Amol se escribe con r Salvador Tió Jardiel Poncela escribió hace unos años una novela que se titulaba Amor se escribe sin h. Si a mí se me ocurriera, Dios me proteja, escribir una novela parecida, le pondría por título Amol se escribe con R. Eso de la h no me suena. En cambio la r es la letra clave de material rodante, burro, carro y ferrocarril. Pero a nosotros, de tanto arrastrarla, se nos ha convertido en ele, letra sin la cual Lalo no podría haber estado aquí. Cuando los españoles abandonaron el país, forzados por las circunstancias, dejaron aquí el café, el coco, la caña, el caballo, el perro (¡Cuídamelo bien!) y la lengua. Pero se llevaron la r. Por eso no hemos podido hacer revoluciones. Y hasta las reformas nos cuestan trabajo. La r al sol se ha disipado, se ha elongado, se ha alelado. Y casi puede decirse que hemos perdido una letra. Al puertorriqueño lo distinguen en Hispanoamérica, aunque se disfrace, “por la manera de hablal”. Si usted le oye a alguien, en cualquier país de Hispanoamérica, esta frase tan manoseada ya, “tengo el alma en el almario”, puede usted asegurar que se trata de alguien que quiere pasar por intelectual. Si la oye en Puerto Rico, -¡apártese!-. En Puerto Rico eso quiere decir “tengo un Colt en el ropero”. Hemos perdido una letra. Parece poca cosa después de todas las cosas que hemos perdido. Hemos perdido el tranvía, el agua, la bolita, los tributos al ron. Hemos perdido hasta la alegría, y los viejos aseguran que hemos perdido la vergüenza. Pero sobre todo hemos perdido el tiempo. Y este es pecado que se paga amargamente en la historia. Ahora que estamos tratando de recuperar tantas cosas, yo propongo que hagamos un esfuerzo colectivo por recuperar la r. A las maestras, que no digan ¡dolol!, a los legisladores, que no digan ¡honol!, a los locutores que no digan ¡placel!, a los novios que no digan ¡amol!, y a las mujeres que no digan tan ligero que sí, que le están quitando el gusto al romanceo. Pero de todos esos débiles de espíritu, que no tienen energía ni para pronunciar una r como manda la Fonética, los que más me indignan son esos pervertidores de la lengua que se llaman locutores de radio. Hay algunas excepciones, pero no debo decirlo, porque como ocurre siempre, todo el mundo se creerá incluido en la excepción. ¡Y está bien de disparates! Mientras la cosa se queda “acá inter nos”, menos mal. Pero esa l puertorriqueña lleva hoy por todos los rincones del mundo prueba fehaciente de un vicio nacional que en vez de exhibirse a los cuatro vientos, lo que debe hacerse es corregirlo a puertas cerradas. Yo pido a todos los alumnos que cada vez que una maestra diga “¡dolol!”, se levanten a una y con el mayor respeto, pero con la mayor energía, griten “¡dolorrrrrrrrr!”
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Yo pido al público que asiste a las tribunas parlamentarias que cada vez que un legislador en medio de un discurso diga “¡honol!” Se levanten y griten: “¡No, señor, honorrrrr!” Yo pido a las novias de todos los pueblos y campos y montañas del país que cada vez que un pretendiente les venga con el lelolé del amol, lo mande a hacer ejercicios lingüísticos: ¡r con r cigarro! Y por fin a todos los radioescuchas que cada vez que un locutor o un cuarteto musical se empeñe en pasarle l por r, agarren el teléfono y protesten o inunden la estación de telegramas. ¡Que aprendan a hablar bien o que renuncien! El origen de este feo vicio no es fácil de descubrir. Algunos lo achacan a la influencia negroide. Y otros al tongoneo. A los niños se les inunda de maternalismo. Y hasta hay casos en los cuales todavía le hablan al niño en jerigonza. ¿Qué dice el nenucho de paparucho? ¿El tribilín de bililón? Yo que ustedes me digan… Pero algún día hay que acabar con eso.
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