ECOS DESDE EL MONASTERIO
La fe del carbonero
“Soy hijo de un tiempo en el que la mayoría de los jóvenes han perdido la fe en Dios por la misma razón que sus padres la habían tenido siempre: sin saber por qué”. (Fernando Pessoa, “El desasosiego”)
Sucede con no poca frecuencia que al hablar solemos hacer uso de convencionalismos, frases estereotipadas y dichos populares a cuya comprensión nos acercamos con relativa facilidad, aunque en la práctica muy poca gente se cuestiona sobre el origen de los mismos. Algo de eso sucede cuando, para referirnos a una persona sencilla con una fe culturalmente asumida, sin más, o, lo que es lo mismo, una fe aprendida, heredada, no razonada, decimos que posee la fe del carbonero, expresión que popularizó Miguel de Unamuno, pero que se remonta, según quienes se dedican a esculcar en los antiguos anecdotarios, al siglo XV. Como era de interés para mí, me puse a cliquear en el Google para averiguar el origen de la archiconocida expresión “la fe del carbonero”. Entre la infinitas extravagancias que encontré, una de ellas me pareció la más luminosa y, ¿por qué no?, la mejor ubicada dentro de lo aceptable. La trascribo: “Hubo en Ávila un obispo llamado Alonso Tostado de Madrigal (el Tostado), alto exponente del pensamiento de su tiempo. Escribió muchísimo sobre lo divino y lo humano. De ahí que, de los que escriben mucho, se diga aún que «escriben más que el Tostado». Algunas de sus opiniones, que no preocupaban al Papa, resultaban demasiado audaces y sospechosas para algunos. Se cuenta que quienes se ocupaban de ayudarle a bien morir cuando se le aproximaba el momento, querían asegurarse de que amaneciera en el otro mundo con una fe ortodoxa y sin mancha; éstos, por lo visto, marearon la perdiz de tal manera que, sacando fuerzas de flaqueza, el Tostado exclamó: —“Yo, como el carbonero!, hijos, como el carbonero”. El carbonero aludido por el buen obispo era muy conocido en Ávila. Se cuenta que en cierta ocasión le preguntaron: —¿Tú en qué crees?. —En lo que cree la santa Iglesia. —¿Y qué cree la Iglesia?. —Lo que yo creo. —Pero ¿qué crees tú?. —Lo que cree la Iglesia... Y no había modo de apearle de semejante discurso” 1 1
ARBIL, n 39: «Fides et Ratio» versus «La fe del carbonero». Anotaciones de pensamiento y critica http://www.arbil.org/(39)arvo.htm
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Cualquier comentario estaría de más… Decía Chesterton que "La Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza". No obstante, cuando entramos en la ella, lo hacemos sin las dos
cosas: sin el sombrero2, porque casi no se usa (¡habrá que esperar que irrumpa la moda!), y sin la cabeza porque creemos no necesitarla. ¡Mayúsculo error!. Con su genialidad y humor inglés, Chesterton alertaba sobre uno de los grandes peligros que corren —¡que corremos!— quienes, en el ámbito de la fe y/o de la religión, se niegan a utilizar la inteligencia y se conforman con una fe infantil que cree tenerlo todo asegurado y se resiste a crecer y a madurar. ¡Total, para qué!. ¡Muera la gallinita con su pepita! De alguna manera, con mayor o menos consciencia de ello, todos y todas sabemos que una fe que no se cultiva sirve de poco, de casi nada, de nada. Y, desgraciadamente, no es infrecuente toparnos con personas (Por favor, no olvidar poner en la lista a prelados y clérigos, religiosos-as y “almas devotas”) que se confiesan creyentes y que, sin embargo, han renunciado a cultivar la fe por creerlo innecesario. Una a veces se pregunta si algún tal creerá lo que celebra cuando celebra… Una fe des-informada., no razonada, anodina, inofensiva… Algo de esto intuyó el Cardenal Newman cuando a finales del siglo XIX expresó casi proféticamente: “Una fe
heredada y pasiva, inercial, “tenida”, más que “ejercida”, es decir, no personalizada, llevará a las personas cultas a la indiferencia y a las sencillas, a la superstición” . Con no poca razón
hoy se habla de un ateísmo interior que salta a la vista aunque nos vistamos religiosamente o acudamos asiduamente al culto… Y es que, realmente, hablamos de una fe que entra por el oído y obliga a usar la cabeza; una fe que es tarea, proceso, pero que puede convertirse en retroceso, lastre, angustia, una carga insoportable; una fe que, ciertamente, puede crecer, pero que puede también menguar e incluso atomizarse, pulverizarse ante la primera dificultad; una fe que, o arraiga en la vida y la reverdece, o la seca y hay que arrancarla porque afea el paisaje. Depende del cuidado que le concedemos, de lo que significa para nosotros eso de tener fe, de la valoración que hacemos de lo que Dios nos ha dado sin merecimiento previo, es decir, por nuestra cara bonita. Lo primero es siempre el DON que nos viene sin que ni siquiera lo supliquemos. Se nos da. Y punto. Depende, después, del empeño que ponemos en actualizar nuestra experiencia creyente. Hablamos de una fe que desde sus mismísimos comienzos (bastaría con recordar cómo le fue a su “Fundador”) ha tenido que abrirse paso a través de no pocas dificultades, de mucha oposición, no menos violencia y de absoluto desprecio. Algo que, todavía hoy, sigue formando parte de su propia naturaleza. Sin persecución, la Iglesia está más abocada a la falsificación y a la perversión que con ella. Una fe —¡cómo cuesta decirlo y mucho más reconocerlo!— que ha sido y que sigue siendo objeto de uso y de abuso precisamente por parte de quienes más obligados están a proponerla, que no imponerla…No es lo mismo servir a la Iglesia que servirse de ella. Y, con todo, hay quien todavía quiere darnos gato por liebre… Se olvida, quizá porque en el fondo se desconoce, que incontables mujeres y hombres fueron verdaderos testigos de esa fe en Jesús muerto y resucitado, porque dejaron girones de 2
Siempre nos dieron que era una “falta de respeto”, aunque, por otra parte, invocando “a la modestia”, hubo una gran preocuparon por cubrir la cabeza de las mujeres con un velo…
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vida por donde pasaban, abriendo caminos por tierra y rutas por el mar, yendo y viniendo con la Palabra del evangelio instalada en el corazón, dispuestos a anunciarla como la mejor de las noticias. Fueron (y son) mujeres y hombres sencillos que desde la experiencia de su aventura creyente se tomaron muy en serio eso de que la Iglesia, antes que cualquier otra cosa, debe ser misionera. Sin Iglesia no hay misión, pero sin misión, la Iglesia, sencillamente, no tiene razón de ser. Es más, la misma Iglesia es hoy campo de misión y las personas más cercanas a ella son gente que necesita ser evangelizada, pues sólo se puede evangelizar si se antes se está evangelizado-a. ¡Aviso para navegantes! Tampoco podemos ignorar que a lo largo de muchos siglos el binomio fe y razón constituyó un auténtico caballo de batalla, una guerra permanentemente abierta, un divorcio irreconciliable. Una y otra han evitado mirarse de frente para hacerlo siempre de reojo y con “mal de ojo”; una y otra se han dado la espalda, negado la palabra y radicalizado en una crítica más destructiva que constructiva. Fe y razón se han experimentado enemigas encarnizadas, pretendiendo una posición de primacía la una respecto de la otra. ¿Quién tiene en su poder la verdad? ¿Cuál de las dos es verificable, objetiva, pragmática? ¿Cuál de ellas puede procurar soluciones a los grandes interrogantes de la condición humana? ¿Cuál ha propiciado las transformaciones más determinantes en la sociedad?. Han sido muchos años, muchísimos, de recelo, de sospechas, de bandos, de embestidas… ¡Sálvese quien pueda! Grandes pensadores, filósofos, sociólogos, científicos, teólogos, tuvieron que pagar un alto precio por defender justamente lo contrario: que fe y razón son un binomio posible, un matrimonio con “posibilidades” de prosperar en complementaria reciprocidad. A nadie se le escapa la posición que muchos de estos grandes artífices de la historia adoptaron frente a una fe incolora, inodora e insípida, desteñida… Sin ir más lejos -¡y qué lejos vamos!-, Pedro, el apóstol, que era pecador y pescador, además de testarudo y cobarde, invitaba a los creyentes en una de sus cartas a “saber dar razón de nuestra esperanza”, a todo el que la pida. Y, aunque es verdad que ya no nos la pide mucha gente, porque el distanciamiento entre Iglesia y modelo socio-cultural es cada vez más evidente, sin embargo, es justo confesar que muy pocos de entre nosotros (insisto, no dejen de poner en la lista a prelados y clérigos, religiosos-as y “almas devotas”) estamos capacitados para dar razón de por qué creemos en lo que decimos creer. Una de las cuestiones que más “mosquea” a los que miran desde de fuera (y a algunos de los que estamos dentro) es que hay mucha gente que cree creer, permítaseme la expresión, no necesitar la cabeza, o la inteligencia, incluso las infinitas capacidades de las que somos usufructuarios para vivir y expresar la fe. ¡Error!. Y es que la fe, como piensan algunos, no sirve para poner en fuga la angustia de no saber qué hacer cuando, desde alguna parte de la consciencia emergen los más serios interrogantes de nuestra condición humana: ¿Quién soy? ¿Qué quiero? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Por qué el dolor, la enfermedad, la muerte?. Y Dios, ¿Qué? ¿Existe? ¿Cómo es? ¿Qué quiere? ¿Por qué no actúa erradicando el mal de este mundo, castigando a los malos y premiando a los buenos? ¿Hay vida después de esta vida?... La fe tampoco es fruto de la sugestión o del adoctrinamiento ideológico; ni tiene nada que ver —hablo en primera persona— con lo que solemos llamar un lavado de cerebro, ejercido en el ámbito familiar, escolar o eclesial; ni es renuncia a pensar con la propia cabeza; ni violencia impuesta a la razón… De alguna manera, todos y todas llevamos dentro un filósofo y una teóloga (¡ejerzamos la paridad!) llamados a vivir en un diálogo que ponga “patas arriba” la fe que nos transmitieron antaño y en la que todo parecía ser “incuestionable”. Desde la realidad que vivo, desde lo que veo —y no quisiera ver—, desde lo que escucho —y quisiera no escuchar—, de día en día va dilatándoseme el convencimiento de que la Iglesia, sobre todo en muchos de sus representantes, necesita echar mano de eso que en su día se dio en llamar el “aggiornamentto” y que consiste en abrir puertas y ventanas para
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que una corriente de renovación recicle lo que huele a moho por ineficacia, por desuso, por desencanto, por apatía. Es curioso comprobar cómo cuando se entra en el templo se percibe el mismo olor que desprende un lugar cerrado, deshabitado, presidido por amplias e incómodas penumbras. Una iglesia a oscuras, solitaria, abandonada… ¡sin curas! Y hay quien piensa que, incluso, sin Dios. pero no, Dios está, dentro y fuera, en todo y en tod@s. Pablo lo dirá con una expresión muy honda: En él (Dios), vivimos, nos movemos y existimos” Fuera de Él también se puede vivir, pero, no es lo mismo… Es una evidencia que la gente participa cada vez menos en el culto, sobre todo en la eucaristía. ¿Qué pasa? ¿Seguiremos de espaldas a la realidad, eludiendo la autocrítica? ¿Por qué evitamos cuestionar sobre las causas y los motivos que están provocando esta situación tan deprimente? ¿Seguiremos echando balones fuera, culpando de la situación que padecemos dentro a los que están fuera: a la sociedad, a la política, a la cultura, a las modas y tendencias?. ¡Venga ya! Los tópicos conformistas de siempre: que si la vida está muy mal, que si la cultura tiene mucha fuerza, que si los jóvenes pasan, etc., son, sencillamente, pretextos, un rodeo para no mirar de frente y hacer algo. Y así nos luce el pelo… Hay quien pretende que la gente viva (¡o malviva!) con la fe del carbonero. Esta postura no deja de ser la reacción inmadura de quien —quiero pensar que ingenuamente— se niega a poner los medios necesarios para que la gente cultive su fe, se sienta gozosa de haberla recibido, de expresarla, de celebrarla en Comunidad. La fe del carbonero parece interesar sólo a quienes han renunciado a cualquier tipo de implicación, aún teniendo la responsabilidad de hacer algo más que lamentarse. Se echa en falta interés y dedicación, renovación, formación y, sobre todo, oración, por parte de cierto sector clerical a quienes parece no quitarles el sueño, y parece ser que ni el hambre, eso de que la gente muestre sincero deseo de formarse y madurar en su proceso creyente. Muy poco parece inquietarlos el hecho de que la gente busque comprender la Palabra del Señor que se proclama, sí, pero que no se comenta porque, en el fondo ¿qué van a decir si los ellos mismos no saben contextualizarla en el hoy y el ahora de esta Comunidad cristiana. ¿Qué nos dice hoy, ahora, en nuestra realidad comunitaria esta Palabra que Jesús pronunció hace más de dos mil años en un contexto socio-político-cultural-económicoreligioso tan diferente del nuestro y que, sin embargo, no deja de tener actualidad, validez? ¿Qué me dice a mí como parte de esta comunidad concreta a la que pertenezco? ¿A qué me compromete? La fe del carbonero, es cierto, puede que llene los cepillos de monedas (aunque ahora con la crisis…) pero sin duda vaciará los bancos de personas; el lampadario podrá iluminarse casi al completo de velitas encendidas, pero la Palabra quedará en la penumbra de la ignorancia, de quien proclama y , lamentablemente, de quienes escuchan; la gente seguirá apuntando a sus difuntos para ser recordados en misa (¡son diez euros… y la voluntad!), mientras los que creen estar vivos no terminan de resucitar. Pues, igual que la figura de aquellos pobres y sufridos hombres que ofrecían carbón por nuestras calles ha quedado fosilizada en una de las páginas de la historia, de esa misma manera y para siempre, descanse en paz la fe del carbonero, y junto a ella sigan plácidamente sesteando los que contribuyen, desde su inercia y apatía, a hacer de la fe de la Iglesia una caricatura de Dios, un “negocio fraudulento” una suma de dogmas que a mucha gente le suena a música celestial y que posee un símil casi perfecto con el embudo de cuello estrecho para los sencillos y de boca ancha para los “elegidos”. ¡Faltaría más!
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María de Jesús, Convento Santa Clara, LLERENA
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