Historias De Osos. Cuentos Para Contar 6y4vf

Índice Portada Introducción Los dos amigos La pastora y los tres hijos del leñador Montserrat del Amo Núria Feijoó Títulos de la colección Créditos

INTRODUCCIÓN

El oso es un animal grande, fiero y fuerte que infunde temor, pero los oseznos son chiquitos, juguetones y suaves. Parecen de juguete. Tal vez por eso sea el animal más imitado en juguetería. Hay osos de trapo, de plástico, de piel… Osos de cuerda y osos que se mueven con pilas. ¿Quién no ha tenido un osito cuando era pequeño?

El oso también está presente, con frecuencia, en los cuentos populares. En los relatos que te voy a contar ahora aparecen osos. En el primero, «Los dos amigos», el oso se comporta como lo haría en la realidad. En el segundo, «La pastora y los tres hijos del leñador», el animal ayuda al héroe a cumplir sus deseos.

Escuché estos cuentos de labios de una narradora popular que apenas sabía leer cuando yo era muy pequeña. Supongo que ella también se los había oído de viva voz a algún narrador de su pueblo al que se los habría contado su abuela o su madre. Creo, por tanto, que se trata de cuentos tradicionales españoles. No es raro que los osos estén presentes en relatos de un país como el nuestro, que estuvo cubierto de espesos bosques donde abundaban esos animales y donde, aún no hace mucho tiempo, se encontraban y cazaban en las montañas de Asturias y Cantabria.

LOS DOS AMIGOS

Hace ya mucho tiempo, cuando los hombres viajaban en burro, había un pueblo en el que vivían dos muchachos que ni siquiera tenían burro para viajar. Uno era moreno, callado y fuerte. El otro, rubio, ligero y charlatán. Se les había metido en la cabeza con tal fuerza la idea de ver mundo que decidieron abandonar su aldea y salir en busca de lo desconocido. Dicho y hecho. Un buen día, al amanecer, se echaron el hatillo al hombro y alzaron el vuelo. Iban en el coche de san Fernando, unas veces a pie y otras andando, pero estaban tan ilusionados y contentos que no sentían las asperezas del camino. El rubio no paraba de hablar: imaginaba las aventuras que les aguardaban, ponderaba su valor —que no desfallecería ni ante los más poderosos enemigos— y se hacía lenguas de su ingenio —capaz de ayudarlo a salir airoso de los trances más apurados. Iba presumiendo de sus futuras hazañas, alardeando de sus posibles triunfos y regocijándose por anticipado de las riquezas que llegaría a atesorar.

Con tanto parloteo se le secó la boca. Su compañero, que caminaba en silencio, le tendió una calabaza de agua y el rubio la vació de un trago. Después de beber y refrescarse volvió a su charla, pero en la primera cuesta empinada, entre el esfuerzo de la marcha y las palabras, empezó a jadear, perdió el resuello y tuvo que detenerse. Soltó el hatillo y se tumbó al borde del camino.

Mientras el rubio descansaba, el moreno cogió los dos hatillos, el suyo y el de su compañero, deshizo los nudos y los ató a un palo. Buscó un arroyo y llenó la calabaza. Cuando el rubio recobró el aliento y se pusieron de nuevo en marcha, el moreno cogió la calabaza y se echó el palo al hombro de modo que su hatillo le colgaba por delante y el de su compañero por la espalda.

Andando, andando, se fueron adentrando en el bosque. El sendero se estrechó hasta perderse en la maleza, las ramas bajas de los árboles les golpeaban la cara, las zarzas se les enredaban en las piernas y el follaje era tan espeso que apenas dejaba pasar los rayos del sol. Así continuaron caminando durante largo rato. Más tarde, los árboles se distanciaron, la maleza se hizo menos espesa y la luz más y más intensa. Seguramente se estaban acercando a un claro del bosque. Apresuraron el paso porque pensaron que en un espacio despejado podrían orientarse observando los rayos del sol y encontrar de nuevo el sendero perdido. Y así fue. El camino reaparecía al otro lado del claro y el astro rey, todavía alto, les indicaba que aún tenían bastante tiempo como para atravesar el bosque.

Pero entonces, justo entonces, cuando estaban cruzando el espacio libre de árboles, apareció frente a ellos un oso. Avanzaba torpemente, alzado sobre sus patas delanteras, y al ver a los muchachos se detuvo y gruñó. Era grande, amenazador, como una roca emorme que les cortaba el paso.

El rubio echó a correr hacia el árbol más próximo, dio un salto con los brazos en alto y consiguió colgarse de una rama. Ésta crujió como si fuera a romperse, pero el muchacho se elevó a pulso, se abrazó al tronco del árbol y trepó hasta la copa. El moreno hizo lo mismo aunque, como iba cargado con la calabaza y los hatillos, no podía correr a tanta velocidad. Saltó y alcanzó una rama, pero el tallo se rompió con su peso y el joven, la calabaza, los hatillos y la madera quebrada cayeron al suelo con estrépito. Tumbado, el moreno vio que el oso se acercaba. Ya era tarde para levantarse y trepar al árbol. Aguantó la respiración y cerró los ojos. Sintió que el animal se dejaba caer a cuatro patas y empezaba a olisquear. Llegó a sentir su hocico húmedo y áspero rozándole el cogote, pero él se mantuvo inmóvil. El oso adelantó una pata y lanzó un zarpazo; sin embargo, sólo rasgó el pañuelo de los hatillos, sin arañar siquiera al chico.

Dio después varias vueltas a su alrededor pero, al fin, el muchacho de pelo oscuro notó que los pasos se alejaban. Cuando dejó de oírlos se atrevió a abrir los ojos y a lanzar una mirada a su alrededor, pero todavía sin hacer ningún movimiento. El claro del bosque estaba silencioso y tranquilo y del oso sólo quedaba el rastro de sus huellas. Cuando se serenó, se dio la vuelta, abrió la boca y aspiró una bocanada de aire. Todavía tumbado en el suelo, reponiéndose del susto, vio a su compañero allá arriba, en la copa del árbol, escondido entre el follaje. El rubio, desde arriba, soltó una carcajada burlona y le dijo: —¡No sabía yo que tenías amigos en el bosque! Ya he visto cómo el oso te contaba secretos al oído.

El muchacho moreno se había levantado y estaba recogiendo sus cosas, metiéndolas en el pañuelo rasgado. El rubio continuó diciendo: —¡Vamos! Dímelo ya. ¿Qué te ha dicho el oso? Hablaba tan bajito que yo, desde aquí arriba, no lo oía. El moreno terminó de rehacer su hatillo. Se colgó la calabaza al cinto y cogió la rama rota para usarla de bastón.

Levantó la cabeza y respondió muy serio: —¿Quieres saber lo que me ha dicho el oso? Que me aparte de los falsos amigos. Y, sin añadir ni media palabra más, echó a andar. —¡Eh! ¿Adónde vas? ¡Espérame! —gritaba el rubio. Pero el muchacho de pelo oscuro siguió adelante. Por más prisa que se dio el rubio en bajar del árbol, recoger el hatillo y salir tras su compañero, no volvió a encontrarlo nunca jamás.

LA PASTORA Y LOS TRES HIJOS DEL LEÑADOR

En tiempos de Maricastaña vivía en el bosque un leñador que tenía tres hijos. Un buen día pasó por allí una pastora que conducía un rebaño de ovejas: cincuenta blancas y cincuenta negras.

La hierba era tan verde y fresca en aquel lugar que la muchacha se detuvo allí para que pastaran las ovejas. Las blancas se quedaron en el llano, y las negras ascendieron a los riscos. La pastora era tan joven y bella que los tres hijos del leñador se enamoraron de ella y fueron, cada uno por su cuenta, a decirle palabritas dulces. A los tres les dio la muchacha la misma respuesta. —El mozo que quiera casarse conmigo tendrá que talar un árbol, hacer una barca, echarla a las aguas del río y llevarme a vivir a la orilla del mar.

El mayor, que era muy alto y fuerte, dijo: —¡Eso está hecho! A la mañana siguiente, cogió el hacha más grande que tenía su padre, un pañuelo y un pan, y se internó en el bosque para cortar un árbol.

No sabía cuál elegir: le parecía que uno tenía el tronco demasiado delgado y el otro demasiado grueso; el de más allá estaba torcido; reseco éste y demasiado tierno el de detrás. Todavía estaba buscando el más apropiado cuando le salió al paso una viejecita que le suplicó: —¡Dame un poco de pan para calmar el hambre!

—Ni un cacho ni una miga —replicó el hermano mayor—. Tengo mucho trabajo por delante y necesitaré el pan entero para reponer fuerzas durante la jornada. —¡Dame el pañuelo para limpiarme el polvo del camino! —le pidió la anciana. —Ni el pañuelo ni una hilacha —dijo el hermano mayor—. Tengo mucho trabajo por delante y lo necesito para atármelo a la cabeza cuando empiece a sudar. Como la viejecita seguía insistiendo, el hermano mayor la apartó de su camino, enfadado: —¡Quítate de delante y déjame en paz! Ya te lo he dicho. Estoy muy ocupado. Tengo que dejar terminada una barca antes de que anochezca. La mujer se sentó a un lado del sendero mientras mascullaba unas frases de las que sólo se entendían dos palabras: «Cuchara y tenedor; cuchara y tenedor». Efectivamente. Cuando el mayor encontró al fin el árbol preciso y empezó a golpear el tronco con el hacha, comprobó con sorpresa que, a cada hachazo que daba, en vez de desprenderse trozos de corteza, saltaban cucharas y tenedores de madera. Golpeó con más fuerza y ocurrió lo mismo. Salieron cucharas de todo tipo: hondas y planas, con el mango liso o finamente tallado, grandes y pequeñas; y tenedores de tres, cinco u ocho dientes, hasta que el árbol quedó reducido a un enorme montón de cubiertos de palo.

Todas las veces que intentó derribar un árbol y cortar la madera necesaria para construir la barca, ocurrió lo mismo.

Al anochecer, cansado y vencido, buscó la cuchara más bonita y el tenedor más lindo y se los llevó a la pastora como regalo. Pero ella dijo: —El mozo que quiera casarse conmigo tendrá que talar un árbol, hacer una barca, echarla al río y llevarme a vivir a la orilla del mar.

Al día siguiente, el hijo mediano del leñador se levantó muy temprano, cogió el hacha más afilada que tenía su padre, un pan y un pañuelo blanco, y se internó en el bosque. Iba buscando un árbol ni muy grueso ni muy fino, ni muy verde ni muy seco, ni muy alto ni muy bajo; pero cuando lo encontró no pudo empezar a cortarlo porque había una viejecita sentada en una piedra con la espalda apoyada en el tronco. —¡Quítate de ahí, que tengo que derribar ese árbol para hacer una barca antes de que anochezca! La anciana respondió con un suspiro: —No tengo fuerzas para levantarme. ¡Desfallezco de hambre! ¡Dame un poco de pan! —Ni un cacho ni una miga —respondió el mediano—. ¡Yo sí que me sentiré desfallecido a medio día, después del trabajo que me espera! ¿Cómo podría recuperar fuerzas y terminar mi obra si te doy el pan?

Pero la mujer insistió: —¡Dame tu pañuelo para que me sirva de almohada! —Ni el pañuelo ni una hilacha —respondió el mediano—. Lo necesitaré para vendarme la mano cuando se me levanten ampollas de tanto manejar el hacha. La viejecita se marchó mascullando unas frases de las que sólo se entendían dos palabras: «Astillas y teas, astillas y teas». Efectivamente. Cuando el mediano golpeó el tronco del árbol con el hacha empezaron a saltar teas redonditas y resinosas, estupendas para alumbrar una cabaña o prender lumbre, y astillas de todos los tamaños, buenas para mantener el fuego encendido pero inservibles para fabricar una barca. A cada hachazo, saltaron más y más teas y astillas, hasta que el árbol quedó reducido a un inmenso montón de leña.

Y todas las veces que intentó derribar un árbol, ocurrió lo mismo.

Al llegar la noche, cansado y vencido, el hijo mediano del leñador confeccionó un haz de teas resinosas, cogió una carga de astillas y se las llevó a la pastora como regalo. Pero ella dijo: —El mozo que quiera casarse conmigo tendrá que talar un árbol, hacer una barca, echarla al río y llevarme a vivir a la orilla del mar. Y le volvió la espalda.

A la mañana siguiente el hijo pequeño se levantó muy temprano. En la cabaña sólo quedaban una hacha mellada, unas migas de pan y un jirón de tela usada. Empuñó el hacha, recogió las migas, se metió el trapo en el bolsillo y se internó en el bosque. Allí se encontró con una viejecita tan desfallecida que apenas tenía fuerzas para quejarse. El muchacho la ayudó a incorporarse, le dio hasta la última miga de pan que llevaba y corrió al arroyo vecino a humedecer el trapo para que pudiera refrescarse la cara.

La anciana, ya algo repuesta, le dio las gracias y le preguntó qué estaba haciendo en el bosque. —¡Tengo que talar un árbol para hacer una barca antes del anochecer! Pero el hacha está mellada. No sé si podré. —No te apures, que yo te ayudaré —dijo la mujer. El joven pensó que poca ayuda podría prestarle una pobre vieja casi sin fuerzas en un trabajo tan rudo; aun así empezó a buscar el árbol apropiado. La anciana masculló unas cuantas frases, de las que sólo se entendieron unas pocas palabras: «Oso, cabra y pico real; oso, cabra y pico real». En cuanto el muchacho dio el primer hachazo, apareció un oso enorme que se abrazó al tronco del árbol y, de un tirón, lo arrancó de raíz. Al segundo golpe, llegó una cabra que se comió las hojas y separó las ramas. Al tercero, un pico real vino volando y vació el tronco a picotazos en un instante. El oso lo hizo rodar de un zarpazo ladera abajo, hasta el río.

El chico, muy contento, corrió en busca de la pastora. Ella, al verlo aparecer tan temprano y sin señales de cansancio, empezó a decir: —El mozo que quiera casarse conmigo… Pero el muchacho no la dejó terminar: —Ya está la barca flotando en el río, yo te llevaré aguas abajo a vivir a la orilla del mar. Y la pastora y el hijo pequeño del leñador se casaron y vivieron siempre a orillas del mar, tuvieron tres hijos y fueron felices para siempre jamás.

Montserrat del Amo nació en Madrid en 1927. Cuando era pequeña le gustaba mucho leer. Pronto empezó a pensar que, si era tan divertido leer, escribir sería aún más apasionante. Empezó a inventar historias y a los veinte años publicó su primera novela. Desde entonces ha escrito más de setenta títulos, por los que ha recibido numerosos premios.

Núria Feijoó nació en Barcelona en diciembre de 1973. Cuando era pequeña le gustaban tantas cosas que le costó mucho decidir qué quería ser de mayor. Después de estudiar arquitectura, descubrió el mundo de la ilustración en la Escola de la Dona sca Bonnemaison de la mano de Ignasi Blanch, profesor y también ilustrador. Desde 2008 combina su trabajo de arquitecta con el de ilustradora, aunque si ahora tuviera que escoger, se quedaría con la segunda opción.

A partir de 8 años Títulos de la colección

La paloma Palometa Isabel Campos Adrados

Un montón de problemas Terence Blacker

Cómo cazamos al Hombre del Saco Andreu Martín

Cómo cazamos a Drácula Andreu Martín

Beltrán el erizo Concha López Narváez y Rafael Salmerón

Beltrán en el bosque Concha López Narváez y Rafael Salmerón

Los últimos osos polares Harry Horse

Clásicos en escena Carmen Martín Anguita

Un tiesto lleno de lápices Juan Farias

Piel de león. Cuento para bailar Montserrat del Amo

Babur, el gigante poeta Blanca Álvarez

La laguna luminosa Joan Manuel Gisbert

Lluvia de ranas Ánxela Loureiro

Algunos niños, tres perros y más cosas Juan Farias

Historias de osos. Cuentos para contar Montserrat del Amo

Historias de osos. Cuentos para contar Montserrat del Amo

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© Montserrat del Amo, 1982

© de las ilustraciones, Nuria Feijoó

© Editorial Noguer, S. A., 1982 Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) © de las características de esta edición, Editorial Planeta, S. A. www.planetadelibrosinfantilyjuvenil.com idoc-pub.futbolgratis.org

Primera edición en libro electrónico (epub): abril de 2012

ISBN: 978-84-08-00809-5 (epub)

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