Casas Muertas 282p4s

Los rumbos de la decadencia: Casas Muertas, de Miguel Otero Silva Por: Zhandra Flores Esteves Escrita en medio de la dictadura perejimenista (1955) y ambientada en las postrimerías de la dictadura gomecista; con la Generación del 28 de trasfondo; merecedora del Premio Nacional de Literatura; leída por al menos tres generaciones de estudiantes de educación media en Venezuela e insólitamente venida a menos durante los últimos años; esta obra de Miguel Otero Silva1 (MOS) retrata el proceso de decadencia que sufrieron las localidades rurales entre finales del siglo XIX y mediados del XX. Desde el punto de vista literario, en palabras de Orlando Araujo2, el autor, para reflejar una realidad agonizante, escogió un modelo moribundo (el criollismo). Es la representación del fracaso del proyecto civilizatorio adelantado desde la independencia, refaccionado con la Federación y finalmente concretado en una forma de caudillismo a la venezolana, teniendo en Juan Vicente Gómez su más grotesco representante. En Casas muertas, ese rostro del despotismo está encarnado en la figura del coronel Cubillos. Ortiz es el pueblo elegido por MOS para el relato. Enclavado en el Estado Guárico y protagonista de glorias durante la época federal y el Liberalismo Amarillo, donde incluso fue capital de la entidad, su proceso de decadencia es narrado a partir de la reminiscencia de Carmen Rosa, quien habla a través sus vivencias con los escasos habitantes que quedan en el pueblo y nos muestra cómo la descomposición va actuando, poco a poco, a suerte de niebla tóxica que corroe no sólo la estructura del pueblo, sino las almas de quienes allí aún residen. Para Sanoja Hernández3, MOS estaba obsesionado con entremezclar realidad y ficción4, al punto tal que, en la fase de preparación de su novela, viajó hasta Ortiz y realizó una suerte de aproximación etnográfica sobre la vida de sus pobladores. De allí, confiesa, emergieron la Señorita Berenice y los tres curas, mientras que Carmen Rosa y Sebastián fueron “hijos de la ficción”. Carmen Rosa, como personaje principal, no se distancia demasiado del patrón criollista: mujer de su casa, modesta, sencilla y de moral recatada. Sin embargo, al ser ella lo único que queda vivo en Ortiz su personaje adquiere una mayor profundidad. Por ejemplo, sus referentes se construyen a partir de la relación que ella mantiene con los ancianos del pueblo: La Srta. Berenice (maestra del pueblo), Hermelinda (vinculada a la historia del pueblo narrada a partir de los curas, chismosa, puritana) y Cartaya (ateo,

Miguel Otero Silva, escritor, político, periodista y militante comunista, es sin dudas uno de los grandes personajes de la Venezuela del siglo XX. Una excelente cronología comentada pueden encontrarse en: Subero, E. (1985). Cronología de Miguel Otero Silva. En: Otero Silva, M. (1985). Casas muertas-Lope de Aguirre, príncipe de la libertad. Caracas: Biblioteca Ayacucho 2 Araujo, O. (1988). Narartiva venezolana contemporánea. Caracas: Monteávila editores. 3 Sanoja Hernández, 2000. Op. cit 4 Un excelente trabajo sobre la fabulación de la realidad en la obra de MOS, lo encontramos en Concepción Lorenzo, NM. (1997). Fabulación de la realidad en la narrativa de Miguel Otero Silva. Universidad de La Laguna. Tesis doctoral no publicada. Disponible en: ftp://tesis.bbtk.ull.es/ccssyhum/cs42.pdf 1

disolvente). No obstante, existe una clara diferencia entre ella y los ancianos, que van más allá de la mera brecha generacional. Al respecto, Eveluny Luchine5 afirma que: “Sólo Carmen Rosa afirma su identidad de manera positiva. Cartaya reinvindica su ateismo y afirma la necesidad de la guerra civil. A Berenice no le queda sino dar clases a unos niños hambrientos y palúdicos. Los campesinos están entregados a la muerte, y tratan en vano de revivir, a través de un pasado que se extingue. En Ortiz domina la resignación y la aceptación fatalista de la muerte y de las calamidades naturales y humanas”.

Sobre Ortiz han caído sin descanso todas las plagas “habidas y por haber”. Poco a poco, lo que otrora fuera un pueblo próspero, se ha convertido en un espectro de sí mismo, para el que la nostalgia representa el último atisbo de esperanza: la añoranza de que puede renacer de sus cenizas como el Ave Fénix, situación encarnada en el tiempo narrativo presente con la relación entre Carmen Rosa y Sebastián. La muerte de Sebastián representa el fin de esa esperanza y el fin del pueblo, que aunque no desaparece físicamente, acaba “muerto en vida”, como durante una gran parte de la trama lo estuvo don Casimiro, el padre de Carmen Rosa. El propio párrafo inicial de la novela es propicio para ilustrar esta idea: Esa mañana enterraron a Sebastián. El padre Pernía, que tanto afecto le profesó, se había puesto la sotana menos zurcida, la de visitar al Obispo, y el manteo y el bonete de las grandes ocasiones. Un entierro no era acontecimiento inusitado en Ortiz. Por el contrario, ya el tanto arrastrarse de las alpargatas había extinguido definitivamente la hierba del camino que conducía al cementerio y los perros seguían con rutinaria mansedumbre a quienes cargaban la urna o les precedían señalando la ruta mil veces transitada. Pero había muerto Sebastián, cuya presencia fue un brioso pregón de vida en aquella aldea de muertos, y todos comprendían que su caída significaba la rendición plenaria del pueblo entero. Si no logró escapar de la muerte Sebastián, joven como la madrugada, fuerte como el río en invierno, voluntarioso como el toro sin castrar, no quedaba a los otros habitantes de Ortiz sino la resignada espera del acabamiento.

Esta figura del pueblo fantasma servirá luego de inspiración para otros autores destacados del boom latinoamericano, entre los que destaca Comala para Juan Rulfo en Pedro Páramo; o el Macondo garciamarquiano –especialmente en Cien Años de Soledad-, donde la muerte de Aureliano Babilonia implica también su desaparición. De todas las plagas que esparcen la muerte en Ortiz y en sus alrededores, Otero Silva retoma el paludismo y la represión del gomecismo sobre el movimiento estudiantil, que habían sido el tema principal de su primera novela, Fiebre (1931). Aparece de nuevo el camino de Palenque: el camino final por donde han de transitar aquellos que inexorablemente van a morir. Hábilmente, el autor coloca a Ortiz como parada obligada hacia allá anunciando que, esas casas abandonadas y esos seres macilentos, llagados, febriles, con los que se encuentran los escasos visitantes que aún se acercan por esos parajes, acabarán por desaparecer, más pronto que tarde. En Casas muertas, el ambiente juega un papel decisivo en al menos dos niveles: a) Como personaje, que presagia el advenimiento de las desgracias y, b) Como determinante del comportamiento de los personajes. Por ello, la novela presenta trazos

Citada por: Sanoja Hernández, J. (2000). Prólogo a Casas muertas. En: Otero Silva, M. (2000). Casas Muertas. Caracas: Los libros de El Nacional, pp. 7-8. 5

de romanticismo y también del criollismo, en tanto estampas costumbristas sirven para retratar el hacer de los personajes6. El ciclo de vida y muerte, principalmente de muerte, que el autor recrea a través de imágenes ambientales como la sequía y la lluvia, parece trocar su fin con la partida de Carmen Rosa, doña Carmelita y Olegario hacia oriente, en busca de “un mejor porvenir”. La esperanza asume un nuevo rostro. Ya no se recrea exclusivamente a partir del romance de Carmen Rosa y Sebastián sino que, producto de la muerte de él, ella decide comenzar de nuevo en otro lugar, presentando con ello una nueva lógica de país que recién empezaba a emerger: El progreso a partir de la explotación petrolera. Este final que rompe con la circularidad cuasi perfecta del relato oteriano, tiene como función abrir un nuevo arco narrativo, que será retomado por MOS en su tercera novela, Oficina Nº17. Venían de las más diversas regiones, de las aldeas andinas de las haciendas de Carabobo y Aragua, de los arrabales de Caracas, de los pueblos pesqueros del litoral. Los había campesinos y obreros, vagos y tahúres, comerciantes tímidos, rostros con cicatrices, un negro tocando una guitarra. También chinos, norteamericanos enrojecidos por el sol y la cerveza, cubanos de bigotes meticulosamente cuidados, colombianos de inquietante mirada melancólica. Todos iban en busca del petróleo que había aparecido en Oriente, sangre pujante y negra que manaba de las sabanas, mucho más allá de aquellos pueblos en escombros que ahora cruzaban, de aquel ganado flaco, de aquellas siembras miserables. El petróleo era estridencia de máquinas, comida de potes, aguardiente, otra cosa. A unos los movía la esperanza, a otros, la codicia, a los más la necesidad.

Olvido, nostalgia, esperanza y desesperanza, a modo de fábula real, se conjugan en esta obra que, sin dudas, constituyó uno de los hitos más importantes de la literatura venezolana de la segunda mitad del siglo XX. En el contexto concreto de la obra de MOS, Casas muertas representa el segundo libro de la trilogía que se inicia con Fiebre y culmina con Oficina número 18.

Álvarez, C. (2000). Guía de lectura para Casas Muertas. En: Otero Silva, M. (2000). Casas Muertas. Caracas: Los libros de El Nacional. 7 Márquez Rodríguez, en. Sanoja Hernández, Op. cit 8 Sanoja Hernández, Op. cit., destaca que algunos estudiosos de la obra de MOS, como Aínza, coinciden en esta afirmación. 6