado, era precioso ver cómo hablaba con vehemencia y despotricaba y cómo se erguía cuando estaba declamando. En la primera ocasión que tuvimos, el duque imprimió algunos programas para el espectáculo; y después de eso, los dos o tres días siguientes fueron de una animación poco común en la balsa mientras seguíamos flotando río abajo, porque no había más que peleas de espadas y ensayos, como los llamaba el duque, todo el tiempo. Una mañana, cuando ya íbamos bastante abajo por el estado de Arkansas, llegamos a la vista de un pequeño pueblucho que estaba en un gran meandro; así que amarramos unos tres cuartos de milla por encima del pueblo, en la boca de un arroyo que estaba cerrado como si fuera un túnel por los cipreses, y todos nosotros, menos Jim, cogimos la canoa y bajamos hasta allí para ver si había alguna posibilidad de montar nuestro espectáculo en aquel lugar. Tuvimos mucha suerte porque aquella tarde iba a haber allí un circo, y la gente del campo ya estaba empezando a llegar en todo tipo de viejas carretas desvencijadas y a caballo. El circo se marcharía antes de la noche, así que teníamos una buena ocasión para nuestro espectáculo. El duque alquiló la sala del juzgado y nosotros fuimos por todas partes pegando nuestros programas. Y decían lo siguiente:

¡NUEVA REPRESENTACIÓN DE SHAKSPEARE! ¡Una atracción maravillosa! ¡Sólo una noche! Los mundialmente famosos actores de tragedia, DAVID GARRICK EL JOVEN,

del teatro Drury Lane de Londres, y EDMUND KEAN EL VIEJO, del teatro Royal Haymarket, Whitechapel, Pudding Lane, Piccadilly, Londres, y de los teatros reales continentales, en su sublime espectáculo titulado: LA ESCENA DEL BALCÓN DE ¡ROMEO Y JULIETA! Romeo…………................................... Sr. Garrick Julieta…………........................................ Sr. Kean ¡Con la colaboración de toda su compañía! ¡Nuevos trajes, nuevas escenas, nuevos decorados!

Y ADEMÁS: ¡¡¡¡¡El apasionante y magistral... DUELO DE ESPADAS DE RICARDO III ... que les helará la sangre!!!!! Ricardo III…………......................... Sr. Garrick

Richmond…………............................. Sr. Kean Y TAMBIÉN: (por petición especial) ¡EL INMORTAL MONÓLOGO DE HAMLET! ¡A cargo del ilustre Kean! ¡Representado en París durante 300 noches consecutivas! ¡SÓLO POR UNA NOCHE! ¡Debido a apremiantes compromisos en Europa! Entrada: 25 centavos; niños y sirvientes: 10 centavos.

Después, anduvimos haraganeando por el pueblo. Casi todas las casas y las tiendas eran viejas y desvencijadas, y tenían los marcos de madera resecos de no haberlos pintado nunca; estaban levantadas a unos tres o cuatro pies del suelo sobre pilares para mantenerlas fuera del alcance del agua cuando el río se desbordara. Las casas estaban rodeadas por pequeños jardincillos, pero daba la impresión de que allí no crecían más que estramonios y girasoles y montones de ceniza y botas y zapatos viejos retorcidos y trozos de botellas, y trapos viejos, y cacharros inservibles. Las vallas estaban hechas de distintos tipos de madera claveteadas a intervalos irregulares, y se doblaban hacia un lado o hacia otro, y las verjas normalmente no tenían más que una sola bisagra, que era de cuero. Algunas de las vallas las habían pintado de blanco alguna que otra vez, pero el duque dijo que eso había sido en tiempos de Colón, como poco. En casi todos los jardines había cerdos y gente echándolos de allí. Todas las tiendas estaban en la misma calle. Delante tenían unos toldos blancos que habían hecho ellos mismos y la gente del campo amarraba sus caballos en los postes de las marquesinas. Había cajas vacías de comestibles bajo los toldos y haraganes que se pasaban todo el día sentados en ellas, haciéndoles muescas con las navajas y mascando tabaco, y abriendo la boca y bostezando y estirándose; un grupo muy desagradable. Casi todos llevaban sombreros de paja

casi tan anchos como sombrillas, pero no llevaban ni chaqueta ni chaleco, y se llamaban unos a otros Bill, y Buck, y Hank, y Joe, y Andy, y hablaban de manera indolente y arrastrando las palabras, y decían un número considerable de palabrotas. Había por lo menos un haragán echado contra cada uno de los postes de las marquesinas, y tenían casi siempre las manos metidas en los bolsillos de los calzones, menos cuando las sacaban para dar tabaco de mascar o para rascarse. Y lo que se oía entre ellos todo el tiempo era: —Dame tabaco de mascar, Hank. —No puedo. Sólo me queda para una vez. Pídele a Bill. Y Bill igual le da un poco, o igual le miente y le dice que no le queda nada. Algunos de estos haraganes no han tenido ni un centavo en su vida, ni siquiera un poco de tabaco de mascar que fuera suyo. El tabaco que mascan siempre se lo dan otros; le dicen a alguno: —¿Me prestas tabaco para mascar, Jack? Ahora mismo acabo de darle a Ben Thompson el último que me quedaba. Pero es mentira casi siempre, y con eso no consiguen engañar a nadie a no ser que sea un desconocido, pero Jack no es ningún desconocido, así que le dice: —¿Que tú le has dado tabaco? ¿Tú? Sí, y la abuela del gato de tu hermana también. Devuélveme el tabaco que te he prestado ya un montón de veces, Lafe Buckner, y entonces te prestaré un par de toneladas y ni siquiera te cobraré intereses. —Pues una vez sí que te devolví tabaco. —Sí, es verdad. Me devolviste tabaco como para mascar seis veces. Pero yo te presté tabaco de la tienda y tú me devolviste tabaco negro fuerte. El tabaco que se compra en las tiendas es una pasta negra lisa, pero el que estos tipos suelen mascar no es más que la hoja natural retorcida. Cuando cogen tabaco prestado, no lo cortan con un cuchillo normalmente, sino que cogen la pasta entre los dientes y los aprietan, mientras que tiran de la pasta con las manos hasta que consiguen cortarla en dos; entonces, a veces el dueño del tabaco pone cara de aflicción cuando se lo devuelve y dice en tono sarcástico:

—Anda, dame la porción que has cogido y quédate tú con la pasta. Tanto las calles como los callejones eran de barro; lo único que había era un barro negro como la brea y, en algunos sitios, tenía cerca de un pie de profundidad, pero en todos los sitios tenía dos o tres pulgadas de profundidad. Había cerdos haraganeando y gruñendo por todas partes. Y se podía ver una cerda llena de fango con su camada de lechones caminando tranquilamente calle abajo y sentarse justo en el centro, donde la gente tenía que dar un rodeo para esquivarla, y estirándose en el suelo con los ojos cerrados y agitando las orejas mientras que los cerdos mamaban, y se la veía tan feliz que parecía que le estaban pagando. Y al poco se oía a uno de los haraganes gritar: —Ven aquí, Tige, cógela. Y se largaba la cerda chillando de una manera horripilante con un perro o dos subiéndole y bajándole al lado de cada oreja, y tres o cuatro docenas más acercándose; y entonces se veía a todos los haraganes levantarse para verla hasta perderla de vista y reírse con la diversión, agradecidos por el ruido. Después, volvían a sus sitios hasta que hubiera una pelea de perros. No había nada que los despertara a todos y los pusiera a todos contentos como una pelea de perros, quitando, quizá, echarle trementina a un perro callejero y prenderle fuego o atarle una sartén a la cola y verlo correr hasta caerse muerto. En la ribera del río había casas que sobresalían por encima de la orilla, inclinadas y torcidas, prácticamente a punto de caerse al río, y la gente se había mudado y las había dejado. Bajo algunas de las otras casas, la orilla se había socavado hacia adentro por alguna esquina y esa esquina aparecía colgando en el aire. En esas casas aún vivía gente a pesar de que era peligroso, porque a veces se puede llegar a socavar una franja de tierra de la anchura de una casa de un golpe. A veces una tira de tierra de hasta un cuarto de milla de profundidad empieza a socavarse y sigue y sigue, hasta que todo ese terreno puede terminar dentro del río en el espacio de un verano. Un pueblo como aquél tiene que andar siempre retranqueándose, más y más hacia atrás, porque el río no para de darle dentelladas. A medida que se acercaba el mediodía, había más y más carretas y caballos en las calles y no paraban de llegar todavía más sin parar. Las familias se habían traído la comida desde el campo y se la comían en las carretas. También se bebía bastante whisky y yo vi tres peleas. Y alguien gritó:

—¡Ahí viene el viejo Boggs! Recién llegado del campo para su pequeña borrachera mensual. ¡Aquí viene, chicos! Todos los haraganes parecieron alegrarse. Supuse que solían pasárselo bien a costa de Boggs. Uno de ellos dice: —Me pregunto con quién irá a acabar esta vez. Si hubiera acabado con todos los hombres con los que ha dicho que iba a acabar en los últimos veinte años, hoy tendría una reputación tremenda. Otro dice: —Ojalá el viejo Boggs me amenazara a mí, porque así sabría que no iba a morirme ni en mil años. Y llega Boggs en su caballo a toda velocidad, chillando y dando alaridos como un indio, y gritando: —Los de ahí, dejad el camino libre. Voy de camino a la guerra y va a subir el precio de los ataúdes. Estaba borracho e iba zigzagueando en la silla de montar. Tenía más de cincuenta años y tenía la cara muy roja. Todos le gritaban y se reían de él y se metían con él, y él les contestaba con descaro y dijo que ya los atendería y los iría dejando amortajados a su debido tiempo, porque ahora no podía esperarse. Había venido al pueblo a matar al viejo coronel Sherburn, y su lema era: —La carne primero y la comida de cuchara para terminar. Me vio, se acercó con el caballo y dice: —¿De dónde eres, chico? ¿Estás preparado para morir? Y se alejó cabalgando. Me asusté mucho, pero un hombre me dice: —No le hagas caso; siempre se pone así cuando se emborracha. Es un inocente y tiene el mejor carácter de toda Arkansas. No le ha hecho daño a nadie en su vida, ni sobrio ni borracho. Boggs cabalgó hasta la puerta de la tienda más grande del pueblo y agachó la

cabeza para poder ver a través de la cortina de la marquesina, y grita: —¡Sal aquí fuera, Sherburn! ¡Sal y enfréntate al hombre al que has estafado! Tú eres el perro al que voy persiguiendo y que sepas que no pararé hasta que te tenga. Y así siguió llamando a Sherburn de todo lo que se le pasaba por la cabeza, y la calle se atestó de gente que estaba allí escuchando y riéndose y animando. Al rato, un hombre de aspecto orgulloso de unos cincuenta y cinco años y, con diferencia, el mejor vestido del pueblo, sale de la tienda y el gentío se echa hacia atrás a ambos lados para dejarlo pasar. Y le dice a Boggs muy despacio y con mucha calma: —Ya estoy cansado de esto, pero lo aguantaré hasta la una. Hasta la una, recuerda; pero no más. Si vuelves a abrir la boca contra mí sólo una vez más después de esa hora, no importa lo lejos que te vayas porque te encontraré. Y después se gira y vuelve a entrar. El gentío se quedó muy serio; no se movía nadie y se habían acabado las risas. Boggs se alejó a caballo vilipendiando a Sherburn a voz en grito por toda la calle; y al poco, vuelve y se para otra vez delante de la tienda, todavía con lo mismo. Algunos hombres se arremolinaron a su alrededor intentando hacer que se callara, pero no había manera; le dijeron que faltaban unos quince minutos para la una, y que debía irse a casa; que debía irse inmediatamente. Pero no sirvió para nada. Siguió maldiciendo con todas sus fuerzas y tiró el sombrero al barro y lo pisoteó con el caballo y, al poco, volvió a recorrer la calle furioso con el pelo canoso volando al viento. Todos los que conseguían acercarse hacían todo lo que podían por convencerlo para que se bajara del caballo y así poder encerrarlo hasta que se le pasara la borrachera; pero no servía de nada, otra vez salía a toda velocidad calle arriba y volvía a maldecir a Sherburn. Al final alguien dice: —¡Id a buscar a su hija! Rápido, id a por la hija. A veces le hace caso. Si hay alguien que pueda convencerlo es ella. Así que alguien echó a correr. Yo bajé un poco por la calle y me paré. A los cinco o diez minutos, apareció Boggs de nuevo, pero sin caballo. Venía hacia mí tambaleándose por la calle con la cabeza descubierta y con un amigo a cada lado sosteniéndolo cada uno de un brazo y llevándoselo a toda prisa. Estaba callado y parecía inquieto, y no se iba quedando atrás, sino que él mismo procuraba darse

prisa. Alguien grita: —¡Boggs! Miré para ver quién lo había llamado y vi que era el coronel Sherburn. Estaba de pie en la calle, completamente inmóvil y sostenía una pistola levantada en la mano derecha; no estaba apuntando, sino que la sostenía con el cañón inclinado hacia el cielo. En aquel mismo instante, vi que se acercaba una chica joven corriendo y dos hombres con ella. Boggs y los hombres se giraron para ver quién lo llamaba y, cuando vieron la pistola, los hombres saltaron a un lado y el cañón de la pistola bajó lentamente hasta ponerse derecho con ambos cañones amartillados. Boggs lanza ambas manos al cielo y dice: —¡Ay, Dios mío! ¡No dispares! ¡Bang! Suena el primer disparo y él se tambalea hacia atrás arañando el aire. ¡Bang! Suena el segundo y cae hacia atrás en el suelo de un golpe pesado, con los brazos extendidos. La chica joven chilló y se acerca corriendo y se lanza sobre su padre llorando y diciendo: —¡Lo ha matado! ¡Lo ha matado! La gente se cerró sobre ellos empujándose con los hombros y apretujándose unos a otros con los cuellos estirados intentando ver, y la gente de adentro intentando que se echaran hacia atrás y gritando: —¡Atrás! ¡Atrás! ¡Dejadle que respire! ¡Dejadle que respire! El coronel Sherburn lanzó su pistola al suelo, se dio media vuelta y se alejó caminando. Llevaron a Boggs a una pequeña tienda de comestibles y medicamentos, con el gentío cerrándose sobre ellos igual que antes y con todo el pueblo detrás, y yo corrí a coger un buen sitio en la ventana donde estaba cerca de él y podía ver el interior. Lo tumbaron en el suelo y le pusieron una Biblia grande debajo de la cabeza; después abrieron otra y se la pusieron extendida encima del pecho. Pero primero le rasgaron la camisa para abrirla y vi por dónde le había entrado una de las balas. Respiró con jadeos largos unas doce veces con el pecho levantando la Biblia cuando inspiraba y dejándola caer de nuevo al soltar el aire, y después de eso se quedó quieto. Estaba muerto. Entonces cogieron a su hija para retirarla de

allí, llorando y gritando, y se la llevaron. Tenía unos dieciséis años y parecía muy dulce y muy tierna, pero tenía muchísimo miedo y estaba muy pálida. Al cabo de muy poco tiempo, todo el pueblo estaba allí, retorciéndose y empujando y presionando y dando empellones para llegar hasta la ventana y echar un vistazo, pero la gente que había cogido sitio no los dejaba, y la gente que estaba detrás no paraba de decir: —¡Eh, ya habéis mirado suficiente!, ¿no?; no está bien; no es justo que os quedéis ahí todo el tiempo sin dejarnos a los demás; los demás también tenemos derecho igual que vosotros. Empezaron a contestarse unos a otros, así que me escurrí y me fui, pensando que igual iba a terminar por haber problemas. Las calles estaban llenas y todo el mundo estaba nervioso. Todos los que habían visto los disparos contaban cómo había ocurrido todo y había una gran multitud alrededor de cada uno de estos tipos, estirando los cuellos y escuchando. Un hombre larguirucho y desgarbado con el pelo largo y una gran chistera blanca de piel sobre la parte de atrás de la cabeza, y un bastón con el mango torcido, señaló en el suelo el sitio en el que Boggs había estado de pie y el sitio en el que Sherburn había estado de pie, y la gente lo seguía de un lado a otro observando todo lo que hacía, moviendo la cabeza para indicar que lo comprendían, inclinándose ligeramente y descansando las manos sobre los muslos para observar cómo marcaba los sitios en el suelo con el bastón. Después se enderezó y se puso recto y tieso en el sitio en el que Sherburn había estado de pie, frunciendo el entrecejo y echándose el ala del sombrero sobre los ojos, y gritó: —¡Boggs! Y después enderezó el bastón y dijo: —¡Bang! Y se tambaleó hacia atrás y dijo de nuevo: —¡Bang! Y cayó de espaldas a todo lo largo. La gente que lo había visto dijo que lo había hecho perfecto; dijo que lo había hecho exactamente igual que como había ocurrido todo. Después por lo menos una docena de personas sacaron sus

botellas y lo invitaron. Bueno, pues, al rato, alguien dijo que debían linchar a Sherburn. Al cabo de un minuto, todo el mundo lo decía; así que se fueron gritando enfadados y arrancando todos los tendederos que se encontraban por el camino para colgarlo con las cuerdas.

Capítulo 22

Una muchedumbre se dirigió a la casa de Sherburn dando alaridos y gritando furiosos como indios, y o se quitaba todo de en medio, o era atropellado y pisoteado hasta quedar hecho papilla, y resultaba horrible verlo. Los niños corrían dando bandazos por delante de la turba, gritando y procurando no cruzarse en su camino; y todas las ventanas del camino estaban llenas de cabezas de mujeres, y había niños negros en todos los árboles, y galanes y mozas asomados por encima de todas las vallas, pero, en cuanto que la turba se acercaba a ellos, se largaban y huían para quedar fuera de su alcance. Muchas de las mujeres y las chicas lloraban y se desesperaban, prácticamente muertas de miedo. Se arremolinaron delante del cercado de Sherburn todo lo apretados que pudieron y había tanto ruido que era imposible hasta oír los propios pensamientos. Era un pequeño patio de unos veinte pies. Algunos gritaron: —¡Echad abajo la verja! ¡Echad abajo la verja! Después se oyó cómo la rajaban y la arrancaban y la golpeaban, hasta que cae, y la primera fila de la multitud empieza a entrar en oleada. En ese preciso instante, Sherburn aparece en el tejado de su porche delantero con una pistola de doble cañón en la mano, y se queda allí de pie completamente en calma y con determinación, sin decir ni una palabra. El ruido se detuvo y la ola retrocedió. Sherburn no dijo ni una sola palabra en ningún momento; se limitó a quedarse allí de pie, mirando hacia abajo. Aquel silencio era incómodo y horripilante. Sherburn posó la mirada en la multitud lentamente y, cada vez que miraba a alguno, lo intentaban hacer apartar la mirada, pero no podían; bajaban los ojos y se sentían cogidos en falta. Al poco, Sherburn se rio, pero no de forma agradable, sino como cuando comes pan que tiene arena dentro. Y después dice, lentamente y con desprecio:

—¿Vosotros ibais a linchar a nadie? Qué divertido. ¡Como si vosotros tuvierais valor suficiente para linchar a un hombre! Porque sois valientes sólo para embrear y emplumar a esas pobres mujeres proscritas y sin amigos que llegan aquí, y ¿eso os hizo pensar que teníais el carácter suficiente para ponerle las manos encima a un hombre? Un hombre está seguro en manos de mil como vosotros mientras sea de día y no estéis a su espalda. »¿Que si os conozco? Os conozco de cabo a rabo; nací y me crié en el sur y he vivido en el norte, así que sé cómo sois los de aquí y los de allí. El hombre corriente es un cobarde. Los del norte dejan que cualquiera los pisotee y luego se van a casa a rezar para que se les conceda un espíritu humilde para soportarlo. En el sur, un hombre solo ha parado una diligencia llena de hombres a plena luz del día y les ha robado a todos. Vuestros periódicos os dicen tantas veces que sois valientes que os creéis más valientes que ninguna otra gente, cuando en realidad sois igual de valientes, pero no más. ¿Por qué no cuelgan vuestros jurados a los asesinos? Porque tienen miedo de que los amigos de ese hombre les disparen por la espalda y en la oscuridad, y es que eso es exactamente lo que harían. »Así que siempre los absuelven; y después un hombre sale por la noche con cien cobardes enmascarados tras él y lincha al granuja. Vuestro fallo es que no habéis traído a ningún hombre con vosotros. Ése es uno de los fallos; y el otro es que no habéis venido de noche ni os habéis traído las máscaras. Habéis traído parte de un hombre, a Buck Harness, que está ahí, y si él no hubiera estado para moveros, os habríais desquitado fanfarroneando. »No queríais venir. Al hombre medio no le gustan ni el peligro ni los problemas. A vosotros no os gustan ni el peligro ni los problemas. Pero con que sólo medio hombre como Buck Harness grite “¡Linchadlo!, ¡linchadlo!”, tenéis miedo a echaros atrás, tenéis miedo a que se descubra lo que realmente sois, cobardes, y os ponéis a gritar y os engancháis todos a los faldones de la chaqueta de ese medio hombre, y venís aquí furiosos y jurando por todas las grandes cosas que vais a hacer. No hay nada más penoso que una turba; y eso es lo que son los ejércitos, turbas; no luchan con el valor que nace de ellos, sino con el valor que les da la masa y con el que les dan sus oficiales. Pero una turba sin un hombre a la cabeza es todavía más penosa. Ahora, lo único que podéis hacer es meteros el rabo entre las piernas e iros a casa a esconderos en un agujero. Si va a haber algún linchamiento, se hará de noche, al estilo del sur; y cuando vengan, traerán sus máscaras y también se habrán traído a algún hombre. Ahora, largaos, y

llevaos a vuestro medio hombre con vosotros. –Y cuando lo dijo se cruzó la pistola sobre el brazo izquierdo y la amartilló. De repente, la multitud se echó hacia atrás y después se dispersó, y todos se largaron a toda velocidad en todas direcciones, y Buck Harness se fue detrás de ellos dando una imagen muy indigna. Podría haberme quedado si hubiera querido, pero no quise. Me fui al circo y anduve por la parte trasera hasta que el guarda pasó y, después, me metí por debajo de la tienda. Tenía mi moneda de oro de veinte dólares y algo más de dinero, pero pensé que era mejor que lo guardara porque nunca se sabe cuándo lo vas a necesitar cuando estás lejos de casa y entre extraños como yo estaba. Nunca se puede llegar a tener suficiente cuidado. No tengo nada en contra de gastar el dinero en el circo cuando no queda más remedio, pero no tiene sentido desperdiciarlo en ellos. Era un circo realmente excelente. Fue de lo más espléndido verlos a todos entrar a caballo de dos en dos, un caballero y una dama, uno junto a la otra; los hombres sólo con los calzoncillos y las camisetas interiores, sin zapatos y sin tirantes, con las manos descansándoles cómoda y relajadamente sobre los muslos; debía haber unos veinte; y todas las damas, de bellos rostros y absolutamente preciosas, parecían una panda de auténticas reinas vestidas con ropas que costaban millones de dólares y con diamantes esparcidos por todas partes. Era precioso verlas; nunca he visto nada tan bonito. Y después se levantaron uno a uno y se pusieron de pie y recorrieron la pista saludando de manera suave, ondulante y grácil; los hombres, tan altos, tan ligeros y tan rectos, con las cabezas que les subían y les bajaban y les pasaban rozando el techo de la tienda; y los vestidos de las damas, rosados y vaporosos, que aleteaban suaves y sedosos alrededor de sus caderas, y ellas que parecían el más bello de los parasoles. Y después empezaron a ir cada vez más rápido y todos bailando; primero extienden un pie en el aire, y después el otro, y los caballos que se van inclinando cada vez más, y el jefe de pista que gira y gira alrededor del mástil central haciendo restallar el látigo y gritando «¡Hola!, ¡hola!» y el payaso contando chistes detrás de él; y después, todas las manos soltaron las riendas y todas las damas se pusieron los nudillos en las caderas y todos los caballeros doblaron los brazos, y después ¡los caballos se inclinaron y se arrodillaron! Y así uno detrás de otro entraron en la pista central de un salto e hicieron la reverencia

más bonita que he visto nunca, y después se marcharon corriendo y todos aplaudieron y se pusieron como locos. Durante toda la función hicieron las cosas más sorprendentes, y el payaso aquel se pasó todo el tiempo con sus cosas y casi termina matando a la gente. El jefe de pista no podía decirle ni una palabra sin que él ya le estuviera contestando rápido como el rayo con las cosas más graciosas que se le pudieran ocurrir a nadie; y lo que yo no conseguía entender de ninguna manera era cómo se le podían ocurrir tantas cosas, y tan rápido y con tanta facilidad. Bueno, a mí no se me habrían ocurrido ni en un año. Y después, un borracho intentó meterse en la pista, diciendo que quería montar; dijo que sabía montar mejor que cualquiera. Discutieron e intentaron que no se metiera, pero no hacía caso y tuvieron que parar todo el espectáculo. Entonces la gente empezó a chillarle y a burlarse de él, y eso hizo que se enfadara mucho y que empezara a arremeter contra la gente; y eso ya hizo que la gente se moviera y muchos de los hombres empezaron a bajar de los bancos y a ir en masa hacia la pista, diciendo: «¡Dadle un puñetazo!, ¡echadlo a la calle!», y una o dos mujeres se pusieron a gritar. Así que, entonces, el jefe de pista dio un pequeño discurso y dijo que esperaba que no hubiera ningún altercado y que, si el hombre prometía que no iba a causar más problemas, lo dejaría montar si se creía capaz de mantenerse sobre el caballo. Así que todos se rieron y estuvieron de acuerdo, y el hombre se subió. En el mismo instante en que se hubo montado, el caballo empezó a correr precipitadamente y a dar sacudidas y a saltar y a hacer cabriolas con dos hombres del circo colgando de la brida intentando sostenerlo, y el borracho, enganchado al cuello con los talones volando en el aire con cada salto, y toda la gente de pie gritando y llorando de risa. Al final, como estaba claro, los hombres del circo no pudieron hacer más y el caballo se soltó y se puso a dar vueltas a la pista como alma que lleva el diablo con el borrachín tumbado encima y enganchado a su cuello, con una pierna colgándole hasta casi tocar el suelo por un lado, y después la otra por el otro, y la gente se volvía loca. Sin embargo a mí no me pareció gracioso; yo temblaba sólo de ver el peligro que corría. Al poco se las arregló para sentarse a horcajadas y para agarrar la brida, tambaleándose hacia un lado y hacia otro; y un minuto después, ¡se puso en pie de un salto, soltó la brida y se quedó de pie! Y el caballo que seguía corriendo como si hubiera fuego. Y él se quedó allí de pie, dando vueltas con tanta comodidad y tranquilidad como si no se hubiera emborrachado en su vida, y después empezó a quitarse la ropa y a lanzarla. Y se quitaba tanta ropa que terminó por atascar el aire, y en total, se quitó diecisiete trajes. Y, después, ahí estaba, delgado y atractivo, vestido con el traje más llamativo y más bonito que hayas visto nunca,

y metió en cintura a aquel caballo con el látigo hasta casi hacerlo cantar y, finalmente, se bajó de un salto, saludó y se marchó bailando hacia el camerino, dejando a todo el mundo gritando de placer y de incredulidad. Entonces el jefe de pista se dio cuenta de que le habían tomado el pelo y se convirtió en el peor jefe de pista que se haya visto nunca. Vaya, ¡había sido uno de sus propios hombres! Él solo se había inventado toda aquella broma y no se lo había dicho a nadie. Yo mismo ya me sentía avergonzado de que me hubieran tomado el pelo de esa manera, así que no me hubiera gustado estar en el lugar del jefe de pista ni por mil dólares. No lo sé; a lo mejor hay mejores circos que aquél, pero yo todavía no me los he encontrado. Además, para mí fue muy bueno y, dondequiera que me lo encuentre, siempre iré a verlo. Aquella noche teníamos nuestro espectáculo, pero sólo había unas doce personas allí; justo las suficientes para pagar los gastos. Y no paraban de reírse y eso hizo que el duque se enfadara mucho; y de todos modos, todos se fueron antes de que se terminara el espectáculo, menos un niño que estaba dormido. Así que el duque dijo que estos lerdos de Arkansas no estaban a la altura de Shakespeare, que lo que querían era comedia de clase baja, y que pensaba que quizá incluso algo todavía peor que la comedia de clase baja. Dijo que podía ponerse a la altura de su estilo. Así que a la mañana siguiente cogió un par de hojas grandes de papel de embalar y pintura negra y dibujó unos carteles que colgó por todo el pueblo. Los carteles decían:

¡EN LA SALA DEL JUZGADO! ¡sólo durante 3 noches! Los actores trágicos mundialmente famosos ¡DAVID GARRICK EL JOVEN! Y ¡EDMUND KEAN EL VIEJO! Del teatro de Londres y del Continental,

en la apasionante tragedia EL CAMELEOPARDO DEL REY o LA REALEZA SIN PARANGÓN. Entrada: 50 centavos.

Y después al pie estaba la línea más grande de todas, que decía:

PROHIBIDA LA ENTRADA A LAS DAMAS Y A LOS NIÑOS

—¡Ya está! –dice él–, si esa línea no los atrae, es que yo no conozco Arkansas.

Capítulo 23

Bueno, pues el rey y él estuvieron trabajando todo el día intentando aparejar un escenario y una cortina y una hilera de velas que sirvieran de candilejas, y aquella noche la sala se llenó hasta arriba de hombres en nada de tiempo. Cuando ya no cabía allí nadie más, el duque dejó de atender la puerta, dio la vuelta por detrás y subió al escenario, y se plantó delante de la cortina y dio un pequeño discurso alabando esta tragedia, y dijo que era la más emocionante que hubieran visto nunca; y así siguió fanfarroneando sobre la tragedia y sobre Edmund Kean el Viejo, que iba a hacer el papel principal; y al final, cuando ya todos estaban tremendamente deseosos, levantó la cortina y, un minuto después, entra el rey a cuatro patas pavoneándose desnudo; estaba completamente pintado con círculos y con rayas de todos los colores, tan espléndido como un arco iris. Y…, pero bueno, el resto del atuendo no tiene mayor interés; era una locura, pero era muy gracioso. La gente casi se muere de risa; y cuando el rey terminó de hacer cabriolas y se marchó tras el escenario haciendo cabriolas, rugieron y aplaudieron y bramaron y soltaron carcajadas hasta que volvió y lo hizo todo entero otra vez, y después de eso le hicieron repetirlo otra vez. Bueno, hasta una vaca se habría echado a reír al ver las tonterías que hizo ese viejo idiota. Después el duque baja la cortina y le hace una inclinación a la gente, y dice que la gran tragedia se representará sólo dos noches más a causa de otros compromisos apremiantes en Londres, donde todas las localidades de Drury Lane se habían vendido ya; y después se inclina de nuevo y dice que, si ha conseguido agradarlos e ilustrarlos, estará muy agradecido si se lo cuentan a sus amigos para que vengan a verlo. Y gritan veinte personas: —¿Qué? ¿Ya se ha terminado? ¿Eso es todo? El duque dice que sí. Y entonces se armó la marimorena. Todos gritan «¡Nos han estafado!», y se levantaron furiosos e iban hacia el estrado a por los actores. Pero un hombre grande y de aspecto refinado se sube a un banco de un salto y grita: —¡Esperad! Sólo una palabra, caballeros. –Y se pararon para escucharlo–. Nos

han estafado; nos han estafado de mala manera. Pero supongo que no queremos convertirnos en el hazmerreír de todo el pueblo y que esta historia nos persiga mientras vivamos. No. Lo que vamos a hacer es salir de aquí con tranquilidad y hablar de este espectáculo y ¡engañar al resto del pueblo! Entonces todos estaremos en el mismo barco. ¿No les parece sensato? («¡Desde luego que sí! ¡El juez tiene razón!», gritan todos.) De acuerdo, entonces; ni una sola palabra de ninguna estafa. Váyanse a casa y aconséjenles a todos que vengan a ver la tragedia. Al día siguiente no se oía otra cosa en aquel pueblo aparte de lo espléndido que era el espectáculo. La sala estaba otra vez a reventar aquella noche y estafamos a toda esta gente de la misma manera. Cuando el rey, el duque y yo llegamos a la balsa, todos cenamos; y después, hacia la medianoche, nos hicieron a Jim y a mí que la sacáramos y la dejáramos flotar por el medio del río y que la volviéramos a amarrar y a esconder dos millas más abajo del pueblo. La tercera noche la sala también estaba a reventar, pero esta vez no era gente nueva, sino los mismos que habían venido las otras dos noches. Yo estaba en la puerta al lado del duque y vi que todos los hombres que entraban tenían los bolsillos abultados o que llevaban algo disimulado bajo la chaqueta, y también me di cuenta de que no era perfume ni muchísimo menos. Se olían los huevos podridos a montones, y coles putrefactas y cosas así; y si conozco el olor de los gatos muertos, y te aseguro que sí lo conozco, allí habían entrado por lo menos sesenta y cuatro. Empujé para entrar un momento, pero había demasiada mezcla para mí; no pude soportarlo. Bueno, pues cuando ya no cabía más gente en aquel sitio, el duque le dio a un tipo veinticinco centavos para que atendiera la puerta por él un momento, y después se dirigió a la entrada del estrado por la parte de atrás y yo detrás de él; pero, en el mismo instante en que dimos la vuelta a la esquina y estuvimos en la oscuridad, dice él: —Camina rápido hasta que te alejes de las casas, y después vuela hacia la balsa como si te persiguieran los demonios. Lo hice y él hizo lo mismo. Llegamos a la balsa al mismo tiempo y en menos de dos segundos nos íbamos deslizando corriente abajo en mitad de la oscuridad y en absoluto silencio, desviándonos con cuidado hacia el medio del río sin que nadie dijera una palabra. Pensé que al pobre rey le esperaba una buena con la audiencia, pero nada de eso; al poco sale a gatas del tipi y dice:

—Bueno, ¿qué tal ha salido todo esta vez, duque? En ningún momento había estado en el pueblo. No encendimos ninguna luz hasta que estuvimos diez millas más abajo del pueblo. Después encendimos una y cenamos, y el rey y el duque se desternillaban de risa por cómo se la habían jugado a aquella gente. El duque dice: —¡Inocentes, cabezas de chorlito! Sabía que los de la primera representación se quedarían callados para enganchar al resto del pueblo; y sabía que nos estarían esperando la tercera noche, pensando que ahora les tocaba a ellos. Bueno, pues sí, les toca a ellos ahora, y daría cualquier cosa por saber cómo se van a desquitar. Sólo me gustaría saber cómo van a aprovechar su oportunidad. Pueden convertirla en una merienda campestre si quieren porque trajeron suficientes provisiones. Aquellos sinvergüenzas consiguieron cuatrocientos sesenta y cinco dólares en aquellas tres noches. Nunca he visto a nadie conseguir carretadas de dinero así antes. Después, cuando se quedaron dormidos y estaban roncando, dice Jim: —¿No te sorprende la forma en que se comportan estos reyes, Huck? —No –le digo–. No me sorprende. —¿Por qué no, Huck? —No me sorprende porque lo llevan en la sangre. Supongo que todos son por el estilo. —Pero, Huck, estos reyes nuestros no son más que unos sinvergüenzas; eso es lo que son, unos sinvergüenzas normales y corrientes. —Pues eso es lo que digo; todos los reyes no son más que unos sinvergüenzas fundamentalmente, hasta donde puedo deducir. —¿Sí? ¿Es así? —Con que leas sobre ellos una vez, lo ves. Mira Enrique VIII; éste de aquí es el director de una escuela dominical si lo comparas con él. Y mira a Carlos II, y a

Luis XIV, y a Luis XV, y a Jaime II, y a Eduardo II, y a Ricardo III, y a cuarenta más; aparte de todas las heptarquías sajonas que andaban siempre liándola en los viejos tiempos y armando alboroto. Tendrías que haber visto al viejo Enrique VIII cuando estaba en flor. Él sí que era un capullo. Se casaba con una esposa nueva todos los días y le cortaba la cabeza a la mañana siguiente. Y lo hacía con la misma indiferencia con la que pedía unos huevos. «Traed a Nell Gwynn», dice. La traen. A la mañana siguiente, «¡Cortadle la cabeza!», y se la cortan. «Traed a Jane Shore», dice; y ella viene, y a la mañana siguiente, «Cortadle la cabeza». «Llamad a Fair Rosamun[1]». Fair Rosamun acude a su llamada. A la mañana siguiente, «Cortadle la cabeza». Y obligó a todas y cada una de ellas a contarle una historia cada noche; y así siguió hasta que consiguió mil y una historias de ese modo y después las escribió todas en un libro y lo llamó el Domesday[2], que era un buen nombre que además exponía el caso. Tú no sabes las cosas, Jim, pero yo sí las sé; y este impostor nuestro es de los más limpios que me he encontrado a lo largo de la historia. Bueno, a Enrique se le ocurre que quiere crearle problemas a este país. ¿Y cómo lo hace? ¿Avisa? ¿Les da una oportunidad? No. De repente, tira por la borda todo el té del puerto de Boston y va y declara la independencia de un golpe y los reta a ver si se atreven. Ése era su estilo; nunca le daba a nadie una oportunidad. Sospechaba de su padre, el duque de Wellington. Y ¿qué hizo? ¿Le pidió que se presentara? No; lo ahogó en un barril de vino de Madeira como si fuera un gato. Imagínate que la gente dejaba dinero por donde él andaba; ¿qué hacía? Se lo apropiaba. Supongamos que hacía un contrato para hacer algo, y tú le pagabas, y no te quedabas allí sentado esperando para ver que lo había hecho; ¿qué hacía? Siempre hacía lo contrario. Imagina que abría la boca, ¿entonces qué? Si no la cerraba muy rápido, soltaba una mentira cada vez. Ésa es la clase de rey que era Enrique; y si hubiera estado con nosotros en lugar de nuestros reyes, habría estafado a ese pueblo bastante peor de lo que lo han hecho los nuestros. No digo que los nuestros sean corderitos, porque no lo son, si te atienes a los hechos; pero, al lado de ese viejo carnero, no son nada. Lo que digo es que los reyes son reyes y hay que hacer concesiones. Con todo, son una gente bastante normal. Es la manera en que los han educado. —Pero éste apesta como un demonio, Huck. —Todos apestan, Jim, y no podemos evitar que apesten así, porque la historia no nos dice cómo hacerlo. —Porque el duque es un hombre bastante agradable en algunos aspectos.

—Sí, un duque es diferente. Pero no muy diferente. Y éste para ser duque también está hecho un buen tipejo. Cuando está borracho, ningún miope podría distinguirlo de un rey. —Bueno, de todos modos, no tengo ganas de más como ellos, Huck. Esto es todo lo que puedo soportar. —Sí, eso es lo mismo que yo pienso, Jim. Pero están a nuestro cargo y tenemos que recordar lo que son y hacer concesiones. A veces deseo que nos enteráramos de algún país en el que los reyes se hayan terminado. ¿De qué iba a servir decirle a Jim que éstos no eran ni reyes ni duques de verdad? No habría servido de nada y, además, era exactamente como yo lo había dicho: no se les podía distinguir de los reyes de verdad. Me fui a dormir y Jim no me llamó cuando llegó mi turno. Lo hacía a menudo. Cuando me desperté justo al alba, estaba sentado allí con la cabeza gacha metida entre las rodillas, gimiendo y lamentándose. No le hice caso e hice como que no me había dado cuenta. Yo sabía por qué era. Estaba pensando en su esposa y en sus hijos, allá lejos en la distancia, y se sentía mal y echaba de menos su casa, porque nunca había estado fuera de casa antes en toda su vida; y creo que se preocupaba tanto por su gente como los blancos se preocupan por los suyos. A menudo gemía y se lamentaba así por las noches cuando creía que yo estaba dormido, y decía: —¡Pobre pequeña Elizabeth! ¡Pobre pequeño John! Esto es muy duro. ¡Creo que no voy a volver a veros nunca, nunca más! Jim era un negro muy bueno; sí que lo era. Pero esta vez conseguí ponerme a hablar con él de su mujer y de sus pequeños y, al final, me dice: —Lo que me hace sentirme tan mal esta vez es que oí hace un rato allí en la orilla algo que parecía un golpe o un portazo, y me ha recordado aquella vez en que traté tan mal a mi pequeña Elizabeth. Ella tenía sólo unos cuatro años y cogió la escarlatina y pasó una racha muy mala; pero se puso bien, y un día andaba por allí y le digo, le digo: «Cierra la puerta». Pero no lo hizo; se quedó allí de pie como sonriéndome. Y yo me enfadé mucho, y le digo otra vez, muy fuerte, le digo: «¿No me oyes? ¡Cierra la puerta!». Y ella se quedó igual,

mirando hacia arriba y como sonriéndome. ¡Yo estaba furioso!, y le digo: «¡Como te coja, te vas a enterar!». Y con las mismas, le di una bofetada en un lado de la cara que la tiró al suelo. Después, entré en la otra habitación y me fui unos diez minutos; y cuando volví, ahí estaba la puerta aquella abierta todavía, y la niña de pie casi en la misma puerta, mirando al suelo y lamentándose y con las lágrimas cayéndole. Pero ¡qué enfadado estaba yo! Me iba a ir a por la niña, pero, justo en ese momento, viene un golpe de viento y cierra aquella puerta que se abría hacia adentro de un portazo detrás de la niña, ¡pum!, ¡pero la niña no se movió! Casi se me sale el corazón por la boca; y me sentí, tan, tan… No sé ni cómo me sentí. Anduve a tientas, temblando entero, y abrí la puerta despacio y con suavidad, y asomé la cabeza por detrás de la niña, en silencio y con tiento, y de repente, digo: «¡Bu!», todo lo fuerte que pude gritar. ¡No se inmutó! Oh, Huck, me eché a llorar y la cogí en brazos y le digo: «¡Ay, pobrecita! ¡Que Dios Todopoderoso perdone al viejo Jim porque él nunca va a perdonarse a sí mismo mientras viva!». Estaba completamente sorda y muda, Huck, completamente sorda y muda, ¡y mira cómo la había tratado yo!

[1] Nell Gwynn fue una famosa actriz y amante durante muchos años del rey Carlos II de Inglaterra; Jane Shore fue una de las muchas amantes del rey Eduardo IV de Inglaterra, y Fair Rosamund era uno de los nombres por los que se conoció a Rosamund Clifford, amante del rey Enrique II de Inglaterra. [N. de la T.] [2] El Domesday Book fue el libro que recogió toda la información relativa a las propiedades y bienes de Inglaterra por los que se debían pagar tributos. Fue encargado por el rey Guillermo I en 1086 cuando acababa de conquistar el país y se completó en tan sólo un año, aunque el rey murió antes de que se terminara. [N. de la T.]

Capítulo 24

Al día siguiente cuando, ya anochecía, amarramos bajo un pequeño banco de arena poblado de sauces en mitad del río, que allí tenía un pueblo en cada orilla, y el duque y el rey empezaron a preparar un plan para ir a trabajar a aquellos pueblos. Jim habló con el duque y dijo que esperaba que no tardara más que unas cuantas horas porque a él se le hacía muy pesado y muy cansado pasarse todo el día en el tipi atado con la cuerda. Cuando lo dejábamos completamente solo, teníamos que atarlo, ¿sabes?, porque si por casualidad alguien se lo encontraba sin atar no iba a parecer que fuera un negro fugitivo. Así que el duque dijo que era difícil tener que pasarse todo el día tumbado y atado, y que él encontraría la manera de evitarlo. El duque era especialmente listo, la verdad, y pronto dio con la solución. Vistió a Jim con el traje del Rey Lear, que era una túnica larga hecha de cortinas de percal, y una peluca blanca de pelo de caballo y unos bigotes; y después, cogió la pintura del teatro y le pintó a Jim la cara, las manos, las orejas y el cuello de un azul liso, mate y apagado, que parecía un hombre que llevaba ahogado nueve días. ¡Que me maten si no era la cosa más atroz que he visto en mi vida! Después, el duque cogió y escribió un cartel sobre una tablilla, que decía:

Árabe loco, pero inofensivo cuando no se le va la cabeza.

Y clavó la tablilla en un listón que colocó cuatro o cinco pies por delante del tipi. Jim quedó satisfecho. Dijo que era, de lejos, bastante mejor que pasarse un par de años atado todos los días y que echarse a temblar de pies a cabeza cada vez que oía un ruido. El duque le dijo que se sintiera libre y cómodo y que si alguien se acercaba a merodear por allí, que saliera del tipi de un salto y que la liara un poco, y que diera un par de aullidos como los de las bestias salvajes, y que él creía que se largarían y lo dejarían en paz. Y eso era muy razonable, porque un hombre normal no esperaría que él aullara. No sólo parecía que estaba muerto, sino que su aspecto era todavía bastante peor que eso.

Estos sinvergüenzas querían poner de nuevo en práctica el Sin parangón porque les dejaba mucho dinero, pero llegaron a la conclusión de que no era seguro porque igual las noticias ya habían llegado hasta aquí. Y no daban con ningún proyecto que les encajara a la perfección; así que al final el duque dijo que iba a descansar y a devanarse los sesos durante una hora o dos para ver si podía organizar algo para este pueblo de Arkansas; y el rey pensó que se dejaría caer por el otro pueblo sin ningún plan y que confiaría en que la providencia lo guiara para ganar dinero, aunque refiriéndose al demonio en realidad, creo. Todos nos habíamos comprado ropa en las tiendas donde paramos la última vez y ahora el rey se puso la suya y me dijo que me pusiera yo la mía. Y yo lo hice, por supuesto. Las prendas del rey eran todas negras y estaba elegantísimo y formal. Nunca me había dado cuenta de cómo la ropa podía cambiar a la gente. Porque antes no parecía más que un muerto de hambre de lo más normal y corriente, pero ahora, cuando se quitaba su nuevo sombrero de copa blanco, hacía una inclinación y sonreía, tenía un aspecto tan distinguido y tan bueno y tan pío que dirías que acababa de salir del arca y quizá hasta que era el mismo Levítico. Jim limpió la canoa y preparó mi remo. Había un gran barco de vapor en la playa lejos de nosotros más abajo del cabo, a unas tres millas por encima del pueblo, que llevaba allí un par de horas cargando mercancías. Dice el rey: —En vista de cómo voy vestido, creo que será mejor que diga que vengo de San Luis o de Cincinnati, o de algún otro sitio grande. Dirígete hacia el barco de vapor, Huckleberry; llegaremos al pueblo en él. No tuvo que decirme dos veces que fuera a darme una vuelta en un barco de vapor. Alcancé la playa media milla más arriba del pueblo y después bajé rápidamente siguiendo la orilla escarpada sin dificultad. Al poco tiempo llegamos a la altura de un joven pueblerino de aspecto inocente que estaba sentado en un tronco secándose el sudor de la cara, y es que aquí hacía muchísimo calor. Tenía un par de talegas grandes de tela de alfombra a su lado. —Mete la proa en la playa –dice el rey. Y yo lo hice–: ¿Dónde se dirige, joven? —Al barco de vapor. Voy a Orleans. —Sube –le dice el rey–. Espera un momento; mi criado te ayudará con las bolsas. Sal y ayuda al caballero, Adolphus –y me doy cuenta de que se refiere a mí.

Así lo hice y los tres nos pusimos en marcha otra vez. El joven se mostró muy agradecido y dijo que le resultaba muy duro acarrear el equipaje con este tiempo. Le preguntó al rey adónde iba y el rey le dijo que había llegado aquella mañana y que había bajado del barco en el otro pueblo, y que ahora iba unas millas río arriba para ver a un viejo amigo que vivía en una granja. El joven le dice: —Al verlo por primera vez, me digo: «Es el señor Wilks, sí, y ha llegado justo a tiempo». Pero después me digo otra vez: «No, supongo que no es él porque si no, no iría remando río arriba». No es usted el señor Wilks, ¿verdad? —No. Me llamo Blodgett, Elexander Blodgett, reverendo Elexander Blodgett supongo que debo decir, porque soy uno de los pobres siervos del Señor. Pero aun así puedo sentirlo por el señor Wilks por no llegar a tiempo, si es que se ha perdido algo por eso, lo que espero que no sea así. —Bueno, no pierde ninguna propiedad por eso, porque aun así la cogerá, pero no ha llegado a tiempo para ver morir a su hermano Peter, lo que a lo mejor no le importa; eso nadie lo sabe; pero su hermano habría dado cualquier cosa en el mundo por verlo a él antes de morir; no habló de otra cosa en las tres últimas semanas y no se habían visto desde que eran niños y nunca había visto a su hermano William, que es el que es sordo y mudo, y que no tiene más de treinta o treinta y cinco años. Peter y George eran los únicos que solían venir por aquí; George era el que estaba casado y tanto él como su mujer murieron el año pasado, así que Harvey y William son los únicos que quedan ahora, y, como le iba diciendo, no han llegado aquí a tiempo. —¿Les mandó alguien recado? —Sí, hace un mes o dos, al principio de ponerse Peter enfermo, porque Peter dijo entonces que sentía como que esta vez no se iba a poner bien. Era bastante viejo, ¿sabe?, y las hijas de George eran demasiado jóvenes como para hacerle mucha compañía, menos Mary Jane, la pelirroja; así que se sentía solo desde que su hermano George y su esposa murieron y no parecía importarle mucho vivir. Quería ver a Harvey desesperadamente; bueno, y a William también, porque era uno de esos que no soporta hacer un testamento. Dejó una carta para Harvey y dijo que le había contado en ella dónde tenía el dinero escondido y cómo quería que se dividiera la propiedad para que las hijas de George quedaran bien, porque George no dejó nada. Y esa carta fue lo único que consiguieron que escribiera.

—¿Y por qué crees que no vino Harvey? ¿Dónde vive? —Bueno, vive en Inglaterra, en Sheffield; es predicador allí y nunca ha estado en este país. No ha tenido mucho tiempo y, además, puede que ni siquiera haya recibido la carta, ¿sabe? —¡Qué mala suerte! ¡Qué mala suerte que no le haya dado tiempo a ver a sus hermanos, pobre hombre! Y ¿usted va a Orleans, dice? —Sí, pero eso es sólo una parte. Me voy en barco el miércoles que viene para Río de Janeiro, donde vive mi tío. —Ése es un viaje muy largo. Aunque será muy bonito; ojalá fuera yo también. ¿Mary Jane es la mayor? ¿Qué edades tienen las otras? —Mary Jane tiene diecinueve años, Susan tiene quince y Joanna tiene unos catorce, y ésa es la que se dedica a hacer buenas obras y la que tiene el labio leporino. —¡Pobrecitas! Quedarse solas en el mundo así. —Bueno, podrían estar peor. El viejo Peter tenía amigos y no van a dejar que les pase nada malo. Está Hobson, el predicador baptista; y el diácono Lot Hovey, y Ben Rucker, y Abner Shackleford, y Levi Bell, el abogado; y el doctor Robinson, y sus esposas, y la viuda Bartley, y, bueno, muchos; pero éstos son los que estaban más unidos a Peter y de los que contaba cosas en las cartas a veces, cuando escribía a casa; así que Harvey sabrá a qué amigos dirigirse cuando llegue aquí. Bueno, el viejo siguió haciendo preguntas hasta casi vaciar al joven. Que me maten si no hizo preguntas sobre todo el mundo y sobre todo lo que había en aquel bendito pueblo, y sobre todas las cosas de los Wilks, y sobre el negocio de Peter, que era curtidor; y sobre el de George, que era carpintero; y sobre el de Harvey, que era un pastor disidente; y más y más. Y después dice: —¿Por qué ibas a andar todo ese camino hasta el barco de vapor? —Porque es un barco grande de Orleans y temía que no parara allí. Cuando tienen mucho calado, no paran cuando se les llama. El de Cincinnati para, pero éste es de San Luis.

—¿Era Peter Wilks un hombre adinerado? —Sí, bastante adinerado. Tenía casas y tierras, y se cree que dejó tres o cuatro mil en efectivo escondidos en alguna parte. —¿Y cuándo dices que murió? —No lo dije, pero fue anoche. —¿Y el funeral será mañana probablemente? —Sí, a mediodía más o menos. —Vaya, esto es tremendamente triste, pero todos tenemos que marcharnos en un momento u otro. Así que lo que debemos hacer es estar preparados y todo nos irá bien. —Sí, señor, es lo mejor. Mi madre siempre acostumbraba a decir eso. Cuando llegamos al barco, prácticamente había terminado de cargar y salió al poco tiempo. El rey no dijo de subirnos en ningún momento, así que, después de todo, me perdí mi paseo. Cuando el barco se hubo marchado el rey me hizo remar una milla más hasta un lugar solitario y, cuando llegamos a la playa, me dice: —Vuelve deprisa ahora mismo y tráete al duque y los bolsos nuevos de tela de alfombra. Y, si se ha ido al otro lado, ve allí a buscarlo. Y dile que se venga sea como sea. Vete ahora, vamos. Me di cuenta de lo que estaba tramando, pero, por supuesto, no dije nada. Cuando regresé con el duque, escondimos la canoa y ellos se sentaron en un tronco, y el rey se lo contó todo tal como el joven se lo había dicho, palabra por palabra. Y todo el rato que lo estuvo contando, intentaba hablar como un inglés; y además, lo hacía bastante bien para ser un inepto. No puedo imitarlo, así que ni siquiera voy a intentarlo, pero de verdad que lo hizo muy bien. Luego dice: —¿Cómo se te da lo de hacer de sordo y mudo, Bilgewater? El duque dijo que le dejara eso a él, que había hecho de sordo y mudo sobre las tablas de los teatros. Así que esperaron el barco de vapor.

Hacia la mitad de la tarde, pasaron un par de barcos pequeños, pero no venían de muy lejos río arriba; pero, por fin, llegó uno grande y le hicieron señales para que parara. Mandó la yola y subimos a bordo, y venía de Cincinnati; y cuando se enteraron de que sólo queríamos viajar unas cuatro o cinco millas, se enfadaron muchísimo y nos maldijeron y dijeron que no nos llevarían a tierra. Pero el rey mantuvo la calma. Dice: —Si unos caballeros pueden permitirse pagar un dólar por cabeza por que los recojan y los desembarquen en una yola, un barco de vapor puede permitirse llevarlos, ¿verdad? De modo que se suavizaron y dijeron que estaba bien. Y cuando llegamos al pueblo, nos llevaron a la playa en la yola. Cuando vieron que se aproximaba la yola, bajaron unas dos docenas de hombres, y cuando el rey dice: —¿Puede decirme alguno de ustedes dónde vive el señor Peter Wilks? Se miraron unos a otros y movieron la cabeza, como diciendo: «¿Qué te dije?». Entonces uno de ellos dijo, como con mucha suavidad y delicadeza: —Lo siento, señor, pero lo más que puedo hacer es decirle dónde vivía hasta ayer tarde. En menos de un suspiro, ese viejo vulgar hizo como que estaba destrozado y cayó contra el hombre poniéndole la barbilla en el hombro y llorándole en la espalda, y dice: —¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! Nuestro pobre hermano, ha muerto y no hemos llegado a tiempo para verlo; ¡qué duro es esto!, ¡qué duro es esto! Después se gira lloriqueando y le hace un montón de signos estúpidos al duque con las manos y, que me maten, si no va y suelta el bolso de tela de alfombra y se pone a llorar. Estos dos eran los impostores más extraordinarios con los que me he cruzado nunca. Los hombres se reunieron a su alrededor y se condolieron con ellos y les dijeron todo tipo de cosas y les llevaron los bolsos colina arriba y les dejaron que se apoyaran en ellos para llorar y le contaron al rey todo lo referente a los últimos momentos de su hermano, y el rey se lo contaba todo otra vez con las manos al duque, y los dos se lamentaron por aquel curtidor muerto como si hubieran

perdido a los doce discípulos. Yo soy negro si alguna vez me he encontrado con algo parecido. Era suficiente para hacer que cualquiera se avergonzara de la raza humana.

Capítulo 25

La noticia se extendió por todo el pueblo en dos minutos y se veía a la gente bajar corriendo desde todas direcciones; algunos venían hasta poniéndose las chaquetas mientras corrían. En nada de tiempo, estuvimos en mitad de una multitud, y el ruido de las pisadas era como el de una marcha militar. Las ventanas y los jardines de entrada a las casas estaban llenos, y cada minuto había alguien que preguntaba por encima de una cerca: —¿Son ellos? Y alguno de los que iba al trote con el grupo, contestaba: —Desde luego que sí. Cuando llegamos a la casa, la calle estaba atestada y las tres chicas estaban de pie en la puerta. Mary Jane era pelirroja, pero eso no importa porque era guapísima, y tenía la cara y los ojos resplandecientes como la gloria de lo contenta que estaba de que hubieran venido sus tíos. El rey abrió los brazos y Mary Jane saltó a abrazarlo, y la del labio leporino saltó en busca del duque, ¡y se armó! Y casi todo el mundo, por lo menos las mujeres, lloró de alegría al verlos reencontrarse de nuevo por fin y todos tan a gusto. Entonces el rey le dio un empujón al duque en privado, porque yo lo vi hacerlo, y después miró a su alrededor y vio el féretro encima de dos sillas en una esquina; así que él y el duque, cada uno con una mano apoyada sobre el hombro del otro y la otra mano sobre los ojos, caminaron hasta allí despacio y con solemnidad, mientras que todos se hacían hacia atrás para dejarles espacio y cesaron todas las conversaciones y todos los ruidos porque la gente decía «¡chsss!», y todos los hombres se quitaron los sombreros y bajaron la cabeza; y se habría oído caer un alfiler. Y cuando llegaron hasta allí, se inclinaron y miraron al interior del féretro y echaron un vistazo, y entonces se pusieron a llorar de tal modo que se les podría haber oído desde Orleans, por lo menos. Y después se echaron los brazos alrededor del cuello uno al otro y pusieron las barbillas por encima del hombro del otro; y durante unos tres minutos, o quizá cuatro, nunca he visto a dos hombres llorar de la manera que ellos lo hicieron. Y,

atención, que todo el mundo estaba haciendo lo mismo; y el sitio estaba tan húmedo que nunca he visto nada igual. Después, uno de ellos se puso a un lado del féretro, y el otro, al otro lado, y se arrodillaron y echaron la frente contra el féretro y se pusieron a rezar para sí. Pues, cuando llegaron a eso, nunca habrás visto un efecto igual sobre el gentío, porque la gente se vino abajo y se pusieron a sollozar fuerte, y las pobres chicas también. Y todas las mujeres, o casi, se acercaron a las chicas sin decirles una palabra, y las besaron en la frente con solemnidad y después les pusieron la mano en la cabeza, y levantaron la mirada al cielo con las lágrimas cayéndoles y después ya no podían más y se ponían a sollozar y a limpiarse, y les dejaban el turno a la siguiente mujer. Nunca he visto nada tan nauseabundo. Bueno, pues al final el rey se levanta y se adelanta un poco y se entusiasma y babea un discurso, todo lleno de lágrimas y de tonterías sobre que es una prueba muy dolorosa para él y para su pobre hermano haber perdido al enfermo y no haber llegado a tiempo para ver al enfermo vivo después de un largo viaje de cuatro mil millas, pero que es una prueba que se ha visto endulzada y santificada por toda esta compasión y por estas lágrimas benditas, de modo que les da las gracias de corazón y también de parte del corazón de su hermano, porque no pueden darlas con la boca, porque las palabras son demasiado frías y demasiado débiles, y todo ese tipo de tonterías y sensiblerías, que hasta daban ganas de vomitar; y después dice lloriqueando un piadoso y mojigato amén, pierde el control y se pone a llorar como si fuese a reventar. Y en el instante en que aquellas palabras salieron de su boca, alguien de entre el gentío atacó un himno religioso y todos se unieron a él con todas sus fuerzas y era algo que te regocijaba y te hacía sentir igual de bien que el final del servicio religioso. La música es algo bueno; y después de toda aquella adulación y de toda aquella bazofia, nunca he visto nada que pueda refrescar tanto las cosas ni que pueda parecer tan honesto y formidable. Y después el rey empieza a darle a la lengua otra vez y dice que tanto él como sus sobrinas se alegrarían si algunos de los mejores amigos de la familia se quedaran a cenar con ellos aquella noche y los acompañaran en el velatorio del difunto, y dice que si su pobre hermano que yace allí pudiera hablar, él sabe a quién nombraría porque eran nombres que para él eran muy queridos, y que él, nombrará a los mismos, es decir, los siguientes, a saber: el reverendo señor Hobson, y el diácono Lot Hovey, y el señor Ben Rucker, y Abner Shackleford, y Levi Bell, y el doctor Robinson, y sus esposas, y la viuda Bartley.

El reverendo Hobson y el doctor Robinson estaban en la otra punta del pueblo cazando juntos; o sea, quiero decir que el médico estaba facturando a un hombre enfermo al otro mundo y el predicador estaba indicándole la dirección correcta. El abogado Bell había ido a Louisville por negocios, pero el resto estaba allí a mano, así que todos se acercaron y le dieron la mano al rey y le dieron las gracias y hablaron con él; y después le dieron la mano al duque y no dijeron nada, sino que simplemente sonrieron y movieron la cabeza como una panda de bobos mientras que él hacía todo tipo de signos con las manos y decía «gu-gugu-gu-gu» todo el rato, igual que un niño que no sabe hablar. Y el rey siguió parloteando y se las arregló para preguntar prácticamente por toda la gente y hasta por todos los perros del pueblo por su nombre, y mencionó toda clase de pequeñas cosas que habían ocurrido en el pueblo en algún que otro momento, o que le habían ocurrido a la familia de George o a Peter. Y siempre daba a entender que Peter le escribía esas cosas, pero era mentira: le había sacado todas y cada una de ellas a aquel joven cabeza de chorlito que habíamos llevado en la canoa hasta el barco de vapor. Después Mary Jane cogió la carta que su padre había dejado y el rey la leyó en voz alta y se puso a llorar. Les dejaba la casa y tres mil dólares en oro a las chicas; y les dejaba la curtiduría (que iba muy bien), junto con algunas otras casas y terrenos por valor de unos siete mil, y tres mil dólares en oro a Harvey y a William, y decía en qué lugar del sótano estaban escondidos los seis mil dólares en efectivo. Así que estos dos impostores dijeron que irían a buscarlo para dejar las cuentas ajustadas y claras; y me dijeron a mí que fuera con una vela. Cerramos la puerta del sótano detrás de nosotros y, cuando encontraron la bolsa, la vaciaron en el suelo y resultaba precioso ver todas aquellas monedas de oro. ¡No veas cómo le brillaron los ojos al rey! Le da una palmada al duque en el hombro y dice: —¡Vaya, esto no es ninguna tontería! No, me parece que no. Mira, Billy, es mejor que el Sin parangón, ¿a que sí? El duque convino en que sí. Manosearon las monedas de oro y las hicieron correr por entre sus dedos, dejándolas caer al suelo para que tintinearan; y dice el rey: —Ni que decir tiene que ser los hermanos de un muerto rico, y los representantes de las herederas desconocidas que han quedado, es lo tuyo y lo

mío, Bilge. Esto nos ha venido por confiar en la providencia. A la larga es la mejor manera. Las he probado todas, y no hay mejor manera. Casi todo el mundo se hubiera dado por satisfecho con el montón y lo habría cogido confiando en que la cantidad era correcta; pero no, ellos tenían que contarlo. Así que lo cuentan y sale que faltan cuatrocientos quince dólares. Y dice el rey: —¡Maldito sea! Me pregunto qué habrá hecho con esos cuatrocientos quince dólares. Estuvieron un rato dándole vueltas a eso y lo registraron todo de arriba abajo buscándolos. Después dice el duque: —Bueno, ese hombre estaba bastante enfermo y es probable que cometiera un error; creo que eso es lo que pasó. Lo mejor es dejarlo estar y no decir nada. Podemos permitírnoslo. —Demonios, pues sí, sí podemos permitírnoslo. A mí eso me da igual, pero en lo que estoy pensando es en las cuentas. Tenemos que ser completamente honrados, abiertos y legales aquí, ¿sabes? Tenemos que llevar este dinero arriba y contarlo delante de todo el mundo, y así no habrá sospechas. Pero cuando el muerto dice que hay seis mil dólares, ¿sabes?, no queremos… —Espera –dice el duque–, vamos a compensar el déficit. –Y empezó a sacarse monedas de oro del bolsillo. —Es una idea impresionante, duque. ¡Qué buena cabeza tienes! –dice el rey–. ¡Que me maten si el viejo Sin parangón no nos está ayudando otra vez! –y empezó a sacar monedas de oro y a apilarlas. Casi los dejó en quiebra, pero llegaron a los seis mil completos y limpios. Y dice el duque: —Y digo yo, tengo otra idea. Subimos y contamos este dinero y después cogemos y se lo damos a las chicas. —¡Dios mío, duque, deja que te abrace! Es la idea más deslumbrante que se le haya ocurrido nunca a nadie. Definitivamente, tienes la cabeza más asombrosa

que he visto nunca. Ésta es la reina de las estratagemas, de eso no hay duda. Ahora que salgan con sus sospechas si quieren, que esto los dejará fuera de combate. Cuando llegamos arriba, todos se reunieron en torno a la mesa y el rey lo contó y lo apiló a trescientos dólares en cada pila, veinte elegantes pilas pequeñas. Todo el mundo lo miraba hambriento y se relamían los labios. Después empujaron el dinero para meterlo en el saco otra vez y veo al rey que empieza a hincharse para dar otro discurso. Dice: —Amigos todos, mi pobre hermano que está allí tendido ha sido generoso con aquellos que nos hemos quedado atrás en este valle de lágrimas. Ha sido generoso con estas pobres criaturas a las que amaba y protegía y que se han quedado sin padre y sin madre. Sí, y nosotros, los que lo conocíamos, sabemos que habría sido aún más generoso con ellas si no hubiera temido herir a su querido William y a mí. ¿Verdad que sí? Mi mente no alberga ninguna duda. Entonces, ¿qué clase de hermanos seríamos si entorpeciéramos sus deseos en un momento como éste? ¿Y qué clase de tíos seríamos si robáramos, sí, robáramos, a estas pobres y dulces criaturas a las que él amaba tanto, en un momento como éste? Conociendo a William, y creo que lo conozco, él, bueno, le preguntaré. Se gira y empieza a hacerle señales al duque con las manos y el duque se queda mirándolo con cara de estúpido y lerdo; después, de repente, parece comprender el significado y se acerca al rey de un salto, gorjeando de alegría con todas sus fuerzas y lo abraza por lo menos quince veces antes de soltarlo. Después dice el rey: —Lo sabía; creo que esto convencerá a todo el mundo de cómo se siente él al respecto. Mary Jane, Susan, Joanna, aquí tenéis, coged el dinero; cogedlo todo. Es un regalo de aquel que está allí tumbado, frío pero contento. Mary Jane se fue hacia él, y Susan y la del labio leporino se fueron hacia el duque, y después hubo tantos besos y abrazos como no he visto nunca hasta ahora. Y todo el mundo se acercó con lágrimas en los ojos, y la mayoría les dieron la mano a aquellos dos impostores, diciendo sin parar: —¡Qué buen corazón! ¡Qué maravilla! ¡Qué detalle el vuestro! Muy pronto todos se pusieron a hablar otra vez del difunto, y de lo bueno que era, y de la pérdida que suponía, y todo eso; y no mucho después, un hombre de

mandíbula de acero se abrió paso hacia el interior desde la calle, y se quedó allí mirando y escuchando sin decir nada; ni nadie le dijo nada a él tampoco porque el rey estaba hablando y todos estaban ocupados escuchando. El rey estaba diciendo, en mitad de otra cosa que había empezado: —… que son amigos cercanos del difunto. Por eso han sido invitados aquí esta noche; pero mañana queremos que vengan todos, porque él respetaba a todo el mundo, a él todo el mundo le caía bien y, por tanto, lo apropiado es que sus orgías funerarias sean públicas. Y así siguió soñando despierto, gustándole escucharse a sí mismo hablar, y de vez en cuando echaba mano otra vez de sus orgías funerarias, hasta que el duque ya no pudo resistirlo más, y va y escribe en un trozo de papel «obsequias, viejo idiota», y lo dobla y empieza a gorjear y a intentar dárselo por encima de la cabeza de la gente. El rey lo lee y se lo mete en el bolsillo y dice: —Pobre William, aun con lo afligido que está, su corazón siempre acierta. Me pide que invite a todo el mundo a venir al funeral y que haga que todos se sientan bienvenidos. Pero no hacía falta que se preocupara porque en eso mismo estaba yo. Y después sigue con su rollo otra vez, completamente tranquilo y sigue soltando lo de sus orgías funerarias otra vez de vez en cuando, igual que lo había hecho antes. Y cuando ya lo había dicho tres veces, dice: —Digo orgías no porque sea el término habitual, que no lo es, porque el término habitual es «obsequias», sino porque «orgías» es el término adecuado. En Inglaterra ya no se usa «obsequias»; ha pasado de moda. Ahora en Inglaterra decimos orgías. Orgías es mejor porque define con más exactitud lo que quieres decir. Es una palabra que viene del griego orgo, fuera, abierto, en el exterior; y del hebreo jeesum, plantar, tapar; de ahí, enterrar. Así que, como veis, una orgía funeraria es un funeral público. Era lo peor que me había encontrado nunca. Bueno, el hombre de la mandíbula de acero se rio en su cara. Todo el mundo se quedó conmocionado. Todos dijeron: —¡Vaya, doctor! Y Abner Shackleford dice:

—Robinson, ¿no se ha enterado de la noticia? Éste es Harvey Wilks. El rey sonrió entusiasmado y le acercó una pezuña, y dice: —¿Es usted el querido amigo y médico de mi pobre hermano? Yo… —¡No me pongas las manos encima! –dice el médico–. Hablas como los ingleses, ¿no? Es la peor imitación que he oído nunca. ¡Que tú eres el hermano de Peter Wilks! Tú eres un impostor, eso es lo que eres. Bueno, ¡cómo se pusieron todos! Se arremolinaron alrededor del médico e intentaron calmarlo y explicarle cómo Harvey había demostrado de cuarenta maneras que era Harvey, y cómo conocía a todos por su nombre, y hasta los nombres de los perros, y le rogaron y le rogaron que no hiriera los sentimientos de Harvey ni los sentimientos de las pobres chicas, y todo eso. Pero no sirvió de nada porque siguió vociferando, y dijo que cualquier hombre que quisiera hacerse pasar por inglés y que no supiera imitar la pronunciación mejor de lo que él lo hacía era un farsante y un mentiroso. Las pobres chicas estaban colgadas del rey llorando, y de repente el médico se dirige a ellas. Y dice: —Yo era amigo de vuestro padre y soy vuestro amigo, y os advierto, como un amigo honrado que quiere protegeros y manteneros alejadas de todo daño y peligro, que deis la espalda a esa comadreja y que no tengáis nada que ver con él; con ese vagabundo ignorante con su estúpido griego y hebreo, como él los llama. Es un impostor de la peor calaña, que ha llegado aquí con un montón de nombres vacíos y con datos que habrá pillado en alguna parte, y que vosotras tomáis por pruebas, y encima todos estos amigos necios, que deberían tener mejor sentido, os están ayudando a engañaros a vosotras mismas. Mary Jane Wilks, sabes que soy tu amigo, y también sabes que soy un amigo desinteresado. Escúchame. Echa a este penoso granuja. Te ruego que lo hagas. ¿Lo harás? Mary Jane se puso muy tiesa, y ¡vaya si era guapa!, y dice: —Ésta es mi respuesta. –Levantó la bolsa del dinero con gran esfuerzo y la puso en las manos del rey, y dice–: Coge estos seis mil dólares e invierte por mí y mis hermanas de la manera que quieras y no nos des ningún recibo. Después rodeó al rey con un brazo por un lado, y Susan y la del labio leporino hicieron lo mismo por el otro. Todo el mundo aplaudió y golpeó el suelo con los pies haciendo un ruido perfecto de tormenta, mientras que el rey erguía la cabeza

y sonreía orgulloso. Y dice el médico: —De acuerdo. Me lavo las manos de este asunto. Pero os advierto a todos que llegará el día en que os pondréis enfermos sólo de recordar este día. –Y se marchó. —De acuerdo, doctor –dice el rey, como burlándose de él–; haremos que vayan a buscarle –y eso hizo reír a todo el mundo y todos dijeron que había sido un golpe de primera.

Capítulo 26

Cuando todos se hubieron ido, el rey le preguntó a Mary Jane cómo andaban de habitaciones libres, y ella le dijo que tenía una habitación libre que serviría para el tío William, y que ella le daría su habitación, que era un poco más grande, al tío Harvey y que ella dormiría en un catre en la habitación de sus hermanas; y que arriba, en la buhardilla, había un pequeño cuarto con un jergón. El rey dijo que el cuarto pequeño serviría para su ayuda de cámara, refiriéndose a mí. Así que Mary Jane nos llevó arriba y les mostró a ellos sus habitaciones, que eran sencillas pero bonitas. Dijo que haría que sacaran sus vestidos y otro montón de cosas suyas de la habitación si molestaban al tío Harvey, pero él dijo que no. Los vestidos estaban colgados contra una pared y delante de ellos había una cortina hecha de percal que colgaba hasta el suelo. Había un viejo baúl de pelo en una esquina, y una funda de guitarra en la otra, y toda clase de baratijas y chucherías de las que usan las chicas para alegrar las habitaciones por todas partes. El rey dijo que estas cosas la hacían aún más acogedora y más agradable y que las dejara. La habitación del duque era bastante pequeña, pero era buena de sobra, y también lo era mi cuchitril. Aquella noche se sirvió una gran cena y todos los hombres y mujeres estaban allí, y yo me quedé de pie detrás de las sillas del rey y del duque para servirles y los negros sirvieron al resto. Mary Jane se sentó a la cabecera de la mesa con Susan a su lado, y dijo que las galletas estaban malas y que las confituras no estaban buenas, y que el pollo frito estaba duro, y todo ese tipo de basura que suelen decir las mujeres para obligar a la gente a que les digan cumplidos; y todo el mundo sabía que todo era de primera, y así lo dijeron, y decían: «¿Cómo consigues que se doren tan bien las galletas?» y «¿Dónde demonios conseguiste estos encurtidos tan estupendos?», y toda esa clase de tonterías que la gente suele decir en una cena, ya sabes. Y cuando todo se acabó, la del labio leporino y yo cenamos en la cocina de las sobras, mientras que los otros ayudaban a los negros a fregar las cosas. La del labio leporino se puso a sonsacarme cosas de Inglaterra y que me maten si no pensé que el hielo se estaba volviendo muy fino a veces. Me dice:

—¿Has visto al rey alguna vez? —¿A quién? ¿A Guillermo IV? Bueno, desde luego que sí; va a nuestra iglesia. Yo sabía que hacía años que había muerto, pero no lo dije. Así que, cuando dije que venía a nuestra iglesia, me dice ella: —¿Qué? ¿Normalmente? —Sí, normalmente. Su banco está justo enfrente del nuestro, al otro lado del púlpito. —Pero yo creía que vivía en Londres. —Pues claro. ¿Dónde iba a vivir? —Pero yo creía que vosotros vivíais en Sheffield. Me había quedado de piedra. Tuve que hacer como que me ahogaba con un hueso de pollo para darme tiempo a pensar en cómo salirme de aquélla. Luego le digo: —Quiero decir que va a nuestra iglesia con regularidad cuando está en Sheffield. Pero eso es sólo en verano, cuando viene allí a darse los baños de mar. —Pero ¿qué cosas dices? Sheffield no está en la costa. —¿Y quién ha dicho que lo esté? —Pues tú. —No. No lo he dicho. —¡Que sí! —Que no. —Que sí. —En ningún momento he dicho nada de eso.

—¿Y qué has dicho entonces? —Dije que venía a darse baños de mar; eso es lo que he dicho. —Vale, y ¿cómo va a darse baños de mar si no está en la costa? —Atiende –le digo–, ¿has visto alguna vez agua del manantial de Congress? —Sí. —Bueno, y ¿tuviste que ir a Congress para verla? —Claro que no. —Pues Guillermo IV tampoco tiene que ir al mar para darse baños de mar. —Y entonces, ¿cómo se los da? —Pues igual que la gente de aquí consigue agua de Congress: la traen en barriles. En el palacio de Sheffield hay calderas y él quiere el agua caliente. No pueden hervir esa cantidad de agua allí al lado del mar. No tienen esas instalaciones. —Vale, ahora. Podrías haberlo dicho para empezar y habríamos ahorrado tiempo. Cuando ella dijo eso, vi que me había librado, así que me sentí cómodo y contento. Y después me dice: —¿Tú también vas a la iglesia? —Sí, con regularidad. —¿Dónde te sientas? —Pues en nuestro banco. —¿El banco de quién? —Pues el nuestro. El de tu tío Harvey.

—¿Suyo? ¿Para qué quiere él un banco? —Lo quiere para sentarse. ¿Para qué creías que lo quería? —Pues yo pensaba que él estaría en el púlpito. Maldita sea. Se me había olvidado que era predicador. Vi que me había vuelto a quedar atascado, así que volví a hacer lo del hueso de pollo y me puse a pensar otra vez. Después le digo: —Pero ¿es que tú te crees que sólo hay un predicador en cada iglesia? —¿Y para qué quieren más? —¡Qué! ¿Para predicar delante de un rey? Nunca he visto una chica como tú. No tienen menos de diecisiete. —¡Diecisiete! ¡Por Dios! Yo no aguantaría sentada con toda esa reata, ni aunque nunca pudiera ir a la gloria. Deben tardar una semana. —¡Caracoles! No predican todos el mismo día; sólo uno de ellos. —Y entonces, ¿qué hace el resto? —Pues no mucho. Se repantigan, pasan el platillo, y alguna cosa que otra. Pero básicamente no hacen nada. —Y entonces, ¿para qué están allí? —Sólo están allí por una cuestión de clase. ¿Es que no sabes nada de nada? —No me interesa saber esa clase de tonterías. ¿Cómo tratan a los criados en Inglaterra? ¿Los tratan mejor de lo que nosotros tratamos a nuestros negros? —¡No! Los criados no son nadie allí. Los tratan peor que a los perros. —¿No les dan vacaciones como nosotros, la semana de Navidad y Año Nuevo, y el cuatro de julio? —Tú sólo escucha. Con eso cualquiera sabría que nunca has estado en Inglaterra. Mira, labio-l… mira, Joanna, no ven ni un solo día de fiesta de una

punta del año a la otra; no van nunca al circo, ni al teatro, ni a espectáculos para negros ni a ninguna parte. —¿Ni a la iglesia? —Ni a la iglesia. —Pero tú siempre has ido a la iglesia. Bueno, otra vez me quedé de piedra. Se me había olvidado que era el criado del viejo. Pero, al cabo de un minuto, me enredé en una especie de explicación sobre en qué se diferenciaba un ayuda de cámara de un criado normal, y en que tenía que ir a la iglesia tanto si quería como si no, y sentarse con la familia, porque eso era lo que dictaba la ley. Pero no lo hice muy bien y, cuando terminé, ella no estaba muy conforme. Me dice: —¿De verdad? ¿No me has estado contando un montón de mentiras? —De verdad –le digo. —¿Ni una sola? —Ni una sola. No te he contado ni una mentira. —Pon la mano en este libro y dilo. Vi que no se trataba más que de un diccionario, así que le puse la mano encima y lo dije. Entonces, ella pareció más satisfecha, y dice: —Bueno, entonces me creeré una parte, pero que me maten si me creo el resto. —¿Qué es lo que no te crees, Joe? –dice Mary Jane, entrando seguida de Susan–. No está bien ni es muy amable de tu parte hablarle así a él, siendo como es un extraño que está tan lejos de su gente. ¿Qué te parecería a ti que te trataran así? —Siempre haces lo mismo, Maim; siempre intervienes para ayudar a alguien antes de que resulte herido. No le he hecho nada. Creo que me ha contado unas cuantas mentiras, y le he dicho que no me las voy a tragar todas; y eso es todo lo que le he dicho. Supongo que podrá soportar una cosita así, ¿no?

—Me da igual si la cosa fue pequeña o grande; él está aquí en nuestra casa y es un extraño, y no ha estado bien que le dijeras eso. Si tú estuvieras en su lugar, eso te habría hecho sentirte avergonzada, así que no deberías decirle a otra persona algo que pudiera avergonzarla. —Pero, Maim, él ha dicho… —Da igual lo que haya dicho; ésa no es la cuestión. La cuestión es que lo trates con amabilidad y que no le digas cosas que le recuerden que no está en su propio país y que no está entre su gente. Y yo me digo, ¡y ésta es una de las chicas a las que estoy dejando que ese viejo reptil le robe su dinero! Después entró Susan y no sé si me creeréis, ¡pero ella reprendió a la del labio leporino enérgicamente! Y yo me digo, ¡y ésta es otra a la que le estoy dejando que le robe el dinero! Y entonces Mary Jane habló otra vez, y se volvió dulce y amable otra vez, que era como ella solía ser; pero, cuando terminó, prácticamente no quedaba nada de la pobre del labio leporino. Así que gritó. —De acuerdo, entonces –dicen las otras chicas–, simplemente pídele perdón. Y lo hizo; y lo hizo muy bien. Lo hizo tan bien que fue agradable escucharlo, y yo deseé poder contarle mil mentiras para que ella volviera a hacerlo otra vez. Y me digo, y ésta es otra más a la que le estoy dejando que le robe el dinero. Y cuando ella terminó, todas se dispusieron a hacerme sentir en casa y a hacerme saber que estaba entre amigos. Me sentí tan grosero y tan bajo y tan malo que me digo, ya he tomado una decisión: les guardaré ese dinero para ellas o si no reviento. Después me largué a la cama, o eso dije, pero en realidad me refería a que me iría a la cama en algún que otro momento. Cuando me quedé solo, me puse a darle vueltas al asunto. Me digo, ¿voy al médico en privado y me chivo de estos dos impostores? No, eso no servirá. Él podría decir quién se lo había contado y después el rey y el duque me darían una buena. ¿Voy y se lo cuento a Mary Jane en privado? No, eso no. Su cara les daría una pista, seguro, y ellos tienen el

dinero, así que se largarían sigilosamente de inmediato y se lo llevarían. Y supongo que, si ella buscase ayuda, yo terminaría mezclado en este asunto antes de que se terminara. No, sólo hay una forma. Tengo que robar ese dinero de alguna manera, y tengo que robarlo de modo que ellos no sospechen que he sido yo el que lo ha hecho. Aquí tienen algo bueno y no se van a ir hasta que no le hayan sacado a esta familia y a este pueblo todo lo que puedan, así que tengo tiempo suficiente para buscar una ocasión. Lo robaré y lo esconderé, y después, cuando esté lejos de aquí río abajo, le escribiré una carta a Mary Jane y le diré dónde está escondido. Será mejor que guarde ese dinero esta noche si puedo, porque puede que el médico no haya dejado el asunto como él pretende hacer creer, y todavía podría darles un susto para que se largaran. Así que pienso que voy a ir a registrar sus habitaciones. Arriba el pasillo estaba oscuro, pero encontré la habitación del duque y empecé a registrarla tanteando con las manos; pero recordé que no sería propio del rey dejar que nadie más que él cuidara de ese dinero, así que después me fui a su habitación y empecé a registrar por allí. Pero me di cuenta de que no podía hacer nada sin una vela, pero, por supuesto, no me atrevía a encender una. Así que decidí que tendría que hacer otra cosa: acecharlos y espiar sus conversaciones. En ese momento, oí sus pasos que se acercaban y fui a meterme debajo de la cama; me dirigí hacia allí, pero no estaba donde yo creía que estaría; sin embargo, toqué la cortina que escondía los vestidos de Mary Jane, de modo que me metí detrás de un salto y me apreté entre los trajes, y me quedé allí completamente inmóvil. Entraron y cerraron la puerta, y lo primero que hizo el duque fue agacharse para mirar debajo de la cama. Me alegré entonces de no haber encontrado la cama cuando la busqué. Y, aun así, es como algo natural lo de esconderse debajo de la cama cuando estás tramando algo en secreto, ¿sabes? Entonces se sentaron, y dice el rey: —Bueno, ¿de qué se trata? Y que sea breve porque es mejor que estemos abajo armando ruido con el duelo que aquí arriba dándoles la oportunidad de hablar de nosotros. —Bueno, Capeto, pues es lo siguiente: no estoy tranquilo, no me siento cómodo. No me quito al médico ese de la cabeza y quería saber cuáles son tus planes, porque yo tengo una idea y creo que es sensata. —¿Cuál es, duque?

—Que será mejor que nos larguemos de aquí sigilosamente antes de las tres de la mañana y que nos alejemos rápidamente por el río con lo que tenemos. Especialmente, viendo lo fácil que lo tenemos: nos lo han devuelto, nos lo han echado a los brazos, podría decirse, cuando, por supuesto, íbamos a tener que robarlo de nuevo. Yo estoy por robarlo y quitarnos de en medio. Eso me hizo sentirme muy mal. Hacía una hora o dos me habría dado más o menos igual, pero ahora me hizo sentirme mal y desilusionado. El rey salta y dice: —¿Qué? ¿Y no vender el resto de la propiedad? ¿Largarnos como una panda de tontos y dejar ahí tirada una propiedad por valor de ocho o nueve mil dólares que está pidiendo a gritos que la cojamos? Y encima que es una buena propiedad y vendible, además. El duque refunfuñó y dijo que la bolsa de oro era suficiente, y que tampoco quería seguir; no quería robarle a un montón de huérfanas todo lo que tenían. —¡Qué cosas dices! –dice el rey–. No les vamos a robar nada más que este dinero. La gente que compre la propiedad será la que sufra, porque en cuanto se averigüe que no éramos los dueños, y no tardarán mucho una vez que nos hayamos ido, la venta no será válida y todo volverá a la herencia. Estas huérfanas recuperarán la casa y con eso tendrán suficiente; son jóvenes y activas y se podrán ganar la vida con facilidad. Ellas no van a sufrir. Mira, piénsalo, hay miles y miles que, ni de lejos, son tan pudientes. No tienen motivos para quejarse, desde luego. Bueno, el rey le estuvo hablando hasta que lo cegó, y al final cedió y estuvo de acuerdo, pero seguía creyendo que era una maldita locura quedarse con aquel médico amenazándolos. Pero el rey dice: —¡A la mierda con el médico! ¿A nosotros qué nos importa? ¿No tenemos a todos los tontos del pueblo de nuestra parte? ¿Y ésa no es mayoría suficiente en cualquier pueblo? De modo que se prepararon para bajar otra vez. Dice el duque: —Creo que no metimos ese dinero en un buen sitio. Eso me alegró. Había empezado a pensar que no iba a conseguir ninguna pista

de ninguna clase que me ayudara. Dice el rey: —¿Por qué? —Porque Mary Jane va a estar de luto a partir de ahora y, antes de que te des cuenta, el negro que hace las habitaciones recibirá la orden de empaquetar estas ropas y guardarlas, y ¿tú crees que un negro puede encontrarse con dinero y no coger por lo menos una parte? —Vuelves a tener la cabeza en su sitio otra vez, duque –dice el rey, y se viene a rebuscar a tientas debajo de la cortina a dos o tres pies de distancia de donde yo estaba. Me pegué completamente contra la pared y me quedé muy quieto, aunque un poco tembloroso, y me pregunté lo que aquellos tipos me dirían si me pillaran, e intenté pensar en lo que debería hacer si lo hicieran. Pero el rey cogió la bolsa antes de que yo pudiera llegar a la mitad de un pensamiento y no sospechó en ningún momento que yo estuviera por allí. Cogieron la bolsa y la metieron en el colchón de paja que estaba debajo de la cama de plumas por un rasgón, y la empujaron hacia el centro un pie o dos y la metieron entre la paja, y dijeron que ahora estaba bien porque el negro sólo hacía la cama de plumas y que no le daba la vuelta al colchón de paja más que una o dos veces al año, así que ahora no había peligro de que les robara. Pero yo lo sabía todo. La había sacado de allí antes de que ellos hubieran llegado a la mitad de la escalera. Subí a tientas hasta mi cuchitril y la escondí allí hasta que se me presentara la oportunidad de encontrar un sitio mejor. Pensé que lo mejor sería esconderla fuera de la casa en algún sitio porque, si ellos la echaban en falta, registrarían la casa de arriba abajo: eso lo sabía yo muy bien. Después me metí en la cama con toda la ropa puesta, pero no habría podido dormirme aunque hubiera querido, porque estaba muy impaciente por terminar con el asunto. Al rato, oí al rey y al duque subir, así que rodé en mi jergón y me tumbé con la barbilla en la parte de arriba de mi escalera esperando a ver si iba a ocurrir algo. Pero no pasó nada. Así que aguanté allí hasta que todos los ruidos propios de la noche se terminaron y los de la mañana temprano todavía no habían empezado, y entonces me deslicé escaleras abajo.

Capítulo 27

Fui de puntillas hasta sus puertas y escuché: estaban roncando. Así que seguí de puntillas y bajé las escaleras sin problemas. No había ni un ruido en ninguna parte. Me asomé por una rendija de la puerta del comedor, y vi que los hombres que estaban velando el cadáver estaban todos profundamente dormidos en las sillas. La puerta que daba al salón, donde se encontraba el cadáver, estaba abierta, y había una vela en cada una de las habitaciones. Pasé por allí y la puerta del salón estaba abierta, pero vi que no había nadie allí dentro excepto los restos de Peter, así que seguí adelante. Pero la puerta de entrada estaba cerrada y la llave no estaba allí. En aquel mismo instante, oí que venía alguien escaleras abajo, justo a mi espalda. Me metí corriendo en el salón y eché un vistazo rápido a mi alrededor, y el único sitio que vi en el que podía esconder la bolsa fue el féretro. La tapa estaba desplazada un pie hacia abajo y se veía la cara del difunto allí dentro tapada con un paño húmedo, y el sudario. Escondí la bolsa del dinero metiéndola por debajo de la tapa y colocándola más abajo de donde tenía las manos cruzadas, lo que me puso los pelos de punta porque estaban muy frías, y después volví a cruzar la habitación corriendo y me metí detrás de la puerta. La persona que venía era Mary Jane. Fue hasta el féretro con mucha suavidad y se arrodilló y miró al interior; después levantó su pañuelo y vi que empezó a llorar, aunque no la oía y me estaba dando la espalda. Salí sigilosamente y, cuando pasé por el comedor, pensé que debía asegurarme de que los asistentes al duelo no me habían visto, así que miré por la rendija y vi que todo estaba en orden. No se habían movido. Subí cuidadosamente hasta mi cama sintiéndome un poco triste por cómo había salido la cosa después de que me hubiera tomado tantas molestias y de haber corrido un riesgo tan grande. Y me digo, si pudiera quedarse donde está, está bien, porque cuando estemos cien o doscientas millas río abajo, podría escribirle a Mary Jane y ella podría desenterrarlo otra vez y cogerlo; pero eso no es lo que va a ocurrir; lo que va a pasar es que descubrirán el dinero cuando vayan a atornillar la tapa. Y entonces el rey lo cogerá otra vez y pasará mucho tiempo antes de que él le vuelva a dar a nadie la oportunidad de quitárselo. Por supuesto, yo quería bajar otra vez y sacarlo de allí, pero no me atreví a intentarlo. Ya era por la mañana temprano y, muy pronto, los asistentes al velatorio empezarían a

despertarse y podrían pillarme; y pillarme con seis mil dólares que nadie me había encargado que yo cuidara en las manos. Y me digo: «Yo no quiero verme mezclado en un asunto así». Cuando bajé las escaleras por la mañana, el salón estaba cerrado y los asistentes al duelo se habían marchado. No había nadie por allí aparte de la familia y de la viuda Bartley y de nuestra tribu. Les observé las caras para ver si había pasado algo, pero no pude adivinarlo. Hacia mediodía vino el encargado de la funeraria con su hombre y colocaron el ataúd en medio de la habitación sobre un par de sillas, y después colocaron todas nuestras sillas en filas y pidieron prestadas más a los vecinos hasta que llenaron el vestíbulo, el salón y el comedor. Vi que la tapa del ataúd estaba igual que antes, pero no me atreví a ir a mirar debajo habiendo gente por allí. Después empezó a llegar gente en tropel y los impostores y las chicas tomaron asiento en primera fila a la cabecera del ataúd, y durante media hora la gente pasó en fila india lentamente para mirarle la cara al muerto durante un minuto; algunos soltaban una lágrima y todo era muy silencioso y muy solemne; sólo las chicas y los impostores se tapaban los ojos con los pañuelos y mantenían las cabezas gachas, sollozando un poco. No se oía nada aparte del arrastrar de los pies contra el suelo y de la gente sonándose la nariz, porque la gente siempre se suena más en un funeral de lo que lo hacen en otros sitios, excepto en la iglesia. Cuando el sitio estuvo lleno a reventar, el encargado de la funeraria se movió por allí como deslizándose con sus guantes negros y sus modales blandengues y tranquilizadores, dando los últimos toques y asegurándose de que tanto las cosas como la gente estuviesen en orden y acomodadas, y haciendo menos ruido que un gato. Nunca decía nada: cambiaba a la gente de sitio, conseguía apretujar allí dentro a los que llegaban tarde, abría pasillos, y lo hacía con gestos de la cabeza y haciendo señales con las manos. Después se colocó en su sitio contra la pared. Era el hombre que se deslizaba mejor, con más suavidad y con más sigilo, que he visto nunca; y sonreía menos que un actor dramático. Habían pedido prestado un órgano de juncos y estaba estropeado, y cuando todo estuvo listo una joven se sentó y se puso a tocarlo y aquello chirriaba y sonaba flatulento y todos se unieron y cantaron y Peter era el único que tenía algo bueno, según mi parecer. Después el reverendo Hobson extendió los brazos despacio y con solemnidad y empezó a hablar e inmediatamente estalló en el

sótano la pelea más escandalosa que se haya oído nunca: no era más que un perro, pero armaba un jaleo tremendo que no terminaba nunca; y el pastor se tuvo que quedar allí quieto de pie frente al ataúd y esperar, porque no podías oír ni tus propios pensamientos. Resultaba muy embarazoso y nadie parecía saber qué hacer. Pero, al poco, se ve a aquel encargado de la funeraria de piernas largas hacerle una señal al pastor, como diciéndole: «No se preocupe. Confíe en mí». Después se encorvó y empezó a deslizarse pegado a la pared, y sólo se le veían los hombros por encima de las cabezas de la gente. Mientras seguía deslizándose, el follón y el estruendo eran cada vez más escandalosos; y por fin, cuando había recorrido dos de los lados de la habitación, desapareció camino del sótano. Unos dos segundos después, oímos un porrazo y el perro terminó con un espantoso aullido o dos y, después, todo quedó en el más absoluto silencio y el pastor empezó su charla solemne donde la había dejado. Al cabo de un minuto o dos, aquí vuelve el encargado de la funeraria y los hombros se deslizan pegados a la pared otra vez; y siguió deslizándose y deslizándose a lo largo de tres de los lados de la habitación, y después se enderezó, se cubrió la boca con las manos y estiró el cuello hacia el pastor, por encima de las cabezas de la gente, y le dice, en una especie de susurro ronco: «¡Tenía una rata!». Después se inclinó y se deslizó pegado a la pared otra vez hasta llegar a su sitio. Se veía que a la gente le había producido gran satisfacción, porque, obviamente, querían saber. Las pequeñas cosas no cuestan nada, y son precisamente esas cosas pequeñas las que hacen que un hombre sea apreciado y irado. No había un hombre más popular en el pueblo que aquel encargado de funeraria. Bueno, pues el sermón del funeral fue muy bueno, pero aburrido y larguísimo. Y después el rey intervino y soltó parte de su basura habitual, y por fin se terminó el asunto, y el encargado de la funeraria empezó a acercarse sigilosamente al ataúd con el destornillador. Entonces me puse muy nervioso y lo observé con mucha atención. Pero no toqueteó nada; simplemente desplazó la tapa con total suavidad y la atornilló hasta dejarla apretada y firme. ¡Ya estaba! Y yo no sabía si el dinero estaba allí dentro o no. Y me digo: «¿Y si alguien ha cogido esa bolsa disimuladamente?, ¿y cómo sé si tengo que escribirle a Mary Jane o no? Imaginemos que lo desenterrara y no encontrara nada, ¿qué iba a pensar de mí? Maldita sea –me digo–, podrían perseguirme y meterme en la cárcel; más vale que no llame la atención y me mantenga en la sombra, y que no escriba nada; todo esto está ahora muy liado; intentando mejorarlo, lo he empeorado cien veces, y ojalá que lo hubiera dejado estar, ¡maldito sea todo este asunto!». Lo enterraron y volvimos a casa, y yo me puse a observar las caras otra vez; no

podía evitarlo y no podía quedarme tranquilo. Pero no me sirvió de nada porque las caras no me dijeron nada. El rey se pasó la tarde visitando y endulzando a todo el mundo, mostrándose más amable que nunca; y dejó caer la idea de que su congregación de Inglaterra debía estar muy preocupada por él y que debía darse prisa en resolver el tema de la herencia inmediatamente para poder marcharse a casa. Sentía mucho estar tan presionado y todos los demás lo sentían también, y decían que ojalá pudiera quedarse más tiempo, pero que se daban cuenta de que no podía ser. Y él dijo que por supuesto que William y él se llevarían a las chicas con ellos, y eso agradó a todo el mundo, porque así las chicas estarían económicamente acomodadas y además estarían con sus propios parientes; y a las chicas también les agradó; les gustó tanto la idea que se olvidaron completamente de todos los problemas que hubieran podido tener en esta vida, y le dijeron que vendiera tan pronto como quisiera porque ellas estarían preparadas. Aquellas pobres chicas estaban tan felices y tan contentas que me dolía el corazón de ver cómo las estaban engañando y timando, pero no veía ninguna manera segura de intervenir y cambiar la tónica general. Que me maten si el rey no anunció la subasta de la casa, de los negros y de toda la propiedad inmediatamente: la venta iba a ser dos días después del funeral, pero cualquiera podía comprar en privado antes si así lo prefería. De modo que, el día después del funeral, sobre mediodía, la felicidad de las chicas se llevó el primer golpe. Vinieron un par de tratantes de negros y el rey les vendió a los negros por un precio razonable a cambio de unas letras de cambio a tres días vista, como las llamaban, y se marcharon: los dos hijos río arriba, a Memphis, y su madre, río abajo, a Orleans. Creí que a aquellas pobres chicas y a los negros se les iba a romper el corazón de pena; todos lloraron rodeándose unos a otros y se alteraron tanto que casi me puse enfermo sólo de verlos. Las chicas dijeron que ni en sueños se les había ocurrido nunca que tuvieran que ver a la familia separarse o venderla fuera de la ciudad. No puedo arrancarme de la memoria la visión de aquellas pobres chicas desgraciadas y de aquellos negros enganchándose unos al cuello de los otros y llorando. Y creo que no habría podido soportarlo y habría tenido que soltarlo todo y desenmascarar a nuestra banda si no hubiera sabido que la venta no era válida y que los negros volverían a la casa al cabo de una o dos semanas. Esto también provocó un gran revuelo en el pueblo y muchos vinieron

directamente a decir que era escandaloso separar a la madre y a los hijos de esa manera. Eso les hizo un poco de daño a los impostores, pero el viejo idiota continuó como iba a pesar de lo que el duque pudiera hacer o decirle, y te digo que el duque estaba muy inquieto. La subasta era al día siguiente. Cuando se hizo completamente de día por la mañana, el rey y el duque subieron a la buhardilla a despertarme, y por su expresión vi que había problemas. El rey dice: —¿Estuviste en mi habitación anteanoche? —No, Majestad –que era la forma en que siempre lo llamaba cuando no había nadie alrededor que no fuera de nuestra banda. —¿Estuviste allí ayer o anoche? —No, Majestad. —Por tu honor, ahora; sin mentiras. —Por mi honor, Majestad; le estoy diciendo la verdad. No me he acercado a vuestra habitación desde que la señorita Mary Jane os llevó a usted y al duque y os la enseñó. Dice el duque: —¿Has visto a alguna otra persona entrar allí? —No, Excelencia. No que yo recuerde, creo. —Párate y piensa. Estudié el asunto un rato y sopesé mis posibilidades, y después le digo: —Bueno, vi a los negros entrar allí varias veces. Los dos dieron un repullo dando la impresión de que nunca se lo hubieran esperado, y después como si sí que se lo hubieran esperado. Y entonces dice el duque: —¿Qué? ¿A todos?

—No. Por lo menos no a todos al mismo tiempo. O sea, no creo haberlos visto salir a todos al mismo tiempo, sino uno por uno. —¡Atiéndeme! ¿Cuándo fue eso? —Fue el día del funeral. Por la mañana. No era temprano, porque me quedé dormido. Estaba empezando a bajar las escaleras cuando los vi. —¡Bueno, sigue, sigue! ¿Qué hicieron? ¿Cómo actuaron? —No hicieron nada. Ni tampoco actuaron mucho de ninguna manera, por lo que vi. Se fueron de puntillas. Por lo que vi, fácil, habían entrado allí para hacer la habitación de Su Majestad, o algo así, creyendo que estaría levantado, y se encontraron con que no lo estaba, y esperaban poder quitarse de en medio sin despertarlo para evitarse problemas, si es que no lo habían despertado ya. —¡Por todos los diablos! ¡Ésta sí que es buena! –dice el rey, y los dos parecían estar bastante descompuestos aparte de tener cara de tontos. Se quedaron allí pensando y rascándose las cabezas durante un minuto, y el duque soltó una especie de risita ronca, y dice: —Nos han ganado a todos con lo bien que han jugado los negros sus cartas. ¡Nos hicieron creer que sentían mucho irse de esta región! Y yo me creí que lo sentían, y tú también te lo creíste, y todo el mundo. No me digáis nunca más que los negros no tienen talento histriónico. Tal como lo hicieron, podrían engañar a cualquiera. En mi opinión, valen una fortuna. Si yo tuviera el capital y un teatro, no podría desear un reparto mejor, y nosotros hemos ido y los hemos vendido por lo que vale una canción. Y encima no tenemos aún el privilegio ni de cantar la canción. Dime, ¿dónde está esa canción, esa letra de cambio? —En el banco, esperando a que la recojamos. ¿Dónde iba a estar, si no? —Bueno, entonces está bien, gracias a Dios. Y digo yo, tímidamente: —¿Pasa algo? El rey se revuelve, me mira y me espeta:

—¡Nada que sea asunto tuyo! Tú no te metas en esto y ocúpate de tus asuntos, si es que tienes alguno. Y que no se te olvide mientras estés en este pueblo, ¿me oyes? Y después le dice al duque: —Sólo nos queda tragárnoslo y no decir nada. Tenemos que mantener el secreto. Cuando empezaron a bajar la escalera, el duque suelta otra risita y dice: —¡Ventas rápidas y beneficios pequeños! Es un buen negocio, sí. El rey se vuelve hacia él con un gruñido y le dice: —Estaba intentando hacerlo lo mejor posible al venderlos tan rápido. Si ha resultado que no hay ningún beneficio, que nos falta un montón y que no nos queda nada que llevarnos, ¿es más culpa mía que tuya? —Bueno, todavía estarían en esta casa y nosotros ya no estaríamos aquí si hubiera conseguido que escucharas mis consejos. El rey se volvió hasta donde le resultaba seguro para replicarle, y después cambió y arremetió contra mí de nuevo. Me regañó por no ir a contarle que había visto a los negros salir de su habitación actuando de aquel modo y dijo que cualquier tonto habría sabido que se traían algo entre manos. Y después se puso a maldecirse a sí mismo un rato, y dijo que todo aquello venía porque él no se había quedado en la cama hasta tarde para tomarse su descanso natural y que lo ahorcaran si alguna vez volvía a hacerlo. Y así se marcharon hablando sin parar, y yo me sentí tremendamente contento de haber podido echarles todas las culpas a los negros y, encima, sin hacerles a ellos ningún daño.

Capítulo 28

Ya iba llegando la hora de levantarse, así que bajé por la escalera y me dirigí al piso de abajo, pero, cuando pasé por la habitación de las chicas, la puerta estaba abierta y vi a Mary Jane sentada junto a su viejo baúl de pelo. Estaba abierto y había estado metiendo cosas en él, preparándose para irse a Inglaterra. Pero se había parado con un vestido doblado sobre la falda y tenía la cara entre las manos y estaba llorando. Me sentí fatal al verla, aunque a cualquiera le habría pasado lo mismo. Entré y le digo: —Señorita Mary Jane, usted no puede soportar ver a nadie pasándolo mal, y yo tampoco puedo, casi nunca. Cuéntemelo. Y así lo hizo. Era por los negros, como yo me esperaba. Me dijo que el bonito viaje a Inglaterra prácticamente se había estropeado por completo para ella; no sabía cómo iba a poder volver a ser feliz sabiendo que la madre y los hijos no iban a volver a verse nunca más, y después rompió a llorar otra vez más amargamente que nunca y, echando los brazos hacia arriba, dice: —¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Pensar que nunca más van a volver a verse! —Sí, que sí, y dentro de dos semanas. ¡Lo sé! –le digo. ¡Cáscaras! ¡Lo había soltado sin darme ni cuenta! ¡Y antes de que me diera tiempo a moverme me echó los brazos al cuello y me dijo que se lo dijera otra vez, otra vez, otra vez! Me di cuenta de que había hablado de manera muy repentina y sin pensar y de que había dicho demasiado, y me había metido en una encerrona. Le pedí que me dejara pensar un minuto, y ella se quedó sentada allí, muy impaciente y emocionada y muy guapa, pero con expresión de estar feliz y aliviada, como a alguien que le acaban de sacar una muela. Así que me puse a considerar el asunto. Me digo, supongo que uno que va y cuenta la verdad cuando está en una situación comprometida, está corriendo muchísimos riesgos, aunque yo no tengo experiencia, y tampoco lo puedo decir con seguridad; pero, en cualquier caso, eso es lo que me parece; y en este caso, que me maten si no me parece que decir

la verdad es mejor y, encima, más seguro que mentir. Tengo que dejarlo reposar en mi mente y darle vueltas en algún momento, porque esto es extraño y poco corriente. Nunca he visto nada igual. Bueno, me digo al fin, me voy a arriesgar; voy a decir la verdad esta vez, aunque parezca algo así como sentarse sobre un barril de pólvora para hacerlo estallar sólo por ver hasta dónde vas a llegar. Luego le digo: —Señorita Mary Jane, ¿tenéis algún sitio algo alejado del pueblo en el que pudierais quedaros tres o cuatro días? —Sí, en casa del señor Lothrop. ¿Por qué? —De momento no importa el porqué. Si os cuento cómo sé que los negros volverán a verse otra vez dentro de dos semanas, aquí en esta casa, y os demuestro cómo lo sé, ¿os iréis a casa del señor Lothrop y os quedareis cuatro días? —¡Cuatro días! –dice ella–. ¡Me quedaría un año! —De acuerdo –le digo–; lo único que quiero es su palabra. Me fío más de ella que de los juramentos sobre la Biblia de cualquier hombre. –Ella sonrió y se sonrojó de una manera muy dulce, y le digo–: Si no le importa, cerraré la puerta y le echaré el pestillo. Después volví y me senté otra vez, y le digo: —No grite. Quédese sentada quietecita y tómeselo como un hombre. Tengo que decirle la verdad y tendrá que ser fuerte, señorita Mary, porque es bastante mala y le va a resultar difícil de asumir, pero es algo que no se puede evitar. Estos tíos suyos no son tíos suyos; no son más que un par de impostores, un par de haraganes normales y corrientes. Bueno, ya hemos pasado lo peor. El resto lo podréis soportar con relativa facilidad. Le afectó muchísimo, por supuesto, pero yo ya había pasado el escollo más importante, así que seguí sin pararme. Los ojos le centelleaban cada vez más mientras le contaba hasta el último detalle, desde que nos encontramos con aquel joven idiota que iba al barco de vapor, hasta cuando ella se lanzó al pecho del rey en la puerta principal y él la besó dieciséis o diecisiete veces. Y entonces se levantó de un salto con la cara ardiéndole como una puesta de sol, y dice:

—¡Esa bestia! Ven, no perdamos ni un minuto, ni un segundo. ¡Haremos que los embreen y los emplumen y que los tiren al río! Y le digo: —Por supuesto. Pero ¿antes de que os vayáis a casa del señor Lothrop o…? —Oh –dice ella–, ¿en qué estaría pensando? –Y vuelve a sentarse otra vez–: No hagas caso de lo que he dicho, por favor. No me harás caso, ¿verdad?, ¿verdad? –poniéndome su mano sedosa sobre la mía de una manera que dije que antes, me moriría–. No lo pensé; me puse muy nerviosa –me dice–. Continúa y ya no lo haré más. Dime qué tengo que hacer y haré lo que tú me digas, sea lo que sea. —Bueno –le digo–, esos dos impostores forman una banda dura y, tal como están las cosas, no me queda más remedio que viajar con ellos todavía un poco más, tanto si quiero como si no, y preferiría no contarte por qué. Y si tú los delataras, este pueblo me libraría de sus garras, y a mí no me pasaría nada; pero habría otra persona a la que no conoces que tendría un problema grave. Así que tenemos que salvarlo a él, ¿verdad? De modo que no los delataremos. Al decir aquellas palabras, se me formó una buena idea en la cabeza. Me di cuenta de cómo podríamos librarnos Jim y yo de aquellos dos impostores: conseguir que los encarcelaran aquí y marcharnos después. Pero yo no quería que la balsa viajara de día sin que hubiera nadie a bordo más que yo para responder a las preguntas, de modo que no quería que el plan se pusiera en marcha hasta aquella noche bastante tarde. Le digo: —Señorita Mary Jane, le diré lo que haremos, y tampoco tendrá que quedarse en casa del señor Lothrop tanto tiempo. ¿A qué distancia está? —A algo menos de cuatro millas; aquí atrás, en mitad del campo. —Bien, eso servirá. Márchese allí ahora y pase desapercibida hasta las nueve o las nueve y media de esta noche, y después haga que la traigan a casa otra vez; dígales que se ha acordado de algo. Si llega aquí antes de las once, ponga una vela en esta ventana; y si no aparezco, espere hasta las once, y entonces, si no aparezco, es que me he marchado y estoy lejos y a salvo. Entonces, salga y haga correr la noticia y consiga que encarcelen a estos dos haraganes. —Bien –dice ella–, así lo haré.

—Y si se diera el caso de que yo no consiguiera escapar y de que me pillaran con ellos, debe salir en mi defensa y decir que se lo conté todo antes, y debe defenderme todo lo que pueda. —¡Defenderte! Por supuesto que lo haré. ¡No te tocarán ni un pelo! –dice ella, y, además, vi que se le ensanchaban las ventanas de la nariz y que los ojos le centelleaban al decirlo. —Si consigo escapar, no estaré aquí para demostrar que estos dos golfos no son sus tíos –le digo–, y tampoco podría hacerlo si estuviera aquí. Podría jurar que son unos haraganes y unos holgazanes, eso es todo; aunque eso ya es algo. Bueno, hay otros que pueden hacer eso mejor que yo, y son gente de la que no dudarán con tanta rapidez como con la que dudarían de mí. Le diré cómo encontrarlos. Deme un papel y un lápiz. Ahí está: Realeza sin parangón, Bricksville. Guárdelo y no lo pierda. Cuando el tribunal quiera hacer averiguaciones sobre estos dos, que manden a alguien a Bricksville y que diga que tienen a los hombres que representaron la Realeza sin parangón y que pida algunos testigos. Señorita Mary, tendrá aquí a todo el pueblo antes de que le dé tiempo a guiñar un ojo. Y además, estarán furiosos. Calculé que ya lo teníamos todo arreglado. Así que le digo: —Deje que la subasta siga adelante y no se preocupe. Nadie tendrá que pagar las cosas que compre hasta un día entero después de la subasta por el poco tiempo de aviso, y ellos no van a marcharse de aquí hasta que no consigan ese dinero; y tal como lo hemos arreglado todo, la venta no contará y ellos no van a conseguir sacar ningún dinero. Es lo mismo que pasó con los negros: no hubo venta y los negros volverán dentro de poco. Bueno, tampoco pueden cobrar el dinero de los negros todavía; están en la peor de las situaciones, señorita Mary. —Bueno –dice ella–, ahora bajaré corriendo a desayunar y después me iré directa a casa del señor Lothrop. —No, ése no es el arreglo, señorita Mary Jane –le digo–. De ningún modo. Idos antes del desayuno. —¿Por qué? —¿Por qué creéis que yo quería que os fuerais, señorita Mary?

—Bueno, no se me ha ocurrido. Y, ahora que lo pienso, no lo sé. ¿Por qué? —Porque usted no es una de esas personas con cara de palo. Con su cara, no hacen falta libros. Cualquiera podría sentarse a leer en ella como si estuviera impresa en letras gruesas. ¿Cree que podría enfrentarse a sus tíos cuando vinieran a darle el beso de buenos días sin que…? —Ya, ya, no. Sí, me iré antes de desayunar, y además me alegraré de hacerlo así. ¿Y dejo a mis hermanas con ellos? —Sí. No se preocupe por ellas. Todavía tendrán que soportarlo un poco más. Podrían sospechar algo si se fueran todas. No quiero que los vea a ellos, ni a sus hermanas ni a nadie del pueblo; si cualquier vecino le preguntara cómo están sus tíos esta mañana, su cara le delataría. No, marchaos inmediatamente, señorita Mary, y yo me las arreglaré con todos ellos. Le diré a la señorita Susan que salude a vuestros tíos de su parte y que les diga que os habéis marchado unas cuantas horas a descansar un poco, o a cambiar de aires, o a ver a una amiga, y que volveréis esta noche o mañana por la mañana temprano. —Sí, vale, que he ido a ver a una amiga, pero no pienso mandarles ningún saludo. —Bueno, de acuerdo, pues no se lo mande. Bueno, no pasaba nada por decirle eso a ella. No se trataba más que de una cosita, que encima no crearía problemas; y son las cosas pequeñas las que le allanan más el camino a las personas aquí abajo; haría que Mary Jane se sintiera cómoda y a mí no me costaba nada. Después le digo: —Hay una cosa más: la bolsa del dinero. —Bueno, ésa la tienen ellos, y me hace sentirme muy estúpida recordar cómo la consiguieron. —No, ahí está equivocada. Ellos no la tienen. —¿Cómo? ¿Quién la tiene? —Ojalá lo supiera, pero no lo sé. Yo la tenía, porque se la robé a ellos; y la robé para dársela a usted, y sé dónde la escondí, pero me temo que ya no está allí. Lo

siento muchísimo, señorita Mary Jane, muchísimo, pero he hecho todo lo que he podido, de verdad. Casi me pillan y tuve que meterla en el primer sitio que pillé, y correr, y no era un buen sitio, precisamente. —Oh, deja de echarte la culpa. Está mal que lo hagas y no lo permitiré; no pudiste evitarlo, así que no fue culpa tuya. ¿Dónde la escondiste? No quería que volviera a ponerse a pensar en todos sus problemas, y era como si no pudiera conseguir que mi boca le dijera algo que le haría ver aquel cadáver tumbado en el féretro con la bolsa de dinero en el estómago. Así que, durante un minuto, no dije nada, y después le digo: —Preferiría no decirle dónde la puse, señorita Mary Jane, si me lo permite. En vez de eso, lo escribiré en un papel y podrá leerlo de camino a la casa del señor Lothrop, si quiere. Le parece bien así? —Oh, sí. Así que escribí: «Lo metí en el féretro. Estaba allí dentro cuando usted estaba allí llorando por la noche. Yo estaba detrás de la puerta y lo sentía muchísimo por usted, señorita Mary Jane». Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordarla a ella allí llorando sola por la noche, y a aquellos diablos acostados bajo su mismo techo, avergonzándola y robándole; y cuando lo doblé y se lo di a ella, vi que a ella también se le llenaban los ojos de lágrimas, y me cogió de la mano, y me la apretó, y me dice: —Adiós. Lo haré todo tal como me has dicho y, aunque no vuelva a verte nunca, no te olvidaré y pensaré en ti muchas veces, y también rezaré por ti. –Y se fue. ¡Rezar por mí! Pensé que, si me conociera, escogería una tarea que fuese más acorde con su tamaño. Pero seguro que lo ha hecho igualmente; ella era justo de esa clase de personas. Tenía valor como para rezar por Judas si se lo proponía; creo que ella no era de las que se echan atrás. Podéis decir lo que queráis, pero, en mi opinión, tenía más valor que ninguna otra chica que yo haya visto; en mi opinión, ella era muy valiente. Puede parecer que la estoy adulando, pero no lo estoy haciendo. Y si hablamos de su belleza, y también de su bondad, ella está por encima de todas las demás. Nunca he vuelto a verla desde aquella vez en que la vi salir por aquella puerta; no, no he vuelto a verla, pero calculo que he pensado en ella muchos millones de veces y en cuando dijo que rezaría por mí. Y

si alguna vez hubiera pensado que a ella le pudiera hacer bien que yo rezara por ella, que me maten si no lo habría hecho. Bueno, Mary Jane se largó por la puerta de atrás, creo, porque nadie la vio marcharse. Cuando me encontré con Susan y con la del labio leporino, les digo: —¿Cómo se llama esa gente que vive al otro lado del río a la que todas vais a ver de vez en cuando? Ellas dicen: —Hay varias. Pero normalmente, a los Proctor. —Sí, ése es el nombre –digo–; casi se me olvida. Bueno, pues la señorita Mary Jane me ha dicho que os diga que ha ido allí y que tenía muchísima prisa porque uno de ellos está enfermo. —¿Cuál de ellos? —No lo sé, o por lo menos lo he olvidado; pero creo que es… —Dios mío, espero que no sea Hanner. —Siento decírtelo –le digo–, pero sí, es Hanner. —¡Por todos los santos! ¡Si estaba muy bien sólo la semana pasada! ¿Está muy enferma? —Eso sería decirlo muy suavemente. Me ha dicho la señorita Mary Jane que se han pasado toda la noche levantados con ella y que no creen que dure muchas horas. —¿Cómo es posible? ¿Qué le pasa? No se me ocurría nada razonable, así de pronto, así que digo: —Paperas. —¡Tu abuela va a tener las paperas! No se quedan levantados toda la noche porque alguien tenga las paperas.

—¿Que no, seguro? Pues te aseguro que con estas paperas sí que lo hacen. Me ha dicho la señorita Mary Jane que estas paperas son diferentes. Son de un tipo nuevo. —¿Cómo que son de un tipo nuevo? —Porque están mezcladas con otras cosas. —¿Con qué otras cosas? —Pues con el sarampión y con la tos ferina y con la erisipela y con la tuberculosis y con la ictericia y con la fiebre cerebral y con no sé qué más. —¡Dios mío! ¿Y lo llaman paperas? —Eso es lo que me dijo la señorita Mary Jane. —Bueno, y ¿por qué demonios lo llaman paperas? —Pues porque son unas paperas. Con eso empieza. —Eso no tiene sentido. Es como si alguien se da un golpe en el dedo gordo del pie y bebe veneno y se cae al pozo y se parte el cuello y se le salen los sesos y luego viene otro y pregunta qué fue lo que lo mató, y algún imbécil va y le dice: «Bueno, se dio un golpe en el dedo gordo del pie». ¿Eso tendría algún sentido? No. Y esto tampoco tiene ningún sentido. ¿Es una broma? —¿Que si es una broma? ¡Qué cosas dices! ¿Están de broma los rastrillos en la oscuridad? Si no te enganchas en un diente es porque te vas a enganchar en otro, ¿o no? Y no te quedas enganchado sólo en uno de los dientes, sino que te quedas enganchado a todo el rastrillo, ¿o no? Pues podría decirse que este tipo de paperas es como una especie de rastrillo; y tampoco es un rastrillo cualquiera porque te engancha bien. —Pues creo que es horrible –dice la del labio leporino–. Iré a buscar al tío Harvey y… —Oh, sí –le digo–, yo iría. Por supuesto que sí. Y sin perder tiempo. —¿Ah, sí? ¿Y por qué no ibas a ir?

—Escucha un momento y a lo mejor te enteras. ¿Es que vuestros tíos no tienen que volverse a casa a Inglaterra lo más rápido que puedan? ¿Y crees que serían lo suficientemente insensibles como para irse y dejar que os fuerais solas en un viaje tan largo? Sabes que os esperarán. Hasta ahora está claro, ¿no? Sabes que vuestro tío Harvey es predicador, ¿no? Muy bien, entonces, ¿va a engañar un predicador al sobrecargo de un barco de vapor? ¿Va a engañar al sobrecargo de un barco para que dejen a la señorita Mary Jane subir a bordo? Tú sabes que no. ¿Y qué va a hacer, entonces? Pues dirá: «Es una lástima tremenda, pero los asuntos de mi iglesia tendrán que resolverse de la mejor manera que puedan, porque mi sobrina se ha visto expuesta a las terribles paperas pluribus-unum y es mi obligación ineludible quedarme aquí sentado a esperar los tres meses que hacen falta para que le salgan, si es que las ha cogido». Pero no importa, si tú crees que lo mejor es que se lo digas a tu tío Harvey… —¡Caracoles! ¿Y quedarnos aquí haciendo el tonto, esperando para averiguar si Mary Jane las ha cogido o no, cuando podríamos estar en Inglaterra pasándonoslo bien? Vaya, dices cosas de tontos. —Bueno, de todos modos, igual deberías decírselo a algunos de los vecinos. —Y ahora escucha eso. Tú les ganas a todos en cuanto a estupidez natural. ¿No te das cuenta de que irían a contarlo? No hay más solución que no decírselo a nadie en absoluto. —Bueno, quizá tengas razón. Sí, creo que tienes razón. —Pero creo que, de todos modos, deberíamos decirle al tío Harvey que ha salido un rato, para que no se preocupe por ella. —Sí, la señorita Mary Jane quería que hicierais eso. Me dijo: «Diles que saluden al tío Harvey y al tío William y que les den un beso de mi parte, y que les digan que me he ido corriendo al otro lado del río a ver al señor… señor…». ¿Cómo se llama la familia rica esa de la que se acordaba tanto vuestro tío Peter? Me refiero a ésa, la que… —¿No te referirás a los Apthorp, no? —Por supuesto; esos nombres son un incordio; no hay manera de acordarse de ellos la mitad de las veces por lo menos. Sí, ella me dijo que dijerais que ha ido corriendo a pedirle a los Apthorp que se aseguren de venir a la subasta para que

compren esta casa, porque ella creía que su tío Peter preferiría que la tuvieran ellos antes que cualquier otra persona. Y que se iba a quedar con ellos hasta que dijeran que vendrían, y que después, si no estaba demasiado cansada, vendría a casa; y que si lo estaba, llegaría a casa por la mañana. Me dijo que no dijerais nada de los Proctor, sólo de los Apthorp, lo que, de todos modos, será verdad, porque va a ir allí a hablar con ellos sobre la compra de la casa; lo sé porque ella misma me lo dijo. —De acuerdo –me dijeron, y se marcharon a esperar a sus tíos para saludarlos y darles los besos y el mensaje. Ahora todo estaba en orden. Las chicas no dirían nada porque querían irse a Inglaterra, y el rey y el duque preferirían que Mary Jane estuviera fuera trabajando para la subasta, en lugar de estar allí al alcance del doctor Robinson. Me sentía muy satisfecho y pensé que lo había hecho muy bien. Estaba seguro de que el mismo Tom Sawyer no habría podido hacerlo mejor. Por supuesto que le habría puesto más clase, pero a mí eso no me sale así como así, porque no me han educado de esa forma. Celebraron la subasta en la plaza pública hacia el final de la tarde, y se prolongó y se prolongó, y el viejo estaba allí presente con su aspecto más pío, subido allí junto al subastador, interviniendo de vez en cuando con trocitos de la Biblia, o con algún dicho santurrón de alguna clase, y el duque andaba por allí gorjeando para despertar lástima todo lo que podía y, básicamente, haciéndose ver. Pero, por fin, la cosa llegó a su fin y se vendió todo; todo menos un lote insignificante que quedó en el cementerio. De modo que tenían que resolver aquello; nunca he visto otra jirafa como el rey, queriendo tragárselo todo. Bueno, pues mientras estaban en ello, desembarcó un barco de vapor, y unos dos minutos después se acerca una multitud dando alaridos, y gritando, y riéndose, y armando escándalo, diciendo: —¡Aquí están los contrincantes! Tenemos dos tandas de herederos del viejo Peter Wilks. ¡Hagan sus apuestas!

Capítulo 29

Traían a un caballero mayor de aspecto muy agradable y a otro más joven de aspecto también agradable con el brazo derecho en cabestrillo. Y no veas el jaleo que armaba la gente y cómo gritaban y se reían. Pero yo no le veía el chiste, y pensé que al duque y al rey les costaría encontrarlo. Pensé que se quedarían blancos. Pero no, ellos no se quedaron blancos. El duque no dejó entrever en ningún momento que sospechara lo que estaba ocurriendo, sino que siguió gorjeando por allí, feliz y satisfecho, como una jarra que vierte leche cuajada; y en lo que respecta al rey, simplemente se quedó mirando a los recién llegados con expresión de dolor, como si el dolor de estómago le llegara hasta el corazón sólo de pensar que pudiera haber en el mundo impostores y granujas así. Oh, lo hizo irablemente. Muchas de las personas más importantes se reunieron alrededor del rey para hacerle ver que estaban de su parte. Aquel viejo caballero que acababa de llegar estaba absolutamente perplejo, y pronto empezó a hablar, y al instante me di cuenta de que pronunciaba como un inglés y no como lo hacía el rey; aunque la pronunciación del rey era bastante buena para ser una imitación. No puedo repetir las palabras del viejo caballero ni puedo imitarlo, pero se giró hacia la multitud y dijo así, más o menos: —Esto ha resultado ser para mí una sorpresa que no esperaba. Tengo que reconocer, con total sinceridad y franqueza, que no estoy preparado para hacerle frente y responder porque mi hermano y yo hemos sufrido varios infortunios: él se rompió el brazo y nuestro equipaje fue desembarcado anoche en un pueblo por encima de éste por error. Yo soy Harvey, hermano de Peter Wilks, y éste es su hermano William, que no puede oír ni hablar y, ahora que sólo tiene un brazo con el que hacerlas, casi ni siquiera puede hacer muchas señales. Somos quienes decimos ser, y dentro de un día o dos, cuando tengamos nuestro equipaje, podré demostrarlo. Pero, hasta entonces, no diré nada más; simplemente me iré al hotel y esperaré. Así que él y el nuevo mudito se pusieron en marcha, y el rey se ríe y empieza a soltar tonterías: —Que se rompió el brazo, sí, seguro, ¿verdad? Y qué oportuno, también, para un impostor que tiene que hacer señales y que no sabe cómo. ¡Que han perdido el

equipaje! Eso está muy bien y es muy ingenioso, dadas las circunstancias. Y se rio de nuevo, y también todos los demás, menos tres o cuatro, o quizá media docena. Uno de éstos era el médico; otro, era un caballero de aspecto elegante con un bolso de viaje de estilo anticuado hecho de tejido de alfombra, que acababa de bajarse del barco de vapor y que estaba hablando con él en voz baja, y ambos miraban hacia el rey de vez en cuando y movían la cabeza; era Levi Bell, el abogado que había estado en Louisville; y otro, que era un hombre fornido, rudo y grande que se había acercado a escuchar todo lo que había dicho el viejo caballero y que ahora estaba escuchando al rey. Y cuando el rey terminó, va y dice el fornido: —Vamos a ver, mira, si eres Harvey Wilks, ¿cuándo llegaste a este pueblo? —El día antes del funeral, amigo –dice el rey. —¿Pero a qué hora del día? —Por la tarde, como una hora o dos antes de la puesta de sol. —¿Cómo viniste? —Vine en el Susan Powell desde Cincinnati. —Y entonces, ¿cómo es que estabas en el Pint por la mañana en una canoa? —Yo no estuve en el Pint por la mañana. —Es mentira. Varios de ellos se le acercaron de un salto y le pidieron que no le hablara de ese modo a un hombre mayor que además era predicador. —¡Que me cuelguen si éste es predicador! Es un impostor y un mentiroso. Estuvo en el Pint aquella mañana. Yo vivo allí, ¿no? Bueno, pues yo estaba allí y él también estaba allí. Vino en una canoa con Tim Collins y un chico. El médico va y dice: —¿Reconocerías al chico si lo vieras otra vez, Hines?

—Creo que sí, pero no lo sé. Bueno, ahí está. Lo reconozco perfectamente. Era a mí a quien señalaba. Dice el médico: —Vecinos, no sé si la nueva pareja son unos impostores o no; pero si estos dos no son unos impostores, es que soy idiota, y eso es todo. Creo que es nuestro deber encargarnos de que no se larguen de aquí hasta que hayamos investigado esto. Ven conmigo, Hines; venid conmigo los demás. Llevaremos a estos tipos a la taberna y los enfrentaremos a la otra pareja, y creo que averiguaremos algo antes de terminar. El gentío estaba entusiasmado, aunque quizá los amigos del rey no lo estuvieran; y así, nos pusimos todos en camino. Era al anochecer. El médico me llevó de la mano y fue muy amable, aunque no me soltó de la mano en ningún momento. Entramos todos en una sala grande del hotel y encendimos algunas velas, y trajeron a la nueva pareja. Primero dice el médico: —No deseo ser demasiado duro con estos dos hombres, pero creo que son unos impostores que pueden tener cómplices de los que no sabemos nada. Si los tienen, ¿no se escaparán los cómplices con la bolsa de oro que dejó Peter Wilks? No es improbable. Si estos hombres no son impostores, no pondrán ninguna objeción a que mandemos a buscar ese dinero para que lo guardemos nosotros hasta que se demuestre que todo está en orden, ¿no os parece? Todo el mundo estuvo de acuerdo en eso, así que pensé que habían puesto a nuestra banda en un buen aprieto nada más empezar. Pero el rey se limitó a parecer apenado, y dice: —Caballeros, ojalá el dinero estuviera aquí, porque no tengo intención de poner trabas a ninguna investigación justa, clara y completa de este desgraciado asunto; pero hete que el dinero no está allí; podéis mandar a alguien a ver, si queréis. —¿Y dónde está, entonces? —Pues, cuando mi sobrina me lo dio para que yo se lo guardara, lo cogí y lo escondí dentro del colchón de paja de mi cama, al no querer meterlo en el banco para los pocos días que íbamos a estar aquí, y pensando que la cama era un lugar seguro, y nosotros que no estamos acostumbrados a los negros, creímos que

serían honrados como los criados de Inglaterra. Los negros lo robaron a la mañana siguiente después de que yo hubiese bajado; y cuando los vendí, todavía no había echado de menos el dinero, así que se marcharon impunemente. Aquí mi criado se lo puede decir, caballeros. El médico y varios más dijeron: «¡Cáscaras!», y vi que nadie lo creía completamente. Un hombre me preguntó si yo había visto a los negros robarlo. Yo dije que no, pero que los había visto salir de la habitación sigilosamente y marcharse apresuradamente, y que nunca le había dado mucha importancia, sólo pensé que tenían miedo de haber despertado a mi patrón y que estaban intentando largarse antes de que él les causara un problema. Eso fue todo lo que me preguntaron. Después el médico se vuelve hacia mí y dice: —¿Tú también eres inglés? Yo dije que sí, y él y algunos otros se echaron a reír, y dijeron: «¡Seguro!». Bueno, entonces empezaron con la investigación general, y ahí estuvimos para arriba y para abajo, una hora y otra más, y nadie dijo ni una palabra sobre la cena y no parecían ni siquiera pensar en ella; y así siguieron y siguieron; y fue la cosa más liosa que hayáis visto nunca. Hicieron que el rey contara su historia e hicieron que el viejo caballero contara la suya; y cualquiera, menos un montón de zoquetes predispuestos, se habría dado cuenta de que el viejo caballero estaba contando verdades y de que el otro estaba contando mentiras. Y después me hicieron a mí contar lo que yo sabía. El rey me echó una mirada torcida por el rabillo del ojo y yo supe que me convenía hablar derecho. Empecé a hablar de Sheffield y de cómo vivíamos allí, y lo conté todo sobre los Wilks ingleses y demás, pero no había contado mucho todavía cuando el médico empezó a reírse, y Levi Bell, el abogado, dice: —Siéntate, chico; si yo fuera tú, no me esforzaría. Creo que no estás acostumbrado a mentir; no parece que te salga con soltura; necesitas práctica porque lo haces con torpeza. A mí el cumplido me dio igual, pero, en cualquier caso, me alegré de que me dejaran tranquilo. El médico empezó a decir algo, y se gira y dice: —Si hubieras estado en el pueblo al principio, Levi Bell…

Y el rey lo cortó y estiró la mano, y dice: —Vaya, si es el amigo de mi pobre hermano fallecido, del que tanto me ha hablado en sus cartas. El abogado y él se dieron la mano y el abogado sonrió y pareció satisfecho, y se quedaron hablando un rato, y después, se hizo a un lado y habló en voz baja; y por fin, el abogado habla en alto y dice: —Con esto servirá. Cogeré la orden y la enviaré junto con la de vuestro hermano, y así sabrán que todo está correcto. Y entonces cogieron papel y una pluma, y el rey se sentó y torció la cabeza hacia un lado, y se mordió la lengua, y garabateó algo; y después le dieron la pluma al duque, que, por primera vez, tenía mal aspecto. Pero cogió la pluma y escribió. Entonces, el abogado se vuelve hacia el viejo caballero y dice: —Usted y su hermano, escriban por favor una línea o dos y firmen con sus nombres. El viejo caballero escribió, pero nadie era capaz de leerlo. El abogado estaba completamente atónito, y dice: —Bueno, no entiendo nada –y sacó un montón de cartas viejas del bolsillo, y las examinó, y después examinó la letra del hombre mayor, y después, las cartas otra vez; y después dice–: Estas viejas cartas son de Harvey Wilks, y aquí tenemos estas dos muestras de escritura, y cualquiera puede darse cuenta de que no las escribió ninguno de ellos (el rey y el duque se veían vendidos y estúpidos al darse cuenta de cómo los había engañado el abogado); y aquí tengo la muestra de escritura de este viejo caballero y cualquiera puede ver con total facilidad que él no las escribió; de hecho, los garabatos que hace casi no se pueden llamar escritura siquiera. Ahora, aquí tengo algunas cartas de… El viejo caballero dice: —Si me permite que le explique. Nadie puede leer mi letra aparte de mi hermano, aquí presente, de modo que él hace las copias por mí. Es su escritura la que tiene usted ahí, no la mía. —¡Bueno! –dice el abogado—, ¡pues sí que está la cosa buena! También tengo

algunas cartas de William; así que si le dice que escriba una línea o así, podremos com… —No puede escribir con la mano izquierda –dice el viejo caballero–. Si pudiera usar la mano derecha, verían que él escribió sus cartas y también las mías. Mírelas las dos, por favor; están escritas por la misma persona. El abogado lo hizo y dice: —Sí, creo que sí, y aunque no fuera así, hay bastante más parecido del que había visto antes. ¡Bueno, bueno, bueno! Creía que íbamos directos a encontrar una solución, pero nos hemos desviado en parte. De todos modos, una cosa ha quedado demostrada, y es que ninguno de estos dos son Wilks –dijo, meneando la cabeza hacia el rey y el duque. Y ¿qué os parece? ¡Aquel viejo cabezota no estaba dispuesto a ceder ni siquiera entonces! Desde luego que no. Dijo que aquélla no era una prueba justa. Dijo que su hermano William era el tío más bromista del mundo y que ni siquiera había intentado escribir. Que él había visto que William iba a gastar una de sus bromas en cuanto pegó la pluma al papel. Y así se fue calentando y siguió trinando hasta que él mismo empezó a creerse lo que estaba diciendo; pero, al poco tiempo, el viejo caballero lo interrumpió y dice: —Se me ha ocurrido algo. ¿Hay alguien aquí que ayudara a preparar a mi her…, que ayudara a preparar al difunto Peter Wilks para ser enterrado? —Sí –dice alguien–, lo hicimos entre Ab Turner y yo. Estamos los dos aquí. Entonces el hombre mayor se vuelve hacia el rey y dice: —Quizá este caballero pueda decirme lo que tenía tatuado en el pecho. Que me maten si el rey no tuvo que hacerse el fuerte bien rápido para evitar desmoronarse como una orilla escarpada que el río ha socavado por debajo, por lo desprevenido que lo pilló; y, no te creas, que era algo que estaba calculado para desmoronar a cualquiera, sacando una prueba tan sólida sin previo aviso, porque ahora, ¿cómo iba a saber él lo que el hombre tenía tatuado? Palideció un poco; no pudo evitarlo; y allí dentro había mucho silencio y todos se inclinaban un poco hacia delante para mirarlo. Y me digo yo, ahora tirará la toalla; ya no sirve de nada. ¿Lo hizo? Es casi imposible de creer, pero no lo hizo. Supongo

que pensó que seguiría con la historia hasta que la gente se cansara y empezara a marcharse, de modo que él y el duque pudieran liberarse y largarse. En cualquier caso, se quedó allí sentado, y al poco tiempo empezó a sonreír, y dice: —¡Puf! Es una pregunta muy difícil, ¿no? Sí, señor, puedo decirle lo que tenía tatuado en el pecho. No es más que una pequeña y delgada flecha azul, eso es lo que es; y si no te fijas, no la ves. Y ahora, ¿qué me dice?, ¿eh? Nunca he visto un tío tan pesado con una cara dura tan redomada. El viejo caballero se vuelve bruscamente hacia Ab Turner y su compañero con los ojos brillantes, como si pensara que esta vez había pillado al rey, y dice: —¡Ahí, habéis oído lo que ha dicho! ¿Había alguna marca así en el pecho de Peter Wilks? Los dos hablaron y dicen: —No vimos ninguna marca así. —¡Bien! –dice el viejo caballero–. Ahora, ¿lo que visteis en su pecho no fue una pequeña p difuminada, y una b (que es una inicial que dejó de usar cuando era joven), y una w, con guiones entre ellas, así: p-b-w? –y las marcó así sobre un trozo de papel–. Vamos, ¿no es eso lo que visteis? Los dos hablaron de nuevo, y dicen: —No, no lo vimos. No vimos absolutamente ninguna marca. Ahora sí que estábamos buenos, y dicen todos: —¡Todos son impostores! ¡Vamos a tirarlos al agua! ¡Vamos a ahogarlos! ¡Vamos a montarlos en el poste de una valla! –y todos se pusieron a gritar al mismo tiempo y se formó un escándalo enorme. Pero el abogado se sube a la mesa de un salto, grita y dice: —¡Caballeros! ¡Caballeros! Una palabra, sólo una palabra, por favor. Todavía nos queda una forma: vayamos a desenterrar el cadáver y miramos. Eso atrajo su atención.

—¡Hurra! –gritaron todos, y se iban a poner en marcha inmediatamente, pero el abogado y el médico gritaron: —¡Esperen, esperen! ¡Detengamos a estos cuatro hombres y al chico, y llevémoslos también! —¡Nosotros lo haremos! –gritaron todos—; y si no encontramos esas marcas, lincharemos a todo el grupo. Ahora sí que tenía miedo, ya te digo. Pero no había manera de escapar, ¿sabes? Nos agarraron a todos y nos hicieron avanzar directos hacia el cementerio, que estaba milla y media más abajo siguiendo el río, con todo el pueblo pisándonos los talones, porque se había hecho mucho ruido y eran sólo las nueve de la noche. Cuando pasamos por nuestra casa, pensé que ojalá no hubiera mandado a Mary Jane fuera del pueblo, porque ahora, si pudiera avisarla, ella saldría y me salvaría y delataría a nuestros dos haraganes. Bajamos con la multitud, que parecían gatos salvajes, por la carretera del río; y para que diera más miedo todavía, el cielo se estaba empezando a oscurecer, y los relámpagos estaban empezando a guiñar y a pestañear, y el viento estaba empezando a temblar entre las hojas. Ésta fue la vez que tuve el lío más grande de mi vida y la vez que he corrido más peligro; yo estaba como atontado; todo estaba saliendo de manera muy distinta a como yo me lo había imaginado; en lugar de tenerlo todo arreglado para poder tomarme mi tiempo, si quería, y de presenciar toda la diversión, y de tener a Mary Jane detrás de mí para salvarme y liberarme cuando llegara el momento de peligro, aquí estaba sin que hubiera nada en el mundo entre una muerte segura y yo, excepto aquellas marcas tatuadas. Si no las encontraban… No podía soportar pensar en eso; y, sin embargo, de alguna manera, tampoco podía pensar en ninguna otra cosa. Fue oscureciendo más y más, y habría sido un momento magnífico para darle esquinazo al gentío; pero aquel tipo grande y fornido, Hines, me llevaba cogido por la muñeca, y estaba tan emocionado que yo tenía que correr para mantener su ritmo. Cuando llegaron allí, entraron en tromba en el cementerio y se desparramaron por allí como si hubiera habido una inundación. Y cuando llegaron hasta la tumba, se dieron cuenta de que tenían como cien palas más de las que

necesitaban, pero a nadie se le había ocurrido coger un farol. Pero aun así se pusieron a cavar a la luz parpadeante de los relámpagos y mandaron a un hombre a la casa más cercana, a media milla de distancia, para pedir uno. Y siguieron cavando y cavando como locos, y se volvió terriblemente oscuro, y empezó a llover, y el viento silbaba y crujía, y los relámpagos caían cada vez con más frecuencia, y el trueno retumbaba; pero la gente parecía no darse cuenta de nada de lo enfrascados que estaban en aquel asunto; y un minuto lo veías todo y veías todas las caras de aquel gentío, y las paladas de tierra que salían volando de la tumba, y al siguiente segundo la oscuridad lo borraba todo y no se veía nada en absoluto. Por fin sacaron el ataúd y empezaron a desatornillar la tapa, y entonces otra vez se apelotonaron y se empujaron con los hombros y se dieron empellones, como nunca has visto antes, para apretujarse y poder ver algo; y así, en la oscuridad, era horrible. Hines me hizo mucho daño en la muñeca de cómo me tiraba y me arrastraba, y creo que se olvidó completamente de que yo estaba en el mundo de lo emocionado y de lo jadeante que estaba. De repente, un relámpago suelta un río de deslumbrante luz blanca, y alguien grita: —¡Santo cielo, tiene la bolsa de oro sobre el pecho! Hines soltó un alarido, como todos los demás, y me soltó la muñeca y dio un gran brinco para dar un empujón y echar un vistazo, y nadie puede describir cómo me largué y salí corriendo a toda velocidad en busca de la carretera en la oscuridad. Tenía toda la carretera para mí solo, y prácticamente volaba; bueno, para mí solo sin contar aquella oscuridad densa y los fogonazos que aparecían de vez en cuando, y el zumbido de la lluvia, y los azotes del viento, y los chasquidos del trueno; ¡y tan seguro como que has nacido que los fui cortando al pasar corriendo! Cuando llegué al pueblo, vi que no había nadie fuera a causa de la tormenta, así que no busqué las calles traseras en ningún momento, sino que seguí corriendo justo por el centro de la calle principal; y cuando empecé a dirigirme hacia nuestra casa, la busqué con los ojos y me fijé en ella. No había ninguna luz allí; la casa estaba completamente a oscuras, lo que me hizo sentirme desilusionado y

apenado, sin saber por qué. Pero al final, justo cuando iba pasando por delante, ¡se enciende la luz en la ventana de Mary Jane! Y el corazón se me hinchó de repente, como si me fuese a reventar; y en aquel mismo segundo la casa y todo lo demás quedó detrás de mí en la oscuridad, y ya nunca más iba a volver a estar ante mí en este mundo. Era la mejor chica que he visto nunca, y era la que más valor tenía. En el momento en que estuve lo suficientemente lejos del pueblo como para ver que podría llegar hasta el banco de arena, empecé a fijarme cuidadosamente buscando un bote que coger prestado, y la primera vez que los relámpagos me mostraron uno que no estaba encadenado, lo cogí y lo empujé. Era una canoa y sólo estaba atada con una cuerda. El banco de arena estaba a muchísima distancia de allí, lejos hacia la mitad del río, pero no perdí tiempo ninguno; y, cuando por fin llegué a la balsa, estaba tan cansado que simplemente me habría tumbado a soplar y a jadear si me lo hubiera podido permitir. Pero no lo hice. En cuanto subí a bordo de un salto, dije: —¡Sal, Jim, y suéltala! ¡Alabado sea el cielo, nos hemos librado de ellos! Jim salió y venía hacia mí con los dos brazos extendidos, de lo contento que estaba, pero cuando lo vi al reflejo del relámpago, se me subió el corazón a la boca y me caí por la borda de espaldas. Se me había olvidado que era el viejo Rey Lear y un á-rabe ahogado todo en uno, y casi se me sale el hígado del susto. Pero Jim me pescó, e iba a abrazarme y a darme su bendición, y todo lo demás, de lo contento que estaba de que yo hubiera vuelto y de que nos hubiéramos librado del rey y del duque, pero le digo: —Ahora no; ¡déjalo para el desayuno, déjalo para el desayuno! ¡Suelta la cuerda y déjala que se deslice! De modo que dos segundos después íbamos deslizándonos río abajo, y era una sensación estupenda la de ser libres otra vez y estar nosotros solos en el gran río sin que nadie nos molestara. Tuve que ponerme a dar saltitos y a dar botes y a chocar los talones unas cuantas veces; no pude evitarlo; pero, como al tercer golpe, percibí un sonido que yo conocía muy bien, así que contuve el aliento, escuché y esperé; y, desde luego, cuando el siguiente relámpago reventó sobre el agua, ¡ahí venían!, ¡tirando de los remos y arrancándole murmullos al bote! Eran el rey y el duque.

Y, justo en ese momento, me dejé caer desanimado sobre las planchas, y me rendí; fue lo único que pude hacer para evitar llorar.

Capítulo 30

Cuando subieron a bordo, el rey se fue a por mí y me zarandeó por el cuello, y dice: —¿Qué estabas, intentando darnos esquinazo, eh, mocoso? ¿Te has cansado de nuestra compañía, eh? Le digo: —No, Majestad, no. ¡Por favor, no, Majestad! —Entonces, rápido, ¡dinos qué idea tenías o te estoy zarandeando hasta que se te salgan las entrañas por la boca! —Os lo contaré todo tal como pasó, majestad, de verdad. El hombre que me tenía cogido fue muy bueno conmigo, y no dejaba de decirme que tenía un hijo igual de grande que yo que murió el año pasado, y él sentía mucho ver a un chico en una situación tan peligrosa; y cuando a todos los cogió por sorpresa lo de encontrar el oro y se fueron corriendo hacia el ataúd, me suelta y me susurra: «¡Echa a correr ahora o te cuelgan seguro!», y me largué. No me parecía que sirviera de nada quedarme; no podía hacer nada, y no quería que me colgaran si podía escaparme. Así que no dejé de correr en ningún momento hasta que encontré la canoa; y cuando llegué aquí, le dije a Jim que se diera prisa o que todavía me cogerían y me colgarían, y le dije que temía que vos y el duque ya no estuvieran vivos, y lo sentía muchísimo, y Jim también, y me alegré una barbaridad cuando los vi venir; puede preguntarle a Jim si no es verdad. Jim dijo que fue así, y el rey le dijo que se callara, y dijo: «¡Oh, sí, seguro!» y me zarandeó otra vez, y dijo que creía que iba a ahogarme. Pero el duque dice: —¡Suelta al chico, viejo idiota! ¿Es que tú hubieras hecho otra cosa? ¿Preguntaste tú por él cuando te soltaste? No lo recuerdo. De modo que el rey me soltó y empezó a maldecir a aquel pueblo y a todos los que estaban en él. Pero el duque dice:

—Más vale que te maldigas bien a ti mismo, porque tú eres el que más lo merece. Desde el principio no has hecho ni una sola cosa que tuviera sentido, aparte de salir tan fresco y tan tranquilo con lo de la marca imaginaria de la flecha azul. Eso sí fue inteligente; fue formidable, y fue lo que nos salvó. Porque si no llega a ser por eso, nos habrían metido en la cárcel hasta que llegara el equipaje de los ingleses, y entonces, me juego lo que quieras a que nos hubieran mandado a la penitenciaría. Pero ese truco los llevó hasta el cementerio y el oro nos hizo un favor todavía más grande, porque si esos tontos no llegan a soltarnos con la emoción de apresurarse para ir a echar un vistazo, ¡habríamos dormido con corbata esta noche, y encima puestas por mandamiento judicial, y durante más tiempo del que nos habría hecho falta! Estuvieron en silencio durante un minuto, pensando; y después dice el rey, con aire distraído: —¡Buf! ¡Y creíamos que los negros lo habían robado! ¡Eso me hizo retorcerme! —Sí –dice el duque, despacio, pausado y con sarcasmo–. Nos retorcimos. Medio minuto después, dice el rey, arrastrando las palabras: —Yo sí, por lo menos. Y dice el duque de la misma manera: —Al contrario, fui yo. El rey como que se altera un poco, y dice: —Mira, Bilgewater, ¿a qué te refieres? Y dice el duque bruscamente: —Si te pones así, a lo mejor puedo preguntarte, ¿a qué te estabas refiriendo tú? —¡Cáscaras! –dice el rey con mucho sarcasmo–; pero yo no lo sé. A lo mejor estabas dormido y no sabías lo que estabas haciendo. El duque se enfada ahora y dice:

—¡Deja ya esta tontería del demonio! ¿Qué me tomas, por un maldito imbécil? ¿Te crees que no sé quién escondió ese dinero en el ataúd? —Sí, señor. Yo sé que tú lo sabes, ¡porque lo hiciste tú mismo! —¡Eso es mentira! –y el duque se fue para él. Y dice el rey: —¡Quítame las manos de encima! ¡Suéltame el cuello! ¡Lo retiro todo! Y dice el duque: —Pues, primero, reconoce que fuiste tú quien escondió el dinero allí con la intención de darme esquinazo uno de estos días, para volver después a desenterrarlo y quedártelo todo para ti. —Espera un minuto, duque, y contéstame a esta pregunta con sinceridad y claridad. Si tú no pusiste el dinero allí, dilo y te creeré y retiraré todo lo que he dicho. —Eres un viejo sinvergüenza; no lo hice y tú sabes que no lo hice yo. ¡Ea! —De acuerdo entonces, te creo. Pero contéstame sólo a una pregunta más; y no te enfades. ¿No tenías en mente coger el dinero y esconderlo? El duque no dijo nada durante algún tiempo, y luego dice: —Bueno, no importa si lo pensé; de todos modos, no lo hice yo. Pero tú no sólo lo tenías en mente, sino que además lo hiciste. —Que no me muera nunca si lo hice yo, duque, y lo digo de verdad. No digo que no fuese a hacerlo, porque sí iba a hacerlo; pero tú, quiero decir, alguien, se me adelantó. —¡Es mentira! Lo hiciste tú, y tienes que decir que lo hiciste, o… El rey empezó a borbotear, y después dice respirando con dificultad: —¡Vale! ¡Lo reconozco! Me alegré mucho de oírle decir eso; me hizo sentir mucho más tranquilo de lo que me sentía antes. Así que el duque le quitó las manos de encima y dice:

—Si vuelves a negarlo otra vez, te ahogaré. Está bien eso de que te quedes ahí sentado lloriqueando como un bebé; te va bien, después de la forma en que has actuado. Nunca he visto a ningún viejo avestruz igual que tú, queriendo tragárselo todo; y yo, fiándome de ti todo el tiempo, como si fueras mi propio padre. Tendría que haberte dado vergüenza quedarte allí quieto mientras le echaban la culpa a un montón de pobres negros, sin decir ni una palabra en su favor. Me siento ridículo al pensar que fui lo suficientemente blando como para creerme aquella basura. ¡Maldito seas, ahora entiendo por qué tenías tanto interés en cubrir el déficit; lo que querías era coger el dinero que yo había sacado del Sin parangón y de esto y de lo otro, y embolsártelo todo! Dice el rey tímidamente y todavía sorbiendo por la nariz: —Pero, duque, fuiste tú el que dijiste que compensáramos el déficit, no yo. —¡Límpiate! ¡No quiero oírte decir ni una palabra más! –dice el duque–. Y mira ahora lo que has conseguido con eso. Han recuperado todo su dinero y, encima, todo el nuestro, menos uno o dos siclos. ¡Acuéstate, y no me vengas con más déficits ni más déficits mientras vivas! Y el rey se metió disimuladamente en el tipi y se agarró a su botella buscando consuelo, y antes de que pasara mucho tiempo el duque atacó su botella; y al cabo de una media hora ya eran uña y carne otra vez, y mientras más amigos se hacían, más cariñosos se volvían, y terminaron roncando uno en brazos del otro. Los dos se pusieron muy melosos, pero me di cuenta de que el rey no se puso tan meloso como para que se le olvidara recordar que no podía negar otra vez que hubiera escondido la bolsa del dinero. Eso me hizo sentirme relajado y satisfecho. Por supuesto que cuando se pusieron a roncar, nosotros tuvimos una larga conversación y se lo conté todo a Jim.

Capítulo 31

Durante días y más días no nos atrevimos a parar en ningún pueblo, y seguimos río abajo. Ahora ya habíamos llegado al sur y el tiempo era cálido y estábamos muy muy lejos de casa. Empezamos a encontrarnos árboles con musgo español encima y colgándoles de las ramas como si fueran largas barbas grises. Era la primera vez que lo veía y hacía que el bosque tuviera un aspecto solemne y lúgubre. Ahora los impostores pensaron que ya estaban fuera de peligro y empezaron a trabajar en los pueblos otra vez. Primero dieron un discurso sobre la abstinencia, pero no sacaron lo suficiente como para emborracharse los dos. Después en otro pueblo, pusieron en marcha una escuela de baile, pero bailaban igual que los canguros y, con la primera cabriola que hicieron, el público en general saltó dentro y los sacó del pueblo haciendo cabriolas. Otra vez probaron suerte con la dicción; pero no habían diccionado durante mucho tiempo cuando la audiencia se levantó y les dio un buen repaso de insultos y maldiciones y los hicieron salir de allí de un salto. También hicieron de misioneros, y de hipnotizadores, y de médicos, y de adivinos, y un poco de todo; pero no conseguían tener suerte. Y al final terminaron prácticamente arruinados del todo y se quedaban tumbados en la balsa mientras flotaba río abajo, pensando y pensando, sin decir nunca nada durante medio día de un tirón, y sintiéndose tristes y desesperados. Y al final cambiaron y empezaron a tumbarse con las cabezas pegadas dentro del tipi, a hablar confidencialmente en voz baja durante dos o tres horas de una vez. Jim y yo nos pusimos nerviosos. No nos gustaba la pinta que tenía. Pensamos que estarían estudiando hacer alguna maldad peor que las anteriores. No parábamos de darle vueltas y vueltas, y al final llegamos a la conclusión de que iban a entrar en la casa o en la tienda de alguien, o de que iban a meterse en el negocio de las falsificaciones de dinero, o algo así. Y así nos asustamos bastante y llegamos al acuerdo de que no tendríamos absolutamente nada que ver con ese tipo de acciones y que, si alguna vez teníamos la más mínima oportunidad, nos los quitaríamos de encima y nos largaríamos dejándolos atrás. Bueno, pues una mañana temprano escondimos la balsa en un sitio bueno y seguro unas dos millas más abajo de un pequeño pueblucho llamado Pikesville, y el rey bajó a tierra y nos dijo a todos que nos quedáramos escondidos mientras él iba al

pueblo y husmeaba por allí para ver si alguien había oído hablar allí ya de la Realeza sin parangón. («De una casa que robar, querrás decir –me dije a mí mismo–; y cuando hayas terminado con el robo, volverás aquí y te preguntarás qué ha pasado conmigo, y con Jim, y con la balsa, y ya puedes esperarnos sentado aquí pensando.») Y dijo que, si no había vuelto para mediodía, el duque y yo sabríamos que todo estaba en orden y que fuésemos a reunirnos con él. Y así nos quedamos donde estábamos. El duque estaba muy inquieto y muy preocupado, y estaba de un humor de perros. Nos reprendía por todo, y parecía que no éramos capaces de hacer nada bien; ponía pegas por todo tipo de pequeñas minucias. Seguro que algo se estaba cociendo. Yo me alegré mucho cuando llegó el mediodía sin que viniera el rey; en cualquier caso, íbamos a tener un cambio, y quizá también la ocasión para coronarlo con el gran cambio. Así que el duque y yo subimos al pueblo y empezamos a buscar al rey por allí, y al final lo encontramos en la habitación trasera de un pequeño salón de mala muerte, bastante borracho y con un montón de vagos metiéndose con él para divertirse, mientras él los maldecía y los amenazaba con todas sus fuerzas, y tan borracho que no podía ni andar ni hacerles nada a ellos. El duque empezó a insultarlo diciéndole que era un viejo idiota y el rey empezó a replicarle, y en el minuto en que estuvieron bien enfrascados, salí pitando, desplegué las velas de mis patas traseras, y corrí por la carretera del río como un ciervo, porque había visto que era nuestra oportunidad; y había decidido que pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a verme a mí o a Jim. Llegué allí abajo sin aliento pero cargado de felicidad, y grité: —¡Suéltala, Jim! ¡Todo va bien ahora! Pero no hubo respuesta, ni salió nadie del tipi. ¡Jim no estaba! Pegué un grito, y después otro, y después otro, y corrí para acá y para allá por el bosque, dando alaridos y chillidos, pero no sirvió de nada; el viejo Jim no estaba. Después me senté y me puse a llorar sin poder evitarlo. Pero no podía estar quieto mucho rato. Al poco salí a la carretera intentando pensar en qué era lo mejor que podía hacer, y me crucé con un chico que iba caminando y le pregunté si había visto a un negro desconocido vestido así y así, y me dice: —Sí. —¿Por dónde? –le pregunto.

—Por la casa de Silas Phelps, dos millas más abajo. Es un negro fugitivo y lo han pillado. ¿Lo estabas buscando tú? —¡Por supuesto que no! Me lo encontré en el bosque hace una hora o dos, y dijo que si gritaba me sacaría el hígado, y que me tumbara y me quedara donde estaba, y eso hice. He estado allí desde entonces porque me daba miedo salir. —Bueno –me dice–, ya no tienes por qué tener miedo porque lo han pillado. Se había escapado de algún sitio en el sur. —Han hecho un buen negocio pillándolo. —¡Ya ves! Hay una recompensa de doscientos dólares por él. Es como coger dinero que está tirado en la carretera. —Sí. Y podría haber sido para mí si yo hubiera sido más grande; yo lo vi primero. ¿Quién lo cogió? —Un tipo viejo, un forastero, que vendió su derecho por cuarenta dólares porque tiene que seguir río arriba y no puede esperar. ¿Qué te parece? Puedes apostar lo que quieras a que yo me esperaría, aunque fueran siete años. —Sí, yo igual –digo yo–. Pero quizá su derecho no valga más que eso y por eso lo vende tan barato. A lo mejor hay algo ahí que no está claro. —Pero sí que lo está; claro como el agua. Yo mismo vi el cartel. Lo describe con pelos y señales, y lo dibuja como si fuera un cuadro, y dice de qué plantación es, de más allá de Nueva Orleans. No, señor, no hay ningún problema con esa información, seguro. Oye, dame una mascada de tabaco, ¿no? No tenía, así que se marchó. Me fui a la balsa y me senté en el tipi a pensar. Pero no llegaba a ninguna parte. Estuve pensando hasta que me dolió la cabeza sin encontrar ninguna solución al problema. Después de este viaje tan largo, y después de todo lo que habíamos hecho por aquellos sinvergüenzas, todo se nos había quedado en nada, todo destrozado y arruinado, sólo porque ellos eran capaces de pagarle a Jim de este modo, convirtiéndolo otra vez en esclavo de por vida, y además, entre extraños, y todo por cuarenta sucios dólares. Por un momento me dije a mí mismo que sería mil veces mejor para Jim ser esclavo en su casa donde estaba su familia, si es que tenía que volver a ser

esclavo, y que sería mejor que yo le escribiera una carta a Tom Sawyer diciéndole que le dijera a la señorita Watson dónde estaba. Pero pronto desistí de esa idea por dos cosas: ella estaría muy enfadada y muy disgustada por su tropelía y por haber sido un desagradecido al dejarla, y entonces ella volvería a venderlo otra vez río abajo; y si no lo hacía, y como todo el mundo desprecia de forma natural a un negro desagradecido, le harían sentir ese desprecio continuamente, y él se sentiría vulgar y deshonrado. ¡Y luego piensa en mí! Se extendería por todas partes que Huck Finn había ayudado a un negro a conseguir su libertad; y si alguna vez volvía a ver a alguien de aquel pueblo, estaría dispuesto a tirarme al suelo y a lamerle las botas de vergüenza. Las cosas son así: alguien hace algo infame y después no quiere asumir las consecuencias, y cree que, mientras pueda seguir escondido, no hay deshonra. Así estaba yo exactamente. Mientras más vueltas le daba a esto, más me machacaba mi conciencia, y más infame, y más vulgar, y más bajo me sentía. Y al final, cuando de repente caí en la cuenta de que no era más que la mano de la providencia que me estaba abofeteando la cara, haciéndome saber que desde el cielo estaban viendo mis maldades continuamente mientras que yo le robaba el negro a una pobre vieja que nunca me había hecho ningún daño, y ahora me estaba demostrando que hay Uno que siempre está vigilante y que no va a permitir que estos actos miserables continúen ni vayan más lejos, casi me caigo muerto en el sitio del miedo que me entró. Intenté suavizarme las cosas lo mejor que pude diciendo que me habían criado siendo malo y que por eso yo no tenía mucha culpa; pero algo dentro de mí seguía diciendo: «Estaba la escuela dominical y tú podrías haber ido; y si lo hubieras hecho, te habrían enseñado que la gente que actúa como yo he estado actuando con ese negro, va al fuego eterno». Eso me hizo estremecerme. Y prácticamente decidí que iba a rezar para ver si podía intentar dejar de ser la clase de chico que era para ser mejor. Así que me arrodillé. Pero no me salían las palabras. ¿Por qué no? No servía de nada intentar escondérselo a Él. Ni a mí tampoco. Sabía muy bien por qué no me salían. Era porque mi corazón no estaba siendo sincero; era porque yo no estaba siendo honrado; era porque estaba jugando con dos barajas. Estaba dando a entender que iba a dejar el pecado, pero por dentro, en el fondo, me estaba agarrando al más grande de todos. Estaba intentando que mi boca dijera que iba a hacer lo correcto y lo limpio, y que le iba a escribir a la dueña de aquel negro para decirle dónde estaba; pero, en el fondo, yo sabía que era mentira, y Él lo sabía. No se puede rezar una mentira; eso fue lo que descubrí. De modo que tenía muchos problemas: los tenía todos y no sabía qué hacer. Por

fin tuve una idea, y digo, iré a escribir la carta y después veré si puedo rezar. Era asombroso lo ligero que me sentí inmediatamente después y cómo todos mis problemas habían desaparecido. Así que cogí un papel y un lápiz, todo emocionado y feliz, y me senté a escribir:

Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí abajo dos millas pasado Pikesville, y el señor Phelps lo tiene y lo entregará por la recompensa si la envía. HUCK FINN.

Me sentí bueno y todo limpio de pecado por primera vez; era la primera vez que me sentía así en mi vida, y supe que ahora podría rezar. Pero no lo hice enseguida, sino que solté el papel y me senté allí a pensar en lo bien que estaba que todo hubiera ocurrido así, y en lo cerca que había estado de perderme y de ir al infierno. Y seguí pensando. Y empecé a pensar en nuestro viaje río abajo, y veía a Jim delante de mí todo el tiempo: de día y de noche, a veces con luna, a veces con tormentas, y nosotros flotando, charlando y cantando y riéndonos. Pero, de algún modo, no parecía ser capaz de encontrar nada que me endureciera contra él, sino sólo cosas que producían el efecto contrario. Lo había visto haciendo mi turno de vigilancia después de hacer el suyo, en lugar de llamarme, para que yo pudiera seguir durmiendo; y lo veía tan contento cuando salí de la niebla; y cuando volví a él otra vez en el pantano, allí donde estaba la enemistad de sangre; y veces así; y siempre me llamaba «hijo», y me mimaba, y hacía por mí todo lo que se le ocurría, y lo bueno que era siempre; y al final recordé la vez que lo salvé diciéndoles a los hombres que teníamos la viruela a bordo, y lo agradecido que estaba, y que me dijo que yo era el mejor amigo que el viejo Jim había tenido nunca en este mundo, y el único que tenía ahora; y después, miré a mi alrededor y vi aquel papel. Era muy difícil elegir. Lo cogí y lo sostuve en la mano. Estaba temblando porque tenía que decidir entre dos cosas para siempre, y lo sabía. Lo consideré durante un minuto, aguantando la respiración, y luego me digo: —De acuerdo entonces, iré al Infierno –y lo rompí.

Eran unos pensamientos terribles y unas palabras terribles, pero las había dicho. Y dichas las dejé; y nunca más volví a pensar en reformarme. Me lo saqué todo de la cabeza y dije que continuaría con la maldad, que era lo mío, porque así me habían criado, y no de la otra manera. Y para empezar, me pondría a trabajar para robar a Jim y sacarlo otra vez de la esclavitud; y si se me ocurría algo peor, también lo haría; porque ya que estaba metido, y para siempre, más valía que aprovechara todo lo que pudiera. Después me senté a pensar en cómo hacerlo y le di vueltas a muchas cosas distintas en mi mente; y al final tracé un plan que me convenía. Entonces puse el punto de mira en una isla boscosa que se encontraba algo más abajo y, en cuanto oscureció lo suficiente, salí cautelosamente con mi balsa y la dirigí hacia allí, y después la escondí y me acosté. Dormí toda la noche de un tirón y me levanté antes de que fuera de día, desayuné y me puse la ropa comprada en la tienda, y até en un bulto otra ropa y alguna que otra cosa, cogí la canoa y me fui hacia la orilla. Desembarqué más abajo de donde yo calculaba que estaba la casa de Phelps y escondí mi bulto en el bosque, y después llené la canoa de agua, la cargué de piedras y la hundí donde pudiera volver a encontrarla cuando me hiciera falta, como a un cuarto de milla de un pequeño aserradero a vapor que había en la orilla. Después empecé a subir por la carretera y cuando pasé por el aserradero vi que tenía un cartel que decía «Aserradero de Phelps», y cuando llegué a las granjas que estaban unas doscientas o trescientas yardas más adelante, iba con los ojos muy abiertos, pero no vi a nadie por ninguna parte, aunque ya era pleno día. Aunque no me importó porque no quería ver a nadie todavía; sólo quería ver cómo estaban las cosas. Según mi plan, iba a aparecer allí desde el pueblo, no desde abajo. Así que me limité a echar un vistazo, y seguí recto hacia el pueblo. Bueno, pues al primer hombre que vi cuando llegué allí, fue al duque. Estaba pegando un cartel de la Realeza sin parangón, para una representación de tres noches, como aquella otra vez. ¡Qué cara más dura tenían estos impostores! Estuve encima de él antes de que pudiera evitarlo. Se quedó atónito, y me dice: —¡Ho-la! ¿De dónde sales tú? –y luego dice, como contento e ilusionado–: ¿dónde está la balsa?, ¿la tienes en un buen sitio? Le digo: —Vaya, eso es exactamente lo que le iba a preguntar a su excelencia.

Entonces ya no pareció que estuviera tan contento, y dice: —¿Y por qué se te ocurrió preguntarme a mí? –dice. —Bueno –le digo–, cuando vi al rey en aquel salón ayer, me dije que no conseguiríamos llevarlo a casa hasta pasadas unas horas, hasta que estuviera sobrio, así que me fui a darme una vuelta por el pueblo para pasar el rato y esperar. Vino un hombre y me ofreció diez centavos por ayudarle a llevar un bote al otro lado del río y vuelta para recoger una oveja, y me fui con él; pero, cuando la estábamos llevando hacia la barca y el hombre me dejó a mí sujetando la cuerda mientras que él se ponía detrás para empujarla, resultó ser demasiado fuerte para mí y se soltó de un tirón y echó a correr, y nosotros detrás. No teníamos perro, así que tuvimos que perseguirla por todas partes hasta que la cansamos. No la cogimos hasta que ya había oscurecido; después, la llevamos y yo me puse en camino hacia la balsa. Cuando llegué allí, no estaba, y yo me digo: «Han tenido algún problema y se han tenido que marchar; y se han llevado a mi negro, que es el único negro que tengo en el mundo, y ahora estoy en un sitio extraño, y no tengo mis propiedades, ni nada ni ninguna manera de ganarme la vida», así que me senté y me puse a llorar. He dormido en el bosque toda la noche. Y entonces, ¿qué pasó con la balsa? ¡Y Jim! ¡Pobre Jim! —Que me maten si lo sé; vamos, si sé qué ha pasado con la balsa. Ese viejo estúpido había hecho un negocio y había conseguido cuarenta dólares, y cuando lo encontramos en el salón, aquellos gandules habían estado apostando con él a cara o cruz a medio dólar y se habían quedado hasta con el último centavo menos lo que se había gastado en whisky; y cuando lo llevé a casa ya tarde por la noche y nos encontramos con que la balsa no estaba, dijimos «ese pequeño bribón nos ha robado la balsa, nos ha dado esquinazo y se ha largado río abajo». —No iba a darle esquinazo a mi negro, ¿no? Al único negro que tenía en el mundo y que era mi única propiedad. —No pensamos en eso. De hecho, creo que habíamos llegado a considerarlo nuestro negro; sí, así era como lo considerábamos; el Cielo sabe que nos causó bastantes molestias. Así que cuando vimos que la balsa no estaba y que estábamos completamente arruinados, no nos quedaba otra aparte de probar de nuevo con la Realeza sin parangón. Y he estado pateando desde entonces, más seco que una mojama. ¿Dónde están esos diez centavos? Dámelos.

Yo tenía bastante dinero, así que le di diez centavos, pero le pedí que se los gastara en algo de comer y que me diera a mí también porque ése era todo el dinero que tenía, y no había comido nada desde ayer. No me dijo nada. Al minuto se vuelve y se encara conmigo y me dice: —¿Tú crees que ese negro nos delataría? ¡Lo desollaríamos vivo si lo hiciera! —¿Cómo va a delatar a nadie? ¿No se ha escapado? —¡No! Ese viejo estúpido lo vendió y ni siquiera dividió el dinero conmigo, y ya no hay dinero. —¿Que lo vendió? –digo yo, y empecé a llorar–. Pero, si era mi negro, y ése era mi dinero. ¿Dónde está? Quiero a mi negro. —Pues no puedes tener a tu negro y ya está, así que límpiate las lágrimas. Mira, ¿tú crees que tú te atreverías a delatarnos? Que me ahorquen si me fío de ti. Porque, si se te ocurriera delatarnos… Se paró, pero nunca he visto al duque con una mirada más fea en los ojos antes. Yo seguí lloriqueando, y digo: —No quiero delatar a nadie, y tampoco tengo tiempo de andar delatando a nadie. Tengo que ponerme en marcha y encontrar a mi negro. Parecía preocupado y se quedó allí con los carteles revoloteándole sobre el brazo, pensando y arrugando el entrecejo. Al final, dice: —Déjame que te diga algo. Tenemos que estar aquí tres días. Si prometes que no nos delatarás y que no dejarás que el negro tampoco lo haga, te diré dónde encontrarlo. Así que se lo prometí, y dice: —Un granjero que se llama Silas Ph… –y se paró. Había empezado a decirme la verdad, ¿ves?, pero cuando se paró de ese modo, y se quedó parado pensándolo, llegué a la conclusión de que estaba cambiando de opinión. Y así era. No se fiaba de mí, y quería asegurarse de que yo estaría fuera de en medio durante esos tres días enteros. Así que, al poco, me dice–: El hombre que lo compró se llama Abram Foster, Abram G. Foster, y vive a cuarenta millas hacia el interior, en la

carretera que lleva a Lafayette. —De acuerdo –le digo–; puedo hacerlo a pie en tres días. Y me pondré en marcha esta misma tarde. —No. Te pondrás en marcha ahora; y no pierdas tiempo tampoco, ni te pongas a charlar con nadie por el camino. Mantén la lengua bien quietecita y la boquita cerrada, y muévete, y entonces no tendrás problemas con nosotros, ¿me oyes? Ésa era la orden que yo quería y le seguí el juego. Yo quería quedarme libre para poner en marcha mis planes. —Así que lárgate –me dice–, y puedes decirle al señor Foster lo que quieras. A lo mejor consigues que crea que Jim es tu negro; algunos idiotas no piden los documentos, o por lo menos he oído que hay algunos así aquí en el sur. Y cuando le digas que el cartel y la recompensa eran falsos, quizá te crea cuando le expliques con qué idea se hicieron. Ahora márchate y dile lo que quieras; pero ten cuidado de no mover la mandíbula hasta que llegues allí. De modo que me fui y me dirigí hacia el interior. No me volví a mirar, pero sentía que él me estaba observando. Pero sabía que yo podía cansarlo a él en eso. Seguí adentrándome en el campo por lo menos una milla antes de pararme; y después, volví sobre mis pasos por mitad del bosque hacia la casa de Phelps. Pensé que sería mejor que empezara inmediatamente con mi plan sin perder tiempo en tonterías, porque yo quería taparle la boca a Jim hasta que estos tipos pudieran escaparse. No quería tener problemas con la gente de su clase. Ya los había visto todo lo que los quería ver y lo único que quería era perderlos de vista completamente.

Capítulo 32

Cuando llegué allí todo estaba muy silencioso, como si fuera domingo, y hacía un día brillante y caluroso; los peones ya se habían ido a los campos, y en el aire se notaba esa especie de zumbido débil que producen los insectos y las moscas, y que hacen que todo parezca tan solitario y como que todo el mundo ha muerto y ya no está. Y si sopla la brisa y mueve las hojas y las hace temblar, te sientes triste, porque sientes como si los espíritus te susurraran; espíritus que llevan muertos muchos años, y que tú siempre piensas que están hablando de ti. En general, le hace desear a cualquiera estar muerto también y que todo hubiera acabado ya. La de Phelps era una de esas insignificantes plantaciones de algodón que se parecen tanto entre sí. Una cerca de troncos que rodeaba un jardín delantero de dos acres; la escalera para pasar la cerca estaba hecha de troncos serrados que terminaban en escalones en la parte superior, como si fuesen barriles de distinta longitud en los que apoyarse para pasar la cerca, y en los que se suben las mujeres cuando van a montarse a un caballo. Había algunos parches de hierba enfermiza en el jardín grande, que básicamente estaba desnudo y liso, como un sombrero viejo al que se le ha borrado ya la textura. Había una casa grande y doble de troncos para los blancos: troncos cortados, con los resquicios tapados con barro o con argamasa, y estas líneas de barro habían sido blanqueadas en algún que otro momento. La cocina era de troncos enteros, con un gran pasillo ancho abierto aunque techado que la unía a la casa; había un humero de troncos detrás de la cocina y tres pequeñas cabañas de troncos en fila al otro lado del humero; también había una pequeña choza aislada al fondo contra la cerca trasera y algunos cobertizos un poco más abajo por el otro lado. Junto a la cabaña, había una tolva de ceniza y un gran hervidor de agua en el que hervir el jabón, y un banco junto a la puerta de la cocina con un cubo de agua y una calabaza; también había un perro dormido al sol, más perros dormidos desperdigados por allí, tres árboles con sombra arrimados a una esquina, algunos groselleros y groselleros espinosos juntos al lado de la cerca; y fuera de la cerca, un huerto y un sembrado de sandías; y más allá empiezan los campos de algodón, y después de los campos, el bosque. Rodeé la cerca y subí las escaleras traseras que estaban junto a la tolva de

cenizas para pasarla y me dirigí a la cocina. Cuando había avanzado un poco, oí el débil murmullo de una rueca de hilar cuyos gemidos se elevaban y después volvían a bajar; y entonces tuve la certeza de que desearía estar muerto, porque ése es el sonido que te hace sentirte más solitario del mundo entero. Continué avanzando sin preparar ningún plan en especial, sino confiando simplemente en que la providencia pusiera en mi boca las palabras apropiadas cuando llegara el momento; porque me había dado cuenta de que la providencia siempre me ponía en la boca las palabras adecuadas si la dejaba hacer. Cuando llegué a mitad de camino, primero un perro y después otro se levantaron y fueron a por mí, y por supuesto me paré y los encaré y me quedé quieto. ¡Y menudo jaleo que armaron! Un cuarto de minuto después podría decirse que yo era como el eje de una rueda con los radios hechos de perros; había un círculo de quince de ellos apretados rodeándome y con los cuellos y los hocicos estirados hacia mí, ladrando y aullando; y más que venían; los veía saltando por encima de las cercas y doblando las esquinas desde todas partes. Una mujer negra salió precipitadamente de la cocina con un rodillo en la mano, gritando: «¡Largaos, Tige, Spot, largaos, fuera!», y le dio un golpe primero a uno y después a otro que los hizo marcharse aullando, y el resto los siguió; y después vino la otra mitad de ellos y me rodearon moviendo las colas amistosamente. Los perros no tienen ningún peligro, de ningún modo. Y detrás de la mujer vienen una niña pequeña negra y dos niños pequeños negros sin nada encima aparte de unas camisas de arpillera, que se colgaron del vestido de su madre y se asomaban para mirarme desde detrás de ella vergonzosos, como hacen siempre. Y ahora viene la mujer blanca corriendo desde la casa, de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, con la cabeza descubierta y con el huso en la mano; y detrás de ella vienen sus pequeños niños blancos actuando de la misma forma que los pequeños negros. Sonreía de oreja a oreja, y dice: —Eres tú, por fin, ¿verdad? Y yo solté un «Sí, señora» antes de que me diera tiempo a pensarlo. Me agarró y me abrazó fuerte, y después me cogió por las dos manos y me las sacudió una y otra vez; y se le llenaron los ojos de lágrimas, que le corrieron por la cara; y no parecía hartarse de abrazarme y de sacudirme, y no paraba de decir:

—No te pareces tanto a tu madre como yo esperaba; pero qué más da, eso me da igual, ¡me alegro tanto de verte! ¡Oh, Dios mío, Dios mío, podría comerte! ¡Niños, es el primo Tom! Decidle hola. Pero ellos agacharon la cabeza y se metieron los dedos en la boca, y se escondieron detrás de ella. De modo que ella siguió: —Lize, date prisa y prepárale un desayuno caliente ahora mismo, ¿o has desayunado en el barco? Dije que había desayunado en el barco. Y entonces se dirigió a la casa llevándome de la mano y con los niños detrás siguiéndonos. Cuando llegamos allí, me hizo sentarme en una silla con el asiento de tablillas de madera entretejidas y ella se sentó en un pequeño taburete bajo delante de mí, cogiéndome las dos manos, y dice: —Ahora puedo mirarte bien; y ¡Dios me salve, qué ganas he tenido, muchas, muchas veces durante todos estos años, y ahora por fin ha llegado el momento! Llevamos esperándote desde hace un par de días o más. ¿Qué te ha hecho retrasarte? ¿Embarrancó el barco? —Sí, señora, pa… —No digas «sí, señora», di tía Sally. ¿Dónde paró? No sabía bien qué decir porque no sabía si el barco había llegado subiendo o bajando por el río. Pero confié mucho en mi instinto, y mi instinto me decía que había subido desde Orleans. Pero eso no me ayudó mucho porque no sabía los nombres de los bancos de arena que había bajando por allí. Vi que tenía que inventarme un banco u olvidar el nombre del cual me había bajado, o… Ahora se me ocurrió una idea y la cogí al vuelo: —No fue que embarrancara lo que nos demoró un poco. Se reventó la cabeza de un cilindro. —¡Dios mío! ¿Resultó alguien herido? —No, señora. Mató a un negro. —Bueno, ¡qué suerte! Porque a veces la gente resulta herida. Hace dos años en

Navidad tu tío Silas subió desde Nueva Orleans en el viejo Lally Rook, se reventó la cabeza de un cilindro y dejó a un hombre lisiado. Y creo que murió después. Era baptista. Tu tío Silas conocía a una familia de Baton Rouge que conocía muy bien a esta gente. Sí, ahora me acuerdo, se murió, sí. Le entró gangrena y tuvieron que amputar. Pero no se salvó. Sí, era gangrena, eso fue. Se puso azul por todas partes y murió en la esperanza de una resurrección gloriosa. Dicen que daba pena verlo. Tu tío ha subido al pueblo todos los días a recogerte. Y se ha ido otra vez no hará más de una hora; debe de estar al volver. Debes habértelo encontrado por la carretera, ¿no?… un hombre mayor con… —No, no vi a nadie, tía Sally. El barco atracó justo al amanecer, y dejé mi equipaje en el barco del muelle y me fui a echar un vistazo al pueblo y también por el campo, para pasar un poco el tiempo y no llegar aquí demasiado pronto; así que he venido por detrás. —¿A quién le diste el equipaje? —A nadie. —Pero, hijo, ¡te lo van a robar! —No, donde lo escondí no creo que lo roben –le digo. —¿Cómo es que desayunaste en el barco tan temprano? Aquello era un poco peligroso, pero digo: —El capitán me vio por allí de pie y me dijo que sería mejor que comiera algo antes de bajarme, así que me llevó a la caseta de gobierno a desayunar con los oficiales y me dio de todo lo que quise. Me estaba poniendo tan nervioso que ya no escuchaba bien. Tenía la mente puesta en los niños todo el tiempo; quería llevármelos aparte y sonsacarles un poco para averiguar quién era yo. Pero no tuve ni una oportunidad porque la señora Phelps seguía y seguía con lo mismo. Al poco hizo que un escalofrío me recorriera toda la espalda, porque dice: —Pero aquí estamos hablando sin parar y tú no me has dicho ni una palabra de mi hermana ni de ninguno de ellos. Ahora dejaré de hablar yo un poco y empiezas tú. Cuéntamelo todo: cuéntamelo todo de todos, y cómo están, y lo que

están haciendo, y lo que te dijeron que me dijeras, y hasta la última cosita que se te ocurra. Bueno, pues vi que estaba en un aprieto, y en uno de los buenos. La providencia había estado de mi lado hasta ahora, pero en este momento sí que estaba bien encallado. Vi que no serviría absolutamente para nada intentar seguir; tenía que rendirme. Así que me digo, éste es otro sitio en el que tengo que arriesgarme con la verdad. Abrí la boca para empezar, pero ella me agarró y me llevó deprisa detrás de la cama, y dice: —¡Aquí viene! Agacha más la cabeza, ahí, sí, ahí sirve; ahora no se te ve. No digas que estás aquí. Le gastaré una broma. Niños, no digáis ni una palabra. Vi que ahora estaba metido en un lío, pero no servía de nada preocuparse; no había nada que hacer aparte de estarme quieto e intentar estar preparado para levantarme cuando cayera el rayo. Sólo pude vislumbrar al viejo caballero cuando entró; después, la cama lo tapó. La señora Phelps se acerca a él de un salto, y dice: —¿Ha venido? —No –dice su marido. —¡Dios mío! –dice ella–, ¿qué demonios le puede haber pasado? —No me lo imagino –dice el viejo caballero–; y debo decir que me estoy poniendo terriblemente nervioso. —¡Nervioso! –dice ella–; ¡yo estoy a punto de volverme loca! Tiene que haber venido y no lo has visto por la carretera. Sé que es así, algo me lo dice. —Pero, Sally, es imposible no verlo por la carretera y tú lo sabes. —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a decir mi hermana? ¡Tiene que haber venido y tú no lo has visto! Él… —Oh, no me angusties más de lo que ya estoy. No sé qué demonios pensar. Estoy desesperado y no me importa reconocerlo; tengo muchísimo miedo. Pero no hay posibilidad de que haya venido, porque no hay forma de que hubiera

venido y yo no lo hubiera visto. Sally, es terrible, terrible, ¡algo le ha pasado al barco, seguro! —¡Oye, Silas! ¡Mira allí, a la carretera! ¿No viene alguien? Él se acercó de un salto a la ventana que estaba a la cabecera de la cama, y eso le dio a la señora Phelps la oportunidad que quería. Se agachó rápidamente a los pies de la cama y tiró de mí, y yo salí; y cuando él se volvió de la ventana, allí estaba ella de pie, sonriendo y radiante como una casa en llamas, y yo de pie a su lado, sumiso y sudoroso. El viejo caballero se quedó mirando y dice: —Pero ¿quién es ése? —¿Quién crees tú que es? —No tengo ni idea. ¿Quién es? —¡Es Tom Sawyer! ¡Por todos los demonios, por poco si me desplomo en el suelo! Pero no hubo tiempo para intercambiar navajas; el hombre mayor me agarró la mano y me la sacudió, y durante todo ese tiempo la mujer estuvo bailoteando y riéndose y llorando a nuestro alrededor; y después los dos me estuvieron bombardeando con preguntas sobre Sid, y Mary, y el resto de la tribu. Pero si ellos estaban contentos, eso no era nada comparado con cómo estaba yo, porque era como volver a nacer de lo contento que estaba de haber averiguado quién era yo. Bueno, se quedaron pegados a mí durante dos horas, y al final, cuando ya tenía la barbilla tan cansada que casi no podía seguir, les había contado más cosas de mi familia, o sea, de la familia Sawyer, de lo que nunca les podía haber pasado a seis familias Sawyer. Y se lo expliqué todo sobre cómo se reventó una cabeza de cilindro en la boca del río White y sobre cómo tardaron tres días en arreglarla. Estuvo bien y funcionó de primera porque ellos no sabían si se tardaban tres días en arreglar aquello. Si hubiera dicho que había sido la cabeza de un perno habría servido igual de bien. Ahora por un lado entero me sentí muy cómodo, y muy incómodo por el otro lado entero. Ser Tom Sawyer era fácil y cómodo, y siguió siendo fácil y cómodo hasta que, al rato, oigo a un barco de vapor toser bajando por el río. Entonces me digo, imaginemos que Tom Sawyer viene en ese barco. Y supongamos que entra

aquí en cualquier momento y dice mi nombre antes de que pueda hacerle un guiño para que se quede callado. Bueno, eso no me serviría; no me serviría en absoluto. Tenía que subir por la carretera y acecharlo. Así que le dije a la familia que creía que iría al pueblo a recoger mi equipaje. El viejo caballero iba a venir conmigo, pero le dije que no, que yo podía dirigir al caballo y que prefería que él no se tomara molestias por mí.

Capítulo 33

Así que me puse en camino hacia el pueblo en la carreta y, cuando iba por la mitad, vi que se acercaba otra carreta y efectivamente era Tom Sawyer, así que me paré a esperar que me alcanzara. Digo: «¡Paren!», y se pararon, y abrió una boca como un baúl y así se le quedó; y tragó dos o tres veces igual que alguien que tiene la garganta seca, y después dice: —Yo nunca te he hecho daño. Tú lo sabes. Así que, ¿por qué vuelves y te apareces ante mí? Yo le digo: —No he vuelto; es que no me he ido. Cuando oyó mi voz, se convenció un poco, pero todavía no estaba completamente satisfecho. Y dice: —No me la juegues, porque yo no te lo haría a ti. ¿De verdad que no eres un fantasma? —De verdad que no –le digo. —Bueno, yo…, yo…, con eso me vale, por supuesto, pero no consigo entenderlo de ninguna manera. Mira, ¿entonces no te asesinaron nunca? —No. Nunca me asesinaron; los engañé. Ven aquí y tócame si no me crees. Lo hizo y se quedó satisfecho, y se alegró tanto de verme otra vez que no sabía lo que hacer. Y quería saberlo todo inmediatamente porque era una aventura fabulosa y misteriosa, y entonces cayó en la cuenta de hacia dónde se dirigía. Pero le dije que lo dejara para más tarde, así que le dijo a su conductor que esperara y nosotros nos alejamos un poco en la otra carreta y yo le conté la situación en la que me encontraba y le pregunté qué creía él que sería mejor que hiciéramos. Me dijo que lo dejara solo un minuto y que no lo molestara. Así que pensó y pensó, y al poco, dice:

—Vale. Ya lo tengo. Llévate mi baúl en tu carro y di que es tuyo, y te vuelves y te vas entreteniendo despacio para llegar a la casa más o menos a la hora que deberías llegar; y yo iré un poco en dirección al pueblo y después me pondré en marcha de nuevo y llegaré allí un cuarto de hora o media hora después que tú; y al principio no tienes que dar a entender que me conoces. Yo digo: —De acuerdo, pero espera un momento. Hay una cosa más, algo que nadie sabe aparte de mí. Y es que aquí hay un negro que yo estoy intentando robar para sacarlo de la esclavitud, y que se llama Jim, el Jim de la vieja señorita Watson. —¿Qué? Pero si Jim… Se paró y se quedó pensando. Yo le digo: —Sé lo que vas a decir. Vas a decir que es un asunto sucio e infame. ¿Pero qué más da si lo es? Yo soy infame, y voy a robarlo y quiero que te quedes callado y que no lo digas. ¿Lo harás? Se le iluminaron los ojos y dice: —¡Yo te ayudaré a robarlo! Bueno, me quedé de piedra, como si me hubieran disparado. Era el discurso más asombroso que había oído en mi vida, y debo decir que Tom Sawyer perdió bastante de la estima que le tenía. Y es que no podía creérmelo. ¡Tom Sawyer convertido en un ladrón de negros! —¡Cáscaras! –le digo–, ¿estás de broma? —No, no estoy de broma. —Bueno, entonces –le digo–, de broma o no de broma, si oyes decir algo sobre un negro fugitivo, que no se te olvide recordar que tú no sabes nada de él y que yo no sé nada de él. Después cogimos el baúl y lo metimos en mi carro, y él se fue por su camino y yo me fui por el mío. Pero, claro, estaba tan contento y tan sumido en mis pensamientos que a mí se me olvidó conducir despacio y llegué a la casa

demasiado pronto para haber hecho un viaje tan largo. El viejo caballero estaba en la puerta, y dice: —¡Vaya, esto es maravilloso! ¿Quién iba a pensar que esa yegua podía hacer esto? Ojalá le hubiéramos cogido el tiempo. Y ni siquiera trae ni un pelo sudado, ni un pelo. Es maravilloso. Vamos, ahora no vendería ese caballo por cien dólares, de verdad que no; y sin embargo, antes la habría vendido por quince pensando que era todo lo que valía. Eso es todo lo que dijo. Tenía el alma más inocente y más buena que he visto nunca. Pero eso no era sorprendente porque no sólo era granjero, sino que también era predicador, y tenía una pequeña iglesia de troncos en la parte de atrás de la plantación, que había construido él mismo corriendo con los gastos, de la iglesia y del colegio, y no cobraba nunca por sus sermones, y eso que lo valían. Había muchos más granjeros-predicadores como él allí en el sur y que hacían lo mismo. Al cabo de una media hora, el carro de Tom llegó hasta la escalera delantera para cruzar la valla, y la tía Sally lo vio por la ventana porque estaba sólo a unas cincuenta yardas, y dice: —¡Vaya, ha venido alguien! ¿Quién podrá ser? Bueno, creo que es un desconocido. Jimmy (ése era uno de los niños), corre a decirle a Lize que ponga otro plato para la cena. Todo el mundo salió deprisa a la puerta principal porque, por supuesto, no llega un desconocido todos los años, y cuando llega se desata la fiebre amarilla del interés que despierta. Tom ya había bajado las escaleras y se dirigía hacia la casa; el carro estaba dando la vuelta para dirigirse al pueblo y nosotros estábamos todos amontonados en la puerta principal. Tom llevaba puesta su ropa comprada en la tienda y tenía público, y eso siempre volvía loco a Tom Sawyer. En aquellas circunstancias, no tenía ningún problema para echarle todo el estilo que fuese necesario. No era el tipo de chico que avanzaría sumisamente por el jardín como una oveja; no, él avanzaba tranquilamente y dándose importancia, como un carnero. Cuando llegó delante de nosotros, levanta el sombrero con toda la gracia y la delicadeza, como si se tratara de la tapa de una caja que contuviera mariposas dormidas y a las que él no quisiera molestar, y dice: —El señor Archibald Nichols, supongo.

—No, hijo –dice el viejo caballero–, siento decirte que tu conductor te ha engañado; la casa de Nichols está unas tres millas más abajo. Pasa, pasa. Tom echó una ojeada por encima de su hombro, y dice: —Demasiado tarde. Ya se ha perdido de vista. —Sí, se ha ido, hijo, y debes entrar y cenar con nosotros; y después, nosotros te llevaremos a casa de Nichols. —Oh, no puedo causarles tantas molestias; no se me ocurriría. Iré andando; no me importa que esté a esa distancia. —No permitiremos que te vayas andando; eso no sería propio de la hospitalidad del sur. Entra, por favor. —Sí, por favor –dice la tía Sally–; no nos causa la más mínima molestia, nada de nada. Debes quedarte. Son tres largas millas polvorientas y no podemos permitir que las hagas andando. Y, además, ya les he dicho que pongan otro plato en cuanto te he visto llegar, así que no debes desilusionarnos. Entra, por favor, y siéntete como en tu casa. Así que Tom les dio las gracias de manera elegante y cordial y dejó que lo convencieran y entró; y cuando ya había entrado dijo que era un forastero de Hicksville, Ohio, y que se llamaba William Thompson, e hizo otra inclinación. Bueno, y él siguió y siguió, inventándose cosas de Hicksville y de toda la gente de allí que era capaz de inventarse, y yo empecé a ponerme un poco nervioso y a preguntarme cómo iba a ayudarme a mí esto a salir de mi situación; y, al final, sin dejar de hablar, se acercó a tía Sally y la besó justo en la boca, y después se echó para atrás cómodamente en su silla otra vez, y siguió hablando; pero ella se levantó de un salto y se limpió el beso con el dorso de la mano, y dice: —¡Eres un mocoso descarado! Pareció herido, y dice: —Me sorprende, señora. —¿Que te sorp…? Pero ¿qué te crees que soy? Estoy pensando seriamente en

llevarte… Pero, dime, ¿qué pretendes besándome? Aparentó humildad, y dice: —No pretendía nada, señora. No pretendía molestarla. Yo, yo pensé que le gustaría. —¡Tú eres tonto de nacimiento! –Cogió el huso de hilar y parecía que le costaba no darle un golpe en la cabeza con él–. ¿Qué te hizo pensar que me gustaría? —Bueno, no lo sé. Es que me dijeron que le gustaría. —Ellos te dijeron que me gustaría. Quien fuera el que te lo dijo, no es más que otro lunático. Nunca he oído nada igual. ¿Quiénes son ellos? —Pues todo el mundo. Todos me lo dijeron, señora. Parecía que ya no podía contenerse más, y los ojos le relampagueaban y movía los dedos como si quisiera arañarle; y dice: —¿Quién es «todo el mundo»? Suelta los nombres o habrá un idiota menos. Él se puso de pie y pareció angustiado, manoseando el sombrero, y dice: —Lo siento; no me lo esperaba. Me dijeron que lo hiciera. Todos me lo dijeron. Todos me dijeron, «bésala», y ellos dijeron que le gustaría. Todos lo dijeron, todos y cada uno de ellos. Pero, lo siento, señora, no lo haré más. De verdad que no. —Que no lo harás, ¿verdad? Bueno, desde luego que no. —No, señora, y le soy totalmente sincero; jamás volveré a hacerlo hasta que usted me lo pida. —¡Hasta que te lo pida! Bueno, ¡jamás he visto nada igual en todos los días de mi vida! Te habrás convertido en el zoquete Matusalén de la creación antes de que te lo pida a ti, o a cualquiera como tú. —Bueno –dice él–, me sorprende mucho. No puedo entenderlo. Dijeron que le gustaría, y yo creí que le gustaría. Pero… –Se paró y miró lentamente a su

alrededor como si deseara encontrarse con alguna mirada amistosa en alguna parte, y se paró en la del viejo caballero, y dice–: ¿No pensó usted que a ella le gustaría que la besara, señor? —Pues, no; yo…, yo… Bueno, no, creo que no. Después me mira a mí de la misma manera, y dice: —Tom, ¿no pensaste tú que la tía Sally me abriría los brazos y me diría «Sid Sawyer…»? —¡Dios mío! –dice ella, interrumpiéndolo y acercándose a él de un salto–, pequeño granuja insolente, ¡cómo me has tomado el pelo! –e iba a abrazarlo, pero él la rechazó, y dice: —No, hasta que usted me lo haya pedido primero. Y ella no perdió el tiempo, y se lo pidió; y lo abrazó y lo besó una y otra vez, y después lo giró hacia el hombre mayor, y él se quedó con lo que quedaba. Y después de que se tranquilizaran un poco, ella dice: —Pero, bueno, no podía imaginarme una sorpresa así. No te esperábamos en absoluto, sólo a Tom. Mi hermana nunca me contó nada en sus cartas de que fuese a venir nadie aparte de él. —Es porque no estaba previsto que viniésemos ninguno aparte de Tom –dice él–; pero yo le supliqué y le supliqué, y me dejó venir a mí también en el último minuto; y cuando veníamos por el río, Tom y yo pensamos que sería una sorpresa de primera que él llegara a la casa primero y que yo me retrasara y llegara después, haciéndome pasar por un extraño. Pero ha sido un error, tía Sally. Este lugar no es apropiado para que llegue un extraño. —No, no para los cachorros descarados, Sid. Habría que darte un bofetón en los morros; nadie me había hecho enfadarme tanto desde ni me acuerdo cuándo. Pero no importa, no me importa la forma; aguantaría con placer mil bromas así con tal de teneros aquí. ¡Bueno, menuda representación! Para qué negarlo, me quedé petrificada de asombro cuando me diste ese beso. Comimos en aquel ancho pasillo abierto que había entre la casa y la cocina, y en esa mesa había cosas suficientes como para siete familias, y además todas

calientes; nada de carne insípida y dura que lleva toda la noche metida en un mueble de un sótano húmedo y que sabe como un trozo de caníbal frío por la mañana. El tío Silas dijo una bendición bastante larga, pero mereció la pena; y ni siquiera se enfrió la comida, ni un poquito, como he visto que ha pasado muchas veces con esas interrupciones. Hubo bastante conversación durante toda la tarde, y Tom y yo estuvimos atentos continuamente, pero no nos sirvió de nada porque nadie mencionó nada sobre un negro fugitivo, y nos daba miedo intentar llevar la conversación a ese tema. Pero por la noche, durante la cena, uno de los niños pequeños dijo: —Papá, ¿no podríamos ir al espectáculo Tom, Sid y yo? —No –dijo el hombre mayor–, creo que no va a haber; y aunque hubiera, no podríais ir porque el negro fugitivo nos lo contó todo a Burton y a mí sobre ese espectáculo escandaloso, y Burton dijo que él se lo contaría a la gente; así que me imagino que ya habrán echado del pueblo a esos gandules descarados. ¡Ahí estaba!, pero no pude evitarlo. Tom y yo íbamos a dormir en la misma habitación y en la misma cama; así que, con lo cansados que estábamos, dimos las buenas noches y nos fuimos a la cama justo después de la cena; nos salimos por la ventana, bajamos por el pararrayos y nos dirigimos al pueblo, porque yo no creía que nadie les hubiera dado ninguna pista ni al duque ni al rey, de modo que, si no me daba prisa y les daba alguna, terminarían metidos en líos con toda seguridad. Por el camino, Tom me lo contó todo sobre cómo se suponía que me habían asesinado y sobre cómo papá desapareció al poco tiempo y ya no volvió más, y sobre el revuelo que hubo cuando Jim se escapó; y yo se lo conté todo a Tom sobre nuestros bribones y la Realeza sin parangón y todo lo que me dio tiempo sobre nuestro viaje en la balsa. En cuanto entramos en el pueblo y empezamos a subir por…, viene hacia nosotros una oleada de gente furiosa con antorchas dando unos gritos y unos alaridos terribles, y golpeando cacerolas y haciendo sonar cuernos. Nos echamos a un lado de un salto para dejarlos pasar y, cuando nos pasaron por el lado, vi que llevaban al rey y al duque a horcajadas sobre una valla. Bueno, yo supe que eran el rey y el duque aunque tenían plumas y brea por todas partes, y no se parecían a nada humano de este mundo, sino que eran como dos grandes y monstruosos penachos de soldado. Ver aquello me puso enfermo, y sentí lástima de aquellos dos lastimosos bribones, y parecía que ya no iba a poder volver a tener malos sentimientos hacia ellos por nada del mundo. Era

terrible ver aquello. Los seres humanos pueden ser tremendamente crueles unos con otros. Vimos que habíamos llegado demasiado tarde y que ya no podíamos hacer nada. Les preguntamos a unos rezagados y nos dijeron que todo el mundo fue al espectáculo con cara de inocente, y que se quedaron escondidos en la oscuridad hasta que el pobre rey estuvo en mitad de sus cabriolas en el escenario, y que entonces alguien dio una señal y la sala entera se puso en pie y se fue a por ellos. Así que nos pusimos en camino de vuelta a casa muy despacio, y ya no me sentía yo tan valiente como antes, sino que, de algún modo, me sentía malo, y humillado, y culpable, aunque yo no había hecho nada. Pero así es siempre; da igual si haces las cosas bien o mal, porque la conciencia no es inteligente y va a por ti de todos modos. Si yo tuviera un dingo que no supiera más de lo que sabe la conciencia de un hombre, lo envenenaría. Ocupa más espacio que todos los demás órganos internos de un hombre y, aun así, no sirve para nada de nada. Y Tom Sawyer dice lo mismo.

Capítulo 34

Dejamos de hablar y nos quedamos pensativos. Y al rato dice Tom: —¡Mira, Huck, y qué tontos somos de que no se nos haya ocurrido antes! Me juego lo que quieras a que sé dónde está Jim. —¡No! ¿Dónde? —En la cabaña que está al lado de la tolva de ceniza. Porque, mira, cuando estábamos comiendo, ¿no viste a un negro entrar allí con algunas viandas? —Sí. —¿Para quién creíste que eran las viandas? —Para un perro. —Eso mismo pensé yo. Bueno, pues no eran para un perro. —¿Por qué? —Porque aparte de las viandas llevaba sandía. —Sí, cierto; me di cuenta. Bueno, es asombroso que no se me ocurriera que los perros no comen sandía. Eso demuestra cómo alguien puede ver y no ver al mismo tiempo. —Bueno, pues el negro abrió el candado cuando entró, y lo volvió a echar cuando salió. Y le trajo una llave a mi tío más o menos cuando nos estábamos levantando de la mesa, y seguro que era esa misma llave. La sandía indica que es un hombre, y la cerradura indica que es un prisionero; y no es probable que haya dos prisioneros en una plantación tan pequeña en la que, además, la gente es tan buena y tan amable. Jim es el prisionero. De acuerdo; me alegro de haberlo averiguado al modo de los detectives; no daría un pimiento por ninguna otra manera. Ahora, pon tu mente a trabajar y estudia un plan para robar a Jim, y yo también estudiaré uno; y después nos quedaremos con el que más nos guste.

¡Menuda cabeza tenía para no ser más que un niño! Si yo tuviera la cabeza de Tom Sawyer, no la cambiaría ni por ser duque, ni por ser el segundo de a bordo de un barco de vapor, ni por ser payaso de un circo ni por nada que se me ocurra. Me puse a pensar en un plan, pero sólo por ponerme a hacer algo; yo sabía muy bien de dónde iba a venir el plan adecuado. Al poco dice Tom: —¿Preparado? —Sí –le digo. —De acuerdo, suéltalo. —Mi plan es éste –le digo–. Podemos averiguar fácilmente si es Jim el que está allí dentro. Después sacamos mi canoa mañana por la noche y vamos a la isla a por la balsa. Y después le robamos la llave de los calzones al viejo la primera noche oscura que haya cuando se vaya a la cama y nos largamos río abajo en la balsa con Jim, escondiéndonos durante el día y navegando por la noche, igual que Jim y yo hacíamos antes. ¿No funcionaría ese plan? —¿Funcionar? Pues claro que funcionaría, como que dos y dos son cuatro. Pero es endiabladamente simple; es muy fácil. ¿De qué sirve un plan que no tiene más dificultad que ésa? Es igual de flojo que una infusión de cincoenrama. Huck, no daría más que hablar que si entráramos en una fábrica de jabón. No dije nada porque no esperaba otra cosa; pero yo sabía muy bien que, cuando él tuviera listo su plan, no contaría con ninguna de esas objeciones. Y no las tuvo. Me lo contó y al minuto me di cuenta de que valía por quince de los míos en cuanto al estilo, y de que convertiría a Jim en un hombre igual de libre que el mío y que, encima, podía hacer que termináramos todos muertos. De modo que me sentí satisfecho y dije que adelante. No hace falta que diga lo que había porque yo sabía que no se quedaría como estaba. Sabía que él lo andaría cambiando por aquí y por allí cuando lo pusiéramos en marcha y que le iría añadiendo nuevos detalles que serían excelentes cada vez que se le presentara la oportunidad. Y eso es lo que hicimos. Bueno, una cosa era absolutamente segura, y era que Tom Sawyer se lo había tomado en serio e iba a ayudarme de verdad a robar a aquel negro para sacarlo de la esclavitud. Y eso era lo que me resultaba excesivo. Aquí estaba un chico respetable y bien educado, que tenía una reputación que podía perder, y que tenía

familiares en casa que también podían perder su reputación, y que era inteligente y no un alcornoque, y que sabía cosas porque no era un ignorante, y que no era ruin sino amable, y que aun así estaba aquí sin que el orgullo, ni la justicia ni el sentimiento le impidieran rebajarse a un asunto como este que podría causarle vergüenza a él, y causarle vergüenza a su familia delante de todo el mundo. Yo no podía entenderlo de ninguna manera. Era escandaloso y yo sabía que yo debería decírselo sin más, y ser así un verdadero amigo, permitiéndole que dejara el asunto tal como estaba y que de ese modo se salvara. Y empecé a decírselo, pero me hizo callar, y me dice: —¿No te parece que yo sé en lo que me estoy metiendo? ¿Es que normalmente no sé en lo que me meto? —Sí. —Pues entonces. Eso es todo lo que dijo él y todo lo que dije yo. No servía de nada decir nada más porque cuando él decía que iba a hacer una cosa, siempre la hacía. Pero yo no conseguía averiguar por qué estaba dispuesto a hacer ésta, pero lo dejé estar y ya nunca volví a preocuparme por eso. Si él se sentía obligado, yo no podía evitarlo. Cuando llegamos a casa, estaba oscura y en silencio, así que seguimos hasta la cabaña que estaba junto a la tolva de ceniza para examinarla. Cruzamos el jardín delantero para ver qué harían los perros. Nos conocían y no hicieron más ruido del que hacen siempre los perros del campo cuando algo se mueve en la noche. Cuando llegamos hasta la cabaña, echamos un vistazo a la parte delantera y a los dos laterales; y en el lado que yo no conocía, que era el de la parte norte, encontramos un ventanuco cuadrado a bastante altura, cruzado sólo por un sólido tablón claveteado. Y digo: —Aquí está lo que necesitamos. Este agujero es lo suficientemente grande para que pase Jim si conseguimos arrancar el tablón. Y dice Tom: —Eso es más simple que el tres en raya y más fácil que hacer novillos. Espero que podamos encontrar algún modo que sea un poco más complicado que ése, Huck Finn.

—Bueno, pues entonces –le digo–, ¿qué te parece si hacemos un agujero con una sierra, igual que hice yo antes de que me asesinaran aquella vez? —Eso ya me va pareciendo mejor –dice–. Es misterioso, y dificultoso y está bien –dice–; pero seguro que podemos encontrar un modo que tarde dos veces más. No tenemos prisa; sigamos echando un vistazo por aquí. Entre la cabaña y la valla, por la parte de atrás, había un cobertizo que se unía a la cabaña por los aleros y que estaba hecho de tablones. Era igual de largo que la cabaña, pero era estrecho; sólo tenía unos seis pies de ancho. La puerta estaba en el lado sur y estaba cerrada con un candado. Tom se fue hasta el hervidor de agua para el jabón y anduvo buscando por allí, y se trajo el palo de hierro que usan para ayudarse a levantar la tapa; lo cogió e hizo palanca en una de las argollas. La cadena cayó al suelo y nosotros abrimos la puerta y entramos, y la cerramos y encendimos una cerilla, y vimos que el cobertizo estaba construido pegado a la cabaña pero que no estaba unido a ella, y que no tenía suelo, ni contenía nada aparte de algunas herrumbrosas azadas viejas y deterioradas, y de algunas palas y picos y de un arado tullido. La cerilla se apagó y nosotros salimos y volvimos a meter la arandela, y la puerta se quedó igual de bien cerrada que siempre. Tom estaba feliz. Dice: —Ahora ya lo tenemos todo listo. Lo sacaremos de ahí cavando. ¡Tardaremos una semana más o menos! Después nos dirigimos hacia la casa y yo entré por la puerta de atrás, donde sólo hay que tirar de una cinta de piel que hace de pestillo porque aquí no atrancan las puertas, pero eso no le parecía lo suficientemente romántico a Tom Sawyer; a él no le servía de ninguna manera; él tenía que escalar por el pararrayos. Pero después de intentarlo unas tres veces y de llegar sólo hasta la mitad y de fallar, y de caerse, y la última vez casi se rompe la cabeza y se le desparraman los sesos, pensó que tendría que desistir; pero después de descansar, pensó que volvería a probar suerte una vez más, y esta vez consiguió subir. Por la mañana se levantó al amanecer del día y bajó hasta las cabañas de los negros a acariciar a los perros y a hacerse amigo del negro que le llevaba la comida a Jim, si es que era Jim al que le estaban dando de comer. Los negros estaban terminando de desayunar y empezando a ponerse en marcha para ir a los campos; y el negro de Jim estaba amontonando pan, carne y otras cosas en una cacerola de lata; y mientras los otros se marchaban, llegó la llave desde la casa.

Este negro, por la cara, parecía simpático y torpe, y llevaba todo el pelo lanoso atado con hilos en pequeños manojos. Eso era para mantener a las brujas alejadas. Dijo que las brujas lo estaban molestando muchísimo por las noches últimamente, y que le estaban haciendo ver todo tipo de cosas extrañas, y oír todo tipo de palabras y ruidos extraños, y que él no creía haber estado embrujado durante tanto tiempo jamás en su vida. Se entusiasmó tanto y se puso a hablar de sus problemas de tal modo que se le olvidó completamente lo que iba a hacer. Así que Tom le dice: —¿Para quién son esas viandas? ¿Vas a darles de comer a los perros? El negro esbozó una especie de sonrisa que se le fue extendiendo por toda la cara de manera gradual, como cuando tiras un trozo de ladrillo en un charco de barro, y dice: —Sí, amo Sid, un perro. Y un perro muy curioso. ¿Quiere venir a echarle un vistazo? —Sí. Empujé a Tom y le digo en un susurro: —¿Vas a ir? ¿Aquí mismo al amanecer? Ése no era el plan. —No, no lo era. Pero ahora sí lo es. Así que, ¡maldita sea!, nos fuimos detrás, aunque a mí no me hacía mucha gracia. Cuando entramos casi no se veía nada de lo oscuro que estaba; pero Jim estaba allí y pudo vernos, y dice en voz alta: —¡Vaya, Huck! ¡Dios mío! ¿Es ése el señor Tom? Yo es que sabía lo que iba a pasar; es que me lo esperaba. No se me ocurría nada que pudiera hacer y, si se me hubiera ocurrido, tampoco podría haberlo hecho, porque ese negro se metió y va y dice: —¡Santo cielo! ¿Les conoce a ustedes, caballeros? Ahora ya veíamos bastante bien. Tom miró al negro fijamente y como pensativo, y dice:

—¿Que si nos conoce quién? —Pues este negro fugitivo. —No creo que nos conozca. ¿Qué te ha metido eso en la cabeza? —¿Que qué me lo ha metido ahí? ¿Pues no acaba él de hablar ahora mismo como si los conociera? Dice Tom, como si estuviera confuso: —Vaya, eso es muy curioso. ¿Quién ha hablado? ¿Cuándo ha hablado? ¿Qué ha dicho? –Y se vuelve hacia mí con total tranquilidad y me dice–: ¿Tú has oído a alguien hablar en voz alta? Y por supuesto no podía decir más que lo único que podía decir, así que le digo: —No. Yo no he oído a nadie decir nada. Después se vuelve hacia Jim y lo mira de arriba abajo como si nunca lo hubiera visto antes, y dice: —¿Tú has hablado? —No, señor –dice Jim–; yo no he dicho nada, señor. —¿Ni una sola palabra? —¿Nos has visto antes alguna vez? —No, señor, no que yo sepa. De modo que Tom se vuelve hacia el negro, que estaba frenético y angustiado, y le dice con falsa severidad: —¿Y qué es lo que te pasa a ti? ¿Qué te hizo pensar que alguien había hablado? —Ay, son esas malditas brujas, señor, y ojalá estuviera muerto, de verdad que me gustaría. Están siempre con lo mismo, señor, y me asustan tanto que casi me matan. Por favor, señor, no se lo cuente a nadie, o el viejo amo Silas me regañará, porque él dice que las brujas no existen. Ojalá estuviera él aquí ahora,

¡y a ver qué iba a decir entonces! Seguro que esta vez no iba a encontrar la manera de esquivar el asunto. Pero es que siempre es así: el que tiene unas ideas, nunca las cambia; no se preocupan por intentar averiguar nada por su cuenta, y cuando tú lo averiguas y se lo cuentas, no te creen. Tom le dio una moneda de diez centavos y le dijo que no se lo diríamos a nadie, y le dijo que se comprara más hilo para atarse los manojos de pelo; y después mira a Jim y le dice: —Me pregunto si el tío Silas irá a colgar al negro este. Si yo cogiera a un negro lo suficientemente desagradecido como para escaparse, yo no lo entregaría, yo lo colgaría. Y mientras el negro se salió a la puerta para mirar la moneda y morderla para ver si era buena, le susurra a Jim diciéndole: —Nunca dejes que nadie sepa que nos conoces. Y si oyes que están cavando por las noches, somos nosotros; vamos a liberarte. A Jim sólo le dio tiempo a agarrarnos de la mano y estrujárnosla; después el negro volvió y nosotros dijimos que volveríamos alguna vez si el negro quería; y nos dijo que sí, en especial si estaba oscuro, porque las brujas iban a por él fundamentalmente en la oscuridad, y entonces era bueno que hubiera gente alrededor.

Capítulo 35

Todavía faltaba casi una hora para el desayuno, así que nos marchamos y nos dirigimos al bosque porque Tom dijo que necesitábamos luz para ver cómo teníamos que cavar, y un farol da demasiada luz y podría causarnos problemas; lo que necesitábamos era un montón de troncos podridos cubiertos de hongos luminiscentes, que producen un brillo suave cuando los pones en un sitio oscuro. Cogimos una brazada y la escondimos entre los hierbajos y nos sentamos a descansar, y Tom me dice con cierto descontento: —Maldita sea, todo este asunto es muy fácil y muy poco elegante, y es muy difícil idear un plan complicado. No hay ningún guarda al que drogar; porque debería haber un guarda. Ni siquiera hay ningún perro al que darle un brebaje para dormir. Y ahí está Jim sólo con una pierna encadenada a una cadena de diez pies enganchada a la pata de la cama; vaya, y lo único que hay que hacer es levantar el armazón de la cama y sacar la cadena. Y el tío Silas, que confía en todo el mundo, le manda la llave al negro ese cabeza de chorlito y ni siquiera manda a nadie para que vigile al negro. Jim podría haberse salido ya antes por el ventanuco si no fuera porque no merece la pena intentar viajar con una cadena de diez pies enganchada a la pierna. Jo, maldita sea, Huck, éstos son los preparativos más estúpidos que he visto nunca. Hay que inventarse todas las dificultades. Bueno, no podemos evitarlo; tenemos que hacer todo lo que podamos con lo que tenemos. De todos modos, hay una cosa, y es que hay más honor en sacarlo de ahí atravesando muchas dificultades y peligros, cuando la gente, cuya obligación era habértelos proporcionado, no te ha proporcionado ninguno y cuando has tenido que tramarlos todos sacándolos de tu propia cabeza. Fíjate sólo en el asunto del farol. Si vamos a los hechos concretos, simplemente tenemos que fingir que lo del farol es arriesgado. Vamos, que me parece que podríamos trabajar con un desfile de antorchas si quisiéramos. Ahora que lo pienso, tenemos que buscar algo con lo que hacer una sierra a la primera oportunidad que tengamos. —¿Para qué queremos una sierra? —¿Que para qué queremos una sierra? ¿Es que no tenemos que serrar la pata de la cama de Jim para poder soltar la cadena?

—Pero si acabas de decir que cualquiera podría levantar el armazón de la cama y sacar la cadena. —Bueno, qué propio de ti, Huck Finn. Siempre se te ocurren soluciones de niño de párvulos para hacer las cosas. ¿Es que no has leído nunca ningún libro? ¿Ni al Barón Trenck, ni a Casanova, ni a Benvenuto Cillini, ni a Enrique IV, ni a ninguno de esos héroes? ¿Dónde se ha visto nunca que se deje libre a un prisionero de una manera tan propia de viejas como ésa? No, lo que hacen las mejores autoridades es serrar la pata de la cama por la mitad y dejarla así, y se tragan el serrín para que no puedan encontrarlo y tapan el corte de la madera con tierra y grasa para que ni el más avezado de los senescales pueda encontrar ni rastro de que allí se ha serrado y para que piense que la pata de la cama está perfectamente asegurada. Después, la noche que ya estás preparado, le das una patada a la pata y se cae; sacas la cadena, y ya está. Ya sólo queda enganchar la escalera de cuerda a las almenas, bajar por ella como un rayo, romperte la pierna en el foso, porque a la escalera de cuerda le faltan diecinueve pies de largo, ¿sabes?, y están tus caballos y tus fieles vesallos, que te recogen y te colocan encima de la silla de montar, y así te marchas a tu tierra del Langudoc, o de Navarra, o de donde seas tú. Es vulgar, Huck. Ojalá que esta cabaña tuviera un foso. Si tenemos tiempo la noche de la fuga, cavaremos uno. Le digo: —¿Para qué queremos un foso cuando lo vamos a sacar arrastrándolo por debajo de la cabaña? Pero no me oyó. Se había olvidado de mí y de todo lo demás. Tenía la barbilla apoyada en la mano, y estaba pensando. Al poco, suspira y mueve la cabeza; y después suspira otra vez y dice: —No, no serviría. No tenemos suficiente necesidad de eso. —¿De qué? –le digo. —Pues de cortarle la pierna a Jim con la sierra –dice. —¡Santo cielo! –digo–. Pues claro que no hay necesidad. ¿Y, además, para qué quieres cortarle la pierna? —Algunas de las mejores autoridades lo han hecho. No podían quitar la cadena,

de modo que se cortaron la mano y se largaron. Y una pierna sería todavía mejor. Pero tenemos que dejar pasar eso. En este caso no hay suficiente necesidad; y, además, Jim es un negro y no entendería las razones ni que es costumbre en Europa; así que lo dejaremos. Pero una cosa sí: él puede tener una escalera de cuerda; podemos hacer tiras con nuestras sábanas y hacerle una escalera de cuerda con bastante facilidad. Y podemos mandársela dentro de un pastel; así es como suele hacerse casi siempre. Y yo he comido peores pasteles. —Vaya, Tom, ¡qué cosas dices! –le digo–; Jim no necesita una escalera de cuerda para nada. —Sí que le sirve. Qué cosas dices tú, deberías decir; tú no sabes nada de esto. Tiene que tener una escalera de cuerda; todos la tienen. —¿Y qué demonios puede hacer con ella? —¿Hacer con ella? Puede esconderla en la cama, ¿no? Eso es lo que hacen todos; y él también tiene que hacerlo. Huck, parece que nunca quieres hacer las cosas de la manera normal; siempre quieres empezar algo nuevo. Imagínate que no hace nada con ella, ¿no va a estar después ahí en su cama como pista cuando él se haya ido? ¿Y no te parece que querrán pistas? Por supuesto que las querrán. ¿Y tú no les ibas a dejar ninguna? Qué buena forma de recibirlos, ¿no? Nunca he oído nada igual. —Bueno –le digo–, si ésas son las normas, entonces tendrá que tenerla, de acuerdo, pues que la tenga; porque no quiero yo incumplir ninguna norma; pero hay una cosa, Tom Sawyer, si nos ponemos a rajar nuestras sábanas para hacerle a Jim una escalera de cuerda, nos vamos a meter en un lío con la tía Sally, seguro como que estamos aquí. Así, tal como yo lo veo, una escalera de corteza de nogal no nos costaría nada, no romperíamos nada y serviría igual de bien para rellenar un pastel y para esconderla en un colchón de paja, igual que cualquier escalera de cuerda que nos pusiéramos a hacer; y en cuanto a Jim, no ha tenido ninguna experiencia, así que a él le da igual qué clase de… —Cáscaras, Huck Finn, si yo fuera tan ignorante como tú, me quedaría callado, eso es lo que yo haría. ¿Quién ha oído hablar nunca de que un prisionero del estado se escapara con una escalera de corteza de nogal? Vamos, es absolutamente ridículo. —Vale, Tom, de acuerdo, hazlo a tu manera; pero si quieres mi consejo, yo

cogería una sábana del tendedero. Dijo que eso serviría. Y eso le dio otra idea, y dice: —Coge una camisa también. —¿Para qué queremos una camisa, Tom? —La queremos para que Jim escriba su diario en ella. —Un diario, ¡tu abuela! Jim no sabe escribir. —Aunque no sepa escribir, podrá hacer marcas en la camisa, si le hacemos una pluma con una vieja cuchara de estaño o con un trozo de algún viejo fleje de un barril, ¿no? —Pero, Tom, podemos arrancarle una pluma a un ganso y hacerle una mejor y, además, más rápido. —Los prisioneros no tienen gansos correteando por las mazmorras a los que les puedan arrancar una pluma, idiota. Ellos siempre hacen sus plumas con el trozo más duro, más resistente y más difícil de una vieja palmatoria de latón o algo parecido a lo que consiguen echarle el guante; y, además, tardan semanas y semanas y meses y meses en limarlo porque tienen que hacerlo restregándolo contra la pared. Ellos no usarían una pluma de ganso ni aunque la tuvieran. No es lo normal. —Bueno, entonces, ¿de qué vamos a hacerle la tinta? —Muchos la hacen con el óxido del hierro y con lágrimas; pero ésos son los vulgares y las mujeres; las mejores autoridades usan su propia sangre. Jim puede hacer eso; y cuando quiera mandar algún pequeño mensaje normal y misterioso para hacer saber al mundo dónde está cautivo, puede escribirlo en la base de un plato de latón con un tenedor y tirarlo por la ventana. La máscara de hierro siempre hace eso, y además es una manera genial. —Jim no tiene platos de latón. Le llevan la comida en una cacerola. —No pasa nada; nosotros podemos conseguirle algunos.

—Nadie puede leer sus platos. —Eso no tiene nada que ver, Huck Finn. Lo único que él tiene que hacer es escribir en el plato y tirarlo fuera. No hace falta que se pueda leer. Pero si la mitad de las veces no se puede leer lo que escriben los prisioneros en los platos de latón, ni en ningún otro sitio. —Pues entonces, ¿qué sentido tiene malgastar los platos? —Pero, ¡maldita sea!, si los platos no son de los prisioneros. —Pero los platos son de alguien, ¿no? —Supongamos que sí. ¿Y al prisionero qué le importa de quién…? Lo dejó ahí porque oímos que sonaba el cuerno del desayuno, así que nos fuimos para la casa. A lo largo de la mañana cogí una sábana y una camisa blanca del tendedero; y encontré un saco viejo y las metí dentro, y bajamos y cogimos los hongos luminiscentes y los metimos dentro también. Yo lo llamaba coger prestado porque así era como papá lo llamaba siempre, pero Tom dijo que no era coger, sino que era robar. Dijo que nosotros representábamos a los prisioneros y que a los prisioneros no les importa cómo cogen una cosa con tal de tenerla, y nadie los culpa por eso tampoco. No es delito que un prisionero robe lo que necesita para poder escaparse, dijo Tom; está en su derecho; así, siempre y cuando representáramos a un prisionero, estábamos en nuestro perfecto derecho de robar cualquier cosa que no usáramos mucho en este lugar para utilizarla para salir de prisión. Dijo que si no fuéramos prisioneros, entonces la cosa sería muy diferente, y que nadie más que una persona ruin y vulgar robaría si no fuera un prisionero. Así que llegamos a la conclusión de que robaríamos allí todo lo que nos viniera bien. Y aun así montó un escándalo un día después de eso cuando yo robé una sandía del huerto de los negros y me la comí; y me hizo ir a buscar a los negros y a darles una moneda de diez centavos sin decirles por qué era. Tom dijo que lo que él quería decir era que podíamos robar cualquier cosa que necesitáramos. Bueno, le digo, yo necesitaba la sandía. Pero el dijo que no la necesitaba para escaparme de la cárcel; ahí era donde estaba la diferencia. Dijo que si la hubiera querido para esconder un cuchillo dentro y pasársela a Jim para que matara al senescal, entonces habría estado bien. Lo dejé estar, aunque no vi que yo tuviera ninguna ventaja al representar a un prisionero si tenía que

quedarme sentado rumiando sobre un montón de distinciones doradas como ésa cada vez que viera la ocasión de tragarme una sandía. Bueno, como iba diciendo, aquella mañana esperamos a que todos se hubieran puesto a trabajar y a que no se viera a nadie por el jardín delantero; entonces Tom llevó el saco al cobertizo mientras yo me quedaba a cierta distancia montando guardia. Después salió y fuimos a sentarnos en el montón de la leña para charlar. Dice: —Ahora lo tenemos todo menos las herramientas; y eso se arregla fácil. —¿Herramientas? –digo. —Sí. —¿Herramientas para qué? —Pues para cavar. No vamos a sacar la tierra con los dientes para liberarlo, ¿no? —¿Pero no hay picos viejos estropeados ahí dentro que sirven para cavar y sacar de ahí a un negro? –le digo. Se vuelve hacia mí, mirándome con tanta lástima como para hacer llorar a cualquiera, y dice: —Huck Finn, ¿tú has oído alguna vez que un prisionero haya tenido picos y palas y todas esas herramientas modernas en el armario para poder cavar y escaparse? Ahora quiero hacerte una pregunta, si es que tienes algo de sentido común, ¿qué clase de imagen le daría eso a él para convertirse en héroe? Para eso sería casi mejor darle la llave y acabar con todo. Picos y palas, vamos, no se las darían ni a un rey. —Bueno, entonces –le digo–, si no queremos ni los picos ni las palas, ¿qué es lo que necesitamos? —Un par de cuchillos de monte. —¿Para cavar y sacar la tierra de debajo de esa cabaña? —Sí.

—¡Demonios! Eso es una tontería, Tom. —Da igual si es una tontería, porque ésa es la manera correcta y nunca he oído que haya ninguna otra forma, y yo me he leído todos los libros que dan información sobre estas cosas. Siempre cavan con un cuchillo de monte y, además, no en la tierra, sino que normalmente lo hacen en la piedra. Y tardan semanas y semanas y semanas, y por siempre jamás. Mira uno de los prisioneros de la última mazmorra del Castillo de Deef en el puerto de Marsella que consiguió salir excavando así; ¿cuánto tiempo estuvo él excavando, crees tú? —No lo sé. —Bueno, adivínalo. —No lo sé. Mes y medio. —Treinta y siete años, y salió por China. Así se hace. Ojalá la base de esta fortaleza fuera de roca. —Jim no conoce a nadie en China. —¿Y eso qué tiene que ver? Ni el otro tipo tampoco. Pero siempre te andas yendo por las ramas. ¿Por qué no te centras en el tema principal? —De acuerdo; me da igual dónde salga con tal de que salga; y a Jim también le da igual, seguro. De todos modos hay otra cosa, y es que Jim es demasiado viejo para sacarlo cavando con un cuchillo de monte. No durará tanto. —Sí, pues claro que durará. No pensarás que vamos a tardar treinta y siete años en excavar unos cimientos de tierra, ¿verdad? —¿Cuánto tardaremos, Tom? —Bueno, no podemos arriesgarnos a tardar todo lo que deberíamos porque puede que el tío Silas no tarde mucho en tener noticias de allí abajo por Nueva Orleans. Se enterará de que Jim no es de allí. Y entonces su siguiente movimiento será poner un anuncio de Jim o algo así. Así que no podemos arriesgarnos a tardar tanto en excavar para sacarlo como deberíamos. Supongo que lo apropiado sería que tardáramos un par de años, pero no podemos. Como las cosas están tan dudosas, lo que recomiendo es esto: que nos pongamos a

cavar directamente lo más rápido que podamos; y después de eso podemos hacernos ver a nosotros mismos que hemos tardado treinta y siete años. Y así podremos sacarlo de aquí a toda prisa la primera vez que haya una alarma. Sí, creo que eso será lo mejor. —Ahora eso sí que tiene sentido –le digo–. Creérnoslo nosotros no cuesta nada; creérnoslo nosotros no nos va a causar ningún problema; y si sirve de algo, a mí no me importa hacer como que tardamos ciento cincuenta años. No me supondría ningún esfuerzo, una vez que me ponga. Me daré una vuelta ahora a ver si robo un par de cuchillos de monte. —Roba tres –me dice–; necesitamos uno para convertirlo en una sierra. —Tom, si no se sale de lo normal y si no es irreligioso sugerirlo –le digo–, hay una hoja de sierra oxidada allí, que sobresale del techado que está detrás del humero. Me miró con aspecto cansado y desilusionado, y dice: —No sirve de nada intentar enseñarte algo, Huck. Anda, corre a robar los cuchillos; tres. Y así lo hice.

Capítulo 36

Aquella noche, en cuanto creímos que todos estaban ya dormidos, bajamos por el pararrayos y nos encerramos en el cobertizo, y cogimos nuestro montón de hongos luminiscentes y nos pusimos a trabajar. Retiramos todo lo que había en unos cuatro o cinco pies a lo largo del tronco que estaba pegado al suelo buscando la parte central. Tom dijo que ahora estaba justo detrás de la cama de Jim y que cavaríamos allí, y que cuando llegáramos al otro lado, a la cabaña, nadie podría saber nunca que allí había un agujero porque la colcha de Jim colgaba casi hasta el suelo y tendrían que levantarla y mirar debajo para ver el agujero. Así que cavamos y cavamos con los cuchillos de monte hasta casi medianoche. Para entonces ya estábamos muertos de cansancio y teníamos las manos llenas de ampollas, y aun así prácticamente no se apreciaba que hubiéramos hecho casi nada. Al final digo: —Este trabajo no es para treinta y siete años; este trabajo es para treinta y ocho años, Tom Sawyer. Él no me dijo nada, pero suspiró y al poco dejó de cavar, y después me di cuenta de que se quedó pensando un buen rato. Después dice: —No sirve de nada, Huck; esto no va a funcionar. Si fuésemos prisioneros funcionaría porque tendríamos todos los años que nos hicieran falta y no tendríamos prisa, y sólo tendríamos unos minutos para cavar cada día mientras cambiaran el turno de guardia y así no nos saldrían ampollas en las manos, y podríamos seguir y seguir año sí y año no, y hacerlo bien y tal como se deben hacer estas cosas. Pero nosotros no podemos andar entreteniéndonos; tenemos que darnos prisa; no tenemos tiempo que perder. Si pasáramos otra noche como ésta, tendríamos que parar durante una semana para que se nos pusieran bien las manos porque no podríamos ni tocar un cuchillo de monte antes de eso. —Bueno, y entonces, ¿qué vamos a hacer, Tom? —Te lo voy a decir. No está bien, ni es moral y no me gustaría que esto se supiera, pero sólo hay una manera: tenemos que cavar con los picos para sacarlo de ahí, y pretender que lo hemos hecho con los cuchillos de monte.

—Ahora, ¡así se habla! –le digo–; cada vez eres más razonable, Tom Sawyer –le digo–. Lo suyo son los picos, tanto si es moral como si no; y por lo que a mí respecta, de todos modos me importa un rábano la moralidad. Cuando me pongo a robar un negro, o una sandía, o un libro de la escuela dominical, no soy delicado en cuanto a cómo hacerlo con tal de que se haga. Lo que yo quiero es mi negro; o lo que quiero es mi sandía; o lo que quiero es mi libro de la escuela dominical, y si el pico es lo que tengo más a la mano, pues con eso es con lo que voy a cavar para sacar a mi negro, o mi sandía o mi libro de la escuela dominical; y además me importa un pimiento lo que puedan pensar las autoridades. —Bueno –me dice–, en un caso como éste tenemos una excusa para usar los picos y decir que hemos usado otra cosa; si no fuera así, yo no lo aprobaría, ni me quedaría mirando cómo se rompen las reglas, porque lo que está bien está bien, y lo que está mal está mal, y nadie tiene excusa para hacer las cosas mal cuando no es un ignorante y sabe lo que debe hacer. Tú podrías sacar a Jim usando un pico y ni siquiera tendrías que fingir porque tú no sabes lo que debes hacer; pero yo no podría hacerlo, porque yo sí sé cómo son las cosas. Dame un cuchillo de monte. Tenía el suyo al lado, pero le di el mío. Lo tiró al suelo y dice: —Dame un cuchillo de monte. Yo no sabía qué hacer, pero después lo pensé. Rebusqué entre las herramientas viejas, cogí una piqueta y se la di, y él la cogió y se puso a trabajar sin decir ni una sola palabra. Siempre era así de exigente. Lleno de principios. Así que después cogí una pala, nos volvimos y nos pusimos a trabajar con el pico y con la pala, y montamos un montón de ruido. No paramos de trabajar durante una media hora, que fue todo lo que pudimos aguantar de pie, pero al final teníamos un buen agujero. Cuando llegué arriba, miré por la ventana y vi que Tom hacía todo lo que podía por escalar por el pararrayos pero no podía subir de lo que le dolían las manos. Al final me dice: —No sirve de nada; no puedo hacerlo. ¿Qué crees que podría hacer? ¿No se te ocurre nada?

—Sí –le digo–, aunque me parece que no es lo normal. Sube por las escaleras y finge que es el pararrayos. Y así lo hizo. Al día siguiente, Tom robó una cuchara de estaño y una palmatoria de latón de la casa para hacerle a Jim algunas plumas y seis velas de sebo; y yo me quedé merodeando por las cabañas de los negros esperando una oportunidad y robé tres platos de hojalata. Tom me dijo que no eran suficientes, pero yo le dije que nadie iba a ver nunca los platos que tirara Jim porque caerían en las asteráceas y en los árboles de estramonio que había debajo del ventanuco, y que nosotros podríamos devolvérselos para que los usara otra vez. Y Tom se quedó satisfecho, y luego me dice: —Lo que tenemos que estudiar ahora es cómo hacerle llegar las cosas a Jim. —Pues las metemos por el agujero cuando lo hayamos hecho –le digo. Se limitó a mirarme con desprecio y dijo algo como que nadie había oído nunca una idea tan estúpida y después se puso a pensar. Al rato me dijo que se le habían ocurrido dos o tres maneras, pero que no había necesidad de tomar ninguna decisión todavía. Dijo que teníamos que informar a Jim primero. Aquella noche bajamos por el pararrayos poco después de las diez llevándonos una de las velas, y nos quedamos escuchando debajo del ventanuco y oímos roncar a Jim; así que nos pusimos a trabajar, pero él no se despertó. Estuvimos dándole al pico y a la pala y, al cabo de unas dos horas y media, habíamos terminado el trabajo. Nos metimos en la cabaña y nos arrastramos por debajo de la cama de Jim; buscamos con las manos en la oscuridad hasta que encontramos la vela y la encendimos, y nos quedamos de pie junto a Jim un rato y vimos que parecía fuerte y sano, y después lo fuimos despertando gradualmente y con suavidad. Se puso tan contento de vernos que casi se echó a llorar, y nos llamó «hijos» y todos los nombres cariñosos que se le ocurrieron, y quería que buscáramos un cincel inmediatamente con el que cortar la cadena de su pierna para poder largarse sin perder más tiempo. Pero Tom le demostró lo irregular que sería eso y se sentó y le contó todos nuestros planes y cómo podríamos alterarlos en cualquier momento en el minuto en que hubiera una alarma; y le dijo que no tuviera ningún miedo porque nos íbamos a encargar de que se escapara sin ningún género de duda. Así que Jim estuvo de acuerdo y nos

quedamos allí sentados un rato hablando de los viejos tiempos, y después Tom hizo un montón de preguntas, y cuando Jim le dijo que el tío Silas venía todos los días o cada dos días para rezar con él, y que la tía Sally venía a ver si se encontraba cómodo y si tenía suficiente comida, y que los dos eran muy amables, dice Tom: —Ahora ya sé cómo arreglarlo. Te mandaremos las cosas con ellos. —No hagas eso –le dije–, ésa es una de las burradas más grandes que he oído–. Pero él no me prestó ni la más mínima atención y siguió adelante. Así es como era él una vez que hacía sus planes. Así que le contó a Jim que tendríamos que pasarle a escondidas un pastel con una escalera de cuerda y otras cosas grandes con Nat, el negro que le traía la comida, y que él debía estar alerta y no dejarse sorprender y que no debía dejar que Nat lo viera abrirlas; y que meteríamos las cosas pequeñas en los bolsillos de la chaqueta del tío y que él tendría que robárselas; y que, si podíamos, ataríamos cosas en las cintas del delantal de la tía o se las meteríamos en el bolsillo del delantal; y le dijimos qué cosas serían y para qué eran. Y le explicó cómo llevar un diario en la camisa con su sangre y todo eso. Se lo contó todo. Jim no le encontraba el sentido a la mayoría de las cosas, pero dijo que nosotros éramos blancos y que sabíamos más que él, así que se quedó satisfecho y dijo que lo haría todo tal como Tom le había dicho. Jim tenía bastantes pipas hechas de mazorca y suficiente tabaco, así que pasamos un buen rato entre amigos. Después salimos arrastrándonos por el agujero y nos fuimos a la casa a acostarnos con las manos que parecía que nos las habían mordido. Tom estaba de buen humor. Dijo que era la vez que se lo estaba pasando mejor que en toda su vida y que, además, era la más intelectural, y dijo que, si se le ocurriera cómo hacerlo, podríamos seguir con aquello durante el resto de nuestras vidas y dejar que fueran nuestros hijos los que sacaran a Jim, porque él pensaba que a Jim le iría gustando cada vez más en cuanto llegara a acostumbrarse. Dijo que, de ese modo, podríamos alargarlo unos ochenta años y que batiríamos el récord de tiempo. Y dijo que nos haría célebres a todos los que habíamos tomado parte. Por la mañana nos fuimos al montón de la leña y cortamos la palmatoria de latón con el hacha en trozos manejables, y Tom se los metió en el bolsillo junto con la cuchara de estaño. Después nos fuimos a las cabañas de los negros y, mientras

yo entretenía a Nat, Tom metió un trozo de candelabro en el centro de una torta de maíz que estaba en la cacerola de Jim, y después nos fuimos con Nat para ver cómo saldría la cosa, y todo salió superior. Cuando Jim le dio un mordisco, casi se arranca todos los dientes, y no hubo jamás nada que saliera mejor. El mismo Tom lo dijo. Jim disimuló y dijo que no era más que un trozo de piedra o algo así de los que siempre terminan en el pan, ¿sabes?; pero, después de eso, ya no volvió a morder nada sin pincharlo antes con el tenedor tres o cuatro veces. Y mientras estábamos allí de pie en aquel sitio poco iluminado, aparecen los bultos de dos de los perros por debajo de la cama de Jim; y siguieron amontonándose hasta que hubo por lo menos once y ya no había sitio allí ni para respirar. ¡Demonios, se nos había olvidado cerrar la puerta del cobertizo! El negro Nat simplemente gritó «¡Brujas!» una vez, y se desplomó en el suelo entre los perros, y empezó a gemir como si se estuviera muriendo. Tom abrió la puerta de un tirón y tiró fuera un trozo de carne de la comida de Jim y los perros se fueron a por ella, y dos segundos después él también estaba fuera, y después volvió y cerró la puerta, y así supe que también se había encargado de la otra puerta. Después nos pusimos manos a la obra con el negro, engatusándolo y mimándolo y preguntándole si había vuelto a imaginarse que había visto cosas. Se levantó y echó un vistazo alrededor parpadeando, y dice: —Amo Sid, usted dirá que soy un imbécil, pero si no creyera que he visto casi un millón de perros, o de demonios, o algo así, que me muera en el sitio ahora mismo. Lo he visto, desde luego que sí. Amo Sid, los sentí, los sentí, señor; estaban encima de mí por todas partes. Maldita sea, ojalá pudiera echarle el guante a una de esas brujas aunque fuera sólo una vez, sólo una vez, eso es todo lo que pido. Aunque lo que más deseo es que me dejen en paz, sí, eso es lo que quiero. Y dice Tom: —Mira, te voy a decir lo que creo. ¿Sabes qué las hace venir aquí a la hora del desayuno de este negro fugitivo? Pues que tienen hambre; ésa es la razón. Hazles un pastel para brujas; eso es lo que tienes que hacer. —Pero, por todos los demonios, amo Sid, ¿cómo voy a hacerles un pastel para brujas? Yo no sé hacer eso. Ni siquiera he oído hablar de algo así antes. —Pues, entonces, tendré que hacerlo yo mismo.

—¿Lo hará por mí de verdad?, ¿de verdad? Besaré la tierra que pise, le prometo que lo haré. —De acuerdo, yo lo haré, pero porque eres tú y te has portado bien con nosotros y nos has enseñado al negro fugitivo. Pero tienes que tener mucho cuidado. Cuando vengamos, tienes que darte la vuelta y después, echemos lo que echemos en la cacerola, no des a entender que has visto nada en absoluto. Y no mires cuando Jim vacíe la cacerola, porque podría ocurrir algo, aunque no sé qué. Y sobre todo, no toques las cosas de las brujas. —¿Tocarlas, amo Sid? ¿De qué está hablando? No les pondría ni un dedo encima ni por mil millones de dólares, vaya que no.

Capítulo 37

Eso estaba ya todo arreglado, de modo que nos fuimos hasta el montón de la basura que estaba en la parte de atrás de la casa, donde guardaban las botas viejas y los trapos y los trozos de botella y los cacharros de hojalata estropeados, y cosas así, y rebuscamos allí hasta que encontramos una vieja paila de hojalata de lavar la ropa y le tapamos los agujeros lo mejor que pudimos para hacer en ella el pastel, y la llevamos al sótano y la llenamos de harina que robamos y nos fuimos a desayunar, y nos encontramos un par de clavos gordos y Tom dijo que vendrían bien para que un prisionero pudiera garabatear con ellos su nombre y sus penas en las paredes de la mazmorra, así que metimos uno en el bolsillo del delantal de la tía Sally que estaba colgado de una silla, y el otro lo metimos bajo el cintillo del sombrero del tío Silas, que estaba en el escritorio, porque oímos decir a los niños que su padre y su madre iban a ir a la casa del negro fugitivo esta mañana, y después nos fuimos a desayunar y Tom dejó caer la cuchara de estaño en el bolsillo de la chaqueta del tío Silas, y la tía Sally no había llegado todavía, así que tuvimos que esperar un ratito. Y cuando llegó tenía calor y estaba colorada y enfadada, y casi no podía ni esperar a bendecir la mesa; y después se fue a colar el café con una mano mientras le daba un golpe en la cabeza con el dedal al niño que tenía más cerca, y dice: —He buscado por cielo y tierra y es asombroso que no sea capaz de averiguar qué ha pasado con tu otra camisa. El corazón se me cayó y se me quedó entre los pulmones y los hígados y esas cosas, y un trozo duro de rebozado de maíz se me bajó por la garganta detrás de él y se encontró con un golpe de tos por el camino y salió disparado hasta el otro lado de la mesa, dándole en el ojo a uno de los niños, que se encogió como un gusano de los que se usan de cebo para pescar y que soltó un alarido del tamaño de un grito de guerra, y a Tom se le puso una cara malísima, como azulada, y se montó un follón considerable que duró como un cuarto de minuto o algo así, y yo lo habría contado todo casi por nada si alguien hubiera preguntado. Pero, después de eso, todos volvimos a la normalidad otra vez; había sido la sorpresa la que nos había dejado fríos. Dice el tío Silas:

—Es algo muy raro y muy curioso; no lo entiendo. Sé perfectamente bien que me la quité porque… —Porque sólo tienes una puesta. ¡Qué cosas dice este hombre! Sé que te la quitaste y lo sé mejor que esa inútil memoria tuya, porque estaba en el tendedero ayer y yo misma la vi allí. Pero, resumiendo, ha desaparecido y ahora tendrás que ponerte una de franela roja hasta que me dé tiempo a hacerte una nueva. Y será la tercera que haga en dos años. Necesitas a una persona ocupada sólo en hacerte a ti las camisas; y lo que haces con ellas va más allá de lo que consigo entender. Cualquiera podría pensar que ya deberías haber aprendido a tener un poco de cuidado con ellas a tu edad. —Ya lo sé, Sally, y hago todo lo que puedo. Pero todo no puede ser culpa mía, porque, como tú sabes, yo ni las veo ni tengo nada que ver con ellas más que cuando las llevo puestas; y no creo que haya perdido nunca una mientras la llevaba puesta. —No es culpa tuya si eso no ha pasado, Silas; lo habrías hecho si hubieras podido, seguro. Y la camisa tampoco es lo único que se ha perdido. Falta una cuchara; y eso no es todo. Había diez y ahora sólo hay nueve. Supongo que el ternero habrá cogido la camisa, pero está claro que no puede haberse llevado la cuchara. —Pero ¿qué más falta, Sally? —Faltan seis velas, eso es lo que falta. Puede que las ratas hayan cogido las velas, y supongo que así habrá sido, y lo que me sorprende es que no se lo hayan llevado todo ya, tal como tú siempre dices que vas a taparles los agujeros y no lo haces; y si no fueran unas estúpidas, dormirían en tu pelo, Silas, porque tú nunca te enterarías; pero no se le puede echar la culpa a las ratas de lo de la cuchara, eso lo sé. —Bueno, Sally, es culpa mía y lo reconozco; he sido muy descuidado, pero de mañana no pasa que tape esos agujeros. —Bueno, yo no me daría prisa; el año que viene está bien. ¡Matilda Angelina Araminta Phelps! Y suena un golpe de dedal y la niña saca las zarpas del azucarero sin entretenerse ni un segundo. En ese momento, la negra entra en el pasillo y dice:

—Señora, falta una sábana. —¡Que falta una sábana! Pero ¡por Dios bendito! —Taparé los agujeros hoy –dice el tío Silas, con aspecto apenado. —¡Oh, cállate! ¿Es que te crees que las ratas se han llevado la sábana? ¿Dónde ha ido a parar, Lize? —Le juro que no tengo ni idea, señora Sally. Ayer estaba en el tendedero, pero ha desaparecido; ya no está allí. —Parece que se aproxima el fin del mundo. Nunca he visto nada igual en todos los días de mi vida. Una camisa y una sábana, y una cuchara y seis ve… —Señora –dice una esclava joven– falta una palmatoria de latón. —¡Lárgate de aquí, desvergonzada, o te tiro la sartén! Bueno, ella estaba furiosa. Empecé a esperar una oportunidad; decidí que me escurriría silenciosamente y me iría al bosque hasta que mejorara el tiempo. Siguió hecha una furia encargándose ella solita de aquella insurrección porque todos los demás estábamos sumisos y callados. Y al final el tío Silas va y saca aquella cuchara de su bolsillo con cara de tonto. Ella se quedó parada con las manos levantadas y la boca abierta; y yo hubiera dado cualquier cosa por estar en Jerusalén o en cualquier otro sitio. Pero no durante mucho tiempo, porque dice ella: —Tal como me imaginaba. O sea, que la has tenido en el bolsillo todo este tiempo; y hasta eres capaz de tener las otras cosas ahí también. ¿Cómo ha llegado hasta ahí? —La verdad es que no lo sé, Sally –dice él, disculpándose–; porque si lo supiera, lo diría. Estuve repasando el texto del capítulo diecisiete de los Hechos de los Apóstoles antes de desayunar, y supongo que la metí ahí sin darme cuenta, en vez de meter la Biblia, y eso es lo que debe de haber pasado porque no tengo la Biblia ahí; pero iré a mirar; y si la Biblia está donde la tenía, sabré que no me la metí en el bolsillo y eso demostrará que solté la Biblia y cogí la cuchara y… —¡Ay, por Dios santo! ¡Déjame tranquila! Lárgate, anda, tú con tus cosas, y no

vuelvas a acercarte a mí hasta que haya recuperado la calma. La habría oído aunque hubiera hablado para sí misma, mucho más habiéndolo dicho en voz alta; y me habría levantado y la habría obedecido aunque hubiera estado muerto. Cuando íbamos cruzando la salita, el hombre cogió el sombrero y se le cayó el clavo gordo al suelo, y simplemente lo recogió y lo puso en la repisa de la chimenea sin decir ni una palabra, y salió. Tom lo vio hacerlo y, al acordarse de la cuchara, dice: —Bueno, ya no sirve mandar cosas con él; no es de fiar. –Y luego dice–: Pero nos ha hecho un buen favor con la cuchara, de todos modos y aun sin saberlo, así que ahora nosotros le haremos a él un favor sin que lo sepa: vamos a tapar los agujeros de las ratas. Había un buen montón en el sótano y tardamos una hora entera, pero los tapamos y los aseguramos bien e hicimos un trabajo limpio. Después, oímos pasos en la escalera, apagamos nuestra luz y nos escondimos; allí venía el hombre con una vela en una mano y un bulto con cosas en la otra y con pinta de estar pensando en las musarañas. Anduvo por allí sin rumbo, mirando primero un agujero y después otro, hasta que hubo pasado por todos. Después se quedó allí de pie unos cinco minutos, recogiendo las chorreras de su vela de sebo y pensando. Entonces se volvió lenta y distraídamente hacia las escaleras, diciendo: —Bueno, por más que lo intente no consigo recordar cuándo lo he hecho. Ahora podría demostrarle que yo no he tenido la culpa de lo de las ratas. Pero, no importa, mejor dejarlo estar. Supongo que no serviría para nada. Y así se fue murmurando escaleras arriba y después nos marchamos nosotros. Era un hombre muy agradable. Y siempre lo ha sido. Tom estaba bastante preocupado sobre qué íbamos a hacer con respecto a la cuchara, pero dijo que teníamos que tenerla; así que se puso a pensar. Cuando lo hubo dilucidado, me dijo cómo lo íbamos a hacer. Después nos fuimos y nos quedamos esperando alrededor del cesto de las cucharas hasta que vimos venir a la tía Sally, y entonces Tom se puso a contar las cucharas y a irlas poniendo a un lado y yo me deslicé una por la manga, y va y dice Tom: —Pero tía Sally, sigue habiendo nueve cucharas.

Dice ella: —Vete a jugar y no me molestes. Yo sé las que hay porque las he contado yo misma. —Pero las he contado dos veces, tita, y sólo me salen nueve. Parecía que ya había agotado toda su paciencia, pero por supuesto que vino a contarlas; cualquiera hubiera hecho lo mismo. —¡Por Dios que sólo hay nueve! –dice ella–. Pero ¿qué plaga es esta que se lleva las cosas? Voy a contarlas otra vez. De modo que volví a poner allí la que yo tenía y cuando ella terminó de contar, dice: —¡Dejemos ya este asunto tan fastidioso; ahora hay diez! –y parecía enfadada y molesta al mismo tiempo. Pero dice Tom: —Pero, tita, creo que no hay diez. —Cabeza de chorlito, ¿es que no me has visto contarlas? —Ya lo sé, pero… —Bueno, las contaré otra vez. Y yo robé una y volvieron a salir nueve, igual que la otra vez. Estaba furiosa y temblando de pies a cabeza de lo enfadada que estaba. Pero volvió a contar una y otra vez hasta que estuvo tan confusa que llegó a contar el cesto como si fuera una cuchara, así que tres veces le salió bien y tres veces le salió mal. Después cogió el cesto y lo lanzó al otro extremo de la habitación dándole tal golpe al gato que lo dejó tonto; y nos dijo que nos quitáramos de en medio y la dejáramos tranquila un rato, y que si volvíamos a molestarla otra vez desde aquel momento y hasta la hora de la cena, nos iba a arrancar la piel a tiras. Así que ya teníamos la cuchara que faltaba y la dejamos caer en el bolsillo de su delantal mientras nos estaba dando las órdenes de navegación, y Jim la cogió sin problemas junto con el clavo gordo antes de mediodía. Estábamos muy contentos con este asunto y

Tom decía que habría valido la pena hasta el doble de esfuerzo del que nos había costado porque decía que, ahora, ya ni siquiera podía ella contar las cucharas y que le salieran las mismas dos veces seguidas ni aunque su vida dependiera de ello; y que ni siquiera iba a creer que las había contado bien aunque sí que lo hubiera hecho; y dijo que después de que se hubiera vuelto loca contando durante los siguientes tres días, él pensaba que ella lo dejaría por imposible y que estaría dispuesta a matar a cualquiera que quisiera que ella volviera a contarlas alguna vez. Así que aquella noche volvimos a colgar la sábana en el tendedero y robamos una de su armario; y estuvimos colocándola y robándola otra vez durante un par de días hasta que ella ya no sabía cuántas sábanas tenía ni le importaba y hasta que ya no estuvo dispuesta a seguir martirizándose el alma con ese asunto ni a volver a contarlas por nada del mundo; estaba dispuesta a morirse antes. Así que ahora ya todo nos iba bien en cuanto a la camisa y a la sábana y a la cuchara y a las velas con la ayuda de la ternera y de las ratas y de los líos con las cuentas; y en cuanto a la palmatoria, no tenía mayor importancia porque terminaría pasándose con el tiempo. Pero aquel pastel tenía mucho trabajo; no dejábamos de tener problemas con él. Lo preparamos en el bosque y lo cocinamos allí y además, cuando por fin lo hubimos hecho, resultó bastante satisfactorio, aunque no fue todo en el mismo día. Tuvimos que usar tres pailas llenas de harina antes de terminar y se nos quemó bastante por algunos sitios y se nos irritaron mucho los ojos del humo; porque nosotros sólo queríamos una corteza crujiente y no conseguíamos que se mantuviera por el centro, porque no dejaba de hundirse. Pero por fin se nos ocurrió la solución, que era la de cocinar la escalera allí también, dentro del pastel. Así que la segunda noche nos quedamos con Jim y cortamos toda la sábana en pequeñas tiras que fuimos retorciendo, y mucho antes del amanecer teníamos una espléndida escalera de cuerda de la que se podría colgar una persona y fingimos que habíamos tardado nueve meses en hacerla. Por la mañana nos la llevamos al bosque, pero no entraba en el pastel. Como la habíamos hecho con una sábana entera, había cuerda suficiente para cuarenta pasteles si hubiéramos querido hacerlos, y todavía nos habría sobrado para hacer sopa, o salchichas o cualquier cosa que quisiéramos. Podríamos haber preparado una cena completa.

Pero no necesitábamos tanta. Todo lo que necesitábamos era que hubiera suficiente para el pastel, así que tiramos el resto. No cocinamos ninguno de los pasteles en la paila por miedo a que la soldadura se derritiera; pero el tío Silas poseía un aristocrático calientacamas de latón al que le tenía muy alto aprecio, porque había pertenecido a uno de sus antepasados, y que tenía un mango largo de madera, y que había venido desde Inglaterra con Guillermo el Conquistador en el Mayflower, o en alguno de aquellos primeros barcos, y que estaba escondido allí arriba en el desván con otro montón de cacharros y viejos tiestos valiosos, no porque sirvieran para algo, porque no servían para nada, sino porque eran reliquias, ¿sabes?, y nosotros lo sacamos de allí en secreto y en privado, y nos lo llevamos allí abajo, pero falló con los primeros pasteles porque no sabíamos cómo hacerlos, pero el último nos salió de maravilla. Lo cogimos y lo forramos con la masa y lo metimos entre las brasas y lo llenamos con la cuerda de tela y después lo techamos con masa y cerramos la tapa, y le pusimos ascuas encima, y nos quedamos a cinco pies de distancia, fresquitos y cómodos con el mango largo, y quince minutos después nos salió un pastel que daba gusto ver. Pero a la persona que se lo comiera le iban a hacer falta un par de cajas de palillos de dientes, y además, si aquella escalera de cuerda no le daba retortijones cuando se pusiera con el asunto, no se me ocurre otra cosa que pudiera dárselos, y seguro que también le daba tal dolor de estómago que le duraría hasta la siguiente vez. Nat no miró cuando metimos el pastel para las brujas en la cacerola de Jim; y metimos también los tres platos de lata en el fondo de la cacerola debajo de las viandas para que Jim lo tuviera todo, y en cuanto estuvo solo, rompió el pastel y escondió la escalera de cuerda dentro de su colchón de paja e hizo algunas marcas arañando uno de los platos y lo tiró por el ventanuco al exterior.

Capítulo 38

Hacer aquellas plumas y también la sierra resultó ser un trabajo duro y angustioso, y Jim dijo que la inscripción iba a ser lo más difícil de todo, la que el prisionero tiene que garabatear en la pared. Pero es que hacía falta; Tom dijo que tenía que hacerlo. No se había dado ningún caso de un prisionero del estado que no hubiera garabateado una inscripción para dejarla de recuerdo, además de su escudo de armas. —¡Fíjate en lady Jane Grey –dice él–; fíjate en Gilford Dudley; fíjate en el viejo Northumberland! Bueno, Huck, supongamos que cuesta muchísimo esfuerzo. ¿Qué vas a hacer? ¿Cómo evitarlo? Jim tiene que hacer su propia inscripción y su escudo de armas. Todos lo hacen. Dice Jim: —Pero, amo Tom, yo no tengo escudo de armas; si yo no tengo nada aparte de esta camisa vieja y sabe que tengo que llevar el diario en ella. —Vaya, Jim, es que no lo entiendes; un escudo de armas es algo muy diferente. —Bueno –le digo–, en cualquier caso, Jim tiene razón cuando dice que no tiene escudo de armas porque es verdad que no lo tiene. —Bueno, supongo que eso ya lo sabía yo –dice Tom–, pero me apuesto lo que quieras a que tendrá uno antes de que salga de ésta, porque todo va a salir perfecto, y no va a haber ni un solo fallo en su historia. Así que mientras que Jim y yo seguíamos limando con un trozo de ladrillo cada uno para hacer las plumas, Jim haciendo la suya con un trozo de latón y yo la mía con la cuchara, Tom se puso a trabajar para elaborar el escudo de armas. Al rato dijo que se le habían ocurrido tantos buenos que ahora casi no sabía con cuál quedarse, pero que había uno que era el que probablemente elegiría. Dice: —En el escudo pondremos una combadura or en la base diestra, una cruz de San Andrés morada en la ancha faja horizontal con un perro, tendido, como cargo

común, y bajo la pata una cadena almenada que representa la esclavitud, con un cheurón vert entrelazado en un jefe y tres líneas de medialunas con las puntas hacia adentro sobre un campo azure con las bocas del escudo rampantes sobre los dientes afilados de una línea horizontal; la torre, un negro fugitivo con un bulto echado sobre el hombro, color sable, sobre una barra a siniestra, y un par de líneas verticales de color rojo intenso haciendo de soportes, y que somos tú y yo. Y el lema: maggiore fretta, minore otto. Lo saqué de un libro y significa «vísteme despacio que tengo prisa». —¡Recórcholis! –le digo–. ¿Pero qué significa todo lo demás? —No tenemos tiempo ahora para preocuparnos por eso –me dice–; tenemos que ponernos a cavar como alma que lleva el diablo. —Bueno, entonces, dime qué significa por lo menos una parte. ¿Qué es la faja? —La faja, la faja es… No te hace falta saber lo que es una faja. Ya le enseñaré a él cómo tiene que hacerla cuando llegue el momento. —Cáscaras, Tom –le digo–, podrías decírmelo. ¿Qué es una barra a siniestra? —Pues no lo sé. Pero tiene que tener una. Todos los nobles la tienen. Así era él siempre. Si no le convenía explicarte algo, pues no lo hacía. Podías estar sonsacándolo una semana que daba lo mismo. Ya tenía todo el asunto del escudo de armas arreglado, así que se puso ahora a terminar el resto de esa parte del trabajo que era preparar una inscripción lúgubre, porque decía que Jim tenía que tener una, igual que todos. Pensó muchas y las escribió en un papel, y las leyó:

1. Aquí se rompió un corazón cautivo. 2. Aquí un pobre prisionero, abandonado por sus amigos y por el mundo, consumió su penosa vida. 3. Aquí se rompió un corazón solitario y un espíritu agotado encontró su descanso tras treinta y siete años de solitario cautiverio.

4. Aquí, sin hogar y sin amigos, tras treinta y siete años de amargo cautiverio, pereció un noble extranjero, hijo natural de Luis XIV.

A Tom le temblaba la voz mientras los leía y casi si se echa a llorar. Cuando terminó, no conseguía decidirse sobre cuál debía garabatear Jim en la pared porque todas eran muy buenas; pero al final decidió que dejaría que las garabateara todas. Jim dijo que iba a tardar un año en garabatear ese montón de cosas en los troncos con un clavo, y que además él no sabía hacer las letras; pero Tom le dijo que él se las iba a delinear y que así Jim sólo tendría que seguir las líneas. Y al poco va y dice: —Ahora que lo pienso los troncos no nos van a servir; en las mazmorras los muros no son de troncos: tenemos que grabar las inscripciones en una roca. Buscaremos una roca. Jim dijo que la roca era todavía peor que los troncos; y dijo que iba a tardar tantísimo tiempo en grabarlas en la roca que al final no iba a salir de allí nunca. Pero Tom dijo que me dejaría a mí ayudarle a hacerlo. Después echó un vistazo para ver cómo nos iba a Jim y a mí con las plumas. Aquel maldito trabajo era lento, tedioso y difícil y no le daba ocasión a mis manos a recuperarse de las llagas, y encima parecía que prácticamente no avanzábamos nada; así que dice Tom: —Ya sé cómo arreglarlo. Necesitamos una roca para el escudo de armas y para las inscripciones lúgubres, y podemos matar dos pájaros con esa misma piedra. Hay una muela bien grande allí en el molino; la robaremos y labraremos las cosas en ella, y también nos servirá para afilar las plumas y la sierra. La idea no era floja, pero tampoco era floja la piedra del molino, aunque pensamos que podríamos hacerlo. Todavía no era medianoche, así que nos largamos para el molino y dejamos a Jim trabajando. Robamos la piedra del molino y nos dispusimos a llevarla hasta la casa rodando, pero era una tarea difícil como el demonio. A veces, por mucho que lo intentáramos, no podíamos evitar que se nos cayera al suelo, y bien cerca que se quedaba de aplastarnos debajo cada vez que se caía. Tom dijo que antes de terminar seguro que nos cogería a alguno de los dos. Conseguimos llegar a la mitad del camino, y para entonces estábamos extenuados y el cuerpo nos pesaba como el plomo y

estábamos casi ahogados en sudor. Vimos que no podía ser; teníamos que ir a por Jim. Así que él levantó su cama, sacó la cadena de la pata de la cama, se la envolvió alrededor del cuello dándole varias vueltas y salimos arrastrándonos por el agujero y llegamos hasta allí, y Jim y yo arremetimos contra aquella muela y la llevamos como si nada; y Tom iba de supervisor. Podía hacer de supervisor mejor que ningún otro chico que yo haya visto. Sabía cómo había que hacerlo todo. Nuestro agujero era bastante grande, pero no lo suficiente como para que pasara la muela, así que Jim cogió el pico y lo agrandó lo suficiente en nada. Después Tom hizo las marcas de las cosas en la piedra con el clavo y puso a Jim a trabajar usando el clavo como cincel y un cerrojo de hierro que estaba tirado en el cobertizo, como martillo, y le dijo que siguiera trabajando hasta que se le apagara la vela, y que después podría irse a dormir, y que escondiera la muela debajo de su colchón de paja y que se acostara encima. Después lo ayudamos a colocar la cadena otra vez en la pata de la cama, y ya estábamos nosotros listos para irnos a la cama. Pero a Tom se le ocurrió algo, y dice: —¿Tienes arañas aquí, Jim? —No, señor, gracias a Dios que no hay, amo Tom. —De acuerdo, pues te conseguiremos algunas. —Pero, hijo, yo no quiero ninguna. Me dan miedo. Antes preferiría tener serpientes de cascabel. Tom se quedó pensando un minuto o dos, y dice: —Buena idea. Y creo que se ha hecho antes. Tienen que haberlo hecho; es razonable. Sí, es una idea buenísima, de primera. ¿Dónde podrías tenerla? —¿Tener qué, amo Tom? —Pues la serpiente de cascabel. —¡Válgame Dios, amo Tom! Si aquí llega a entrar una serpiente de cascabel, atravesaría esa pared de troncos inmediatamente, seguro, aunque tuviera que romperla con la cabeza.

—Pero, Jim, al cabo de poco tiempo no te daría miedo. Podrías domesticarla. —¿Domesticarla? —Sí, es bastante fácil. Los animales son agradecidos con quienes los acarician y los tratan con amabilidad, y ni se les ocurriría hacer daño a la persona que los acaricia. Eso te lo dice cualquier libro. Inténtalo, es lo único que te pido; inténtalo durante dos o tres días. Seguro que, al cabo de poco tiempo, consigues que te quiera y que duerma contigo, y que no se separe de ti ni un minuto, y que te deje que te la pongas al cuello y que te meta la cabeza en la boca. —Por favor, amo Tom, ¡no diga esas cosas! ¡No puedo soportarlo! Que me dejaría que me metiera la cabeza en la boca, haciéndome un favor, ¿no? Le aseguro que iba a tener que esperar durante bastante tiempo antes de que yo se lo pidiera. Y lo que es más, no quiero que duerma conmigo. —Jim, no seas tan tonto. Los prisioneros tienen que tener algún tipo de mascota, y si nadie lo ha intentado antes con una serpiente de cascabel, pues más gloria conseguirás al haber sido el primero en intentarlo, más que de ninguna otra manera que se te pudiera ocurrir ni para salvar tu vida. —Pero, amo Tom, es que yo no quiero esa gloria. Si la serpiente va y le muerde en el cuello a Jim, ¿dónde está la gloria? No, señor, no quiero yo hacer cosas de éstas. —Maldita sea, ¿es que no puedes intentarlo? Sólo quiero que lo intentes; no hace falta que sigas después si no funciona. —Pero el problema es que la serpiente me muerda mientras la tengo de prueba. Amo Tom, yo estoy dispuesto a emprender cualquier cosa que no sea irracional, pero si usted y Huck me meten aquí una serpiente de cascabel para que yo la domestique, yo me voy, eso es seguro. —Vale, entonces dejémoslo, dejémoslo si te pones así de cabezota con esto. Podemos traerte algunas culebras listonadas y les atas botones a la cola y finges que son serpientes de cascabel, y yo creo que eso tendría que servir. —No puedo soportarlas, amo Tom, que me maten si no puedo pasar sin ellas, se lo digo. No me había enterado yo antes de que ser prisionero diera tantos problemas.

—Pues siempre los da cuando las cosas se hacen bien. ¿Tienes ratas por aquí? —No, señor, yo no he visto ninguna. —Bueno, entonces te traeremos ratas. —Pero, amo Tom, yo no quiero ratas. Son unas criaturas malditas que molestan más que ninguna, que se te montan encima y te muerden los pies cuanto estás intentando dormirte. No, señor, si tengo que elegir prefiero las culebras listonadas, pero no me traigan ratas; prácticamente no me sirven para nada. —Pero, Jim, tienes que tenerlas; todos las tienen. Así que deja ya de fastidiar con eso. Nunca ha habido ningún prisionero sin ratas. No hay ningún ejemplo. Y las entrenan, las acarician y les enseñan trucos, y se vuelven tan sociables como las moscas. Pero tienes que ponerles música. ¿Tienes algo con lo que tocar música? —No tengo más que un peine basto y un trozo de papel, y una guimbarda, pero no creo que le prestaran mucha atención a una guimbarda. —Claro que sí. A ellas les da igual la clase de música que sea. La guimbarda vale de sobra para las ratas. A todos los animales les gusta la música, y en la cárcel la adoran. Especialmente, la música que resulta penosa, y a la guimbarda no se le puede sacar otro tipo de música. Siempre les interesa y salen para ver qué pasa. Sí, lo tienes todo; estás muy bien preparado. Por las noches, te sientas en la cama antes de irte a dormir, y también por la mañana temprano, y tocas tu guimbarda; toca Se ha roto el último lazo, que eso es lo que hace salir a las ratas más rápido que ninguna otra cosa, y cuando lleves dos minutos tocando, verás que todas las ratas, y las serpientes, y las arañas, y todas las cosas empiezan a estar preocupadas por ti y vienen. Y se reunirán en tropel a tu alrededor y os los pasaréis de miedo. —Sí, supongo que ellas sí se lo pasarán bien, amo Tom, pero ¿cómo se lo va a pasar Jim? Que me maten, pero es que no entiendo qué sentido tiene. Pero lo haré si tengo que hacerlo. Supongo que será mejor si tengo a los animales contentos y así me ahorro problemas en la casa. Tom se paró a pensar por si había algo más; y al poco va y dice: —Hay una cosa que se me olvidaba. ¿Crees que podrías cultivar una flor aquí?

—No lo sé, pero quizá pueda, amo Tom; aunque aquí dentro está bastante oscuro y, de todos modos, no me hace falta ninguna flor, y encima me daría un montón de trabajo. —Bueno, tú inténtalo de todos modos. Otros prisioneros lo han hecho. —Creo que uno de esos verbascos que se parecen a las espadañas crecería aquí, amo Tom, pero no valdría ni la mitad del trabajo que me daría. —No te creas. Te traeremos uno pequeño para que lo plantes allí en la esquina aquella y lo críes. Y no lo llames verbasco, llámalo pitchiola, que ése es el nombre correcto cuando está en una prisión. Y tienes que regarla con tus lágrimas. —Pero si tengo suficiente agua de la fuente, amo Tom. —No es con agua de la fuente; tienes que regarla con tus lágrimas. Así es como se hace siempre. —Pero, amo Tom, seguro que puedo criar uno de esos verbascos dos veces con agua de la fuente mientras que otro hombre que la riega con sus lágrimas no ha empezado siquiera. —Ésa no es la idea. Tienes que hacerlo con lágrimas. —Se me morirá en las manos, amo Tom, seguro que sí. Porque es que yo casi nunca lloro. Tom se quedó de piedra. Pero se quedó dándole vueltas y después dijo que Jim se las tendría que arreglar con una cebolla lo mejor que pudiera. Prometió que iría a las cabañas de los negros y que echaría una a escondidas en la cafetera de Jim por la mañana. Jim dijo que «para eso preferiría que le echara tabaco al café», y le puso tantas pegas al trabajo y a los problemas que le iban a causar el verbasco, y la guimbarda para las ratas, y el acariciar y el lisonjear a las serpientes y a las arañas y demás, además de todo el resto del trabajo que tenía que hacer con las plumas, y con las inscripciones, y con los diarios, y con lo demás, porque decía que daba más trabajo y más preocupaciones y tenía más responsabilidades ser un prisionero que ninguna otra cosa que hubiera hecho nunca, que Tom casi pierde la paciencia con él; y le dijo que él estaba cargado de posibilidades de hacerse un nombre, que tenía muchas más y mejores que las que

había tenido ningún otro prisionero del mundo, y que, aun así, no tenía el suficiente sentido común como para apreciarlas, y que casi eran un desperdicio tratándose de él. Y Jim se arrepintió y dijo que no volvería a portarse así, y después Tom y yo nos fuimos a la cama.

Capítulo 39

Por la mañana subimos al pueblo a comprar una ratonera de alambre y nos la trajimos. Destapamos el mejor de los agujeros de las ratas y, al cabo de una hora más o menos, teníamos quince ratas de primera clase; y después nos la llevamos y la pusimos en un lugar seguro debajo de la cama de la tía Sally. Pero mientras estábamos fuera buscando arañas, el pequeño Thomas Franklin Benjamin Jefferson Elexander Phelps la encontró allí y abrió la puerta para ver si se salían las ratas, y se salieron; y entró la tía Sally, y cuando volvimos ella estaba de pie encima de la cama armando la gorda y las ratas hacían lo que podían para evitar que se aburriera. Así que nos cogió y nos quitó bien el polvo a los dos con la vara de nogal, y estuvimos por lo menos dos horas para coger otras quince o dieciséis, por culpa del maldito niño entrometido, y ni siquiera eran las mismas tampoco, porque las de la primera redada eran lo mejor de lo mejor. Nunca he visto ratas mejores que las de nuestra primera redada. Conseguimos un surtido espléndido y variado de arañas y de bichos y de ranas y de orugas y de esto y de lo de más allá; y nos hubiera gustado coger un nido de avispones, pero no lo logramos. La familia estaba en casa. No desistimos enseguida, sino que nos quedamos allí todo el tiempo que pudimos, porque pensamos que o nosotros los cansaríamos a ellos o ellos tendrían que cansarnos a nosotros, y eso fue lo que hicieron. Después cogimos helenio y nos lo restregamos, y nos quedamos casi bien otra vez, pero no podíamos sentarnos cómodos. Así que nos fuimos a por las serpientes y cogimos un par de docenas de culebras listonadas y de serpientes de casa africanas y las metimos en una bolsa que dejamos en nuestra habitación, y para entonces ya era la hora de la cena. Y después de un duro día de trabajo honrado, ¿que si teníamos hambre? ¡Oh, no, vaya que no! Y no quedaba ni una sola serpiente allí arriba cuando volvimos porque sólo habíamos atado el saco a medias y se las habían arreglado para salirse y largarse. Pero no importaba demasiado porque todavía andaban por allí por alguna parte. De modo que pensamos que podríamos volver a coger algunas otra vez. No, no hubo escasez de serpientes por la casa durante bastante tiempo. Las veías descolgarse por las vigas y por otros sitios de vez en cuando; y entonces normalmente aterrizaban en tu plato o se te metían por el cuello espalda abajo, y la mayoría de las veces cuando no te apetecía. Bueno, eran bonitas y

tenían rayas y ni un millón de ellas podrían hacerte ningún daño, pero eso a la tía Sally le daba igual; detestaba las serpientes, fueran de la clase que fueran, y no había manera de que las soportara hicieras lo que hicieras; y cada vez que se le caía una encima, y daba igual lo que estuviera haciendo, dejaba el trabajo y salía como un rayo. No he visto nunca una mujer igual. Y daba unos gritos que se debían oír hasta en Jericó. No había forma de hacer que cogiera una ni con las tenazas. Y si se daba la vuelta y se encontraba una en la cama, se salía como podía y daba un alarido que parecía que había fuego en la casa. Molestó tanto a su marido que él llegó a decir que casi deseaba que no se hubiera creado a las serpientes. Bueno, después de que la última serpiente hubiera salido de la casa hacía ya más de una semana, todavía no se le había pasado a la tía Sally; ni de lejos se le había pasado. Cuando estaba sentada pensando en algo podías rozarle el cuello con una pluma y daba un salto que pegaba con la cabeza en el techo. Era algo muy curioso. Pero Tom dijo que todas las mujeres eran así. Dijo que estaban hechas de esa manera por alguna razón. Nos daba una paliza cada vez que se le cruzaba en el camino una de nuestras serpientes y decía que estas palizas no eran nada comparado con lo que haría si volvíamos a llenar la casa de ellas otra vez. A mí me daban igual las palizas porque no eran para tanto, pero sí me importaba el esfuerzo que tuvimos que hacer para conseguir otro lote. Pero las conseguimos y todo lo demás también; y no habrás visto nunca una cabaña tan alegre como se ponía la de Jim cuando salían todos con la música y se iban a por él. A Jim no le gustaban las arañas y a las arañas no les gustaba Jim, de modo que se quedaban esperándolo y después le hacían la vida imposible. Y dijo que entre las ratas, las serpientes y la rueda de molino, prácticamente no quedaba sitio en la cama para él; y que cuando lo había, no se podía dormir allí de lo animado que estaba el sitio, y que siempre estaba animado, decía, porque ellos no dormían todos al mismo tiempo, sino que se turnaban, y así cuando las serpientes estaban dormidas, las ratas estaban en cubierta, y que cuando las ratas se iban a dormir, las serpientes entraban de guardia, y así siempre tenía una cuadrilla debajo de él, a su manera, y a la otra cuadrilla montándose un circo encima de él, y que si se levantaba para buscarse otro sitio, las arañas se atrevían con él cuando cruzaba. Decía que si esta vez llegaba a quedarse libre, no volvería jamás a ser un prisionero, ni siquiera a sueldo. Pues, pasadas unas tres semanas, todo estaba bastante organizado. Le mandamos la camisa temprano dentro de un pastel, y cada vez que le mordía una rata, Jim escribía un poco en su diario mientras la tinta estaba fresca; las plumas estaban

hechas, las inscripciones y lo demás estaban ya talladas en la muela; la pata de la cama había sido serrada en dos, y nos habíamos comido el serrín, que nos dio el más sorprendente de los dolores de estómago. Creíamos que íbamos a morirnos todos, pero eso no ocurrió. Era el serrín menos digestivo que he visto nunca, y Tom dijo lo mismo. Pero, como iba diciendo, ahora ya habíamos hecho todo el trabajo, por fin; y también estábamos bastante fatigados, pero sobre todo Jim. El viejo había escrito un par de veces a la plantación de Orleans para que vinieran a recoger a su negro fugitivo, pero no había obtenido respuesta porque esa plantación no existía, así que pensó que anunciaría a Jim en los periódicos de San Luis y Nueva Orleans, y cuando mencionó los de San Luis, me dieron sudores de muerte y me di cuenta de que no teníamos tiempo que perder. Y ahora, dijo Tom, a por la carta nónima. —¿Y eso qué es? –le digo. —Son avisos que se le dan a la gente de que se está cociendo algo. A veces se hace de una manera, y otras, de otra. Pero siempre hay alguien por ahí espiando que da aviso al gobernador del castillo. Cuando Luis XVI iba a escaparse de las Tuillerías lo hizo una criada. Es una forma muy buena, y también lo son las cartas nónimas. Nosotros usaremos las dos. Y es normal que la madre del prisionero se cambie la ropa con él, y de esa forma ella se queda dentro y él se escurre hasta el exterior con la ropa de ella. Nosotros también haremos eso. —Pero, mira, Tom, ¿para qué queremos nosotros avisar a nadie de que se está cociendo algo? Que lo averigüen ellos solos; que estén ellos pendientes. —Sí, ya lo sé, pero no puedes depender de ellos. Así es como han actuado desde el principio: nos lo han dejado todo a nosotros. Se sienten tan confiados y son tan estúpidos que no se dan cuenta de nada en absoluto. Así que si no les damos aviso, no habrá nada ni nadie que se entrometa, y entonces, después de todo el trabajo duro y de todas las molestias, esta fuga será absolutamente sosa; no tendrá mayor trascendencia, no tendrá mayor interés. —Pues, por lo que a mí respecta, Tom, así es como me gustaría que fuera. —¡Cáscaras! –dice con expresión indignada. Así que le digo: —Pero no voy a protestar por nada. Lo que te parezca bien a ti, me parece bien a mí. ¿Qué vas a hacer con lo de la criada?

—Tú serás ella. Tú entras sigilosamente en mitad de la noche y robas el vestido de la esclava joven. —Pero, Tom, eso traerá problemas a la mañana siguiente; porque por supuesto que lo más seguro sea que no tenga otro aparte de ése. —Ya lo sé, pero tú sólo lo vas a necesitar durante quince minutos; sólo para llevar la carta nónima y meterla por debajo de la puerta principal. —Bueno, de acuerdo, lo haré; pero podría llevarla igual con mi propia ropa. —Pero entonces no parecerías una criada, ¿verdad? —No, pero tampoco va a haber nadie para ver qué aspecto tengo de todos modos. —Eso no tiene nada que ver. Lo que nosotros tenemos que hacer es cumplir con nuestro deber, sin preocuparnos de si alguien nos ve hacerlo o no. ¿Es que no tienes principios? —De acuerdo, no he dicho nada; yo soy la criada joven. ¿Quién es la madre de Jim? —Yo soy su madre. Yo le robaré un vestido a la tía Sally. —Entonces, tú tendrás que quedarte en la cabaña cuando Jim y yo nos escapemos. —No mucho. Llenaré la ropa de Jim de paja y la pondré encima de la cama para que represente a su madre disfrazada, y Jim me quitará el vestido de la mujer negra y se lo pondrá, y nos evadiremos todos juntos. Cuando se escapa un prisionero con clase, a eso se le llama una evasión. Siempre se le llama así cuando se escapa un rey, por ejemplo. Y lo mismo pasa cuando es el hijo de un rey, y no hay diferencia si se trata de un hijo natural o de uno no natural. Y así Tom escribió la carta nónima aquella noche, y yo robé el vestido de la esclava joven y me lo puse, y la metí por debajo de la puerta principal, tal como Tom me había dicho que hiciera. Decía así:

Tengan cuidado. Están tramando algo. Mantengan los ojos bien abiertos. UN AMIGO DESCONOCIDO.

A la noche siguiente pegamos en la puerta principal un dibujo de una calavera con las tibias cruzadas que Tom había hecho con sangre; y a la noche siguiente, otro de un ataúd en la puerta trasera. Nunca he visto a una familia tan nerviosa. No habrían tenido más miedo si la casa hubiera estado llena de fantasmas que los esperaran detrás de todas las cosas, y debajo de las camas, y que anduvieran estremeciéndose por el aire. Si una puerta pegaba un portazo, la tía Sally daba un bote y decía «ay»; si algo se caía, ella saltaba y decía «ay»; si la tocabas por casualidad sin que ella se diera cuenta, hacía lo mismo; no podía mirar hacia ningún lado sintiéndose contenta, porque siempre pensaba que había algo detrás de ella, así que siempre andaba girándose de repente y diciendo «ay», y antes de haberse girado las dos terceras partes, se giraba otra vez y lo decía de nuevo; y le daba miedo irse a la cama, pero tampoco se atrevía a quedarse levantada. Así que todo estaba funcionando muy bien, decía Tom; dijo que nunca había visto que algo funcionara tan satisfactoriamente y que eso demostraba que se había hecho bien. Y dijo, «¡Ahora a por el gran colofón!». Así que a la mañana siguiente, al rayar el alba, preparamos otra carta y nos estuvimos preguntando qué era lo mejor que podíamos hacer con ella, porque los habíamos oído decir durante la cena que iban a poner a un negro de guardia en cada una de las puertas por la noche. Tom bajó por el pararrayos a espiar, y el negro de la puerta de atrás estaba dormido, así que se la metió por la parte de atrás del cuello y volvió. Esta carta decía:

No me traicionéis. Quiero ser vuestro amigo. Hay una banda de asesinos «desperados» que han venido desde territorio indio y que van a robar a vuestro negro fugitivo esta noche, y que han estado intentando asustaros para que os quedéis dentro de la casa y no los molestéis. Yo soy uno de los de la banda, pero tengo religión y quiero dejarlo y volver a llevar una vida honrada, y estoy dispuesto a desvelar este plan infernal. Llegarán por la parte norte, por la valla, exactamente a medianoche con una llave falsa y entrarán en la cabaña del negro para cogerlo. Yo debo quedarme a cierta distancia y haré sonar un cuerno

de hojalata si veo algún peligro; pero, en vez de eso, balaré como una oveja en cuanto entren y no tocaré el cuerno; entonces, mientras le sueltan las cadenas, llegáis hasta allí silenciosamente y los encerráis dentro, y así podréis matarlos con total tranquilidad. No hagáis nada que no sea lo que os estoy diciendo; porque si lo hacéis, sospecharán algo y montarán una francachela. No quiero ninguna recompensa aparte de saber que he hecho lo correcto. UN AMIGO DESCONOCIDO.

Capítulo 40

Nos sentíamos muy bien después del desayuno y cogimos mi canoa para ir al río a pescar. Nos llevamos el almuerzo y nos lo pasamos bien, y echamos un vistazo a la balsa y vimos que estaba en condiciones. Después llegamos a casa tarde para la cena y nos los encontramos muy agobiados y preocupados sin que supieran siquiera qué era lo que les tenía los nervios tan de punta, y nos hicieron irnos a la cama en el momento en el que terminamos de cenar y no querían contarnos qué era lo que pasaba, y no dijeron ni una sola palabra sobre la carta, pero no hacía falta, porque nosotros sabíamos tanto como cualquiera de ellos, y en cuanto estuvimos a la mitad de las escaleras y ella nos dio la espalda, nos escurrimos hasta el armario del sótano y recogimos un buen almuerzo que nos llevamos a la habitación, y nos acostamos. Nos levantamos sobre las siete y media, y Tom se puso el vestido que le había robado a la tía Sally, y se iba a poner en marcha con el almuerzo cuando dice: —¿Dónde está la mantequilla? —Cogí un pedazo y lo puse encima de una rebanada gorda de pan de maíz –le digo. —Pues, te lo dejaste allí, entonces; no está aquí. —Podemos pasar sin ella –le digo. —También podemos pasar con ella –dice él–. Baja al sótano y la coges. Y después te bajas por el pararrayos y te vienes. Yo voy a rellenar la ropa de Jim con paja para que represente a su madre disfrazada, y tienes que estar preparado para balar como una oveja y largarte en cuanto llegues allí. Así que él salió y yo bajé al sótano. El trozo de mantequilla, que era igual de grande que un puño, estaba donde yo lo había dejado, así que cogí el pan de maíz con la mantequilla, apagué mi luz, empecé a subir las escaleras y llegué hasta la planta baja sin problemas, pero entonces aparece la tía Sally con una vela y yo metí las cosas en el sombrero y me lo encasqueté en la cabeza, y un segundo después me ve y dice:

—¿Has estado en el sótano? —Sí, señora. —¿Y qué has estado haciendo ahí abajo? —Nada. —¡Nada! —No, señora. —Bueno, y entonces, ¿qué te hizo bajar ahí a estas horas de la noche? —No lo sé, señora. —¿Que no lo sabes? A mí no me contestes de esa forma. Tom, quiero saber lo que has estado haciendo ahí abajo. —No he hecho nada de nada, tía Sally. Que me muera si he hecho algo. Creí que ahora me dejaría marcharme, y en circunstancias normales me habría dejado, pero supongo que estaban pasando tantas cosas extrañas que ella se ponía muy nerviosa con cualquier cosita que no estuviera clara como el agua, así que me dijo muy en serio: —Vete inmediatamente a la salita y te quedas allí hasta que yo vuelva. Has estado haciendo algo que no tenías que hacer, y te aseguro que voy a averiguarlo antes de que termine contigo. Así que se marchó en cuanto abrí la puerta y entré en la salita. Pero no veas, ¡había una multitud allí dentro! Quince granjeros, y todos y cada uno de ellos llevaba un arma. Me puse malísimo, y busqué disimuladamente una silla y me senté. Estaban sentados, algunos de ellos hablando en voz baja, y todos estaban inquietos y nerviosos, pero intentaban que pareciera que no lo estaban; pero yo sabía que sí que lo estaban, porque no paraban de ponerse y quitarse los sombreros, y se rascaban la cabeza y se cambiaban de sitio, y jugueteaban con los botones. Yo mismo no estaba tranquilo, pero aun así, no me quité el sombrero.

Yo deseaba que viniera ya la tía Sally y que terminara conmigo, y que me pegara, si eso era lo que quería, pero que me dejara largarme y contarle a Tom cómo nos habíamos pasado con esto, y en qué clase de enorme avispero nos habíamos metido, y que sería mejor que dejáramos de andar haciendo tonterías ya mismo, y que nos largáramos con Jim antes de que a estos jamelgos se les agotara la paciencia y fueran a por nosotros. Por fin vino y empezó a hacerme preguntas, pero yo no podía contestarle con claridad, porque no sabía qué me convenía más. Estos hombres estaban ahora tan nerviosos que algunos querían empezar ahora mismo y tenderles una emboscada a los desesperados, diciendo que sólo faltaban unos minutos para la medianoche, y otros estaban intentando convencerles de que esperaran a la señal de la oveja; y aquí estaba la tía dale que te pego con las preguntas, y yo temblando de pies a cabeza y casi dispuesto ya a caerme al suelo del miedo que tenía; y allí hacía cada vez más y más calor, y la mantequilla había empezado a derretirse y a chorrearme por el cuello y por detrás de las orejas. Y al poco, cuando uno de ellos dice: «Yo estoy por ir a meterme en la cabaña lo primero y ahora mismo, y así cogerlos cuando vengan», casi me caigo; y va y me baja un goterón de mantequilla por la frente, lo ve la tía Sally, se pone blanca como la pared y dice: —¡Dios mío! ¿Qué le pasa a este niño? Tiene meningitis como que estamos todos aquí ahora mismo, ¡y se le están saliendo los sesos! –Y todo el mundo viene corriendo a mirar y ella me arranca el sombrero y sale el pan y lo que quedaba de la mantequilla, y entonces me agarró y me abrazó y dice–: ¡Ay, qué susto me has dado! Y qué contenta y qué agradecida estoy de que no sea nada peor; porque tenemos la suerte en contra y las desgracias nunca vienen solas, y cuando he visto eso de ese color, creí que te perdíamos, porque era igual que si hubieran sido tus sesos… ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué no me dijiste que habías bajado para eso? No me habría importado. Ahora lárgate a la cama, ¡y que no vuelva a verte hasta por la mañana! Un segundo después ya estaba arriba, y otro segundo después iba bajando por el pararrayos y corriendo como un rayo en la oscuridad hacia el cobertizo. Casi no me salían las palabras, de lo angustiado que estaba; ¡pero le conté a Tom lo más rápido que pude que teníamos que hacerlo rápidamente, que no teníamos ni un minuto que perder, que la casa estaba llena de hombres armados! Le brillaron los ojos, y dice:

—¡No! ¿De verdad? ¿No me estás mintiendo? ¡Vaya, Huck, si tuviera que hacerlo todo otra vez, seguro que podría conseguir que hubiera doscientos! Si pudiéramos posponerlo hasta… —¡Date prisa! ¡Date prisa! –le digo–. ¿Dónde está Jim? —Pegado a tu codo; si extiendes el brazo, lo puedes tocar. Está vestido y todo está preparado. Ahora nos escabulliremos y daremos la señal de la oveja. Pero entonces oímos las pisadas de los hombres que se acercaban a la puerta, oímos cómo manipulaban el cerrojo y también oímos a un hombre decir: —Os dije que íbamos a llegar demasiado pronto. No han venido; la puerta está cerrada. Mirad, voy a encerraros a algunos de vosotros en la cabaña y vosotros los esperáis escondidos en la oscuridad y los matáis cuando vengan; y el resto, nos dispersamos por aquí atentos al ruido por si los oímos llegar. Así que entraron, pero no podían vernos en la oscuridad y casi nos pisan mientras nosotros nos apresurábamos a meternos debajo de la cama. Pero conseguimos meternos sin problemas y salirnos por el agujero, rápido pero con suavidad; primero Jim, yo detrás y Tom el último, según las órdenes de Tom. Ahora estábamos en el cobertizo y oíamos pasos muy cerca en el exterior. Así que nos movimos sigilosamente hasta la puerta y Tom nos hizo pararnos allí y se asomó por la rendija, pero no conseguía distinguir nada de lo oscuro que estaba; y nos dijo en un susurro que se quedaría escuchando hasta que los pasos se alejaran, y que cuando nos diera un codazo, Jim debía salir primero, y que él sería el último. Así que puso la oreja en la rendija y se quedó escuchando y escuchando, y todo el tiempo se oía el sonido de pasos por allí. Y por fin nos dio el codazo y nos escurrimos al exterior y nos agachamos, sin respirar y sin hacer ni el más mínimo ruido y nos dirigimos rápidamente hacia la valla en fila india, y llegamos hasta allí sin problemas, y Jim y yo la pasamos, pero los calzones de Tom se quedaron bien enganchados en una astilla del tronco de arriba, y entonces oyó que se acercaban pasos y tuvo que soltarse, y eso hizo que la astilla saltara e hiciera ruido; y en cuanto cayó donde nosotros estábamos y se puso en marcha, grita alguien: —¿Quién anda ahí? ¡Responde o disparo! Pero no respondimos. Pusimos pies en polvorosa y nos largamos. Después se oyó un revuelo y ¡bang, bang, bang!, ¡y las balas prácticamente pasaban silbando

a nuestro alrededor! Los oíamos gritar: —¡Aquí están! ¡Van hacia el río! ¡Vamos tras ellos, chicos, soltad a los perros! Y aquí venían a toda velocidad. Los oíamos porque llevaban botas y gritaban, pero nosotros ni llevábamos botas ni gritábamos. Íbamos por el camino del molino y cuando se nos acercaron bastante, los esquivamos metiéndonos entre los arbustos y dejamos que nos pasaran de largo, y después nos fuimos tras ellos. Habían tenido a todos los perros encerrados para que no asustaran a los ladrones, pero ahora alguien ya los había soltado y venían hacia acá, montando tal escandalera que parecía que había millones; pero eran nuestros perros, así que nos paramos hasta que nos alcanzaron, y cuando vieron que no había nadie aparte de nosotros y que no había ninguna emoción, se limitaron a saludarnos y siguieron corriendo hacia delante en busca de los gritos y el estrépito; y entonces nosotros fuimos a toda máquina otra vez zumbando detrás de ellos hasta que llegamos casi hasta el molino, y después nos metimos por entre los arbustos hasta donde estaba amarrada mi canoa; saltamos dentro y tiramos de ella desesperadamente buscando el centro del río, pero no hicimos más ruido del que era absolutamente necesario. Después, nos pusimos en marcha, cómodamente y con tranquilidad, hacia la isla donde estaba mi balsa; y los oíamos gritar y ladrarse unos a otros subiendo y bajando por la orilla, hasta que estuvieron tan lejos que los sonidos se volvieron débiles y finalmente desaparecieron. Y cuando nos subimos en la balsa, digo: —Viejo Jim, ahora eres un hombre libre otra vez y seguro que ya nunca volverás a ser un esclavo. —Y, además, menudo trabajo que hemos hecho, Huck. Ha estado perfectamente planeado y lo hemos hecho de maravilla. Y no hay nadie que pueda trazar un plan más complicado ni más espléndido que éste. Todos estábamos locos de contento, pero Tom era el que más contento estaba porque tenía una bala en la pantorrilla. Cuando Jim y yo oímos aquello, ya no nos sentimos tan valientes como antes. Le dolía mucho y estaba sangrando, de modo que lo tumbamos en el tipi y rasgamos una de las camisas del duque para hacerle un vendaje, pero dice él: —De los trapos que yo puedo hacerlo solo. No os paréis ahora; no os entretengáis por aquí; que siga la evasión adelante tan bien como hasta ahora.

¡Coged los remos y soltadla! ¡Chicos, con qué clase lo hemos hecho!, desde luego que sí. Ojalá nos hubiéramos encargado nosotros de Luis XVI, ¡y no habría «ascendido al cielo ningún hijo de san Luis»!, como escribieron en su biografía. No, señor, nosotros lo habríamos llevado hasta el otro lado de la frontera; eso es lo que nosotros habríamos hecho con él, y además lo habríamos hecho con total elegancia como si nada. ¡Coged los remos, coged los remos! Pero Jim y yo estábamos deliberando y pensando. Y después de haber pensado durante un minuto, digo: —Dilo, Jim. Y dice él: —Bueno, pues esto es lo que me parece a mí, Huck. Si fuese a él al que estuviésemos liberando y a uno de los chicos le hubieran disparado, ¿diría él «salve y no os preocupéis por encontrar a un médico para salvar a éste»? ¿Es el amo Tom Sawyer así? ¿Diría él eso? ¡Seguro que no! Pues, entonces, ¿va a decirlo Jim? No, señor. No pienso moverme ni un paso de este sitio sin un médico, ¡aunque tenga que esperar durante cuarenta años! Yo sabía que por dentro era blanco, y sabía que iba a decir lo que dijo, así que todo estaba ahora en orden y le dije a Tom que iba a ir a buscar un médico. Él montó un buen escándalo por eso, pero Jim y yo nos mantuvimos firmes y no estábamos dispuestos a ceder; y él estaba dispuesto a bajarse de la balsa arrastrándose y a soltarla él mismo, pero no lo dejamos. Después nos cantó las cuarenta, pero no le sirvió de nada. Así que cuando me vio preparar la canoa, dice: —Entonces, si estás dispuesto a ir, te diré lo que tienes que hacer cuando llegues al pueblo. Cierra la puerta y véndale los ojos al médico bien fuerte, y hazle jurar que se quedará callado como una tumba, y ponle en la mano una bolsa de oro, y después llévalo por todos los callejones traseros y por todas partes en la oscuridad, y después lo traes hasta la canoa dando un rodeo por entre las islas, y lo registras y le quitas la tiza, y no se la devuelvas hasta que lo lleves de vuelta al pueblo, porque si no, le hará una marca con la tiza a esta balsa para poder volver a encontrarla después. Eso es lo que hacen todos. Le dije que sí, que lo haría, y me marché, y Jim tenía que esconderse en el

bosque cuando viera venir al médico y tenía que quedarse allí hasta que se fuera otra vez.

Capítulo 41

El médico era un hombre mayor de aspecto muy agradable y fue muy amable cuando lo desperté. Le conté que mi hermano y yo habíamos estado en la isla Española cazando la tarde anterior y que habíamos acampado en una especie de balsa que nos habíamos encontrado, y que, más o menos a medianoche, debía haberle dado una patada a su pistola mientras soñaba, porque el arma se disparó y le dio en la pierna, y le dije que queríamos que fuese hasta allí a curarlo y que no dijera nada de aquello, ni le contara nada a nadie, porque queríamos volver a la casa esa tarde y sorprender a la familia. —¿Quién es vuestra familia? –me dice. —Los Phelps de allí abajo. —Ah –dice. Y un minuto después–, ¿y cómo dices que resultó herido? —Tuvo un sueño –le digo–, y le disparó. —Un sueño muy raro –me dice. Así que encendió su farol, cogió las alforjas y nos pusimos en marcha. Pero cuando vio la canoa, no le gustó su aspecto; dijo que allí sólo cabía uno y que no parecía muy segura como para llevar a dos personas. Digo: —Oh, no tenga miedo, señor; ha llegado a llevarnos a tres sin problemas. —¿A qué tres? —Pues a mí y a Sid, y… y las armas; a eso es a lo que me refería. —Oh –dice. Pero puso el pie sobre la regala y la canoa se balanceó, así que movió la cabeza y dijo que creía que iba a buscar una más grande. Pero todas estaban aseguradas y atadas con cadenas, así que cogió mi canoa y me dijo que lo esperara hasta que volviera o que buscara otra más allá, o que, aún mejor, me fuese hasta la casa y

los preparara para la sorpresa si lo prefería. Pero le dije que no, así que le expliqué cómo podría encontrar la balsa y después se puso en marcha. Al poco se me ocurrió una idea. Me digo, supongamos que no puede arreglarle la pierna en menos que canta un gallo, como dice el dicho. Supongamos que tarda tres o cuatro días. ¿Qué vamos a hacer? ¿Quedarnos por aquí hasta que se vaya de la lengua? No, señor. Ya sé lo que voy a hacer. Me esperaré, y cuando vuelva, si dice que tiene que volver, yo también llegaré allí abajo nadando y lo cogeremos y lo ataremos y lo retendremos y seguiremos río abajo, y cuando Tom ya no lo necesite, le pagaremos lo que valga, o todo lo que tengamos, y lo dejaremos en la orilla. Y entonces me subí a un montón de maderos para dormir un poco. ¡Y cuando me desperté, el Sol estaba tan alto que iba por encima de mi cabeza! Salí disparado y me fui a la casa del médico, pero me dijeron que se había marchado en algún momento durante la noche y que todavía no había vuelto. Bueno, pienso yo, eso tiene muy mala pinta para Tom, así que me largo para la isla ahora mismo. Así que salí, le di la vuelta a la esquina y ¡casi le doy un cabezazo en el estómago al tío Silas! Y dice: —Pero ¡Tom! ¿Dónde has estado todo este tiempo, granuja? —No he estado en ningún sitio –le digo–; sólo he estado buscando al negro fugitivo; bueno, Sid y yo. —¿Cómo? ¿Adónde demonios habéis ido? –dice–. Tu tía ha estado muy preocupada. —Eso no era necesario –le digo–, porque estábamos bien. Seguimos a los hombres y a los perros, pero fueron más rápidos que nosotros y los perdimos; pero creímos oírlos por el agua, así que cogimos una canoa, salimos detrás de ellos y cruzamos al otro lado, pero no encontramos ni rastro de ellos; así que continuamos río arriba siguiendo la orilla hasta que terminamos cansados y agotados, y amarramos la canoa y nos echamos a dormir y no nos despertamos hasta hace una hora más o menos. Y después remamos hasta aquí para saber qué había pasado y nos separamos. Sid está en la oficina de correos para ver de qué puede enterarse y yo he ido a buscar algo de comer para los dos y después nos iremos a casa. Entonces nos fuimos a la oficina de correos para buscar a «Sid», pero, tal como

yo sospechaba, no estaba allí. El viejo cogió una carta de la oficina y nos quedamos esperando un rato más, pero Sid no llegó, de modo que el viejo me dijo que me fuera con él y que dejara que Sid volviera a casa andando o en la canoa cuando terminara de andar haciendo el tonto por ahí, pero que nosotros iríamos a caballo. No conseguí que me dejara quedarme a esperar a Sid y me dijo que no insistiera, que tenía que irme con él para que la tía Sally viera que me encontraba bien. Cuando llegamos a la casa, la tía Sally se puso tan contenta de verme que se reía y lloraba al mismo tiempo, y me abrazó y me dio una de sus palizas de esas que no valían un pimiento, y dijo que lo mismo le esperaba a Sid cuando volviera. Y el sitio estaba lleno a rebosar de granjeros y de mujeres de granjeros que habían venido a comer y que chismorreaban como no se ha oído nunca antes. La peor era la vieja señora Hotchkiss, que le estaba dando a la lengua todo el rato. Dice: —Bueno, hermana Phelps, he registrado esa cabaña de ahí y me parece que el negro estaba loco. Se lo he dicho a la hermana Damrell, ¿verdad, hermana Damrell?, está loco, sí señor; esas mismas palabras le dije. Todos me oísteis: está loco, sí, señor; todo lo demuestra. Si no, mirad esa piedra de molino, ¿puede decirme alguien para qué iba a garabatear ninguna criatura en su sano juicio todas esas locuras en una muela? Aquí que si a fulano y a mengano les habían reventado el corazón; y aquí que si estuvo trabajando durante treinta y siete años; y todo eso de que era hijo natural de Luis no sé qué, y esas tonterías de la eternidad. Está loco perdido, sí, señor; eso fue lo que dije al principio, lo que dije en el medio y lo que digo ahora al final y lo que seguiré diciendo. El negro está loco, igual de loco que Nabucodonosor. —Y mira la escalera esa hecha de trapos, hermana Hotchkiss –dice la vieja señora Damrell–; pero, en el nombre del Señor, ¿para qué podía necesitar…? —Lo mismito que yo le estaba diciendo hace menos de un minuto a la hermana Utterback, y ella misma se lo puede decir. Mira, mira esa escalera de trapos, ¿para qué podía quererla? Hermana Hotchkiss… —Pero ¿cómo demonios consiguieron meter esa piedra de molino ahí dentro? ¿Y quién cavó ese agujero? Y quién… —¡Mis mismas palabras, hermano Penrod! Yo le estaba diciendo, páseme ese

platillo de melaza, ¿puede?, yo le estaba diciendo a la hermana Dunlap en este mismo instante que cómo habían metido esa muela ahí dentro, sí, señor. Y, ojo, sin ayuda; ¡sin ayuda! Ahí está la cuestión. No me lo digan; tuvo ayuda; y, además, tuvo que ser mucha ayuda; tiene que haber habido una docena ayudando a ese negro, y les aseguro que le arrancaría la piel a tiras hasta al último negro de esta casa, pero yo averiguaría quién lo había hecho; y, lo que es más… —¿Una docena, dice? Ni cuarenta podrían haber hecho todo lo que han hecho. Si no, mire las sierras hechas con cuchillos de monte y las otras cosas, y lo laborioso que tiene que haber sido; y mire la pata serrada de la cama, que eso es una semana de trabajo para seis hombres; y mire el negro ese hecho de paja tendido en la cama; y mire… —¡Desde luego que sí, hermano Hightower! Es lo mismo que le estaba yo diciendo al hermano Phelps. Dígame, ¿qué le parece a usted, hermana Hotchkiss? ¿Que qué me parece qué, hermano Phelps? Pues la pata de la cama serrada de esa manera. ¿Que qué pienso? Que seguro que no se serró sola, digo, que alguien la tuvo que serrar, digo; ésa es mi opinión, la toman o la dejan, puede que no cuente para nada, pero ésa es mi opinión, digo, y que si alguien tiene otra mejor, digo, pues que la diga, digo, eso es todo. Le digo a la hermana Dunlap, digo… —Pero, caramba, tiene que haber estado eso lleno de negros todas las noches durante cuatro semanas por lo menos para poder hacer todo ese trabajo, hermana Phelps. ¡Mire esa camisa, que tiene hasta la última pulgada cubierta de escritura secreta africana hecha con sangre! Tiene que haber habido un montón de ellos ahí trabajando juntos todo el tiempo. Vamos, yo daría dos dólares por que alguien me lo leyera. Y en cuanto a los negros que lo hicieron, los azotaría hasta que… —¡Gente que le ayudara, hermano Marples! Desde luego que lo pensaría si llevara en esta casa algún tiempo. Vamos, han robado todo lo que han podido coger, y ojo, con nosotros vigilando todo el tiempo. ¡Robaron esa camisa directamente del tendedero! Y la sábana esa con la que hicieron la escalera de trapos, ni le cuento la de veces que la robaron; y harina, y velas, y palmatorias, y cucharas, y el viejo calientacamas, y casi mil cosas que ahora no recuerdo, y mi vestido nuevo de percal. Y Silas y yo, y mi Sid, y mi Tom haciendo guardia constantemente de día y de noche y, como le iba diciendo, ninguno de nosotros fue capaz de ver ni rastro de ellos ni de oír nada; y luego, en el último minuto,

¿quién lo iba a decir?, ¡se nos meten justo debajo de nuestras narices y nos engañan a todos, y no sólo a nosotros, sino también a los ladrones del territorio indio, y además, se largan con ese negro sano y salvo, y todo eso con dieciséis hombres y veintidós perros pisándoles los talones muy de cerca y en el mismísimo momento! Ya le digo, esto supera cualquier cosa que yo haya oído antes. Vamos, si llegan a ser espíritus no habrían podido hacerlo mejor ni haber sido más listos. Y yo creo que tienen que haber sido espíritus porque ustedes conocen a nuestros perros y no los hay mejores; ¡pues los perros no consiguieron seguirles la pista ni una sola vez! ¡Y ahora que alguien me explique a mí eso si puede! ¡Cualquiera de ustedes! —Bueno, desde luego que supera… —Por Dios bendito, yo nunca… —Que Dios me ayude, yo no sería… —Aparte de ladrones… —Por los clavos de Cristo, a mí me daría miedo vivir en un sitio como… —¿Miedo de vivir? Vamos, yo tenía tanto miedo que casi no me atrevía ni a irme a la cama, ni a levantarme, ni a tumbarme ni a sentarme, hermana Ridgeway. Vamos, habrían sido capaces de robar el mismísimo… Vamos, por Dios, ya se puede imaginar lo nerviosa que estaba yo cuando llegó la medianoche. Santo Cielo, ¡si hasta tenía miedo de que se llevaran a alguien de la familia! Yo había llegado a tal extremo que ya no me quedaba ni capacidad para razonar. Ahora, de día, parece una tontería; pero yo me digo, ahí están mis dos pobres niños dormidos, ahí arriba en esa habitación tan solitaria, y ¡de verdad que estaba tan inquieta que subí allí arriba y los encerré! Sí. Y cualquiera hubiera hecho lo mismo. Porque cuando una se asusta de esa manera, y eso se prolonga y va empeorando y empeorando cada vez más, se pierde el sentido y se empiezan a hacer toda clase de tonterías, y después va una y piensa, y si yo fuera un chico y estuviera ahí arriba y la puerta no estuviera echada y yo… –Y se paró y se quedó como pensando, y después, giró la cabeza lentamente, y cuando posó sus ojos sobre mí, me levanté y me fui a dar un paseo. Y me digo yo: «Yo podré explicar mejor cómo es que no estábamos en esa habitación esta mañana si me aparto a un lado y estudio el asunto un poco». Y así lo hice. Pero no me atreví a alejarme porque si no, ella habría mandado a

buscarme. Y cuando ya se hizo tarde y se fue todo el mundo, pues entonces entré y le conté que el ruido y los disparos nos despertaron a «Sid» y a mí, y que como la puerta estaba echada y nosotros queríamos ver toda la diversión, bajamos por el pararrayos, y que los dos nos hicimos un poco de daño y que ya no queríamos probar eso nunca más. Y después seguí y le conté todo lo que le había contado antes al tío Silas. Y después ella dijo que nos perdonaría, y que quizá no hubiera nada de malo en ello de todos modos, y que era lo que cualquiera podría esperar de unos chicos, porque, hasta donde ella había podido comprobar, todos los chicos eran unos tarambanas, y así que, como no había pasado nada malo, pensó que sería mejor que se dedicara a dar gracias de que estuviéramos vivos y bien y de que aún nos tuviera, en vez de preocuparse por lo que ya había pasado y no tenía remedio. Y entonces me besó y me acarició la cabeza, y se quedó como absorta en sus pensamientos, pero, al poco, da un respingo y dice: —Pero ¡Dios se apiade de nosotros, ya casi es de noche y Sid no ha venido todavía! ¿Qué le ha pasado a ese chico? Vi que era mi oportunidad, así que me puse de pie de un salto, y le digo: —Iré corriendo al pueblo a buscarlo. —No, no irás –me dice–. Tú te quedas donde estás; ya es suficiente con que os perdáis de uno en uno. Si no ha llegado para la hora de la cena, ya irá tu tío. Bueno, pues no llegó para la cena, así que el tío se fue justo después de cenar. Volvió sobre las diez un poco inquieto porque no había dado con la pista de Tom. La tía Sally estaba muy inquieta, pero el tío Silas le dijo que no había necesidad de eso, que los chicos eran chicos, y que ya vería cómo éste volvía por la mañana sano y salvo. Así que tuvo que darse por satisfecha. Pero dijo que, de todos modos, se quedaría levantada un rato esperándolo y que dejaría una luz encendida para que él la viera. Y luego, cuando yo subí a la cama, ella subió conmigo y se trajo su vela, y me arropó y me trató como una madre, tan bien que me sentí malo, y como que no podía mirarla a la cara; y ella se sentó en la cama y estuvo hablando conmigo mucho rato, y dijo que Sid era un chico espléndido y no parecía que quisiera dejar de hablar de él nunca; y no dejaba de preguntarme de vez en cuando si yo creía que pudiera haberse perdido, o que pudiera estar herido, o que pudiera estar en aquel mismo momento tumbado en algún sitio, sufriendo o muerto, sin que

ella estuviera a su lado para ayudarle, y entonces se me caían las lágrimas silenciosamente, y yo le decía que Sid estaba bien y que seguro que volvería a la casa por la mañana; y ella me apretaba la mano o me besaba, y me decía que lo repitiera otra vez y que siguiera diciéndolo porque a ella le hacía bien, porque lo estaba pasando muy mal. Y cuando se marchaba, me miró a los ojos fijamente y con dulzura, y me dice: —No voy a echar la puerta, Tom, y ahí están la ventana y el pararrayos, pero vas a ser bueno, ¿verdad?, y no vas a irte. Por mí. Dios sabe que deseaba horrores irme para encargarme de Tom y que ésa era la intención que tenía, pero después de aquello no me habría ido ni por todo el oro del mundo. Pero no dejaba de pensar en ella y no dejaba de pensar en Tom, así que dormí muy intranquilo. Y por la noche, bajé dos veces por el pararrayos y me deslicé hasta la parte delantera y la vi allí sentada junto a la ventana con su vela al lado con los ojos llenos de lágrimas mirando hacia la carretera; y deseé poder hacer algo por ella, pero no podía; lo único que podía hacer era jurar que nunca volvería a hacer nada que la hiciera sufrir. Y la tercera vez, me desperté al amanecer y bajé silenciosamente, y allí estaba ella todavía, con la vela casi apagada, y tenía la vieja cabeza gris apoyada en una mano, y estaba dormida.

Capítulo 42

El viejo ya había estado en el pueblo otra vez antes de desayunar, pero no logró dar con la pista de Tom, y los dos estaban sentados a la mesa pensando sin decir nada y con expresión afligida, y el café se les estaba enfriando y no estaban comiendo nada. Y al rato, dice el viejo: —¿Te di la carta? —¿Qué carta? —La que recogí ayer en la oficina de correos. —No, no me diste ninguna carta. —Bueno, se me debió de olvidar. Y se puso a rebuscarse en los bolsillos y después fue a algún sitio donde la había dejado, la cogió y la se la dio a ella. Dice ella: —Pero si es de Saint Petersburg; es de mi hermana. Pensé que me vendría bien darme otro paseo, pero fui incapaz de moverme. Antes de que pudiera abrirla, la soltó y echó a correr porque había visto algo. Y yo también. Era Tom Sawyer tumbado en un colchón y aquel médico viejo y Jim con el vestido de percal y con las manos atadas a la espalda y un montón de gente. Escondí la carta detrás de la primera cosa que encontré y salí a toda prisa. Ella se lanzó sobre Tom llorando y dice: —¡Ay, está muerto, está muerto, sé que está muerto! Y Tom giró un poco la cabeza y murmuró algo, lo que demostraba que no estaba en sus cabales; entonces ella echó las manos al cielo y dice: —¡Está vivo, gracias a Dios! ¡Con eso ya es suficiente! –Le arrancó un beso y voló hacia la casa para preparar la cama, dando órdenes a los negros y a todos los demás a diestro y siniestro a cada paso que daba y con toda la velocidad que

se lo permitía su lengua. Yo seguí a los hombres para ver qué iban a hacer con Jim, y el viejo médico y el tío Silas entraron en la casa detrás de Tom. Los hombres estaban muy malhumorados y algunos querían colgar a Jim para que sirviera de ejemplo a todos los negros de por allí, para que así no intentaran escaparse como había hecho Jim y para que no causaran tantos problemas y para que no tuvieran a ninguna familia casi muerta de miedo durante días y noches. Pero los otros dijeron: «No lo hagáis, ésa no sería la solución. Ese negro no es nuestro y aparecería el dueño y seguro que nos haría pagarlo». Eso hizo que se calmaran un poco, porque los que siempre están más dispuestos a colgar a un negro que no ha actuado bien son siempre los mismos que no están muy dispuestos a pagarlo cuando ya se han dado por satisfechos con él. Lo maldijeron mucho y le daban una bofetada o dos de vez en cuando en la cabeza, pero Jim no dijo nada en ningún momento, y nunca dejó entrever que me conocía. Lo llevaron a la misma cabaña, y le pusieron su ropa, y lo encadenaron otra vez, pero esta vez no a la pata de la cama, sino a un gancho que habían clavado en el tronco más bajo. Y también le encadenaron las manos y las dos piernas y dijeron que no le darían más que agua y pan hasta que viniera su dueño o hasta que lo vendieran en subasta si no aparecía después de cierto tiempo. Taparon nuestro agujero y dijeron que un par de granjeros armados debían quedarse de guardia alrededor de la cabaña todas las noches y que amarrarían un dogo a la puerta durante el día. Para entonces ya habían terminado con lo que tenían que hacer y empezaban a marcharse con una especie de maldición general a modo de despedida, y entonces el viejo médico viene, echa un vistazo y dice: —No seáis más duros con él de lo que sea imprescindible porque no es un mal negro. Cuando llegué al sitio donde encontré al chico, me di cuenta de que no podría sacar la bala sin ayuda, y él no estaba en condiciones de que lo dejara allí para ir a buscar ayuda; y fue empeorando poco a poco y, al cabo de bastante rato, se le fue la cabeza y ya no me dejaba acercarme a él y me dijo que si marcaba su balsa con tiza, me mataría, y un sinfín de locuras como ésa, y vi que no podía hacer absolutamente nada con él. Así que dije, tengo que conseguir ayuda como sea, y en el mismo instante en que lo digo, este negro sale gateando de alguna parte y dice que él me ayudará y eso es lo que hizo, y además lo hizo muy bien. Por supuesto que pensé que debía ser un negro fugitivo, y allí estaba yo, y allí tuve que quedarme todo el resto del día y de la noche de un tirón. ¡Estaba en un aprieto, ya os lo digo! Tenía un par de pacientes constipados y por supuesto que

me habría gustado subir al pueblo corriendo para verlos, pero no me atrevía porque el negro podría escaparse y entonces el culpable sería yo; y no se acercó ni un solo bote lo suficiente como para que yo pudiera hacerle señales. Así que ahí tuve que quedarme hasta que se hizo de día esta mañana; y jamás he visto a un negro que fuese mejor enfermero ni que fuese más fiel, y eso que estaba arriesgando su libertad al hacerlo, y además, también estaba muy cansado, porque pude ver con total claridad que había estado trabajando mucho últimamente. Por eso me gustó el negro. Ya les digo, caballeros, que un negro como ése vale mil dólares, y también merece que se le trate con amabilidad. Yo tenía todo lo que necesitaba y el chico iba igual de bien que si hubiera estado en casa; puede que incluso mejor, porque allí estaba muy tranquilo; pero allí estaba yo a cargo de los dos y allí tuve que quedarme hasta esta mañana al amanecer. Después vinieron unos hombres en un bote y, por suerte, el negro estaba sentado junto al jergón con la cabeza apoyada en las rodillas, profundamente dormido, así que les hice señales para que no hicieran ruido y ellos se le acercaron sigilosamente por la espalda, lo agarraron y lo ataron, antes de que él pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando y no tuvimos ni un problema. El chico tenía un sueño muy ligero, así que hicimos el menor ruido posible con los remos, enganchamos la balsa y la remolcamos con suavidad y en silencio, y desde el primer momento el negro no opuso la más mínima resistencia ni dijo ni una sola palabra. No es un mal negro, caballeros. Eso es lo que opino de él. Alguien dice: —Bueno, tengo que decir que eso dice mucho en su favor. Entonces los otros se ablandaron un poco también, y yo me sentí muy agradecido con el viejo médico por hacerle aquel favor a Jim; y también me alegré de que coincidiera con lo que yo pensaba de él, porque yo pensaba que él tenía buen corazón y desde la primera vez que lo vi, pensé que era un buen hombre. Entonces todos estuvieron de acuerdo en que Jim había actuado muy bien y que merecía que se le tuviera en cuenta y que se le recompensara. Así que todos y cada uno de ellos prometieron allí mismo y de corazón que ya no iban a maldecirlo más. Después salieron y lo encerraron. Esperaba que dijeran que le quitarían una o dos de las cadenas, porque pesaban muchísimo, o que le darían carne y verdura con el pan y el agua, pero no se les ocurrió, y pensé que sería mejor que yo no me inmiscuyera, pero también pensé que, de alguna manera, podría decirle a la

tía Sally lo que había dicho el médico en cuanto hubiera atravesado el oleaje que me esperaba: me refiero a las explicaciones de cómo se me había olvidado mencionarle que a «Sid» le habían disparado cuando le estuve contando cómo habíamos pasado él y yo aquella maldita noche remando de acá para allá buscando al negro fugitivo. Pero tuve tiempo más que suficiente. La tía Sally se quedó en la habitación del enfermo todo el día y toda la noche, y cada vez que veía al tío Silas pensando en las musarañas, lo esquivaba. A la mañana siguiente me enteré de que Tom estaba bastante mejor y dijeron que la tía Sally se había ido a echar una cabezada, así que me colé en la habitación del enfermo y pensé que, si me lo encontraba despierto, podríamos inventarnos una historia para la familia que resultara convincente. Pero estaba dormido, y además durmiendo muy apaciblemente. Estaba pálido y no con la cara encendida como la traía cuando vino. Así que me senté y esperé a que se despertara. Al cabo de una media hora, entra la tía Sally deslizándose suavemente, y allí estaba yo, ¡otra vez sin saber qué decir! Me hizo señas para que me quedara callado, se sentó a mi lado y empezó a susurrar diciendo que ahora ya podíamos alegrarnos todos porque los síntomas eran excelentes y que llevaba mucho rato durmiendo así, y que cada vez tenía mejor aspecto y se le veía más tranquilo, y que había muchísimas posibilidades de que se despertara en su sano juicio. Así que allí nos quedamos mirándolo, y al rato se mueve un poco, abrió los ojos con total naturalidad, echa un vistazo y dice: —¡Hola! ¡Pero si estoy en casa! ¿Y eso cómo es? ¿Dónde está la balsa? —Está bien –digo. —¿Y Jim? —Lo mismo –le digo, pero no pude decirlo muy convencido. Pero no se dio cuenta, sino que dice: —¡Bien! ¡Espléndido! ¡Ahora todos estamos bien y seguros! ¿Se lo has dicho a la tía? Iba a decirle que sí, pero ella se metió y dice:

—¿Qué, Sid? —Pues cómo lo hicimos todo. —¿A qué todo te refieres? —Pues a todo. Sólo hay una cosa: cómo dejamos libre al negro fugitivo Tom y yo. —¡Dios mío! Dejasteis li… ¿De qué está hablando este chico? ¡Dios mío, Dios mío, otra vez ha perdido la cabeza! —No, no he perdido la cabeza. Sé muy bien lo que estoy diciendo. Nosotros lo dejamos libre, Tom y yo. Nosotros lo organizamos y nosotros lo hicimos. Y además, lo hicimos con mucha elegancia. Él se había puesto a hablar, y como ella no lo frenó en ningún momento, sino que se quedó allí sentada mirándolo fijamente, y lo dejó que siguiera hablando a toda prisa, me di cuenta de que no iba a servir de nada que yo interviniera. —Tía, nos costó muchísimo trabajo; semanas de trabajo, y horas y más horas todas las noches mientras todos vosotros estabais dormidos. Y tuvimos que robar velas, y la sábana, y la camisa, y tu vestido, y cucharas, y platos de hojalata, y cuchillos de monte, y el calientacamas, y la piedra del molino, y harina, y un sinfín de cosas, y no te imaginas el trabajo que nos costó hacer las sierras, y las plumas, y las inscripciones, y que si esto y que si lo otro, y tampoco te puedes imaginar ni la mitad de lo divertido que fue. Y tuvimos que hacer los dibujos de los ataúdes y de las otras cosas, y las cartas nónimas de los ladrones, y tuvimos que subir y bajar por el pararrayos, y que hacer el agujero para que llegara hasta la cabaña, e hicimos la escalera de trapo y se la mandamos dentro de un pastel que cocinamos, y también le mandamos cucharas y otras cosas con las que trabajar dentro del bolsillo de tu delantal… —¡Por Dios bendito! —Y tuvimos que llenar la cabaña de ratas y de serpientes y de más bichos para que le hicieran compañía a Jim; y después tú tuviste a Tom aquí tanto rato con la mantequilla dentro del sombrero que casi lo estropeas todo, porque los hombres llegaron antes de que nosotros hubiéramos salido de la cabaña, y tuvimos que darnos mucha prisa, y nos oyeron y nos persiguieron, y ahí fue donde yo me

llevé mi parte, y los esquivamos saliéndonos del camino y dejando que nos pasaran de largo. Y cuando vinieron los perros, nosotros no les interesábamos, sino que se fueron hacia donde había más ruido, y nosotros cogimos nuestra canoa y nos dirigimos a la balsa, y todos estábamos seguros y Jim era un hombre libre, y lo habíamos hecho todo nosotros solos, ¡y fue magnífico, tía! —¡Nunca he oído nada parecido en toda mi vida! Así que habéis sido vosotros, pequeños golfos, los que habéis estado causando todos estos problemas y los que habéis estado volviéndonos locos a todos y los que nos habéis tenido muertos de miedo. Tengo más ganas de las que no he tenido nunca en mi vida de cogeros a los dos y daros una buena paliza por todo lo que habéis hecho. Y pensar que he estado aquí, noche tras noche…, ¡y tú ponte bien, pequeño canalla, y te aseguro que voy a daros tal zurra que os voy a sacar el demonio del cuerpo a los dos! Pero Tom se sentía tan orgulloso y estaba tan feliz que no podía callarse, así que él seguía, y ella, hablando al mismo tiempo y escupiendo fuego por la boca, y los dos a la vez, que parecía aquello una asamblea de gatos. Y dice ella: —Muy bien, diviértete con esto todo lo que puedas ahora, porque recuerda que como vuelva a cogerte entrometiéndote con él otra vez… —¿Entrometiéndome con quién? –dice Tom, mientras se le borraba la sonrisa y parecía sorprendido. —¿Con quién? Pues con el negro fugitivo, por supuesto. ¿Con quién te creías? Tom me mira muy serio y dice: —Tom, ¿no me acabas de decir que estaba bien? ¿No se ha escapado? —¿Él? –dice la tía Sally–, ¿el negro fugitivo? Por supuesto que no. Lo han traído de vuelta, sano y salvo, y está otra vez dentro de esa cabaña a pan y agua y cargado de cadenas, ¡y ahí va a estar hasta que lo reclamen o se venda! Tom se incorporó en la cama inmediatamente con los ojos brillantes y con las ventanas de la nariz abriéndoseles y cerrándoseles como si fuesen agallas, y me dice: —¡No tienen ningún derecho a encerrarlo! ¡Tira, no pierdas ni un minuto! ¡Déjalo libre! ¡Él no es ningún esclavo; es igual de libre que cualquier otra

criatura de las que caminan sobre esta tierra! —¿Pero qué está diciendo este niño? —Todas y cada una de las palabras que he dicho, las he dicho en serio, tía Sally, y si no va nadie, iré yo. Hace toda la vida que lo conozco, y Tom también. La vieja señorita Watson murió hace dos meses, avergonzada por haber querido venderlo río abajo, y así lo dejó dicho y lo dejó libre en su testamento. —Y entonces, ¿para qué demonios querías tú dejarlo libre, si ya era libre? —Bueno, debo decir que ésa es una buena pregunta, ¡y muy propia de una mujer! Pues porque quería vivir esa aventura y me habría metido en sangre hasta el cuello para… ¡Dios mío, tía Polly! ¡Ahora sí que voy listo! Estaba de pie allí mismo, a la entrada de la puerta, con el aspecto dulce y satisfecho propio de un ángel harto de pastel. La tía Sally se fue hacia ella de un salto y casi le arranca la cabeza de un abrazo, y lloró por ella, y pensé que un buen sitio para mí sería estar debajo de la cama porque la cosa se nos estaba poniendo bien caliente, me parecía a mí. Me asomé, y al poco la tía Polly de Tom se soltó y se quedó allí mirando a Tom por encima de los anteojos, como si quisiera traspasarlo con la mirada, ya sabes. Y luego dice: —Sí, mejor será que desvíes la mirada. Yo lo haría si estuviera en tu lugar, Tom. —¡Ay, Dios mío! –dice la tía Sally–. ¿Tanto ha cambiado? Pero si ése no es Tom, es Sid. Tom está… Tom está… Pero ¿dónde está Tom? Estaba aquí hace un minuto. —¡Querrás decir que dónde está Huck Finn, a ése es a quien te refieres! Supongo que no he criado a un tunante como mi Tom durante todos estos años como para no reconocerlo cuando lo veo. Ése sería un bonito saludo. Sal de debajo de esa cama, Huck Finn. Y eso hice, pero sin sentirme muy valiente. La tía Sally era una de las personas más confusas que he visto en mi vida, menos una, y ésa era el tío Silas cuando entró y se lo contaron todo. Podría decirse que

se quedó como borracho, y ya durante el resto del día no sabía nada de nada, y aquella noche dio un sermón en el servicio evangélico que le proporcionó una reputación estupenda porque ni el hombre más viejo del mundo habría sido capaz de comprenderlo. Y la tía Polly de Tom se lo contó todo sobre quién y qué era yo, y yo tuve que contarles en la clase de aprieto que estaba cuando la señora Phelps me tomó por Tom Sawyer, y ella me interrumpió y dice: «Bueno, llámame tía Sally, que ya estoy acostumbrada y no hay necesidad de cambiarlo ahora», que cuando la tía Sally me tomó por Tom Sawyer, tuve que seguir porque no me quedaba otra salida, y que yo sabía que a él no le importaría porque le parecería genial, ya que era un misterio, y que él lo convertiría en una aventura y se sentiría completamente satisfecho. Y así es como salieron las cosas, y él dio a entender que era Sid y me facilitó las cosas todo lo que pudo. Y su tía Polly dijo que Tom tenía razón en lo de que la vieja señorita Watson había dejado libre a Jim en su testamento y que, por lo tanto, ¡Tom Sawyer se había tomado todas aquellas molestias y había hecho todo aquel trabajo para dejar en libertad a un negro que ya era libre! ¡Y yo no había podido entender, antes de aquel instante y de aquella conversación, cómo alguien de su educación podía prestarse a dejar en libertad a un negro! Bueno, la tía Polly dijo que cuando la tía Sally le escribió diciéndole que Tom y Sid habían llegado sanos y salvos, se dice: —¡Mira esto ahora! Me lo tendría que haber imaginado al dejarlo marcharse sin tener a nadie que lo vigilara. Así que ahora tenía que ir y tomarme la molestia de bajar todo este río, mil cien millas, para averiguar en qué lío estaba metida esta criatura ahora porque no conseguía sacarte a ti ninguna respuesta. —Pero si yo nunca tuve noticias tuyas –dice la tía Sally. —Pero ¿y cómo es eso? Te escribí dos veces para preguntarte qué era eso de que Sid estaba aquí. —Pues nunca me llegaron, hermana. La Tía Polly se vuelve muy despacio y con mucha severidad dice: —¡Tú, Tom! —Bueno, ¿qué? –le dice malhumorado.

—No me vengas con qués, insolente, entrégame esas cartas. —¿Qué cartas? —Las cartas. No me obligues, porque como tenga que agarrarte, te… —Están en el baúl. Ya está. Y están tal como estaban cuando las saqué de la oficina. Ni las he mirado ni las he tocado. Pero sabía que nos iban a traer problemas, y yo creía que no tendría prisa, y yo… —Bueno, ¡qué falta te está haciendo una buena paliza, de eso no hay duda! Y te escribí otra para decirte que venía; y supongo que él… —No, llegó ayer; no la he leído todavía, pero está bien; ésa la tengo yo. Yo quería ofrecerme a apostar dos dólares a que no la tenía, pero imaginé que quizá sería más seguro que no lo hiciera, así que no dije nada.

Último capítulo

La primera vez que pillé a Tom en privado le pregunté qué idea era la que él tenía a la hora de la evasión, qué era lo que tenía planeado hacer si la evasión hubiera salido bien y él hubiera conseguido dejar libre a un negro que ya era libre antes. Y él me dijo que lo que tenía planeado en la cabeza desde el principio si conseguíamos sacar a Jim sin problemas, era que nos escapáramos con él río abajo en la balsa y que fuésemos teniendo aventuras hasta la boca del río, y que después le contáramos que era libre y llevarlo de vuelta a casa en un barco de vapor, con mucho estilo, y que le pagáramos por el tiempo que había perdido, y que escribiéramos una carta para avisar para que todos los negros de por allí salieran a recibirlo y que lo escoltaran con un desfile de antorchas y con una banda de metales, y que entonces sería un héroe. Pero yo pensé que tal como estaba, estaba bien. Le quitamos las cadenas a Jim sin perder tiempo y cuando la tía Polly y el tío Silas y la tía Sally se enteraron de lo bien que había ayudado al médico a cuidar de Tom, lo adularon mucho y lo atendieron de primera, y le dieron de comer todo lo que quiso e hicieron que se lo pasara bien y que no tuviera nada que hacer. Y nosotros lo llevamos hasta la habitación del enfermo y tuvimos una conversación seria, y Tom le dio cuarenta dólares por haber sido nuestro prisionero tan pacientemente y por hacerlo tan bien, y Jim casi se muere de contento, y saltó y me dice: —¿Ves ahora lo que te dije, Huck? ¿Lo que te dije allí arriba en la isla de Jackson? Te dije que yo tenía el pecho velludo y te dije que era una señal; y te dije que había sido rico antes una vez y que iba a volver a ser rico otra vez; y aquí está, ¡se ha hecho realidad! No me hables, que las señales son señales, acuérdate que te lo dije. ¡Y yo sabía como que estoy aquí de pie ahora mismo que yo iba a volver a ser rico otra vez! Y después Tom se puso a hablar y a hablar, y dice que nos escapemos de allí los tres una de estas noches y que busquemos un disfraz y que nos vayamos al territorio a tener aventuras clamorosas entre los indios durante un par de semanas o más. Y yo le digo que vale, que por mí está bien, pero que yo no tengo dinero para comprarme el disfraz, y que supongo que tampoco puedo

conseguirlo en casa porque es probable que papá ya haya vuelto y se lo haya quitado todo al juez Thatcher y que se lo haya bebido. —No, no lo ha hecho –dice Tom–; está todo allí todavía, los seis mil dólares y más, y tu padre no ha vuelto nunca. Por lo menos no hasta que yo me vine. Dice Jim con solemnidad: —No va volver nunca más, Huck. Yo digo: —¿Por qué, Jim? —El porqué da igual, Huck, pero no va a volver más. Pero yo seguí insistiéndole, así que al final me dice: —¿No te acuerdas de la casa que iba flotando río abajo, y de que había un hombre dentro, tapado, y yo fui y lo destapé y no te dejé que entraras? Bueno, pues puedes coger tu dinero cuando quieras porque aquél era él. Tom está casi bien ahora y lleva la bala colgada de una cadena alrededor del cuello a modo de reloj, y está todo el rato mirando a ver qué hora es, así que ya no queda nada más de lo que escribir y me alegro muchísimo, porque si llego a saber lo difícil que era hacer un libro, no me habría puesto a hacerlo, ni voy a hacerlo más. Pero supongo que tengo que largarme al territorio antes que los demás porque la tía Sally va a adoptarme y a civilizarme, y yo eso no puedo soportarlo. Ya he pasado por eso antes.

AKAL / BÁSICA DE BOLSILLO

Otros títulos publicados

EL SEÑOR DE BALLANTRAE Robert Louis Stevenson ISBN: 9788446029823 “El señor de Ballantrae” es, sin duda alguna, uno de los libros más brillantes de Stevenson. Iniciado en el punto más álgido de su popularidad, en él muestra su mejor prosa, su más dramática puesta en escena y su mejor manejo de la intriga. Con estas armas construye una historia de una extraordinaria fluidez, plagada de inolvidables episodios, en la que retoma con un tono mucho más sombrío y mordaz los principales temas de fondo de sus célebres novelas anteriores: “La isla del tesoro” –la aventura regida por la codicia–, “Secuestrado” –la condición del pueblo escocés– y “El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde” –la enfrentada dualidad de la naturaleza humana.

PADRES E HIJOS Iván Turguéniev ISBN: 9788446036029 En el contexto de una Rusia sacudida por la reforma agraria y la abolición de la servidumbre, dos estudiantes, Evguéni Bazárov y Arkadi Kirsánov, regresan a sus casas, en provincias, después de tres años de ausencia. El reencuentro con sus progenitores pone de manifiesto los conflictos generacionales a través de los cuales Turguéniev hace un retrato magnífico de una sociedad que busca una salida a la profunda crisis en la que está inmersa. De los diálogos y reflexiones de sus personajes, el autor hace fluir las teorías políticas, filosóficas y científicas del momento, de las que Bazarov, personaje central de la novela, se hace eco configurándose como el prototipo de personaje nihilista. Padres e hijos, considerada como la obra cumbre de Turguéniev y uno de los hitos del realismo ruso, logra romper las barreras del espacio y el tiempo y sorprender, todavía hoy, por la modernidad de sus planteamientos.

DERSÚ UZALÁ Vladímir Arséniev ISBN: 9788446036050 Vladímir Arséniev rememora en este libro las aventuras y amistad que compartió con Dersú Uzalá, un nativo del Lejano Oriente ruso que fortuitamente encontró en una de sus expediciones por la taiga. Un peculiar estilo narrativo, tan sencillo como lleno de humanidad y rigor científico, es tal vez el secreto del éxito de la obra de este escritor-explorador ruso, absolutamente maravillado por la imponente naturaleza de los confines de su gigantesco país. Sin trampas literarias y con apenas un par de datos biográficos inventados, Dersú es presentado como la sabia personificación del entorno, en tanto que el capitán Arséniev es la involuntaria punta de lanza de la amenaza a esos ecosistemas que tanto ira. El lector comprobará que un siglo después del encuentro entre Arséniev y Dersú, el avance del progreso humano sigue haciendo mella en un medio ambiente que, en este libro, es también uno de los hilos conductores de la narración.